2. ESTADÍSTICA, SILENCIO, NECESIDAD

El gráfico consta de dos líneas que avanzan penosamente de izquierda a derecha. La de arriba es la tasa de natalidad, y apunta hacia abajo; la de abajo es la tasa de mortalidad, y apunta hacia arriba. Convergen en 1992. A partir de ahí la línea de la vida cae bruscamente, y la línea de la muerte asciende con brusquedad idéntica. Es como si un niño de tres años tratara de dibujar la mitad posterior de una ballena o un tiburón: el ancho tronco va estrechándose hasta reducirse a nada, y vuelve a abrirse en la aleta caudal de la cola. La cruz rusa.

La fatiga, la desnutrición, el hacinamiento y la inexistencia en todo el país de camas de matrimonio: todo contribuye. Pero el método principal de control de natalidad en Rusia es el aborto, sino del setenta por ciento de los embarazos. El setenta por ciento de estos abortos se practican después del primer trimestre, y en un entorno de gran sordidez y riesgo; la necesidad de incrementar el número de abortos a menudo se obvia mediante procesos —tan diversos como muchas veces inadvertidos— de esterilización. En su defecto, el resultado es siempre la mortalidad infantil: la tasa ha aumentado en los últimos cinco años y está ahora a la par con la república de Mauricio y con Colombia.

Es nueve veces más probable que un hombre muera de muerte violenta en Rusia que en Israel. Si no es el caso, su esperanza de vida es la de un hombre de Bangladesh. En Rusia se da un nuevo fenómeno demográfico: los pueblos en los que sólo hay bábushkas.[18] En los que los jóvenes se han ido y los hombres están muertos.

Se piensa que Rusia podría convertirse en «una bomba epidemiológica». La llanura septentrional eurasiática será cercada por un cordón sanitario, y los visitantes llegarán vestidos como astronautas.

En cualquier caso, se calcula que en el curso de los cincuenta próximos años la población se verá reducida a la mitad.

En el hotel hay una familia joven (esperan un alojamiento permanente): el marido es corpulento, y la mujer también; el chico es menudo. Siempre van en chándal, como si se esperase que estuvieran siempre listos para una carrera o una tanda de ejercicios en cuanto oyeran un chasquido de los dedos. Pero lo único que hacen es comer. Y son comedores silenciosos y absortos. Me siento de espaldas a ellos en el comedor. De su mesa no llega ningún sonido salvo el ruido de los cubiertos y las peticiones —atragantadas o entre sorbidos— de más comida de sus ocupantes (amén de los leves zumbidos y chirridos de los diversos artilugios a los que el chico está conectado —auriculares, consola de videojuegos—, y del incesante restregar de sus patines en línea con luz). Me pregunto si alguna vez hablarán del tipo de asunto en el que se han metido. La ininterrumpida ingestión de comida les hace más fácil mantener el silencio —la conspiración de silencio.

La madre y el padre están destinados en el Kombinat. Su fuerza natural les será extraída, como se extrae el níquel del mineral en bruto. La juventud que se obtenga de ellos se fundirá para su utilización en diversos usos, y a ellos se les reemplazará a su debido tiempo —acaso por el hijo y la mujer con que se case—. Los salarios son altos. Las carreras, cortas. Pero ahora tienen un plan de cobertura sanitaria, y recibirán asistencia médica cuando contraigan esa enfermedad respiratoria, ese tumor de aparición temprana.

Lo que estoy viendo, supongo, es el capitalismo con rostro ruso, un rostro estatista. El Estado ha renunciado a la nacionalización y al monopolio del empleo. Ahora sólo es el accionista mayoritario, el oligarca supremo —el autogarca o el olícrata—. Y el Estado debe continuar siendo duro y contundente, porque la topografía sigue tratando de desmembrar Rusia.

Ananías estaba equivocado. Habrá hombres y mujeres libres que vendrán a consumir su cuerpo en esta ciénaga ponzoñosa y gélida —y lo harán a precio de mercado—. Habrá rusos que vendrán a Predposilov. Lo que no harán, siendo rusos, es volver a marcharse. El Kombinat trata de deshacerse de ellos, de estos tullidos de mediana edad, de estas ruinas humanas. Les da acciones, valiosas en Moscú, pero ellos las venden aquí en los puestos de reventa. Les da apartamentos en las ciudades del sur, pero ellos los venden también, y se quedan donde están. Los ves en la calle, listos para encogerse —a no tardar— en la noche que dura cuatro meses.

Lev no quería venir a Predposilov, aunque al final, es cierto, no estaba muy seguro de si quería o no marcharse. La filosofía que sustentaba el trabajo esclavo, por cierto, es la que paso a explicar a continuación. Cuando supe en qué consistía me quedé clínicamente sin habla durante una semana. ¿La filosofía del trabajo esclavo? Ayudaba a tener a la gente aterrorizada, y —algo mucho más importante— con él se ganaba dinero. Pero lo cierto es que no se ganaba ningún dinero con él, jamás se ganó dinero con el trabajo esclavo. Se perdía dinero. Todo el mundo lo sabía menos el secretario general. De lo que uno concluye que en torno al asunto existía una conspiración de silencio. «Si al menos alguien se lo dijera a Iósif Vissariónovich.» Pero nadie se atrevió jamás a hacerlo.

Ananías estaba equivocado. Ananías la viuda. La viuda Ananías, hoy muerto hace tanto tiempo.

Tú y yo una vez dedicamos una hora a esta cuestión, para no sé qué trabajo del CU que tenías que hacer, ¿te acuerdas? La planearon con otras palabras, por supuesto, pero en resumidas cuentas era lo siguiente: en las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, ¿quién inspiraba más repugnancia, Rusia o Alemania? Ellos, dije yo. Mucha más repugnancia.

Pero de ello se desprende algo. Ellos eran mucho más repugnantes que nosotros. Pero ellos se recuperaron y nosotros no. Alemania no se está marchitando, Rusia sí. Una rigurosa expiación —en la que se dan, primordialmente, no comisiones de la Verdad e indemnizaciones estatales sino procesos, encarcelamientos, y, sí, ejecuciones, suicidios sacramentales, derrumbamientos, autolaceraciones, arrancamientos de pelo— reduce el peso del delito. ¿No es para eso la expiación? ¿Qué es lo que hace la expiación? En 2004, el delito alemán es un ápice más leve de lo que fue. El delito ruso, en 2004, sigue siendo el mismo delito.

Sí, sí, lo sé, lo sé. Rusia está muy ocupada. Y está ese otro rasgo de la vida nacional: la desesperación permanente. Jamás tendremos el «lujo» de la confesión y el remordimiento. Pero ¿y si no fuera un lujo? ¿Si fuera una necesidad, una necesidad del mísero y del sucio? La conciencia —sospecho— es un órgano vital. Y cuando se va al traste, todo tú te vas al traste.

Si de mí dependiera, exigiría una disculpa formal, por escrito, por el siglo X; y por todos los que vienen en medio. Pero ninguna viuda trémula, hecha de humo y de llama, va a erguirse en su tumba y retorcerse las manos. Ningún Dios ruso va a llorar ni a cantar.

Que digan que lo sienten; que alguien lo diga. Que alguien me diga que lo sienten. Vamos. Que alguien me llore el Volga, me llore el Yeniséi, me llore el Moscova.