1. DEL MONTE SCHWEINSTEIGER A EKATERIMBURGO: 4, 5 Y 6 DE SEPTIEMBRE DE 2004

Ahí vienen, los perros salvajes.

Son ocho, no, nueve, mestizos de diferentes razas, de diferentes tamaños, unos lanudos, otros de pelo corto o escaso, y todos —como todos los perros de todas partes— descendientes de lobos. Se mueven despacio, desplegados en abanico a todo lo ancho del callejón, de forma que pueden reconocer cada olor, y dar parte de él a los demás. Oh, cómo aman los olores esas narices. Y aún les queda tiempo, además, para ponerse en postura y orinar, para agacharse y defecar. En el grupo están representados ambos sexos: hay bestias y putas. Una de ellas está preñada —con una preñez avanzada, muy hinchada: lleva los cachorros salvajes de Predposilov en las entrañas—. Va la última, y la escoltan unos cuantos machos. Cuando se acercan levanto los brazos hasta la altura de los hombros, para hacerme aún más grande. Un animal con aire de rata, casi de ratón, me gruñe, pero se encoge de inmediato cuando le devuelvo el gruñido, y huye por el callejón. Voy detrás.

Al doblar la esquina uno de los canes, a uno de los extremos, se lanza en picado sobre una bolsa de la compra caída (de paja deshilachada; abandonada quizá por una abuela que huyó despavorida) y alerta al resto con un ladrido que parece un grito. Nueve pares de mandíbulas ansiosas, nueve rabos que se agitan. Pero la bolsa no contiene más que fruta, y los perros pasan de largo, y uno de ellos vuelve sobre sus pasos y agarra una manzana con el hocico en forma de pistolera.

Cuando están cruzando la calle en hilera un autobús articulado acelera y con una de las ruedas delanteras atropella a la perra preñada con un ruido seco y sordo. Unos vítores fieros se alzan del grueso de los pasajeros (con un trino tirolés en medio de ellos, al pasar el autobús por encima de un bache). La perra está muerta o agoniza a un lado de la calzada. Los otros perros le hunden el hocico en el cuerpo para que se mueva, le lamen la cara; uno trata de montarla, con las patas traseras tensas y trémulas, y, por espacio de un instante, recuerda a un viejo miserable. La dejan y siguen la marcha. Miran hacia atrás, y siguen calle abajo.

Los perros salvajes de Predposilov a mí no me parecen salvajes. Me parecen adiestrados —no por alguien humano, sino por otro perro, un supercán que les ha enseñado todo lo que sabe—. Ya no creo que fueran los atacantes del niño de cinco años en el campo de juegos de tonos pasteles. La criatura, imagino, fue despedazada por un pastor alemán de las fuerzas de seguridad del Estado, como preludio de un intento desenfrenado e incendiario de acabar con todas las mascotas de Siberia.

Sí, me he rerrusificado. Pero ¿qué se puede hacer? La regla es: esto, como todo lo demás, no es lo que parece; y todo lo que puedes saber con certeza es que es aún peor de lo que parece. Todo ruso con el que hablo, sin excepción, me dice que lo de la Escuela de Enseñanza Media Número 1 es cosa del gobierno. ¿En qué se basan? Razones de Estado, proponen como argumento inicial. Lo hacen por razones de Estado, repiten, y luego —ya en lenguaje esopiano—, desarrollan tal argumento. Por razones de Estado: necesitamos algo que fortalezca el apoyo nacional a la guerra en nuestra frontera del sureste. Volar manzanas de apartamentos y aviones no basta: se necesita algo peor. Necesitamos algo peor que malo.

Claro que esto no es más que una teoría. Y una teoría que deja traslucir síntomas de paranoia, al menos para ojos occidentales. Sin embargo, está el hecho de que todo ruso la suscriba espontánea e independientemente: y eso no es una teoría.

Me tacharás de tendencioso, querida mía. Pero eso es lo que parecen.

El planeta tiene una calva, y su punto central es el Kombinat. No hay un solo árbol viviente en un centenar de verstas a la redonda. Pero algunos de los árboles muertos siguen de pie. Y lo más normal es que tengan aún un par de ramas, sin hojas ni ramitas, que apuntan no hacia arriba ni hacia fuera, sino hacia abajo, y se encuentran en el tronco. Vistos desde la distancia, los árboles parecen supervivientes de un campo de concentración que van saliendo de él con paso errante para el recuento, mientras ocultan su vergüenza con las manos. Sobre ellos, las atalayas de las torres de alta tensión desnudas de cables.

Me tacharás de tendencioso. Pero eso es lo que parecen.

Eso es lo que parecen desde las laderas del monte Schweinsteiger. Recorro las modestas pendientes con mi cojera y mi bastón. He pospuesto ya dos veces el vuelo a Ekaterimburgo. Hay un lugar que necesito encontrar, un lugar en el que necesito estar antes de partir.