5. SANGRE EN EL HIELO

Una de las cosas que amaba de tu madre era su nombre. Por supuesto, era un nombre muy bonito en sí mismo, pero era también —me parecía a mí— una evocación de la hechura de su vida, con sus resurrecciones cíclicas: la infancia de aparcería, las jaulas de Nueva Orleans, el primer matrimonio de conveniencia, los años en la fábrica, el tiempo con tu padre…, todo ello sobrevivido y superado. Y después tú, la llegada tardía, el «azafrán de otoño». Y luego su tiempo conmigo. Pero yo, yo no poseía la capacidad de renacer de mis cenizas. Cuando conocí a tu madre me hallaba amenazado en las fuentes más hondas de mi ser. Tu madre me hizo superarlo —o dejarlo atrás—. Pero yo no fui capaz de emular al ave fénix y levantar el vuelo envuelto en llamas.

Te sentiste sobrecogida y profundamente consternada cuando te conté, poco después de su muerte, que nuestro matrimonio había sido casto. Tenías diecisiete años. Más me habría valido mantener la boca cerrada. Si ella no te lo había dicho, ¿por qué hacerlo yo? Tal irreflexión —querría argüir en mi favor— fue hija de mi crasa euforia: fue el día en que decidiste que no te irías a vivir con tus tíos y primos, como a grandes rasgos habíamos planeado, sino que seguirías viviendo conmigo. La sensación de que Phoenix,[17] en el último tramo de su vida, no tuvo la consumación perfecta: fue ése el motivo de tu sufrimiento. Y lo único que yo puedo hacer es repetirte —con todas las vacilaciones que puedan asaltarme a este respecto— que a tu madre no le faltaron caricias y abrazos y besos.

Y si te sigue hiriendo, Venus, al menos ahora estarás en situación de comprender.

Cuando le abrí la puerta me sentí como un niño que se cree perdido en una calle atestada de viandantes y de repente distingue ese contorno que todo lo aclara, ese indispensable desplazamiento de aire.

Llevaba un abrigo de piel clara sobre uno de los hombros. Y sostenía contra el pecho una bolsa de plástico transparente con unas botas de goma. Bajé la vista y vi sus zapatos de tacón de color rojo oscuro y las bandas de humedad en la parte delantera de las medias. Su rostro túrquico tenía la palidez de una máscara de yeso —extraterrena—. Me hizo pensar en el ungüento de textura de yogur en el que Varvara, mi crupier postrera, solía sepultarse todas las noches, hacia el final de nuestro romance; le cambiaba el color de los dientes: del tono de la carne de la almendra al de su cáscara leñosa.

Zoya entró, bamboleante, e hizo volar sus cosas (entre ellas, vi entonces, un gorro de piel estilo Davy Crockett) la considerable distancia que la separaba de uno de las pesados sillones. Le pregunté qué le apetecía beber —¿vodka, champán, tal vez un coñac para entrar en calor?—. Rechazó la invitación con un aleteo de ambas manos.

—Les he dicho que eres mi marido —dijo. Se hundió entonces los puños en las caderas y se inclinó hacia delante, como una colegiala que lanza a gritos un insulto desde el otro lado del patio—. No creas que he cambiado de opinión. No me voy a ninguna parte contigo, pero voy a cambiar de vida.

En la sala había una mesa, con cuatro taburetes de mimbre, cilíndricos, una bandeja de plata redonda con vasos, una botella de agua mineral, una licorera de whisky de malta. Se sentó a ella. Con uñas impacientes, con uñas ya exasperadas, luchó contra el celofán de una cajetilla de cigarrillos (la sostenía muy cerca de los ojos mientras lo hacía).

Estás sobria, dije.

—Sobria. —El taburete crujió bajo su peso—. Y también sola, de momento. No tengo más amiga que la doncella. Él se ha ido al hospital, a hacerse el chequeo. Lo recomponen poquito a poquito. Y se mueren todos menos él… Tienes razón. Me odio. Me odio. Y quiero pedirte perdón. Si tus palabras eran sinceras, te pido perdón. Apuesto a que piensas que eres una joya comparado con él. Pero mírate bien. Mira tus ojos. Tú no eres amable. Y yo no tengo elección: tengo que estar con alguien amable. Oh, sé que encontrarías alguna forma de torturarme. Y, además, eres hermano de Lev. Te repito que lo siento, compañero, pero no. Me temo que no hay nada para ti. Si Kitty hubiese vuelto, iría a verla. Necesito hablar de Lev. ¿Me escucharás durante una hora? Luego podremos decirnos adiós como hermanos.

En este punto —tal vez te sorprenda saberlo—, el corazón se me había vuelto una colmena de abejas, y volvía a tener los oídos taponados —anomalías ambas que pronto habrían de pasar—. Ahora entiendo a la perfección el sentido de sus palabras. Pero entonces no las entendí. Zoya decía que necesitaba hablar, pero yo me regodeaba en el convencimiento de que se había presentado en mi suite con una intención harto distinta. A lo sumo acaso albergase un par de pequeños escrúpulos de los que se liberaría con mi ayuda. Del mismo modo que la ayudaría a liberarse de la ropa. La decisión, imagino, ya estaba tomada. Esa mañana. La víspera. Y esa decisión generaría otra. Porque ella lo vería todo con otros ojos después de pasar una noche entre mis brazos.

Obviamente estaba dispuesto a pasar por un prolongado interludio de locuacidad. Mientras me regalaba con pequeñas dosis de aquel whisky escocés con sabor a turba y ciénaga, escuché y observé. Zoya llevaba un ceñido traje de chaqueta de color gris marengo y una sencilla camisa azul de corte masculino. Eran las tres de la tarde. Por la ventana del fondo se veía el atardecer, que se iba agolpando sobre la Plaza Roja —la Plaza Roja, y el frenesí asiático del Kremlin—. El taburete de mimbre crujía cada vez que ella desplazaba su peso para ponerse cómoda.

El tiempo que Zoya había pasado con Lev, antes de que él se marchase —me contó—, había sido «como un nuevo universo»: al fin había dado con alguien «exactamente igual que yo». Alguien que no se reprimía. En los asuntos del corazón, «él siempre me dijo que era un caso perdido. Que era total, total hasta el exceso». Pero lo que él aún ignoraba era que, incluso en sus enamoramientos más locos y en sus entregas más temerarias, ella podía haber ido más lejos. «Incluso en lo físico», precisó, asintiendo con la cabeza. Con Lev no se contenía. Y mi hermano (no cabía duda alguna) estaba a la altura… En fin. Lev, el amante «de choque», el estajanovista sexual, con sus cien toneladas de carbón… Asimilé estas revelaciones con una calma perfecta. En mi interior se iba tejiendo una premonición de aquello que inevitablemente vendría después; pero a Lev lo perdonaba. Se hallaba entre los muertos. Estaba perdonado. ¿Y los vivos? En todas mis imaginaciones sobre Zoya, jamás había mirado más allá del primer acto. Y ahora el primer acto se hallaba al fin garantizado. Así que miré y vi.

—Cuando regresó, las cosas estaban muy mal. Como bien sabes. Y él hizo un poco de teatro con su ánimo taciturno. Pero cuando él y yo estábamos juntos, y solos, seguía siendo el cielo. Él no entendía que yo fuese capaz de levantarme por las mañanas para ir a trabajar, pero para mí aquello era el combustible que me permitía moverme… ¿Sabes una cosa? Lev lloraba en sueños. No todas las noches. Era siempre el mismo sueño, me decía. Algo que había sucedido en el campo. No quería hablar de ello, pero yo insistía. Me contó que soñaba siempre con el guardia que no tenía manos. Con el guardia sin manos. Como si se las hubiesen cortado en Arabia. Atroz. Pero ¿llorar por ello? Y con semejante desconsuelo…

Por espacio de unos instantes la propia Zoya lloró en silencio; de cada ojo le brotó una lágrima. Luego reanudó el discurso, diciendo:

—Cinco años más. Aún hoy sigo sin entender lo que pasó. Lo entiendo y no lo entiendo. El último verano se encerró en sí mismo. No se encontraba bien físicamente, creo. Se alejó de mí. Por las noches me rehuía. Y las palabras. También se fueron. Se fue todo. Así que cometí una estupidez. Durante los años que él estuvo fuera, yo no había mirado, ni una sola vez, a otro hombre. No era fuerza de voluntad. Mis ojos no miraban, simplemente. Yo era él y él era yo. Y cuando se alejó de mí sentí una enorme confusión. Desesperación, en realidad. Si hubiera sido una campesina en época de hambruna, me habría saltado los ratones y las bayas y los insectos. Habría pensado en el canibalismo desde el primer momento… Había un profesor joven, un colega. Y un completo bestia, según comprobé después. Ni siquiera fui capaz de mantenerlo en secreto. Se enteró toda la escuela. Y se acabó. Yo creí que quizá no fuera así. A veces se da…, el perdón. Pero se acabó todo con Lev. Y entonces él dejó preñada a esa puta de Ekaterimburgo.

Aquí están de nuevo, fue mi vago pensamiento —las bestias y las putas—. Aquí están otra vez. Dije: No era ninguna puta.

—Claro que no. Es una forma de hablar. Qué más da. Y después de eso, Dios… Un hombre y otro y otro y otro y otro.

Algo había comenzado a cambiar en la sala. Era lo que ha dado en llamarse momento nodal —un momento en el cual se bifurcan y se ramifican las líneas temporales—. La media hora anterior me había servido para acostumbrarme a la nívea blancura de la frente de Zoya, a su costumbre de sacudir bruscamente la cabeza como para esquivar una mosca voluminosa, al gesto de apretarse las manos entre las rodillas para domeñarlas, o sencillamente para saber dónde las tenía. Su palidez: su carne tenía el brillo mate del chocolate blanco —pero albergaba la promesa de otros tonos: amarillo, beige, castaño, rosa—. Ahora, con un solo latido, el cuerpo de Zoya se quedó inmóvil, y volvió a ella todo el color. Todas sus sombras y rubores. Se incorporó. Miró al suelo, y dijo con una voz que había descendido una octava:

—Me aprieta la ropa. ¿Dónde está el cuarto de baño?

Cruzando el dormitorio, dije, tras la puerta corredera.

Y sus muslos aún no habían acabado de pasar junto a mí con un frufrú cuando yo ya estaba vislumbrando, presa de mi propio acceso de azoramiento, la colosal empresa que tenía por delante. Una empresa cuya magnitud me produjo un efecto embriagador exacerbado; era como si hubiera estado mirando los planos del Canal del Mar Blanco o del Ferrocarril Transártico. ¿Y qué empresa era ésa? El pasado de Zoya —los hombres de Zoya—. Lev no, pero sí todos y cada uno de los demás. Incluso la estela de babosa de Ananías. Oh, qué labor nos aguardaba, qué prodigios de recuperación y clasificación, qué auditorías y censos, qué negaciones, qué cancelaciones…

—Es horrible, pero creo que necesito un médico.

Me volví. Zoya estaba en el umbral, sin chaqueta, descalza, con el color realzado por una finísima película de sudor. Se había desabrochado la cintura de la falda: un triángulo invertido de blanco contra el gris marengo… Desde hacía un rato, quizá desde el principio, había tenido la conciencia intermitente de una deriva o una división que se abría en mi interior; cuando me levanté de la silla tuve la sensación de que dejaba a otro ser, a otro yo, sentado silenciosamente ante la mesa.

Pero me levanté de la silla diciendo no no no no no, se te pasará, ya verás, ven aquí (estás ardiendo), eso es, ya está, yo te ayudo, quítate esto ahora mismo, buena chica, y esto también, levanta el pie, y ahora el otro, muy bien, muy bien, ya está. Ya está. Ya está…

Ahora me superaba en altura, como un imponente fantasma en combinación blanca.

—Quítate de ahí. Aparta. ¡Fuera! Sólo quiero las sábanas —dijo.

Y fue hasta la cama y se deslizó entre ellas.

En la mesa me tomé un whisky, y me fumé un cigarrillo. Hice una llamada a la telefonista del hotel. Cuando volví a la puerta comprobé que se había zafado de la sábana de arriba y que tenía el brazo derecho debajo de la almohada; y una pierna extendida, y la otra doblada por completo. Una bailarina en medio de un salto, congelada en el aire.

En el pasado, innúmeras veces, como todo varón ruso, me había visto solicitando a una mujer a todas luces ebria hasta el desvalimiento. Ninguna falsa delicadeza me disuadiría, entonces, de solicitar a una mujer que se encontraba en pleno síndrome de abstinencia alcohólica. Empecé por despojarme de determinadas prendas, para ponerme un poco a la par con mi invitada; el siguiente paso fue tenderme junto a ella. No se ajustaría a la verdad afirmar que Zoya estaba dormitando. Al igual que la mayoría de mis compatriotas, yo era un tanto versado en el delirium tremens —el «mono» y el elefante rosa—. Y lo que veía en ella era uno de esos comas superficiales que normalmente preceden a la recuperación. Zoya cooperaba profundamente con el sueño, se abandonaba a él, respiraba con avidez, y tenía la frente tersa.

Debe de haber muy pocas mujeres que, en un primer encuentro amoroso, se alborocen ante el amante inconsciente. Acaso tampoco sea algo del agrado de muchos hombres, pero sin duda tiene sus adeptos potenciales. De momento nada podría haberme venido mejor. Zoya estaba tendida sobre un costado, y me daba la espalda; entonces se desplazó hacia un lado con un giro de caderas, y quedó boca abajo en la cama.

Así, dio comienzo el inventario. Cada uno de los omóplatos, cada prominencia del espinazo, cada costilla. Una vez transcurrido un tiempo razonable se dio la vuelta y quedó boca arriba. Del recto al verso. ¿Entiendes? Tendría que averiguar qué le habían hecho los hombres en cada parte del cuerpo. Tendría que descubrir el historial, la picaresca completa de ambos pechos, de ambas nalgas, de aquellas piernas que tantas veces se habían abierto, de aquellos labios que tanto habían besado y chupado. E incluso empezaba a pensar que los dos tendríamos que vivir una vida larga. Zoya y yo necesitaríamos llegar a longevos para poder completar nuestra tarea.

El sostén sin tirantes (o bustier), que ya me había tomado la libertad de desabrochar, pasó de debajo de la combinación a mis manos. Asimismo, la aplicación paciente de la rodilla izquierda me valió una victoria sobre los muslos, que terminaron por separarse, laxos, lo que hizo que el dobladillo de la combinación fuera ascendiendo centímetro a centímetro hacia el retazo de blanco más blanco.

Fue entonces, al aprestarme yo a husmeos y hurgamientos, cuando Zoya empezó a moverse. Pequeños seísmos locales, con epicentro en las pantorrillas o en los antebrazos, se propagaban por las placas de su cuerpo. Partió de ella un leve sonido, nasal, un gemido suave; era como una perra temblorosa que en su cesta, en sueños, persigue gatos y coches. En mi interior la atmósfera era la de un día canicular en pleno invierno: calidez, gratitud, la conciencia postergada de lo antinatural.

Empecé a besarla en los labios. No era la primera vez, a fin de cuentas. Yo ya la había besado. Y ella me había besado a mí. Ahora volvíamos a besarnos.

De pronto emergió de las profundidades, toda ella, en un instante: los brazos que asían, la lengua que me inundaba la boca, el empuje sincopado de las ingles. Pensé, con un murmullo de pánico: no bastará una noche. Una riada tal… —ni en una noche, ni en un año empezaría siquiera a darle cauce.

—Oh, joder…, sí —dijo.

Así, Venus, tuve varios segundos de ello. Tuve varios segundos de ello… Y entonces abrió los ojos. Y se despertó.

Supongo que lo mejor que se puede decir de lo que sucedió a continuación es lo siguiente: técnicamente hablando, no fue una violación desde el principio. Y ocurrió muy rápido. Zoya abrió los ojos y vio, a escasos centímetros de distancia, una aterradora alucinación: era yo, Delirium Tremens. Había tenido un mal sueño, luego un buen sueño, luego una aterradora alucinación. Ahora veía la realidad, y aquel cuerpo apresado bajo mi peso acometió un combate furibundo. Pero yo recordaba cómo se hacía. ¿Sabes?, recordaba cómo se hacía: la pesada palma sobre las vías respiratorias, mientras la otra mano… En un momento dado dejó de luchar, y fingió estar muerta. Fue muy rápido.

Para comprenderla, en este último pasaje, te ruego que excluyas de tu pensamiento cualquier imputación de teatralidad. Su actitud no era ni siquiera alusiva; no conducía a ningún sentido. Era una mujer misteriosa. Eso es lo que era.

Pero primero hube de permanecer en aquel lecho, con la mirada fija en la pared de enfrente, mientras la oía en el cuarto de baño, mientras oía cómo se movía bruscamente con todos los grifos abiertos, cómo descorría las cortinas de la ducha, el golpe de la tapa del inodoro y los repetidos vaciados de la cisterna. Se abrió la puerta; y empecé a distinguir los sonidos familiares a todo hombre, los sonidos de la mujer o de la amante que, con autosuficiencia callada (y envuelta en una toalla, quizá), recoge y organiza su ropa. Después la guía de la puerta corredera. Venus, el orgasmo masculino, el clímax del varón: solamente el violador conoce lo ínfimo que es. Me vestí, y fui hacia ella.

Zoya estaba de pie en la oscuridad, junto a la butaca en la que había dejado el abrigo, el gorro, las botas de goma. Tenía puestas las medias y el bustier, y nada más —como una mujer galante, pero inocente de todo cálculo y sensualidad seductora—. En la mano levantada sostenía la falda, y se humedecía un dedo para quitar un hilo o mota de la tela. Mientras se vestía metódicamente, y cuando acto seguido se sentó, con la espalda erguida, para maquillarse, yo me movía a su alrededor frotándome las manos. Sí, traté de hablar; de cuando en cuando emitía roncamente media frase de servilismo lastimero o de súplica. Una o dos veces su mirada reparó fugazmente en mi persona, sin reproche alguno, sin interés, sin reconocimiento. Zoya apenas emitía, a intervalos de unos diez segundos, una especie de bufido en absoluto enfático, pero de una puntualidad enloquecedora. Como cuando un niño descubre una nueva habilidad bucal —contener el aliento, hacer ruidos con los labios.

Un nuevo sentimiento nacía en mí. Al principio creí que al menos me resultaba vagamente familiar; algo, supuse, más o menos manejable —no muy diferente, quizá, al de un modo completamente nuevo de sentirse muy enfermo—. Me senté a la mesa, bajo la luz, y examiné detenidamente este «nacimiento». Era la invisibilidad. Era el dolor de la persona que fui.

Ya vestida —con abrigo y sombrero—, Zoya salió de las sombras. Estaba de pie, de perfil, al alcance de la mano. Transcurrió un minuto. Supe que estaba dándole vueltas a algo, a algo grave; y supe que yo no formaba parte de sus pensamientos. Cogió uno de los vasos altos y lo sacudió para quitarle el agua. Inclinó sobre él la panzuda licorera, se sirvió diez, doce centímetros y apuró el contenido en cuatro o cinco tragos. Se estremeció hasta las yemas de los dedos, soltó un bufido, espiró, volvió a bufar y se dirigió hacia la puerta.

Y ahora el fundamento del «agravio». Venus, corre rauda al diccionario a mirar «agravio»… Buena chica. Recuerda: cada visita suma una neurona.

Diez días después estaba en Chicago. Como todos quienes habían trabajado en el sector armamentístico del Estado, yo era un «desertor de clase A». Nada demasiado grave, pero me llevó cierto tiempo abrir un canal de comunicación con mi hermana, y hasta marzo no tuve noticias de ella.

La carta estaba escrita con premura, explicaba Kitty, porque tenía a su correo sentado en la misma habitación, y no le quitaba el ojo de encima mientras escribía… Me enviaba una lánguida enhorabuena por el éxito de mi cambio de país. Proseguía con la noticia de que Lidiya estaba vaciando la casita —se mudaba a casa de sus padres—. Había una serie de «efectos personales» de Lev que me haría llegar, por la misma vía, en cuanto llegasen de Tiumén. Kitty contaba que ella también estaba pensando en cambiar de domicilio: quería irse a vivir, en calidad de huésped de pago, al apartamento de dos habitaciones de su amante. No parecía una buena idea, ya lo sabía, pero temía que de allí en adelante iba a sentirse más sola que antes.

En cuanto a mi otra cuñada, la que lo había sido en un pasado anterior, había, por desgracia, «noticias graves». Kitty me relataba cómo durante meses todas sus misivas habían quedado sin respuesta. Sus llamadas telefónicas las atendía —siniestramente— una «máquina», y nunca recibieron respuesta. Incluso había llegado a presentarse en el Dique, donde a través de una rendija de la puerta había mantenido un intercambio de susurros de un minuto de duración con la doncella, que le dijo que la señora «no se sentía bien», que la señora «estaba indispuesta». Y ya Kitty no volvió a saber nada hasta que lo leyó en el periódico —un único párrafo a pie de página—. La noche del 1 de febrero de 1983, la esposa del querido dramaturgo Ananías, de cincuenta y seis años de edad, se había tirado desde el Gran Puente de Piedra. Sangre sobre el hielo del Moscova.

Tan olvidadiza como siempre, Zoya se dejó varias prendas en mi suite del Rossiya. La combinación arrugada y las bragas rasgadas las encontré en la papelera del cuarto de baño. Y las botas de goma, dentro de su bolsa de plástico transparente, en el suelo de la sala. Así que me vi forzado a imaginarla aquella noche, con paso inseguro sobre la diamantina pista de hielo de la capital. Zoya no se mantenía muy bien en equilibrio sobre los pies (no tenía nada de cabra montesa), porque, de niña, como recordarás, nunca había aprendido a gatear.