Ella estaba viviendo, Venus, en una casa de mala reputación… Espera. ¿No habría que dejar pasar un tiempo prudencial? No, ya hemos dejado pasar un tiempo prudencial. Veinte años. Por supuesto, podía decirme a mí mismo, mientras recorría las calles de la capital, que era un mensajero que le llevaba las nuevas fúnebres, como el mejor de los hermanos —el mejor de los hermanos—. Pero no lo hice. Tenía un plan. Y ella estaba viviendo, Venus, en una casa de mala reputación.
Era la emblemática manzana de mansiones del Dique, un rectángulo de imponente alzada, un torso que saca pecho, cubierto de condecoraciones, como en posición de firmes sobre el Moscova: gótico neoclásico, y violentamente vasto. Cuando declaro que era una casa infame, como estoy haciendo en este momento, utilizo la expresión en su sentido antiguo,[15] y no sólo como sinónimo de «de mala fama». Construida en la inmediata posguerra para alojar a la nomenklatura victoriosa, todavía albergaba a un buen número de venerables y ufanos asesinos de masas —amnésicos taciturnos que vivían de pensiones del Estado—. Aunque en aquella época el vecindario era ya más heterogéneo, cuando accedí al edificio y fui cacheado y hube de esperar a que el guardia hiciese una llamada pude haberme cruzado con cierto Kaganóvich aquí, con cierto Mólotov allá.[16] Entré en el ascensor de madera, que osciló sobre su mecanismo de resortes. Al elevarse, la antigualla comenzó a chirriar, como si el hueco y su gastado contrapeso fuese un instrumento de tortura de ocho pisos de altura. La plataforma enjaulada ascendía y era fagocitada por las entrañas de la casa de la infamia.
Había cruzado la ciudad a pie desde el Rossiya, tras instalarme en una suite con vistas a la Plaza Roja. Era el 17 de noviembre de 1982 y Leonid Ilich iba a recibir sepultura. Durante el funeral de Iósif Vissariónovich, en 1953, la ciudad entera se desgarró en un alarido: los gritos humanos, las bocinas de automóviles y camiones, las sirenas de las fábricas, las alarmas. Rusia no había enloquecido en toda su historia, Venus, como enloqueció ese día. Centenares de personas, tal vez millares, sucumbieron pisoteadas o aplastadas (y no sólo en Moscú). Mi hermana estaba allí. Los cadáveres, me contó, rodaban cual barriles por la empinada cuesta que desembocaba en la Plaza Trubnaia, donde iban a detenerse bruscamente en un lago de sangre. Hasta Pasternak, e incluso Sájarov, sintieron el pánico. Había desaparecido una presencia de atroz inmensidad; y era reemplazada por una ausencia de atroz inmensidad. En el vacío, todo el mundo creyó en verdad que la propia Rusia… —¿que la propia Rusia qué?—. Que la propia Rusia dejaría de existir. Los únicos que estaban contentos eran los judíos. Los judíos y los esclavos… Pero no hubo dolor, no hubo Apocalipsis para Leonid Ilich. En lugar de una demasía letal de seres humanos, se daba una carestía embarazosa de ellos. Autocares y camiones habían transportado a la ciudad a trabajadores en duelo de los complejos agropecuarios e industriales de la periferia. Iban de luto. El negro de las mujeres, raído y inflado; el de los hombres, con el brillo del uso. Atravesé una ciudad de Jocelyns y sepultureros. También yo llevaba corbata negra bajo la bufanda de seda blanca, bajo el abrigo de cachemira.
Dejé bufanda y abrigo en manos de la doncella uniformada. Y me volví. Zoya estaba delante de una mesa redonda, y apoyaba en ella las yemas de los dedos enguantados. También ella iba de luto: traje negro, medias negras y zapatos negros, y un velo de malla fina prendido del borde de su tocado de terciopelo.
—Cleopatra —dijo, sin asomo de jocosidad en el tono— hacía bien. —Me dirigió una mirada examinadora: mi ceño fruncido, mi corbata negra de punto—. Hacía matar al mensajero si le traía malas noticias. Como debe hacerse. Pero a veces lo mataba antes de que llegase a abrir la boca. Antes. Y yo debería matarte ahora. Kitty me contó lo de Artem. Pero no estás aquí por eso, ¿verdad? Es por su padre. Tu hermano. Mi primer marido.
Y avanzó con un tambaleo, y me envolvió en ella. Yo —sucediese lo que sucediese— había llegado con el propósito de hacer acopio de impresiones sensoriales, de futuros recuerdos olfativos y táctiles. Y los rusos son expertos en consolar a las rusas afligidas por la muerte de un ser querido. Saben que el abrazo será prolongado, y que en estos casos rige cierta licencia. Parece claro que queda autorizada la caricia de las zonas laterales de la parte alta del tórax; y cuando susurras «ya está, ya está» estás pensando también en la región que cae en pendiente bajo una axila, bajo la otra… Zoya lloraba con todo el cuerpo. Sentía su aliento caliente en la oreja mientras respiraba agitadamente y tragaba saliva y al final estallaba…, y el velo se humedeció contra mi mejilla. El velo: sombría labor de malla para los ojos, la nariz, la boca; cuando se incorporó y fue hacia la puerta y se retiró, se le había quedado pegado a la cara, y no sólo por obra de las lágrimas sino también de otros fluidos. Levantó una mano negra y me indicó el camino con la otra.
En la sala de estar, una de las tres ventanas emplomadas estaba abierta al aire de la mañana. Cuando me acerqué a las hojas de vidrio sinuoso percibí un olor dulce, pero de una dulzura siniestra; venía, bien lo sabía, de la fábrica de chocolate Octubre Rojo que se alzaba al otro lado, pero a mí me recordó al olor a humanidad en el deshielo ártico. De improviso pasó por delante de mí el uniforme de la doncella, y vi cómo cerraba la ventana con una leve exclamación de sorpresa. ¿Cómo deseaba —quiso saber entonces— yo el café? Contesté que no quería café, gracias. Temía que la agitación pudiera aumentarme siquiera un ápice. De lo que sigue tendrías que tomar buena nota. Soy incapaz de hablar de la pérdida de una vida infantil. Pero hablar de la de prácticamente cualquier otra es para mí como un estimulante. El mío era un caso excepcional y pavoroso, estoy de acuerdo, pero sospecho que ese efecto estimulante tiene ámbito universal. Se te pide, a fin de cuentas, que registres el contraste más radical de todos los concebibles. Y yo estaba muy vivo. Pero no temas. La factura, en bandeja de plata, se presentará más adelante. Los pagos se efectúan conforme a un plan de plazos —sistema que los ingleses, con una vena artística pero faltando a la verdad, solían llamar «el nunca-nunca»—. Como digo, debes tomar nota de estas reflexiones sobre la pérdida de un allegado, Venus. Tú, que estás a punto de perderlo.
Iba ya por el cuarto cigarrillo cuando apareció de nuevo. Ahora llevaba el velo levantado, y prendido en el sombrero. Cuando se produce un reencuentro tras un largo interludio, las mujeres hermosas hacen lo siguiente, según he descubierto: avanzan sigilosamente hacia ti con el rostro bajo y ladeado, atisbándote no desde las ruinas de lo que un día fueron, sino desde el museo que hoy guarda en vitrinas sus trofeos. Zoya, conservadora del museo de sí misma… Y en verdad allí estaba, todo ello, a despecho de su colorido de penumbra y rubor, de aquella carne suya que se hidrataba a sí misma: las sedosas fisuras de la frente, las bolsas cárdenas bajo las órbitas, las líneas sobre el labio superior, y la añadidura de las arrugas de dolor propias de todos los rusos, que le acentuaba el empuje de la mandíbula. Vista de frente, su figura parecía haber conservado contornos y perfiles, pero cuando se volvió fue como si (por abundar en una metáfora de escolares) una isla caribeña de arrecifes hubiera soltado amarras y viajado a la deriva hasta el golfo de Panamá.
—Su traje… —dijo—. ¡Y sus zapatos! He palpado tu abrigo durante cinco minutos largos. No me he privado en absoluto.
Y tú…, dije yo. Tu pelo…
—Todavía negro. Porque me lo tiño a conciencia una vez a la semana. Ya ves, lo tengo todo gris. Como Voltaire. Oh, es horrible, presentarte ante el pasado. Ojalá todos mis amigos se quedasen ciegos. Yo… —Bajó la cabeza y adoptó la expresión de quien escucha atentamente. Y dijo—: Ahí viene. Ahí viene. Sólo será un minuto. Quiere presentarte sus respetos.
Y entonces entró él, por las puertas dobles… Hasta 1960, aproximadamente, todavía era posible ver a Ananías en carteles y vallas de Moscú y San Petersburgo. Sentado a una mesa con la barbilla sobre la palma de la mano, el tupé ladeado de color castaño, el mohín de determinación burlona, el aire de bohemio conspicuo. ¿Y entonces? A una importante proporción de viejecitas se les depara el sino de acabar convertidas en viejecitos: hombrecillos decrépitos con bragas y camisolas. Menos frecuente es que se dé el proceso inverso, pero allí estaba Ananías, una hembra decrépita con traje y corbata. Una gallina vieja y correosa con calcetines con ligas y zapatos de hombre de cuero negro. Hasta los hombros, rígidos y retraídos, eran femeninos. También mostraba ese dinamismo que algunos dicen admirar en las señoras entradas en años. Sólo en las frondas boscosas de las cejas se percibían las cargas y los cálculos del hombre.
Zoya hizo las presentaciones. Y creerás que me invento lo que sigue, pero no es así. Su apretón de manos fue tan repulsivo que de inmediato decidí que, cuando llegara el momento de despedirme, preferiría abrazarlo o incluso besarlo antes que tener que estrechar de nuevo aquella mano. Pálida y húmeda, la carne parecía a punto de ceder, de disolverse. Era como apretar un guante de goma engrasado y medio lleno de agua templada.
En este punto, Zoya se excusó, no sin antes prometerle a su marido, que la miraba con ansiedad, que no tardaría en volver.
Ananías se acomodó en su butaca, y dijo:
—Me temo que habrá tenido usted un vuelo terrible sobre las montañas.
Yo dije: ¿Las montañas? No. Apenas merecen tal nombre.
—Ah, pero las bolsas de aire, ¿no es cierto?, las bajas presiones. Se producen en esa zona porque…
A medida que discurría la conversación, me sorprendí entendiendo algo sobre Ananías: era posible emitir un juicio bastante exacto sobre su persona. El año anterior había visto una reposición del filme basado en su pieza teatral, Los pillos. Había leído, además, una recopilación de sus relatos, publicada en 1937. El libro me inspiró una sorpresa y una zozobra harto profundas. En un nivel superficial, sus cuentos seguían el modelo social-realista: las vicisitudes, pongamos por caso, de una planta de producción de arrabio o de una granja colectiva, encaminadas a reafirmar «la línea general». Lo anómalo era lo siguiente: Ananías tenía talento. Un alto y agudo nivel de percepción seguía en él vivo y restallante. Su prosa era una prosa viva. Y cuando llegabas a los pasajes en los que se veía forzado a airear formulismos y liturgias, casi eras capaz de visualizar cómo las teclas de la máquina de escribir se atascaban y se apelotonaban en cuña, como un puñado de largos y delgados dientes negros. En los años treinta, el futuro de un escritor con talento que no estuviese ya en presidio se reducía a dos opciones: o el silencio, o el colaboracionismo seguido de suicidio. Sólo los autores sin talento eran capaces de colaborar sin volverse locos. Ello hacía de Ananías un ser aún más singular. En cuestión de minutos pude percibir la fuerza de su angustia mental acumulada, tan imposible de pasar por alto como el tacto de su mano o el olor de su aliento. Su aliento…, parecido al aire que flotaba sobre Predposilov.
Zoya parecía estar siempre yendo y viniendo, y ahora venía una vez más (con el cuello erguido, como sus andares rígidos). Ananías la miró como pidiéndole permiso y dijo con su voz ingrávida:
—Lo acompaño en el sentimiento. Y el muchacho… Qué terrible, ¡qué terrible! Hijo único… —añadió, asintiendo para sí mismo—. Esta guerra actúa en nosotros como un veneno. Las cifras aún no han alcanzado cotas monstruosas. Pero los muchachos que están muriendo no tienen hermanos, no tienen hermanas. Sus familias quedan destruidas de un solo golpe. Nuestra sociedad en pleno se espanta ante esta guerra.
Se detuvo, y la barbilla le descendió hasta el pecho. Al levantar la mirada de nuevo, reparé en que hasta el cristal de los ojos envejece, y se ondula con muescas y callosidades. Dijo:
—Tengo tantos años como el siglo. ¡Aún más! ¡Nací en 1899! —La cabeza se le movió en un espasmo—. Su hermano aún era joven. ¿Qué edad tenía, querida mía? La misma que tú, ¿no? Menos aún. Todavía era un jovencito. Y dejar el mundo de semejante forma. A su edad. Impresionante. Impresionante…
Ananías seguía en su butaca, con las manos en el regazo, con los dedos entrelazados. Sus manos: ¿cómo soportaban sus manos el tacto mutuo? ¿Por qué no salían disparadas en direcciones opuestas? Sentí una lástima abstracta por la mota de polvo quizá atrapada entre ellas, en el vil abrazo bivalvo de sus manos unidas. La respuesta que le devolví fue suave y valerosa, pero ya había quedado claro que no habría un segundo apretón de manos que evitar —o al que sobrevivir.
Dije: Supongo que sabrá usted que Lev pasó diez años en un campo.
—No había otro remedio, ¿comprende? Ningún hombre libre habría hecho ese trabajo. Las minas de oro, de uranio, de níquel, de todo cuanto necesitó la nación para sobrevivir, en sentido literal…
Fue después de la guerra, dije. Estuvimos allí después de la guerra.
—La institución se atascó. Como siempre ocurre. Pero todo eso fue hace mucho tiempo. Y mírese ahora. Ha hecho las paces con el Estado. Y le está yendo más que bien, si me permite decírselo. A usted no le hizo demasiado quebranto, ¿me equivoco?
Esperé. Miré a Zoya, a la espera de recibir una mirada de advertencia. Pero tenía la cabeza baja. Se me ocurrió que todos los rusos hacían siempre lo mismo. Nos encontrábamos en lucha constante contra una demencia de amargura. De momento me limité a afirmar que la realidad de los campos no era la que él había elegido describir.
—¿Elegir? ¿Elegir? Yo no elegí. Usted no eligió. ¡Ella no eligió! Nadie eligió.
Y lo dije. Dije: Usted sí eligió. ¿Y sabe a quién se parece? A los hombres y las mujeres del campo, los hombres y las mujeres que no son hombres ni son mujeres. A ellos les robaron eso. Pero usted… Usted se lo hizo todo usted solo.
El segundero avanzaba. Y entonces Ananías apoyó las manos en los brazos de piel de la butaca y trató de incorporarse. Con voz que de súbito sonó desvalida, infantil, dijo:
—Oh… ¿por qué piensa la gente que puede volver y ponerse a molestar a todo el mundo? Piensa que puede volver como si tal cosa. Y causar tanto dolor con esas viejas heridas.
Zoya se apresuró a ayudarle. Me dirigió un movimiento de cabeza y un gesto acallador, y condujo a Ananías hacia la puerta (lo cual me inspiró la enojosa idea de que estaba atendiendo a la vieja Ester, su madre).
Dediqué el segundo intermedio a moverme por la sala. Parecía que hasta el último adorno y bibelot, hasta la última cornisa y moldura, había sido potenciada —cuando no financiada directamente— por las risas indulgentes que Ananías había arrancado en toda la nación con sus picaros malandrines (y sus leves tropiezos en la senda de la redención). En Los bribones (1935), los fascistas, los políticos, eran sencilla y llanamente demoníacos; en Los pillos (1952), los políticos eran demoníacos… y semíticos: éramos todos Fagins y Shylocks, éramos todos Judas. En un rincón vi la pequeña hornacina que albergaba los éxitos más insignes de Ananías: fotografías autografiadas, copas y bandas, el certificado que lo proclamaba Héroe del Trabajo Socialista… También estuve reflexionando sobre cuán profundo era el fracaso de Zoya: no vivir según los dictados del corazón. Yo sabía por propia experiencia lo desmoralizadora que era aquella perspectiva, con mis viudas, mis huérfanas, las niñas expósitas e intercambiadas llegadas a la edad mediana, los ratones y los conejillos de Indias que todavía correteaban por el laboratorio abandonado, mucho después de concluido el experimento. Y de quienes ahora sólo se esperaba que viviesen lo que les quedaba de vida.
Zoya volvió a la sala. Judía, susurré. Y ¿«Ananías» no era también un nombre judío? Oh, ¿qué diablos pasa en Rusia con los judíos…? Cerró las puertas dobles y se apoyó en ellas, con las palmas abiertas contra la teca. Avanzó entonces con lo que evocaba un poco el abandono de su vieja forma de andar, y, cuando se dejó caer en el sofá, sus pies se despegaron por espacio de un instante del parqué, para volver a asentarse en el piso justo cuando me indicaba, con unas palmadas sobre la tapicería, que fuera a sentarme junto a ella.
—Ya lo he calmado.
Percibías cómo suspiraba a través del armazón del sofá.
Dijo:
—Tenemos unos cinco minutos. Antes de que empiece. Has hecho bien en venir, pero verte es doloroso. Y que me veas lo es también. ¿Por qué has venido? Debes de tener algún motivo. Conociéndote.
Le respondí que tenía dos. Dos preguntas.
—Adelante.
Le pregunté qué había ocurrido en la Casa de los Encuentros.
—¿La Casa…? —En su frente conspiraron múltiples arrugas mínimas antes de que llegara a contestar—: Oh. Aquel día. ¿Por qué lo preguntas? No pasó nada. Quiero decir, ¿qué crees tú que pasó? Fue precioso. —Al ver mi sorpresa, y sorprendida a su vez, añadió—: Supongo que fue excesivo, en cierto modo. Muchas lágrimas, mucho hablar. Además de lo obvio.
Me disculpé entonces por adelantado por mi fastidiosa prisa, y añadí —no muy verazmente— que ciertos planes míos no admitían demora. Le dije que me iba: a Norteamérica. Donde me esperaban la libertad y la riqueza. Le dije que había pensado en ella mil veces al día durante treinta y seis años. Y que allí mismo y en aquel mismo momento, añadí, era un gozo para todos mis sentidos.
Así que la segunda pregunta es: ¿vendrás conmigo?
Y allí estaba otra vez: el olor dulzón. Pero estaban cerradas todas las ventanas. Y en ese instante, cuando la sangre me ascendía por la garganta, se me taponaron los oídos, y cuando ella habló fue como escuchar desde la lejanía, con pausa y zumbido y eco.
—¿A Norteamérica? No. Te lo agradezco, pero no. Si lo que pretendes es que diga adiós sin más a todo lo que tengo aquí y vuelva a ponerme en una situación de riesgo, a mi edad, estás equivocado… A Norteamérica. Hace meses que no pongo un pie en la calle. Hace meses que no he estado ahí abajo. Estoy demasiado borracha. ¿No me lo notas?
Yo habría continuado, pero Ananías la estaba llamando a voces por su nombre, y ella dijo:
—Estoy tan acabada. De todas formas. Tú no. Tú nunca. Él. Él.
Los bares y restaurantes no estaban abiertos ese mediodía, en señal de respeto. Respeto por el hombre más condecorado de la historia de Rusia, respeto por el curtido dirigente a quien se le venía cayendo la baba en sus apariciones públicas desde hacía más de cinco años. A paso enérgico y elástico había cruzado el Gran Puente de Piedra, y mis pisadas habían levantado ecos. Te preguntarás por qué este tono, Venus, te preguntarás por mi paso elástico, por el eco de mis pisadas…
Pagué la entrada en uno de los clubs que había frecuentado cuando me movía en el mercado negro. Había ahora más gente del partido, parecía, además de la habitual caterva de haraganes y oportunistas. Me senté en un taburete de la barra y pedí una copa de champán. El televisor, montado en un muro lleno de bebidas, proyectaba en silencio el funeral de Estado. Y todo daba muestras de ser la habitual obra maestra del tedio cuando ocurrió algo. Algo que silenció la sala en ese instante y la inflamó después en un fuego cruzado de silbidos y abucheos. Los soldados de la guardia de honor se disponían ya a cerrar el ataúd; la viuda de Leonid Ilich, Viktoriya, atrajo el aire a sus pulmones e hizo una pausa. Y entonces cometió un delito. Hizo la señal de la cruz. Había en mi país un único ser humano con venia para hacer tal cosa sin temor a represalias: ella. Hizo la señal de la cruz sobre el finado emperador de los que no tenían dios.
Y ¿albergaba yo esperanzas de resurrección, de resurrección a la undécima hora? He de decir que sí; y no del todo infundadas, en mi caso. Abandonaba la casa de mala reputación —y no fue aquella una salida airosa, Venus—. En un primer momento no lo tomé a mal, pero no fue una salida airosa. Zoya abrió el pestillo de la alta puerta, y yo pasé a su lado y me volví con la bufanda y el abrigo en el brazo. Ella me tendió la mano de satén negro, con los nudillos hacia arriba. Y yo no se la cogí. La llamaba Ananías. Tal fue el acompañamiento de mis palabras de despedida: los gritos de Ananías, cada vez más espaciados, pero cada vez más imbuidos de desesperación.
Alcé el tono para decir que le sería imposible vivir con menos honor de lo que ya lo estaba haciendo. Teniendo en cuenta lo que le había pasado a Lev. Y a mí y a otros veinte millones de seres humanos. Aún hubo más, hubo mucho más, demasiado, del mismo tenor. Y llegó el momento en el que me referí a su marido, con una acritud a todas luces innecesaria, cual una lesbiana vieja y rancia. Zoya movió bruscamente el hombro. Yo esperé a que me diese con la puerta en las narices. Pero no hizo tal cosa; su cuerpo cambió de opinión, y ella dio un paso al frente y se apoyó en mí y me besó el labio inferior, y lo retuvo entre los dientes un segundo, mientras me miraba a los ojos.
Era una prueba.
Ahora debes creer con qué pasión, cuán desaforadamente desearía yo que ése hubiese sido el final de la historia, y que ella jamás hubiera venido a verme a las habitaciones del Rossiya.