Y de hecho se marchó, el 29 de octubre de 1962.
Fue al día siguiente de resolverse la crisis de los misiles cubanos. Y ello le confirió una perspectiva errónea. Zoya dejaba a Lev: no era el fin del mundo. O no para mí, cuando menos. ¿Existió algún catalizador? La propia Kitty, que viajó a visitarlos e interrogó a la madre, nunca llegó a concretar cuáles habían sido los detalles, por más que afirmase percibir el regusto del escándalo… Supimos que Zoya había recuperado su puesto docente. Como profesora de teatro. Y nos enteramos de su despido fulminante. Se encontraba en San Petersburgo, ciudad en la que se reuniría con ella la anciana Ester. Lev se había quedado en la mitad del cuchitril que ambos habían habitado, en las proximidades de Kazán.
Estuve cerca de un año sin verlo. Pero nos escribíamos. Le ocurrió lo que voy a referir.
En mi primera carta le hice una sugerencia práctica. Me ofrecí a comprar su Certificado de Rehabilitación, de igual manera que había adquirido el mío unos años antes (y del mismo modo que pronto habría de comprarme el carné del partido). Él aceptó mi ofrecimiento y me pidió, además, un préstamo de cierta cuantía, adjuntando un calendario de amortización con sus correspondientes intereses. Al examinar el cronograma, con sus porcentajes, con sus laboriosos decimales, sentí un profundo y oscuro desconcierto. Expresémoslo de esta manera, de momento. El hermano mayor que había en mí se sentía, cómo no, encantado con la partida de Zoya. Lo que me inquietaba era la reacción de Lev: un plan de devolución del préstamo que se extendía hasta un futuro muy, muy lejano. ¿No había sido aquello, entonces, el fin del mundo?
Ese mes de octubre solicitó con éxito un puesto de trabajo en un proyecto de construcción minera de Tiumén, al otro lado de los Urales, más allá de Ekaterimburgo. En Navidad me remitió la fotografía de una rubia pecosa, con gafas, que en un pasillo iluminado con lámparas fluorescentes posaba con las manos a la espalda. Se trataba de la muchacha de veintitrés años que había conocido en la enfermería del complejo: la pequeña Lidiya. Mencionaré en este punto que, en la carta que acompañaba al retrato, mi hermano confesaba sentir cierto orgullo reaccionario en la conciencia que Lidiya era —o había sido— virgen. Al examinar de nuevo la fotografía, tuve que reconocer que no me sorprendía en absoluto. Sin sobresaltos concluí, asimismo, que a mí no me interesaban las vírgenes. Como es lógico. ¿Qué iba hacer yo con una virgen? ¿De qué hablaríamos toda la noche?
En el nuevo año, hacia febrero, a él lo ascendieron y ella quedó embarazada. Ahora bien, Lev seguía siendo un hombre casado, y divorciarse ya no era tan sencillo como en épocas anteriores. Y es que el divorcio había sido, ciertamente, un juego de niños. Ni siquiera había que pasar por el trámite exigido a nuestros hermanos musulmanes, quienes disolvían el matrimonio pronunciando tres veces la frase «Me divorcio de ti». En la Unión Soviética era suficiente con decirlo una sola vez, en una tarjeta postal. Pero a la sazón, y por razones a las cuales volveremos más adelante, se obligaba a las partes a comparecer ante un tribunal. Yo no podía entender —y tampoco Kitty— por qué Zoya se negó a cooperar. Lev creyó prudente viajar a San Petersburgo. En cuanto le comunicó que Lidiya estaba, como dicen los hispanos, embarazada[11] (¿lo he escrito bien?), Zoya accedió; y ya todo se redujo a una mera cuestión de papeleo.
En agosto fui el padrino de la boda. Mi hermano estaba mucho más delgado (asombrosamente, le había vuelto a crecer algo de pelo), los piadosos padres de Lidiya daban la impresión de sentirse, por fin, aliviados, y todo discurrió con relativa fortuna, máxime si tenemos en cuenta que Lidiya estaba, en palabras de Kitty, «a un paso del parto». Lidiya era alta y flaca, con piernas de alambre —otra Kitty, otra Chile—. Caí en la cuenta de que era lo más opuesto a Zoya que uno pudiera imaginarse, lo cual equivale a decir que su aspecto no era demasiado femenino, por mucho que estuviera entrando ya en el tercer trimestre de embarazo. El bebé la estaba haciendo parecer cada vez más diminuta. La futura madre era como el cordel que ataba el paquete. En noviembre, a su debido tiempo, nació un niño de siete kilos: Artem.
Zoya vivió durante un tiempo en San Petersburgo con su madre. Consiguió introducirse en el célebre Teatro de Marionetas de la ciudad, donde confeccionaba trajes para los títeres, pintaba los decorados… Cuando el Teatro de Marionetas abrió una segunda sede en Moscú, Zoya formó parte del equipo designado para dirigirla. En una larga carta que escribió a Kitty, imbuida del espíritu de «borrón y cuenta nueva», afirmaba que tenía intención de «retomar la vida del corazón». Además, ella y su madre habían recuperado su antigua casa. Así que Zoya, una vez más, recibía a sus amistades en el ático cónico.
Kitty, por supuesto, fue a visitarla. Yo no. No regresé al viejo barrio para apostarme bajo su ventana. No me quedé allí durante horas, bajo cualquier meteoro, tratando de descifrar las evoluciones de las sombras que se proyectaban en el techo de su dormitorio. Antes de eso tenía que ocurrir otra cosa. Algo que aún podía estar muy lejos.
Cayó Nikita Serguéievich. Ascendió Leonid Ilich.[12] El Deshielo, después la Pequeña Glaciación y luego el Estancamiento.
Mi vida amorosa —tal es el nombre que le daré en adelante— tomó entonces un giro inesperado. Me estaba haciendo mayor. Las crupieres se estaban haciendo mayores. Ya no eran verdaderas crupieres —aunque en mi sueño recurrente sobre Varvara (la última de la lista), ésta estaba a cargo de una mesa de ruleta toda cubierta de fichas, y su rastrillo se metamorfoseaba continuamente en unos impertinentes—. No es fácil conseguir una sonrisa de una chica de vida alegre cuando ha dejado atrás la cuarentena. Sus pensamientos incluyen invariablemente la formalización. Probé con un par de jovencitas, pero con ellas siempre me asaltaba la sensación de hallarme en el tren o en el barco que no me correspondía, de que los demás pasajeros llevaban billetes e itinerarios distintos a los míos, distintos sellos, distintos visados. Y el mundo del mercado negro perdió la mayor parte de su pujanza desde que se aprobó la ley de 1961, que daba al delincuente económico un nuevo motivo de preocupación: la pena capital. Así las cosas, me reformé en parte, y me integré en mi generación, y empecé a entablar una serie de relaciones más tenaces, más complicadas y (ciertamente) mucho más baratas con las hijas de la Revolución, divorciadas, viudas de guerra, ex presidiarías, ex exiliadas, todas ellas huérfanas de padre, todas ellas faltas de hermanos. En 1969, durante un viaje de trabajo a Hungría, conocí a Jocelyn, con quien más o menos conviví, intermitentemente, hasta los acontecimientos de 1982 —el túnel de Salang, y lo que siguió después.
En 1969 ya había dado con mi oficio. La robótica, pero aún no en sus aplicaciones médicas. Para poder hacerte con materiales de calidad internacional tenías que dedicarte al espacio o al armamento. El sector espacial estaba ya saturado, razón por la que opté por el del armamento. Lanzadores rotatorios para armas nucleares. En efecto, niña mía: los preparativos para la Tercera Guerra Mundial. La Guerra del Tercer Mundo, por fortuna, nunca llegó a ser la Tercera Guerra Mundial.[13] (En mi actual estado de ánimo, que no destaca precisamente por su indulgencia, no iba a resultarme muy agradable tener que cargar con la culpa de la Tercera Guerra Mundial.)
Era dueño de mi propio Zigli, y tenía chófer. Pagaba con divisas en las lujosas galerías comerciales subterráneas. Muy de cuando en cuando, quizá una vez al año, hacía un paquete de blusas de seda y fulares de seda y medias de seda, y perfumes y afeites y elixires, y coloretes y realzadores y correctores, y lo enviaba, sin adjuntar nota alguna, a la ocupante del ático cónico.
Hay algo sobre Jocelyn que debes saber. El leitmotiv de su carácter era la melancolía —la melancolía melodramática—. Si en Budapest ya era triste de solemnidad, en Moscú alcanzaba niveles suicidas. Llevaba la melancolía adondequiera que fuese, quizá en el bolso, maraña negra y sin fondo de un bordado raído; o quizá en el pelo (otra maraña). Su obsesión era la transitoriedad. Oh, sí: la transformación y el deterioro de cuanto veía a su alrededor. El objeto de sus temores era el vacío. Para Jocelyn, irse a dormir constituía un tormento existencial; si se retiraba temprano, debías colocarle al lado una radio o un tocadiscos, y quería tener la luz encendida y la puerta abierta. Todo ello venía dado —te veías impulsado a entender— por una enorme sensibilidad dictada por una inteligencia excepcional. Cuanto más inteligente fueras, más profundas serían las cotas de tu depresión. Jocelyn podría haber sido el protagonista varón de cualquiera de las novelas más severas de Dostoievski. Y era inglesa. Su marido, que pronto quedaría al margen de su vida, era el segundo de a bordo en la embajada británica de Budapest. Jocelyn Patience Harris era un espantajo y un hazmerreír, además de un muermo de mítico poder. Varias eran las razones de la atracción que sentía por ella. La primordial, el esnobismo.
También era más bien guapa, y rica, y literaria a su manera. Nunca salía de casa sin sus cuatro o cinco antologías —o tesoros— encuadernadas en piel de poesía georgiana.[14] La leíamos juntos. Cuando aprendes un idioma, ni que decir tiene que el gusto es lo último que adquieres; yo pasé varios años de mi vida intentando impresionar a todo el mundo con mis memorizaciones maratonianas de poetas como Lascelles Abercrombie y John Drinkwater. En esa época estaba convencido de que hablar un idioma extranjero de forma coloquial pasaba por utilizar gran número de modismos y frases hechas, como «por los pelos» o «a troche y moche». ¿Te suena la expresión «anglofilo asqueroso»? Pues en eso me convertí. Y era en verdad repugnante. A veces me sorprendía a mí mismo siendo repugnante —… los tweeds y las espigas que ella importaba para vestirme, el bastón con asiento—. Amén de la altivez, y la espantosa pedantería. Tú misma llegaste a experimentarlo cuando me sobrevino aquel ataque de risa de duración preocupante y avisaste a Tannenbaum: acababa de encontrarme con la locución «tuvo la desvergüenza de hacerme una fotografía», de Lolita. Con todo, yo diría que la anglofilia no es irracional. Por la siguiente razón. Verás, Venus, a veces se afirma que la literatura rusa es la recompensa que nos ha sido dada por la truculencia de nuestra historia. Tan intensa, tan real, germinada en ese humus de sangre y mierda. Pero el ejemplo inglés demuestra que lo truculento no es fuente de legitimidad literaria. Al postular su supremacía mundial, la novela inglesa se ve obligada a dirigir la vista ansiosa a franceses y norteamericanos, y, sí, a rusos. Pero la poesía inglesa no soporta nuestro juicio. Y no es baladí, sostengo, poseer esa historia —y un cuerpo poético que no teme a nadie—. Poseer esa forma de gobierno y esa poesía.
Jocelyn, la suma sacerdotisa de la evanescencia y la infertilidad, se impacientaba como si sacases a colación un detalle carente de pertinencia cuando observabas que tenía cinco hijas adultas y veintitrés nietos (cada uno de los cuales recibía en su cumpleaños una tarjeta, y un insulso juguete ruso). El acto sexual, de igual manera, se le antojaba el colmo de la frivolidad, pero con frecuencia transigía. A todo ello se sumaba la capacidad de renacimiento de su figura, una constante sorpresa. Por alguna razón que ignoro, sus anteriores amantes —su marido, entre ellos— no me inspiraban hostilidad alguna. A fuer de sincero —seré por tanto poco galante—, no lograba explicarme qué habrían visto en Jocelyn: ellos ya eran ingleses. Mi vida interior, en cualquier caso, se fue haciendo día a día más anglófona. Formaba parte del plan, pero era a un tiempo un recurso fabuloso. Cuando lo silenciaron como escritor, Pasternak se dedicó a la traducción —de Shakespeare, entre otros—. Entiendo lo que quería expresar cuando declaró que a través de su labor traductora se sentía en comunión «con Occidente, con la tierra histórica, con la faz del mundo». Jocelyn se vestía de negro, pero el negro era el objeto de su miedo. Yo me las veía con colores más biliosos —los pardos, los verdes.
Mi sobrino Artem seguía escondiéndose de Jocelyn a la edad de diez u once años. Un par de horas más tarde entraba con sigilo en la sala y se quedaba callado, mirando fijamente, para al cabo ir acercándose poco a poco a su regalo. Y en los demás aspectos no era un chiquillo tímido… Ello no impedía que todos los veranos la llevase una semana de visita. Lev y Lidiya no tardaron en acostumbrarse a ella. Al fin y al cabo, en mi país no era nada insólito el hecho de que una persona se pasase toda la cena con la cara entre las manos; no era nada insólito que una persona estuviese en posición fetal durante toda una merienda campestre. No habría llamado la atención en lo más mínimo si no hubiera sido una ciudadana inglesa libre de marcharse cuando se le antojase. Además, Jocelyn hablaba tanto ruso como un aristócrata decimonónico (una docena de palabras, a lo sumo), de modo que yo era el único que tenía que escuchar lo que decía. Y a mí me agradaba escucharla.
Lev y yo volvimos a estar muy unidos. Ah, el bálsamo de estas modulaciones: imagina el relato de una vida entera con balsámicas modulaciones… Lev y yo volvimos a estar muy unidos. Nos quedábamos en la cocina hasta las tantas de la madrugada, bebiendo y fumando. Veía en él indicios que me permitían pensar que disfrutaba de un bienestar cuando menos parcial. Su calidad ajedrecística era uno de ellos (para mí, acabar en tablas equivalía a subirme a una balsa en medio de una mar gigantesca). Otro: había vuelto a presentarle batalla al tartamudeo. Y ya no me taché de cruel cuando, una noche, saqué el tema de la poesía. Tenía mis razones para hacerlo. Había una cosa que aún me moría por saber.
Eso que lee, dije en voz baja, refiriéndome a Jocelyn (del cuarto contiguo, en el que dormíamos los dos, seguía llegando el sonido de su radio), es terrible.
—¿Terrible en qué sentido?
Se lo expliqué —… pastoral-sentimental, edad de plata…—. Le hablé de Wilfred Owen, un poeta de la Primera Guerra Mundial que se había iniciado en aquellas corrientes. Había escrito una frase: «fatuos rayos de sol».
Así deberían titularse todos los libros de Jocelyn, dije. «Fatuos rayos de sol: un Tesoro de poesía georgiana». No me explico qué es lo que saca de ellos.
—Supongo que algo sacará. Lo cual es mejor que nada. Yo soy el que no saca nada de ello. Para mí todo eso está ya muerto. A ti todavía te gusta porque nunca quisiste escribirla. Poesía, me refiero.
Esperé.
Dijo:
—Y yo solía pensar, con Mandelstam, que ésa era la medida del hombre, de la mujer: cómo respondían a la poesía. Con Mandelstam. Ahora suena antediluviano. Pero quizá sigo creyéndolo así. Y te diré quién más lo cree. Artem.
A sus quince años, Artem yacía muy dormido, como un potro, en un dormitorio de proporciones artémicas infestado de bandas y escarapelas.
—Ya lo sé. Sigue sin entrarme en la cabeza. Que yo haya creado, quién sabe cómo, una criatura tan magnífica. Y se sabe al dedillo a Ajmátova.
Por un instante se permitió una sonrisa íntima. Acto seguido se enderezó en el asiento, y dijo:
—Cuando estuvimos allí, no dejé de hacerlo. Seguía escribiendo poemas mentalmente. Hasta el 56.
Enmudeció. Nos miramos.
El 56, dije. La Casa de los Encuentros.
—Oh, pierde cuidado —dijo—. Ahora no, todavía no. Pero antes de que me muera, lo sabrás.
En ese momento entró Lidiya, bostezante, arrastrando los pies, enfundada en su bata tubular; y después entró Jocelyn, inapelablemente insomne, de negro. Se me ocurrió que aquellas dos mujeres eran vivas antítesis de Zoya: Lidiya en la esfera corporal, Jocelyn en la espiritual. Si alguien las juntase a las tres en un cuarto, sin duda se daría un caso de E = mc², tal como supuestamente ocurriría si la materia entrase en contacto con la antimateria.
Lev, concluí, se hallaba disociado en la misma línea. Ahora se encontraba bien, o casi, en cuanto a salud mental, pero no así en cuanto al cuerpo. Veía en él la mirada crispada, orlada de rojo del enfermo crónico. Durante una temporada, cada vez que se veía en la necesidad de enfrentarse a un acceso de tos, salía de la pieza; poco tiempo después salía de la casa. En la edad madura estaba padeciendo un asma debida al «estrés». Aquellas crisis lo implicaron en un género de lucha diferente. Echaba hacia atrás la cabeza. Era capaz de inspirar, pero no de expulsar el aire. Lo intentaba. No era capaz de hacer que el aire le saliera de los pulmones. No era capaz de echarlo fuera.
—Deja de mirarme así.
¿Así, cómo?
—Como me miran los médicos.
Y es que yo, Dios me asista, tenía un plan.
Este período de calma burguesa, de progreso y poesía y movilidad social ascendente, de inexistencia de violaciones y homicidios, está a punto de llegar a su fin. Permíteme, pues, que te ponga al corriente.
Con el cambio de década asistimos a una serie de acontecimientos, reflejo (según ahora parece) de una voluntad de toma de posiciones con vistas a noviembre de 1982. Lev estuvo hospitalizado un par de semanas. Querían monitorizarle el corazón mientras lo atiborraban de salbutamol, el nuevo fármaco contra el asma. Cada día más crítica con lo que ella llamaba su «ecuanimidad ovina», Jocelyn regresó a Inglaterra, de visita. En la única carta que me envió, documento en sí mismo notable por lo risueño, afirmaba que no era el vacío, y su meditación sobre él, lo que la deprimía: lo que la deprimía era Rusia. Y no iba a volver. Mi sobrino Artem pasó las navidades de 1980 en la bodega de un Stratocruiser del ejército, rumbo a Afganistán y la guerra contra los muyahidines. Estaba en el cuerpo de telecomunicaciones, y lo destacarían a cierta distancia del frente. La Navidad: una efeméride que nada significaba para musulmanes y comunistas. Y Zoya…, Zoya hizo algo extraño.
Las noticias de Zoya siempre llegaban a mí —con un destello— a través del prisma de mi hermana. Las dos solían verse una vez al mes, y cuando Kitty me presentaba sus informes adoptaba el aire de una asistente social abrumada de trabajo que describiera un caso de singular contumacia. Por otro lado, era dada a salpicar su discurso con repentinas expansiones físicas; durante no pocos minutos se deshacía de su esbeltez, de su flacura, y se mostraba henchida de posibilidades… Recurriendo con frecuencia a las comillas, Kitty me informaba, por ejemplo, de que Zoya se había «enamorado de “un coreógrafo maravilloso”», de que Zoya estaba «loca por “un fabuloso diseñador de vestuario”». Con el paso de los años, sus amistades masculinas daban más y más la impresión de ir perdiendo fuste y capacidad de permanencia. Yo me preparé para la era del fabuloso atrezista, del maravilloso recogedor de entradas, etcétera. Pero cuando la década vieja se transformó en la nueva, sucedieron dos cosas, y Zoya cambió. En la misma semana cumplió cincuenta y tres años y enterró a su madre. Y Zoya cambió. A principios de 1981 le comunicó a Kitty, en tono tranquilo, que había aceptado una propuesta de matrimonio.
Adelante, dije. ¿Con quién se casa?
Kitty hizo una pausa, prolongando su poder. Y dijo al fin:
—Con Ananías.
No. Creía que estaba muerto.
—¡Con Ananías! ¿Cómo vamos a decírselo a Lev?
Un solo nombre: Ananías. En la actualidad colaborador esporádico de la sección moscovita del Teatro de Marionetas, Ananías era un famoso dramaturgo del pasado. Los bribones, la obra que cimentó su reputación (era también autor de relatos y novelas), vio la luz a mediados de la década de los años treinta. Ambientada en un campo correccional de trabajo, presentaba a un grupo de urkas un tanto apáticos. A principios de los años cincuenta volvió a llevarse a escena, y luego el propio Ananías la adaptó para el cine, con gran éxito y un título nuevo: Los pillos. Ananías tenía ochenta y un años.
¿Y Kitty? Mejor sería dejarla al margen, porque no vamos a verla mucho más. No, jamás encontró el amor verdadero. Una pasión que no era de las intensas la condujo a una incurable querencia por un hombre casado, que hacía muchos años que había dejado de prometerle que abandonaría a su familia. Con el tiempo, además, Kitty trabó amistad con la esposa, y se convirtió en una especie de tía bonachona para el único hijo de la pareja. Si te cuento todo esto es para mostrarte cómo las gentes de todo el mundo son capaces de crear sus propias trampas, sus propias adhesiones. No siempre se requiere la orquestación del Estado.
En aquel momento, después de Jocelyn, yo vivía un descansado romance con una intérprete del Ministerio de Defensa. Descansado, porque la tímida Tamara guardaba todavía luto por quien había sido su marido durante veinticinco años (en su historial no había, pues, más que un solo hombre). Aunque su inglés coloquial no pasaba de mediocre, su dominio del lenguaje técnico era de primera, competencia que me sería muy necesaria en el futuro. Tamara también estaba un poco chiflada, pero tendía hacia el extremo contrario, y era más fantasiosa que maníaca. Tenía obsesión con su dacha —la cabaña reformada que poseía en el sur de Ucrania, en las playas del Mar Negro—. Juró que me llevaría a ella en primavera. Cuando me dormía, ella me hablaba en mórbidos susurros. Moraríamos en aquella humilde cabaña, y por las mañanas nos bañaríamos desnudos en las aguas turquesas, y pasearíamos durante horas y horas por la arena bajo el confeti de las blancas mariposas. Sí, adoro nadar, es cierto; bracear con fuerza y después flotar y dejarme llevar, suspendido, sin lazo alguno…
El 3 de noviembre de 1982, junto con centenares de rusos y afganos, a Artem lo mataron en el túnel de Salang, en la carretera que parte de Kabul y conduce hacia el norte. El túnel de Salang horada el Hindú Kush, y es el paso subterráneo situado a más altura de todo el planeta. Fue construido por los soviéticos en 1963, y en consecuencia era, y sigue siendo, incluso en tiempo de paz, una trampa mortal de cuatro dimensiones y 360 grados. El convoy de Artem, que acababa de despejar una avalancha, se dirigía al norte. Otro convoy, en el otro extremo del túnel, a tres kilómetros de distancia, acababa de despejar otra avalancha, y se dirigía hacia el sur. Tal vez se produjo una colisión; de lo que no hay duda es de que hubo una explosión. Nos dijeron que habían muerto «varias docenas», pero es probable que el número de bajas se acerque más al millar. No los mató la explosión. Fue el humo. Porque las autoridades rusas creyeron, equivocadamente, que el convoy de Artem era objeto de un ataque muyahidín. Y en consecuencia obturaron el túnel de Salang por ambos extremos. ¿Por qué hicieron eso, en cualquier caso? Cegados, enloquecidos, asfixiados, a tientas, agitando brazos y piernas, dando golpes a diestro y siniestro… —y todo muy lentamente—. Una muerte total, una muerte profunda la de Artem.
Me presenté en la casa al día siguiente de haber recibido el telegrama. Todas las persianas estaban bajadas. Te preguntarás cómo tuve humor, pero me acordé de Wilfred Owen: «Y en cada lento ocaso, las persianas caen.» El poeta retrataba un hogar visitado por la muerte de un ser querido (o una serie casi infinita de hogares en tal trance) en los «condados tristes» —octubre de 1917—. La persiana bajada era un reconocimiento y una especie de señal. Pero los afligidos necesitan la oscuridad. La luz es la vida, algo insoportable para ellos, al igual que las voces, el canto de los pájaros, el ruido de unos pasos que saben adonde van. Y ellos mismos son fantasmas, y buscan una atmósfera amable con los fantasmas, propicia a la visita de otros fantasmas (o de un fantasma en particular).
Hasta que no pude soportarlo más estuve sentado con ellos en las sombras. Diez minutos. En el hotel de la estación, el agua del cuarto baño salía negra. Lo cual no me sorprendió ni me inquietó en absoluto. ¿Qué color se suponía que era el del agua? Me miré en el espejo y sentí que podría quitármela sin más —la cara—. Encontraría los corchetes detrás de las orejas, y se desprendería sin dificultad… Les llamé por teléfono una y otra vez, cada pocas horas. Los visité. Y cada vez que salía por la puerta principal era como si me hubiera debatido en medio de las aguas y al final consiguiera aspirar una bocanada de aire.
Me dijo esto. Es todo lo que me dijo. Me dijo:
—Lo peor es la pena que me da.
Lidiya estaba siempre arriba, en el cuarto que había sido de Artem.
Pregunté en voz baja: ¿Qué hace ahí arriba?
—Tan joven, y tan asustado. Está oliendo su ropa…
Las persianas no volvieron a subir. En la mañana del tercer día Lev dijo que, hasta donde era capaz de ubicar su dimensión física, creía estar sufriendo vértigos. Fue ingresado en la enfermería de Tiumén y trasladado esa misma tarde al hospital de Ekaterimburgo. Tras alejarme unos pasos de Lidiya, el médico me dijo que jamás había visto un paciente que respondiese tan débilmente a las descomunales dosis de fármacos que le estaban administrando. Lo llamó «fallos en cascada»: uno tras otro, los órganos dejaban de funcionar. Mi hermano yacía en la cama —levantada por la cabecera—, inmóvil y silente, pero a la vez se movía vertiginosamente: giraba en el interior de mi cabeza, y desaparecía en un remolino.
Estuvo consciente hasta el final. Sus ojos iban de una cara a otra —la de Lidiya, la de Kitty, la mía—. Su mirada era la de un hombre que teme estar olvidando algo. Y entonces recordó. Se despidió de cada uno. Pareció estudiar mi cara. No me descubras, pensé. No lo cuentes.
—Por fin, ¿no? —dijo. Y después añadió estas dos palabras—: Por favor.
Lev murió el mismo día que Leonid Ilich —el 10 de noviembre—. El mismo día que el hombre que envió a Artem al túnel de Salang.