2. CASARSE CON EL TOPO

Desde el principio mismo he fantaseado con las páginas que siguen. No preveo que se te antojen particularmente estimulantes. Pero cuando se te dilaten las ventanas de la nariz y te vibre la mandíbula, aguza el oído para percibir mis cloqueos de satisfacción, los pequeños resoplidos y gorgoteos ahogados de la dicha cuasi perfecta. Nos hallamos en pleno «momento de tranquilidad», como aquellos a los que con frecuencia te plegabas cuando, tras un exceso de chocolate, tras horas de aullidos, de aspavientos, de movimientos convulsos, accedías a sentarte en la mesa de la cocina con un cuaderno para colorear o a escuchar un casete de cuentos en tu habitación…, antes de retomar los aullidos, los aspavientos y los movimientos convulsos.

Soy extranjero en tierra extraña. Se abre ante mí un paisaje deslumbrante en su frescura: hablo de la rutina. Santo Dios, qué perspectiva tan hermosa. Tendrá sus altibajos, como no puede ser de otra manera, especialmente para tu medio tío y su esposa, mas por el momento ambas vidas se alzan y descienden a voluntad. Ya no percibiremos ininterrumpidamente la masa plomiza, la respiración adenoidosa ni la cretina mirada inamovible del Estado. ¿Cómo hacer que aprehendas el imposible glamour de lo cotidiano? Estamos a salvo, por ahora; sobre nosotros pende el cliché de la banalidad. Cual vate de otros tiempos, a punto me encuentro de ordenar la estancia tras la marcha de mis invitados. «Zoya sigue siendo tan olvidadiza como siempre.» «No, Kitty jamás encontró el amor verdadero.» He aquí el tenor que se mantendrá a lo largo de dos capítulos casi completos y de veinticinco años. Todo va bien, reina la seguridad, hasta que nos internamos en el túnel de Salang.

Antes de eso, sin embargo, hubo esto.

En calidad de preso político sin rehabilitar, me hallaba efectivamente «a menos cuarenta», al igual que Lev. La expresión no hacía ya referencia a la temperatura que se registraba en Norlag una tarde de otoño. Para nosotros había pasado a significar que cuarenta ciudades constituían zona prohibida. De igual modo nos estaban vedadas determinadas regalías, tales como un alojamiento y un puesto de trabajo… Desde Predposilov me dirigí hacia el este, y llegué hasta el mismo Pacífico (en el que me bañé) antes de emprender el viaje a occidente. Tardé dos meses en llegar a Moscú. Pasé media hora con Kitty en un salón de té del extrarradio llamado La Tetera Cantarina, en el cual cambió de manos un abultado morral. Se trataba del legado de mi madre, que había fallecido —tuvo una muerte serena, dijo Kitty— en primavera. Y después, durante un buen número de meses, fui trasegado de burgo en burgo, adonde llegaba siempre de madrugada: la macilenta bombilla en la salida de la estación, la esfera del reloj que miraba hacia otra parte, la piedra cavernosa de la escalera. Te internabas a continuación en un apagón y en una ciudad de hojalata. El aire mismo era de ébano, a modo de negación, de refutación de la luz como idea. El ánimo sombrío en su máxima expresión —tal vez estés pensando—. La oscuridad, el silencio y una rigidez palpable, como si los edificios se aferrasen no ya a la superficie del mundo, sino a su centro. Y sin embargo era consciente de que mis pasos producían un sonido que había dejado de inspirar temor, y sabía que las casas levantadas en estrecha vecindad me abrirían sus puertas, si no en ese momento, al día siguiente. Porque la afabilidad se restregaba ahora los ojos y despertaba, la afabilidad rusa, el interés reflexivo por el bien del prójimo. Y yo era libre y estaba cuerdo.

Llegué provisto de algún dinero de mi hermana, de algunas ropas de mi padre y de algunos libros de mi madre, a saber: una introducción a la electrónica avanzada, un método de lengua inglesa y las tragedias de Shakespeare en edición bilingüe (las cuatro principales y las romanas, además de Timón, Troilo y Ricardo II). Yo amaba a mi madre (y ella debió de adivinarme aquí, en «a menos cuarenta»), como debe hacer y hace todo hombre honrado. Y me preguntaba por qué era tan complicado mi trato con las mujeres… Cierto es que me detenían y me ordenaban seguir mi camino constantemente, pero esos meses terminaron por convertirse en un año sabático de nomadismo, en una excedencia remunerada para viajar y estudiar, para la reubicación interior. El peso de Zoya, intuía, también estaba cambiando de sitio. Cuando me recogía por las noches, ella estaba siempre presente en el instante en que cerraba los ojos, despertándose, medio desnuda, con el pelo hermosamente despeinado, con una sutilísima mueca de desdén en el labio superior (cubierto de un leve vello) al calibrarme a mí, su acompañante en el camino hacia el olvido del sueño. Pero ¿qué le ocurría? Con estupor, y con alarma (esto no puede ser normal), veía cómo su efigie, su mofa, se sustraían al dominio de mi voluntad. Aquella marioneta mía había sido deliciosamente severa, draconiana incluso en sus apremios e insistencias. Ya no lo era. Se hallaba vacía de palabras y de deseos, enmudecida y anestesiada; inerme pero inerte, y de una pesadez difícil de manejar. Y el rostro se me ocultaba invariablemente, en una tristeza y una derrota ilegibles. Me decía a mí mismo: Bueno, ahora somos todos libres; o eso supongo, al menos. De manera que claudicaba y desistía, y me limitaba a estrecharla unos momentos en un abrazo fraterno antes de darle a mi vez la espalda y sumirme en un sueño sin sueños.

Esta lenidad sexual que en aquella época me salió al camino, unida a mi respuesta —por lo general débil— ante ella, surtió el curioso efecto de imbuirme de ambición material. La forma eslava, el óvalo de palidez con aderezo de mermelada, los gruñidos de compasión o aquiescencia, los murmullos susurrantes: ya no me bastaban. Me llamaba el centro —sentía cómo tiraba de mí, con sus mujeres y su dinero—. Y a finales del verano de 1958 comencé a orbitar alrededor de Moscú.

Al llegar a Kazán, Lev descubrió que su esposa y su suegra se habían retirado más allá de los límites del término municipal. Y le esperaban. Mi hermana me contó que vivían los tres en «media casucha», situada en los arrabales de otra ciudad (más pequeña, más oscura, que podría calificarse de «miserable»), donde Zoya había conseguido un empleo en el departamento de contabilidad de un silo de grano. La anciana Ester hacía y vendía colchas de patchwork, y desde su lecho de enferma seguía impartiendo clases de hebreo (idioma ilegalizado desde 1918) a un arrojado entusiasta y sus tres hijos pequeños, quienes dos veces a la semana se desplazaban hasta allí con tal propósito. Lev no hacía nada en absoluto. Pasaba buena parte del día (según contaban las cartas que Zoya remitía a Kitty) en decúbito supino, una actitud tan comprensible como saludable, apostillaba ella; se proponía así «recobrar las fuerzas». Yo me abstuve de pronunciarme. En los últimos meses de internamiento, Lev había vuelto a ser uno de los hombres de mejor condición física de todo Norlag. Sordo de un oído y con los dedos de la mano-garra derecha permanentemente crispados —aun durante el sueño— alrededor del mango de un pico o de una pala imaginaria, seguía conservando la fortaleza física. Al parecer mantenía que no pensaba trabajar para el Estado, aunque lo cierto era que el Estado tampoco lo querría, a estas alturas, entre quienes trabajaban para él. Y fuera del Estado nada había. Se quejaba de sufrir jaquecas y pesadillas. Fue el principio de un deterioro largo.

Yo corrí mejor suerte. Al principio vivía en rincones, pero luego me instalé en la periferia norte de la capital, y desde allí viajaba al centro cada mañana, en el tren de las siete. Enseguida hice dinero… En 1940 había cuatrocientos televisores en la Unión Soviética. En 1958 eran ya dos millones y medio. Todos y cada uno de ellos pertenecían a camaradas del partido. Ocuparme de los televisores de la nomenklatura, en esto consistía mi empleo diurno y mi empleo nocturno: en instalarlos, repararlos o sencillamente adecentar los desbarajustes que causaban, dado que explotaban con frecuencia (incluso apagados; incluso desenchufados). Pronto me permitiría un gran despilfarro: la compra de mi Certificado de Rehabilitación. Un desembolso notable, en aquellos años, dado que Rusia no se había transformado todavía en una sociedad del soborno —o todavía no había vuelto a serlo—. Pero me consentí ese capricho.

En el momento de irme tenía veintiséis años. Cuando regresé estaba a punto de cumplir los cuarenta. La gula y la pereza se vieron discretamente relevadas en su papel de metas vitales por la avaricia y la lujuria; sumadas a la poesía (sí, a la poesía), pasaron a consumir todo mi tiempo libre. Frecuentaba a las gentes de la economía sumergida, y todas mis amigas estaban cortadas por el mismo patrón. Seguramente no faltaría a la verdad si afirmase que todas ellas eran del tipo «crupier». Se trataba de acompañantes de peces gordos y chicas de vida alegre, ya veteranas, con magníficas dotes para los negocios. Y en mis tratos con esas mujeres, Venus, me topé con una dificultad de índole logística que habría de causarme crecientes desazones. Pensemos en cualquiera de ellas: escojámosla al azar. El inventario de su cuerpo y sus talentos corría siempre parejo, huelga decir, al catálogo de su pasado. Y ese pasado suyo era largo, y agotadoramente populoso. Y seguían coleando…, esos hombres: verás, en aquella época ya prácticamente no se mataba a nadie. Y yo tenía que averiguar cosas sobre ellos. Sobre todos ellos. En consecuencia, no pocas veces me descubría prorrogando un romance naufragado sin remedio, del que llegaba incluso a duplicar su duración natural con el único objetivo de asegurarme de haberle sonsacado todo sobre aquel rudo contrabandista de Vladivostok, sobre aquel atildado bisutero de Minsk.

Entre 1946 y 1957 comí dos manzanas, una en 1949 y la otra en 1955. Ahora no escatimaba esfuerzos para comerme una todos los días. El hombre que solía vendérmelas era consciente de que la fruta fresca constituía una suerte de manjar en la Unión Soviética. Sin embargo, ambos discrepábamos por completo en nuestra concepción de lo que era una manzana. En la cola de su puesto se cruzaban corrientes de identificación y recelo. Si en la cola había cincuenta rusos, siete u ocho de ellos habían estado fuera. Otros siete u ocho habían contribuido a que enviasen allí a los primeros. Mi mirada se encontraba con la de hombres y mujeres que coincidían conmigo en lo que era una manzana. Yo me la comía entera, el corazón, las pepitas, el rabillo.

Se imponía que nos viésemos. Hubo una serie de sondeos por poderes, de vagas propuestas vagamente aplazadas. Por parte de Lev, una sensación de reclusión o parálisis; por la mía, algo semejante a la aprensión del diagnóstico inminente. La marioneta de bolsillo dormía a mi lado, con el ceño relajado en su combinación blanca. ¿Se despertaría? ¿Querría yo que se despertara?

En cuanto tuve en la mano las llaves del nuevo apartamento, di un paso hacia delante. La mía era una invitación que a un ruso jamás se le ocurriría rechazar: una fiesta de inauguración de la nueva casa, en Pascua. Se aproximaba la fecha: el equinoccio de primavera, la primera luna llena sobre la llanura eurasiática septentrional, el viernes, el sábado, el domingo.

Llevaba dieciocho meses sin ver a Lev. Entró directamente en la sala principal, dejando a Kitty y Zoya aún en la puerta, a medio saludo. Registró mi sonrisa, mis brazos abiertos, pero no cejó en su inspección del entorno: las alfombras, los sofás, el televisor —a la altura del pecho en su mueble de madera de nogal—, el cuerno de cobre del gramófono. Aquella expresión de desprecio ligeramente divertido no confería precisamente encanto ni distinción al rostro de nariz tuberosa, carente de plinto. Avancé hacia él y nos dimos un abrazo. O yo le di a él un abrazo. Estaba más grueso, más blando, y olía a tejidos sintéticos sin lavar. Pero entonces Zoya inundó la estancia con su presencia, y sacamos champán, y empezó la comida que habría de durar siete horas.

—¿Ves a qué me refiero? —dijo Kitty, más tarde—. Le está chupando la vida.

Quizá sólo es la impresión que da, dije.

Y es la impresión que daba, porque Lev orientaba el oído bueno (a menudo «amplificado» por la bocina de la mano-garra derecha) exclusivamente hacia Zoya. Y ella hacía las veces de intérprete. Si le hacías una pregunta a Lev, él te devolvía una mirada de rústica incomprensión, una mirada que se desvanecía poco a poco a medida que Zoya, en estrecha contigüidad, lo proveía del murmullo de su glosa. Lev no oía —y tampoco hablaba—. La tartamudez había vuelto a él de forma definitiva. Hasta el punto de que algunas veces, cuando ella le hablaba con profusión de gestos (Zoya gesticulaba siempre) y articulaba con embeleso su discurso sin pronunciarlo en voz alta, parecía que asistíamos a un rito de lectura de labios y lenguaje de signos, y que sin ella Lev habitaría en soledad su universo de mutismo.

Dije: Al final se fue animando un poco.

—Sí —contestó Kitty—. Cuando se emborrachó.

Está mucho más hermosa que antes, creo yo.

—¿Te parece? Sí. Lo está.

Tiene… gravedad. Ella no, pero su belleza sí.

—Te he visto mirándola… ¿Es que todavía…?

No, no. Ya no, gracias a Dios.

—Préstale dinero a Lev. Dale dinero.

Pero yo dije que ya lo había intentado.

Nuestras reuniones, que llegaron a hacerse bastante regulares, pronto se ajustaron a una pauta —una especie de duelo infantil de afirmación y refutación—. Por regla general eran ellos quienes venían a vernos, pero las normas de la hospitalidad requerían que de cuando en cuando nos desplazásemos nosotros. Lev se mostraba muy diferente en Kazán. Allí mandaba él. Cuando nos citábamos no era en el hotel en el que nos alojábamos Kitty y yo, sino en la calle, en una esquina del barrio fabril —las nieblas de zinc de Zarechye—. Acto seguido nos esperaba una larga caminata, en la que los invitados nos afanábamos por seguir el paso de las dos figuras en trenca y capucha, de los dos pares de rechinantes botas de agua. «En fin, ya estamos aquí. Qué bien», decía él al abrir la puerta empapada de la cantina de un albergue o de un comedor de economato. Mientras los demás dábamos vueltas a la comida en el plato, él nos interpelaba para que nos pronunciásemos sobre su calidad. ¿Está en su punto la carne de caballo? Espero que las gachas estén al dente. Cuando nuestro encuentro llegaba a su fin, nos tomábamos un vaso de burdo vodka en algún bar bullicioso o alguna taberna de tres al cuarto. Y a las ocho y media Lev y Zoya encaminaban sus pasos rechinantes hacia la estación de autobuses.

Aquellas salidas, por supuesto, respondían a un propósito de patente, e incluso descarada naturaleza punitiva. A Kitty no le molestaban demasiado, y a mí me parecían hasta divertidas, aunque de un tenor un tanto desquiciante. Era Zoya quien sufría. Se abanicaba, mientras mantenía la cabeza erguida en un ángulo orgulloso, e inspiraba con violencia por las rígidas narinas. Cada sonrojo le duraba media hora, y el gran astil de su garganta se asemejaba a un acuario de movedizos carmesíes y morados. En Moscú, como es obvio, yo me desquitaba llevándolos a novedosos asadores de economía sumergida, primero, y a convencionales casinos de economía sumergida después. El camarero de esmoquin, aquel día, nos sirvió chartreuse verde, y yo brindé por los treinta años que cumplía Zoya levantando mi copa bajo los abalorios de lentejuelas y las girantes esferas espejadas.

Al verlos juntos era inevitable sentir ese acuciante embarazo —embarazoso para la Revolución y para todos los sueños utópicos, incluidos los tuyos: la desigualdad humana—. Confío en haber sabido transmitir con claridad que la apariencia física de mi hermano siempre conseguía conmoverme. «Una cara cara», como la llamaba siempre nuestra madre, si bien antaño iluminada por la sonrisa y los tiernos ojos azules. Y hacemos encomio de Zoya, ¿no es así, Venus?, por su indiferencia para con las normas y los cupos de la convención romántica —y etcétera, etcétera—. Pero existe algo que llamamos fuerza vital. Y el contraste parecía salido de un cuento de hadas, o de una canción infantil, o de una tarjeta postal jocosa.

Jack Spratt no comía grasa.[10] Y a su lado Zoya, cuya estatura parecía aventajar en un metro a la de Lev, se movía en incesante balanceo (aquello era Moscú) mientras reía, cantaba, remedaba, rebosaba. En las miserables casas de comidas de Kazán, Lev hacía una escena al llegar la nota, con reconcentrado fruncimiento de ceño y vivo escudriñamiento del trozo de papel que rezaba «cuatro cenas», y enredaba a Zoya en un tenso coloquio sobre el número de livianas monedas que se dejarían en el bote. En todos los demás ámbitos, Zoya pagaba siempre por cada caloría de jovialidad consumida… Lev seguía llevando el pelo muy corto, al estilo presidiario. En los viejos tiempos, en el campo, me gustaba pasarle la mano por la cabeza con suavidad, a contrapelo, y las yemas de los dedos me zumbaban. Ahora, cuando una vez me aventuré a tocarlo, la descolorida pelusa estaba húmeda y aplastada, y había perdido la capacidad de hacerme sentir cosquilleo alguno. Él apartó la cabeza con brusquedad y se llevó otro cigarrillo a la boca arrugada.

Aquellos años fueron el marco de otras mudanzas: adiciones significativas al abanico de atractivos de mi hermano. Un pliegue de grasa descolgado en extremo, como si de un prolapso o de una riñonera moderna se tratase, entre el ombligo y la entrepierna; una calva, perfectamente circular, que parecía un gorro de gamuza rosa; y, algo sobremanera misterioso, una eterna banda de transpiración, del ancho de la cinta de un sombrero, desplegada de sien a sien. Los tres aditamentos transmitían extrañamente una impresión de uniformidad y normalización en un hombrecillo tan asimétrico. En especial la calva. Un día, al incorporarme de improviso y mirarla desde arriba, me pareció estar viendo una boca abierta, toda ella lengua, orlada por una barba y un bigote chorreantes de sudor.

Las acotaciones ceñudas y monótonas de Lev acerca de mi apartamento, de mi indumentaria, de mi coche y, en el transcurso de un experimento que no se repetiría, de mi chica crupier, eran como ronquidos procedentes de otra habitación. No me despreciaba, o eso creo, por aceptar los dineros del Estado. Despreciaba mi ambición. Yo hacía gala de iniciativa, algo que detestan todos los rusos; existía en ello, con todo, un estrato más profundo. En una de sus misivas a Kitty, Zoya apuntaba desde una actitud neutra que el círculo en el que se movía Lev en el entorno de Kazán se componía enteramente de viejos fracasados. Si nuestra relación hubiese sido menos complicada, podría haberle dicho que sus sentimientos eran similares a los de tantos otros; sucumbía, en suma, a una emoción genérica. Muchos de los que habían estado fuera también abominaban del dinero. Porque el dinero era la libertad, era incluso la libertad política, y ellos ya no querían creer en la libertad. Ojalá nadie los tuviese (dinero, libertad), parecían pensar.

Ahora yo le terminaba las frases cuando tartamudeaba. Tú habrías hecho lo mismo. De otro modo, el asunto se habría eternizado. Además, ahora siempre sabíamos con exactitud la meta hacia la que se encauzaban sus frases. Y él no se molestaba. Había dejado de tomárselo a mal porque había dejado de luchar. Lev había capitulado, sin condiciones, y la tartamudez campaba en él por sus respetos; tras un par de ganchos en la barbilla, le saltaba al pecho para enmudecerlo por estrangulamiento. Ahora, cada vez que echaba la cabeza hacia atrás todo cuanto le permitía la nuca, en este o aquel comedor popular de Kazán, la maniobra no formaba parte de la guerra civil consigo mismo —no pretendía concentrar todas sus fuerzas para una ofensiva—. Era su sumisión reacia a Zoya, que le ordenaba comerse la verdura. Echaba hacia atrás la cabeza, y adentro con la porción de berenjena renegrida o de pepino que no crujía. Daba la sensación de haber dejado de combatir contra la tartamudez, para en lugar de ello alimentarla. Una noche, tras trasegar grandes cantidades de vodka, me contó que había abandonado la lectura. No lo dijo como si tal cosa: fue un acto de desafío. «Si es malo, me disgusta», prosiguió en un tono más suave. «Y si es bueno, lo aborrezco

Las chicas eran más mesuradas, pero Lev y yo dábamos cuenta del alcohol en las cantidades de rigor. Vivíamos ambos bajo el influjo secular de la borrachera rusa. Y quizá te sorprenda saber que, además, éramos buenos borrachos, tanto él como yo: dóciles, razonablemente silenciosos, poco dados, en general, a armar escándalos o a echarnos a llorar. Normalmente llegaba un punto, hacia la mitad de la tercera botella, en el que Lev me miraba fijamente a los ojos y casi admitía el momento de la remisión —que acaso no era sino el hecho de que no llegara la siguiente oleada de dolor—. Como bebedor no llamaba la atención. Llamarla —he de decir— le resultaría harto difícil. Pero sí llamaba la atención como fumador. Mira, el tabaco (al igual que la bebida) atenúa la ansiedad. Tú intenta no fumar en Rusia y verás lo lejos que llegas. Pero lo de Lev… Comía con un cigarrillo en la mano que manejaba el cuchillo. Cuando iba a apagarlo, su gesto no era sino un paso para encender el siguiente. Fumaba todo el día. Zoya contaba que ni siquiera dejaba de fumar al afeitarse.

Una vez, al verlo aspirar el humo con su acostumbrada vehemencia, me vino a la mente un pensamiento que me erizó el vello. El pensamiento era éste: dientes de loco. Sus bonitos dientes, aun profusamente manchados, todavía parecían bastante sanos. Mas los ángulos se habían reubicado. Ya no se alineaban en posición de firmes; se ladeaban y caían, se cruzaban entre sí. A veces vemos esto mismo, llevado al extremo, en los muy locos: dientes violentados y doblados por fuerzas tectónicas que colisionan muy por debajo de la corteza.

¿Y yo? Creo que podría haberlo superado como es debido, si no hubiera sido por el baile.

Ocurrió tres veces. Y las tres veces ocurrió exactamente lo mismo… Zoya sentía una atracción supersticiosa por el gramófono de mi apartamento, una fascinación que la inducía a merodear en torno, y a entrar en comunión con él. Tres veces me pidió, con aire culpable, que pusiese jazz americano. Escuchó, asintiendo, y luego posó ruidosamente la copa con un giro de cabeza y tendió a su marido una mano afinada con elegancia. «Yo ya no bailo», era la respuesta que podía esperarse de Lev sin miedo a errar. «Y tú no sabes bailar.» De modo que fui yo quien bailó con Zoya —un jive exploratorio y rusificado—. Ignoro cuáles serían sus dotes para la danza; lo que me consta es que bailar la colmaba de una dicha loca —hasta el último centímetro de su cuerpo—, de forma tal que uno se sentía envuelto y aun comprometido por el fulgor de su voraz sonrisa. Pero incluso a un brazo de distancia era como vérselas con una judía brincadora del tamaño de una mujer. Había en ella una resistencia —una oposición semejante al contrapeso del hueco de un ascensor, pero alineada de un modo ominoso y erróneo.

Ocurrió tres veces: tres veces desapareció abruptamente de mi vista, y tres veces volví a verla a mis pies, tendida cuan larga era, boca arriba, sacudiéndose con muda risa, con los ojos cerrados con fuerza y las manos en el corazón. La última vez (y hemos entrado en una fase de últimas veces), su vestido de verano, al resistirse a la velocidad de caída, acabó enrollado más arriba de la cintura… Y no fue solamente el impacto erótico, el poder de sus muslos bicolores por obra de las medias, la intrincada ingeniería y atención al detalle de aquellos encajes y enganches y engarces. Fue el desvalimiento, la risa muda, los ojos sin visión, las manos plegadas sobre el corazón…, fue el desvalimiento.

—Ha sido la última vez —dijo Lev mientras yo la ayudaba a incorporarse.

Antes hablé, creo recordar, de la frialdad que el hermano mayor siempre posee como recurso. Esa frialdad fue lo que busqué entonces. En realidad no haces sino situarte a cierta distancia, aprestándote para el desastre. Y yo —Dios me asista— tenía un plan.

Por supuesto, jamás le pregunté a Lev si todavía escribía poesía. De haber estado vivo y presente, se lo habría preguntado Vadim. Sólo alguien que lo odiase habría podido preguntárselo.

Como tú dirías, Venus: piensa en Pulgarcita.

Antes de volar hacia la libertad sobre las alas del pájaro sanado, antes de que la redima el diminuto Rey de las Flores, la minúscula Pulgarcita —tal vez lo recuerdes— está a punto de casarse con el topo. De contraer matrimonio con el insectívoro de ojos diminutos y cegatos y de pasar el resto de sus días en la oscuridad.

¿Y ? ¿Serías capaz de casarte con un topo?, quise saber.

—¡Claro que sí! —respondiste con vehemencia.

¡Yo no tengo prejuicios!, parecías decir. Tenías seis años. Aproximadamente un mes después volvió a surgir el tema de Pulgarcita, con esa reiteración tan típica de los motivos infantiles, y yo te planteé de nuevo la cuestión. Te quedaste en silencio, preocupada: fue tu primer dilema. Habías estado sopesando los pros y los contras del matrimonio con el topo. Y querías librarte del asunto. Pero ¿cómo hacer tal cosa sin herir los sentimientos del topo? «Ha herido mis sentimientos.» Las niñas pequeñas recurren a esta frase con frecuencia. El único niño que llegué a conocer bien no la habría utilizado jamás. Las niñas comprenden que sus sentimientos también tienen derechos… ¿Qué te ocurrió, por cierto, en el transcurso de aquellas cuatro o cinco semanas transcurridas desde la primera vez que te hice la pregunta? Cierto misterioso ascenso o promoción, tal vez. Si en ese mismo instante estuviesen rodando una película paralela de tu vida, se habrían dado cuenta de que no bastaba con cambiarte el peinado o ponerte unos zapatos con alzas: había llegado el momento de contratar a una actriz con algunos años más.

En un período posterior de tu existencia llegaste a casarte con el topo, temporalmente, cuando empezaste a salir con aquel Nigel. Cuando caminaba a tu lado, te dije, parecía un paraguas roto que llevaras en la mano. Después de él, advertí, te reservaste para los reyes de las flores, si bien con algún que otro puercoespín o turón de cuando en cuando.

Pero pongamos por caso que Pulgarcita se hubiese casado con el topo. Y adoptemos el punto de vista de éste. Los dos cohabitan en el subsuelo, en una atmósfera irrespirable de humedad y negrura. La diminuta beldad es una devota esposa. Y sin embargo el topo, que no puede evitar ser medio ciego, que no puede evitar detestar las flores y la luz del sol, percibe el malogramiento de Pulgarcita —ella, que nació en un tulipán—. No está en el natural del topo pedirle que se vaya. De manera que acrecienta el parecido con una tumba de su gruta, la convierte en un lugar más oscuro, más frío y húmedo, y consigue que nazca en ella la voluntad de marcharse.