Hoy el periódico local trae un artículo sobre los perros salvajes de Predposilov.
El periodista llama «salvajes» una y otra vez a estos perros, pero en lo que hace un hincapié aterrorizado es en su disciplina y su esprit de corps. Cuenta los «ataques coordinados» que lanzan contra puestos y tiendas, sobre todo contra una carnicería en la que entraron por el patio trasero y «se hicieron» con cinco pasteles de carne, tres pollos y una ristra de salchichas. Antes de la razzia —cuenta— el perro «explorador» reconoció el terreno, y luego le dirigió el ladrido de «camino despejado» al perro «alfa».
Bien informado, el periodista compara los perros de Predposilov con los perros «mutantes» de Moscú. A los perros de Moscú no se les llama mutantes porque tengan dos cabezas y dos rabos. Se les llama mutantes porque viven en el metro y viajan en él de un lado a otro. Es posible que a alguien le interese saber que yo en cierta ocasión, en el metro londinense, compartí vagón con una paloma mutante. Se subió en Westminster y se bajó en St. James’s Park.
Una «fuente oficial» afirma que los perros salvajes de Predposilov eran responsables del reciente y brutal ataque a un niño de cinco años en un campo de juegos municipal. Hay una fotografía del parque —en bonitos tonos pasteles—. Y una fotografía de la criatura de cinco años —totalmente destrozada—. Ahora, en cuanto se oye hablar de perros salvajes en los alrededores, se vacían las calles, las plazas.
Me dicen aquí en el hotel que los perros vienen por el callejón de detrás de las cocinas todos los días, a la una y veinticinco. El hombre dice que puedes poner en hora el reloj con ellos. Tendré que echar un vistazo más de cerca a los perros salvajes de Predposilov.
Sea lo que fuere lo que te apetezca añadir sobre el lugar, Dudinka es una propuesta perfectamente razonable. Si tienes madera, y carbón, y estás en un gran río, estás hablando de un lugar muy parecido a Dudinka.
Dudinka lleva aquí desde hace casi tres siglos. Predposilov existe desde 1944. Y no es una aglomeración urbana, como Dudinka, sino algo plantado en el terreno en su totalidad: Panorámica Leninsky, Casa de la Cultura, Teatro Central, Palacio de los Deportes, Sede del Partido y, más recientemente, Museo Histórico Social. ¿Por qué una ciudad? Una estación minera, de acuerdo; un racimo de fábricas, muy probablemente; y, si se me apura, un campo de trabajo que esclaviza a sesenta mil personas. Pero ¿por qué construir una ciudad tan cerca del Polo Norte?
Cuando salí de Norlag sentí, durante casi un año, que caminaba sobre las cáscaras de huevo de la libertad. Tal sensación vuelve a mí aquí: la desagradable vibración de las espinillas, la sensación de grima en el espinazo. Predposilov es hueco. Debajo de la ciudad hay minas de más de un kilómetro de profundidad. El terreno mismo es una cáscara que uno puede atravesar con el pie. Y en él se alza el monte Schweinsteiger, un huevo negro en su copa, absolutamente vaciado.
Ya no estamos en el Segundo Mundo. Ni siquiera en el Tercero. Estamos en el Cuarto. Es decir: lo que sucede después. Ya inhabitable conforme a cualquier criterio de cordura, Predposilov ha ido más allá y se ha convertido quizá en el sitio más sucio de la tierra. En el hotel se hospedan incrédulos ecologistas de Finlandia, Japón, Canadá. Sin embargo, los ciudadanos bullen, y las chimeneas del Kombinat siguen vomitando con orgullo.
Soy el hombre de más edad de Predposilov, con una diferencia de treinta y cinco años.
Bien entrada la noche recalo en un club llamado el Sesenta y Nueve (nombre que hace referencia al paralelo). Hay un cantante melódico de estilo Elvis Presley (último período), con pantalones acampanados blancos que se le arremolinan de forma espectacular en torno a las piernas. Y hay camareras en tanga, y prostitutas que pululan y películas de porno suave en pantallas suspendidas de lo alto. No, no siento asco. Siento que doy asco. La gente me mira fijamente, como si nunca hubiera visto a un viejo. Ahora que lo pienso, seguramente es verdad: jamás han visto a un viejo antes. La gente de mi edad existe, Venus, o incluso gente mayor que yo, ¿no es cierto? Pero todo esto ya ha durado demasiado.
Mi idea es emborrachar a la resaca. Pero no la llevo hasta el final. Mi resaca no es una resaca. Estaba equivocado. Es la muerte. Tengo algo en el centro del cerebro, algo como un estornudo atravesado. Que me hace cosquillas. Y el aire ambiental hace que me piquen los ojos, y me lloren.
Y por si fuera poco ahora vivo en un estado de mal genio permanente. Perdí los estribos hace tres días, y aún no los he recuperado. También soy muy locuaz, y se me teme mucho en el bar, tanto los camareros como los clientes. Después de haber estado callado tanto tiempo, ahora soy una versión mucho más escandalosa del Viejo Marinero. El trato que tenemos en el bar es que yo lo pago todo pero también lo hablo todo. A veces cojo un fajo de billetes de la cartera y salgo disparado de la habitación en busca de alguien a quien gritar.
He estado leyendo un poco, y esto va a interesarte especialmente, Venus, pues perteneces a una generación de automutiladores. Me refiero al destino histórico de los urkas.
No tengo intención de reabrir nuestro debate (llamémoslo así) sobre tu piercing de la barbilla. El blando lóbulo de la oreja, de acuerdo, pero ¿por qué la barbilla? Ya sé: es extrañamente consolador (explicaste) focalizar todas tus tiernas sensaciones en una parte concreta del cuerpo, que ahora te duele pero pronto cura; y de ahí en adelante el adorno implantado marcará el punto de tu herida autoinfligida. Muy bien. Pero ¿qué me dices de los «cortes», Venus? Doy por supuesto que tú no te los haces: cuando nos vemos, sueles llevar los brazos elegantemente desnudos, con manga corta. Pero hay muchos que lo hacen. Unos veinte millones de norteamericanos jóvenes —me entero— recurren con regularidad a esa válvula de purga.
La cultura urka, en su fase de decadencia, se volvió bastante más homo (los pasivos se encogían, los activos se erguían altivos), hasta el punto de que te preguntabas si no habría sido criptohomo desde el principio. Veo cómo te estremeces. Esas palabras son como pinchos candentes en tu piel, ¿no es cierto? A tu censor o comisario interno no le gustaba esto, ¿verdad? En tu cabeza habita un censor —algo no tan horrible como pueda parecer, ya que en tu cabeza vive también una radiante animadora deportiva—. Así que no es tan malo, no, tener una ideología, como es tu caso… Pero entiéndeme, Venus: dicen que lo que vemos en el escenario de un asesinato pasional homosexual es algo que quita el aliento, pero el impulso homosexual es a todas luces pacífico. A los criptohomosexuales se les supone heterosexuales; limitan su actividad a las mujeres, y son de los hombres más peligrosos que existen.
La cultura urka, además, llegó a volverse automutiladora, con todo el rigor propio de los urkas. Llevaron la batalla hasta sus mismísimas entrañas, y se tragaban clavos, cristal machacado, cucharas y cuchillas metálicas, alambre de espino. Además de las autoamputaciones, el autocanibalismo, la autocastración. Mi país siempre ha sido extrañamente hospitalario con los que se castran a sí mismos. La cosa empezó en el siglo XVIII, con una secta —los castrados— que sostenía que la extirpación del «instrumento» era prerrequisito ineludible —condición sine qua non— de la salvación.
Los cortes… Se dan para combatir la insensibilización, ¿no es eso? Los urkas eran presos, y combatían la insensibilidad de la prisión. Pero vosotros… ¿Qué combatís vosotros? Si lo hacéis para combatir la insensibilización de la democracia avanzada…, no puedo solidarizarme con vosotros. Otros sistemas, ¿sabes?, te anegan las glándulas de líquidos y juegan con las puntas de tus nervios.
Al entrar me señalaron el Museo Histórico Social, que tiene aspecto de tintorería o de restaurante coreano de comida para llevar. Y está cerrado a cal y canto, quién sabe si por reformas o por clausura definitiva.
Pero cuando paso por allí por la tarde las persianas están subidas. Mi soborno —mínimo— es aceptado por un joven rubicundo que lleva un mono blanco. Me dice que es electricista. Manipula convincentemente, en todo caso, una serie de cajas de plomos, y los arregla, o los desmonta. Me alquila una de sus tres potentes linternas.
El haz tambaleante de la linterna revela una breve arcada, con cuatro vitrinas a cada lado: tableaux morts. El cristal de las bombillas rotas se astilla bajo mis pies, a medida que paso ante los vogules, los yeniséi, los ostiacos, los nganasanios y demás pueblos del Artico absorbidos, aniquilados o alcoholizados. Y llego a los zeks: a nosotros. Miro a mi alrededor, a las otras figuras, a los descarnados espectros de las tribus desaparecidas. Lo mejor que hay en mí se siente inclinado a aceptarlos como ennoblecedora compañía, en cualquier forma o escenario. Todos éramos unos pobres diablos, gentes de mala muerte. Pero aquellos seres pertenecían a multitudes mucho más remotas —que de todas formas habrían sucumbido a la mera modernidad.
Sus figuras moldeadas acarician el lomo a renos disecados y dan trocitos de pan a huskies de plástico. Lev y yo estamos representados por el muñeco de un tipo sentado a una mesa baja, ante una estufa abierta, al pie de unas ventanas cubiertas de nieve, junto a un catre revuelto. En los yeniséi vemos el ropaje recompuesto de los chamanes y su simulada yurta. Nosotros tenemos los mitones cortos y los boles abollados de metal. Todo ello a la luz inestable y ya declinante de la linterna.
—Queríamos lo mejor —había dicho una vez un viejo funcionario del Kremlin, refiriéndose a algún otro desastre, a algún otro horror panorámico—. Pero salió como de costumbre.
La Escuela de Enseñanza Media Número 1 es como un laboratorio y un experimento de control. Muestra cómo se construye la totalidad de Rusia.
Al tercer día llegamos a un punto en que la situación de los rehenes no puede empeorar. Piénsalo. Están muertos de sed, muertos de hambre, sofocados, sucios, aterrorizados —y ahí no acaba la cosa…—. Fuera, los cuerpos en putrefacción de las víctimas del primer día se los están comiendo los perros. Y si los cautivos pueden olerlo, si los cautivos pueden oírlo, los sonidos de los perros carroñeros de Osetia del Norte comiéndose a sus padres, entonces los cinco sentidos están servidos, y la totalidad rusa puesta en su sitio. Ya no hay remedio. La situación no puede ser peor. Sólo la muerte podría empeorarla.
Así que la muerte llega en el instante del aliviamiento, del alivio parcial —porque la totalidad rusa no puede tolerar tal situación—. Los funcionarios médicos, después de la negociación, se están ocupando de los perros y de los cuerpos cuando la bomba cae desde la canasta de baloncesto y el techo del gimnasio se viene abajo. Y para un asesino nato esto es jauja. No les es dado a muchos de ellos la posibilidad de disparar a niños por la espalda mientras corren en ropa interior por entre cadáveres en descomposición.
¿Sabes?, me resulta imposible encontrar a un ruso que se crea esto: «Queríamos lo mejor, pero salió como de costumbre.» Me resulta imposible encontrar un ruso que se lo crea. No querían lo mejor; ningún ruso se lo cree, al menos. Querían lo que obtuvieron. Querían lo peor.
Y ahora sale un médico en la televisión diciendo que algunos de los niños supervivientes «no tienen ojos».
Gógol, Dostoievski, Tolstói: los tres insistieron en el concepto de un Dios ruso, un Dios específicamente ruso. El Dios ruso no sería como el Estado ruso, pero lloraría y cantaría mientras azotaba con su flagelo.
Estoy en un estado de pánico terminal respecto de mi vida, Venus. Y no lo digo en sentido figurado. El pánico parece llegarme… ¿Parece? El pánico me llega, y no desde mi interior sino desde la tierra o el éter. Aguardo a que pase de largo —es lo único que puedo hacer—. Pasa por mi lado, y se va, y me deja un gusto a metal en la boca, y en todo el cuerpo, como si acabaran de fundirme o galvanizarme. Luego vuelve, no el mismo día, y quizá tampoco el siguiente, pero vuelve y pasa junto a mí y me envuelve. Creo que recorre todo el planeta, y que siempre lo ha hecho. Y los únicos que lo sienten pasar son los moribundos.
El «cálculo de muertos»[9] es una expresión empleada por los marinos que designa un sencillo cálculo de su posición en el mar. No mediante puntos de referencia o estrellas. Sólo la dirección y la distancia. Sé dónde estoy: el puerto hacia el que me dirijo muestra ya su contorno a través de la niebla. Lo que estoy haciendo, ahora, es un «cálculo de muertos». Estoy haciendo cálculos con los muertos.
Hay una carta en mi bolsillo —en el bolsillo interior de la chaqueta— que aún no he leído y habré de leer. La llevo ahí con la esperanza de que me entre en el corazón por un proceso de osmosis, palabra por palabra, de puntillas. No quiero que tengan que leerla mis ojos, mi cabeza.
Pero la abriré y la extenderé ante mí cualquier día de éstos.