Así que pasamos a las visitas conyugales. Y recuerda: la vida era fácil en 1956.
Las esposas habían empezado a llegar al campo dos años antes, pero era un derecho concedido sólo a los trabajadores fuertes entre los fuertes. Así que en eso se convirtió Lev, una vez más. Cuando ahora lo recuerdo, veo una versión de tamaño infantil de los carteles y pinturas de un tiempo pasado —los grandes goterones de sudor, las venas abultadas en los antebrazos, y hasta la mirada de hierro fija en el futuro—. Hizo el trabajo y se ganó el derecho. Hoy, sin embargo, la pregunta es la siguiente: ¿lo deseaba él?, ¿lo deseaba alguien?
Teniendo en cuenta la variedad e intensidad del sufrimiento que casi siempre causaba, me dejaba perplejo cuán anhelada y perseguida seguía siendo aquella casita de la colina. Yo fui un estudioso atento de aquel rito de paso (aunque bastante irreflexivo, he de admitir, sobre todo al principio). Para los maridos, la visita conyugal significaba el afeitado de cabeza, la desinfección, el largo chorro con la manguera de incendios. Salían de las duchas irreconociblemente restregados, escocidos, alertados, con ropas tiesas no por la suciedad sino por efecto de los detergentes feroces. Luego, como la viva estampa del apetito y el brío, flanqueados por una pequeña escolta, se encaminaban con prisa hacia la Casa de los Encuentros. Y al día siguiente, viéndolos bajar uno por uno, tambaleantes, hechos auténticas ruinas o apariciones, yo solía sorprenderme pensando: lo pedíais a gritos; luchamos por ello. ¿Qué os pasa ahora?
Pero muy pronto fui viendo claro lo que aquello significaba, y agaché la cabeza ante aquel poder más grande. Era como si ése fuera precisamente el objetivo del sistema imperante: quería empujarnos a todos y cada uno de nosotros contra el rincón más angosto y apretado posible. «Vivir en rincones» lo llamaban en la libertad. Cuatro personas o cuatro parejas o cuatro familias en una habitación, viviendo en los rincones. Las mujeres que venían a la Casa de los Encuentros pertenecían a una categoría propia: eran mujeres de enemigos del pueblo, y vivían en un estado de persecución específica —allá fuera, en la gran zona—. Y no sólo las mujeres, sino sus familias enteras. Aquellas habitaciones espaciosas y aireadas de la casita de la colina estaban de hecho muy atestadas; los tentáculos líquidos de la injusticia y la culpabilidad salían de la cabeza del pulpo, de la cual tú eras el pico.
Los hombres eran todos diferentes. ¿Lo eran? Algo tenían en común, creo. Y ese algo era la anemia crónica. Trataban de ser fogosos, pero su sangre era de un blanco aguado. La cara de estos hombres delataba fracaso, y su cuerpo también: la boca torcida, la debilidad algodonosa de los miembros. Y cada uno de ellos reivindicaba luego sus triunfos: te empujaba contra la pared y, con un susurro amenazador, con la mirada más allá de ti, o en la lejanía, te contaba lo que ella le había hecho y lo que él le había hecho a ella. Y también su corazón se hallaba inerme. A este hombre se le acaba de decir que su matrimonio se ha roto y que sus hijos están bajo la tutela del Estado, y mientras te lo cuenta está a punto de echar a andar hacia la alambrada. Este hombre parece más o menos convincentemente a flote, aunque siempre está meditabundo y muchas veces lloroso: está calibrando y reajustando sus pérdidas —y esto es con toda probabilidad lo mejor que cualquiera podría anhelar en su situación—. Lo que le está llegando es la primera ola del resto de su vida. Y ve la acumulación de toda la complejidad que le espera en la libertad. Todos pasábamos con sigilo al lado de estos hombres y de su manto de soledad.
Ya ves, la Casa de los Encuentros era también y siempre una casa de las despedidas eternas —incluso en el mejor de los casos—. Había un encuentro, y había una despedida, y los años de separación volvían a sucederse.
Ahora bien, siempre que el trabajo me hacía subir por la empinada ladera de la pequeña colina, y veía el tejado blanco de la casita, aquel pulcro tejado blanco contra la mole negra del monte Schweinsteiger, sentía lo mismo que cuando pasaba por las celdas de aislamiento y su doble cerco de alambre de espino.
Llegó el día: 31 de julio de 1956. Cayó la tarde.
Fui a recogerlo a las duchas. Estaba solo, en los vestuarios, al fondo, de pie, en una franja de luz amarilla. Lo que existía entre nosotros era una especie de interdependencia. Amor, también, pero en un perpetuo malentendido —algo nunca más cierto que aquel día, aquella noche.
Ya ha llegado, dije. Las Américas está aquí. La han puesto a rellenar los formularios.
Él asintió con la cabeza, y suspiró profundamente. Ya no solían darse ese tipo de cosas, pero podía habérseles ocurrido mandar a Zoya por donde había venido, y con escarnio, o podían haberle concedido a él media hora con ella en la casa de los guardias, con un cerdo sentado entre los dos limpiándose los dientes con un palillo… Lev tenía la cabeza rapada, estaba despiojado y lo habían rociado a conciencia con la manguera contra incendios. Estaba «botando» ligeramente, como un peso gallo antes de una pelea que espera ganar.
Salimos, escoltados, de la zona, hasta el otro lado de la alambrada, y pisamos la alfombra de flores silvestres, y subimos por el pequeño sendero empinado y los cinco escalones de piedra del anexo, de aquel sueño corpóreo y viable de refinamiento y reposo, con sus cortinas, su pantalla de lámpara, su bandeja del ágape sobre la silla sin respaldo. El termo de vodka, las velas que en aquella noche blanca no habrían de ser estrictamente necesarias. Hasta entonces no había percibido demasiada ansiedad en mi hermano pequeño. Era joven. Estaba en plena forma. Su oído izquierdo estaba muerto, pero ya no lo tenía infectado. Dormía en el nivel de arriba y comía una ración completa más un veinticinco por ciento extra.
Entonces vino el respingo: las uves invertidas en la frente, el rictus implorante. No podía faltar: el miedo al fracaso. Miedo al fracaso, que acaso debería hacer que los hombres se mantuvieran castos, pero que lo que en realidad hacía era volverlos locos.
¿Recuerdas lo que le dije? Esto es un maldito paraíso. Y le dije también: Mira, mándame a tomar por el culo y todo lo que se te ocurra, pero voy a darte un consejo. No esperes mucho. Ella no espera mucho. Así que no esperes mucho tú tampoco.
—No creo que yo esté esperando mucho.
Nos abrazamos. Y mientras estaba saliendo vi el pequeño objeto sobre el alféizar de la ventana: un tubo de ensayo sobre una peana de madera tallada a mano, y una única flor sin tallo: una amorosa flor color borgoña.
Ya te he contado lo de la tarde del 31 de julio.
En el Café del Conde Krzysztov. Tratando de no reírse, el conde me tendió una taza de jugo de estiércol negro y caliente. Tratando de no reírme, me la bebí.
Eh, Krzysztov, le dije. ¿Por qué necesitas todas esas «z» y demás en tu apellido? ¿Por qué no te llamas simplemente Krystov?
—Krystov no —dijo—. ¡Krzysztov!
Había una conferencia sobre Irán a la que no quise ir. Tuve la cita con Tania: su boca con muescas —una especie de cicatriz—, que marcaba el paso del tiempo en lo que un día había sido su cara. Tenía veinticuatro años. Llegó la medianoche, la medianoche pasó.
Hacerse pasar por un hombre razonable: agotador. Hacerse pasar por un hombre razonablemente bueno: agotador, también. Tendría que haber dormido, por supuesto. Pero ¿cómo iba a dormir? Acababa de ver a una mujer que parecía una mujer: Zoya, de costado, con todo el cuerpo en movimiento bajo el vestido de algodón blanco, con una mano levantada para mantener en equilibrio la gabardina que se había echado al hombro, y la otra balanceando un bolso de paja atiborrado de cosas, el trasero brasileño, los pechos californianos, y todo ello en síncopa, a contratiempo, mientras bajaba por el sendero hacia la Casa de los Encuentros, donde esperaba Lev.
Alrededor de mí, en la oscuridad, los presos daban cuenta de una comida de ensueño; la engullían, la devoraban. Conocía aquel sueño, todos conocíamos aquel sueño, lleno de hogazas de pan de color de miel o de mostaza que pasaban flotando ante nuestros ojos para convertírsenos luego en niebla en las manos, en los labios, en la lengua…
Yo tenía algo distinto en la boca. Me había pasado la noche caminando y arrastrándome por un paisaje de grava, un desierto donde cada grano de arena, en un momento u otro, acababa entre mis dientes.
Cuando lo volví a ver, más allá de la barrera del perímetro, juro por Dios que pensé que se había quedado ciego durante la noche. Lo llevaban agarrado del brazo, o tirándole de la manga. Luego el cerdo se limitó a empujarlo hasta el interior del patio. Lev dio un giro completo sobre sí mismo, se tambaleó, recuperó el equilibrio, y al final echó a andar hacia delante.
Recordaba su llegada en febrero de 1948, cuando salió a tientas del cobertizo de descontaminación y se adentró paso a paso en la oscuridad… Pero no despacio, porque ya sabía que eran siempre grandes distancias las que había que atravesar. Sin embargo ahora se movía despacio. Ahora parecía con ceguera nocturna al mediodía. Al acercarse pude ver que todo era más sencillo: lo que estaba haciendo era mostrar su desinterés por todo lo que no tuviera a medio palmo de la cara. Sus ojos se hallaban más bien vueltos hacia dentro, donde llevaban a cabo la labor de merma, de demolición interna. Lev pasó por mi lado. Tenía las mandíbulas ocupadas, como si estuviera chupando con afán una pastilla o un dulce. ¿Algún caramelo de regalo, quizá, que al despedirse le había metido en la boca Zoya? Me respondí que no. Me respondí que estaba tratando de librarse con saliva de un sabor nuevo que le había quedado en la boca.
Por supuesto, no tenía ni la menor idea de lo que había pasado entre ellos. Pero lo sentía gravitando sobre mí de un modo que durante un tiempo siguió antojándoseme tangencial y perverso, y misteriosamente impersonal. Y todo pasó sin apenas un lamento —así se desvaneció toda mi esperanza social—. Más específicamente, abandoné la creencia, allí y entonces, de que la sociedad humana pudiera arribar a algo siquiera un poco mejor de todo lo que había venido siendo hasta entonces. Sé que debes de pensar que esa fe mía se estaba esfumando con una lentitud desazonadora. Pero yo era joven. Y durante dos meses en la primavera y el verano de 1953, había conocido —incluso aquí— la utopía, y paladeado la sublimidad y el amor.
Durante setenta y dos horas estuvo tendido boca abajo en su camastro. Ni los guardias intentaron que se moviera. Pero aquello no podía durar. La tercera mañana esperé a que el barracón quedara vacío y me acerqué. Permanecí de pie sobre su cuerpo acurrucado. Entre susurros y murmullos, le froté los hombros hasta que abrió los ojos. Dije:
Hoy al trabajo, hermano. Hoy tienes que comer.
Y lo despegué de las tablas, y lo ayudé a bajar.
Escucha, dije. No puedes seguir sin hablar toda la vida. ¿Qué es lo peor que podría suceder? De acuerdo. Va a dejarte.
Su mejilla se alzó de pronto y me encontré mirando sus narinas. No creo que Lev se diera cuenta hasta aquel momento. Volvía a tartamudear.
—¿Dejarme? —acertó a decir al fin. Y continuó, trabajosamente—: No. Quiere que nos volvamos a casar. Como es debido. Me dijo que me seguiría a cualquier parte. «Como un perro.»
Entonces todo está claro, dije. No pudiste hacerlo. Nadie puede. Aquí nadie puede. ¿Sabes? En toda la historia de la Casa de los Encuentros, no creo que nadie haya podido follar ni una sola vez…
—Yo pude. Todo fue bien.
Cuéntame, entonces.
—Te lo diré antes de morir. —Le costó mucho tiempo articularlo—. He cruzado la línea —dijo, debatiéndose, oponiéndose a ello con todas sus fuerzas— de la segunda mitad de mi vida.
Lo único que se podía hacer por él era ayudarlo con las normas y las raciones. Pero no quería comer. Lo intentaba una y otra vez, pero no podía hacerlo. Apartaba la cara. Bebía agua, y a veces conseguía tomarse el té. Pero nada sólido pasó por sus labios hasta septiembre. Nadie bromeaba ni sonreía ni decía nada. Sus tentativas de trabajar, de comer, de conversar… las respetaban en silencio todos los presos.
Por otra parte, yo también había pasado ya a la otra mitad de mi vida: la mejor mitad. Él había cruzado la línea y yo también. Los dos la habíamos cruzado.
Para entonces el campo estaba desapareciendo a nuestro alrededor. Todo se venía abajo, y los internos no eran sino meros engorros —siempre estábamos en medio, estorbando—. En cuanto la libertad se vislumbró en el horizonte, me acogí a la inactividad. Lev, gradualmente, volvió a su anterior régimen: los brincos en aspa, la cuerda de saltar; volvió a boxear, pero de forma reacia y con el aire somnoliento de quien se ve instado a pelear por el título de un peso muy superior al suyo. Fuimos casi los últimos en abandonar el campo. Estaban prácticamente arrancando las vigas del techo, en lo alto de nuestras cabezas. Y cuando ya no quedaba presidio alguno, dejaron que los presidiarios se fueran de él. Y Lev se fue antes que yo.
Tuve que esperar tres semanas para que me estamparan el sello. Pero nada me daba miedo ni me preocupaba —ni me molestaba siquiera—. No me importaba nada: ni que no apareciera mi Certificado de Rehabilitación, ni el cupón de ferrocarril de «prioridad baja», ni la «ración de viaje» de pan. Ni siquiera me importaba la estación de tren de Predposilov —a primera vista un lugar imposible, con decenas de personas peleando por cada asiento—. Me arremangué y ocupé mi sitio en la cola.
Veinticuatro horas después, con sangre apelmazada en mejillas y nudillos, cuando estaba ocupando mi rinconcito junto a la ventanilla del vagón, me volví para ver la cara que se apretaba contra el cristal. Me puse de pie encima del banco y grité a través de la abertura:
¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Desde el primer día. Quiero volver.
Pues claro que quieres volver.
—Allí no. —Movió la cabeza hacia el otro lado—. Allí.
Así que otra pelea, otro abrirme paso a través de miembros y torsos ya inamoviblemente encajados en sus huecos, y de nuevo hacia atrás, y de nuevo hacia delante, a medida que hacía que Lev ocupara mi sitio.
No pasa nada, no pasa nada, gritaba yo mecánicamente. No pasa nada… Es pequeño. Abulta menos que yo. Es pequeño. No pasa nada, no pasa nada…