Los cerdos.
Eran todos semianalfabetos, pero hasta yo podía recordar las postrimerías de un tiempo en el que los cerdos eran tan diversos en lo humano como los propios presos —ora crueles, ora amables, ora indiferentes—. Teníamos otras cosas en común. Estaban casi tan helados, famélicos, sucios, enfermos, esclavizados y aterrorizados como nosotros. Pero ya habían evolucionado. Ahora eran de segunda generación: cerdos, e hijos de cerdos. Y lo que estábamos viendo era el nacimiento de unos seres humanos de nuevo tipo. Y uno de ellos era el camarada Uglik.
Yo fui la sombra de mi hermano a lo largo de los años, y di algunas palizas discretas en su nombre. Pero nada pude hacer en el caso de Uglik. Lev tuvo mala suerte, eso es todo.
Le pregunté: ¿Por qué lloras?
Eran las primeras palabras que le dirigía en diez u once meses. En aquella época (enero de 1953) el estatus de Lev en el campo era parejo al de los comemierda —e incluso más bajo, durante un tiempo, porque a los comemierda simplemente se les tenía lástima, y se les ignoraba, mientras que Lev estaba condenado al ostracismo—. Ahora había gente que lo respetaba un poco más. Lo cual tenía algo que ver con su tamaño y figura: pequeña y encorvada, de hombros caídos bajo una cara arrugada, siempre sola, distante, antagónica. Un tipo sin barbilla, por supuesto, pero todo él tan desafiante como un enano de quijada exigua que plantara cara a todo el mundo en una calle urbana. No es que cruzara la línea de un piquete ni se apartara de una sentada ni nada parecido. Su oposición era moral y pasiva y silenciosa. No participaba del espíritu del entorno. No quería entrar en el redil. Lev tenía entonces veinticuatro años.
Le pregunté: ¿Por qué lloras?
Se estremeció, como si mi voz —que le había dejado de ser familiar— entrañase alguna dureza contra él. O quizá entrevió la impía mixtura de motivos que se escondían tras mi pregunta… De todas las libertades conseguidas en el curso de los dieciocho meses anteriores, la que más me importaba a mí —había caído en la cuenta— era que me hubiera podido quitar el número de la espalda. La que más le importaba a Lev, sin embargo, era el derecho a la correspondencia. Su derecho: no el de nadie más. Luchó por él en solitario, y lo logró para él solo; y también por esto le daban de lado. Ahora estaba sentado en el tocón de un tronco, en el bosquecillo de detrás de la enfermería, con la primera carta de Zoya en una mano y la cara sollozante sobre la otra. Si me preguntaran si albergaba la esperanza de que todo hubiera acabado entre ellos, la respuesta —bajo los efectos de la droga de la verdad— habría sido algo como: Bueno, eso sería un comienzo. Y espero que ella no se haya andando con lindezas. Porque eso tampoco creo que me hiciera ningún bien.
—Estoy llorando… —Agachó la cabeza, y se quedó absorto en la tarea de meter las hojas de papel de seda en su faltriquera arrugada; pero cada vez que estaba a punto de lograrlo tenía que levantar un dedo para quitarse el picor de la nariz—. Estoy llorando —dijo—, porque estoy tan sucio…
Me quedé callado unos segundos. Dije: ¿Y todo lo demás está bien?
—Sí. No. En la libertad se habla de Birobidzhán. Están construyendo barracones en Birobidzhán.
Birobidzhán era una región de la frontera nororiental de China (en su mayor parte —y con muy buen juicio— deshabitada), y desde la década de los años treinta se hablaba de reasentar en ella a los judíos.
—Están levantando barracones para ellos en Birobidzhán. Janusz cree que van a colgar a los médicos judíos en la Plaza Roja. El país está histérico con eso, la prensa… Y los judíos tendrán que apechugar con lo que les viene e irse a Birobidzhán. Ahora, si me disculpas… No me llevará más que un minuto.
Y durante un minuto lloró. Lloró de un modo musical. Lloraba —dijo— porque estaba tan sucio… Le creí. Estar tan sucio te hacía llorar más a menudo que tener tanto frío o pasar tanta hambre. Y ya no teníamos tanto frío ni tanta hambre —ya no—. Pero estábamos tan sucios. Teníamos las ropas tiesas, casi como si fueran de madera, de corteza, y llenas de mugre. Y, debajo de esa madera, cochinillas y carcomas.
—Ah, mucho mejor. Me asombra cómo las mujeres están tan limpias —continuó, como hablando consigo mismo—. Quizá se lamen, como los gatos. Y nosotros somos como perros que se revuelcan en la mierda. Bueno —dijo, volviéndose hacia mí—, tengo un dilema. Tal vez puedas ayudarme a resolverlo.
Fijó los ojos en mí y sonrió —sus bonitos dientes…—. Me di cuenta de que seguía dándome miedo aquella sonrisa.
—Este sitio —dijo— no es bueno. No puedo quedarme aquí. Me voy. Se acabó. Esto no es bueno. Aquí todo el mundo va a morir.
Dije: Viene un tiempo en el que tendrás que…
—Oh, no me vengas a mí con eso… Todo el mundo me viene con eso aquí en el campo. La cuestión es que se me necesita urgentemente fuera, libre. Para proteger a mi mujer. Así que… Tengo dos opciones. Puedo fugarme.
¿Adónde? ¿A Birobidzhán?
—Puedo fugarme. O puedo hacerme informador.
Dije: Hoy vamos a las duchas.
—Venga, tómame en serio. Piénsalo bien. Piénsalo bien. Si me hago informador, es posible que me indulten. Tal como están las cosas. Ya sabes, darles una lista de todos los cabecillas de las huelgas. Podría intentarlo. Y tú, entonces, podrías matarme. ¿Y sabes lo que conseguirías si me mataras? —Cerró los ojos y movió la cabeza de arriba abajo, y volvió a abrirlos—. Que se te pusiera dura.
Dije: Hoy vamos a las duchas.
Miró al suelo, y dijo:
—Esa es otra razón para llorar.
Siempre íbamos juntos a las duchas. Incluso cuando no nos hablábamos ni nos mirábamos a los ojos. Y para ducharse había turnos. Seguro que piensas que a las duchas quería ir todo el mundo, pero muchos hombres se exponían a una paliza con tal de librarse de la ducha (o de posponerla, al menos). Ninguna de nuestras innúmeras acciones de agitación tuvo el menor efecto en las duchas. Era bastante posible, por ejemplo, salir aún más sucio de lo que habías entrado. Y una de las razones de ello era institucional o sistémica: la falta de jabón. No faltaba siempre el agua, pero parece ser que siempre faltaba el jabón. Incluso en una fecha tan tardía como 1991, los mineros del carbón fueron a la huelga por el jabón. Jamás ha habido jabón en la Unión Soviética.
Estábamos en fila india bajo el aguanieve. Luego, de pronto, estábamos un centenar de nosotros en un vestuario en el que había apenas doce colgadores. Y de repente hubo jabón: pequeños glóbulos negros, que nos fueron repartiendo de un cubo. En este punto, todo lo que llevábamos encima menos el abrigo lo echábamos en un montón (luego nos redistribuirían la ropa de forma aleatoria), y como nos duchábamos por turnos podríamos vigilar nuestros bienes más preciados: un trapo extra para los pies, una cuchara de más… Lev entró primero, con su cazo de agua templada. Miré mi glóbulo negro. Me lo llevé a la nariz. Olía como si en su creación hubiera sido transgredida alguna sacrosanta ley física.
Y fue entonces cuando me di cuenta de que, en el bolsillo del pesado fardo que sostenía en los brazos (la ropa de Lev), estaba la carta… Después de cuatro años de guerra y casi siete de campo, mi integridad —pensarían quizá algunos— había soportado cierta tensión. Violador sólo en tiempo de guerra (o eso parecía entonces), ejecutor a sangre fría (aunque también tumefacto), pretendía —siempre que pensaba en ello— volver a ser la clase de hombre que había sido en 1941. Y ahora, por supuesto, lloro al pensar que creí que tal cosa era posible. La clase de hombre que llamó la atención de un librero sobre el hecho de que le había cobrado de menos; la clase de hombre que cedía el asiento a los ancianos y a los enfermos; la clase de hombre que jamás leería primero la última página de una novela, sino que llegaría a ella por medios honrados; y así sucesivamente. Pero allí estaba la carta de Zoya, y la cogí.
Existen razones utilitarias y egoístas para portarse bien, descubrimos al cabo. Pasé muy malos tiempos en el campo, no hay duda, pero aquellos cinco minutos, bajo los vahos parduzcos de las duchas, me engendraron medio siglo de dolor… Las noticias familiares (la mala salud de su madre, su mejora), su nuevo trabajo en la fábrica textil de Kazán, la idea de una «patria» en el este, las ardientes y repetitivas declaraciones de amor…, todo esto lo ventiló en el primer párrafo. El resto —cuatro caras densas— era, por supuesto, de estilo esópico. Y la fábula se desarrollaba en tres fases: Zoya describía la disposición de un florero, y luego la preparación e ingestión de una comilona. La traducción era sencilla: una toilette maratoniana (con mucha pose y mucho acicalamiento), una saturnal de juegos preliminares y una misa negra de copulación contorsionista. Hasta su letra —pese a ser diminuta— parecía absolutamente indecente, libertina…, entregada a la impudicia.
Lev salió y yo entré.
Las visitas conyugales, en la Casa de los Encuentros, no habían empezado todavía. Para la de él aún faltaban tres años y medio.
La brigada de Lev, aquella mañana (14 de febrero de 1953), recibió nuevas asignaciones y nuevo equipo, y empezó su jornada más tarde que de costumbre. Los cerdos, al verlos cruzar el sector central, detuvieron la columna. Y uno de ellos dijo:
—Tenemos un visitante distinguido, caballeros. Les presento al camarada Uglik.
¿Uglik? Si le quitabas el uniforme (y las botas de montar y el pañuelo de cuello), parecía más un urka que un cerdo. Y los urkas —he de decir— estaban llenos de vitalidad física. A veces te sorprendías pensando que si la vida humana acababa de todas formas a los veinticinco años, resultaba harto recomendable ser un urka. Mientras que, en el caso de los cerdos, el único atisbo de humedad y movilidad en sus grises y herméticas caras era el vago vaho de retrete que despedían cuando se les hostigaba para que despertasen. Uglik sólo estuvo una semana entre nosotros, y de forma activa durante apenas un día y una noche. Pero jamás lo olvidó nadie.
Tenía la cara tersa y de una sensual tonalidad rosada, con labios carnosos y húmedos y un tanto prominentes. Sus ojos eran decididamente flamígeros. Si mirabas aquellos ojos, sentías no sólo miedo sino también ese tipo de depresión que normalmente tarda una semana en gestarse. Eran unos ojos de un vigor apabullante. Uglik, creo, venía del futuro. Hasta entonces, el guardia estándar del Gulag era producto de esos residuos adormecidos que suelen encontrarse en toda sociedad: sádicos y subnormales (y los onanistas más pálidos, fríos y húmedos), que tenían en sus manos un poder enorme; y en sus mejores momentos, en sus momentos de claridad y franqueza, todos ellos se daban cuenta de eso. Por eso preferían con mucho torturar a un cosmólogo o a un bailarín de ballet que a un violador o a un asesino. Querían a alguien bueno. Criado como un cerdo, y por un cerdo, Uglik era diferente. Nunca se sintió subnormal. Y saberse libre de una vergüenza consciente le había facultado para desenvolverse como un extrovertido. Por otra parte, era alcohólico. Y eso explicaba por qué estaba allí, degradado como castigo a toda una serie de escándalos en varios campos de Asia central meridional. Nos estaban mandando a su gente sin remedio. En aquel momento, a Uglik le quedaban dos meses de vida.
—Les presento al camarada Uglik.
Los guardias detuvieron a la cuadrilla de trabajo (la brigada de Lev), y pidieron al camarada Uglik que la inspeccionara. Él fue pasando de espantajo en espantajo, airoso, flexionando las rodillas y con una sonrisa cortés, como si —contaría Lev— estuviera eligiendo pareja para un baile. Que era lo que de hecho hacía. Y quería que ésta fuera joven y fuerte, porque quería que el baile durase mucho tiempo. Al final se decidió por uno de los hombres (Rovno, el ucraniano grande y corpulento), y dictaminó la infracción: tocado no reglamentario. Entonces Uglik se enfundó los dedos alzados en un par de guantes de cuero negro.
Normalmente, un cerdo te pegaba más o menos según un método, como alguien que cortara con un hacha el tronco de un árbol. Uglik, como es lógico, intentó montar un espectáculo, y lo logró, con numerosas fintas y giros, y vueltas y paseíllos de nalgas prietas de torero —pequeñas pausas para el aplauso tácito—. No estaba muy gordo ni muy manchado —a aquella hora, en efecto, aún no respiraba pesadamente ni sudaba demasiado, aún no estaba muy borracho—. La cosa se le torció a Lev cuando alguien, muy cerca de él, gritó una sola palabra, que, dadas las circunstancias, resultó ser la peor de todas. La palabra fue «maricón». La cabeza de Uglik se volvió hacia él —contó Lev— como una veleta girada por el viento. Uglik se acercó al grupo, y eligió a mi hermano (supongo que porque aquella vez le apetecía alguien pequeño). Un doble golpe en las orejas, con las palmas bien abiertas. Todos los que estuvieron allí recuerdan una sacudida seca, con eco, pero Lev recuerda una detonación.
Éste no fue el último logro de Uglik en el breve tiempo que estuvo entre nosotros. A última hora de la tarde visitó el barracón de las mujeres. También allí se aplicó lo suyo: no violó a ninguna; se limitó a atizarles. Y, por último, ya de vuelta a la oficina de los guardias, logró caer a plomo y perder el conocimiento bajo el soportal de madera de la fábrica de juguetes. Uglik estuvo cinco horas a la intemperie, con una temperatura de cuarenta grados bajo cero. Llevaba puestos los guantes.
Rovno, el gigante labriego, se recuperó pronto. En cuanto a Lev… Aquella noche en el barracón, echado boca arriba en el catre, tenía dos «gusanos» de flema sanguinolenta saliéndole de ambos lados de la cabeza. A su alrededor no hacía más que hablarse de cómo y cuándo iban a desquitarse, pero Lev era Lev, incluso entonces.
—Es una provocación —repetía—. Uglik es una provocación. —Y algunos hombres, en esta ocasión, le hacían caso—: No reaccionéis ante esto. No reaccionéis. —Luego levantó la cabeza hacia mí y se quedó mirándome, y de pronto dijo—: ¿Alguno de vosotros oye mi voz?
¿Oír tu voz?, dije.
—Sí, oír mi voz. Porque yo no la oigo. Sólo puedo oírla desde dentro.
Tres días después tuvimos la oportunidad de estudiar durante una hora entera a Uglik. E incluso en nuestro mundo, Venus, incluso en nuestro mundo de hermanos siameses y tritones y mujeres barbudas, era algo digno de verse.
Estábamos en la carpintería, un recinto eternamente sin sol bajo la sombra de su alero largo, y teníamos una vista clara del porche de la enfermería, donde Uglik estaba sentado en una mecedora, tapado con una colcha, con sobretodo y botas. No llevaba puestos los guantes. En silencio, nos congregamos en torno a la ventana. Lo que Uglik estaba a punto de hacer —no había duda— era fumarse un cigarrillo, algo que ya no le resultaba tan fácil como podría parecer. Janusz le puso el cigarrillo en la boca, y se lo encendió, y se retiró a sus cosas.
Y allí estábamos nosotros, seis o siete hombres, junto a la ventana, con las herramientas en la mano. Nadie se movió… Uglik parecía chupar el cigarrillo sin gran dificultad, pero de tanto en tanto levantaba primero una muñeca y luego la otra, ambas vendadas, para llevársela a la boca antes de percatarse una y otra vez de que no tenía manos. Al final, después de escupir la colilla por encima de la baranda, se le ocurrió, al cabo de un rato, que no tardaría mucho en querer fumarse otro. Se las arregló para tirar el paquete al suelo, y empezó a darle con el pie de un lado para otro; se puso de rodillas, y trató de utilizar los antebrazos truncados a modo de palancas y pinzas; luego se echó boca abajo y, como un hombre que tratara de poseer el suelo de madera, de penetrarlo, de besarlo, se contorsionó y refrotó contra él hasta que consiguió aprehender un cigarrillo entre los labios ávidos.
Y había más cosas, claro está. A saber: ver cómo un cerdo se equivoca en el recuento de presos, o en un mero recuento de cuencos o cucharas; ver cómo se detiene, frunce el ceño y vuelve a empezar… es como volver por espacio de un instante a la escuela, cuando contemplabas lo absurdo, lo (secretamente) ilegítimo de la autoridad adulta. Te entraban ganas de echarte a reír. Pero eso era en la libertad. En trabajos forzados era diferente. Así que seguimos allí de pie, en la ventana de la carpintería. Nadie se rió. Nadie dijo nada, nadie se movió.
Con grandes muestras de satisfacción Uglik volvió a la mecedora, con la cabeza echada hacia atrás: el cigarrillo enhiesto parecía un flautín dispuesto a entonar con sus trinos las alabanzas de Uglik. Se dio unos golpecitos en los bolsillos y oyó (sin duda) la sonaja amigable de la caja de cerillas. Y trató de cogerla con un muñón. Se hizo un paréntesis insoportable de quietud perfecta, al cabo del cual Uglik llamó a Janusz con gritos desgarrados.
—No sabía —le oímos decir, en tono de querer pegar la hebra (y lo dijo más de una vez)—, no tenía ni idea de que hiciera tanto frío aquí en el Ártico.
Y cuando Janusz se disponía a volver al interior de la enfermería, Uglik, con gesto brusco, le ofreció fugazmente una mano derecha inexistente.
Ya ves, Uglik tenía algo más en mente: un miedo mortal. Sus actividades en el barracón de las mujeres —aquella noche primera— había dado lugar a una denuncia, una manifestación y, por último, una huelga. Convenía tomar nota. Y al final todo se fue sumando para perder a Uglik —sí, fue un destino ciertamente duro el del camarada Uglik.
Nos contaron la historia entera aquella primavera (un grupo al que trasladaron de Kolima). Llamado a Moscú, Uglik fue juzgado y sentenciado con escarnio a un año en las minas de oro del más remoto noreste. Incapaz de encontrar oro alguno, no ganaba para su sustento, por lo que se convirtió casi instantáneamente en un comemierda, y —encima, y por fuerza— en un comemierda a cuatro patas. Murió de hambre y demencia en menos de un mes. El haber sabido de antemano su sino no hubiera aliviado nuestros pensamientos y sentimientos cuando estábamos allí de pie mirando por la ventana de la carpintería.
Estaba en la naturaleza de la vida del campo el que uno sufriera incluso por Uglik —por Uglik, con Uglik…—. Y también Lev, en cuya cabeza había un continuo gong interno y cuyo oído izquierdo infectado ahora le burbujeaba por el peróxido que le había puesto Janusz y cuyos ondulantes giróscopos internos le producían vértigo y náuseas. Seguimos mirando, todos nosotros, con horror séptico. No era únicamente la pavorosa simetría de sus heridas (como si hubiera sido el resultado de un bárbaro castigo). No. Uglik nos estaba mostrando cómo eran realmente las cosas. Aquel hombre era nuestro amo: un hombre al que el terror lo volvía tan estúpido que no hacía más que olvidarse de que no tenía manos.
Miré a Lev. Y entonces, creo, a mi hermano y a mí nos vino a la cabeza una sospecha de lo que aquello podía significar en un nivel más profundo. Se me antojó una sospecha inconcebible, y la deseché con un estremecimiento. Pero ya había oído su susurro, que decía… que los Ugliks, y los hijos de los Ugliks, y la realidad que los producían: todo ello pasaría. Y había, además, otra cosa; algo que jamás pasaría, y que no había hecho más que empezar.
Uglik escupió la colilla de su segundo cigarrillo, se limpió la nariz en un muñón y, empujando la puerta con los hombros, entró en la enfermería.
El 5 de marzo se nos congregó en el patio y se nos comunicó la muerte del gran líder de los seres humanos libres de todas latitudes. Se hizo un silencio en todo el sector central, un silencio de una naturaleza extraña: me recuerdo escuchando los ruidos subterráneos de mis contactos y cables sinusales. El silencio del vacío. En el campo, durante cinco o seis años (como mínimo) había circulado con intensidad el rumor —un rumor renovado a diario, o incluso hora a hora— de que Iósif Vissariónovich se hallaba cada vez más cerca de las puertas de la muerte. Y lo que ahora teníamos era un vacío. Ahora él no estaba en ninguna parte. Cuando antes estaba en todas.
Desde aquel día se abrió ante nosotros un rumbo de confrontación. No hubo amnistías (no para los políticos), se daban provocaciones más frecuentes y oprobiosas (más Ugliks), los hombres se impacientaban de forma más incontrolable cada día… Todos menos Lev. Así que nos amotinamos. Y los cerdos no pudieron contenernos. Y la cosa terminó el 4 de agosto, con tropas de la Cheka y coches de bomberos y camiones blindados armados con ametralladoras.
Tenemos un rato, dije. Tenemos un rato, tú y yo. Y vas a tener que salir a estar aquí conmigo.
Lev estaba solo en el barracón. Sentado a la mesa, junto a la estufa (apagada durante el mes de verano), con las manos juntas delante de él, como un juez.
—Ah, Espartaco —dijo—. Dios, ¿qué ha sido eso? ¿Una barricada?
Estaban ocupándose de toda la zona, sector por sector. El sonido de los gritos, de los alaridos, de los disparos, y la demolición de los muros iba y venía con el viento caliente.
Dije: Las mujeres están ahí fuera. Todo el que puede andar está ahí fuera, en fila india. Cogidos del brazo. No hay otra opción. Cuando esto acabe, ¿crees que los hombres van a poder soportar verte?
—Mmm…, las mujeres. No sé si quedarán hombres cuando termine esto. No me extrañaría nada que mataran también a los cerdos. Échate un pitillo, hermano. Sí, venga, un pitillo contemplativo…
Hablaba con una voz nueva, con una nueva entonación: precisa, casi legalista, y ligeramente ida. La voz de un solitario.
—¿Sabes? —dijo—. Las masacres quieren suceder. No son neutrales. Acuérdate de aquel recuento de fascistas en el patio, en el año… ¿50? Cuando se vino abajo por el sobrepeso la torre de vigilancia. Fue gracioso, ¿no crees? Cómo cayó…, como un ascensor al que le cortan el cable. Pero cuando oímos cómo montaban todos aquellos fusiles… Y todo el mundo con la risa dentro del pecho, un volcán de risa. Una sola risita y la habríamos armado. La masacre de los hombres que se reían a carcajadas. En ese momento supe que las masacres quieren suceder. Las masacres quieren que haya masacres.
Bien, pues será mejor que tú también quieras que haya una. Y una sonada.
—Sí, ya me han amenazado. Es como una unidad de bloqueo en el ejército, ¿no te parece? Posible muerte con honores en primera línea de combate. O una muerte segura con ignominia en la retaguardia. Fuma. He estado cantando esa canción: «Fumemos».
Y hay otras razones, dije. Si te quedas aquí sentado en el banco, vas a sentirte una mierda durante el resto de tu vida.
—Bueno, pues entonces no me sentiré una mierda mucho tiempo, ¿no? He estado escuchando la radio con Janusz. Las cosas están mejor en la libertad ahora. Han indultado a todos los Doctores. «La gripe»… se ha muerto con él. Zoya no está en Birobidzhán. Volverá a Moscú. A su ático. El futuro tiene un aspecto estupendo.
No volverás a escribir otro poema. Y no volverás a follar con tu mujer.
—… Al final me has convencido, hermano. Puedo salir ahí fuera y subirme a una caja y decirles que no hagan caso a las provocaciones, y que se vuelvan a sus jodidos barracones a esperar. O puedo salir ahí fuera y quedarme de pie, quieto. Sabes que van a matar a todos los líderes. Es diez veces más probable que te maten a ti que a mí. No me había dado cuenta hasta ahora —dijo— de lo romántico que eras…
Creo que, provocada o no provocada, la Rebelión de Norlag fue algo de una heroica belleza. Nadie me convencerá de lo contrario. Estábamos dispuestos a morir. He conocido la guerra, y no fue como la guerra. Déjame explicártelo. Estás confundida, querida mía, mi preciosa, si piensas que en las horas previas a la batalla los hombres están llenos de odio. Ésa es la ironía y la tragedia del asunto. El sol se alza sobre la planicie donde los ejércitos se miran cara a cara. Y el corazón de cada hombre está lleno de amor: de amor por su propia vida, por toda vida, por cualquier vida. Amor, no odio. Y no puedes encontrar realmente el odio —que es lo que necesitas hacer— hasta que das el primer paso en el interior de la vorágine de hierro. El 4 de agosto el amor aún estaba allí, incluso al acabar el día. Era…, era como Dios. Y no un Dios ruso. Era magnífico, el modo en que estábamos allí en fila cogidos del brazo. Todos, las mujeres, Lev, todo el mundo, hasta los comemierda, todos allí de pie cogiéndose del brazo.
Dos días después yo estaba en un campo de filtración en la tundra, para recibir otra sentencia o ser ejecutado. A Semyon y a Johnreed los habían acribillado a tiros cuando los aviones llegaron de Moscú. Beria había caído en desgracia. El hombre designado para prenderlo fue mi mariscal, Georgi Zhukov. Me encanta que así fuera. Lavrenti Beria, el brillante pervertido, alzó la mirada de su escritorio y vio a su némesis: el hombre que ganó la Segunda Guerra Mundial. A mí me trasladaron absurdamente a Krasnoyarsk, y la primavera siguiente me subieron a una barcaza que me llevó de vuelta Yenisei arriba. Cuando volví, a un lado del monte Schweinsteiger estaban acondicionando un viejo barracón que habría de hacer de Casa de los Encuentros.
El 5 de agosto de 1953, después de veintiocho horas de operaciones de urgencias, Janusz se miró en el espejo: pensó que se había puesto la gorra con un poco de talco dentro. El pelo se le había vuelto blanco.
Por esa misma época, en otro acontecimiento familiar relacionado con la muerte de Iósif Vissarionovich, a Vadim, mi medio hermano y fraternal gemelo de Lev, lo mataron a palos mientras reprimía las huelgas y revueltas de Berlín Este.