—Lo que me preocupa —dijo (medio año después)— es en qué condiciones voy a estar cuando salga, si salgo. No me refiero sólo a lo delgado o lo enfermo que pueda estar. O lo viejo. Me refiero a aquí arriba. En la cabeza. ¿Sabes en qué creo que me estoy convirtiendo?
En un idiota.
—Exacto. Bien. Así que no soy yo sólo…
Nos pasa a todos.
—Qué mal, entonces. Porque seguramente significa que es cierto. Mis pensamientos… ya no son pensamientos. Son impulsos. Todo muy en el orden de «frío, caliente». Sopa fría, sopa caliente. ¿De qué voy a hablar con mi mujer? Todo lo que se me ocurre es sopa fría, sopa caliente.
Tendrías que hablar con ella como estás hablando conmigo.
—Pero es tan agotador hablar contigo. Ya sabes a lo que me refiero. Dios. Imagínate que no estamos aquí. Juntos, quiero decir.
El atardecer era cálido y luminoso, y estábamos fumando sentados en las escaleras de la fábrica de juguetes. Sí, la fábrica de juguetes, porque la economía del campo era tan variada como la economía del Estado. Producíamos de todo, desde uranio a cucharillas. Yo, por ejemplo, trabajaba en la producción en masa de unos vulgares conejitos de cuerda con baquetas en las patas delanteras y un pequeño tambor pegado a la cintura.
Dos jóvenes presos pasaron por nuestro lado con paso profesoral, uno con las manos enlazadas a la espalda y el otro haciendo grandes gestos.
—Lo único que me importa, a fin de cuentas —estaba diciendo el segundo hombre—, son las tetas.
—No —decía el otro—. No, las tetas no. El culo.
—… Novatos —dijo Lev.
Me encogí de hombros. Los varones jóvenes, después de su llegada al campo, hablaban de sexo y hasta de deportes durante un par de semanas, luego de sexo y comida, luego de comida y sexo, luego de comida.
Lev bostezó. Su color había mejorado. Había pasado por la enfermería, y Janusz le había puesto una tanda de penicilina suave. Pero tenía los labios y las uñas azules —por el hambre, no por el frío—, y una pigmentación parduzca alrededor de la boca, más intensa que cualquier bronceado. Todos la teníamos: hocico de gran simio.
—Se hace difícil cuando estás cubierto de piojos —dijo—. Pero es bueno pensar en el sexo.
Lamento mucho decir, Venus, que éste era para mí un tema extremadamente delicado. Ya ves, me las había arreglado para convencerme de que los lazos de Lev con Zoya eran en gran medida espirituales. Que eran, de hecho, bastante platónicos. Qué alivio para ella, me decía a mí mismo, después de todas sus vicisitudes amorosas. E incluso experimentaba cierto placer al imaginar el tipo de velada que tendrían juntos normalmente. Quitaban los platos de la cena sencilla, los fregaban por turnos en la pila; Gretel, un poco tímida, se ponía los calcetines gruesos y el camisón de tela basta, y Hansel, en camiseta y calzoncillos largos, suspiraba y le daba un besito en la mejilla, y se volvían cada uno hacia un lado, espalda con espalda, y dejaban escapar sendos gruñidos de complacencia, y se entregaban al merecido sueño… Y mientras Lev yacía en su pequeña muerte, la otra Zoya, el sudoroso súcubo, se levantaba como una niebla y venía a mí.
—Pero no es pensamiento, en realidad, ¿no? Es algo que se parece más a «sopa fría, sopa caliente».
Está la poesía, dije.
—Cierto. Está la poesía. A veces soy capaz de empeñarme en un verso o dos durante medio minuto. Pero enseguida doy un respingo y vuelvo a lo que estaba haciendo.
Le conté lo de la profesora de treinta años del bloque de las mujeres. Se recitaba a sí misma Eugenio Oneguin todos los días.
—¿Todos los días? Ya, pero hay días en que no tienes ganas de leer el…, el jodido Jinete de bronce.
Es cierto. Hay días en que no tienes ganas de leer el…, el jodido Cantar de las huestes de Igor.
—Es cierto. Hay días en que no tienes ganas de leer el…
Y seguimos así otra hora, antes de echar a andar a tientas hacia los barracones.
Luego vinieron los cambios. Pero antes de llegar a ellos es necesario que describa un breve rodeo interno: un golpe de suerte. Sugiero, querida mía, que te aproveches de este interludio o respiro, y que lo utilices, quizá, para tomar nota de mis mejores cualidades. Porque pronto voy a empezar a hacer cosas muy malas.
Nunca llegamos a ver al administrador jefe Kovchenko, pero oíamos hablar de él —de su abrigo de oso polar, de sus botas de piel de foca hasta las ingles…—. De vez en cuando aparecía una nota en el tablón de anuncios, en la que se pedía los servicios de internos músicos, actores, bailarines, atletas para que entretuvieran a sus invitados (colegas administradores jefes o inspectores de la central). Después de su actuación, los artistas recibían una cuba con las sobras. Era fascinante: algunos volvían enfermos de tanta comida, e incluso había quien moría víctima del atracón.
Un día Kovchenko puso una nota firmada en la que pedía «un preso con experiencia en la instalación de “televisores”». Yo nunca había instalado un televisor, pero había destripado uno en el Técnico. Le dije a Lev que me acordaba perfectamente de cómo lo había hecho, y nos presentamos voluntarios. Pasó una semana sin que sucediera nada. Y por fin un día nos llamaron por el nombre, nos alimentaron y asearon y nos montaron en un jeep y nos llevaron a la finca de Kovchenko.
Lev y yo esperamos de pie, escoltados por unos guardias, en lo que hoy describiría como un pabellón, una especie de glorieta octogonal, con calefacción, banco de trabajo y herramientas. Entró Kovchenko, enjuto y extrañamente profesoral con sus pantalones de montar y su chaqueta de tweed. Empujaron con solemnidad hasta el interior del recinto un cajón de metal provisto de ruedas, y dos hombres, que parecían jardineros, empezaron a desembalarlo. «Caballeros», dijo Kovchenko, respirando honda y ruidosamente, «prepárense para contemplar el futuro.»
Levantaron la tapa y miramos dentro, y vimos un amasijo de válvulas y cables y tubos.
Así que empezamos a ir al pabellón todos los días. Día tras día salíamos del aliento espeso del campo y entrábamos en un mundo de temperatura ambiente, ventanales, comida abundante, café, cigarrillos americanos y fascinación continua.
Al cabo de dos meses logramos ensamblar algo parecido a un pez abisal especialmente poco agraciado, amén de —en el porche trasero, al aire libre— una torreta de antenas. Lo único que llegamos a conseguir en pantalla fueron fugaces representaciones de la temperatura exterior: ventiscas nocturnas, aguanieve oblicuo contra un vacío negro carbón. Una vez, en presencia del jefe, captamos lo que podía o no ser una carta de ajuste, lo que complació mucho a Kovchenko, cuyas expectativas ya no eran demasiado elevadas. El aparato fue trasladado a la casa principal. Más tarde oiríamos que fue colocado sobre un pedestal en el vestíbulo, para exhibirlo como una pieza de metalistería antigua o una escultura brutalista.
También nosotros habíamos querido contemplar el futuro. Ahora retornábamos al pasado, a los mecanismos de cojinetes, de hecho, en los que apenas «entrabas en sintonía» cada cinco segundos y pensabas «sopa fría, sopa caliente». Por aquella época llegué a la convicción de que el aburrimiento era el segundo pilar del sistema (el primero era el terror). En la escuela, Venus, nos enseñó gente dispuesta a mentir a los niños a cambio de un medio de subsistencia; estabas allí sentado recibiendo información que sabías que era falsa (ni la escuela de mi madre era distinta). Más tarde descubrías que todos los temas interesantes eran controvertidos e imposibles y nadie se atrevía a estudiarlos. El discurso público era tedioso, los periódicos y la radio no eran más que ese runrún que viene de la habitación de al lado, y los mítines eran soporíferos, y toda conversación fuera de la familia era mortalmente aburrida, porque nadie podía decir lo que le habría salido espontáneamente. La burocracia era aburrida. Hacer cola era aburrido. El sitio más estimulante de Rusia era la prisión de Butirka, en Moscú. Entiendo por qué necesitaban el terror, pero ¿por qué necesitaban el aburrimiento?
Ésa era la gran zona. Ésta era la pequeña zona, el otro extremo, el del trabajo esclavo. En libertad, todo ciudadano que no perteneciera a la nomenklatura conocía el hambre perpetua —las contracciones y sorbetones involuntarios del esófago—. En el campo, el hambre te daba patadas parecidas —imagino— a las del feto en el vientre de la madre. Y pasaba lo mismo con el aburrimiento. Y el aburrimiento, a estas alturas, ha perdido toda asociación con la mera lasitud e insipidez. El aburrimiento ya no es la ausencia de emoción; es en sí mismo una emoción, y una emoción violenta. Un berrinche mudo de tedio.
Otra cosa, que podía contabilizarse en el lado del haber, era que los dos nos hicimos muy amigos de Janusz, el preso médico. Hacía todo lo que estaba en su mano por nosotros, y sólo con estar cerca de él diez minutos te sentías una pizca menos enfermizo. Alto, ancho, de veinticuatro años, tenía un pelo negro y selvático que le crecía con fuerza anárquica; solíamos decir que cualquier peluquero que tuviera que adentrarse en él pediría un plus de peligrosidad. Janusz era un médico judío íntimamente atrapado en una impostura. No fingía ser cristiano (poco importaba ser una cosa u otra allí en el campo). Fingía ser médico. Y no lo era —no todavía—. La más comprometida de las situaciones. Aunque no habría sido tan dura para él si no hubiera sido tan amable, tan bueno, tan constantemente conmovido por todo lo que veía. En aquellas operaciones del principio tenía que aventurarse al tacto en el interior del cuerpo humano con un cuchillo en la mano. Lo primero es no hacer daño.
Camiones y tropas, decía el rumor. Camiones y tropas. Eso significaba Moscú, y cambio de política. El Comité Central había tomado una decisión, que llegó hasta nosotros en forma de reflectores y ametralladoras.
En todo momento y en cualquier época del año la población del campo era un flujo continuo, con diversas multitudes reubicadas, liberadas, reencarceladas, trasladadas, internadas (y fue asombroso, por cierto, el hecho de que a mi hermano y a mí nos separaron sólo una vez, y durante sólo un año). Nuestro empeño, a la sazón, era escudriñar en esta aritmética del movimiento, y tratar de discernir algo que pudiera recibir el nombre de intención…
Lev estaba junto a la ventana del barracón, mirando hacia fuera, levantando y bajando casi imperceptiblemente la cabeza —su modo de liberar la ansiedad—. Dijo:
—Escucha. Anoche Arbachuk me acorraló detrás de la carpintería. Pensé que al fin iba a conseguir violarme, pero no. Estaba sin habla, acongojado, muy triste. Y entonces fue y me cogió la mano, y me la apretó… Ya ha estado así otras veces. Pero ahora creo que me estaba diciendo adiós. Van a trasladar a las bestias.
Dije que aquello tenía que ser bueno para nosotros.
—¿Por qué bueno? —Se volvió—. ¿Desde cuándo nos hacen algún bien? Sé cómo sobrevivir aquí. Tal como están las cosas. ¿Qué van a hacer a continuación?
Estábamos encerrados en los barracones, y nos pasábamos los días mirando y mirando por la ventana. Y no teníamos ningunas ganas de estar en la zona central, no en aquel momento, con aquellos perros y aquellas columnas de hombres y aquella nueva correlación de fuerzas. Las torres de vigilancia… —los reflectores desviados y las cúpulas semejantes a cascos militares, y el abanico de cañones asomando bajo el ápice, en ángulos rectos, como dientes escorbúticos—. En momentos así, yo solía pensar que estaba jugando un partido —de hockey sobre hielo, por ejemplo— a cámara lenta (como en un sueño, pero un sueño letal: suma cero, muerte súbita); en la que yo era el portero, es decir alguien excluido de la acción salvo cuando ha de responder a ominosas situaciones de emergencia.
Aislaron a las bestias, y se las llevaron en camiones —la forma más sencilla, supusimos, de poner término a la guerra entre las bestias y las putas—. Pero luego aislaron también a las putas. Y en cuanto se las llevaron aislaron a las langostas, y luego a las sanguijuelas. Si no contabas a los comemierda, a los que tampoco trasladaron, sólo quedamos en el campo los políticos y los informadores: los fascistas y las serpientes.
Lev dijo, mirando hacia el exterior:
—Dios, ¿alguien lo quiere más claro? Nos están aislando a nosotros.
… Van a soltarnos a todos, dije.
—O a fusilarnos a todos —dijo Lev.
Durante las semanas siguientes nuestro sector, recién diezmado, empezó a poblarse de nuevo. Y todos los que llegaban eran fascistas. Nos estaban aislando a nosotros. ¿Por qué? ¿Por qué nos estaban dando —en todos los ámbitos del sistema— exactamente lo que queríamos —por qué nos liberaban, por qué nos despertaban de nuestro sueño?
Para leer la mente de Moscú, en 1950, habría sido necesario estar: en las antenas, en la torreta de vigilancia, en la babosa que devoraba sin método el cerebro del líder. Pero no estábamos en aquella torreta. Digo esto con un encogimiento de hombros, pero la hipótesis más verosímil, hoy día, es que Iósif Vissarionovich había empezado a temer por la integridad de los delincuentes comunes.
El poder que se nos atribuía —incluido el poder de contaminación— no era real (aún no éramos una fuerza). Y ahora ese poder se estaba manifestando en nosotros. El proceso llevó cosa de un mes. Éramos como ciegos que recuperaran la vista. Era cuestión de ojos que se volvían hacia otros ojos y mantenían la mirada. Despuntaba en nosotros la conciencia. Los políticos se miraban unos a otros a la cara —y se convirtieron en políticos.
Dos cosas siguieron a esto. El cambio político en Moscú supuso el final —el suicidio involuntario— del sistema del trabajo esclavo. Supuso asimismo que Lev y yo nos hiciéramos enemigos. Se toma una decisión alrededor de una mesa, en un recinto situado a mil quinientos kilómetros de distancia…, y dos hermanos deben ir a la guerra. Éste, Venus, es el sentido —el alcance hora a hora— de los sistemas políticos.
Pero no voy a hacerte perder el tiempo con la política. Te diré lo que necesitas saber. Y me temo que no puedo dejar de contarte la historia de un guardia llamado Uglik, la terca historia del camarada Uglik. Mirando hacia atrás, hoy veo lo que era aquella política: la política de los hermanos siameses, de los tritones, de las mujeres barbudas. La política de esa babosa llamada arteriosclerosis.
—¡Los fascistas nos están vapuleando! ¡Los fascistas nos están vapuleando!
Este grito (no carente de cierto encanto, incluso entonces) habría de oírse a menudo en el verano de 1950. Empezamos a apalear a las serpientes, los «uno de cada diez». Ya no se demoraban en las mesas del comedor, besándose las puntas agrupadas de los dedos para indicar cuánto habían disfrutado con sus dobles raciones. Ahora, cuando volvían por el patio hacia la oficina de los guardias, no era para hacer una delación extra a cambio de un cigarrillo: era para suplicar que les dejaran refugiarse en el bloque de castigo, con su par de palmos de aguas inmundas y sus orondas chinches.
Nuestro método preferido para castigarlos era lo que llamábamos «el lanzamiento». Algo tradicional entre los campesinos, siempre conscientes de la escasez de materiales. No hagas que el cuchillo pierda el filo, ni maltrates el garrote: deja que se encargue de ello la ley de la gravedad. Un hombre por cada extremidad, tres balanceos preparatorios, y al aire van, como troncos, y se estampan contra el suelo. Vuelta a empezar, y un nuevo lanzamiento. Hasta que ya no agitan en el aire brazos y piernas. Entonces los dejamos para que se encarguen de ellos los cerdos: bolsas y bolsas de lona llenas de huesos rotos.
Pareces disgustado, hermano, dije, al entrar en el barracón sacudiéndome las manos.
—Tú no eres mi hermano.
Aguardé. Todo el mundo acudía en tropel y se arremolinaba para ver un lanzamiento. Lev no: él siempre se iba.
—Lo que estoy diciendo —dijo— es que no te reconozco. Eres igual que Vad. ¿Sabes qué? Te has unido al rebaño. De repente eres igual que todos los demás.
Lo cual era absolutamente cierto. Estaba irreconocible. En cuestión de semanas me había convertido en un estajanovista de la subversión, un agitador «de choque»: exigencias y manifestaciones, piquetes, reclamaciones, protestas, provocaciones. Ah, estás pensando en: sustitución, transferencia; el mecanismo de la sublimación. Y es cierto que deliberadamente abrazaba el calor químico de la emoción de masas, y la intensa euforia del poder. Pero nunca perdí de vista la posibilidad de un resultado, y de un posible futuro.
—Te pido que tengas en cuenta mi posición. Has elegido un camino, tú y tu rebaño —me estaba diciendo—. La violencia y la escalada. Sabes de sobra lo que va a suceder.
Durante un brevísimo período de tiempo pareció que el aislamiento de los políticos, como política, tenía un trasfondo: íbamos a ser explotados hasta la muerte (menos comida, más horas de jornada). Pero los cerdos seguían con sus cuotas, y ahora se nos había brindado el arma de la huelga.
En cualquier caso, yo me hallaba en situación de decir, con cierta indignación: Oh, ya entiendo. Quieres la jornada de dieciséis horas y la ración de castigo. Bien, pues nosotros no.
—Has ganado esa batalla. Dios, eso fue hace ocho o nueve peleas. Y los cerdos no van a seguir reculando. Sabes perfectamente lo que va a pasar. O puede que no. Porque estás corriendo con el rebaño. Mírate. Con el rebaño, armando un estruendo de mil demonios.
Aguardé de nuevo.
—Lo que vais a conseguir es una guerra con el Estado. Una lucha a muerte contra Rusia. Contra la Cheka y el Ejército Rojo. Y esperáis ganar, ¿no es eso?
No lo dije, pero siempre supe lo que se nos venía encima. Siempre lo supe.
—Muy bien. Te lo pediré por última vez. Y te estoy pidiendo mucho. Aquí hay tres o cuatro hombres que tienen en su mano la posibilidad de hacer que el rebaño se detenga. Y uno de ellos eres tú. Por favor, ten en cuenta mi posición. Tengo que pedírtelo. Y es la última vez que te pido algo de hermano a hermano.
Me pides la Luna, Lev.
—Entonces va a morir uno de los dos —dijo, apartando los ojos de los míos y cruzando los brazos.
No todos nosotros tenemos una buena razón para vivir, dije. Algunos moriremos. Y otros no.
Sé cómo te sientes en relación con la violencia. Sabía lo que pensabas de ella desde el principio. La película que íbamos a ver en la televisión, en el cuarto de estar de Chicago, era de hecho una comedia; pero había un puñetazo, y una nariz que sangraba. Saliste corriendo de la sala, llorando. Y al abrir la puerta hacia dentro el pomo de latón te dio de lleno en el ojo. Así de alta eras cuando descubriste que el mundo era duro.
El día de Año Nuevo de 1951, las autoridades tomaron represalias: tres hombres de nuestro centro fueron confinados en el bloque principal de castigo, donde habían encontrado refugio treinta o cuarenta informadores. Aquella noche, oímos, éstos iban a recibir hachas y alcohol, y los guardias iban a dejar abiertas todas las celdas.
Así que, de inmediato, enviamos un mensaje. También nosotros cambiábamos de política. Ya no íbamos a pegar más a las serpientes. Dejaríamos de vapulearlas: les daríamos muerte. Yo mismo maté a tres.
Y ahora arráncate esos ojos occidentales. Arráncatelos, y coge el otro par… Estos otros no son los ojos de un Temachin o un Hugalu, oblicuos y de párpados caídos, ni los de Iván el Terrible, paranoides y píos, ni los de Vladímir Ilich, a un tiempo pueriles y oteadores de horizonte.[7] No, estos otros son los ojos de la vieja campesina de ciudad (drásticamente urbanizada), que está a gatas en el arcén de la carretera, y es testigo del hambre y la desesperación, de la injusticia permanente y universal, de atrocidades sin cuento. Unos ojos que dicen: basta… Pero ahora veo tus ojos ante mí, tal como son en realidad (de iris castaños, de blancos vergonzosamente limpios); y amenazan con la retirada decisiva del amor, al igual que hizo Lev hace medio siglo. De acuerdo. Al poner mi historia por escrito creo un espejo. Me veo a mí, a mí mismo. Mira esta cara. Mira estas manos.
Una vez Lev me vio cuando acababa de matar a un hombre: mi segunda víctima. Me describiría su encuentro conmigo años después. Voy a reseñar cómo recordaba él el episodio, su versión…, porque yo no tengo buena memoria. Y no tengo ninguna versión.
Manchado de sangre, jadeando como un perro que se ha pasado el día corriendo, empujé a Lev hacia un lado en la entrada de las letrinas. Alcé el antebrazo y lo pegué contra la pared y dejé caer la cabeza sobre él, y con la otra mano tiré de la cuerda que me ceñía la cintura y vacié la vejiga copiosamente y (me dijeron) con un gruñido de gratitud. Hice una pausa y emití otro sonido: una espiración con la boca abierta, mientras sacudía la cabeza hacia la derecha y me liberaba la frente del calor cosquilleante de una guedeja. Levanté la mirada. Esto sí lo recuerdo. Me estaba mirando fijamente, con los dientes al descubierto y un ceño muy profundo. Señaló con el dedo y dirigió mi atención al cinto de cuerda deshilachada, a los pantalones bajados. No puedo evitar pedirte que imagines lo que vio.
—Sé dónde has estado —dijo—. Has estado en la mojada.
Que es como llamábamos a matar. La mojada.
Dije: Bueno, alguien tiene que hacerlo. Barracón Tres, Preso 47. No tenía la conciencia limpia.
—No es cierto que no tuviera la conciencia limpia. Ahí está el asunto.
¿De qué diablos estás hablando?
—Mira tus ojos. Eres como un Viejo Creyente. Ah, besa la cruz, hermano. Besa la cruz.
Besar la cruz: era nuestro modo abreviado de referirnos a la práctica de la religión. Porque eso era lo que hacían en la iglesia antes de que se ilegalizara el cristianismo (al igual que todos los demás credos): besaban la cruz, el instrumento de muerte. Lev me estaba diciendo que mi mente ya no era libre. Que era como decirme que mi percepción de todo aquello, en aquel momento, no era mental sino física. Yo era un esclavo que había recuperado su cuerpo. Y ahora volvía a ofrecerlo —esta vez libremente—. Todo era cierto. Pero nunca dejé de albergar el otro pensamiento y los otros cálculos.
Años después, en una fase muy diferente de mi existencia, sentado en el balcón de un hotel, en Budapest, bebiendo cerveza y comiendo frutos secos y aceitunas después de una ducha y antes de salir para una cita nocturna con una dama amiga, leía las famosas memorias del poeta Robert von Ranke Graves (de padre inglés y madre alemana). Estaba muy impresionado, y también muy reconfortado por su confesión de que le había llevado diez años recuperarse —moralmente— de la Primera Guerra Mundial. Pasó su década de convalecencia en una isla del Mediterráneo. Yo pasé la mía en el Círculo Polar Artico, en trabajos forzados.
Tardé algún tiempo en comprender lo que había querido decir Lev al afirmar, de la serpiente que yo había matado: «No es cierto que no tuviera la conciencia limpia. Ahí está el asunto»… En libertad, en la gran zona, el informador arruinaba vidas. En el campo —la pequeña zona—, el informador empeoraba, y a veces acortaba, las vidas ya arruinadas. Denuncias anónimas, para mejorar la situación propia: algo profundamente criminal, sin duda, y profundamente ruso, porque sólo los criminales rusos piensan que no lo es. Todos los demás criminales, en todo el mundo, piensan que lo es. Pero los criminales rusos —tanto los compañeros de reclusión de Dostoievski («a un informador no se le somete nunca a la más leve humillación; a nadie se le ocurre nunca reaccionar con indignación contra él») como el presidente actual, sí, Vladimir Vladimirovich (que ha expresado lisa y llana consternación ante la idea de arreglárselas sin su taiga de soplones anónimos)— piensan que no lo es.[8] En el exterminio de las serpientes, por consiguiente, soy culpable de lo siguiente: sabían lo que estaban haciendo, pero no sabían que lo que estaban haciendo estaba mal. «¡Los fascistas nos están vapuleando! ¡Los fascistas nos están vapuleando!» Ahora veo ese oscuro hechizo…, el pathos de ese grito escandalizado. Luego dejamos de atizarles, y empezamos a matarlos. Yo maté a tres. No podría haber matado a un cuarto, Venus, pero maté a tres.
El campo no era más que más guerra, Venus, más guerra, y la degradación moral de la guerra… La guerra entre las bestias y las putas fue una guerra civil o sectaria. La guerra entre las serpientes y los fascistas fue una guerra «delegada». Ahora que las serpientes ya no estaban (habían sido trasladadas y barridas como clase), las tropas, en formación de batalla, se aprestaban para una guerra revolucionaria: la guerra entre los fascistas y los cerdos.
En la primera guerra, Lev fue un inocente espectador (todos lo fuimos), y un objetor de conciencia en la segunda. Nadie pudo evitar la tercera guerra. Y él resultó herido muy poco después de que rompieran las hostilidades.