2. «OH, PUEDO SOPORTARLO»

Le dije a Lev, más de una vez, que sus probabilidades de supervivencia eran razonablemente altas. Era una corazonada. Pero acto seguido podíamos echar mano de las matemáticas.

En el Gulag no es que la gente muriera como moscas, es que las moscas morían como gente. O eso se decía en los años anteriores a la guerra, cuando los campos se hicieron letales como parte de la pujanza del Terror. Había fluctuaciones, pero en general la tasa de mortalidad venía determinada por la disponibilidad de alimento. Ingente y vergonzoso, el sistema del campo era un fenómeno alimentario.

En «el famélico año 33» murió uno de cada diez cautivos; en 1943, uno de cada cinco; en 1942, uno de cada cuatro. En 1948 la tasa descendió de nuevo —en la totalidad del sistema—, y las probabilidades de supervivencia no eran más bajas que en la tosca Unión Soviética, o «la zona grande», como la conocía todo el mundo en el campo: la zona de los doce husos horarios. En 1948 las moscas habían dejado de morir como gente, y la gente había vuelto a morir como moscas. Sin embargo, aquello era el Ártico. Y, en lo que se refería a Lev, estaba la cuestión de su masa física. Lo que el cuerpo hace en el campo es comerse lentamente a sí mismo; mi hermano era ahora más ancho de pecho y hombros, pero con su metro sesenta de estatura no era mucho más que un saco de huesos. Un actuario lo habría expresado de este modo: si en 1948 había diez Levs en Norlag, uno de ellos moriría. Eso seguía sin significar que tuviera muchas probabilidades de sobrevivir a sus diez años de pena. Significaba que tenía bastantes probabilidades de sobrevivir a 1948. Haz las cuentas matemáticas, y verás que sus probabilidades de supervivencia eran exactamente cero. No, menos incluso que cero. Porque a finales de la primera semana, Venus, se sabía ya que mi hermano no era sólo fascista. También era pacifista.

No puedo dar aquí un inventario completo de los problemas de Lev durante su proceso de habituación, y, si en alguna medida lo hago, es porque todo lo que sucedió en Norlag le sobrevino a un tiempo y confluyó en la noche del 31 de julio de 1956, en la Casa de los Encuentros. Fue su cruz rusa. Y también la mía.

El primer día crucial de trabajo general a Lev se le asignó a una brigada de fuerza dedicada al «vaciamiento de tierra». Lo que significaba que lo bajaban a un foso a las seis de la mañana, equipado con media pala, y lo subían doce horas más tarde. La brigada llegaba al sector central poco antes de las ocho de la tarde. Escudriñé sus caras; me quedé mirándolas tan fijamente que me dio la sensación de que mis ojos tenían el poder de tallar la suya de la nada. Sí, mi hermano estaba entre ellos. Con la cabeza gacha, los hombros hundidos y las piernas arqueadas; pero estaba entre ellos. Supe entonces que Lev había dado la talla. De lo contrario, lo habrían dejado allá abajo hasta cumplir con su parte del trabajo. El jefe de la brigada, el letón Markargan, se habría ocupado de ello. Aquélla era una brigada de fuerza.

A finales de semana su cara ya no era roja como el ladrillo. Era negra y azul.

¿Que eres qué?, dije.

—Pacifista. No quería decírtelo la primera noche. —Escupió saliva con sangre, y se pasó la mano por los labios hechos pulpa—. Soy partidario de la no violencia.

¿Quién te ha hecho lo de la cara?

—Hay un tártaro que quiere mi media pala. Tiene la otra media. No quiero pelear, pero no quiero dársela. Y él ya lo va entendiendo. Ayer casi me arranca la mano de un mordisco en la muñeca. Mira. Tengo diecinueve años. Se me curará. Y no le dejé que me la quitara.

Pero ¿qué estás diciendo?, dije. Tú sabes pelear. Te he visto. Durante un tiempo fuiste bastante bueno peleando, bastante fino. Después de zurrarle a Vad. Y ahora eres aún más fuerte. Te tuvieron cuatro años en la calle cavando putas zanjas. No eres ningún cagueta.

—Ya no soy débil. Pero soy pacifista. Pongo la otra mejilla. Escucha —dijo—. No soy Gandhi. No creo en el cielo. Si veo amenazada mi vida, lucharé para defenderme. Y creo que lucharía también para defender la tuya. Pero no sería capaz de hacer más. Eso es todo. Tengo mis razones. Tengo mi razón. —Sacudió la cabeza, y volvió a escupir—. Tampoco te dije otra cosa. Mataron a Solomon Mijoels.

Solomon Mijoels era el judío más famoso de Rusia: actor venerable, emisario intercontinental. Durante la guerra movilizó a los judíos norteamericanos y recaudó millones de dólares. Una vez actuó para Iósif Vissariónovich en el Kremlin. Shakespeare. El rey Lear.

—Lo mataron los Órganos. Un «accidente de circulación». Lo mataron a palos, y le pasaron por encima con un camión. Y es sólo el comienzo. Zoya vomitó cuando se enteró.

Dije: Tú no puedes hacer nada. ¿Cómo se llama ese tártaro? No estás allí. Estás aquí.

—Es cierto. Estoy aquí.

Ya ves, Lev me acababa de decir que al cabo de una semana en los barracones —uno de los más mugrientos y embarrados de todo Norlag—, seguía durmiendo en el suelo. (Siento la necesidad de ponerlo en cursiva: en el suelo.) Y eso tenías que evitarlo a toda costa. En el suelo te amontonabas con blandos comemierda, fascistas decrépitos y (otra subdivisión) Viejos Creyentes que avanzaban paso a paso hacia el martirio. Y el olor, el olor… Cuando las hordas mogolas de la Alta Edad Media se acercaban a tu ciudad, te herían los oídos ya desde muy lejos de las murallas. Pero más aterrador que aquel ruido era el hedor, expresamente cultivado —la militarización de la inmundicia, de las greñas, de los sobacos, de los culos, de los pies—. Y el aliento: el aliento, exacerbado por la dieta mongola de leche de burra fermentada, de sangre de caballo y de otros mongoles. Lo mismo sucedía en el campo. El hedor era como una pena, como un arma. El suelo de los barracones era el sitio donde se acumulaba…, todo el aliento de la zona, condensado.

—Todo se te viene encima —reconoció—. Me meto la mano en la camisa para coger un puñado de piojos. Y si son muy pequeños pienso, joder, y me los dejo ahí dentro.

Había unas quince razones por las que no podía seguir allí abajo. Tenía que conseguir subir al segundo estrato. Los tablados más altos eran, por supuesto, las perchas inalienables de los urkas, de las bestias, de las putas; pero Lev tenía que conseguir subir al segundo de los tablados.

Así que volví a repetírselo todo, con una seriedad de tono suave. Markargan va a guardarte las espaldas, le dije. Necesita tu trabajo; necesita tu sueño, tu salud. No vas a durar en esa brigada, así que empieza a soltar guantazos ahora mismo. Hazte respetar. Quítale la litera de abajo a alguien que esté a media ración. No la defenderá mucho. Y luego cámbiala por la de más arriba. Quítasela a una sanguijuela. Habrá subido a fuerza de untar a los que estaban antes. Y échalo para abajo.

—Pero ¿con qué derecho?

Supuse que si alguna vez se paraba a pensar en ello, Lev me vería mucho más pobre humanamente. Y eso es lo que de pronto parecía estar haciendo. Para mí, a aquellas alturas, la violencia era un instrumento neutro. No era ni siquiera diplomacia por otros medios. En moneda corriente, como el tabaco, como el pan. Le dije:

¿Con qué derecho? Con el derecho a la vida. Te han catalogado como fascista. Actúa como tal.

Lev no quería hacerlo. Siguió en el suelo. Y, a resultas de ello, estaba siempre enfermo. «Tienes la pelagra», dijo Janusz, el joven médico-preso, y extendió las manos. Se trataba de una deficiencia que se manifestaba en forma de dermatitis, diarrea y desorganización del pensamiento. Con accesos de calor en los hielos de la tundra y sudores fríos en el horno de los barracones, y tiritonas, continuas tiritonas, Lev seguía trabajando como un mulo en la brigada.

A una de las escuetas características de la vida rusa que aventura Conrad —la frecuencia de lo excepcional— yo añadiría otra: la frecuencia de lo total. Estados totalitarios, en los que tus sufrimientos los seleccionan —como si de un menú se tratara— tus peores enemigos.

Antes he dicho que estaba conmocionado por lo de Zoya, y era verdad. Me duró hasta el día en que salió el sol. Sólo se le podía ver la corona, un líquido nacarado que manchaba el horizonte de la tundra. El largo eclipse había acabado: los dedos apuntaban, y los hombres lanzaban vítores gruñones y guturales. Y yo también salí del eclipse y del oscurecimiento. Ya no me sentía amortiguado por las sustancias químicas de la calma.

Empecé a calibrar mis pérdidas. Y eran muy graves. Caí en la cuenta de que ahora no había nada, nada en absoluto, que me apeteciera pensar… En el campo se practicaban con profusión pecadillos más o menos lamentables, pero el onanismo no era uno de ellos. Los urkas sí lo hacían, y en público. Y supongo que los rústicos más jóvenes se las arreglaron así durante un tiempo. Para el resto de nosotros pasó a ser parte del pasado. Pero todos teníamos pensamientos. Creo que todos seguíamos albergando esos pensamientos.

Yo seguía teniéndolos. Noche tras noche hacía mi experimento. Entraba en el cuarto donde Zoya estaba durmiendo. A últimas horas de la tarde. Estaba echada en el lecho, entre almohadas que brillaban como estrellas, en combinación o con un camisón corto (en esto, y sólo en esto, podían darse algunas variaciones). Me sentaba a su lado y le cogía una mano. La besaba en los labios. Luego venía el momento de la transformación, cuando ella se incorporaba, se desbordaba e iba a caer en mis brazos, y todo comenzaba.

Esta Fata Morgana nocturna solía resultarme una fuente de fuerza —una reconexión con las potencias vitales—. Pero ahora estaba debilitándome, y corroyéndome. Y mientras el sol seguía su camino hacia lo alto en el horizonte, empecé a decirme a mí mismo, al principio en un susurro de insomnio y luego a gritos a la luz del día, empecé a decirme: No tenían intención de hacerlo, pero eso es lo que me han hecho. Han atacado mi voluntad. Y eso es lo único que tengo.

Eres un tipo con suerte, le dije.

Era su segundo día de descanso, y Lev estaba sentado sobre el muro bajo del patio, rascándose. Levantó la vista, me miró con ojos entrecerrados y dijo:

—¿Suerte, dices?

Acabo de recibir mi carta anual. Kitty.

—¿Dónde la tienes?

Cuando se la tendí Lev se puso de pie…, pero se estremeció y retrocedió. Comprendí. En el momento de la detención te sientes ya desaparecido a medias. En la cárcel eres alguien que fuiste, y ya estás muerto. En el campo estás casi seguro de que nunca has existido. Las cartas de casa son como comunicaciones de un debilitado médium, de una Madame Sosostris enferma, con sus posos de té y su tablero roto de la ouija.

No puedo dejártela ver entera, dije. El censor soy yo. Pero son buenas noticias.

En lenguaje esópico, Kitty me contaba la detención de Lev, y su inminente partida hacia un «destino desconocido». Como resultado de esta segunda desaparición, la familia, «por desgracia», había perdido el apartamento. Y Madre el empleo. Kitty seguía diciendo que «la gripe» era muy virulenta en la capital, y que Zoya y su madre habían vuelto a Kazán.

Dije: Donde la gripe ha sido más leve. Otra vez buenas noticias.

Se apoyó en mí y me pegó la cara al pecho.

—Me haces muy feliz, hermano. Eso es… Sacarla de la ciudad. Y ya no me importa qué más pueda contar Kitty.

Mejor así. Kitty decía que le parecía increíble que Zoya pudiera «esperar» a Lev. Según ella, Zoya tenía ya otro favorito en el Técnico, y estaba siempre «encima de él» en la cantina. Es mi deber solemne, Venus, admitir el gozo grosero que me produjo esta frase.

Dije: ¿Qué esperabas? Es Kitty.

—Tienes razón. Es Kitty.

Sí, era Kitty: una narradora muy poco fiable. Habría preferido alguien con más autoridad para decirme que era verdad… lo de que Zoya se había volcado sobre su nuevo favorito. Que fuera alguien como Georgi Zhukov o, mejor aún, Winston Churchill quien me dijera que era verdad.

—¿Puedes contestarle? —dijo él.

Se supone que sí. Pero no les gusto. Aunque de todas formas nunca hay nada con que escribir. Ni encima de qué escribir.

—¿Por qué no les gustas? Bueno, puedo pensar en un par de razones. Pero cuál es la razón.

Por los perros.

—Ah, los perros.

Yo era bastante famoso en el campo por la forma que tenía de tratar a los perros. La mayoría de los presos, incluido Lev, les tenían un miedo cerval. Pero yo no. Cuando era muy pequeño teníamos una perra borzoi del tamaño de una mula. Ni siquiera me acuerdo de ella; pero me dejó algo antes de irse. No tengo miedo a los perros. Así que solía hacer que se agacharan al verme. No son más que perros, con alma de cerdos. No hacen más que gruñir, pero enseguida se agachan y encogen. A veces me arriesgo a una paliza por hacerles agacharse.

Lev dijo:

—Fui a la oficina de los guardias y pregunté. En mi informe pone: Sin Derecho a Correspondencia. Pensé que, en código, era ejecución inmediata. Y también lo pensó el cerdo. Se quedó mirándolo, y luego me miraba mí. No tengo derecho. Pero seguiré insistiendo. Y lo conseguiré.

Dije, faltando a la verdad: Me alegro de que no te preocupes por Kitty. Ni por Zoya.

—¿Preocuparme? Soy de los que se preocupan demasiado. Cuando empecé a ser su amigo, bueno, antes, solía preocuparme por que alguien la dejara preñada. Pero no se quedó preñada. No puede. Tuvo un aborto cuando tenía dieciséis años, y no puede tener hijos. Luego me preocupaba que fueran a detenerla o a matarla a patadas en la calle. ¿Pero por otros hombres, quieres decir? No. Lo que pasa con ella… Zoya es única ciento por ciento. Y yo también, ahora. Mi…, bueno, mi condición de no combatiente. Es por ella. Es por nosotros.

Hablas en adivinanzas, Lev. ¿No entiendes que lo que hagas aquí no cuenta?

—¿No? ¿Es que no va a importar nada? Tú no lo ves, ¿verdad? Importará, ya lo verás.

Y por si fuera poco estaba la bestia enorme, Arbachuk, que sentía debilidad por mi hermano —aunque de una forma que parecía ser la peor de todas—. Lo buscaba todas las noches. ¿Para qué? Para revolverle el pelo y meterse con él y darles besos y hacerle cosquillas. En aquella época estaba de moda que una bestia tuviera a un fascista de mascota, aunque Lev decía que más bien era justo lo contrario. «De repente soy íntimo amigo de un mandril», dijo, y fue muy animoso por su parte, porque estaba muy asustado (y con razón). Cuando Arbachuk se abría paso a empujones en los barracones, con sus tatuajes y su sonrisa húmeda y tachonada de oro, Lev cerraba los ojos durante un segundo y la luz se le iba del semblante. Lo único que podía hacer yo en relación con lo de Arbachuk era indicarle a aquel gigante, con una mirada y un gesto de los hombros, que si la cosa se ponía fea el gigante tendría que vérselas también conmigo. Lev dijo que era mucho peor cuando yo no estaba presente. Así que siempre estaba cerca. Y cuando no podía, confiábamos en Semyon o en Johnreed, dos de los oficiales veteranos de más alto rango, coronel y capitán, y ambos Héroes de la Unión Soviética (honor del que, una vez detenidos, fueron por supuesto despojados…). Te estarás quizá preguntando por este nombre: Johnreed. Montones de gente de su edad se llamaban Johnreed, en honor de John Reed, autor de Diez días que estremecieron al mundo. Había tantos Johnreed en el campo que se habían ganado el estatus de phylum o grupo específico, los Johnreed. Como los norteamericanos y, más tarde, los doctores —los médicos judíos—. En su agitada crónica de la Revolución de Octubre, el libro de John Reed apenas mencionaba a Iósif Vissariónovich, quien pese a ello lo prohibió, quitándoles la alfombra —por así decir— de debajo de los pies a todos los Johnreed.

Arbachuk solía regalarle exquisiteces a Lev, pero mi hermano siempre se negaba a aceptarlas. No eran solamente chuscos de pan, sino carne —picada, salchichas—, y en una ocasión una manzana. «No tengo hambre», le decía Lev. Yo no daba crédito: él allí sentado, con la lengua de Arbachuk pegada a su oreja, y media chuleta de cerdo bailándole bajo la nariz, y diciendo: «No tengo hambre.»

—¡Ábrela! —dijo Arbachuk, apretándole con la mano la articulación de la mandíbula.

—No tengo hambre. Ese tatuaje, Ciudadano. No puedo ver más que la última palabra. ¿Qué dice?

Lenta y sombríamente, Arbachuk se remangó la manga. Y dejó al descubierto las palabras amoratadas: Podrás vivir, pero no amar.

—Un bocado. ¡Ábrela!

—Me como toda mi ración. No tengo hambre, Ciudadano. Trabajo en una brigada dura.

Como esos hombres que no pueden olvidar o perdonar el pasado de una mujer, y que de cuando en cuando tienen que sentarla por la noche para volver a hacérselas pasar moradas una vez más («Te tocó… ¿dónde? Le besaste… ¿qué?»), yo instaba a Lev una y otra vez a que me contara sus más dolorosas intimidades. Conozco ese tipo de hombres, porque yo soy él —y él es yo—. Años después era la única forma en la que podía estar seguro de que me interesaba una mujer: quería que confesase, que denunciase, que informase. Y al principio les gustaba mucho, porque quería decir que les dedicaba atención. Y pronto llegaban a temerlo. Pronto caían en la cuenta… Este rasgo mío, entre la guerra y el campo, en realidad no tuvo tiempo ni ocasión para afianzarse. Verás, casi todos los ex amantes de casi todas mis novias estaban muertos. Y si estaban muertos no me importaban. Sería un ruso muy raro si no perdonara a los muertos. Los muertos no me importaban. Los que me molestaban eran los vivos.

Cuando, poco antes de que me detuvieran, Lev me pidió permiso para probar suerte con Zoya, ni siquiera me tomé la molestia de reírme en su cara. Le respondí con un «¿Tú?», y eso fue todo. Y, sinceramente, no pensé en ello ni un segundo más. Pero Lev era como esos hermanos pequeños listos que hay en todas partes. Observaba lo que yo hacía y luego hacía lo contrario. Llegó a Zoya sin intensidad.

Oh, bien hecho, dije, en una de nuestras últimas conversaciones en libertad. Eres su chico de los recados. Y su mascota.

—Eso es —dijo él, tartamudeando. Siempre estaba tartamudeando—. Venga, ¿cómo de cerca has llegado con ella? Yo estoy en su cuarto. Estoy en su cuarto todo el día. Estoy con ella cuando se está cambiando.

¿Cambiando?

—Detrás de la cortina.

¿Cómo es de grande la cortina? ¿Y cómo de gruesa?

—Gruesa. Va desde el suelo hasta aquí arriba. Y deja la ropa colgada, encima.

¿Qué ropa?

—Combinaciones y cosas.

Santo Dios… Y ahora se está follando a ese lingüista… No sé cómo puedes soportarlo.

—Oh, puedo soportarlo.

La cosa siguió así durante casi un año —un año en el que Zoya tuvo otros tres romances.

—Uno cada trimestre —me estaba diciendo ahora.

Y fue allí sentado, en el ático cónico, cogiéndole la mano, y escuchándole hablar de su último desengaño, donde Lev dio el siguiente paso.

—Se lo dije como tomándole el pelo. Dije: «Tienes mala suerte en el amor porque te atraen los hombres que no te convienen. Los tipos demasiado creídos. Prueba con tipos más pequeños, y más feos. Como yo. Somos mucho más atentos.» Ella se echó a reír, y luego se quedó callada unos cinco segundos. La siguiente vez que se lo dije se echó a reír también, y se quedó callada unos diez segundos. Y así muchas veces. Y entonces tuvo otro.

¿Otro qué?

—Otro romance. Uno en toda regla.

¿Es posible, dije, que tú y yo tengamos una sola gota de sangre en común? ¿No estabas celoso?

—¿Celoso? No habría podido soportarlo ni un minuto si hubiera estado celoso. No tenía derecho a estar celoso. ¿A santo de qué? Estaba demasiado ocupado aprendiendo.

Esperé.

—Aprendiendo lo que tenía que hacer para quedarme con ella.

… Pequeño cabrón…

Son cosas que pasan. En mi vida quizá he visto tres ejemplos de esto. Y tú, Venus, eres uno de ellos. Tú y ese Roger. Como dije en su día, puede que con bastante dureza: Tú estás adiestrada como al setenta y cinco por ciento en el pensamiento de que todo el mundo tiene el mismo aspecto. Es la ilusión que tu gente se endilga a sí misma. Así que piensas que es esnob que no te gusten los tullidos. Y ahora llevas a ese murciélago enfermo pegado a los talones. Sigo pensando que mayormente es lo de siempre, Venus: lástima y devoción. Me dijiste que había compensaciones, y te creí. Hablaste de su gratitud…, de su gratitud y de tu liberación de ciertas preocupaciones. Y veo que hay mujeres obviamente atractivas que a veces acaban hartas de hombres obviamente atractivos: con sus prerrogativas, sus expectativas, sus corazones anodinos. Así que una mañana la princesa besa al sapo, y le gusta.

¿Y luego?

—Era domingo. Caía la tarde. Estábamos tumbados en el ático, y lo repetí. Se quedó muy callada. Y al final se puso de pie y se quitó…

Basta. Se quitó la ropa, supongo.

—Se había quitado ya la ropa. Casi toda. No, me cogió la…

Basta.

Estuvieron nueve meses; y luego, como todos los compañeros y profesores de Lev iban cayendo uno tras otro, fue ella la que tomó la decisión. Movilizaron al rabino escrofuloso en su sótano. Fue algo clandestino, y supongo que de dudosa legitimidad. Pero pisaron y rompieron el vaso, envuelto en el pañuelo —la destrucción del templo, la renuncia a los lazos anteriores—. E hicieron los votos.

Me quedó una pizca de consuelo (en el banquete de la aflicción se dan esas migajas de alivio). Su eficacia no resultará quizá muy clara para aquellos que están acostumbrados al ejercicio del libre albedrío. Supe que Zoya, aunque no se mostraba indiferente a hombres mayores (a punto estuvo de provocar un escándalo con un recién casado de treinta años), jamás tuvo aventura alguna con ninguno de mis más estrechos pares: los veteranos de guerra. Así que pude decirme a mí mismo que cuando nos besamos, y ella me retuvo el labio inferior durante un segundo entre sus grandes y cuadrangulares dientes, el sabor que no le gustó fue el hormonal y ferroso de la guerra.

Y ello me reconfortó, porque podía atribuir mi fracaso a las fuerzas históricas —junto con todo lo demás—. La historia tenía la culpa.

El toque de diana, en el campo, se hacía de la forma siguiente: una especie de mazo de metal, blandido por una mano que parecía una garra, golpeaba de arriba abajo, durante un minuto completo, dos barras de hierro paralelas. Era algo a lo que no te acostumbrabas nunca. Mañana tras mañana, mientras te preparabas para la jornada en el patio, te quedabas mirando aquel artilugio tan simple y te preguntabas cómo podía tener tal potencia acústica. Hoy sé que, por alguna razón bárbara (la más rápida detección, tal vez, del animal más diminuto), el hambre agudiza el oído. Pero no es que fuera sólo más estentóreo; era mucho más agudo y estridente, y en cierto modo incluso más articulado. Aquel sonido parecía anunciar el advenimiento de un nuevo reino (más salvaje, más estúpido, más cierto) y repudiar la laxitud y el amateurismo de los días precedentes.

Hasta que Lev llegó al campo mi primer pensamiento, al despertar, era siempre el mismo, no admitía modulación alguna. Y era el siguiente: daría la vista por diez segundos más… Ante ti hacían que «arrancara» un nuevo día; el día mismo, el alba oscura (el brillo vítreo del sector central y la neblina como de tiza que los pulmones rechazaban) era como el resultado del trabajo de toda una cuadrilla, de un turno de noche —el resultado de horas y horas de dura faena—. Me espera el frío, pensaba; me está esperando, y todo está ya listo. Cuando sales a la lluvia, querida mía, ¿no sientes que siempre dispones de un instante de gracia antes de sentir las primeras gotas en el pelo? El frío no es así. El frío tiene frío, obviamente, y quiere todo tu calor. Y se pone encima de ti. Y te agarra y te cachea en busca de todo tu calor.

Luego, tras la llegada de Lev al campo, la conciencia del despertar me encontraba cada día incorporado sobre el tablado. El cerdo seguía fustigando las barras de hierro y yo me dejaba caer al suelo. Siempre era el primero en salir del barracón, y siempre lo hacía con la sensación de que me esperaba un regalo algo morboso pero bastante sustancioso. ¿Qué tipo de regalo, exactamente? Mi primer vistazo a Lev, y contemplar cómo se le suavizaba el ceño en la carne de la frente. No sucedía en el instante mismo en que ponía la mirada en mí. Exhibía su tensa, estirada sonrisa, pero el ceño —el galón invertido de la preocupación— le duraba un poco más, para desaparecer luego como un artilugio que midiera mi poder para tranquilizarlo. Y a veces siento que jamás estuve más cerca de la cima que durante aquellos intercambios o transfusiones —jamás más vivo.

Lo cual parece normal, ¿no es cierto? Morboso, entonces, ¿en qué sentido? Veo que no puedo evitar lo morboso. Otro sol había amanecido en mí. Un sol negro, cuyos rayos, cuyas llamas estaban hechas de esperanza y de odio.

Lev, dicho sea de paso, no duró mucho en la brigada, la brigada de fuerza que dirigía Markargan. Aunque para entonces ya estaba en plena forma. Muy enfermo y muy en forma: era posible estar así en aquel campo, y seguir así durante bastante tiempo. Pero no. Era raro que un fascista durase mucho en una brigada de fuerza. En una brigada de fuerza se daba una unanimidad de esfuerzo que tenía el peso de un convenio sindical o un juramento militar: cumplías con la norma a ración completa. Era una forma de soportarlo —entonar la atronadora canción del trabajo, apurar el cubo de sopa, dormir el sueño de los muertos—. Un campesino que lleva a cuestas su milenio de ética esclava…, un campesino podía arreglárselas sin demasiado coste interior. Pero un miembro de la intelligentsia… Eso es lo que te pasa, en un sistema de esclavitud. Tarda un par de meses. Va montándose, como un ataque de pánico gradual. Es esto: la asunción del hecho de que, a pesar de tu obvia inocencia de cualquier crimen, el cumplimiento de la pena no es involuntario. Ahora bien, entra con tal pensamiento en una brigada de fuerza. Lo intentas y lo intentas, pero la idea de que estás haciendo un trabajo excelente al servicio del Estado… hace que las manos te pesen y se te caigan a ambos lados. Tus costados, tus caderas, las sienten al caer. Huelga decir que una brigada de trabajo suave, con sus comemierda de raciones magras, tampoco era muy buen asunto. Así que ¿qué haces? Haces lo que hacen todos los fascistas. Holgazaneas y remoloneas y finges y engatusas, y subsistes.

En cuanto le quitaron la ración completa, la infección intestinal de Lev empeoró. En el campo, hasta la hospitalización por disentería obedecía al imperio de la norma; y a principios de 1949 Lev podía cumplirla. ¿Y cuál era la norma? La norma era: más sangre que mierda. Fue a ver a Janusz, que le dio unas píldoras y le prometió una cama. El día anterior a su ingreso, Lev tuvo una bronca a gritos en su barracón, por una aguja de coser (es decir, una espina de pescado), y lo denunciaron de inmediato —metieron su nombre en el buzón de sugerencias de la oficina de los guardias—. En lugar de una semana en la enfermería se pasó una semana en la celda de aislamiento, en ropa interior, en cuclillas sobre un banco, en un suelo con dos palmos de altura de aguas inmundas.

La asiduidad de lo total. El estado total: la obra maestra del sufrimiento.

Aquella semana tuvo para mí un color de turbulencia. Seguro que te acuerdas de mi «prueba» —enmarcada en el otoño de 2001— de la inexistencia de Dios, y lo satisfecho que me sentía de ella. «No te preocupes, de momento, de las hambrunas, de las inundaciones, de la pestilencia, de la guerra: si Dios se preocupase de verdad por nosotros, jamás nos habría dado la religión.» Pero este flojo silogismo se desmonta con facilidad, y todas las cuestiones de la teodicea sencillamente desaparecen…, siempre que Dios sea ruso.

Y nosotros, el pueblo, seguimos pidiendo más. ¡Maldita sea, nos encanta! Aquella semana tuvo para mí un color terrible, pero cuando Lev salió, andando de aquel modo, y con la cabeza ladeada en aquel ángulo, más o menos acepté el hecho de que Norlag no iba a acabar con él (no Norlag por sus propios medios, al menos). Lev iba a aguantarlo.