La expresión «viejo sucio»[4] tiene dos significados, y uno de ellos es el literal. Hay un viejo sucio a bordo que es de ese tipo de viejos sucios. Puede que sea también un viejo sucio en el otro sentido, pero sospecho que las dos vocaciones son difíciles de combinar. Dime, Venus, ¿por qué me siento tentado de seguir la senda de este viejo sucio? Cada día odio más lavarme, y afeitarme, y odio meter mi ropa sucia en bolsas de plástico y escribir: «calcetines, cuatro pares». La otra mañana casi me echo a llorar cuando me di cuenta de que tenía que cortarme otra vez las uñas de los pies. Un viejo sucio de verdad no se molestaría en hacerlo. Qué claridad e intrepidez, qué audacia y orgullo. Me doy cuenta de que admiro profundamente a este viejo sucio. Su barba infestada de restos de comida, su aliento que huele a rayos y su abrigo raído y con varias capas de mugre son cosas que a todo el mundo salvo a él preocuparían seriamente. El olor que deja a su espalda, que le precede, es tan veloz como la luz: sabes al instante que ha entrado en el comedor (incluso a una distancia de quince metros). Se comporta como si no fuera culpa suya, como si fuera inocente. Él está limpio: en cierto modo misterioso, está limpio. Ayer desembarcó; vi, de lejos, cómo lo llevaban en un bote, en medio de la bruma (quizá una bruma que él mismo iba creando), hacia lo que parecía una fábrica de conservas que se entreveía bajo los aleros de la orilla occidental.
A las mujeres no les importa la limpieza, porque los baños y las duchas son, como mínimo, «deliciosas y calientes» (tal es la frase empleada por una dama inglesa amiga mía, a quien conocerás); y es interesante la admiración femenina por la calidez, combinada con una bien acreditada tolerancia al frío. Pero el varón, creo, acaba aburriéndose hasta el extremo de la demencia con el asunto de no estar sucio. Por otra parte, veo que es algo necesario, y que cada día lo es más. Ochenta y muchos años: también esto tiene connotaciones poco afortunadas. De mucha edad, casi nonagenario…, poco importa. Ochenta y seis años no van a sonar demasiado bien en ningún caso.
Me doy cuenta de que seguro que te sobresaltas unas tres veces por párrafo en cada página. Y no es sólo la invariable morbosidad del asunto que trato, y mi normalmente pobre forma de exponerlo, lo que sin duda va a empeorarlo todo. No, me refiero a mi disponibilidad para afirmar y sacar conclusiones, mi apetito de generalizaciones. A tus compatriotas les aterrorizan tanto las generalizaciones que ni siquiera pueden decidirse a emitir un juicio declarativo. «¿He ido a la tienda? ¿A comprar zumo de naranja?» Muy bien, que siga siendo algo hipotético, por mucho que ya haya sucedido. Y de igual forma decís «OK» cuando alguien de más edad diría (en caso de decir algo) «ya veo», o «oh, ya». «¿Me llamo Pete?», «OK.» «¿Nací en Ohio?» «OK.» Lo que estáis diciendo, con esos «OK», es lo siguiente: de momento no me he ofendido. Aún no me habéis hecho ninguna afrenta. Nadie ha sido humillado hasta ahora.
Una generalización podría entenderse como un intento de estereotipo, y eso no podemos admitirlo. Yo estoy en el otro extremo. Yo adoro las generalizaciones. Y cuanto más abarque, mejor. Me muero por las generalizaciones de más amplio abanico.
Vuestra ideología —por si a alguien se le ocurre preguntar— es el Occidentalismo. Y de nada os serviría aquí.
Ahora, a mediodía, los pasajeros y la tripulación del Georgi Zhukov están desembarcando en Dudinka con todo d triunfalismo que les permite su número. La megafonía atruena, y mi resaca y yo bajamos por la pasarela al compás de una briosa marcha militar. Y a eso es a lo que se parece un puerto: a una loca banda de música, con sus embudos y sus pitorros curvos, sus sirenas y bocinas, y, a media distancia, los timbales de las cubas de almacenaje.
Pero esto es diferente. Esto es un Marte de herrumbre, de variadas concentraciones y tonalidades. Algunas de las superficies se han atenuado hasta un modesto tono albaricoque, después de perder los moluscos adheridos y otras asperezas. En otras el tono es de sangre arterial recién vertida, recién seca. El óxido hierve y se eriza, y la quilla del transbordador un poco hundido de proa refulge en el agua con una furia personalizada, como si la oxidación fuera un crimen que a uno pudiera imputársele.
Bamboleándome y renqueando sobre el bastón, pienso en aquellas palabras más o menos ridiculas —que vienen del griego— que nombran los miedos irracionales, muchas de las cuales describen trastornos más o menos ridículos: antofobia (miedo a las flores), pogonofobia (a las barbas), deipnofobia (a las cenas), triscaidecafobia (al número trece). Sí, son almas sensibles. Pero existe una fobia al óxido (iofobia), y creo que yo la tengo. Tengo iofobia. Es un trastorno que a mí ahora no me resulta en absoluto ridículo —ni en absoluto irracional—. La herrumbre es el fracaso del trabajo del hombre. El proyecto, el empeño, el experimento: un fracaso, un abandono (sin siquiera adecentar lo que se deja detrás).
Un estupor de satisfacción con uno mismo: ése es el estado en el que se ha de estar cuando la vida llega a su fin. Y no en este estado: no en mi estado. No es la muerte lo que parece tan pavoroso. Lo que me asusta es la vida, mi propia vida, y lo que aún me espera.
Hay una carta en mi bolsillo que aún no he leído.
Los grandes errores… Llegas a un punto en el que los tiendes a un lado y se duermen. Y es entonces cuando los pequeños errores despiertan y muerden con sus dientecillos ruines.
Lo que me resulta enojoso ahora es la mojigatería dictada por el Estado que imperaba en la década de 1930, mis años de adolescencia; mi punto de partida, pues, pudo haber sido mucho más amable. Me veo con emocionado afecto volando la cometa con Katia, buscando setas con Masha, deslizándome en trineo con Bronislava…, el primer beso, el primer amor. Pero el Estado no lo iba a permitir. El «amor libre» estaba oficialmente clasificado como una deformidad burguesa. Era lo de «libre» lo que en realidad no les gustaba. Pero tampoco les gustaba lo de «amor».
Apenas este mismo año ha salido a la luz una suerte de estampa de las costumbres sexuales de la corte de Iósif Vissarionovich. Y a nadie sorprende que lo que se ha puesto de manifiesto es que la energía revolucionaria tenía su dimensión erótica. El círculo del Kremlin era, en pocas palabras, un avispero de adulterio y de derecho de pernada.
Era como la comida y el espacio para respirar. Ellos podían tenerlo. Y nosotros no. ¿Por qué? El sexo no es un recurso finito; y el amor libre no cuesta nada. Pero el Estado —como creo que señaló Nikita Serguéievich— quería dar la impresión de que Rusia era ajena al conocimiento carnal. En expresión sencilla y llana, vendrían a decir: ¿De qué va eso?
En el muelle espera una pequeña flota de monovolúmenes para llevar a Predposilov a los pasajeros más impacientes. No, no somos muchos; lamentablemente, somos sólo unos pocos. El tour del Gulag, me dijo el sobrecargo con un indulgente encogimiento de hombros, siempre daba pérdidas —y acto seguido hizo como que bostezaba—. De forma parecida, en el vuelo desde la capital a mi punto de embarque, oí claramente a una azafata referirse a mí (ella y una colega estaban preparándome lo que había pedido de beber) como «el pelmazo del Gulag del 2B». Conforta comprobar que su indiferencia ante la esclavitud rusa —abolida, es cierto, apenas en 1987— ha ido calando hasta en la casta del turismo. Dejé que la azafata se fuera de rositas. Si montas una bronca en un avión en los tiempos que corren acabas con quince balas en la cabeza. Pero el sobrecargo indulgente (muy curtido, muy enriquecido) sabe hoy que tiene delante a un hombre que aún maldice y llora, que tiene delante a un hombre que aún odia y se enciende.
Decimos adiós a nuestros compañeros de travesía y me quedo solo en el muelle. Quiero llegar a la ciudad ártica como la primera vez, y voy a coger el tren. Al cabo de diez o quince minutos, y al cabo de unos cuantos juramentos (aunque sin regateo), un estibador razonablemente sobrio se aviene a llevarme a la estación en su camión. ¿Qué me pasa; por qué tanta maldición y tanta propina? Quizá lo hago porque quiero que mi conducta sea ejemplar. Mis transgresiones de las normas son frecuentes, es cierto, pero al menos siempre me muestro presto a repararlas, a pedir disculpas en forma de dinero contante y sonante.
La luz incierta del Ártico —caigo en la cuenta— hace que mi reloj corporal funcione demasiado rápido o demasiado lento; todos los días siento como si me hubiera levantado en plena madrugada o —para mi vergüenza— hubiera dormido hasta muy tarde. Los colores de los coches tampoco me parecen completamente normales; es como si no fueran los de siempre sino vistos al alba bajo la luz de las farolas. La resaca no se me ha pasado. Todos los edificios, todos los bloques de techo plano y media altura se alzan sobre pequeños y firmes pilotes que se hunden en el permafrost semihelado y en el lecho de roca. Es el mundo de los huecos inferiores.
La teoría geográfica de Lev sobre el destino de Rusia no la sustentaba sólo él, sino que en la actualidad era compartida por varios historiadores serios. La llanura eurasiática septentrional, con sus temperaturas extremas, su suelo nada generoso, su lejanía de las rutas comerciales meridionales, su falta de otro océano distinto del Ártico…; y el Estado ruso, con su expansión compulsiva y autoprotectora, su imperio territorial de veinte naciones, sus fronteras de dimensiones continentales… Todo ello exige un centro fuertemente autoritario, una vasta y vigilante burocracia, porque de otro modo Rusia acabaría desmembrándose.
También nuestra galaxia se desmembraría si no fuera por los gigantescos agujeros negros de su núcleo, cada uno del tamaño del sistema solar, y la presencia por doquiera de la materia oscura y la energía oscura, velando por la atracción hacia el centro.
Esta explicación atraía a mi hermano porque —decía— era del «tamaño justo»: del mismo tamaño que la masa continental. Podemos sacudir la cabeza y decir que lo ha hecho la física. Que lo hizo la geografía.
Con su yeso azul claro y su orla crema, la estación de tren tiene el aspecto de un pabellón de verano, aunque el bar, donde estoy esperando, está oscuramente atestado (de lugareños, no de viajeros) y ello me reconforta. Hasta ahora, la escasez humana de Dudinka me ha producido una sensación de caída libre o de inminente levitación. Y los recuerdos de mi primer viaje aquí, en 1946, son como un horrible sueño de constricción humana, de inconcebible amontonamiento y apelmazamiento y estrujamiento.
Un litro de vodka norcoreano de cincuenta grados —caigo en la cuenta— cuesta menos que un litro de cerveza aguada rusa. Hay una impresionante dedicación, por parte de los parroquianos, al «oloroso», o vino reconstituyente («jerez dulce»). Este oloroso es una bebida de borrachos, y no viene precisamente de Jerez. Ésa es la distinción que hace Dostoievski, cuando en una mesa que de forma nada auspiciosa desborda ya de alcohol, incluye «una botella del jerez más fuerte de la bodega nacional».
Mi resaca sigue empeorando. ¿O debería decir que mi resaca sigue mejorando? Porque, en efecto, va francamente bien. Quiero mucho alcohol, necesito mucho alcohol, pero llevo quince años sin estar borracho, ¿te acuerdas? Estaba en la cama, un sábado por la tarde, y me moría en silencio. De cuando en cuando susurraba agua, en ruso. Señal de una auténtica necesidad animal de ella. Tú entraste en el cuarto con paso tenso, con la cabeza baja, intensamente concentrada: no querías derramar el líquido claro del vaso de una pinta que llevabas entre las manos. «Toma», dijiste. Alargué una mano esquilmada. Y dijiste: «Es vodka.» Y capté la maliciosa inteligencia de tu mirada. Entonces estaba casado con tu madre. Tenías nueve años.
En el televisor, suspendido en la pared sobre una ménsula, aparece la familiar y pavorosa visión del edificio de ladrillo rojo en forma de E. Me acerco a él, a tiempo para oír otra falsedad: que «no hay planes» para asaltar la escuela. Entonces, de súbito y sin explicación alguna, la pantalla chisporrotea, y la Escuela de Enseñanza Media Número Uno es reemplazada por una telenovela sudamericana in media res, y, como siempre, con más de un centímetro de maquillaje cada uno de ellos, una vieja vampiresa llorosa le endilga una sarta de reproches a un altivo gigoló. La interrupción pasa inadvertida —o nadie comenta nada, al menos—. Mi instinto me pide montar otra rabieta, otro número costoso —pero ¿dirigida a quién, y para qué…?—. En cualquier caso no lo soporto, así que pago, dejo la propina y salgo con la maleta rodante al andén, y me quedo mirando las vías —de ferrocarril de vía estrecha— que conducen a la ciudad ártica.
No, señorita, no tengo desconectado el teléfono. Es que he estado usándolo muchísimo —Escuela de Enseñanza Media Número Uno, en Osetia del Norte—. Cuando me marché yo era —como sabes— un pez bastante gordo en Rusia, con muchos contactos en el estamento militar. Quizá también recuerdes el problema no demasiado grave que esto me ocasionó hasta 1991, cuando se expidió —y enmarcó en París— el diploma que certificaba la muerte del experimento ruso. De ese experimento ruso en concreto. Mis contemporáneos, por supuesto, hace mucho tiempo que han muerto, y en muchos casos trato con los hijos de los hombres que conocí. Me hablan. Y me entero de algunas cosas increíbles.
Los niños, a estas alturas, están en ropa interior y sentados con sus padres y profesores en el suelo del gimnasio sembrado de bombas. De las canastas de baloncesto penden minas tachonadas de tomillos. Cuando los niños gritan pidiendo agua, se les hace callar disparando un tiro al techo. Para facilitar la ventilación, algunas de las ventanas del gimnasio han sido deferentemente destrozadas, pero los asesinos, al parecer, siguen decididos a lograr la deshidratación de sus rehenes —si es que eso es lo que son—, y han destrozado a golpes los grifos de la cocina y los baños. Los niños se ven ahora abocados —y a algunos incluso se les fuerza— a beber sudor y orina filtrados a través de capas de ropa. ¿Cuánto puede sobrevivir un niño sometido a altas temperaturas y sin agua? ¿Tres días? Por supuesto que hay planes para asaltar la escuela.
Se sabrá, una vez hechas las autopsias, que los asesinos estaban bajo los efectos de la heroína y la morfina, y algunas de las dosis serán descritas como «más que letales». A medida que el efecto analgésico de estas sustancias se desvanece, lo que estaba insensibilizado empieza a sentirse en carne viva. Pienso una y otra vez en el miembro pelirrojo del comando, y en cómo la barba de color de óxido le escuece y le pica. Pogonofobia… Osetia del Norte ha empezado a recordarme otra masacre en otro centro de enseñanza, perpetrada con arrogancia, atizada por las drogas: Columbine. Sí, ya lo sé. Columbine no fue nada político sino puramente recreativo, y acabó en cuestión de minutos. No fue sino una brevísima visita a aquel universo paralelo donde el asesinato de unos jóvenes puede considerarse algo ocurrente.
Ahora dicen que los asesinos, que no formularon ninguna «exigencia», eran yihadistas de Arabia Saudí y Yemen. Tal vez sean yihadistas, pero casi con toda certeza son de Chechenia, y lo que quieren es la independencia. La razón por la que eso no puede ser, Venus, es que Chechenia, después de siglos de ocupación, de opresión, de deportaciones en masa y (en tiempos más recientes) de bombardeos por parte de Rusia, es ahora un ente orgánicamente demente. Así que el líder está metido en un buen lío, lo mismo que a Iósif Vissariónovich le pareció estarlo con la cuestión de los judíos en 1948: «No puedo tragarlos, y no puedo escupirlos.» Lo único que podía hacer era masticarlos.
Al principio del asedio del Teatro Dubrovka de Moscú, tomado en 2002, los asaltantes dejaron salir a algunos de los niños. En Osetia del Norte se tiene la sensación de que, de liberar a alguien, sería a los adultos. Y todos recordamos cómo acabó lo de Dubrovka. Con la mejor voluntad del mundo, la policía secreta hizo algo que se habría hecho acreedor de un mayor oprobio en otras partes del planeta —en el Kurdistán, por ejemplo—. Gasearon a sus propios ciudadanos civiles.[5] Te horrorizaste, recuerdo, lo mismo que todos los occidentales; pero aquí se consideró todo un éxito. Sentado ante la mesa del desayuno en Chicago, desrusificado y anglófono y leyendo el New York Times, hasta yo me sorprendí susurrando: Mmm… No está mal.
Por supuesto que hay planes para asaltar la escuela. Decir planes quizá roza el exceso, pero de una forma o de otra van a tomar la escuela por asalto. Lo sabemos porque la Spetsnaz, nuestras fuerzas especiales de élite, está comprando balas a los vecinos que se arremolinan en el exterior con mosquetes y fusiles de chispa.
A tus pares, a tus iguales, a tus confidentes de Occidente el único escritor ruso que les sigue diciendo algo es Dostoievski, aquella vieja cotorra, aquel presidiario, aquel genio. Todos vosotros lo amáis porque sus personajes están bien jodidos a propósito. Y es esto, al fin y a la postre, lo que no puede soportar Conrad del viejo Dusty[6] y sus chiflados sagrados, sus personajes encopetados sin blanca, sus estudiantes famélicos y sus burócratas paranoicos. Como si la vida no fuera ya lo bastante dura, se dedican a la invención del dolor.
Y la vida no es lo bastante dura, no para ti… Estoy pensando en tu primera tanda de novios —hace ocho o nueve años—. En la expresión de cagados que tanto les gustaba cultivar, con los vaqueros holgados a la altura de la cadera y las zapatillas de deporte evisceradas. Estilo cárcel: nada de cinturón ni de cordones, no vayas a ahorcarte con ellos. Al mirar a aquellos chicos, de cabeza rapada y nariz llena de muescas y orejas escarificadas, me sentía como si hubiera vuelto a Norlag. ¿Será esto la invención del dolor? ¿O una pequeña recreación de los dolores del pasado? El pasado pesa. Y mucho.
No estoy diciendo en absoluto que tu anorexia fuera de ningún modo voulue. La dureza de todo aquello me despojó de toda valentía, y tu madre y yo lloramos cuando vimos en la cinta de la CCTV tu figura oscura, como de bastón lleno de nudos, haciendo flexiones en mitad de la noche junto a la cama del hospital. Sólo añadiré que cuando fuiste al otro sitio, que llamaban Manor, y vi a un centenar de seres como tú a través de la alambrada que rodeaba el aparcamiento, no pude evitar pensar que me encontraba ante otra escena paradigmática del siglo XX.
Perdóname. Y no son sólo los jóvenes, de todas formas. En el varón occidental se da un fenómeno llamado crisis de los cuarenta. Con frecuencia viene precedida por un divorcio. Lo que la historia podría haberte hecho traumáticamente, tú lo provocas a propósito: la separación de la esposa y los hijos. No me digas que tales hombres no están gustando los antiguos sabores de la muerte y la derrota.
En Norteamérica, con la consecución del divorcio, al hombre de edad mediana le cabe esperar una vida más recreativa, más discrecional. Puede casi diseñar el tipo de crisis que va a padecer: motocicleta, novia quinceañera, vegetarianismo, jogging, coche deportivo, novio maduro, cocaína, dieta de choque, motora, otro bebé, religión, trasplante de cabello.
Aquí, ahora, no hay modo alguno de encauzar la crisis masculina de los cuarenta. Te viene dada, y siempre es la misma. La muerte.
El tren avanza bamboleándose y traqueteando por los accidentes simplificados de la tundra: la gran página en blanco de Rusia, a la espera de los personajes y frases de la historia. No hay colinas ni valles, sólo montículos y hondonadas. Aquí, las variaciones topográficas son obra del hombre: gigantescas concavidades y movimientos de tierra y pirámides de escoria. Si de pronto vieras una montaña, una meseta, un acantilado, tendrías la sensación de que se cierne sobre ti como un planeta. Hay una colina hueca en Predposilov a la que llaman montaña: el monte Schweinsteiger recibe el nombre del geólogo (ruso-alemán, creo; de la cuenca del Volga) que descubrió allí el níquel a finales del siglo XIX. En las planicies de árboles sin ramas se alzan torres de alta tensión en las que no se ve cable alguno.
Nuestro pequeño tren de cercanías es un diligente barquero de almas: las transporta de las ciudades dormitorio al Kombinat. Entre los pasajeros hay muchas caras consumidas, y también algunas muy frescas (cabezas de chorlito bien rapadas sobre sólidos chándals), pero todas ellas llevan la máscara de la calma de las ciudades dormitorio, ajenas a todo lo desacostumbrado, ajenas a cualquier pesadilla o cualquier cosa inolvidable.
Así que en este viaje ¿estoy —como suele decirse— rastreando mis pasos para intentar rescatarlos del pasado? Para hacerlo habría tenido que descender por debajo de la línea de flotación del Georgi Zhukov, y lograr que pasajeros y tripulación se cubrieran de mierda y vómitos y se pusieran encima de mi persona durante mes y medio. Y, de igual manera, este tren, con las ventanillas cegadas y los vagones subdivididos en diversas jaulas de alambre, con vivos y muertos anclados todos en posición vertical, tendría que ser desviado a una vía muerta y abandonado hasta mediados de noviembre. Y no hay gente suficiente… —sencillamente, no hay gente suficiente.
Cuando aún falta una hora para finalizar el viaje, el tren hace una parada en un humilde municipio llamado Coerción. ¿Cómo es posible esta exhibición de candor? ¿Dónde están las localidades hermanas de Fabulación y Amnesia? Cuando estamos saliendo de Coerción, el vagón recibe la súbita visita de una nube de mosquitos, y los pasajeros, con una unanimidad silenciosa —sin palabras o sonrisas o miradas, sin sentido alguno de empresa común—, se ponen a matarlos a diestro y siniestro.
Cuando hasta el último de ellos está muerto (aplastados entre las palmas, contra las ventanillas), uno alcanza a ver en el horizonte plano una densa neblina, que, como un manto que amarillea por los bordes, cuelga del cielo para caldear esa ciudad imposible.