La gente siempre hablaba de la extraña luz que se veía en los ojos de un comemierda. De ese destello del comemierda. Me conturbó mucho identificar esa extraña luz como coqueta y peculiarmente femenina. Como el brillo húmedo en el ojo de una tía imprevisible que ha bebido mucho en Pascua, y está a punto de ceder ante un impulso que ella sabe poco recomendable: un beso, un abrazo apretado, un pellizco… Furtivo al tiempo que cómplice, el destello del comemierda tenía algo que decir y algo que preguntar. He cruzado la línea, decía. Y preguntaba: ¿Por qué no la cruzas tú también?
Estábamos entre ellos, los comemierda, Lev y yo, junto a la puerta cerrada con cerrojo de las cocinas, en la oscuridad, bajo la fina lluvia. La fina lluvia, que ni siquiera caía sino que flotaba, como los mosquitos y diminutos bichos de julio. Lev apuraba su primer día en el campo, y yo había elegido ese lugar para mantener la conversación que ambos necesitábamos tanto mantener. Los comemierda rondaban y merodeaban bajo la única bombilla, a la espera de que vaciaran por la ventana trasera los últimos cubos de desperdicios. Los cerdos ya raras veces se acercaban por allí, raras veces los molestaban, porque por mucho que los apalearan era imposible alejarlos de donde se arrojaba la bazofia. No parecía haber mucho dolor físico allí, donde ellos vivían, más allá de la línea que habían cruzado.
Pero hasta en el estrato de los comemierda, Venus, existían dos niveles. Había unos comemierda a los que los demás comemierda miraban por encima del hombro. Eran los comemierda que andaban a cuatro patas… Te cuento estos detalles, querida mía, estos detalles de gente que utiliza punzones y cinceles, de hombres con estudios, hombres cultivados que comen bazofia a cuatro patas, porque quiero que pienses en su carácter extraño. Violencia salvaje y directa, degradación drástica: todo ello es terriblemente extraño.
—¿Por qué está todo tan oscuro aquí, maldita sea? —dijo.
Era una queja, no una pregunta. Lev, el geógrafo empollón, sabía por qué todo estaba oscuro a su alrededor.
—Sí, sí —dijo—. Esto es el Ártico y estamos en febrero. El sol saldrá en marzo. ¿Qué hago, hermano? ¿Qué hago?
Yo estaba preparado para aquello. La mayoría de los fascistas condenados a diez años en 1937-1938 habían vuelto a ser detenidos, por orden alfabético, y condenados de nuevo en 1947-1948. Y todos tenían el mismo aspecto que Lev. Más viejos, más delgados, más delirantes… Pero todos se parecían a Lev: el rápido parpadeo de la inteligencia, los zapatos imposibles (grandemente disímiles, pero todos un verdadero lío de cuerda deshilachada y goma de neumático), el medio libro y la chaqueta veraniega hecha jirones. Y siempre cuidando con mimo las gafas rotas. Mientras que los fascistas nuevos eran hombres que se habían pasado cinco años en el Ejército Rojo. Para nosotros el campo no era sino una prolongación de la guerra, con una sorprendente diferencia. Nosotros habíamos combatido a los fascistas —el enemigo—. Y ahora el Estado ruso, que se había vuelto fascista él mismo, nos decía que nosotros éramos los fascistas, y que por ello nos detenían y nos esclavizaban. Ahora el enemigo éramos nosotros; nosotros éramos quienes debíamos ser borrados de la faz de la tierra para siempre. He advertido que tú y los tuyos tenéis un alto grado de tolerancia para con la autocompasión ajena, así que añadiré lo siguiente. Lo que hizo muy difícil que pudiera olvidar este vuelco del destino fue el hecho de que la herida de guerra me dolía intensamente en el frío de septiembre a junio. Pero no debo darme lástima; ni debo ser un llorón. Hay otras cosas que no debo ser: un tipo duro, un mártir. Y no debo indignarme. Ni ponerme demasiado serio. Esto no me cuesta tanto. Los norteamericanos son serios; los rusos, cuando les da por ahí, son serios. Pero yo prefiero las culturas más jocosas, y a esos irónicos marchitos que podemos encontrar en la franja noroccidental de la llanura eurasiática.
¿Qué haces?, empecé. Está bien, ya llegaremos a eso. Pero antes que nada…, ¿no vas a decirlo?
—Decir ¿qué?
Ya sabes: «Tiene que haber habido un error.» O: «Si se lo contasen a Iósif Vissariónovich…»
—… Y ¿por qué cojones iba yo a decir eso? Detienen por cupos. Eso es lo que hacen. Te apuesto lo que quieras.
Lev tenía razón. El Terror, también, funcionaba por cupos: tal cantidad de gente de tal o cual zona y grupo social, en tal o cual tanto por ciento, cuota, norma, mínimo…
—¿Sabes lo que ha pasado? —dijo—. Que a ti y a mí nos han vendido como esclavos. Toda esa mierda de los interrogatorios y las confesiones y los documentos y demás. No es más que el proceso de nuestra venta como esclavos. Suena romántico, ¿no crees?, ¿que te vendan como esclavo?
Miró a su alrededor. No, no había nada de romántico en Norlag, en Predposilov.
—Se supone que lo de los esclavos tendría que ser en sitios calurosos… Dios…
Lev tenía diecinueve años. Y estaba viendo muchas más cosas de las que yo había visto (yo no tenía cabeza para la política, como pronto se verá). Mirando ahora hacia atrás, puedo recordar el miedo febril que me invadió cuando caí en la cuenta de que el hermano menor entendía más que el mayor. Sucedió sobre el tablero de ajedrez. Me vi expuesto a capacidades superiores de combinación, de permutación y penetración. Y él siempre se apartaba de la opinión general, del estado desánimo general. Menos cuando coincidía que le convenía, jamás se alineaba con nada ni nadie. Siempre hacía sus propios cálculos. Sacaba hacia fuera el labio inferior, ligeramente ladeado, bajaba la mirada y hacía sus cálculos.
Le pregunté: ¿Qué cárcel?
—Butyrki.
Butyrki es genial, ¿no?
—Sí. En mi celda había tres catedráticos rojos, dos compositores y un poeta. Ah, sí…, y un informador. Me sentía orgulloso de estar allí. Butyrki es una maravilla.
Una maravilla. ¿Cómo te iban las cosas? Antes.
—Lo normal. Me sacaron del aula del Técnico. Con bastante educación. Luego, durante un par de semanas, tuve que ir de vez en cuando a la Caseta del Perro a tragar mierda.
Un comemierda salió de la oscuridad y se dirigió hacia nosotros; luego reculó con el brazo envuelto en una manta en alto. Dije:
¿De qué te acusaban? ¿O no te lo dijeron?
—Sí, había una acusación —dijo Lev. Dejó escapar como un bufido suave, y dijo—: Alabar a América.
Yo sabía que eso era un delito, sin duda alguna, y un delito en el que cabían varias categorías. Muchos de los fascistas recién llegados lo habían cometido: elogiar la Democracia Americana o elogiar la Técnica Americana o Humillarse ante América. O la variante de Humillarse ante Occidente. No pocos de quienes estábamos en aquel campo habíamos visto ya algo de Occidente; y Occidente, incluso en ruinas, nos humillaba… Había montones de americanos en Norlag, y hasta un americano americano. Llegado al país para participar en el experimento soviético, le dijo al camarada del partido que le expidió el pasaporte que estaba dispuesto a dar un gran recorte a su nivel de vida. Ese mismo día le dictaron una cuarta parte: veinticinco años.
¿Y de verdad andabas elogiando a América?
—No. Andaba elogiando las Américas. Estaba en una cola con Kitty e hice las alabanzas de las Américas.
Y entonces los dos hicimos algo que ninguno esperaba poder hacer en mucho tiempo: nos echamos a reír —el vaho del aliento se alzaba y se alejaba en el aire—. Comprendí. «Las Américas», en nuestro código entre hermanos, significaba Zoya. Y era un nombre que le cuadraba de maravilla, porque describía sus andares. La relación espacial entre los dos continentes, Venus, la ha evocado como nadie el exiliado Nabokov: dos figuras en el gran trapecio, una debajo de la otra, en el momento de salir del límite posterior del bamboleo. Pero los andares de Zoya lo expresaban, lo encarnaban también a la perfección: la vertiginosa disyunción entre norte y sur, y la cintura, tan fina como Panamá. Kitty era de la familia, la hermana entera de Lev, como Vadim, el otro hermano.
¿Y Kitty estaba criticando a las Américas?
—Ya sabes. Un poco. Zoya le hace sentirse como un lápiz a Kitty. No. Como Chile. Eso era lo que le decía. Estás celosa de las Américas porque te hacen sentirte como Chile.
Le dije: Pensaba que a Kitty le caía muy bien Zoya.
—Kitty siente fascinación por Zoya. Pero dice que va a ser mi perdición. No a propósito. Pero que eso es lo que va a suceder al final.
Recordaría esto más tarde. Desde el principio mismo había aventurado que Zoya sería una diezmadora de poetas, y un poeta (acmeísta, mandelstamiano) era más o menos lo que Lev, en aquel tiempo, quería llegar a ser… Se oyó ruido en el interior, y un sonido de voces. Los comemierda levantaron la mirada, con bocas finas y ojos rientes.
—Chile —dijo Lev de pronto—. Tendrías que ser una isla para estar menos atada a la tierra que Chile.
Se sorbió la nariz, se la limpió y enderezó los hombros. El labio superior, fugazmente en forma de pico, y su mirada recelosa: parecía lo que era, un adolescente que temía el ridículo después de haber hecho un comentario vulnerable… Lev siempre tuvo esa capacidad de búho para sentirse entusiasmado por la geografía. Recuerdo que una vez dijo: «El Pacífico es el príncipe de los océanos. El Atlántico es un mero estrecho comparado con él.» Y tenía toda una teoría sobre la geografía de Rusia: cómo ésta determinaba tanto su historia como su destino. Oh, Venus, qué buenos chicos éramos, al principio. Creo que ya te conté que nuestra madre era maestra. De hecho era un ser humano de una categoría completamente diferente: era directora de colegio. Y por lo tanto una verdadera arpía de ambición. «¡Sois inteligentes!», solía gritarnos, muchas veces sin venir a cuento. «¡Servís a la nación, no al Estado!» Y allí nos tenías a Lev y a mí, con nuestros libros y gruesas revistas, nuestro alemán, inglés y francés básicos, nuestras pesadas piezas de ajedrez, nuestros mapas y cartas náuticas.
Dije, como tenía planeado: Acabas de llegar al infierno. No tengo que decírtelo. Aquí, el hombre es un lobo para el hombre. Pero lo gracioso del asunto es que es igual que en cualquier parte.
—No, no es así. No es como en cualquier parte.
Sí, sí lo es. Tú has crecido dominado por Vad, ¿no?
Vad —Vadim— era el hermano gemelo de Lev (fraternal…, profundamente no idéntico), un chico receloso, esquinado, intrigante, y «muy socialista», como nuestra madre solía decir mientras se abanicaba y se soplaba el flequillo de la frente. Martirizar a Lev era la afición primera de Vad, y su principal proyecto durante quince años. Yo le decía: Devuélvele los golpes, devuélveselos. Y sigue devolviéndoselos. Y Lev se los devolvía. Pero siempre era sólo un golpe, y acto seguido volvía a hacerse un ovillo para seguir recibiendo el castigo. Vad, en 1948, estaba en el ejército desempeñando tareas políticas con categoría de juvenil, pero era hiperactivo, y se hallaba destinado en Alemania del Este. Por cierto, se parecía mucho más a mí que a su hermano gemelo. Un dicho tácito de la familia explicaba que Vadim, implacable incluso en el útero materno, había arrinconado a Lev de mala manera a fin de absorber él todo lo bueno.
Dije: Hasta el día en que le devolviste el golpe y seguiste golpeando… ¿Qué cambió, entonces?
Los comemierda, de uno en uno y de dos en dos, habían empezado a replegarse hacia el sector central. Algunos de los que quedaban parecían desanimados por la defección, y su consiguiente pérdida de esperanza; otros parpadeaban con frescura…, soñando con la parte del león, con ojos codiciosos…
Lev dijo:
—Yo era diferente por dentro.
Mierda, dije yo. Me acabo de dar cuenta. ¿Qué ha sido de tu tartamudeo? ¿Ya no eres tartaja?
Hizo un tenso gesto de asentimiento, y dijo:
—Fue ella. Después de la primera noche, me desperté y ya no tartamudeaba. ¿Te imaginas? ¿Sabes lo que eso significa? Significa que no puedo morirme. Todavía no.
No, no puedes morir. Todavía no.
Venus, es probable que te estés maravillando… —yo sé que yo sí, al menos— ante mi calma y mi solicitud, y la magnífica urbanidad de mi fraternal trato con el marido de la mujer que amaba, el marido de Zoya, sanadora de tartamudos. Lo cierto es que yo estaba en estado de shock. No «aún en estado de shock»: apenas empezaba a estarlo. Y seguí así durante todo un mes, a flote gracias a sustancias químicas que me levantaban el ánimo. Me hicieron mucho bien, moralmente. Y cuando el efecto pasó, empeoré a ojos vistas.
Dije: Aquí todo el mundo es Vad. Vad con una llave inglesa y un destornillador. Y no vas a disponer de quince años para adaptarte a ello. Ni siquiera dispones de quince horas. Tienes hasta mañana por la mañana.
Mi aliento quedó colgado en el aire. Incluso en junio se quedaba el aliento en el aire, como si estuvieras fumando un enorme y ardiente cigarro. Ascendía hasta casi dos metros de altura y volvía sobre ti y te envolvía como una bufanda de aliento.
Se apagó la última luz de la cocina, se cerró de golpe la última puerta interna, y se alejó llorando como un niño sobre los puños el último comemierda rezagado.
Dije: Eso es lo que tienes que hacer.
—Dime.
Se lo dije. Y luego dije: Eres la persona a la que ella le está dando la juventud de sus veinte años. Dios. Piénsalo. Y cuando hace este frío no comas nieve. Te harás sangrar los labios y la lengua. La nieve quema.
Ahora describiré brevemente la conclusión de mi asunto con Zoya. Ahora describiré brevemente mi humillación ante las Américas.
El 20 de marzo de 1946 sucedió que me encontré a solas con ella, en el ático cónico, a la una y media de la mañana.
En realidad ella no me pidió que subiera. Simplemente me sumé a un grupo que iba a visitarla. No éramos buenos comunistas, ya no; pero éramos excelentes miembros de la comunidad. La Comunidad: la fuerza cardinal de Rusia, aun cuando el Estado ahora la temiera y odiara. Los rusos se cuidaban unos a otros. Sí, lo hacían… Nos sentábamos con los abrigos puestos. Sin lumbre ni luz. Sin comida ni bebida. Teníamos, recuerdo, una bolsa de papel de un té de naranja sin marca, pero no teníamos agua. El té resultó ser peladuras de zanahoria. Así que nos las comimos. Todos eran más jóvenes que yo; se esperaba quizá que no hablara demasiado. No me importó lo más mínimo lo obvio, lo adustamente obvio que pudiera resultar… mi determinación de ser el último en marcharme.
Porque ahora sentía que había una fecha límite. Zoya, aquel día, había hecho algo, dicho algo que no podía por menos de hacer que la detuvieran, o así me lo pareció a mí. A ti, Venus, te sonará a poco serio; pero no era en absoluto poco serio. En el Técnico no se hablaba de otra cosa. Después de las clases Zoya asistía a la sesión plenaria del Komsomol, o Juventudes Comunistas. Recuerdo las convocatorias del Komsomol: trata de imaginarte un híbrido entre una reunión de la liga antialcohólica y un congreso de Nuremberg. Al salir, Zoya dijo, con voz perfectamente audible, que en las dos horas que había durado el Discurso Programático (su título completo, me acuerdo, era: «La Escoria de la Desviación Anarcosindicalista y la Decisión del Comité de la Administración Municipal sobre la Reunión del Partido en el Instituto de la Minería») «se le habían aburrido hasta las tetas». Y no, no, no, no, no… Eso no se podía decir de ningún modo. Había sido doblemente provocador, así que se hallaba en un triple peligro: por lo de soporífero y lo de los pechos, y por judía. Aquella noche, cada vez que oía un coche o un camión en la calle, pensaba: Ahí están. Son ellos.
Un par de días antes, íbamos Zoya y yo andando en dirección al Técnico, y un hombre que pasaba en bicicleta gritó algo en lo que distinguí la palabra «judía». Y le pregunté: Judía ¿qué?
—Puerca judía del demonio —me contestó ella, sin el menor énfasis.
Seguimos andando. Dije: ¿Te pasa muchas veces?
—¿Sabes qué me gustaría? Me gustaría ser una persona vulgar en América. Me gustaría ser judía en América…, una judía bien llamativa. ¿Que si me pasa mucho? Pues a lo mejor no me pasa en una semana. Pero un día va y me pasa nueve veces.
Lo siento.
—No es culpa tuya.
Algo extraño estaba teniendo lugar en la Unión Soviética después de la guerra contra el fascismo: el fascismo. Y con ello me refiero a una exaltación anormal en el pueblo (los Grandes Rusos), junto con una anormal xenofobia. Se acercaban los pogromos. Así que había razones sensatas, y en verdad cínicas para que Zoya me mirase con buenos ojos. Una cosa era tener enredos amorosos conspicuos con tus compinches bohemios, sobre todo con los judíos; y otra ser la compañera inseparable de un héroe de guerra alto y guapo, con sus medallas y su insignia amarilla, que indicaba que había sido gravemente herido en combate. Nada divertido, el asunto aquel. Pero te digo, querida mía, que ése es el sentido, que ése es el significado día a día, hora a hora, de los sistemas del Estado.
Estaba sentado de espaldas a la ventana y la luz de la luna. Las paredes respiraban o se erizaban en la oscuridad. Alargué la mano: un traje (terciopelo), plumas de avestruz, una pandereta con borlas. Con la luz a la espalda pude mirar fijamente a Zoya, y verla entera, íntegramente, con una inaudita indiferencia ante el detalle. Yo me sentía —de todas formas— lleno de emoción. De manera atípica para un ruso, mi madre me había educado en la creencia de que el antisemitismo era un reflejo del arroyo; y la vergüenza que sentía por mi país era tan intensa que para entonces había arruinado ya mi memoria de la guerra. Al mismo tiempo la admiración que sentía por Zoya me perdía —por el modo en que ni siquiera se había inmutado en la calle y por su aguante, ahora, cuando todos los que se hallaban en su lugar liaban ya mentalmente el petate—. Tú tienes dentro de ti una conciencia de esto, Venus, que yo no tengo: cómo se siente al ser «el otro». Por las autobiografías sabemos del dolor, del dolor físico, de llevar la estrella, también amarilla, el crisantemo quemante de la estrella. Tú llevabas la estrella en carne propia… La mitad de los judíos soviéticos murió a manos de los alemanes. Y ahora los rusos han empezado a mirar con ira a la mitad restante. Viene de arriba, pero también viene de abajo, de las profundidades.
En la puerta, Zoya estaba dándole las buenas noches a su penúltimo invitado (cada adiós lo remataba con un violento bostezo). Durante todo ese tiempo me había estado preguntando cómo había sucedido…, cómo había permitido —sin la menor resistencia por mi parte— que alguien tuviera tal poder de herirme… En la boca no sentía el habitual babeo lento sino una aridez humilde: la garganta doliente de quien está perdidamente enamorado. Actuaría, sin embargo; actuaría. Y Rusia acudiría en mi ayuda. Ya sabes, cuando las profundidades se agitan de tal modo, cuando un país emprende el rumbo hacia la oscuridad, tú no lo vives como horror sino como irrealidad. La realidad no pesa nada, y todo está permitido. Me levanté. Me levanté, y me fui hacia ella.
Zoya me puso una palma en el pecho, para marcar distancias, pero aceptó el beso, o lo toleró; y al apartar la boca, sin embargo, retuvo mi labio inferior durante un segundo entre los dientes, y sus ojos se movieron hacia un lado, meditabunda. Estaba dándole vueltas; aunque no a fondo. Yo dije dos palabras, y ella dijo tres palabras. Las suyas fueron: «Me das miedo…» Una incitación de novela rosa, podría pensarse. Y en otro tiempo yo lo habría tomado como tal. Pero en mi interior supe que no le había gustado el sabor de mis labios.
—Lo siento.
Por espacio de varios segundos seguí allí quieto, con las manos enredadas en el mutuo abrazo. Y entonces yo, el violador condecorado; yo, que había desplegado durante toda una semana toda la panoplia del halago y las falsas promesas y el soborno y el chantaje —por no hablar de la aplicación pura y llana de la corpulencia masculina…—, emití un ruido parecido al amortiguado arrullo de una paloma, le besé la palma de la mano y salí casi dando tumbos, y me alejé girando y girando escaleras abajo.
No vinieron por ella, por supuesto. Vinieron por mí. Y comprenderás que, cuando diez semanas después me condenaron a diez años, no me pareció en absoluto lo peor que me había pasado en la vida.
Era su primera mañana y estaba fuera, en el sector central.
Y esto es lo que le conté, mientras estábamos entre los comemierda y sus remolinos de aliento, y sus ojos rientes. Le dije que se convertiría en uno de ellos si no lograba encontrar un asesino en su corazón. Le dije que lo que se le exigía en aquel campo era la aceptación del asesinato.
Así estaba Lev en el patio. Su cara, ya de tonalidad rojo ladrillo, mostraba una frente hendida y un labio partido. Durante el fallido recuento (y re-recuento, y triple recuento), muchos de los hombres de su brigada —una brigada fuerte— corrían sin moverse del sitio, o agitaban los brazos en el aire. Y Lev hacía movimientos dislocados, como una marioneta.