Cuando un hombre exalta categóricamente a una mujer, y sólo a una mujer, y «sobre todas las mujeres», puedes estar seguro de que estás delante de un misógino. Ello lo faculta para pensar que las demás son una mierda. Así que ¿qué soy yo? Has consumido tu parte alícuota de novelas rusas: cada vez que aparece un nuevo personaje, hay un parón en el capítulo y de pronto te ves leyendo la historia de sus abuelos. Esto también es una digresión. Y de contenido sexual. Así que hazte un favor y vete a buscar una fotografía enmarcada que hay en mi escritorio y ponla derecha ante ti mientras lees. No quiero que pienses en cómo soy ahora. Quiero que pienses en aquel teniente de veinticinco años que tira la gorra al aire el Día de la Victoria.
Escucha. En Rusia, después de la guerra, había una gran escasez de todo, hasta de pan. Hubo, en efecto, una gran hambruna después de la guerra, y murieron dos millones más de personas. Había, también, escasez de hombres. Bueno, también había escasez de mujeres (y de niños, y de viejos), pero la escasez de hombres fue tan extrema que Rusia jamás logró recuperarse de ella: la desproporción, hoy, es de diez millones. Así que eran tiempos corruptoramente buenos para ser varón en Rusia, después de la guerra, sobre todo si eras un soldado guapo (y herido) llegado del frente, como era mi caso, y de vuelta en el gran pozo de gratitud y alivio —máxime cuando, como yo, ya eras un ser corrupto—. Mis manejos con las mujeres, lo admito, eran crueles e impúdicos y desleales, y solipsistas hasta el punto de la malevolencia. Mi comportamiento tiene quizá una explicación fácil: en los primeros tres meses de 1945 violé a montones de mujeres en lo que pronto sería la Alemania Oriental.
Me vendría de perlas el que, en este punto, pudiera orientalizar tus ojos occidentales, tu corazón occidental. «Los soldados rusos violaban a toda mujer alemana de ocho a ochenta años», escribió un testigo. «Era un ejército de violadores.» Y, sí, yo avanzaba con ese ejército de violadores. Podía ampararme en los números, y diluirme en el grupo de camaradas; porque sabemos, Venus (el estudio clave es El batallón 101), que los maestros alemanes de mediana edad, casi sin excepción, preferían ametrallar a mujeres y niños durante todo el día antes que pedir un cambio de destino y enfrentarse a las consecuencias. Las consecuencias no eran el castigo oficial, como que los enviaran al frente, o incluso que los marcaran con la desaprobación oficial; las consecuencias eran unos cuantos días molestos entre sus compañeros antes de que les llegara el cambio de destino —las palabras ásperas, los empujones en las colas de la comida—. Así que ya ves, Venus, el grupo de camaradas puede hacer que la gente haga cualquier cosa, y que la haga un día sí y otro también. En el ejército de violadores, todo el mundo violaba. Hasta los coroneles. Y yo también violé.
Hay otra circunstancia atenuante, a saber: la Segunda Guerra Mundial, y cuatro años del frente más sucio de la guerra más sucia de la historia. No me apliques una tolerancia cero —política que correspondería a un pensamiento cero—. Te pido que no apartes la cara hacia otro lado. Pagué un precio, como te he dicho, y aún tengo trabajo que hacer —un trabajo específico— para pagarlo cabalmente. Tengo trabajo que hacer, y lo haré. Sé que lo haré. Así que te pido, Venus, que sigas leyendo, y que de momento te limites a tomar nota de cómo va formándose cierto tipo de naturaleza masculina. Yo era un jovenzuelo vergonzoso y aficionado a los libros que busca su forma de ser en la década de los años treinta (tiempo de catástrofes y de terror generalizado pero también, si me permites, de vigilante mojigatería desde arriba), y perdí la virginidad con un ama de casa silesiana, en una zanja de carretera, al cabo de una persecución de diez minutos. No. No fue una iniciación bendecida por los mejores auspicios. Añadiré, con espíritu pedagógico, que la mutación del falo en arma, en la victoria, es un fenómeno antiguo, un hecho que volvimos a ver manifestarse a gran escala en Europa en 1999. En mi frente, en 1945, muchas, muchas mujeres fueron asesinadas además de violadas. Yo no maté a ninguna mujer. No entonces.
Estoy a punto de describir a una jovencita extraordinariamente atractiva, y la experiencia me dice que no va a gustarte, porque eso es lo que tú eres también. Estoy seguro de que piensas que has evolucionado y te has librado de ello —de la envidia—. Pero la evolución no es cosa de una tarde. Y la experiencia me dice también que una mujer atractiva no quiere ni oír hablar de otra mujer atractiva. Y aún te va a resultar más problemático, quizá, por el hecho de que va a despertar en ti un ánimo protector hacia tu madre, lo cual es natural. Así que te invito a ponerte en la piel de cualquier fémina contemporánea de Zoya. Tenía diecinueve años, y, ya desde el principio, su reputación era francamente terrible. Seguro que eso te anima. Y, aun así, las otras chicas la veían como un ser excepcional. Instintivamente la disculpaban, pues veían en ella una figura de vanguardia —l’esprit fort—. Vivía más que ellas, pero también sufría más que ellas; y les mostraba posibilidades.
Solía decirse que Moscú era el pueblo más grande de Rusia. En los arrabales, en invierno, había pequeños senderos en la nieve que comunicaban cada casa con las paradas de tranvía y las tiendas de comida (Leche, decían los letreros), y la gente andaba de un lado para otro arrastrando los pies como rústicos, con sus abrigos cortos de piel de borrego, y parecía que en cualquier momento ibas a ver un mamut o un iceberg. Pero es un recuerdo de la niñez (hoy día no hay leche). El panorama cambió: una maraña primitiva en la que se habían incrustado varios altos hornos y fundiciones y fábricas de gas y curtidurías en medio de las casitas y los empedrados. Teníamos un pueblo dentro del pueblo (el distrito del sureste conocido como El Codo), y cuando Zoya entró en él, en enero de 1946, cayó como un rapapolvo contra las condiciones imperantes, la falta de comida y combustible, la falta de libros, ropa, cristal, bombillas, velas, cerillas, papel, goma, pasta de dientes, cuerda, sal, jabón. No, más: era como un acto de desobediencia civil. Zoya era temerariamente llamativa, y judía —un blanco natural para la denuncia y la detención—. Porque así era como se resolvían en mi país desde hacía siglos los resentimientos y las envidias. Así era como podía resolverse de forma maravillosamente simple, por ejemplo, un «triángulo amoroso». Una llamada telefónica anónima, o una carta sin firma a la policía secreta. Te lo esperabas de un momento a otro, pero ahí seguía ella día tras día, no en el campo ni en prisión sino en la calle, con la misma sonrisa, los mismos andares.
Y me sorprendí a mí mismo: yo, el violador heroico, con todas mis medallas y mi insignia amarilla. Mi primer pensamiento no fue el primer pensamiento habitual en mí —cualquier variante de Cuando pueda le arranco la ropa—. No. Fue éste: ¿Cuántos poetas se quitarán la vida por ti? Zoya no era un gusto adquirido. Su cara era original (más turca que judía, de nariz que apuntaba hacia abajo, no hacia fuera; la boca inusitadamente ancha cuando se reía o lloraba), pero su figura era como un lugar común: alta y amplia y con cintura de avispa. Todo macho estaba condenado a recibir su mensaje. Lo sentías a todo lo largo del espinazo. Desde el golfillo de la calle que le rogaba que le dejara llevarle los libros y cogerle de la mano hasta nuestro pálido y anciano cartero que cada mañana se paraba y la miraba detenidamente, con la boca más abierta de un lado que de otro y un ojo cerrado, como si estuviera mirando por la mira de una escopeta.
Quizá lo más singular e increíblemente maravilloso en ella era que tenía su propio piso: un ático del tamaño de una plaza de aparcamiento, dos plantas más arriba del piso de su madre, pero con escaleras y puerta independientes. Una chica de diecinueve años, en Moscú, que tenía su propio habitáculo: el equivalente, Venus, de una chica de diecinueve años que en Chicago tuviera su propio yate. Podías verla entrar en él por la noche, con un hombre; podías verla salir de él, con un hombre, por la mañana. Y había algo más. No te lo creerás, pero dadas las circunstancias no puedo pasarlo por alto. Uno de los rumores más maledicentes que corrían sobre ella era que, antes de cada relación con un hombre, hacía no sé qué suerte de ablución hasídica que la protegía contra el embarazo. Éste, entonces, era su modo personal de llevar a cabo la querencia judía de matar a bebés cristianos. Por supuesto, no había anticonceptivos en la Rusia de 1946. Y, como tus potenciales amantes te recordaban de forma monótona, la pena por aborto (bastante leve, dados los patrones imperantes) era de dos años de cárcel.
Sabemos muchas cosas sobre las consecuencias de la violación —para la violada, se entiende—. Pero se ha pensado muy poco en las consecuencias de la violación para el violador, lo cual es comprensible. En la peculiar repercusión de su tristeza poscoito, por ejemplo; no hay animal más triste después del ayuntamiento carnal que el violador… En cuanto a los efectos a más largo plazo, sólo hoy empiezo a entender los que se obraron en mi persona. He aquí la forma mental que adoptaron: no podía ver a una mujer en su totalidad, intacta y entera. Ni siquiera podía ver el cuerpo femenino como un todo. Ahora bien, Zoya hacía gala de un escandaloso abanico de dones físicos, y mi estilo con ella habría sido atomizarlos: hacer lo que Marvell hizo con su recatada amante (recuerda que hasta sus pechos debían considerarse por separado), despedazarla sobre la losa de mármol, poner una etiqueta con el precio en cada parte. Así era como mi mente trataba el asunto. Digamos, para resumir: Zoya, a diferencia de «todas las demás», era a mis ojos indivisible. Y ser indivisible era su rasgo constitutivo más importante. En cada acción ponía la totalidad de su ser. Cuando caminaba, todo se le bamboleaba. Cuando reía, se agitaba entera. Cuando estornudaba…, te daba la impresión de que podía pasar cualquier cosa. Y cuando hablaba, cuando discutía y se oponía a algo, desde el otro lado de una mesa, se inclinaba sobre ella y ejecutaba una danza del vientre sedente de la refutación. Y como es natural yo me preguntaba qué otras cosas haría de esa forma, con la totalidad de su cuerpo. Éramos vecinos, y también compañeros en el Técnico, el Instituto de Sistemas, donde ella estudiaba con el grupo judío. Yo tenía veinticinco años y ella diecinueve. Y Lev, por el amor de Dios, todavía estaba en la escuela.
Le hacía regularmente un recado a su madre, la vieja Ester, que consistía en llevarle algo de comer al rabino escrofuloso que yacía rezando y muriéndose interminablemente en el sótano de nuestro edificio. La única manera de llegar a él era a través de la planta baja, bajando por la escalera en espiral que empezaba justo al salir de nuestra cocina. Los escalones de hierro estaban a menudo cubiertos de hielo, y después de un par de resbalones —y ante mi marcial insistencia— se avino a regañadientes a que la precediera escaleras abajo cogida de la mano. No era en absoluto capaz de mantenerse en equilibrio sobre los pies, y lo sabía. Mucho después, Lev aprendería que Zoya carecía de ciertas destrezas espaciales, de ciertas disposiciones naturales, porque, de niña, nunca había aprendido a gatear… A la puerta del sótano siempre me dedicaba una sonrisa de gratitud, y yo siempre me preguntaba cuál sería la fuerza, la fuerza que me impedía rodearla con mis brazos, o incluso mirarla a los ojos, pero la fuerza estaba allí, y era una fuerza muy poderosa. Llámame cuando quieras volver a subir, le decía. Pero ella nunca lo hacía. Por su aspecto, a veces, yo diría que subía aquellas escaleras a cuatro patas. Una noche oí su voz, lejana y ronca, llamándome a gritos. Salí y la cogí de la mano, una mano sorprendentemente cálida.
Dios, dije al llegar a lo alto. Creí que esta vez me iba a romper la crisma.
Ella sonrió como con ansia, y dijo:
—Hay que ser una maldita cabra montesa para subir hasta aquí arriba.
Nos reímos. Y supe que estaba perdido.
Sí, Venus, en ese momento mi fascinación desesperada se convirtió en amor fulminante; y llegó a mí como un honor. Tenía todos los síntomas del trovador: no comía, no dormía, y suspiraba casi cada vez que aspiraba el aire. ¿Te acuerdas de Montesco padre, en Romeo y Julieta?: «Mi melancólico hijo huye de la luz.» Así es como me sentía: melancólico, increíblemente melancólico. Con esa melancolía que sientes cuando, después de toda una hora entera de luchar por tu vida en un mar anárquico, la marea te expulsa con las olas y te deposita en la arena, y sientes la gigantesca atracción del centro de la tierra. Todas las mañanas me preguntaba cómo podía soportar mi peso la cama en la que dormía. Escribía poemas. Salía por la noche a caminar. Me gustaba quedarme de pie en medio de las sombras, enfrente de su casa, bajo la lluvia, en el aguanieve, o —me gustaba más— bajo una tormenta eléctrica. Cuando la persiana seguía subida sabías que ibas a seguir allí hasta que ella la bajara.
Una vez vi a un hombre apoyado sobre el marco de la ventana, con una camiseta interior que le dejaba las axilas insolentemente a la vista, y la barbilla levantada. Tenía celos y todo eso, pero al mismo tiempo estaba tremendamente excitado. Eso es. Podía enfurruñarme y estar triste, pero mi obsesión era indubitable y bárbaramente carnal. Incluso confesaré que, aunque en el fondo no le daba ningún crédito, me encandilaba mucho la historia de la ablución profiláctica. Yo estaba acostumbrado a cierto patrón: manoseos a medio vestir, confusos tratos de muslos, secuelas de resoplidos (cosas que sucederían en escaleras, en callejones y en ruinas de bombardeos; o encima de una alfombra o contra una mesa, con la familia en pleno amontonada al otro lado de una puerta cerrada con llave. El alivio «oral», de medio minuto de duración, era el acto sexual que la necesidad convertía en más frecuente. Y consigno esta observación final (muy vulgar, pero no enteramente gratuita) con espíritu pedagógico, porque muestra cómo las mujeres, hasta en sus intercambios más íntimos, se hallaban marcadas por la realidad socioeconómica. En los años de la posguerra, no había mujeres que «no tragaran» en la Unión Soviética. Ni una sola.
Sin ese pequeño floreo de entusiasmo, la atmósfera sexual se volvía de coerción: mi insistencia sin gracia, la sumisión vacilante de aquellas a quienes solicitaba. Así que en la pequeña torre de Zoya, bajo su cima de bruja, de apagavelas, aguardaba algo más futurista que el consentimiento de la fémina o incluso su abandono. Me refiero a la lujuria femenina.
—¿Sabes lo que pareces cuando estás con ella?
Lev dijo esto —pensé— con disimulada malevolencia: yo acababa de rechazar su ofrecimiento de una partida de ajedrez con un abstraído movimiento de la mano que indicaba cierta imputación de frivolidad. Así que me preparé para lo que iba a oír.
—Si quieres te digo lo que pareces.
Él, con diecisiete años, sabía mucho más de chicas y tenía más escarceos amorosos que los que yo había tenido a su edad. Y también sus amigos. Además, la escasez de vivienda se veía compensada ligeramente por la escasez de gente; había apenas algo más de espacio y aire (aunque nunca estuve muy seguro de hasta dónde llegaba Lev en aquellos intervalos de reclusión con sus varias Adas y Olgas…). El tempo de la edad se estaba acelerando, o al menos se detectaba esa tendencia. Uno no puede verse a sí mismo en la historia, pero ahí es donde estás: en la historia; y, después de la Primera Guerra Mundial, de la Revolución, el Terror, la hambruna, la guerra civil, el terror y la hambruna…, y el terror de después, y la Segunda Guerra Mundial, y la hambruna subsiguiente, había un sentimiento de que las cosas no podían sino cambiar. La insatisfacción universal tomó la forma siguiente: todo el mundo, en todas partes, se quejaba de todo. Todos percibíamos que la realidad iba a cambiar. Pero el Estado percibía nuestra percepción, y la realidad no cambiaba.
Está bien, dije. ¿Qué es lo que parezco?
Tenía cierta expresión, a veces, que yo conocía bien, y que temía: un enfoque acerado, un regocijo con algo de salvaje.
—Pareces Bronski cuando empieza a no dejar ni a sol ni a sombra a Anna. «Como un perro inteligente que sabe que está haciendo mal.»
Transcribo la forma de hablar de Lev como si fuera normal, pero lo cierto es que era tartamudo. Y el tartamudeo es algo que la prosa no puede transcribir. Escribir «pe-pe-pe-rro» sería de una desidia rayana en el insulto. Y la palabra «tartamudeo», en cualquier caso, no refleja ni pálidamente lo que le sucedía a Lev. Era algo más parecido a una súbita pérdida de la capacidad de hablar —o incluso de respirar—. Primero era la tensión creciente, y el momentáneo destello de odio hacia sí mismo, luego la pequeña nariz se alzaba y empezaba la lucha. Mi hermano no daba la mejor imagen de su persona en tales momentos, con la cabeza echada hacia atrás y las narinas mirándote como un par de ojos pertinaces. Cuando la gente tartamudea, uno no puede hacer otra cosa que quedarse quieto y esperar. No puedes apartar la mirada o darte la vuelta. Y, en el caso de Lev, yo siempre quería saber lo que iba a decir. Incluso cuando era un niño, antes de que se le declarase el tartamudeo, yo siempre quería saber lo que iba a decir.
—Sí, me temo que sí —dijo, apuntándome con el cigarrillo—. Y de todas formas ya tiene novio.
Dije: Ya lo sé. Y estoy esperando a que lo deje.
—… Sí, ya sé —concluyó con satisfacción (como quitándose el polvo de las palmas)—. Ya sé lo que pareces. Pareces un perro que sabe que le van a dar una buena tunda.
Mi hermano empezó a fumar muy pronto. Empezó a beber también muy pronto, lo mismo que a tener novias. La gente cada vez va haciendo las cosas antes en Rusia. Porque no queda mucho tiempo.