Mi hermano Lev llegó a Norlag en febrero de 1948 (yo ya estaba allí), en el apogeo de la guerra entre las bestias y las putas. Llegó de noche. Lo reconocí al instante, de lejos, entre la multitud, porque un hermano, Venus, de forma mucho más evidente que un hijo, desplaza una cantidad fija de aire. Un hijo crece, mientras que sus padres permanecen estáticos en el espacio. Con los hermanos siempre persiste la misma diferencia.
Me estaba fumando un pitillo con Semyon y Johnreed en el tejado de la fábrica de cemento, y vi a Lev en la fila que estaba entrando en el bloque de desinfección, que se alzaba absurdamente expuesto por su enorme batería de bombillas enjauladas. Cuarenta minutos después estaba entrando en fila en el patio. Desnudo, si exceptuamos la malla de grueso ungüento blanco aplicado con manguera, para la eliminación de pequeños bichos; el cáustico fuego que generaba en la superficie de la piel no servía en absoluto para aliviar el temblor galvánico causado por los treinta grados bajo cero. Dio un traspié (tenía ceguera nocturna), cayó al suelo y se quedó a cuatro patas, y el frío se apoderó de él: parecía un perro sin pelo sacudiéndose para secarse. Luego se levantó, y se quedó allí quieto, protegiendo algo en las manos ahuecadas —algo precioso—. No me moví.
Fue el año en que los poderes tutelares perdieron el monopolio de la violencia. Fue un tiempo de salvajismo espasmódico, en el que las bestias arremetían contra las putas y las putas arremetían contra las bestias. Las facciones disponían de sendos talleres de herramientas, y ello fijó la tónica de sus enfrentamientos: concienzudos trabajos con la llave inglesa y los alicates, la barra y la palanca, el tornillo de banco, el punzón, el torno, maníacos martillos neumáticos, atroces cinceladoras. En el momento mismo en que Lev cruzaba el patio en dirección a la enfermería, nos llegaron a través de la niebla los gritos ensordecedores desde la entrada de la fábrica de juguetes, donde dos bestias (supimos luego) estaban siendo castradas por una pandilla de putas armadas con seguetas, en venganza por un cegamiento de aquel mismo día.
La guerra entre las bestias y las putas era una guerra civil, porque tanto las bestias como las putas eran urkas. Subgrupo social de criminales hereditarios, los urkas tenían varios siglos de existencia —de una existencia invisible—. Eran fugitivos en dos sentidos: huían y estaban al borde de la extinción. Fuera, en la tierra de la libertad, podrían verse muy raras veces, y con bisoño asombro, como vería un niño esas figuras medio escondidas entre bastidores en un circo o una feria: un mundo de hermanos siameses y de tritones y de mujeres barbudas, de monstruosos tatuajes y escarificaciones, un mundo de caos codificado. A veces también era posible oírlos: en una calleja de Moscú te podías quedar petrificado de repente: el silbido urka, escandalosamente agudo (que implicaba —estabas seguro— un uso indecente de la lengua). En el exterior, los urkas era una fantasmagórica clase inferior. En los campos, claro está, formaban una conspicua y vociferante élite. Pero ahora estaban en guerra.
He aquí cómo se distribuía el poder en nuestra granja de animales. En lo más alto estaban los cerdos, la clase subalterna de administradores y guardias. Detrás venían los urkas: considerados «elementos socialmente afectos», gozaban del estatus de individuos leales que, además, no trabajaban. Debajo de los urkas estaban las serpientes: los informadores, los «uno de cada diez», y debajo de las serpientes estaban las sanguijuelas, los defraudadores burgueses (falsificadores y malversadores y gentes de esa laya). Cerca de la base de la pirámide se hallaban los fascistas, los contra, los del artículo cincuenta y ocho, los enemigos del pueblo, los políticos. Y luego tenías a las langostas, los juveniles, los pequeños calibanes: hijos ilegítimos de la revolución, el desplazamiento y el terror, eran los huérfanos salvajes del experimento soviético. Sin sus leyes y protocolos sin sentido, los urkas habrían sido iguales a las langostas, sólo que más grandes. Las langostas carecían por completo de normas… Finalmente, tirados en el polvo estaban los comemierda, los que estaban en las últimas, los más míseros; ya no podían trabajar, y tampoco seguir soportando la tortura del hambre, así que lo que hacían era pelearse débilmente por bazofias y basuras. Como mi hermano, yo era un «elemento socialmente hostil», un político, un fascista. Huelga decir que yo no era fascista. Yo era comunista. Y seguí siéndolo hasta primeras horas de la tarde del 1 de agosto de 1956. Había también animales, animales reales, en nuestra granja animal. Perros.
La guerra civil de los urkas fue consecuencia de la tentativa de Moscú de minar tanto el poder urka como su ociosidad. Su política consistía en promover aún más a los urkas: en darles, a cambio de cumplir con ciertas tareas, paga y privilegios parecidos a los de los subalternos. Las putas eran los urkas que querían dejar de ser urkas para convertirse en cerdos; las bestias eran los urkas que querían seguir siendo urkas. Al principio, cuando empezó la guerra, nos dio la impresión de que iba a venirnos bien. De pronto los urkas tenían algo que hacer con su infinito tiempo libre —en lugar de torturar fascistas, su actividad primera—. Pero ahora la guerra entre las bestias y las putas estaba fuera de control. Al perder el monopolio de la violencia, los cerdos aplicaron aún más violencia. Había una ferocidad y aleatoriedad en el ambiente que empezaba a percibirse casi como abstracta.
Venus. ¿Recuerdas lo decepcionada que te sentiste con los cocodrilos en el reptilario del zoo porque «los lagartos no se movían jamás»? Imagina esa quietud hibernatoria, ese éxtasis fétido. Y de pronto un latigazo, una convulsión de instantaneidad fantástica; y al cabo de medio segundo uno de los cocodrilos está en una esquina, rígido y medio muerto por el shock, y sin la mandíbula superior. Pues así era la guerra entre las bestias y las putas.
Ahora bien, cuando hablo de esto —aquí y en otros momentos—, de Moscú y sus —así llamadas— políticas, lo hago con la seguridad del conocimiento de causa retrospectivo. Pero entonces no sabíamos lo que estaba pasando. Jamás tuvimos la menor idea de lo que estaba sucediendo.
El primer día de Lev (pasaría la mayor parte de él con los exámenes médicos y la asignación de trabajo) fue también el día mensual de descanso.
Me acerqué a él por detrás. Estaba en el patio, sentado en el muro bajo de piedra donde un día estuvo el pozo, con las rodillas juntas y los hombros hundidos. Trataba con sumo cuidado sus lentes rotas, e intentaba dar crédito a sus ojos.
¿Y qué es lo que estaba viendo? Lo más difícil de asimilar era la escala de las cosas —la desmesurada cantidad de espacio necesario para contenerlas—. En su línea visual había cinco mil hombres (y diez veces más a los lados, más allá, detrás). Cuando te acostumbrabas a ello, tenías que hacerte a la idea de estar viviendo en un sitio parecido a una base militar, donde a los reclutas los habían sacado de una espantosa casa de indigentes locos. O de un espantoso hospicio para indigentes. A la nariz y a la boca te llegaba el aliento húmedo del campo, de Norlag, y, de más lejos, el cemento fresco de la novísima ciudad ártica, la monumental dentadura postiza de Predposilov. Y al final tenías que absorber y aceptar la agitación incesante, la danza demente de los insectos palo…, la furia nerviosa del entorno.
Dije: No te des la vuelta, Dmitriko.
Nunca más volvería a llamarlo así. No eran tiempos de diminutivos. Nunca lo habían sido… Un administrador de campo que permitiera que dos familiares se viesen el uno al otro —y no digamos encontrarse y hablar; y no digamos vivir en el mismo lugar durante casi diez años—, sería castigado por lenidad criminal. Por otra parte, no necesitábamos ser maestros en simulación —o al menos así me lo parecía a mí— para evitar que se nos notara demasiado. Éramos medio hermanos, con apellidos diferentes, y por completo distintos físicamente. Resumiendo: mi padre, Valeri, era cosaco (y «disuelto» como tal cosaco en 1920, cuando yo tenía un año). El padre de Lev, Dmitri, era un campesino con posibles, o kulak (y «disuelto» como tal kulak en 1932, cuando Lev tenía tres años). Los genes de los padres habían resultado dominantes: yo medía uno ochenta y siete, y tenía el pelo negro y espeso y facciones correctas, mientras que Lev…
Parece que será mejor que lo describa ahora, a tu medio tío, para preparar el terreno para la bomba que te espera poco más allá de la página siguiente. Había algo como de palurdo, algo casi troglodítico en las asimetrías de su cara; era como si las facciones se le hubieran juntado sin la menor atención, como a oscuras. Hasta las orejas parecían pertenecer a dos personas completamente diferentes. Podrá decirse de ella lo que se quiera, pero no hay la menor duda de que mi nariz es una nariz, mientras que la de Lev era una mera protuberancia. Y cuando lo mirabas de perfil, te preguntabas: ¿eso es la barbilla o la nuez? De chico era bajo, muy delgado y enfermizo, un crío que mojaba la cama, tartamudo y con gafas con cristales de dos dedos de grueso. Lo único que tenía era la sonrisa (en el desastre de aquella cara habitaban los dientes de una mujer hermosa) y unos ojos azules llenos de vida, los ojos de la inteligencia. Sí, rotundamente: de un ser inteligente.
Dije: No te des la vuelta. Y cuando lo hagas que no se note que te alegras de ver a tu hermano mayor.
Se irguió; se alejó, dio un rodeo y volvió a entrar en mi campo visual. Por espacio de un instante no fui capaz de interpretar la expresión autoindulgente de sus ojos ligeramente entornados. Parecía, en aquel trance, alguien sencillamente ajeno. Después de la cárcel y los interrogatorios, al cabo del traslado, muchos de los recién llegados habían perdido ya el juicio, y temí que mi hermano fuera uno de ellos.
—Adivina lo que me ha pasado —dijo.
Dije, paciente: Te han arrestado.
—No; bueno, sí. Pero no. Me he casado.
Felicidades, dije. Así que por fin has dejado preñada a la pequeña Ada… ¿O era la pequeña Olga?
No me contestó. Mírale los ojos ahora —son los ojos de un Viejo Creyente—. Parte de su mente estaba en otra parte, danzando consigo misma. Era claramente un gran flechazo: un Grand Slam del amor. ¿Te ha pasado a ti alguna vez, Venus? El color del día cambia de pronto y se vuelve sombra. Y sabes que vas a recordar ese momento durante el resto de tu vida. Entonces, con una terrible contracción del corazón, dije:
No con Zoya…
Él asintió con la cabeza.
—… con Zoya.
… Hijo de puta, dije. Me di la vuelta y eché a andar por el patio.
Al cabo de unos instantes, me alejaba yo dando tumbos, encorvándome y enderezándome, sacudiendo la cabeza, rascándome el pelo, cuando sentí que me alcanzaba y seguía andando a mi lado…
—Lo siento. Por favor, no me odies. Lo siento tanto…
No, no lo sientes. Me volví. Y con la crueldad bien aprendida de un hermano mayor (prolongando al máximo la sonoridad del monosílabo), dije: ¿Tú?
Aspiramos con avidez el aire y miramos hacia el sector central del campo. ¿Y qué vimos? En el espacio de tres minutos vimos a una puta persiguiendo a toda velocidad a una bestia con un azadón ensangrentado en la mano, a un cerdo golpeando metódicamente con un garrote a un fascista hasta derribarlo, a una serpiente haragana rebanándose los dedos de la mano izquierda que le quedaban, a una pandilla de langostas enfangando a un viejo comemierda en un montón de estiércol, y por último a una sanguijuela que, con los dientes hacia fuera, en ángulo recto con las encías (escorbuto), hacía denodados esfuerzos por comerse uno de sus zapatos.
Lo susurré: Lev y Zoya se han casado. Si logro sobrevivir a eso, no moriré jamás.
—No, hermano, no morirás jamás.
Suspirando con heroísmo, añadí con voz clara:
Y tú podrás sobrevivir a esto. Tendrás que hacerlo.