2. LA CASA DE LOS ENCUENTROS

Hubo cierta ceremonia por mi parte, recuerdo, en la forma de enseñarle a mi hermano pequeño el lugar donde recibiría a su desposada. Y digo «desposada». Llevaban casados ocho años, pero ésta sería su primera noche juntos como marido y mujer… Sales de la zona en dirección norte, y al cabo de algo menos de un kilómetro te desvías hacia la izquierda y subes por el empinado sendero y el inverosímil tramo de viejos escalones de piedra. Y helo allí: más allá, en la cuesta del monte Schweinsteiger, se alza la casita de dos plantas llamada la Casa de los Encuentros, y, a un lado, su envidiado anexo, una solitaria cabaña de troncos que era como el reducto de la completa libertad.

Sólo una habitación, por supuesto: el camastro estrecho de sábana afelpada y manta gris y pesada como una losa, el barril de agua con la jarra de hojalata atada con una cadena, el cubo para las deyecciones —impoluto y con una discreta tapa de madera—. Y la silla (sin brazos, sin respaldo), y la bandeja de la cena: dos trozos de pan del tamaño de un puño, un arenque entero (ligeramente verde por los bordes) y la gran jarra de caldo frío con al menos cuatro o cinco bolitas de grasa flotando en la superficie. Se habían empleado muchas horas en preparar todo aquello, y muchas manos.

Lev silbó.

Dije: Bien, chiquillo, hemos hecho un buen trabajo. Mira.

—Santo Dios —dijo él.

Y saqué del bolsillo un termo grueso y corto de vodka, los seis cigarrillos (liados con papel de periódico del Estado) y las dos velas.

Puede que aún se estuviera recuperando de la manguera de presión y de la esquiladora (tenía gotitas de sudor encima el labio superior). Pero entonces me dirigió la mirada que yo conocía tan bien: el rictus triste, con las dos uves invertidas en mitad de la frente. Lo tomé —sin apenas temor a equivocarme— por una expresión de duda sexual. Duda sexual: esa rémora exclusivamente masculina. Dime, querida mía: ¿para qué sirve tal duda? La respuesta utilitaria, supongo, sería que sirve para que nos abstuviéramos de reproducirnos si estábamos débiles o enfermos o éramos, simplemente, demasiado viejos. Quizá, también —y esto se daría en la fase de concepción de la idea masculina—, podría ser que los fiascos ocasionales, o el fiasco como posibilidad siempre presente, hayan contribuido a que los varones se mantengan castos. Y esto sólo se daría en la fase de concepción de la idea.

Lev, muchacho, le dije. Esto es un maldito paraíso. Y luego le dije, con la falta de seguridad que la cosa requería: No esperes mucho. Ella no espera mucho. Así que no esperes mucho tú tampoco.

Él dijo:

—No creo que yo esté esperando mucho.

Nos abrazamos. Al enderezarme después de agachar la cabeza para salir de la cabaña vi en el alféizar interior de la ventana algo que antes no había visto —y muy agrandado gracias al efecto lupa de un abombamiento del cristal—. Era un tubo de ensayo, de base redondeada y mantenido en pie en una pequeña peana de madera tallada a mano. Una única flor, silvestre, sin tallo, flotaba dentro de él, desbordándolo —una flor de un amoroso tono borgoña—. Recuerdo que pensé que parecía un experimento sobre la idea masculina. Un experimento poético, tal vez, pero experimento al fin.

El guardia dio un paso al frente y me hizo un gesto con su arma: debía ir delante de él por el sendero. En dirección contraria se acercaba —también escoltada— mi cuñada. Aquella manera de andar, su famoso tambaleo altivo… Ponía el mundo en movimiento.

Nos adentrábamos ya en las cinco semanas del verano ártico. Era como si la naturaleza despertara en julio y se diera cuenta de lo abandonados que tenía a sus invitados. Y luego, por supuesto, se propusiera subsanarlo con creces. Había algo de demasiado efusivo e histérico en el espectáculo que montaba a continuación: el sol, con el disco encendido, mirándonos, en alerta constante; la alfombra roja de las flores del campo, los colores, exuberantes pero tan virulentamente irritantes que hacían que me picaran los ojos; y los regocijados mosquitos, gordos como colibríes. Seguí andando bajo una red de mosquitos de todo tamaño y tipo. Había, recuerdo, una enorme y brillante nube gris por encima de nuestras cabezas; y su punta más avanzada parecía como mellada, y estaba a punto de desmenuzarse y deshacerse en lluvia.

La noche del 31 de julio de 1956: la noche de la verdad. ¿Cómo la pasé yo?

Primero, el Café del Conde Krzysztov. En el Café del Conde Krzysztov sucedió lo siguiente: tratando de no reírse, Krzysztov te servía una taza de jugo de estiércol negro y caliente; y, tratando de no reírte, tú te la bebías. Krzysztov me contó, entre otras cosas, que iba a haber una conferencia en el comedor a las ocho de la tarde. Sobre Irán. Las conferencias sobre otros países, sobre todo países limítrofes, siempre tenían mucho éxito («Los maoríes de Nueva Zelanda» seguro que no atraía a multitudes, pero cualquier cosa sobre Finlandia o Afganistán llenaba el comedor). Ello se debía a que las descripciones de la vida al otro lado de la frontera daban pábulo a fantasías de huida. Los hombres se quedaban allí sentados, con cara de pasmados, como si estuvieran viendo a una bailarina exótica. Por razones parecidas, la representación de más éxito jamás llevada a escena fue una función doble: dos anodinas y anónimas y pequeñas piezas tituladas Tres gandules y Kedril el Tragón. Eran tan populares que solían representarse casi mensualmente; y Lev y yo siempre nos abríamos paso a codazos para conseguir un sitio. Ah, el culto de los Tres gandules y de Kedril el Tragón… Pero aquella noche me apetecía evitar los estímulos. En lugar de esa distracción, pues, busqué algo que me deprimiera un poco. Así que hice una visita a Tania.

Nuestro campo era mixto desde 1953 —año en que se derribó el muro divisorio—, y muchos de nosotros teníamos amigas. Concebíamos una amplia gama de nombres genéricos para ellas (como hacían ellas con nosotros: «mi ídolo», «mi papaíto», «mi Tristán», «mi Dafnis»), y podías saber mucho de un hombre por la forma en que se refería a su chica. «Mi Eva», «mi diosa», o incluso «mi esposa» indicaban que se trataba de un romántico. Otros individuos menos maniáticos empleaban todo posible sinónimo de la cópula, amén de todo posible sinónimo de la vulva. Pero aunque había relaciones «de verdad» (embarazos, abortos, y hasta matrimonios y divorcios), el noventa por ciento —diría yo— eran absolutamente platónicas. Sé que la mía lo era. Tania era una obrera fabril, y no había cometido ningún delito político. Pero había «reincidido tres veces». Lo había hecho tres veces: había llegado tres veces tarde al trabajo. Con menos ternura de lo que a primera vista pueda parecer, yo la llamaba «mi Dulcinea»: como la dueña del Quijote, era en gran medida un proyecto de la imaginación.

El amor de un preso por otro podía ser algo de una gran pureza. Había, de hecho, enormes cantidades de amor frustrado, de amor irredento, en el archipiélago de los esclavos. Declaraciones de amor, esponsales, manos enlazadas a través de la alambrada. Una vez, en un campo de tránsito, vi una boda en masa espontánea (con cura incluido) de veintenas de perfectos desconocidos, a quienes acto seguido se volvió a separar y conducir en direcciones contrarias… Lo mío con Tania era algo prosaico y banal. Simplemente había descubierto que al tener a alguien a quien cuidar, o a quien buscar, apuntalaba mi voluntad de sobrevivir. Y eso era todo.

Aquella noche nuestra cita no fue ningún éxito. En el campo era algo axiomático que las mujeres eran más duras y más resistentes que los hombres. Les dábamos lástima y hacían de madres. También a ti te habríamos dado lástima y también tú habrías hecho de madre con nosotros. Nuestra suciedad, nuestros harapos, la forma en que íbamos cayendo en el abandono sin remedio… Eran más fuertes; pero el precio que pagaban era la pérdida de toda esencia femenina, de la última gota de su rocío. «Soy al mismo tiempo vaca y toro», escribió la poetisa del campo. «Una mujer y un hombre.» Ya no segregaban hormonas. Y lo mismo nos pasaba a nosotros. Estábamos —unas y otros— abocados a una tierra de nadie.

Yo solía hacer magia con Tania, y recreaba la criatura deliciosa que seguro que había sido cuando era libre. Pero aquella noche, mientras estuvimos sentados durante una hora en los tres tocones del claro de detrás de la enfermería, lo único que pude sentir fue una especie de fascinación insensible. Su boca. Su boca se parecía a esos jeroglíficos grabados que se ven en los muros de las celdas de los solitarios prototípicos, en los cómics, en las ilustraciones de las novelas del siglo XIX sobre confinamientos épicos: una línea horizontal sobre seis rayas verticales (que representan una semana más en la vida del cautivo). El único impulso que pudiera asemejarse a deseo que Tania despertaba en mí eran unas fugaces y apremiantes ganas de comerle los botones de la camisa, que estaban hechos de bolas de pan masticado. Oh, sí: y la textura de lija de la carne arrebolada de sus mejillas, al crepúsculo blanco, me hacía anhelar la cáscara de una naranja. Una semana después la trasladaron. Tenía tu edad. Veinticuatro años.

Llegó la medianoche, y se fue. Cuando llegas al campo, los siete pecados capitales adoptan una nueva configuración. Tus pilares en la vida en libertad, la soberbia y la avaricia, los echas por la borda al instante, y los sustituyes —como obsesiones desenfrenadas, fuente de insospechados deleites— por otros dos que antes jamás tuviste en mente: la gula y la pereza. Mientras mi mente vigilaba la Casa de los Encuentros, donde Lev yacía con una mujer con apariencia de mujer, yo yacía solo con los otros tres pecados capitales: la envidia, la lujuria y la ira.

Ahora se oía a mi alrededor el débil pero unánime sonido como de unas bocas que salivaban y sorbían. Incluso podría haberme resultado alentadoramente lúbrico si no hubiera sabido lo que era. Pero lo sabía. Era el sonido de tres centenares de hombres comiendo en sueños.

La vida era fácil en 1956. Había suciedad y frío, hambre y odio; pero la vida era fácil. Iósif Vissariónovich había muerto, Beria había caído y Nikita Serguéievich pronunció el Discurso Secreto.[3] El Discurso Secreto causó una conmoción planetaria. Era «la primera vez» que un líder ruso reconocía las transgresiones del Estado. La primera vez. Y la última, más o menos. Pero volveremos sobre ello.

Iósif Vissariónovich: conocía su cara mejor que la de mi propia madre. Su sonrisa mostachosa de sargento de reclutamiento (te quiero a ti) y sus ojos amarillentos, resentidos, montañeses, escrutadores desde las sombras del risco o la grieta.

Él te quiere a ti, pero tú no le quieres a él. Utilizo la forma «correcta», el nombre cristiano y el patronímico, Venus, para marcar distancias. Durante muchos años esa distancia no existió. Debes esforzarte por imaginarlo, la repulsiva proximidad del Estado, de su olor corporal, de su aliento en tu nuca, de su mirada estúpidamente expectante.

Al final sientes sobre todo vergüenza por haber sido tan íntimamente moldeado por semejante presencia. Por un llenacielos y abarcaocéanos como Iósif Vissariónovich. Y peleé en la guerra que tuvo con el otro: el de Alemania. Estos dos líderes tenían ciertas cosas en común: la baja estatura, la mala dentadura, el antisemitismo. Uno tenía una memoria excepcional; otro era un orador histérico, pero sin duda tremendamente persuasivo (por lo menos para aquella nación y en aquel momento). Y estaba también, por supuesto, la intensidad de su voluntad de poder. Por lo demás, ambos eran personas grises.

«No soy un personaje de novela», dice el Razumov de Conrad más de una vez (a medida que el pavoroso dilema va materializándose en torno a él), y muy razonablemente, creo. Yo tampoco soy un personaje de novela. Como muchos otros millones de personas, mi hermano y yo somos personajes de una obra de historia social «desde abajo», en la era de los seres insignificantes y titánicos.

Pero la vida, en 1956, era fácil.