1. EL YENISÉI, 1 DE SEPTIEMBRE DE 2004

Mi hermano pequeño vino al campo en 1948 (cuando yo ya estaba allí), en el apogeo de la guerra entre las bestias y las putas…

No sería mala frase para empezar el relato como es debido, y estoy impaciente por escribirla. Pero no aún: «¡Aún no, aún no, mis preciosas!» Es lo que el poeta Auden solía decirles a los versos, a las locuaces epístolas que parecían apremiarlo para nacer antes de tiempo. Aún es demasiado pronto para hablar de la guerra entre las bestias y las putas. Habrá guerra en estas páginas, inevitablemente: he luchado en quince batallas, y, en la séptima, poco me faltó para que me castrara un misil insignificante (un perno de hierro de casi un kilo y medio de peso), que se me quedó incrustado en la parte interior del muslo. Cuando te hieren tan gravemente, durante la primera hora no sabes si eres hombre o mujer (o si eres viejo o joven, o quién fue tu padre o cómo te llamas). Unos cuantos centímetros más arriba, como suele decirse, y no habría habido historia que contar…, porque ésta es una historia de amor. De acuerdo, de amor ruso. Pero amor al fin y al cabo.

La historia de amor es triangular, y el triángulo no es equilátero. A veces me gusta pensar que el triángulo es isósceles: ciertamente acaba en una punta muy afilada. Pero seamos honestos y admitamos que el triángulo sigue siendo brutalmente escaleno. Confío, querida mía, en que tengas un diccionario a mano. Nunca hubo que animarte mucho para que respetases como es debido los diccionarios. Escaleno, del griego skalenós: desigual.

Es una historia de amor. Así que, por supuesto, he de empezar por la Casa de los Encuentros.

Estoy sentado en el comedor en forma de proa de un vapor de turistas, el Georgi Zhukov, en el río Yeniséi, que discurre desde las estribaciones de las cordilleras de Mongolia hasta el océano Ártico, hendiendo así la llanura eurasiática septentrional —una distancia de unas dos mil quinientas verstas—. Dadas las distancias rusas, y lo arduo de la vida en Rusia, uno imaginaría que una versta equivale a…, no sé, sesenta y tres kilómetros, por ejemplo, cuando de hecho mide poco más de un kilómetro. Pero sigue siendo un largo viaje. El folleto describe el crucero como «un viaje a ese destino de toda una vida» —frase que lleva en su seno una resonancia poco grata—. Téngase en cuenta, por favor, que nací en 1919.

A diferencia de en todas las demás partes, aquí el Georgi Zhukov no es ni una cosa ni otra: ni futuristamente plutocrático ni futuristamente austero. Es la viva imagen del Komfortismus viejo, prácticamente zarista. De la linea de flotación para abajo, donde los miembros de la tripulación y del servicio duermen y arman jarana, el barco es, claro está, una ruina fétida; pero mírese el comedor, con sus colgaduras de tono dorado y miel, y sus terciopelos rojos de lupanar. Y la carga es liviana. Yo tengo un camarote de cuatro literas para mí solo. El tour del Gulag —me dice el sobrecargo— nunca ha acabado de gustar… Moscú es impresionante…, sombríamente fantástico en su riqueza. Y San Petersburgo, también, sin duda, después de su cumpleaños de mil millones de dólares: tricentenario de la ciudad construida por esclavos y «robada al mar». Y ahora todos los demás lugares están debajo de la línea de flotación.

Mi visión periférica percibe un cerco de camareros que se inclinan, listos para saltar. Por dos razones. La primera: que estamos ya en el penúltimo día del viaje, y que a estas alturas ya es de dominio público a bordo del Georgi Zhukov que soy un viejo cascarrabias y malhablado, enorme y melenudo, pero no con esa sedosa cabellera blanca del anciano chocho y poco protestón, sino con greñas cortadas a tijeretazos y de un gris desapacible. También saben, a estas alturas, que doy unas propinas que rozan la psicopatía. Ignoro por qué. Supongo que desde el principio he sido de los que dejan un veinte por ciento en lugar de un diez por ciento. Y a partir de entonces no he hecho más que ir aumentado día a día el porcentaje, lo cual es ridículo. Siempre he llevado en el bolsillo un montón de efectivo, incluso en la extinta Unión Soviética. Pero ahora soy rico. Para información general (y yo doy la información que se me antoja), diré que sólo tengo una patente, pero con múltiples aplicaciones: un mecanismo que mejora significativamente el «juego» de las extremidades protéticas… Así que todos los camareros saben que si sobreviven a mis arrebatos cloacales, al final de cada comida les espera un buen pellizco. Apuntalado ante mí, un libro de poemas. No de Mijaíl Lérmontov ni de Marina Tsvietáieva. Sino de Samuel Coleridge. El marcador de páginas que utilizo es un sobre grueso con una larga epístola dentro. Lleva en mi poder veintidós años. Un viejo ruso, de regreso a casa, ha de llevar consigo un recuerdo significativo —su deus ex machina— La carta no la he leído aún, pero lo haré. Lo haré, aunque sea la última cosa que haga en este mundo.

Sí, sí, lo sé… Los viejos no deben jurar. Tú y tu madre teníais toda la razón al poner los ojos en blanco cuando me oíais. Un espectáculo ciertamente lamentable, sin la menor gracia: una boca anciana soltando sapos y culebras, con dentadura postiza o sin dientes, y labios medio borrados de tan lamidos. Y lamentable porque es una protesta tan nítida contra las facultades que nos abandonan: decir «joder», por ejemplo, es la única cosa procaz que aún podemos permitirnos. Pero me gustaría hacer hincapié en las propiedades terapéuticas de las palabrotas. Todos aquellos que han sufrido de verdad conocen el alivio que al cabo procuran, hundir la cabeza y, una hora tras otra, llorar y maldecir… Dios, mira estas manos. Son del tamaño de tablas de queso, no, de quesos, de quesos enteros, con sus oquedades y sus ondulaciones, con su blandura, su verdín. He herido a muchos hombres y mujeres con estas manos.

El 29 de agosto cruzamos el Círculo Polar Ártico, y hubo una celebración muy completa a bordo del Georgi Zhukov. Un acordeón, un violín, una guitarra toda enjoyada, chicas con blusas de la vida alegre, un borracho con pantalones de montar que fingía una y otra vez bailar la danza cosaca y se caía continuamente del taburete. Yo ahora tengo una resaca que, dos días después, no hace más que empeorar por momentos. Y a mi edad, ochenta y muchos años —como suelen decir ahora (en lugar de «casi nonagenario»,[1] por las connotaciones poco afortunadas que esta última expresión entraña)—, no hay lugar para la resaca, sencillamente. Dios, oh Dios… Oh Dios oh Dios oh Dios. No creía que aún fuera capaz de contaminar mi organismo tan a conciencia. Peor aún: he sucumbido. Sabes perfectamente a qué me refiero. Me uní a todos los brindis (nos pusieron un minicontenedor para que pudiéramos romper las copas dentro), y canté todas las canciones. Lloré por Rusia, y sequé mis lágrimas en la bandera. Hablé un montón del campo —de Norlag, de Predposilov—, y hacia el alba empecé a impedir físicamente que cierta gente abandonara el bar. Luego hice algunos destrozos de consideración en mi camarote, y al día siguiente tuvieron que trasladarme a otro, en medio de una ventisca de maldiciones y de billetes de veinte dólares.

Georgi Zhukov, general Zhukov, mariscal Zhukov: serví en uno de sus ejércitos (estaba al mando de todo un frente) en 1944 y 1945. También contribuyó a salvarme la vida —ocho años después, en el verano de 1953—. Georgi Zhukov fue el hombre que ganó la Segunda Guerra Mundial.

Nuestro barco gruñe, como si estuviera echándose al hombro más cargas y tareas. Me gusta ese ruido. Pero cuando las puertas de la cocina se abren de golpe y chirriando oigo la música del radiocasete (cuatro por cuatro, una voz adolescente gritando cosas sobre descubrirse a sí mismo), me hace daño en los oídos. A un solo parpadeo de mi ojos, claro está, los camareros entran en tromba en la cocina. Cuando eres viejo, los ruidos te llegan como un dolor. El frío te llega como un dolor. Cuando salga a cubierta esta noche, cosa que pienso hacer, la nieve húmeda me llegará en forma de dolor. No era así cuando era joven. El despertar: eso sí dolía, y a medida que pasaban los días dolía más y más. Pero el frío no dolía. (Por cierto, trata de gritar y maldecir más arriba del Círculo Polar Ártico, en invierno: las lágrimas se te hielan al momento, y hasta las obscenidades se vuelven gotitas de hielo y caen con un tintineo a tus pies.) Te debilitaba, te minaba profundamente, pero no te llegaba en forma de dolor. Respondía a algo. Era como un reflector haciendo un barrido por el universo de nuestro odio.

Ahora ya no es el radiocasete, sino una radio. Levanto la mano. Eso sí está permitido. Hoy hemos visto el comienzo del secuestro de la Escuela de Enseñanza Media Número 1, en Osetia del Norte. Coincidió que algunos de los niños estaban mirando en el momento en que los pistoleros —hombres y mujeres— cruzaron la vía del tren con sus pasamontañas negros, y se rieron y los señalaron con el dedo, pensando que se trataba de un juego o de unas prácticas. Luego la furgoneta se detuvo y el grupo armado saltó al suelo, y el pistolero con la enorme barba anaranjada dijo: «Rusos, rusos, no tengáis miedo. Vamos, vamos…» Las autoridades dicen que son trescientos o cuatrocientos, pero en realidad hay más de un millar de rehenes —niños, padres, profesores—. Y ¿por qué estamos ya preparándonos para algo cercano al peor de los desenlaces posibles? Y ¿por qué nos estamos ya preparando para ese fenómeno que el mundo entero comprende: la torpeza de Rusia? ¿Por qué tenemos las manos tan torpes y pesadas? ¿Qué es lo que las lastra?

Otro café, otro cigarro y subo a cubierta. El vasto territorio siberiano, la inmensidad verde oliva —te asustaría, creo; pero hace que los rusos se sientan importantes—. La masa de la tierra, del campo, el tamaño de su parte del planeta: eso es lo que nos obsesiona, eso es lo que subvierte la cordura del Estado… Estamos avanzando hacia el norte, pero río abajo. Lo cual se percibe como anómalo. Desde cubierta es como si el barco estuviese inmóvil y fueran las orillas las que se desplazaran. Estamos quietos; las orillas fluctúan, cabecean. Eres impelido hacia delante por una fuerza que se desplaza en sentido contrario. Tienes la sensación, también, de que te ciernes sobre los hombros del mundo y te diriges hacia una catarata infinita. Donde empezarían los monstruos.[2]

Mis ojos, en el sentido conradiano del término, han dejado de ser occidentales para empezar a ser orientales. Vuelvo al seno de una vasta familia de los suburbios. Ahora tienen que valerse por sí mismos. Todo el dinero tendrá que ser dividido entre los delincuentes y el Estado.

Es curioso. Teclear la palabra «Kansas» sigue pareciéndome tranquilizadoramente banal. Y teclear la palabra «Krasnoyarsk» sigue pareciéndome absolutamente grotesco. Podría, por supuesto, teclear «K…», al modo de un escritor de otra época. «Viajó a M…, la capital de R…» Pero ahora ya eres una chica mayor. «Moscú», «Rusia»: no son sitios que no hayas visto nunca. Mi lengua materna…, me doy cuenta de que me apetece usarla lo menos posible. Si Rusia se está deshaciendo, el ruso ya se ha deshecho. Tardamos mucho, ¿sabes?, en crear un lenguaje del sentimiento. El proceso fue interrumpido al cabo de un siglo escaso, y en la actualidad todas las asociaciones y connotaciones se han perdido. Debo decir que al contar mi historia en inglés todo resulta coherentemente eufemistico, haciéndolo como lo hago, además, en un inglés inglés al estilo antiguo. Mi historia sería aún peor en ruso. Porque en verdad es una historia de articulaciones sibilantes y guturales.

El resto de mi ser, pese a ello, se está volviendo oriental, se está rusificando otra vez. Así que, de aquí en adelante, mantente atenta a otros rasgos nacionales: la libertad respecto de toda responsabilidad y escrúpulo, la defensa enérgica de opiniones y creencias no sólo irreconciliables sino mutuamente excluyentes, la debilidad por un humor de miseria y cinismo, la tendencia a hablar con más pasión cuando se es más insincero, y la sed de argumentaciones abstractas (abstractas hasta el extremo de la pretenciosidad) en los momentos más intempestivos —en mitad de una evasión carcelaria, por ejemplo, o en el punto álgido de una revuelta del cólera o en la fase más sepulcral de una hambruna del Terror.

Bueno, y una cosa, para quitárnosla de encima. No es la Unión Soviética lo que me disgusta. Lo que no me gusta es la llanura eurasiática del norte. No me gusta la «democracia directa», y no me gusta el poder soviético, y no me gustan los zares, y no me gustan los señores feudales mongoles, y no me gustan las dinastías teocráticas del viejo Moscú y el viejo Kiev. No me gusta el imperio multiétnico de la tierra de los doce husos horarios. No me gusta la llanura eurasiática septentrional.

Por favor, sé indulgente con mi pequeña excentricidad en el uso de los diálogos. No estoy siendo ruso. Estoy siendo «inglés». Y me da la impresión de que no está bien citarse a uno mismo. Digámoslo así.

Sí, en el nivel individual, Venus, bien podría ser cierto que el carácter es el destino. Y viceversa. Pero en un nivel más general el carácter no significa nada. En un nivel más general, el destino es la demografía; y la demografía es un monstruo. Cuando te fijas bien, cuando examinas el caso ruso, percibes las sacudidas de una fuerza colosal, de una fuerza no sólo ciega sino absolutamente insensible. Como un terremoto o un maremoto. Hasta ahora no había sucedido nunca nada parecido.

Tengo delante de mí, en la pantalla del ordenador, el gráfico con las dos líneas rizadas que se intersecan, una rosa y la otra azul. La tasa de natalidad, la tasa de mortalidad. Lo llaman la cruz rusa.

Cuando mi país empezó a morir, yo estaba allí: la noche del 31 de julio de 1956, en la Casa de los Encuentros, justo encima del paralelo sesenta y nueve.