Eran las 4.57 de la tarde.

Frente al Concert Hall, rutilante con su iluminación de las grandes solemnidades, en la enorme plaza del mercado limpia de nieve, varios millares de personas, arracimadas para defenderse del frío, esperaban la llegada de los rezagados, con la ilusión de verlos vestidos con sus trajes de etiqueta. La atmósfera estaba cargada de orgullo cívico y de un espíritu pródigo y festivo. Durante una hora, los numerosos mirones habían contemplado encandilados la llegada incesante de «Rolls-Royces», «Cadillacs», «Daimlers», «Facel Vegas» y una docena más de coches extranjeros, muchos luciendo banderines de distintas embajadas y legaciones en los guardabarros delanteros, junto con algunos «Saabs» y «Volvos» suecos, y todos se detenían ante la pétrea escalinata del auditorium. Se apeaban los caballeros en traje de etiqueta y chistera y las señoras envueltas en abrigos de pieles, que cubrían sus largos trajes de noche.

Una multitud menor, pero más apretada y que se hallaba contenida por numerosas fuerzas de policía, se había reunido frente a la entrada del escenario, que se abría en Oxtorgsgatan, donde un «14» iluminado se proyectaba sobre la arcada del portal. Por aquella puerta, el rey y su séquito habían efectuado su entrada, en medio de vítores y aplausos, y por ella pasaron también los nuevos y los antiguos laureados, junto con los miembros de las diversas academias. En el exterior había un rótulo que rezaba Tystnad!, palabra que significaba silencio, pero que todo el mundo sabía que sólo se respetaba en las ocasiones corrientes, cuando se celebraban conciertos de música sinfónica. En cambio, aquella noche no había silencio que valiese y todo el mundo se entregaba al más ruidoso regocijo.

La entrada lateral conducía a un dédalo de corredores y escaleras, por el que se llegaba a la espaciosa zona del Konserthuset, situada entre bastidores. Allí se habían reunido ya los participantes en la Ceremonia final. El conde Bertil Jacobsson los disponía apresuradamente en hileras… los representantes de las comisiones Nobel a la izquierda, los laureados presentes y anteriores a la derecha.

Jacobsson bullía entre los laureados, dándoles instrucciones y consejos, colocando a cada uno en su sitio, de acuerdo con el protocolo.

Llegó junto a Denise y Claude Marceau, con el propósito de recordarles cuál era su lugar, pero los halló enfrascados en animada conversación. La expresión de Denise era vehemente y la de Claude contrita. Denise decía:

Oui, tengo tu palabra sobre esta, pero… ¿Y sobre la próxima? ¿Podré confiar alguna vez en ti…?

Claude la interrumpió, desviando la conversación hacia el trabajo de laboratorio que les esperaba. Hablaba de proteínas y de moléculas de glucosa cuando Jacobsson, sintiéndose algo violento, decidió continuar su recorrido.

A continuación vio que Cario Farelli y John Garret se hallaban enfrascados en un animado coloquio. Se preguntó si debía molestarlos, pero antes de que pudiera decidirlo notó una mano en el codo. Volviéndose, vio al profesor Max Stratman mirándolo con expresión preocupada.

Jacobsson siguió al premio de Física a un lado.

—Conde —le dijo Stratman—, estoy muy preocupado. No he visto a mi sobrina desde esta mañana.

—Debe de estar entre el público.

—No, no lo creo. Esta tarde míster Craig me dejó una nota para decirme que se iba a pasear con ella —no me dijo dónde— y que se reunirían con nosotros aquí, antes de la Ceremonia. Pero ¿dónde está míster Craig?

—Pues verá, yo…

Jacobsson miró a su alrededor. Aún no había contado a los presentes, pues suponía que no faltaba nadie. Sin embargo, no distinguió a Craig entre los reunidos.

—Debe de estar en alguna otra parte.

—Yo no lo he visto, conde.

—No faltará, puede usted estar seguro.

Sin embargo, Jacobsson experimentó también cierta preocupación.

Antes de que pudiese realizar más averiguaciones, empezaron a tocar las trompetas en el escenario.

Inmediatamente Jacobsson empezó a desplegar una actividad febril. Palmoteó reclamando la atención general.

—¡A ver, escúchenme todos! Diríjanse a sus lugares… han sonado las trompetas… el rey efectúa su entrada… nosotros lo seguiremos.

En el gigantesco auditorium del Konserthuset de Estocolmo, los 2100 espectadores, distribuidos en el fondo de la platea y en el anfiteatro, se levantaron de sus asientos de terciopelo rojo como una oleada para saludar al monarca de Suecia. Los soldados y marinos uniformados terminaron de atronar los ámbitos con sus trompetas y, bajando sus instrumentos, se colocaron en posición de firmes.

A los acordes de la Marcha Real se inició el fastuoso desfile.

Se abrió una de las diez puertas de entrada a la platea y cruzando frente a una columna blanca salió el rey de su salón particular, seguido inmediatamente por los miembros de la familia real y el séquito palaciego. El soberano ocupó su lugar en la primera fila de platea, junto al pasillo central, frente al escenario cubierto de flores, en el que se alzaba un atril rodeado de micrófonos, cuatro hileras de butacas vacías y las banderas pendientes de los mástiles inclinados que surgían entre los cuatro nichos ocupados por estatuaria clásica. Cuando el rey tomó asiento y las personas de su séquito ocuparon sus respectivas butacas, los dos mil espectadores también se sentaron.

Inmediatamente las puertas centrales del escenario se abrieron de par en par, entre el sonido de la trompetería, y por ellas penetraron en el escenario, formados de dos en dos, los miembros de las comisiones Nobel, acompañando cada uno de ellos a un laureado. A los acordes de la orquesta, mientras los miembros de las comisiones se sentaban a un lado y los laureados en el opuesto, el rey se puso en pie —era la única vez en que se levantaba antes que sus súbditos e invitados—, porque aquella noche saludaba a sus iguales, a los que pertenecían a la realeza del espíritu.

Jacobsson se sentó muy nervioso en su lugar del escenario. Paseó la mirada por la gran sala de conciertos y se sintió complacido en extremo. Ni siquiera le importaba demasiado la presencia de las dos detestables cámaras de televisión en el podio y las otras dos en sendos palcos. Todos los asientos de la platea estaban ocupados y daba gusto ver a tanta gente bien vestida. En los palcos del primer piso, reservados para los familiares de los laureados, distinguió a mistress Saralee Garrett junto a la Signora Margherita Farelli, acompañadas de miss Leah Decker. Había una butaca vacía, que debía de ser para miss Emily Stratman.

El escenario resplandecía bajo los verdes helechos y una montaña de crisantemos blancos. Jacobsson examinó a hurtadillas las hileras de butacas. Todas estaban ocupadas menos dos, y a la sazón ya no tenía que pasar revista para saber quién faltaba. Al otro lado de la larga escalinata, cubierta de alfombras orientales, que descendía desde la puerta abierta en el fondo del escenario, observó un vacío entre los envarados miembros de las comisiones. Faltaba el doctor Carl Adolf Krantz, que tenía que hacer la presentación del profesor Max Stratman. Esto era desagradable, pero no grave.

Lo que era verdaderamente grave era la butaca vacía contigua a la suya y que debía haber estado ocupada por míster Andrew Craig. Nunca jamás, en la larga historia del Premio Nobel, un laureado convocado a Estocolmo había dejado de asistir a la Ceremonia. Si Craig no se presentaba, su ausencia adquiriría caracteres de insulto nacional y de escándalo internacional. La butaca vacía asumió dimensiones descomunales a los ojos de Jacobsson. El anciano aristócrata dio en el silencio gracias al cielo por la larga duración del programa, que podía dar tiempo a que la butaca aún fuese ocupada.

De pronto, Jacobsson se dio cuenta de que había llegado el momento de declarar abierto el acto.

Poniéndose en pie, se dirigió al atril, sobre el que estaba colocado su discurso de salutación. Hizo una reverencia al rey y luego miró hacia el público. Ninguno de los presentes podía conjeturar lo que entonces ocupaba su cerebro. Krantz embargaba sus pensamientos… Krantz, y Andrew Craig.

¿Qué podía haberles sucedido?

Krantz iba delante, seguido por Craig, hasta que ambos llegaron a la proa de un yate de lujo, de palos muy inclinados, que se mecía suavemente en las aguas del canal. Craig, inspeccionando el casco de roble blanco, planchas de caoba y la elevada cabina del piloto, que se entreveía en la semioscuridad, se dijo que debía de tener unos trece metros de eslora y estar provisto de motores de 110 caballos de fuerza.

—Pase usted primero —dijo Craig.

Krantz abordó cuidadosamente la embarcación por su parte central, descendiendo los dos peldaños hasta la cubierta de pino blanco. Craig le siguió al instante.

Antes de que pudieran dar un paso más, se oyeron suaves y presurosas pisadas y de las tinieblas surgió un joven sueco rubio, atlético y de aspecto enfurruñado, vestido con chaqueta azul marino, pantalones de mono y calzando zapatos blancos de tenis. Tenía la mano derecha metida en el bolsillo. Al reconocer a Krantz, lo saludó y luego miró fríamente a Craig.

Krantz habló en sueco con rapidez, pero con tono autoritario. El joven, después de escucharlo, contestó también en sueco, con voz casi imperceptible.

Krantz se volvió hacia Craig:

—Todo está conforme, pero insiste en cachearlo.

Craig se encogió de hombros.

—Está perdiendo el tiempo, pero que lo haga, si quiere.

Levantó obedientemente los brazos y el joven sueco palpó con mano experta y rápida el pecho y las caderas de Craig, los bolsillos de su chaqueta y los bolsillos del pantalón.

Craig bajó los brazos satisfecho mientras el joven sueco decía algo a Krantz.

—Dice que podemos pasar —explicó Krantz.

Mientras avanzaban, Craig observó que el joven sueco no les quitaba la vista de encima y que, detrás de él, había aparecido una figura más alta, que apenas se veía entre las tinieblas.

—¿Cuántos son? —preguntó Craig en voz baja.

—Dos.

Mientras cruzaban la cubierta, Craig observó que la obra muerta del yate era de caoba natural bruñida. Se preguntó de quién podía ser aquella lujosa embarcación, pero pensó que en el fondo esto no le importaba. Así llegaron a la escalera de la cámara. Al descender bajo cubierta, Craig percibió los olores propios de un yate, que surgían de los adornos de latón, la caoba, las cubiertas fregadas, la pintura reciente, la gasolina y el petróleo, a todo lo cual se mezclaba la estimulante fragancia salobre del Báltico.

El corredor por el que penetraron le produjo una sensación de claustrofobia.

—¿Dónde están? —preguntó Craig.

—Walther Stratman está en la cámara. Miss Stratman se halla descansando en el pequeño camarote contiguo.

—Déjeme verla a ella primero.

Krantz, que se desvivía por atenderlo después de su rendición incondicional, guió a Craig, haciéndolo pasar frente a una taquilla y frente a la cocina con sus cuatro fogones, hasta llegar a la puerta del camarote, con su reluciente pomo de latón.

—Es aquí —dijo Krantz.

—¿Cómo sabe usted que es aquí?

—Le dieron calmantes —respondió el sueco a regañadientes—. La impresión que le causó ver a su padre fue tan grande, que se desmayó. Entonces le dieron algo para calmarla y que descansara.

—Muy bien, déjemela ver.

Ambos entraron en el camarote.

Daba la impresión de un guardarropa alargado y bien iluminado, provisto únicamente de una silla, una repisa que hacía las veces de mesita de noche y una litera.

Emily yacía muy encogida sobre la litera, bajo una pequeña portilla oblonga y vuelta de espaldas a la puerta. Como la calefacción estaba puesta y en el reducido camarote hacía mucho calor, ella se había bajado hasta la cintura la sábana de algodón blanco que la cubría. Vestía un suéter gris claro con una falda azul. Las dos piezas se habían separado y mostraba su curvado espinazo con una porción de su espalda desnuda y la cinta elástica de su ropa interior rosada. Al pie de la litera tenía sus escarpines y sobre la silla estaba cuidadosamente doblado su grueso abrigo.

Prestando oído, Craig percibió su ligera respiración. Eckart había cumplido su promesa: la joven estaba viva y al parecer no había sufrido daño alguno.

—¿Ve usted? —se apresuró a decir Krantz—. Todo va bien.

—Sí, perfectamente —repuso Craig, irónico.

—Espere un momento —dijo Krantz—. Yo iré a la cámara para explicar lo que ocurre a Walther Stratman.

Krantz desapareció por una puerta de la izquierda.

Cuando estuvo a solas con Emily, Craig se acercó rápidamente a ella, arrodillándose junto a la litera. Ella se había vuelto boca arriba, cruzando las manos sobre el pecho. Craig le tomó una mano, separándola de la otra y le tomó el pulso. Era normal. Le soltó la muñeca y entonces la zarandeó suavemente por el hombro. De momento ella no respondió; después se agitó y, mientras él le acariciaba el hombro, terminó por despertar.

Volvió la cabeza sobre la almohada, con ojos soñolientos y reflejando en sus facciones la mayor confusión.

Entonces lo reconoció:

—Andrew…

—Sí, amor mío, estoy aquí, contigo.

Su mirada pasó entonces al techo del camarote y luego examinó el resto de la reducida pieza. Cuando consiguió hablar, lo hizo con voz baja y pastosa:

—¿Dónde estoy?

—Aún estás en Estocolmo. Te reuniste con tu padre.

—Sí, ya me acuerdo… en parte…

—¿Estás bien? ¿Te han hecho daño?

Ella trató de pensar, pero tenía el cerebro embotado y sus respuestas eran fragmentarias.

—No —dijo por último—. Únicamente la impresión y el… —Su mirada se fijó en Craig—. ¿Dónde está tío Max?

—Está bien, mejor que nunca. Probablemente ahora esté en la Ceremonia.

—Yo… no me acuerdo… estoy aturdida.

—Descansa.

—Andrew… ¿Por qué estás aquí? ¿Cómo fue que tú…?

—Eso no importa. Ya te lo contaré más tarde. —La examinó—. ¿Estás segura de que no te han hecho nada, además de ponerte la inyección?

—No, ellos… sí, estoy segura… no me han hecho nada. Papá fue muy bueno.

—Muy bien. —Se levantó—. Trata de dormir de nuevo, hasta que se te pasen los efectos de la droga. Yo vuelvo en seguida.

—¿Dónde estamos?

—No te preocupes, Emily. Estás en el camarote de un yate…

—¿De veras?

—… y ahora estás en seguridad. Tengo que resolver un asunto. Volveré dentro de un momento.

—¿Pero qué será de tío Max… y de papá…?

El puso un dedo sobre sus labios resecos.

—Todo irá bien. Ahora, duerme.

Cuando retiró la mano, Emily ya había cerrado los ojos. Contempló con amor aquel rostro inocente, que ya formaba parte de su vida. Cuando su pecho subió y descendió rítmicamente bajo el suéter, comprendió que se había dormido y podía irse.

La puerta del camarote se había abierto en silencio y el diminuto físico, con su chistera en la mano, hizo una seña a Craig para que pasara a la pieza contigua.

Cuando Craig se aproximó, Krantz le dijo:

—Ya se lo he explicado todo. Ahora mismo podrá ver al profesor Walther Stratman.

Craig esperó un segundo antes de pasar a la cámara, tratando de organizar sus pensamientos. Había hecho lo imposible por celebrar aquella entrevista y ahora que la tenía al alcance de la mano, no sabía qué decir. Recordaba muy bien lo que se había propuesto decir, pero entonces le parecía mucho menos posible. De lo único que estaba seguro era de que la entrevista era hasta cierto punto necesaria y muy importante. Pero al dirigirse hacia Krantz se preguntó: ¿importante para Emily, Walther y Max Stratman, o importante para él, de una manera egoísta?

Pasando ante Krantz, penetró en la cámara del yate.

Era una estancia de buen tamaño, lujosamente amueblada con un armario de puertas correderas, una mesa, un escritorio sueco de madera clara, un retrete en la banda de estribor y una litera cubierta con una manta de vivos colores. Junto a la litera había una mesita redonda y tras ella, sentado en la litera, se veía a un hombre anciano y encogido, de cara rubicunda y cabeza voluminosa cubierta de escasos cabellos blancos pulcramente peinados. Cuando se levantó, haciendo crujir sus huesos, Craig observó que llevaba unos pantalones anchísimos y abiertos por la pretina.

Krantz se lo presentó a Craig:

—Profesor Walther Stratman, míster Andrew Craig.

Walther sostenía en la izquierda un vaso medio lleno y le tendió su diestra, surcada por abultadas venas.

—De modo que es usted el formidable Premio Nobel de América. Muchísimo gusto en conocerlo.

Craig le estrechó la mano con embarazo.

—El gusto es mío, profesor.

Aquel débil anciano de nariz prominente no tenía nada de Emily. Pensó que esta debía de parecerse a Rebeca. Sí, Emily debía de ser la viva imagen de su madre.

—Acerque una silla y haga el favor de sentarse —le dijo Walther, instalándose de nuevo sobre la litera. Levantó el vaso con excesiva rapidez, vertiendo parte de su contenido sobre sus pantalones y Craig, acostumbrado a aquellas lides, conjeturó que no era el primero que bebía. Luego señaló la botella que estaba sobre la mesa.

—Estoy celebrando mi libertad —dijo con voz ronca—. Esto es vodka. No tan fuerte como el que bebía en el cautiverio, pero no está mal. Pruébelo, míster Craig…, pruebe un poco de sol embotellado para el estómago, como dicen mis amigos rusos.

Por una razón que no pudo discernir, la vista del alcohol y la idea de que se pudiese beber en un momento tan crítico como aquel, perturbaron a Craig. Entonces, tratando de ser justo y analizándose con cuidado, comprendió que su turbación se debía a un sentimiento de culpabilidad personal. En su propia vida había experimentado muchos momentos de crisis, durante los últimos años, y los había rehuido ocultándose en el refugio que le ofrecía la bebida. Entonces sintió mayor simpatía por Walther, junto con el deseo acuciante de advertir al anciano acerca de las consecuencias que podía tener su debilidad —lo cual era propio de todos los bebedores regenerados, se dijo— e inmediatamente se sintió menos violento y más comprensivo.

—No, gracias —repuso—. Me reservo para la fiesta de esta noche.

—Ah, sí, la concesión de los premios Nobel —comentó Walther, levantando la mirada—. Doctor Krantz, haga el favor de dar una silla a nuestro visitante.

Krantz atendió inmediatamente el ruego y luego se acomodó en el banco que corría junto a la mesa, pretendiendo ocuparse con uno de sus rompecabezas metálicos, como si el asunto no le interesase.

Cuando Craig se sentó frente a Walther, el anciano se echó el vaso al coleto, hipó y dijo en voz alta:

—Vaya… es un placer conocer al buen amigo de mi hermano y al pretendiente de mi única hija.

Estas palabras produjeron una ligera consternación en Craig, debido tal vez a la inesperada exuberancia de Walther. Se imaginaba encontrarse con una ruina humana, un hombre vapuleado y vacío, un esclavo que aún mostraría las huellas de sus sufrimientos, un ser subyugado y vencido por los soviets, y en cambio se encontraba frente a un robusto y vocinglero rehén. Craig comprendió que la fachada de debilidad que le había atribuido era únicamente creación suya y no correspondía a la realidad. Se sintió burlado.

—En realidad, no puedo llamarme todavía amigo íntimo de su hermano —dijo— pero nada me gustaría más que llegar a serlo. Nos hemos conocido aquí, en Estocolmo.

—Pero lo de mi hija… vamos, no lo niegue usted.

Walther Stratman le guiñó un ojo y volvió a llenarse el vaso de vodka.

—No, eso no lo niego, profesor. La quiero mucho.

—Y ella… ¿qué dice ella?

—No lo sé.

Walther le dirigió una sonrisa de conspirador, haciendo brillar dos dientes de oro.

—Bien, ya veremos. Una vez estemos todos en América, ya veremos… podrá contar con un amigo en el juzgado.

La referencia que hizo Walther de América aún produjo mayor consternación a Craig, pues desbarataba de antemano el ataque que tenía preparado. Y no disponía de otro plan.

—… al verla he experimentado un gran placer —estaba diciendo Walther—. Se ha convertido en la mujercita que yo me imaginaba llegaría a ser, el día que nos separamos. Será el orgullo de mi vejez.

Craig asintió.

—Sí, desde luego. La labor de Max ha sido admirable.

Walther levantó la cabeza del vaso.

—¿La labor de Max, dice usted? —Al parecer se disponía a hacer un comentario, pero cambió de idea y lo modificó—. Max se ha portado bien, por supuesto. Pero yo considero a la consanguinidad más importante que el medio ambiente. Por lo tanto… supongo que usted querrá atribuirme también algún mérito.

—Pues no faltaba más, profesor. —Craig hizo una pausa, decidido a no seguir por aquel camino. Tenía que exponer sin ambages el objeto de su visita—. Debe de haberle sorprendido mucho que lo trajesen aquí desde Moscú…

—Desde Leningrado.

—… desde Leningrado, pues, de una manera tan imprevista.

—En efecto —asintió Walther. Miró a Craig e inmediatamente sus ojos se empañaron de lágrimas y le tembló el labio inferior—. Había renunciado hacía tiempo a toda esperanza de ver de nuevo a Emily. O de volver a la libertad. Me imaginaba que pasaría el resto de mis días en aquel infierno. —Permaneció pensativo durante unos segundos, mientras su expresión se entristecía aún más—. Con cuánta frecuencia, de qué modo tan constante, mi mente volvía a los días dichosos de antes de la guerra y luego a los días aciagos en que Max y yo tuvimos que trabajar para los nazis, con objeto de mantener vivas a Rebeca y Emily en Ravensbruck… Sin embargo, durante la guerra hubo siempre esperanza. Pero una vez terminada, todas nuestras esperanzas cesaron… ya no podía haber esperanza. La decisión que tomé, aquella noche de 1945, de permitir que Max escapara y se fuera con los americanos, ocupando mi lugar, fue calculada y emocional al mismo tiempo. Fue calculada porque por entonces Max estaba más avanzado en su trabajo que yo, y sabía que su aportación a la causa en que ambos creíamos, sería mayor que la mía. Fue emocional, porque Max era mi hermano menor y yo consideraba mi deber velar por su seguridad. Después, cuando los rusos me capturaron, creí que me castigarían con la muerte, pues sospechaban que ayudé a escapar a Max. Pero ellos tenían mi ficha y comprendieron que les sería más útil vivo que muerto. Los rusos son gentes eminentemente pragmáticas, sin la sensiblería ni los escrúpulos idiotas de los norteamericanos. —Walther paladeó un sorbo de vodka—. Me enviaron a unos cien kilómetros de Moscú, a un lugar llamado Dubna, donde tienen su Instituto de Investigaciones Nucleares. Su intención era que yo prosiguiese mis estudios nucleares, pero entonces, al procurarse mis antecedentes, se enteraron de la existencia de una antigua publicación científica mía sobre la peste bubónica y me pidieron que ingresara en su equipo de investigadores dedicados a preparar la guerra biológica, bajo la dirección del doctor Viktor Glinko. Esto me pareció aborrecible y al principio me negué, arguyendo que mis conocimientos biológicos eran superficiales, pues yo era un físico, no un bacteriólogo. Pero ellos insistieron, afirmando que ya sabía lo bastante y que mientras trabajase podría ampliar mis conocimientos. Vi que no tenía otra elección y, aunque a regañadientes, tuve que acceder a sus deseos. Durante una de las primeras pruebas se produjo una catástrofe en la planta nuclear contigua… una terrible explosión seguida de incendio. Muchos de los científicos que trabajaban conmigo resultaron muertos o gravemente heridos. Yo tuve suerte —ahora puedo comprobarlo— de no perder la vida. Mientras aún estaba en el hospital, se asignaron más fondos a la investigación para la guerra biológica. Comprendí nuevamente que tendría que participar en ella, pero esta vez fui más astuto y me puse a chalanear con ellos. Accedí a realizar aquel trabajo —a prestarles mi cooperación, les dije— si ellos, a su vez, me facilitaban noticias de Rebeca y Emily, que eran los únicos vínculos que me unían a la cordura. Los rusos accedieron y yo les presté mi cooperación y vengo haciéndolo desde entonces, a la fuerza, naturalmente y por más que deteste este trabajo, bajo el nombre falso de doctor Lipski. Me pusieron ese nombre en el hospital, cuando cerramos el trato… Esta estupidez política tenía por objeto que las personas del mundo occidental que conocían la existencia de mi publicación, no pudiesen atar cabos y deducir que se realizaban experimentos para crear un tipo de enfermedad contagiosa. —Se calló, poniéndose a pensar en aquellos sucesos antiguos y recientes. Luego echó un buen trago de vodka—. Así es que… aquí estoy, después de haber cumplido mi sentencia.

—¿Sabe usted exactamente por qué lo trajeron a Estocolmo? —le preguntó Craig.

—Sí, sí, me lo han explicado todo con claridad.

—¿Sabe que piensan canjearlo por su hermano?

—Naturalmente. No es una condición muy satisfactoria, pero si bien se mira es bastante razonable. —Para agregar, poniéndose a la defensiva—: Max ya ha podido gozar de la vida, gracias a mí. Ahora me toca a mí, ¿no cree? Espero con una ilusión indecible esta nueva libertad. Me siento exactamente como Edmundo Dantés cuando ocupó el lugar del cadáver del Abate Faria y consiguió la libertad del Castillo de If y las riquezas del Conde de Montecristo. ¿Me comprende usted?

Craig se sentía traidor hacia aquel anciano, que ignoraba el propósito que lo había traído allí.

—Le comprendo —asintió Craig—. Sin embargo, reconozco que debe de ser algo difícil para usted. Quiero decir, después de haber conocido la esclavitud, ahora se ve obligado a enviar a su propio hermano a ella.

Las manchas que mostraban las mejillas de Walther parecieron hacerse más profundas.

—No es tan malo como dicen —exclamó—. No se deje engañar por la propaganda ni se convierta en la víctima propiciatoria de la prensa reaccionaria subvencionada por los Morgan y los Rockefeller. Max será bien tratado en Rusia.

—En la Alemania Oriental, Walther —le recordó la vocecilla de Krantz.

—Sí, en la Alemania Oriental —asintió Walther. Luego se volvió de nuevo hacia Craig—. Pero volviendo a la situación existente en la Unión Soviética, sepa usted que nuestra familia vive muy bien en Leningrado.

—¿Su familia?

Walther parpadeó al mirar a Craig:

—Es una manera de hablar… me refiero a la familia que formamos los sabios alemanes. Nos respetan como nunca nos respetarían en Norteamérica o en Inglaterra. Somos la flor y nata de la sociedad.

Craig sintió una punzada de disgusto —injusto, desde luego, teniendo en cuenta todo lo que había pasado aquel hombre—. Pero no pudo por menos de replicar a aquellas palabras.

—En los Estados Unidos los sabios también son muy respetados. Su hermano es un buen ejemplo de ello.

—Una excepción… una excepción… —insistió Walther—. La Izvestia publicó una serie de artículos sobre la vida de los sabios en Norteamérica. Se me pusieron los pelos de punta. —De pronto se echó a reír—. Mejor dicho, se me hubieran puesto, de haber tenido más cabello. —Entonces su cara asumió un aire solemne—. No, joven, no me preocupo en absoluto por Max. Es posible que en el país de usted disfrute de mayores riquezas y lujos, pero no cuenta con el respeto debido ni los honores que merece. En cambio, en Leningrado los tendrá…

—En el Berlín Oriental. Irá al Berlín Oriental —lo interrumpió Krantz con frenesí.

Walther fulminó a Krantz con la mirada.

—Acabemos con esa ficción, doctor Krantz. El Berlín Oriental… Leningrado… Moscú… todo da lo mismo para los alemanes, como usted sabe muy bien. —Acto seguido volvió su atención a Craig—. Como usted puede ver, detesto los artificios. Max es hoy un premio Nobel. Dispondrá de una casa pagada por el Estado, de un laboratorio, de ayudantes, un trato de preferencia por parte del Presidium, una butaca y una asignación en la Academia de Ciencias. Conozco a Max y sé que le encantará que lo traten como a un zar. Y el trabajo no le matará ni mucho menos…, tendrá que hacer algunos experimentos solares, si lo desea… o si no lo emplearán como espejuelo académico en Berlín, para atraer a los jóvenes investigadores. No experimento ningún remordimiento, míster Craig. No envío a mi hermano a la Isla del Diablo ni a Alcatraz. Es un precio muy pequeño, para la deuda que ha contraído conmigo, y saber que de nuevo podré vivir con mi hija. Y ambos podemos tener la satisfacción de pensar que a Max no le faltará nada, absolutamente nada.

Mientras escuchaba a medias esta perorata, cruzó por el cerebro de Craig una nueva idea: aquel grotesco anciano se estaba pintando aquel cuadro encantador para acallar a su conciencia, que en el fondo lo acusaba por participar en aquel odioso cambalache.

—Si todo es como usted me lo pinta —observó Craig amablemente— y la vida será tan maravillosa para Max…, dígame, ¿por qué renuncia usted a tan encantadora existencia?

Esta pregunta era descarada, pero no pareció hacer mella en Walther.

—En primer lugar, yo no soy Max —repuso lentamente—. Como lo consideran de mayor categoría que yo, recibirá mejor trato. En segundo lugar, quiero vivir con mi hija en un país donde pueda enriquecerme y gozar de los bienes materiales que Max ha tenido a su alcance. No me negará usted que a mi edad tales deseos son comprensibles.

—Desde luego —asintió Craig—. ¿Ha pensado ya en lo que hará en los Estados Unidos?

Walther sonrió con aire de superioridad.

—Como usted puede suponer, no he tenido mucho tiempo para trazar planes. Pero cuando estaba sentado aquí, descansando, antes de que usted viniera, esperando que llegase la noche y con ella mi libertad, empecé a pensar en mi futuro inmediato. Estoy seguro de que Max me cederá sus ahorros y su casa, a cambio de los míos, y esto me servirá para empezar. —Se frotó sus ojos lacrimosos. Por supuesto, no pienso vivir en la ciudad de Atlanta, del Estado de Georgia, como Max. Yo soy más sensible a las injusticias sociales que mi hermano. Yo me negaré a vivir entre gentes que maltratan y linchan a los negros y promueven algaradas. Me llevaré a Emily a Nueva York o Detroit. Trabajaré para los capitalistas para que así Emily y yo podamos convertirnos también en unos capitalistas.

—¿Qué clase de trabajo piensa usted hacer? —le preguntó Craig.

—Trabajaré para la paz… si los capitalistas me dejan.

—¿Continuará sus experimentos bacteriológicos?

—No, jamás.

—Pero en Leningrado se dedicaba a ellos.

Los acuosos ojos de Walther miraron a Craig como si este fuese un estudiante precoz pero descarriado.

—Joven, en Rusia yo realizaba estos trabajos para la paz… para nada más… como una actividad antibelicista, para disuadir a un posible agresor. De esto estoy seguro. Pero falta saber si en Norteamérica existe idéntica predisposición pacífica y la misma buena voluntad.

—Quizá continuará usted sus estudios en el terreno de la energía nuclear, ¿no?

—Es posible, si me aseguran que es con finalidades pacíficas.

—De eso puede usted estar seguro.

Walther dejó su vaso vacío sobre la mesita.

—¿Quiere usted decir como Hiroshima y Nagasaki? —Sonrió prontamente, al ver la cara que ponía Craig—. No, no hablo en serio. Estas destrucciones fueron jugadas políticas… lo comprendo muy bien, para imponer la influencia americana en el Extremo Oriente antes que nosotros. Le ruego que no interprete mal mis palabras… sé que el pueblo norteamericano es pacífico, desea vivir y dejar vivir, sostener buenas relaciones con todos, como los pueblos de todo el mundo. Sé que está en manos de los monopolios reaccionarios. Únicamente quería decir que no estoy dispuesto a vender mis servicios a los Morgan, para contribuir a desencadenar una guerra total. Puede usted estar seguro de que Emily y yo sólo trabajaremos para el pueblo.

Durante la última parte de este discurso un pensamiento vago pero imperioso se fue insinuando cada vez con mayor fuerza en el espíritu de Craig. Era un pensamiento que ya había cruzado antes por su mente, pero lo había rechazado, por parecerle demasiado sorprendente e inaceptable. Pero durante aquellos escasos segundos, su intuición vibró, alarmada, y aquel pensamiento vago fue creciendo, adquiriendo forma y relieve. A Craig no le gustaba tener que admitirlo, pero no podía desechar ya aquel pensamiento. Aún no pasaba de ser una simple hipótesis y no poseía pruebas de ella, pero podía procurárselas. De pronto resolvió lanzarse a fondo para obtener aquellas pruebas antes de que todo estuviese perdido, pues el tiempo pasaba implacablemente.

—Estoy seguro de que puedo confiar en usted, profesor —dijo con el aire más inocente que pudo aparentar. Luego consultó su reloj de pulsera—. ¡Uy, qué tarde es! Le he estado dando la lata… y ya debería estar en la Ceremonia, para recibir el Premio Nobel.

—Le agradezco mucho su visita —dijo Walther—. Qué sorpresa tan agradable… encontrar a un amigo.

Craig miró a Walther.

—¿No se ha preguntado usted a qué se debe mi visita? ¿Por qué obligué a Krantz que me trajese aquí?

—Para ver a Emily. Para ver si estaba bien.

—En parte, sí. Pero sobre todo… vine para verle a usted.

—¿A mí? ¿Para qué?

—Tenía la idea de que conseguiría persuadirlo de que no realizase este terrible intercambio. Sé cuánto ha sufrido usted, la deuda que ha contraído Max con usted, pero se me ocurrió pensar que no me costaría hacerle comprender que su papel en la vida de Emily terminó hace ya muchos años. Durante su adolescencia y su juventud, ella sólo ha conocido a Max. Este, en efecto, es como su padre para ella y la ha cuidado como tal. Pensé que usted comprendería el dolor que le puede producir la sustitución. Asimismo, me imaginé que comprendería la importancia de Max en el mundo libre —sin que eso signifique rebajar su propia importancia—, pero Max es un valor consagrado, famoso y que se halla a punto de realizar grandes descubrimientos que serán para todo el pueblo y para nuestro gobierno, no para empresas privadas… y yo pensaba que…

Las mejillas de Walther estaban arreboladas.

—Es usted un impertinente, joven —le interrumpió, tratando de dominar su voz, que temblaba de ira. Sus ajadas facciones, fláccidas y envejecidas por los años y el alcohol, parecieron ponerse tirantes y endurecerse—. Es usted un entrometido desprovisto de sentimientos…

Craig permaneció sentado, inmutable.

—Le pido que me disculpe —dijo—. No tenía el menor deseo de ofenderle ni de…

Walther golpeó la mesa con la palma de la mano, dura como una tabla, haciendo saltar la botella.

—¿Qué sabe un niño mimado e ignorante como usted de la vida en Rusia y de lo que hemos tenido que pasar? ¿Qué saben todos ustedes de la disciplina, el sacrificio y el sufrimiento, con su tripa blanda y su cerebro blando… títeres que las clases acomodadas hacen bailar a su antojo, muñecos educados en escuelas que sólo están al servicio de los ricos, y teniendo como única fuente de información las revistas y periódicos que son el portavoz de los poderosos? ¿Qué sabe usted… y quién es para decirme lo que está bien y lo que está mal… para decirme que siga sacrificándome por un hermano que se ha vuelto gordo y embotado y que usurpa el sitio que por derecho me corresponde junto a aquella que es carne de mi carne y sangre de mi sangre?

Krantz se precipitó hacia adelante.

—Por favor, Walther… por favor, por favor… Míster Craig no se proponía…

Craig apartó la silla y se puso en pie.

—No, Krantz, déjelo; tiene razón. Yo no debería tratar de meterme en las vidas ajenas ni adoptar decisiones que sólo a los demás competen. Esta es una manía muy desagradable de los escritores. Pero trataré de enmendarme. —Contempló al furioso Walther—. Sí, me enmendaré. Pero antes diré una última cosa. No hay ninguna razón que le obligue a regresar… en efecto…, pero tampoco hay razón para que Max se someta y se vaya al otro lado del Telón de Acero. No pienso permitir que Eckart realice este sucio chantaje. Esta noche no se realizará ningún intercambio de seres humanos. Usted conseguirá la libertad, Walther, y Max conservará la suya. Ahora mismo nos iremos todos de aquí.

Krantz se precipitó hacia la mesa.

—¡Esto es imposible, míster Craig! ¡Escúcheme…!

—¡Cállese, Krantz! —ordenó Walther. Luego se dirigió a Craig con tono que denotaba frío desdén—. Estaba equivocado. Usted no es solamente un loco, sino un suicida.

Craig trató de contenerse.

—Es posible ser un suicida cuando se anhela la libertad, como ocurrió en el caso de algunos húngaros y algunos alemanes orientales —observó con voz tranquila.

—No tenemos ninguna probabilidad de éxito —dijo Walther—. Ahí afuera hay dos guardias armados hasta los dientes… dos jóvenes rufianes que acogerían con agrado la ocasión de tirar al blanco. Nosotros somos cuatro —dos ancianos y una mujer— sin otras armas que su estupidez.

—Yo asumiré el riesgo mayor —insistió Craig—. Iré delante. Está oscuro. Me acercaré a los guardias, los entretendré, los retendré, del modo que sea. Entretanto, ustedes tres tendrán tiempo de llegar al muelle… o, mejor aún, podrán saltar por la borda y pedir socorro. Sus gritos… los disparos que me hagan… atraerán a una multitud de gente, no tengan duda.

—Yo no pienso saltar por la borda —dijo Walther, con aspecto de mortificada reserva—. No sé nadar.

—En ese armario debe de haber chalecos salvavidas.

—¿Para flotar en el agua… como un blanco excelente para esos rufianes? No. ¿Por qué arriesgar mi vida, después de todo cuanto he pasado, cuando como quien dice ya toco la libertad con la mano y sin correr el menor peligro?

—Pero así podríamos salvar a Max… no solamente a usted, sino a su hermano.

—¿Pretende usted acaso enseñarme lo que tengo que hacer con mi hermano? —tartajeó Walther, tratando de levantarse apoyándose en la mesa. Chocó con ella, en su agitación, derribando el vaso y la botella y enviándolos a ambos rodando por el piso de la cabina. Mientras el vodka salía borboteando de la botella, Walther vociferó—: ¡Max es asunto mío… no de ninguno de ustedes! ¡Ya tengo bastante de todos ustedes y de sus agentes provocadores! ¡Salgan inmediatamente de aquí!

Craig permaneció sentado tranquilamente.

—No pienso irme.

Walther paseaba ruidosamente alrededor de la mesita.

—Entonces haré que lo echen, como una rata del mundo capitalista… Mira que querer decirme lo que tengo que hacer… tratar de dictarme normas de conducta… a mí, que soy un hombre colmado de honores, respetado, considerado, idolatrado… en la más poderosa nación de la Tierra.

De pronto Walther interrumpió su acalorada perorata. Su mirada pasó de Craig a Krantz y de este nuevamente a Craig, a la expresión de completo asombro que mostraba Krantz y a la de profundo desprecio que se pintaba en el semblante de Craig. El profundo silencio, tenso y cargado, que reinaba en la cámara, sólo estaba turbado por el afanoso jadeo de los tres hombres, el tictac del reloj y los crujidos del casco de la embarcación.

Craig fue el primero en hablar:

—No quiere usted escapar, ¿eh, Walther? Ya me lo suponía. Pero… ¿por qué no quiere escapar? ¿Porque su hermano o su hija le importan tres pepinos? ¿O porque la libertad le importa un bledo? Usted no quiere la libertad… ¿verdad, Walther?

La ira recubrió el rostro de Walther como una máscara deforme. Avanzó hacia Craig, alzando el puño como si fuera a pegarle. Pero en lugar de golpearlo, vociferó:

—¿La libertad? ¿La libertad? ¿Qué sabéis vosotros hatajo de borregos, de la libertad… de lo que significa verdaderamente la libertad? Sí, vosotros, con vuestras hipócritas palabras… dictadas por vuestras hienas capitalistas… los agentes provocadores, los belicistas, y usted no es mejor que ellos… ni Max tampoco… todos esperando con vuestros proyectos balísticos intercontinentales para destruirnos, a fin de proteger vuestros asquerosos dólares.

Sólo estaba a unos pasos de Craig, pero este no retrocedía. Experimentaba un tremendo júbilo interior. Se sentía protegido por una ilimitada confianza, al saber finalmente la verdad.

—Habla como un comunista, Walther. Este lenguaje es exactamente el mismo que emplearía un comunista. Ni siquiera se molesta en no tratar de enseñar la oreja. Es usted uno de ellos… no de las personas decentes que viven allí… sino de los gordos, de los jefazos, seguros de su ciencia y de sus armas…

—¡Es usted un patán, un ignorante! —gritó Walther—. ¿Qué sabe usted de nuestra ciencia y de nuestras armas? Nosotros luchamos para la paz… trabajamos noche y día para salvar al mundo, para evitar que caiga en las garras de los imperialistas, y hacer de él un solo mundo unido…

—Su mundo, Walther, no el mío —lo atajó Craig—. Usted tiene un mundo a su gusto, no al de las personas normales de todos los países. Quédese con él, pues. Lo han sometido a un lavado de cerebro… a un adoctrinamiento… le han hecho olvidar el pasado… y desear el nuevo futuro donde usted y sus camaradas de adopción serán los reyes.

—¡Los obreros serán los reyes! —gritó Walther.

Craig observó al tambaleante anciano, que había perdido su compostura y se erguía más fuerte y fanático, y entonces dijo:

—Usted no ha pensado ni por un momento en abandonar ese mundo, Walther. Ahora lo veo. Representó esta comedia porque el Partido se lo ordenó… el Partido, ¿verdad, Walther? El Partido robótico, sin cerebro, que repite las consignas como una cotorra.

—¡Si vuelve a insultar al Partido, se lo haré pagar caro! —exclamó Walther, dando traspiés, a punto de perder el equilibrio a causa del vodka y los ultrajes—. El Partido está compuesto de los mejores de nosotros… de ocho millones de elegidos que somos la flor y nata, los mejores, los cerebros más nobles de la Tierra, y tenemos vuestra suerte en nuestras manos… no lo olvide…

—¿Y usted les hizo el juego vergonzosamente, sin la menor intención de participar en este chantaje, aunque fuese de una manera honorable? Sus jefes le ordenaron que fuese a Estocolmo, para atraer con engaños a Max al Berlín Oriental… a fin de utilizarlo para la destrucción… y después, una vez la misión cumplida, usted también volvería junto a ellos. Estas fueron sus órdenes, ¿no?

Walther tenía la boca contraída y echaba espumarajos de rabia, incapaz de pronunciar palabra. Por último dijo con voz ronca:

—¿Cree que yo me pasaría a ustedes, aunque fuese en un centenar de años? Sí, quise ayudarles a llevar a Max al lado bueno. Y en cuanto a la chica… Emily… también, si quería venir. Yo se lo debía… después de lo que sé de Ravensbruck, después de lo que adivino que es su vida en América… para acogerla bajo mi techo, en una casa decente, junto con mi familia. ¿Pero dejar a mi familia por los que son como Max y como todos ustedes? ¿Abandonar a mi buena esposa rusa… y a mis dos hijos, niños aún? Ellos son toda mi vida, ellos, junto con mi trabajo y nuestra causa.

Trató de recuperar el aliento, jadeante de fiebre y de furia.

—¡Doctor Krantz!

La voz, clara y firme, provenía de la puerta de la cámara. Era la voz de Emily.

Todos se volvieron como un solo hombre, sorprendidos, pues se habían olvidado por completo de ella. Estaba de pie en el umbral de la puerta de la cámara, donde por lo visto ya llevaba algunos minutos. Se cambió entonces el abrigo de brazo y, con la cabeza erguida y los labios apretados, se acercó al grupo. Únicamente su paso era un poco vacilante.

—Doctor Krantz —repitió—. Si ve usted de nuevo al doctor Eckart, dígale esto. Dígale que el canje no se efectuará… porque no hay nadie con quien efectuarlo. El tío Max no puede cambiarse por nadie.

Examinó gravemente a Craig, con ojos secos y expresión setena.

—Gracias, Andrew —le dijo.

Krantz esperaba ya a la puerta de la cabina. Fue el primero en salir, seguido por Emily. Craig cerraba la marcha.

Ninguno de ellos se volvió para mirar al profesor Walther Stratman…

Cuando llegaron a la habitación que Craig había tomado en la quinta planta del Grand Hotel, el escritor franqueó el paso a Emily, abriendo las luces al entrar. Emily se apoyaba pesadamente en su brazo y trastabilló dos veces, a pesar de que murmuraba:

—Estoy bien. Pronto se me pasará. Sólo hacía un cuarto de hora que habían abandonado el lujoso yate atracado en Palsundet y el recuerdo de su estancia allí aún los obsesionaba. Tan pronto como aparecieron en cubierta, siguiendo a Krantz, el atlético joven sueco que montaba la guardia apareció, con aire suspicaz y precavido. Krantz le dio una explicación en sueco con voz firme, mencionando a Walther una vez e invocando por dos veces el nombre de Eckart. Entonces el cancerbero los dejó pasar.

Caminaron rápidamente a lo largo del canal, deteniéndose una vez cuando Emily dijo que se sentía débil. Durante la breve detención, Craig notó el frío beso de los blancos copos de nieve en sus mejillas, tan agradable como la cálida presencia de Emily, que se apoyaba en él. Mientras estaban parados, Craig observó las oscuras aguas del canal y la isla de Langholmen, que estaban enfrente de ellos, medio ocultas por un neblinoso velo de bruma baja, y entonces la nevada aumentó en intensidad. Aquel lugar, que antes parecía amenazador, entonces semejaba hallarse fuera del tiempo, un sitio alegre y acogedor.

Después se apartaron del desolado muelle y ascendieron a través del parque duro y resbaladizo, mientras Krantz estornudaba y Craig sólo estaba preocupado por la persona que llevaba apoyada al brazo.

Cuando salieron a las luces de Söder Mälarstrand, aún había bastante tránsito sobre la nieve apisonada y las brillantes iluminaciones municipales constituían un adecuado jubileo. Cuando llegaron al coche, cubierto de copos de nieve seca, Craig preguntó a Krantz si podía llevarlos al hotel. El menudo físico asintió con vehemencia. Penetraron en el interior del automóvil, mullido y acogedor. Cuando se incorporaron al tránsito de la calle, Emily permaneció sentada muy tiesa y rígida, mirando al frente, hasta que de pronto cerró los ojos y trató de reprimir un sollozo.

Craig la miraba con profunda preocupación, comprendiendo que se hallaba al límite de sus fuerzas.

—Pobre Emily. Lo que has pasado.

—No —dijo ella, moviendo la cabeza con vigor—. Yo… casi he llorado porque… porque me siento tan aliviada y tranquila, por fin. Durante toda la tarde no he sabido dónde estaba, ni qué pensar, ni qué debía hacer. Ahora ya está claro. El… no es mi padre… al menos… no es el padre que yo conocí. Jamás podría cambiar a tío Max por él o por nadie. —Hizo una pausa—. Podemos dar gracias a Dios, Andrew… podemos dar gracias a Dios.

Buscó su mano y él la estrechó entre las suyas, acercándola a su pecho. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro, mientras sus ojos cansados se cerraban, y suspiró como una niña perdida que de nuevo se encontrase sana y salva en su cama acogedora.

—Andrew… —murmuró, con una voz débil, opaca y turbada.

Viendo que no continuaba, él dijo:

—No te esfuerces por hablar. Estoy aquí. Siempre estaré a tu lado.

—No —dijo ella—, no, Andrew…

Él trató de comprender el significado de aquella negativa y se disponía a preguntárselo cuando vio que se quedaba dormida. Durante todo el viaje la tuvo a su lado, rodeándole los hombros con el brazo, balanceándose con el movimiento del coche y haciendo cábalas y conjeturas, hasta que se detuvieron al pie de la marquesina del Grand Hotel.

—Hemos llegado —susurró él, apartando el brazo y despertándola.

El portero acudió a abrir la portezuela trasera, pero Krantz lo apartó, después de saltar apresuradamente del asiento del conductor, para ayudar en persona a Emily y Craig a apearse del coche.

Al pasar junto al preocupado Krantz, Craig se acordó de que aún tenía una cuenta pendiente con aquel hombre. Tenía que adoptar una decisión. Confiando a Emily por un momento a los cuidados del portero, Craig volvió junto a Krantz. Sin que mediasen palabras entre ambos, se alejaron por tácito acuerdo a varios metros del automóvil.

Krantz miró a Craig, mientras se quitaba los copos de nieve de la cara con ademán inquieto.

—¿Qué piensa hacer?

Mientras observaba al rastrero físico, Craig pensó que sólo podía hacer una cosa. Al principio, cuando Daranyi le dio el nombre del físico, Craig consideró a Krantz como Rumpelstilzchen[35], el malvado enano, pero entonces, al verlo inclinado y alicaído, sintió conmiseración por él. Craig comprendió que un ser tan esmirriado tenía que esforzarse por aumentar de tamaño, y cualquier maldad sería válida para alcanzar este objetivo. Craig comprendió que la naturaleza lo había castigado desde su nacimiento, haciéndole un ser enclenque, deforme y descontento, y que este castigo era más que suficiente.

Craig observó al pequeño y pálido sueco.

—Estoy pensando en Jacobsson… en Ingrid Pahl… en todos cuantos son decentes y honrados… y se esfuerzan por enaltecer los premios Nobel… en un mundo donde hay tan pocas cosas dignas de respeto… y me digo que un solo escándalo daría al traste con todos sus laudables esfuerzos. Como usted teme el escándalo tanto como yo lo detesto, trató de arreglarlo todo. Me llevó al barco. Nos sacó de él… Ahora… mientras viva, no vuelva a meterse en otra sucia maquinación como esta… nunca más…

—No, nunca… Se lo prometo…

—… y arregle inmediatamente sus cuentas pendientes con Daranyi…

—Sí, inmediatamente, mañana mismo.

—… Yo no pienso decir nada a nadie, Krantz, pero puedo contarlo todo, si usted no cumple lo que me ha prometido.

Krantz casi rompió en llanto.

—Gracias…, gracias.

—No tiene que darme las gracias. Puede estar agradecido a sus colegas… Ahora, andando.

Observó por un momento cómo Krantz regresaba apresuradamente al automóvil. Luego, cuando este se hubo alejado, volvió al pie de la marquesina, donde Emily descansaba apoyada en una columna. Vio que estaba medio dormida. La sujetó firmemente por la cintura y le hizo subir las escaleras hasta el vestíbulo, donde tomaron el ascensor.

Estaban ya en su habitación. Le quitó el abrigo, la hizo tenderse sobre la cama de matrimonio y luego le quitó los escarpines. Mientras efectuaba esta operación, ella abrió los ojos con un esfuerzo.

—Ya se me va pasando el efecto de los calmantes, Andrew. Pero aún estoy un poco… atontada. —Miró la habitación con expresión atónita—. Esta habitación… ¿es la tuya?

—Sí… Ahora descansa. Dentro de poco te encontrarás bien.

Asintiendo, ella se colocó en el centro de la cama, cayendo de espaldas sobre la almohada. Levantó sus esbeltas piernas, hizo un ademán en dirección a la falda, tratando inútilmente de bajársela sobre las rodillas y luego su brazo cayó, inerte, sobre el edredón.

Craig apagó dos de las tres lámparas, abrió su maleta, se quitó la chaqueta y la corbata, tratando de ocupar el tiempo en algo mientras ella se dormía. Al pasar frente al teléfono, pensó en si debía llamar al Concert Hall para avisar a Jacobsson y decirle que llegaría tarde. Pero mientras pensaba si debía llamar, vio que Emily aún estaba despierta y seguía con los ojos todos sus movimientos.

—¿No puedes dormir? —le preguntó.

—No. —Tocó débilmente la cama, a su lado—. Ven, siéntate a mi lado.

—Sí.

Se acercó a ella y se detuvo para contemplarla. Su sedoso cabello negro, sus ojos verdes y sus serios labios carmesí nunca le habían parecido más hermosos. Se inclinó sobre su cara, ella cerró los ojos y la besó.

Por último, poniéndole una débil mano en el hombro, le pidió que la soltase y él se apartó al punto.

—Andrew…

—Dime, cariño.

—¿Qué haremos?

—Muy sencillo. Esperaremos que se te pasen los efectos de la droga y entonces nos cambiaremos y nos iremos.

—No es eso lo que quiero decir —repuso ella—. Quiero decir que… —Pero le resultaba difícil coordinar sus ideas bajo los efectos del sedante, pues tenía el cerebro embotado—. ¿Cómo me encontraste?

Él le dijo la alegría que le produjo recibir su mensaje y cómo esperó que llegase el momento de telefoneada y de verla. Luego le explicó cómo había ido a sus habitaciones, cómo le entregaron el magnetofón y cómo resolvió no agobiar a su tío con el terrible dilema tratando en cambio de resolverlo él mismo. Le habló de Gottling y de cómo ambos fueron a casa de Daranyi, y de lo que pasó allí y luego le refirió con menos detalles su visita a Krantz, que condujo a su encuentro con Walther en la cámara del yate.

Ella escuchó sin hacer comentarios. Únicamente cuando terminó, dijo:

—Qué bueno eres…

—Te quiero, eso es todo —repuso él con sencillez.

Ella evitó contestar a esta declaración. En cambio, dijo:

—Imagínate lo que hubiera podido pasar si es tío Max quien recibe el aviso, y no tú. Se hubiera pasado a ellos sin vacilar… recordando a mi padre sólo como le vio por última vez en otro tiempo… olvidando, como todos solemos olvidar, que la gente cambia con el paso de los años.

—Es cierto.

—Hubiera perdido a tío Max… y me hubiera quedado sola. ¿Cómo pudiste pensar en todo eso…?

—No pensé, Emily —repuso él—. Lo sentí así y me dejé llevar por mis sentimientos… algo que no había hecho desde hacía años. Esto es todo cuanto hice. Sentía que Max no podía ser entregado. Sentía que había que hacer entrar en razón a tu padre. Pero principalmente me sentía vivo… aunque durante un tiempo, tan muerto como antes de conocerte… y comprendí que podía vivir de nuevo y continuar viviendo, si tú estabas conmigo… Emily, deja de hacer como si lo ignorases y de denegarlo. Yo te amo y tienes que aceptarlo.

—No puedo. ¿Es que no quieres entenderlo? Soy incapaz de… no puedo.

—Pero ¿por qué? —Su cerebro evocó una palabra y se preguntó si tal vez encerraría su secreto—. Emily, yo no sé lo que te pasa… únicamente me parece adivinar que es algo oculto en tu pasado. He oído pronunciar varias veces una palabra. Te la he oído pronunciar a ti, a tu tío Max, a Daranyi… Incluso a tu… a Walther. —Ella lo miraba con ojos asustados, pero Craig prosiguió—. Esa palabra es Ravensbruck. Es la única cosa que no entiendo, con excepción de que tú me rechaces. Ya sé… me lo dijiste una vez… Ravensbruck era un campo de concentración para mujeres que funcionó en Alemania durante la guerra. Pero aún así, sigo sin entenderlo…

—Andrew —dijo ella—. Esta tarde iba a decírtelo todo… era esa cosa tan importante que tenía que comunicarte.

—¿Aún sigues con deseos de decírmelo?

—No lo sé… únicamente sé que esto vuelve a ser ahora lo que más me importa. Nunca ha dejado de importarme. Pienso que si tú supieses la verdad sobre eso, me conocerías y en parte me comprenderías… comprenderías por qué te traté como lo hice la primera noche que nos encontramos en el palacio, comprenderías… por qué me he mostrado siempre retraída y extraña. Estoy segura de que te has dado cuenta de eso… del verdadero motivo que me hizo rechazarte. —Hizo una pausa—. No fue por Lilly, ¿sabes? Fue por mí. —Sus ojos verdes escrutaron sus facciones durante un largo y silencioso instante—. Y por último… por último… esto es la causa de que no pueda casarme contigo ni podamos vernos más.

—Emily…

—Sí, quiero hablar —insistió ella con voz cansada y más pastosa—. Más tarde o más temprano tendría que hacerlo para explicarte por qué no podremos vernos más. Te debo esa explicación, por todo cuanto esperabas de mí. Y además… yo creo que… mi pobre cerebro… ahora me siento tan ligera… que por una vez, creo que podré hablar sin reparos, bajo el efecto de las drogas.

—Emily, sería mejor que descansaras y después…

—No, Andrew, tiene que ser ahora. Para mí esto es más importante que cualquier otra cosa en el mundo.

—Muy bien, Emily —dijo Craig, preguntándose qué le iba a decir. Sin saber por qué, sintió miedo.

—¿No te importará que no te mire mientras hablo? —Por un momento volvió a guardar silencio, como si rebuscase en su narcotizado cerebro—. Ravensbruck —dijo— es donde todo empezó y acabó. En Alemania le llamaban el infierno femenino, pero era mucho peor que un infierno.

Sus pensamientos volvieron a divagar, pero su determinación era poderosa y prosiguió:

—A mi madre y a mí nos enviaron a ese lugar, a ochenta kilómetros al norte de Berlín, donde teníamos que permanecer vivas mientras mi padre y tío Max trabajasen para el gobierno de Berlín.

—Ya lo sabía.

—En Ravensbruck cumplí trece años, después catorce y finalmente quince. Cuando me llevaron allí, era una niña desgarbada que acababa de salir de la pubertad, pero al año siguiente empecé a desarrollarme y antes de cumplir quince años ya era una mujer… mucho más atractiva que hoy… una mujer con una grave cabecita de niña. Vivíamos como animales, privados de todo lo necesario, cubiertos de harapos y de suciedad, dominados por el temor constante que nos inspiraba nuestra condición de judíos. Pero no nos pegaban ni nos daban latigazos ni nos hacían formar desnudas durante las visitas de inspección, a mi madre y a mí, a causa de mi padre y de tío Max. Y en cuanto a mí, durante la mayor parte de los primeros años la vida en Ravensbruck no fue un infierno porque sólo entonces acababa de convertirme en mujer y antes no era más que una niña. Como esta era casi la única vida que yo conocía, y no podía compararla con otra, puede decirse que casi me acostumbré a ella. Me parecía natural… como si no hubiese otra… y también me parecía natural llevar un vestido que apestaba, cubierto de parásitos, y calzar zapatos de madera, despertarme a las cinco y media para desayunar con una taza de café ersatz y para almorzar comer sopa de coles en una lata, y lo mismo para cenar, y robar pieles de patatas de la basura, trabajar once horas diarias abriendo zanjas, utilizar un bidón de dos litros como retrete, dormir con mi madre y otra mujer sobre un jergón de paja lleno de piojos con una sola manta para taparnos las tres… Como te digo, me olvidé de que existiese otra vida distinta y por lo tanto iba tirando. Mi madre era quien sufría más, pero prefiero no hablar de ella. Lo verdaderamente horrible en aquel campo no eran tanto los atropellos y castigos y sufrimientos que veíamos… sino las cosas que no veíamos, que eran mucho peores. Como suelen decir los veteranos del hospital de Atlanta donde trabajo actualmente, se propalaban toda clase de rumores desde la letrina. Algunos incluso los pude comprobar, porque conocía a las francesas y a las checas que los originaron. A veces desaparecían amigas nuestras y supimos que todos los días se mataba a cincuenta mujeres de un tiro en la nuca, para luego ser incineradas. Para acelerar este proceso de liquidación, muchas de nosotras tuvimos que participar en la construcción de una cámara de gas; por lo tanto, no podíamos negar su existencia. Después se realizaban experimentos científicos, experimentos médicos…

Craig pensó en el doctor Farelli y en el tormento que sufrió en Dachau. Entonces siguió escuchando, intrigado.

—… y yo me enteré de uno de estos experimentos —dijo Emily, arrastrando las palabras—. Sus víctimas fueron unas polacas que estaban presas con nosotras… lo realizó el doctor Karl Gebhardt, un cirujano de la Universidad de Berlín, ayudado por el doctor Schidlausky, el médico del campo. Trataban de demostrar el valor de las sulfamidas… y en lugar de ratones blancos utilizaron a las pobres polacas. Provocaron una infección en sus piernas… practicaron incisiones en ellas para ponerles el virus del tétanos, a veces con vidrio molido, o creando una gangrena artificial en las incisiones… para estudiar los resultados. Casi todas aquellas infelices murieron entre atroces dolores. Pero volvamos a mi relato. La primera vez…

Fijó su mirada ausente en la ventana del hotel y, al cabo de un intervalo, continuó:

—Los nazis estaban muy preocupados por la suerte que corrían los aviadores alemanes que caían al mar o los marinos que tenían que echarse al agua, durante el invierno y con un frío riguroso. Así, empezaron a realizar experimentos sobre la congelación de los seres humanos y su reanimación mediante el calor. Yo no sé gran cosa sobre esto, excepto lo que yo tuve que presenciar en las pruebas que participé. Fue durante una inclemente noche invernal. Todas estábamos apretujadas alrededor de la estufa del barracón… eran más de las siete o las ocho, ya habíamos tomado la sopa de coles y la guardiana de mayor graduación, la Aufseherin, que dependía del coronel Schneider, el comandante del campo —se llamaba Frau Hencke—, entró con dos guardianes. Vestía su uniforme gris, con correaje y pistola, calzaba botas negras y llevaba una fusta bajo el brazo.

»Nos ordenó a todas que nos colocásemos en fila y entonces recorrió la hilera gruñendo, blandiendo el látigo, moviendo la cabeza, quejándose de nuestra suciedad, de nuestra fealdad y ojos abotargados y, cuando llegó ante mí, me miró de arriba abajo y dijo: "Ja, esta es… esta irá perfectamente." Mi madre quedó aterrada y quiso saber inmediatamente que querían hacer conmigo. Frau Hencke dijo que sería para mí un honor poder prestar ayuda a sus médicos en sus experimentos científicos. Estaría ocupada, añadió, durante aquella noche y la mañana siguiente, pero luego podía descansar todo el día —Emily suspiró—. Esto fue el comienzo —dijo.

Permaneció silenciosa e inmóvil por un instante y luego reanudó su relato con voz pausada:

—La temperatura de aquella noche era de diez grados bajo cero. Ahora me cuesta recordar aquel frío tan espantoso. Yo llevaba mi suéter, el abrigo de mi madre y un chal que me dejó una compañera y así me fui con Frau Hencke y los dos guardias… La tierra era dura como el hierro y de todos los barracones pendían carámbanos… Pensé que íbamos al Rèvier, el barracón donde estaba el hospital, pero pasamos frente a él sin detenernos, hasta llegar a una pequeña edificación de ladrillo que yo no conocía. Frau Hencke me dijo que era el sitio donde se hacían los experimentos científicos y donde estaba también la enfermería.

»Cuando llegamos cerca de la entrada, el viento me trajo el llanto de un hombre —es algo que parte el corazón oír llorar a un hombre— y entonces salió un médico a recibirnos… el doctor Voegler, el ayudante del doctor Schidlausky… y nos dijo que me mostraría el experimento. Me condujeron al lado opuesto del edificio y el llanto se hizo más fuerte. ¿Sabes lo que me mostraron? A un joven prisionero polaco… un muchacho judío, delgado y de ensortijado cabello negro. Estaba tendido sobre una camilla en el duro suelo, completamente desnudo… recuerda que estábamos a diez grados bajo cero.

»Sentí deseos de echar a correr. En primer lugar, yo nunca había visto a un hombre desnudo, pero sobre todo lo que me impresionó fue la bestialidad de la escena… el infeliz estaba atado de pies y manos… desvalido y desnudo sobre la camilla. Y entonces, frente a mí, un guardián le echó encima un cubo de agua helada… y él se puso a gritar y a gemir. El doctor Voegler y Frau Hencke me hicieron pasar al interior de la enfermería, donde me dijeron que aquel era un experimento de congelación, y que sería seguido por otro experimento de reanimación por medio del calor. El objeto del experimento consistía en saber hasta qué punto de congelación podía llegar un hombre y ser salvado aún. Me dijeron que lo hacían para saber cómo podrían salvar a los gloriosos aviadores de la Luftwaffe que eran abatidos en el Canal de la Mancha. Y añadieron que me habían elegido para que les ayudase a demostrar que un sujeto tan congelado como aquel muchacho aún podía salvarse. Recuerdo que yo les dije: "Haría cualquier cosa por salvar la vida de ese pobre chico." Y el médico respondió: "Me alegro de ver su espíritu de cooperación. Dentro de unas horas podrá probarlo."

»Frau Hencke me condujo a una habitación vacía… estaba rodeada de ventanas, como una sala de hospital, pero cubiertas de cortinas. En la habitación sólo había una cama de matrimonio y una silla. Frau Hencke estaba muy amable y dijo que me daría leche caliente con panecillos —hacía dos años que no conocía semejante lujo—, agregando que debía dormir y ellos me despertarían cuando llegase el momento de actuar. Tomé la leche con panecillos, después me descalcé y me eché en la cama, con las luces apagadas, pero no podía dormir al pensar en el pobre muchacho judío, que estaba helándose en la camilla, bajo aquel frío tan espantoso. Quizá llegué a amodorrarme. No recuerdo. Pero supongo que pasaron algunas horas. De pronto las luces de la habitación se encendieron, me incorporé y vi a mi lado al doctor Voegler, acompañado de Frau Hencke.

»El doctor Voegler me dijo: "Fraulein Stratman, ha llegado el momento. Vamos a comenzar el experimento de reanimación por medio del calor. Traeremos aquí al sujeto del mismo —ese muchacho que usted desea salvar— para ver si podemos vencer su congelación y reanimarlo por medio del calor animal… el calor que irradia el cuerpo humano." Yo no comprendía en absoluto el significado de sus palabras. "Quítese las ropas, Fraulein", me ordenó. Yo quise saber qué me tenía que quitar y él me dijo que todo… yo aún no tenía quince años y me daba vergüenza el tamaño de mis pechos y ser ya una mujer. Entonces me negué. Pero el médico dijo que el experimento sólo se podía realizar con dos personas, una fría como el muchacho y otra caliente como yo, añadiendo que yo tenía que arrimarme a él, abrazándolo sobre la cama, para comunicarle mi calor y ver si así podía hacerlo volver a al normalidad. Yo grité que no podía hacer aquello pero entonces el médico me dijo que si me negaba a cooperar, irían a buscar a mi madre para ponerla en mi lugar y yo tendría que presenciar el experimento. Entonces dejé de resistirme. Frau Hencke me quitó el remendado suéter y la falda de lana, luego mi sostén de algodón y mis pantalones, y quedé desnuda. Hice entonces lo que me ordenaban. Me tendí en la cama, tratando de cubrirme los pechos con una mano y con la otra el bajo vientre. Entonces el doctor Voegler y Frau Hencke salieron en busca del pobrecillo muchacho judío, desnudo e inconsciente, al que el frío había dejado endurecido como si fuese de metal, y lo tiraron en la cama a mi lado. Dejaron una luz encendida en la habitación y descorrieron a medias las cortinas de la ventana. El médico me dijo que debía tomar al muchacho en mis brazos para estrecharlo fuertemente contra mis pechos y mi vientre, acariciándolo, para ver si así revivía. Agregó que la vida del muchacho estaba en mis manos y que él me observaría por la ventana, junto con otras personas, para ver si yo hacía lo que me había ordenado.

»Al principio, a solas con el muchacho, experimenté repulsión…, acuérdate de mi edad, Andrew… Nunca había tocado a un hombre ni había visto a uno en tal estado…, pero entonces me di cuenta de que me observaban, miré al muchacho, inconsciente y aterido, y comprendí que aún vivía…, entonces ya nada me importó. Sólo quise que viviese. Lo volví de costado hacia mí…, me apreté contra su cuerpo inerte y helado… y me puse a abrazarlo y acariciarlo. Casi no me atrevo a contarte el resto. Los testigos del experimento sabían lo que iba a suceder, lo habían estado haciendo durante semanas…, pero yo lo ignoraba. Al cabo de una hora el muchacho había recuperado el conocimiento, pero se sentía débil, sin saber dónde estaba ni lo que sucedía… y entonces el doctor Voegler entró para tomarle la temperatura, que era de veintinueve grados centígrados… El médico se fue y el muchacho empezó a reanimarse cuando yo lo abracé de nuevo y le froté el cuerpo con mis manos. Y entonces abrió los ojos y se puso a mirarme, y a mirarme los pechos y de pronto me arrebató la virginidad. Luego, sollozando, me pidió perdón, diciendo que no había podido dominarse, pero continuó hasta terminar y después se desplomó a mi lado y se quedó dormido. Aquella experiencia era totalmente nueva para mí y me sentía acongojada y asustada, pero cuando el doctor Voegler entró con otros dos médicos y Frau Hencke para examinar al muchacho, me felicitó. Dijeron que durante el coito su temperatura había ascendido rápidamente hasta la normal, más de prisa que por cualquier otro medio conocido, con excepción de un baño caliente. Añadieron que me recompensarían con una buena comida y que él viviría. Yo no pude probar bocado, pues me sentía como si lo hubiese perdido todo, pero me dije que al menos mi sacrificio había servido de algo… para salvar la vida de un pobre muchacho polaco.

»A la mañana siguiente dije a mi madre una mentira, explicándole que me habían retenido para un trabajo de oficina y me esforcé por seguir viviendo encerrada en mí misma. Pocos días después, supe que mi sacrificio había sido en vano. Volvieron a sacar al mismo muchacho de su barracón para meterlo en una tina de agua helada frente a la enfermería, mientras estaba nevando. Luego lo entraron en el edificio y lo pusieron entre dos francesas desnudas, pero el infeliz murió allí entre ellas.

Emily permanecía tendida e inerte, tratando de evitar que su mirada se cruzase con la de Craig.

Él deseaba acariciarla. Quería tomarla en sus brazos para hacerle olvidar aquel pasado muerto, que en ella aún vivía. Pero sabía que no podía hacerlo.

Preguntó entonces:

—¿Y esto fue lo que te sucedió en Ravensbruck?

—No fue más que el comienzo —repuso ella—, ya te lo dije. No referiré con tanto detalle lo que siguió, porque lo importante fue el comienzo. Una semana después del experimento…

Hizo una breve pausa, incapaz de continuar.

—Emily, yo…

—Una semana después —insistió ella—, Frau Hencke, la jefa de las guardianes, me hizo comparecer en sus habitaciones. Era oscuro, antes de cenar. Llamé a la puerta con los nudillos y ella me invitó a entrar. Estaba tendida en el sofá de su saloncito, tapada hasta el cuello con una manta. Era una mujer de aspecto rudo, no muy corpulenta, pero de una complexión recia y hombruna. Debía de andar por los treinta y cinco años y tenía una voz estentórea y autoritaria que era el terror de todas las prisioneras. Era quien mandaba más en el campo. Me ordenó que cerrase la puerta y yo la obedecí. Luego me ordenó que me acercase a ella y también la obedecí. Me preguntó cuántos años tenía y yo le contesté que cumpliría quince dentro de unas semanas. Dijo que había quedado muy impresionada por el modo como me había portado y por el valor que demostré la noche del experimento, y que desde entonces había estado pensando siempre en mí. «Cuando te desnudé —me dijo— debo admitir que nunca había visto a una joven de figura más maravillosa». A pesar de que yo estaba asustada, le di las gracias. Añadió que había sufrido mucho viéndome en la cama, mientras aquel joven judío me hacía el amor. Si hubiese dependido de ella, añadió, no hubiera permitido que un hombre ultrajase a una virgen tan encantadora. «Pero olvidemos eso —dijo a continuación— porque tengo una buena noticia para ti». Me dijo entonces que, con excepción del coronel Schneider, ella era la persona más importante de Ravensbruck. Se hallaba en situación de salvar vidas, de hacer la vida agradable y llena de comodidades. Y estaba dispuesta a hacerla para mi madre y para mí. Me tomaría bajo su protección. Yo me convertiría en su protegida. Pero en una semana yo había envejecido mucho y me había vuelto suspicaz. Quise saber por qué hacía aquello. Y ella me respondió: «Porque soy tan estúpida, Emily, que me he enamorado de ti».

Desde la almohada, casi como si no se acordase de la presencia de Craig, Emily parecía revivir aquella escena.

—Entonces se puso a decirme cuánto me amaba —prosiguió Emily—. Prometió velar por mí, diciendo que nada me faltaría ni tendría que lamentarlo. Dijo que no quería perder el tiempo en palabras y que me quitase toda la ropa, como había hecho durante el experimento. Al ver que yo no me movía, ella me preguntó si estaba enterada de la existencia de la sala de duchas y yo dije que sí. Una vez enviaron allí a una joven francesa, como castigo. En la sala de duchas había un bidet del que el agua salía como un surtidor, con la presión de una manga de riego, y las castigadas tenían que colocarse a horcajadas sobre él hasta que se desvanecían. Frau Hencke dijo que lamentaría mucho verme estropeada por aquel castigo. Viendo que yo aún seguía vacilando y no me desnudaba, me dijo brutalmente: "¿Deseas que tu madre siga aquí en Ravensbruck contigo, o que la enviemos a Auschwitz, donde tenemos los hornos crematorios? Precisamente yo soy la encargada de preparar las listas para el coronel Schneider." Una a una, como en un sueño, me fui quitando todas mis prendas.

»¿Has paseado alguna vez desnudo frente a una persona desconocida? Mis piernas parecían ser de madera y yo traté de taparme el… Bien, no importa…, me acerqué a ella y le quité la manta y entonces vi que ella también… ¡Qué repulsiva era! Yo permanecí de pie, temblorosa. No tenía más remedio que obedecerla. Me tendí y… y… ella me acarició. Era repugnante el modo como jadeaba…, pero yo la obedecí porque era muy joven y sólo tenía a mi madre y no quería que se la llevasen al horno crematorio. —Emily se interrumpió—. Esto duró tres meses…

—Emily —dijo Craig—. No hace falta que sigas. No quiero…

—¿Tienes miedo de oírlo? —le preguntó ella, sin mirarlo—. ¿Tienes miedo, dime?

—No es eso. Pienso en ti.

Pero comprendió entonces que ella necesitaba aquella catarsis.

—Pronto terminaré —dijo Emily con voz apagada, no sólo a causa de los calmantes—. Una noche fui como siempre a las habitaciones de Frau Hencke, pero, por primera vez, la encontré totalmente vestida. Con su voz de mandamás, me dijo: «En este campo hay demasiadas murmuraciones. No sólo entre los prisioneros, sino entre esos guardianes mal hablados. El coronel Schneider me ha llamado para decirme que nuestras entrevistas no son un secreto para nadie y que producen muchos celos. El cree que esto es muy malo para la moral del campo. Lo siento, pero esto ha terminado». Yo sentí deseos de echarme a llorar y de dar gracias a Dios porque hubiese acabado aquella pesadilla y por verme libre de aquella horrible lesbiana. Pero entonces agregó: «El coronel Schneider desea hablarte personalmente. Esta noche, a las ocho, después de la distribución de raciones, uno de sus guardias vendrá a buscarte. Esto es todo, Emily».

»El guardia vino a las ocho y veinte, me acuerdo muy bien. Me llevó a la casita del coronel Schneider. Era la mejor construcción de Ravensbruck, pero es que él era el comandante. Me hicieron pasar a un despacho, cerraron la puerta y lo vi trabajando ante su mesa. Llevaba un batín de seda procedente del París ocupado. Yo permanecí mucho rato de pie y por último él se volvió para mirarme. Era la primera vez que lo veía. Llevaba flequillo con patillas cortas y gruesas, tenía una nariz aplastada de boxeador y era de estatura media, pero corpulento como un toro y prácticamente sin cuello. Se puso a mirarme y remirarme como si yo fuese una vaquilla de concurso y luego dijo: "Anda…, anda por la habitación." Yo le obedecí y él comentó: "¡Qué andares! Yo me preguntaba por qué estaría tan radiante Frau Hencke durante los últimos meses. Ahora ya lo sé. Pues bien, no voy a tolerar perversiones de ninguna clase en la zona de mi mando." Luego dijo: "Me sirves. Pasa por esa puerta a mi dormitorio. Desnúdate. Y espérame allí. No tardaré." Yo me quedé anonadada. Me lo esperaba todo menos eso. Sabía lo que tendría que oír si demostraba obstinación, pero lo intenté. Le supliqué, le rogué que me dejase salir. Pero él no quiso escucharme. "Tú ya no eres virgen —me dijo—. Estoy enterado de lo que pasó con el joven judío. Tú lo hiciste revivir, ¿eh? Pocas mujeres han causado tal impresión. Pero un ario fuerte y saludable será mejor para ti. Pasa ahora al dormitorio. Cosas peores podrían sucederte… a ti y a tu madre." La mención de mi madre hizo cesar mis últimas resistencias.

—Emily, por favor…

—Quiero que lo sepas. Te ahorraré los detalles. Ni siquiera me trató con suavidad sino como… como un caballo de la remonta trataría a una yegua. Cayó sobre mí como una apisonadora. Media hora después hizo venir al doctor Voegler, el cual me dio cuatro puntos y me dijo que descansara diez días. Apenas podía andar cuando regresé al barracón…, pero me enviaron un cesto de comida para mi madre y mis restantes compañeras… Mi madre nunca supo la verdad.

»Al décimo día vino a buscarme el mismo guardia. El coronel Schneider estaba también sentado ante su mesa y ni siquiera me habló. Se limitó a indicarme el dormitorio con una seña. Después de aquel día la escena se repitió todas las noches… con excepción de dos, en que tuvo que tomar el avión para ir a pasar el fin de semana a Berlín. Todas las noches, Andrew, durante un mes. Hasta que al iniciarse el segundo mes, manifestó hallarse descontento de mí. Dijo que yo me limitaba a tenderme en la cama y a permanecer quieta como un tronco, dejando que él hiciera lo que se le antojara, pero esto empezaba a cansarle y no estaba dispuesto a tolerar semejante insolencia de mi parte, si mi madre y yo queríamos seguir gozando de su favor.

Emily guardó silencio y permaneció quieta durante un penoso intervalo. Luego prosiguió diciendo:

—Hice todo cuanto me ordenaba. Al parecer quedó satisfecho. Complací al coronel Schneider cuatro, cinco y seis veces por semana, en sesiones de una hora. Esto duró siete meses…, sí, siete meses. Aquello ya no significaba para mí absolutamente nada. Pero entonces empezó a rumorearse que se acercaban los rusos, que el fin de la guerra estaba próximo y el coronel Schneider tomó el avión para Berlín, a fin de entrevistarse con Hitler y Himmler. No había de regresar más…, pereció en un bombardeo… Pero había hablado de mí a sus oficiales más jóvenes y entonces un comandante y dos capitanes de las Waffen-SS se me llevaron consigo cuando evacuaron Ravensbruck…, sí, se me llevaron a su nuevo destino de Buchenwald, cerca de Weimar, y durante varias semanas —mi madre había desaparecido y yo ya no sentía ningún interés por seguir viviendo— me dediqué a complacer los instintos de aquellos tres oficiales en su alojamiento. Yo actuaba como una autómata: supongo que Pavlov hubiera llamado a eso reflejos condicionados. En cuanto caía la noche, yo me presentaba automáticamente ante la puerta, el centinela me franqueaba el paso, y ya encontraba esperándome a los tres oficiales y el catre. Hasta que de pronto, un día se fueron por las buenas… y aquella noche nadie me invitó a entrar, a pesar de que yo me presenté a la puerta, como siempre… Era el 11 de abril de 1945 y los americanos acababan de llegar para liberarnos. Examinaron los archivos nazis…, los documentos, diarios del campo, etc…, y encontraron mi expediente… Entonces el psiquiatra militar americano me dijo lo que un psicoanalista inglés había de confirmar más tarde: yo me encontraba en un estado catatónico. Únicamente los médicos sabían los atropellos y tropelías que habían cometido conmigo…, hasta que tío Max me encontró y ellos le contaron una pequeña parte de lo sucedido, no todo, ni mucho menos. —Hizo una pausa—. Ravensbruck… Aquí tienes lo que era Ravensbruck.

—Emily… Emily…, ¿qué puedo decir? Como no sea que… que ahora que tú has…

Ella no quiso escucharle.

—Todos piensan que soy virgen —dijo—. Pero se les pondrían los pelos de punta si supiesen esto. Incluso tú lo creías. Lo siento, Andrew, pero tenías que saberlo: tu santa era una prostituta…, una veterana de trescientas noches. —De pronto se cubrió los ojos con la mano y su voz se quebró—. Dios mío, oh, Dios mío, cuántas veces, en los años que siguieron…, cuántas veces deseé morir.

Él la tomó por las muñecas, apartándole las manos de los ojos anegados en llanto, y se las besó.

—Esto no te afecta en absoluto, Emily…, tú no tienes la culpa. Te obligaron a cometer esas monstruosidades…, pero ahora estás libre… y esto ha terminado.

Ella lo miró por primera vez desde que comenzó a hablar.

—¿Dices que ha terminado, Andrew? ¿Cómo puede haber terminado?

—Porque el sadismo y la violencia que te infligieron —y que tú confundes con el amor— nada tienen que ver con este, porque tú has salvado y preservado tu amor, sin entregarlo nunca a nadie. Tu alma está todavía intacta. Eres aún virgen, pues no has entregado tu amor a nadie.

—Dices esto porque eres muy bueno…, porque te inspiro compasión…

—Lamento todo cuanto te ocurrió, pero lo que siento por ti nada tiene que ver con la compasión.

—… y yo quiero creerte —añadió Emily—. ¿Pero cómo puedo creerte? Desde que terminó la guerra y yo me fui a América, ningún hombre me ha tocado. Yo no podría permitirlo. Era como si tuviese que vivir en el interior de un frasco estéril, apartada del contacto humano, haciendo penitencia por un pecado mortal… Como si supiese en secreto que estaba tan manchada que mi redención era imposible…, que de cintura para abajo era impura… y que si alguna vez volvía a estar con un hombre, él lo descubriría y me arrojaría asqueado de su presencia…, y si no lo descubriese, lo engañaría y abusaría de su confianza y yo me condenaría al fuego eterno. Después, hace más de quince años, empecé a vivir una fantasía…, la de que, transcurrido un tiempo suficiente, aquella parte inmunda de mi ser se consumiría y sería sustituida por carne limpia y nueva…, y yo volvería a ser sana como las demás mujeres normales… Entonces, sólo entonces, podría aceptar a un hombre… o enamorarme. Tú ya sabes que durante la travesía por mar traté de ver si aún era capaz de sostener un contacto humano normal, pero no pude…, fui incapaz de soportarlo. Entonces te conocí… y me abandoné un poco… llegando a creer que sería posible… hasta que de nuevo me desengañé al conocer a Lilly. Entonces supe, al verla tan saludable y sencilla, que yo era una enferma incurable…, que lo que yo había llegado a imaginarme…, que podría entregarte mi persona como si fuese una joven pura y virginal…, era una quimera, y que tú ya habías sufrido demasiado para verte defraudado de nuevo por la vida.

De pronto cerró los ojos y movió la cabeza antes de abrirlos de nuevo plenamente, como si viese por primera vez a Andrew Craig. Después se incorporó hasta quedar sentada.

—Creo que ya se me ha pasado el efecto de las drogas. He hablado mucho. ¿Te lo he contado todo…?

—Sí, Emily, todo.

—Gracias a Dios. ¿Te he dicho también algo… acerca de mis verdaderos sentimientos?

—Hasta cierto punto, sí.

—Entonces ya lo sabes…, ya sabes que no puede ser.

—Yo no sé nada —repuso Craig—. Lo que sé es que te quiero y voy a casarme contigo.

—No digas esas cosas. Ten un poco de respeto por mis sentimientos. Lo nuestro no puede continuar y tú sabes por qué. Si nos casáramos…, pienso lo que sucedería todas las noches. Tú ya estarías enterado de lo que yo hice antes…, te acordarías de lo que te he contado…, sabrías que todos mis movimientos…, en fin, la repugnancia que sentirías corrompería tu amor… y por último sólo me odiarías y eso yo no podría soportarlo.

Se arregló el cabello, estiró el suéter y se dispuso a sacar las piernas de la cama.

—Es inútil, Andrew. Déjame volver a mi habitación.

Él la sujetó por los hombros, con un «no» rotundo.

La necesidad que sentía de que ella pasara a formar parte integrante de los años que le restaban de vida, el deseo acuciante de poseerla y de ser su dueño, se le habían hecho insoportables.

—No, no voy a permitir que me dejes, cuando la verdad es que no puedo vivir sin ti y tú me quieres tanto como yo a ti. —Con estas palabras le tomó la mano—. Emily, Emily, me has contado lo peor que podías contarme, pero aún te quiero más. No estoy dispuesto a permitir que eches a perder mi vida al no querer formar parte de ella. No pensaré en todo lo pasado… y ya no pienso en ello ahora, ni lo haré en lo que nos resta de vida. Aquello sucedió en un planeta negro, habitado por seres inhumanos, pero tú y yo somos hijos de la luz y del planeta Tierra y tenemos derecho a la felicidad. Y sostengo lo que digo…, nunca te ha tocado ningún hombre, porque no has conocido ni un instante de amor. Y lo único que me importa es lo que hay de intacto en ti…, que pertenecerá al hombre que te haga suya y que te quiera. Emily, yo no creía que pudiese haber otra mujer en mi vida después de Harriet. Cuando ella murió, yo también me consideré muerto. Pero ahora soy otro distinto, vivo y ansío incorporarme de nuevo a la vida…, pero no solo… únicamente contigo.

La tomó en sus brazos, sin que ella ofreciese resistencia y le besó el cabello, la oreja, las mejillas y los ojos.

—Andrew —le susurró al oído—. Andrew, ¿es verdad todo cuanto me has dicho?

—Lo he dicho con toda mi alma y todo mi corazón. Daría mi vida por ti. No valdría la pena vivir si tú me abandonaras.

—Sí —dijo ella con voz queda como ocultando la cara en su pecho. Sus palabras eran casi inaudibles—. Ahora te creo. Hoy me lo has demostrado. —Y agregó—: Tiéndete a mi lado, amor mío. Tiéndete y abrázame…, no me sueltes jamás.

—No, jamás mientras vivamos —dijo Craig.

Ella había vuelto a tenderse en el lecho. Él se colocó a su lado abrazándola lleno de paz, seguro por fin. La besó en la cara una y otra vez, acariciándole los hombros y la cabeza, hasta disipar sus últimos temores, y el antiguo pasado se hundió en las tinieblas.

—Andrew —le susurró ella—, ahora ya puedes decírmelo.

—Te amo. Te amaré siempre.

Ella permanecía tendida, extasiada, pensando: bien venida seas, tierra, cálida tierra, besada por el sol, con tus cálidos verdes y azules, tierra canora de los vivientes. Acercó su cara a la del hombre para confiarle su secreto, para decirle… sí… sí… ahora yo también puedo amar…, pero comprendió que él ya lo sabía y entonces conservó su paz, que era la paz de ambos, y ambos descansaron como un solo ser…

Eran las 6.21 de la tarde.

La majestuosa ceremonia que se celebraba en la gran sala del Concert Hall tocaba a su fin. Los esposos Marceau habían sido presentados al público y colmados de elogios en sueco, para ser saludados luego en francés. Ambos habían recibido su premio de manos del rey y el doctor Claude Marceau se dirigió a continuación en nombre de los dos al público que llenaba a rebosar el vasto local. El doctor Carlo Farelli y el doctor John Garrett habían recibido también sus respectivos diplomas y cada uno de ellos pronunció un breve y elocuente discurso.

El profesor Max Stratman, que acababa de recibir en aquellos momentos el diploma, trataba de desechar los temores que le inspiraba la ausencia de Emily mientras, de pie ante el atril, leía el discurso que había preparado tan cuidadosamente y que en realidad era un alegato para un mejor entendimiento entre Oriente y Occidente, una ferviente súplica a los hombres de buena voluntad para que mantuviesen una paz duradera.

Había llegado al último párrafo de su discurso:

—Todos los años, en mi país, que son los Estados Unidos de América, organizamos una cena en Nueva York para festejar los premios Nobel, durante el mes que sigue al día de hoy. En una de estas ocasiones, un coloso que yo admiraba y con cuya amistad me honraba, habló como un verdadero científico y pacifista. Sus palabras son muy adecuadas para finalizar con ellas las mías. En 1945, durante la cena de homenaje a los premios Nobel norteamericanos, el difunto profesor Alberto Einstein, dijo: «Que el espíritu que inspiró a Alfredo Nobel para crear su gran institución, el espíritu de confianza mutua, de buena fe, de generosidad y fraternidad entre los hombres, sea el que prevalezca en el ánimo de aquellos que tienen en sus manos nuestro destino colectivo. De no ser así, la civilización humana está condenada a desaparecer». Gracias, y buenas noches a todos.

Stratman se inclinó para responder a la prolongada ovación que le tributó el público y después regresó a su asiento.

Ingrid Pahl, que tenía que hacer la presentación de Andrew Craig, el último de los laureados que recibiría el diploma y la medalla, ya había ocupado la butaca vacía junto a Jacobsson y, tirando con nerviosismo de su apretado corsé, se preguntaba qué podría decir.

—¿Pero qué puede haberle pasado? —exclamó, desesperada—. Qué desastre… ¿Qué excusas podré ofrecer a Su Majestad y al público?

—Tendrá que decirles… —empezó a decir Jacobsson cuando de pronto resonó en la sala una tempestad de aplausos, que iba en aumento. Jacobsson vio que todos cuantos se hallaban en el escenario miraban hacia el fondo, y siguió aquellas miradas.

Andrew Craig, resplandeciente en su traje de rigurosa etiqueta, su cuello duro, corbata blanca de pajarita y zapatos de charol, descendía lentamente por la escalera central del escenario, para dirigirse a ocupar su sitio en la primera fila de la derecha.

Ingrid Pahl, pálida pero aliviada, se situó ante el atril y empezó a pronunciar su discurso en sueco sobre Craig y sus obras, que se había aprendido de memoria. Mientras la escritora hablaba, Craig aparentaba prestar atención a sus palabras, pero al propio tiempo decía algo en voz baja y sin volverse a Jacobsson.

—Le ruego que me disculpe. No he podido venir antes… ha sido imposible… no lo tome como una descortesía… ocurrieron algunos contratiempos… pero ahora ya está todo resuelto. Tal vez algún día podré explicárselo todo.

Jacobsson miró a Craig con sorpresa y luego con viva curiosidad, preguntándose qué podía haberlo retenido, y también a Krantz, sí, a Krantz, sentado en la fila de enfrente, y entonces Jacobsson pensó, con cierta tristeza, que, a pesar de lo mucho que había oído, visto y leído, sus preciosas Notas no estarían jamás completas. Pero entonces se dijo, para consolarse, que ninguna historia de los hombres puede ser jamás completa, porque lo que hay en su interior y sus insondables misterios, casi nunca se divulgan. Y al menos, se dijo con alivio, al menos Craig se había presentando a última hora y en sus Notas no se vería obligado a registrar un escándalo. En resumidas cuentas, podría dejar constancia para la posteridad, de una manera tranquila y agradable, de una nueva Semana Nobel.

Craig trató de escuchar a Ingrid Pahl, pero como no entendía una palabra de sueco, volvió a distraerse de nuevo. El escenario ofrecía un aspecto deslumbrador, que Craig contempló con agrado. Luego sus miradas se dirigieron al público elegante que llenaba la sala y se esforzó desesperadamente por recordar el protocolo que debía observar dentro de un momento.

En un palco situado a bastante altura sobre el escenario distinguió a Lilly Hedqvist, Gunnar Gottling y Emily, su propia Emily, que acababa de entrar y aún de pie lo contemplaba llena de orgullo. Y les dirigió una sonrisa.

Recordó cómo él y Emily habían abandonado la cama para vestirse y bajar a toda prisa a la calle, donde tomaron un taxi ordenándole que los llevase urgentemente al Concert Hall. Entre bastidores les esperaban Lilly y Gottling, al que por medio de una seña indicó que todo había ido bien… Y entonces Lilly le dijo que Daranyi contemplaba el acto por la televisión desde el hospital y al día siguiente estaría en su casa. Y Gottling añadió que «aquel penco de Sue Wiley ha entrado en sospechas, y anda husmeando por ahí para atar cabos, pero yo le he advertido que si continuaba molestando, me colaré de rondón en su cuarto para desflorarla… así es que creo que se estará quieta».

Y mientras esperaba que Stratman terminase su discurso, que se oía perfectamente entre bastidores, Craig tomó la mano de Emily, sabiendo que ella se había entregado a él de por vida, sabiendo asimismo que vivir con ella no siempre sería fácil ni libre de complicaciones, pero seguro también, cuando la dejó para dirigirse hacia el brillante escenario, que su unión sería feliz, porque sus profundas heridas habían cicatrizado definitivamente.

Con sobresalto oyó que pronunciaban su nombre. Comprendió que Ingrid Pahl había terminado su discurso en sueco y le dirigía entonces la palabra en inglés, para informarle de los motivos que había tenido la Academia Sueca para galardonarlo aquella noche. Terminada esta breve alocución, se dirigió hacia él con la mano tendida y expresión sonriente. Cuando él se levantó para estrecharle la mano, el público prorrumpió en aplausos.

Entonces ella lo acompañó por la larga alfombra hasta el pasamanos y la escalera que conducían desde el centro del escenario a la platea. Ella permaneció en lo alto, mientras él bajaba la escalera al encuentro del rey, que le esperaba para estrecharle la mano. Cuando de nuevo se encontraron el monarca y el escritor se dieron un cálido apretón de manos.

—Le felicito, míster Craig —dijo el rey de Suecia, entregándole una cartera de piel de becerro ribeteada en oro—. Aquí tiene usted su citación… el diploma. Y en este estuche de piel, el medallón de oro. Mírelo, por favor.

Tomando el estuche en sus manos, Craig lo abrió y vio complacido el centelleante medallón, que ostentaba las figuras clásicas, una de ellas provista de una lira.

—Finalmente —añadió el soberano— el sobre con el cheque, importe del premio, podrá recogerlo usted mañana. Le felicito una vez más, míster Craig. —Los ojos del rey brillaron—. Y no olvide que ha prometido dedicarme su próxima novela.

Craig sonrió.

—La tendré terminada antes de lo que imagina Vuestra Majestad. Muchas gracias.

Al notar fijas sobre él tantas miradas, casi se le fue el santo al cielo y se olvidó de lo que tenía que hacer. Inclinándose, retrocedió de espaldas y avanzando de costado, pero siempre de cara al rey y también a Emily, subió de espaldas por la escalera hasta su butaca, mientras el público se ponía en pie aplaudiendo estruendosamente.

Craig entregó sus tres galardones a Jacobsson y se dirigió con paso lento y aire pensativo al atril.

Después de una nueva salva de aplausos, se hizo el silencio en la sala. No tenía discurso preparado, pero al levantar la vista hacia el palco supo lo que debía decir:

—Altezas Reales, señoras y señores. En este día memorabilísimo de mis treinta y nueve años de existencia en la Tierra, no deseo hablar de creación, del hombre creador, ni del hombre político, sino más bien del hombre individual. No hace muchos años, un gran compatriota mío y colega en las lides literarias, William Faulkner, os habló de la inmortalidad del hombre, porque el hombre posee un alma, un espíritu capaz de compasión, sacrificio y resistencia. Hoy deseo dirigirme a vosotros para subrayar otra faceta del hombre: la obligación que tiene hacia el tiempo que le está asignado vivir en esta tierra.

Hizo una pausa para meditar y comprendió que no se dirigía al público que lo escuchaba, a aquellos dos millares de personas o a los miles de seres humanos que contemplaban la televisión… ni tampoco a los millones que leerían sus palabras. Hablaba para sí mismo, tratando de aclararse aquellos conceptos… para sí mismo y para Emily, que formaban un solo ser y así, quizás, en segundo término para la humanidad entera.

En todos y cada uno de nosotros, se dijo en aquellos instantes fugaces, existen, como músculos y órganos no utilizados, recursos espirituales… valor, energía y responsabilidad… que nunca empleamos en el tiempo que nos toca vivir en el mundo. Los bienaventurados eran aquellos que, al enfrentarse con una crisis vital (como le ocurre a toda la humanidad de nuestra época), se sentían impelidos a movilizar aquellos recursos, a emplearlos para sobrevivir e incluso triunfar sobre la propia vida. Quien era objeto de semejante reto y salía triunfador, podía decir que había conquistado el único premio que de verdad importaba… el premio del Creador del espíritu, la resurrección de un alma marchita y, por ende, una victoria homérica sobre las derrotas de la vida. En menor grado él había sido objeto de un reto semejante, y descubrió que poseía unos recursos cuya existencia ignoraba. Gracias a ello por último podía decir que era un hombre completo. Este era, en verdad, el premio que había conquistado. Se preguntó si todos cuantos se hallaban ante él o esparcidos por el mundo serían capaces de comprender aquella victoria y aquel honor. Debía hacer que lo comprendiesen. Todos debían saber el valor supremo que tenía aquel reto y la necesidad eterna de afrontarlo individualmente y en la plenitud de la vida.

—Este es el más alto honor terrenal, el que vosotros me habéis ofrecido —dijo en voz alta—. Me siento conmovido y lleno de gratitud y las palabras no bastan para expresar lo que siento. Pero estoy convencido de que Alfredo Nobel hubiera comprendido lo que voy a deciros. Es lo siguiente: todos los honores que pueden conferir los hombres son insignificantes ante el premio más alto al que el hombre puede y debe aspirar… el hallazgo de su propia alma, de su espíritu, de su fortaleza divina y de su valor… el conocimiento de que puede y debe vivir con libertad y dignidad. La comprensión final de que la vida no consiste en morir todos los días un poquito, ni es un tránsito insustancial ni un retorno al polvo o la ceniza, sino un don alto y resplandeciente arrancado a la eternidad. En última instancia, el premio consiste en saber que el reto que nos aporta cada nuevo día está lleno de significado y se nos ofrece para que saquemos partido de él, para que lo aprovechemos plenamente, hasta el fondo… y saber, comprender que esto es el único premio digno de convertirse en objetivo del hombre y en la más alta aspiración de la humanidad.

Hizo una pausa para escrutar las caras atentas, aquel mar de rostros que se extendía a sus pies… y todas las caras se le aparecieron distintamente, esta y aquella, todas como la suya, y al punto comprendió que todos se percataban de la urgencia de lo que acababa de revelarles, y que todos esperaban para darle la bienvenida en su Regreso a Itaca.

En ningún otro momento de su vida se había sentido más tranquilo y más lleno de contento. Sabía adónde iba. Y así, finalmente, podría proseguir su viaje…