Capítulo doce

Había estado nevando toda la noche. Las ráfagas de viento arrastraban grandes copos planos, secos y que permanecían adheridos en el lugar donde caían. A primeras horas de la mañana del 10 de diciembre, no había cesado de nevar. El viento había amainado, observó el conde Jacobsson desde la ventana de su saloncito, situado en los altos de la Fundación, y los cristalinos copos descendían suavemente, como una lluvia de confeti, posándose sobre todas las superficies y acumulándose incesantemente, con el resultado de que Sturegatan, el parque y toda la ciudad de Estocolmo, hasta allí donde la vista podía alcanzar, permanecían cubiertos bajo un manto blanco que se perdía en suaves ondulaciones en las lejanas tinieblas.

Estamos cubiertos de un regio manto de armiño, pensó Jacobsson, con que la ciudad se ha ataviado para festejar el día más importante de toda la Semana Nobel.

Detrás suyo oyó los sosegados y graves movimientos de su rolliza ama de llaves, que acudía tres veces por semana para hacer la limpieza de su piso de soltero. Oyó también el ruido que hacía al poner el desayuno sobre la mesa ovalada. Esperó a que se fuese, mientras continuaba disfrutando con la contemplación de la nevada, y, cuando la mujerona hubo salido de la habitación, se apartó de la ventana y se sentó a la mesa.

Estaba demasiado preocupado por los problemas que presentaba el gran día que entonces comenzaba, para pensar en el desayuno, pero entonces su apetito se aguzó al contemplar las pequeñas salchichas calientes que acompañaban a los huevos revueltos, la tostada recubierta de compota roja de arándano y el choklad, y comenzó a comer vorazmente. Después de devorar las salchichas y los huevos, cuando empezó a sorber el cacao, mordisqueando al propio tiempo la tostada, abrió los tres periódicos de la mañana colocados a su derecha. Observó que cada uno de ellos publicaba en su primera página fotografías y largos artículos sobre la ceremonia de la tarde.

Sólo cuando hubo terminado de tomar el cacao, abrió el libro verde que contenía sus Notas, escritas hacía una década y que a la sazón tenía a la izquierda de su plato. Al despertarse aquel día y contemplar con agrado la oportuna nevada, recordó la anotación que había hecho diez años antes. La efectuó poco después de leer una memoria escrita por Rudyard Kipling, y aquella mañana de nieve le recordó la antigua anotación.

Abrió amorosamente su libro, siguiendo con la mirada las interminables líneas escritas de su puño y letra en todas las páginas —¡qué firme era antaño su mano!—, ojeando el libro, buscando la anotación que recordaba, hasta que al fin la encontró.

Aquella anotación contenía algunos recuerdos del rey Oscar, que concedió personalmente los premios durante las seis primeras ceremonias que se celebraron los años que antecedieron a su muerte. Esta misión recayó entonces en su sucesor, el rey Gustavo V, al que unió una estrecha amistad con Jacobsson. Luego las Notas proseguían:

«He acabado de leer los recuerdos del viaje a Estocolmo de Rudyard Kipling y de su llegada a nuestra ciudad poco después de la muerte del rey Oscar. Voy a transcribir algunas de las impresiones de Kipling, cuando vino a Estocolmo en 1907, para recibir el Premio Nobel. En aquella ocasión escribió: "Cuando aún estábamos en alta mar, el anciano rey de Suecia murió. Llegamos a la ciudad, blanca de nieve bajo el sol, y encontramos a todo el mundo en traje de etiqueta, con el luto protocolario que resulta tan impresionante. A la tarde del día siguiente, los galardonados fueron conducidos a presencia del nuevo monarca. En invierno, en esas latitudes oscurece a las tres de la tarde y además estaba nevando. La mitad del inmenso palacio estaba sumida en las tinieblas, pues en él se encontraba aún el cuerpo insepulto del soberano muerto. Nos hicieron seguir interminables corredores por los que se divisaban negros patios cuadrangulares, donde la nieve pintaba con blancas pinceladas las capas de los centinelas, las cureñas de los viejos cañones y las pirámides de balas que se alzaban junto a ellos. Por último llegamos a un mundo más vivo, formado por más corredores y salones brillantemente iluminados, pero sumidos en aquel silencio cortesano que no tiene igual en la tierra. Luego, en una estancia iluminada, vimos al nuevo rey, de ojos cansados, agobiado de fatiga, diciendo a cada cual las palabras apropiadas a la ocasión. Junto a él, la reina, vestida de negro, maravillosa, como una enlutada María Estuardo. Tras unas cuantas palabras, iniciamos el regreso guiados por dignatarios de suave pisar y en un silencio tan profundo que oíamos el tintineo de las condecoraciones prendidas sobre sus uniformes. Nos dijeron que las últimas palabras del anciano monarca fueron: Que no cierren los teatros por mí. Así, Estocolmo se divirtió aquella noche sosegadamente, en la ciudad silenciosa bajo la nieve".»

Con mucha suavidad, Jacobsson cerró el libro, evocando el recuerdo del miope Kipling de cuarenta y dos años, recorriendo la Ciudad Vieja en 1907 y describiendo la imagen de la ciudad el día de la ceremonia de aquel año, cubierta entonces por la nieve como en aquellos momentos. Pero Jacobsson se dijo que había una diferencia. En la actualidad nadie llevaba luto, excepto el que pudieran llevar en sus almas los hombres que en todo el mundo lloraban el advenimiento de la terrible era nuclear —en 1907, había motivos para conceder un premio de la Paz, pero a la sazón no los había—, pero al menos, este día sería mejor, la ciudad no estaría «silenciosa bajo la nieve». Habría festejos, actos oficiales y nuevo material para sus preciosas Notas.

Consultando la hora en el reloj puesto sobre la chimenea, que había pertenecido a su abuelo y cuya esfera tenía números romanos, Jacobsson vio que se acercaba el comienzo de aquel largo, ceremonioso e importantísimo día. Levantándose de la mesa, con cuidado, para no sentir la punzada de dolor que a veces notaba en la espalda, se contempló en la cornucopia dorada y comprobó con satisfacción que llevaba el nudo de la corbata bien hecho. Tomando su bastón, salió del saloncito para dirigirse a la helada escalera, por la que descendió para ir a recibir a una selecta representación de la prensa extranjera.

Al entrar en el salón de conferencias de la Real Academia Sueca de Ciencias, observó con satisfacción que la prensa había respondido con unanimidad. Las butacas de piel de becerro, donde solían sentarse los miembros del jurado, estaban ocupadas entonces por representantes de la prensa, la mayoría de los cuales pertenecían al sexo femenino. Los hombres, fumando y conversando, estaban de pie formando corrillos en distintos lugares del salón verde.

La entrada de Jacobsson despertó distintos grados de atención entre los diversos ocupantes de la estancia. Jacobsson recibió una carpeta de manos de Astrid Steen y, mientras cruzaba la sala verde, haciendo corteses pero vagos ademanes de salutación, reconoció a Sue Wiley al otro lado de la mesa, frente a la repisa de mármol. Junto a ella estaba una francesa de más edad, enviada por un periódico de París. Reconoció asimismo a diversos corresponsales de Londres, Manchester, Nueva York, Hamburgo, Barcelona, Tel Aviv y Calcuta.

Jacobsson se colocó a la cabecera de la mesa, bajo el retrato al óleo del donante, pintado en 1915, y paseó su vista por la asamblea.

—Señoras y señores, la Fundación Nobel les da la bienvenida al día final de la Semana Nobel —dijo—. Espero que habrán encontrado el tiempo agradable. Como ustedes verán, esta mañana falta uno de los tres bustos de bronce que suelen adornar este salón de conferencias. El busto de Alfredo Nobel fue trasladado anoche al escenario de la Sala de Conciertos, para que pueda presidir, si no en persona al menos en espíritu, la ceremonia que allí se desarrollará esta tarde.

Haciendo una pausa, abrió la carpeta y sacó de ella un horario mimeografiado de tres páginas, que ostentaba el encabezamiento siguiente: «Memorándum. 10 de diciembre».

—Antes de contestar a las preguntas que sin duda desearán hacerme —dijo Jacobsson— voy a leerles el memorándum oficial que hemos enviado a cada uno de los seis laureados. La señora Steen tiene más copias de este memorándum que ustedes pueden pedirle a la salida. Paso a leerles ahora el contenido del memorándum oficial.

Sosteniendo la copia estarcida muy cerca de sus ojos, la leyó en voz alta, en una voz deliberadamente seca y monótona:

La ceremonia para la distribución de los premios Nobel tendrá lugar en la Sala de Conciertos —Konserthuset— y comenzará a las 5 en punto de la tarde. Se ruega a las personas invitadas a la misma que ocupen sus lugares en la gran sala de reuniones antes de las 4.50 horas.

Los laureados y sus familiares entrarán en la Sala de Conciertos por la entrada lateral —Oxtorgsgatan 14— a las 4.45 horas. Serán acompañados hasta allí desde su hotel por dos funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores. En previsión de que se produzca una congestión del tránsito en las cercanías de la Sala de Conciertos, es preferible que la salida del hotel se efectúe lo más tarde a las 4.20 horas. Se han reservado varios automóviles para esta ocasión, que esperarán frente al hotel a la hora fijada.

A las 5 horas en punto, Su Majestad el rey, junto con los miembros de la familia real, abandonará la sala reservada para él y sus acompañantes en la Sala de Conciertos, para hacer su entrada en la gran sala de reuniones. Su llegada se anunciará a toque de trompeta y a continuación se interpretará la Marcha Real.

Cuando el rey y la familia real hayan ocupado sus asientos, los laureados efectuarán su entrada en el estrado de la sala de reuniones por las puertas centrales, acompañados por los representantes de los diversos comités Nobel. A ellos se unirán también los laureados en años anteriores que se hallen presentes en la ceremonia y los restantes miembros de los comités Nobel que hayan propuesto la concesión de los premios Nobel del año actual. Su llegada se anunciará igualmente a son de trompeta. Los participantes en este desfile tendrán la bondad de avanzar en el orden siguiente, con los ganadores del premio Nobel a la derecha: Profesor Max Stratman, míster Andrew Craig, doctor Claude Marceau, doctora Denise Marceau, doctor Carla Farelli, doctor John Garrett, con los respectivos representantes de las correspondientes comisiones Nobel a su izquierda.

Los laureados, después de hacer su reverencia ante el rey, tendrán la bondad de ocupar los asientos reservados para ellos en la parte derecha del estrado, mirando desde la puerta de entrada al centro.

Después del discurso de bienvenida que pronunciará el conde Bertil Jacobsson, de la Fundación Nobel, la proclamación de los laureados se efectuará por medio de discursos pronunciados por representantes de cada una de las academias que otorgan los premios. Los discursos se pronunciarán en sueco, pero serán seguidos por una breve alocución en el idioma de los respectivos laureados. El laureado objeto del discurso se pondrá en pie y, al término de la breve alocución, descenderá del estrado para recibir de manos de Su Majestad el Rey la medalla de oro, el diploma y el pagaré del premio. Debido a un cambio de horario, los discursos de aceptación de los laureados se pronunciarán cuando estos regresen al estrado y no durante el banquete que después se celebrará en el Ayuntamiento, como es la costumbre.

Terminada la ceremonia los laureados pueden entregar, antes de abandonar la sala de reuniones, sus medallas y diplomas al jefe del séquito, quien con anterioridad los había entregado en manos de Su Majestad el Rey y que después los llevará al Ayuntamiento, donde se exhibirán durante toda la velada. Al terminar la ceremonia, los laureados y sus familiares serán conducidos en automóvil al banquete de clausura, que se celebrará en el Ayuntamiento.

Terminada la lectura del programa oficial sin que nadie le interrumpiese, Jacobsson guardóse nuevamente la copia en su carpeta. Tomando el jarro que estaba sobre la mesa, llenó un vaso de agua, bebió y volvió a dejar el vaso sobre la mesa.

—¿Tienen ustedes algunas preguntas que hacer sobre la ceremonia de esta tarde en la Sala de Conciertos?

Se levantó una mano y Jacobsson hizo una inclinación de cabeza.

—¿Será televisado el acto?

—Sí —contestó Jacobsson, muy a su pesar, porque se acordaba de mejores días y consideraba la monstruosa intromisión de la cámara como algo propio de una función de circo, desplazado allí—. Esta innovación fue introducida por la Compañía de Radio Sueca en 1957. Toda la ceremonia aparecerá en los programas de la televisión del Estado.

Se alzó otra mano.

—¿Cuántas personas han sido invitadas para asistir a la ceremonia? ¿Y a quién se han cursado las invitaciones?

Jacobsson bebió otro sorbo de agua.

—Además de Su Alteza Real y su familia, los laureados y sus familiares, los miembros de las academias y comités Nobel y sus familiares, y los laureados de años anteriores. Se han enviado invitaciones a los miembros del cuerpo diplomático —concediendo prioridad a los de aquellas naciones que esta tarde se hallarán representadas por los actuales laureados—, y a los representantes de la prensa acreditados cerca de nosotros. Este es el límite de las invitaciones. El público en general puede obtener entradas, pero cuando las localidades se agoten, ya no se despacharán más entradas. A las cinco de esta tarde, habrá probablemente más de dos mil personas reunidas en la Sala de Conciertos.

Sue Wiley, de pie, levantó a medias el brazo. Jacobsson asintió con la cabeza, mirándola y disponiéndose a contestar a una pregunta de cuidado. Desde luego, así fue.

—Conde Jacobsson —dijo miss Wiley—, esta es la primera vez que asisto a la ceremonia de concesión de los premios Nobel. Según me han comunicado varias personas que asistieron a ella con anterioridad, este acto es siempre impresionante, pero muy rígido y ceremonioso. ¿No ocurre nunca nada que rompa esa monotonía? —Un murmullo recorrió la sala de conferencias y Sue Wiley, sonriendo a los que la rodeaban, agregó—: Quiero decir sí alguna vez no se producen situaciones embarazosas, alguien comete un error de protocolo o algo parecido.

Todas las miradas, se fijaron entonces en Jacobsson, esperando su reacción y este, deseoso de conquistarse las simpatías de la Prensa, rebuscó en su memoria, tratando de hallar algo inofensivo pero pintoresco.

—Verá usted, miss Wiley, la perfección es algo imposible de obtener —repuso—. De vez en cuando se producen… pequeñas situaciones embarazosas. Recuerdo el día en que nuestro difunto y amado rey Gustavo V, que en paz descanse, amigo que fue de la reina Victoria, entregaba las medallas y los diplomas del Premio Nobel a sus noventa años cumplidos. Como en los últimos años de su vida se volvió muy corto de vista, entregó por equivocación un premio Nobel a su propio secretario, en lugar de ofrecerlo al laureado a quien correspondía.

Resonaron sonoras carcajadas en la sala de conferencias y Jacobsson se sintió animado a proseguir.

—El rey Gustavo —el Mr. G. de tantas competiciones tenísticas— entregó con sus propias manos más medallas del Premio Nobel que ningún otro de nuestros soberanos. Todos los laureados se hicieron lenguas de sus modales democráticos, a pesar de su incuestionable alcurnia. Recuerdo que Anatole France acababa de hacerse comunista cuando conoció al rey Gustavo. Todos pensaban que el famoso escritor francés era un enemigo de la monarquía. Pero la sencillez de modales del rey Gustavo cautivó completamente al anciano escritor. Más tarde, Anatole France dijo: «El rey de Suecia es un Bernadotte. Está acostumbrado al poder. Los presidentes, en cambio, siempre producen la impresión de no hallarse acostumbrados a mandar». Tal vez les interese saber que, de los numerosos laureados que el rey Gustavo conoció y premió con sus propias manos, su favorito era el poeta irlandés W. B. Yeats. En más de una ocasión, oí decir al rey que lo que más admiraba en Yeats eran sus «perfectos modales de cortesano».

Dándose cuenta de que Sue Wiley seguía en pie, Jacobsson volvió a dirigirse a ella.

—Pero usted me preguntaba si se habían producido momentos embarazosos y faltas de protocolo, ¿verdad, miss Wiley? Recuerdo un momento en que se evitó perfectamente uno de estos fallos. Como usted sabe, el protocolo ordena que el laureado, después de recibir el premio de manos del rey, debe retirarse de la orquesta andando hacia atrás, ascendiendo así los peldaños que conducen a su asiento sobre el estrado. Recuerdo que este detalle preocupaba mucho a Pearl S. Buck. El doctor Enrico Fermi acababa de recibir el premio antes que ella y había regresado a su asiento andando hacia atrás sin la menor dificultad. Pearl S. Buck llevaba un traje de noche dorado con una larga cola y se la veía muy apurada. Sin embargo, consiguió apartarse del rey andando de espaldas, sin el menor tropiezo y entre estruendosas aclamaciones del público. Más tarde, refirió a una de sus amistades que lo consiguió gracias a aprenderse de memoria el dibujo de la alfombra persa que se extendía a sus pies y que tuvo que seguir para regresar al estrado y a su asiento. No obstante, se produjo otro embarazoso momento en el curso de una ceremonia, cuando dos laureados ingleses —de cuyo nombre no quiero acordarme— después de recibir sus premios de manos del rey, se volvieron de espaldas al monarca, olvidando el protocolo, para regresar a sus asientos. Los suecos que se encontraban entre el público se ofendieron profundamente ante tamaño desacato. En sorprendente contraste con las omisiones cometidas por los laureados de países democráticos, los rusos se han mostrado siempre extraordinariamente correctos, haciendo gala de una cortesía irreprochable e inclinándose profundamente ante Su Majestad. Recuerdo perfectamente que en 1958 la gran autoridad soviética en Física Nuclear, el doctor Igor Tamm, uno de los tres premios de Física de aquel año, hizo una reverencia tan exagerada, que casi se le cayeron todos los premios. Con excepción de estas bagatelas, temo no poder explicarle nada más de interés, miss Wiley. Nuestra ceremonia suele transcurrir sin incidentes, como usted misma podrá comprobar hoy a las cinco de la tarde. —Miró a su alrededor—. ¿Más preguntas?

Una mano se levantó vivamente.

—Conde Jacobsson…

—¿Diga?

—¿Qué nos dice de los actuales laureados? Deben de estar muy nerviosos, en espera de la ceremonia final. ¿Sabe usted qué están haciendo en estos momentos?

—Sé lo que deberían estar haciendo —contestó Jacobsson—. Deberían hallarse en camino de la Sala de Conciertos para ensayar durante media hora la ceremonia de la tarde. No obstante, ayer se suspendió el ensayo y por lo tanto estoy seguro de que casi todos ellos deben de estar descansando en el Grand Hotel.

—¿Por qué se suspendió el ensayo?

—Porque dos de los laureados no podían asistir al mismo. A primeras horas de esta tarde el Instituto Carolina hará una declaración al respecto, pero ahora puedo anticiparles lo siguiente: el doctor Farelli y el doctor Garrett no están descansando, sino que en estos mismos instantes participan en una actividad relacionada con su especialidad…

Eran las 10.52 de la mañana.

En aquella zona de las afueras de Estocolmo, la edificación de formas fantásticas que se alzaba entre la nieve que caía copiosamente —dijérase que Seurat había pintado el edificio en puntillado, poniendo motitas blancas sobre vidrio transparente en lugar de tela— era el Hospital Carolina. Confundiéndose con la nieve que caía, se distinguían las brillantes hileras de luces amarillentas que rasgaban la lúgubre mañana invernal desde los corredores y las salas de la enfermería.

En el tercer piso del Hospital Carolina, las luces del quirófano tenían un brillo cegador, muy distinto del apagado resplandor amarillento de las bombillas de los corredores, un brillo que no era inmaculadamente blanco como la nieve que caía, sino resplandeciente como la plata y sostenido como la luminosidad de una mañana de verano.

Tendido sobre la mesa de operaciones, con el cuerpo descubierto en parte pero el resto tapado y vendado, yacía inconsciente el conde Rolf Ramstedt, distinguido paciente de 72 años, pariente de Su Alteza el rey de Suecia. Desde hacía varios segundos, despojado de su viejo y achacoso corazón, lesionado y debilitado por unas coronarias arterioscleróticas, se mantenía vivo merced únicamente al corazón artificial que se alzaba a su lado. Un maravilloso aparato que valía cinco mil dólares y que suministraba sangre oxigenada a sus tejidos orgánicos, mientras el paciente permanecía con el pericardio abierto, esperando que le colocasen un nuevo corazón.

Inclinado sobre el paciente, con el disfraz que era la imagen moderna del Creador —mascarilla de gasa, bata blanca, guantes de goma— se hallaba el doctor Erik Ohman, disponiéndose a suturar el corazón vivo del ternero a los grandes vasos humanos. Al lado de Ohman, también con la mascarilla, la bata y los guantes, se hallaban las tres jóvenes enfermeras suecas y el alto y delgado anestesista, que en aquellos instantes se hallaba comprobando la tensión sanguínea.

En el fondo del quirófano, la manecilla de los segundos del reloj de marfil avanzaba rítmicamente sobre la esfera.

A los pies de la mesa de operaciones, representando el papel de observador, el doctor John Garrett respiraba fatigosamente a través de su mascarilla. Sabía que la operación cardíaca, cuya duración se había calculado en una hora y media (tras la larga operación preliminar consistente en conectar el sistema circulatorio del paciente al aparato cardiopulmonar), se hallaba a la mitad. Pronto, demasiado pronto, Garrett podría volver su atención a la alta y corpulenta figura del doctor Cario Farelli, que se alzaba a su lado, enfundado también en su bata blanca.

Unas horas antes, en el despacho de Ohman, en los momentos inciertos del alba, él y Farelli se encontraron frente a frente. No cambiaron una sola palabra de salutación. Ohman, que se daba perfecta cuenta de su animosidad, se interpuso hábilmente entre ambos para pedirles su consejo acerca del difícil trasplante de corazón. Con excepción de dos interrupciones —una hecha por un colega, que telefoneó para comentar un defecto cardíaco congénito que sufría un joven (cor triloculare biatriatum), y la segunda debida también a otro colega, que asomó la cabeza muy nervioso para comunicar un aborto inminente que iba a tener aquella misma mañana la esposa de un amigo común—, el equipo de tres cirujanos trabajó perfectamente. Garrett halló muy pronto absorbida su atención por los preparativos que tenían lugar, especialmente la dosificación de la sustancia antirreactiva S administrada.

Debatieron los problemas, que les eran tan familiares y elementales, de la nueva técnica quirúrgica para ablación y trasplante del corazón, insistiendo especialmente en la evitación de los trombos en los vasos sanguíneos y en la sujeción de materiales artificiales a los mismos, para crear conexiones herméticas que evitasen posibles trombosis. Garrett señaló la posible diferencia en diámetro de los respectivos vasos sanguíneos —los del corazón del ternero eran algo más pequeños que los humanos a los que debían injertarse— pero Ohman ya había previsto esto y describió sus adaptadores no reactivos. Farelli dijo que era aconsejable realizar un injerto heterotópico, pero Garrett y Ohman prefirieron colocar el nuevo corazón en la posición anatómica normal. Se disponía de tres corazones de mamíferos, extraídos sólo hacía unas horas, y Ohman, Farelli y Garrett se mostraron unánimes en la elección del que debía ser injertado.

Por último se dirigieron al quirófano, en el que se hizo penetrar al conde Ramstedt tendido en una camilla de ruedas. Todo estaba preparado. El paciente ya había sido anestesiado, le habían afeitado y lavado el pecho y le habían dado una aplicación de mertiolato. El paciente había sido sometido a una ligera hipotermia para hacer descender su temperatura a 30° C. y se le habían administrado inyecciones endovenosas de heparina, anticoagulantes. La enorme máquina cardiopulmonar estaba parada y los 4000 c. c. de sangre sana estaban dispuestos para caso de una transfusión.

En su preocupación por el paciente, Garrett había olvidado la presencia de Farelli. Al principio, todo aquello que tan perfectamente conocía —tanto el instrumental como la técnica— le pareció extraño y remoto a causa de la rápida cantinela de palabras en sueco que Ohman dirigía a sus enfermeras y ayudantes —läkaren y hud y bröstkorg y blod y adra y sköterska y bedova— y una vez, pulsen är mycket oregelbunden, que a Garrett le pareció entender que significaba que el pulso era irregular, y constantemente, una y otra vez, hjärta, hjärta, hjärta, que Garrett terminó por comprender que significaba, corazón, corazón, corazón.

Pero entonces, cuando Ohman flexionó los dedos dentro de los guantes de goma, tomando el mango del escalpelo y quejándose de que había un halo molesto en el instrumento, en evitación de lo cual hizo ajustar una luz, procediendo después a ejecutar la esternotomía media —la incisión desde la base del cuello por el centro del esternón hasta la parte inferior del mismo—, a los ojos de Garrett ya no hubo nada extraño ni insólito en lo que estaba sucediendo.

Mientras observaba lo que seguía, Garrett sentía aumentar su orgullo. Aquel era su descubrimiento, que lo había hecho inmortal. Con ojo crítico, pero sintiéndose cada vez más lisonjeado, Garrett observaba cómo aquel hijo de Hipócrates trataba de levantar a un nuevo Lázaro de entre los muertos. Garrett miraba la operación, asintiendo involuntariamente con la cabeza para manifestar su aprobación… las pinzas forradas de goma… la pared torácica abierta… el anticoagulante… la interminable conexión del aparato cardiopulmonar de plástico para proporcionar oxigenación a la sangre y eliminar el anhídrido carbónico… la expulsión de toda la sangre del principal circuito venoso de retorno antes de que el líquido vital llegase al corazón enfermo, dejando al margen el corazón y los pulmones, desviando la sangre a través de la bomba y devolviéndola luego al sistema de circulación arterial… los minutos cruciales de la operación, con la delicada excavación del viejo corazón, seccionando después la arteria pulmonar y la aorta de sus respectivas válvulas y penetrando a través de la región de los atrios a la porción cardíaca posterior…

Eran las 10.52 de la mañana.

La tensión empezó a abandonar a Garrett cuando su discípulo insertó el corazón de ternera, conservado a baja temperatura, en la cavidad del pericardio y suturó las paredes de los atrios, evitando hacer anastomosis separadas de las venas que conducían al corazón. Para la sutura final utilizó el aparato ruso para coser vasos sanguíneos, utilizando dacron para suturar la aorta, la arteria pulmonar, las cuatro venas pulmonares, la vena cava superior y la vena cava inferior.

Garrett y Farelli miraban atentamente, mientras Ohman terminaba su intervención y daba cima al trasplante. Después de haber vaciado de aire el nuevo corazón para evitar una embolia gaseosa, Ohman liberó la aorta para permitir que sangre fresca y oxigenada de la gran máquina exterior de plástico penetrase en las arterias coronarías. El corazón de mamífero que acababa de ser injertado se calentó y se llenó de sangre nueva y oxigenada. Poco a poco, muy lentamente, el nuevo corazón empezó a contraerse, a encargarse de dirigir la circulación, recibiendo y expulsando el plasma sanguíneo, como una perfecta bomba. El paciente seguía respirando. Lázaro vivía.

Garrett entornó los ojos. El ritmo era excelente. No era necesaria una disolución eléctrica de la fibrina. Se disponía a hablar para recordar otra cosa a Ohman: que administrase polibreno para neutralizar la heparina y permitir que la sangre volviese a coagularse normalmente. Pero entonces pensó que esto aún era prematuro y que, de todos modos, Ohman no se olvidaría de hacerlo.

El cenceño anestesista habló para decir:

—Oxigenación satisfactoria. Presión sanguínea también satisfactoria. —Setenta pulsaciones por minuto, pensó Garrett, y 5600 c.c. circulando también por minuto… ¡con un corazón trasplantado! Su propio corazón volvió a henchirse de orgullo.

—Fuera el supletorio —dijo Ohman.

La máquina cardiopulmonar de vidrio, metal y plástico, fue desconectada. El nuevo corazón funcionaba por su cuenta.

Solamente tres veces, en un inglés que lo apremiante de la situación hacía chapucero, Ohman consultó a Garrett y Farelli durante la hora que acababa de transcurrir, y las tres veces ellos confirmaron lo que él ya pensaba; una vez ambos le facilitaron ideas ampliatorias y por último la operación de trasplante llegó a feliz término. Únicamente quedaba el trabajo rutinario consistente en quitar pinzas y catéteres, el cierre de la cavidad torácica, la administración de polibreno, la inyección de hormonas que inhibirían el crecimiento del corazón del rumiante y, finalmente, la observación de aquella vida que se renovaba y extendía.

Ohman se volvió hacia los dos premios Nobel y Garrett creyó verle sonreír cansadamente bajo la mascarilla.

—Su Majestad estará contento —dijo en voz baja—. Ya está hecho.

Benissimo —exclamó Farelli—. Felicitazioni!

—Le felicito, doctor Ohman —dijo Garrett.

—No…, no…, soy yo quien tiene que felicitarles a ustedes por esto —repuso Ohman—. El resto puedo hacerlo yo. ¿Por qué no van a arreglarse y me esperan en el despacho? La enfermera señorita Nilsson les enseñará el camino. En seguida me reuniré con ustedes.

Ya había vuelto junto al paciente y la más menudita de las tres enfermeras se acercó a Farelli. Garrett los siguió a ambos. Salieron del quirófano y pasaron al lavabo antiséptico del Hospital Carolina con pared cubierta de azulejos. La enfermera se apartó mientras Garrett y Farelli se quitaban los guantes de goma y las mascarillas para dirigirse después, sin pronunciar palabra, a sendos lavabos, donde empezaron a frotarse las manos con cepillos de nylón para quitarse el almidón que las cubría. Mientras se secaba las manos, Garrett se sintió aliviado por la presencia de la enfermera. Farelli aún seguía lavándose las manos.

Cuando ambos hubieron terminado, la enfermera dijo:

—Por aquí, hagan el favor.

Salieron con ella al corredor y luego penetraron en un pequeño despacho en el que sólo había una mesa que mostraba quemaduras de cigarrillo y sobre la que había varios ceniceros. La rodeaban cinco sillas de respaldo recto.

Pero entonces, ante la consternación de Garret, la enfermera se fue, dejándolo solo con Farelli. Sacó un cigarro, se dedicó meticulosamente a prepararlo y cuando levantó la mirada vio que el italiano ya estaba dando profundas chupadas a un pitillo, de pie junto a la ventana.

—Sigue nevando —comentó Farelli.

Garret no replicó. Terminada ya la operación y cuando el valor de su descubrimiento había sido puesto de relieve de una manera tan dramática, que pronto se sabría en todo el mundo, la euforia lo había abandonado. Comprendió nuevamente que la mera existencia de Farelli le impediría sentir placer alguno y que a fin de cuentas el trasplante no sería obra de Ohman ni siquiera de Garrett, sino de Farelli, igual que el descubrimiento y el Premio Nobel de Fisiología y Medicina que se concedería aquella tarde, recaerían únicamente en Farelli.

Mientras viviese Farelli, le decía su instinto a Garrett, el italiano se llevaría todo el honor del descubrimiento y él no sería más que su sombra. Sin embargo, ¿qué podía hacer para remediarlo? Lo había intentado todo y todo le falló. Sólo quedaba una esperanza. Ohman se oponía a que pusiese en práctica aquel medio. Craig trató de disuadirlo. O quizá lo que lo disuadió no fuera en realidad ninguno de ambos, sino únicamente su propia conciencia de hombre bueno y cabal.

Con todo, su conciencia entonces no le parecía bondadosa, sino únicamente débil, de una debilidad que lo relegaría a la oscuridad eterna. Pero no estaba dispuesto a pasarse el resto de sus días como un pretendiente al trono, a causa de su conciencia. A no ser por esta, el trono sería suyo.

Observó el soberbio perfil de Farelli, que se recortaba sobre la ventana cubierta de escarcha, con una mirada de desprecio manifiesto. Nunca se le presentaría otra oportunidad como aquella. Si no tenía suficiente valor para hablar entonces, ya no se le presentaría otra ocasión de hacerlo. Al día siguiente, después de haberse embolsado los cheques de la Fundación, Farelli partiría en una gira triunfal por el continente, recogiendo laureles por el camino hasta llegar a Roma, mientras él regresaba a Pasadena con su éxito limitado y el cáncer que le corroía el alma, y que sólo conocerían Saralee, el doctor Keller y su grupo. Si intentaba desenmascarar a su enemigo el año próximo, ya sería demasiado tarde; algo así como arrojar pequeñas uvas amargas a un ídolo con el vano intento de derribarlo. Tenía que ser entonces o nunca.

¿Cómo empezaría? De una manera que pareciese impremeditada, se dijo, aliando la cautela con el sigilo. Nada de arrojarle acusaciones a la cara. Por el contrario, hacerle sentir su poder. Jugar con el ratón, sin destruirlo de un zarpazo, dejando que él mismo corriese hacia su perdición, impelido por el miedo.

De acuerdo con esta táctica, Garrett empezó por decir:

—El rey estará contento con el resultado.

Farelli se separó de la ventana, sorprendido de oír hablar a Garrett en un tono que casi parecía amistoso.

—Sí, estará muy contento —observó el italiano.

—Me dijeron que ayer usted desayunó con él.

—Fue un gran honor para mí. Me tomé la libertad de ofrecer nuestros…

—Lo sé. Me lo contaron todo. —Garrett hizo una pausa, preguntándose por dónde atacaría—. ¿De qué hablaron?

—El rey estaba muy preocupado por el conde Ramstedt. Yo me esforcé por tranquilizarlo explicándole detalles de la operación. Le hablé de nuestras experiencias cosechadas en…

—De sus experiencias, querrá decir —le interrumpió Garrett.

Era un pequeño detalle, pero Garrett no quería perdonar ni los pequeños detalles.

—No, de nuestras experiencias. Yo había leído sus informes y estaba enterado de sus casos más importantes. El tuvo la amabilidad de interesarse por nuestros antecedentes profesionales. En este caso, por supuesto, sólo pude hablar de los míos.

Esto le daba ocasión de atacar. Con voz temblorosa, Garrett se lanzó ciegamente a fondo.

—¿Le habló usted también de su… de su visita al campo de concentración de Dachau? Es decir, formando parte de sus antecedentes profesionales.

Garrett vio inmediatamente que el golpe había dado en el blanco y notó que un estremecimiento de gozo ante su inminente ventaja le recorría el cuerpo.

Las facciones romanas de Farelli quedaron fijas en una estereotipada expresión de asombro histórico… Aquella era la cara de Julio César en el Senado, al pie de la estatua de Pompeyo, asombrado al ver que Tulio tenía el atrevimiento de arrancarle la toga… la cara de César al ver a Casca armado con el puñal de la verdad. Garrett esperaba desde su altura olímpica que el italiano que tenía a sus pies profiriese el clásico «Casaca, loco, ¿qué haces?». Entonces sería llegado el momento de revelar plenamente los designios del loco.

Pero a pesar de su estupefacción, Farelli, cuando habló, lo hizo con coz suave:

—¿Ha dicho usted Dachau? ¿Cómo lo supo?

—Oh, pues lo supe. Las cosas se saben.

—Una cosa así no es fácil que se sepa. Yo nunca la he referido a nadie.

—No puedo decir que lo censure. En su lugar, yo hubiera hecho lo propio.

Farelli se encogió de hombros.

—Hay momentos en la vida que es mejor olvidar.

Por último Garrett llevaba la voz cantante. Se dirigió a Farelli con el tono de censura complaciente que emplearía un superior para hablar con un débil y confuso inferior.

—Lo que a mí me gustaría saber… es cómo pudo realizarlo.

—¿Cómo? Porque me obligaron. Era prisionero de los camisas negras en Regina Coeli y no tenía otra elección. Fue un intento desesperado por salvarme.

—Pero hay límites a los que un hombre…

—Cuando está en juego la propia vida, uno no se detiene en esas minucias. Ahora es muy fácil, después de tanto tiempo, aplicar la lógica a hechos que ya no existen. Pero cuando la OVRA[31] me dio a elegir entre el pelotón de fusilamiento o el experimento de Dachau… entonces, la verdad, preferí elegir Dachau, que de momento era una incógnita. Yo había oído cosas, había leído relatos…, pero en realidad no sabía nada. En cambio, todas las mañanas al amanecer, oía las descargas del pelotón de fusilamiento. Comprendí que si respondía negativamente a la OVRA, ya podía darme por muerto. En cambio, aceptando su proposición, quién sabe lo que encontraría en Dachau. Me prometieron que mi estancia allí sería temporal, sólo de algunos días. Así es que me decidí a aceptar. —Hizo una pausa—. Ahora, la verdad, prefiero más no recordarlo. Nos llevaron a cinco médicos a Dachau…

—Sí, ya lo sé —dijo Garrett con tono de mofa.

—¿Lo sabe usted? Sigo sin comprender cómo lo sabe.

—Eran el doctor Brand, de Berlín; el doctor Gorecki, de Varsovia; el doctor Brauer, de Munich; el doctor Stirbey, de Bucarest… y usted.

Farelli demostró un auténtico desconcierto.

—Sí, en efecto. Esos eran. Los pobres Brand y Brauer fueron los que se llevaron la peor parte. Eran judíos y supongo que de todos modos se proponían liquidarlos. Sufrieron horriblemente… antes de morir.

—¿Cuánto tiempo después del experimento? —preguntó Garrett. Todo iba saliendo con mayor facilidad de la que él esperaba y Farelli estaba sellando su propia suerte.

—¿Después del experimento? No, ambos murieron durante el mismo, en la primera prueba. A mí me obligaron a observarlos por la mirilla del vagón celestial; así es como llamaban a la cámara de descompresión para simular vuelos a gran altura. ¡El vagón celestial! El pobre Brauer, un joven tan bueno e inteligente, hizo una sobre presión pulmonar… sus pulmones estallaron… y Brand se asfixió, hasta que le falló el corazón. —Farelli se iba excitando mientras hablaba—. Imagínese usted cuáles debían de ser mis sentimientos cuando me obligaron a penetrar en la cámara de descompresión. Supuse que yo iba a ser la víctima siguiente…

Garret estaba seguro de que Farelli se había equivocado. Alzó la voz temblorosa, para interrumpirle:

—Usted… ellos…, ¿dice usted que le metieron en la cámara de experimentación… dentro de ella?

—Naturalmente —repuso Farelli—. ¿Qué le han contado a usted? Suponía que lo sabía todo.

—Me contaron algo, sí, pero…

—Los nazis utilizaban como conejillos de Indias a judíos, polacos, rusos y otros prisioneros que tenían en su poder, hasta que un día Himmler decretó que, en lugar de prisioneros comunes, sería mejor procurarse cinco médicos reputados, especialistas cardíacos, que fuesen también judíos o prisioneros políticos, para realizar los experimentos con ellos. El plan consistía en hacernos soportar pruebas de vuelo simulado a veinticinco mil metros de altitud, sin ninguna clase de equipo, hasta que estuviésemos a punto de morir, pero sin llegar a perecer. Luego seríamos reanimados y tendríamos que describir nuestras reacciones y comentarios, en nuestra calidad de médicos, redactando informes científicos de los que se beneficiarían la Luftwaffe y los Servicios Médicos de las Waffen-SS. Yo fui el cuarto de aquel día. Brand y Brauer ya habían muerto, sacaron a Stirbey medio muerto de la cámara —aún continúa en un sanatorio de Viena— y entonces llegó mi turno…

Garrett buscó a tientas una silla y se dejó caer en ella. Dios Todopoderoso, se dijo, Dios Todopoderoso… Se sentía como un hombre arrastrado hasta el borde del Gran Cañón del Colorado y al que en el último instante una mano invisible hubiese salvado de caer, y aún no se hubiese repuesto de la terrible impresión sufrida.

No oyó parte de lo que decía Farelli y con un esfuerzo trató de seguir escuchándolo, a pesar del tumultuoso latido de la sangre en sus oídos.

—… e iban extrayendo el aire de la cámara mientras yo permanecía atado en el asiento del piloto, provisto del equipo electrocardiográfico y viendo cómo el altímetro no hacía más que subir y subir, y… ¿pero de qué sirve recordar eso ahora? A una altitud simulada de veinte mil metros, dejé de respirar y sufrí el «black out» por anorexia o velo negro, como lo llaman los aviadores… sangraba profundamente por las narices… y aquellos animales me sacaron de la cámara y viví porque tengo una constitución de hierro y aquello no bastó para matarme.

»Me pasé tres semanas en la enfermería de Dachau, demasiado enfermo para series de utilidad. Cuando me repuse, les dije que aún me sentía demasiado débil para redactar el informe médico, pero aseguré que lo escribiría para el doctor Rascher y Himmler si me devolvían a mi amada prisión de Roma. Ellos accedieron a lo que yo les pedía, pero entonces todo andaba revuelto a consecuencia de los desembarcos aliados, y gracias a ello no llegué a escribir el dichoso informe. Tampoco conseguí reponerme nunca del todo. Aún continuo sometido a tratamiento, lo mismo que el doctor Stirbey y el doctor Gorecki. El buen Gorecki me escribió una semana antes de venir aquí, precisamente para felicitarme. En su carta recordaba los horrores que ambos pasamos juntos. Dice que piensa escribir un libro sobre ello. Ojalá lo haga. Es necesario que alguien muestre al mundo la fina línea divisoria que separa a los verdaderos hijos de Hipócrates de los sádicos hijos de Satanás, que fueron el oprobio de la profesión médica. Lo que más me preocupa, sabe usted, no es pensar que hubiese colegas nuestros capaces de cometer tales atrocidades, sino que ningún hombre que pronunció el juramento hipocrático tuviese el valor, en toda Alemania, de elevar su voz para protestar contra estos experimentos inhumanos. En fin, todo esto ha pasado ya.

De momento, el cambio fue demasiado vertiginoso para que Garrett lo comprendiese. Después de acariciar durante tanto tiempo la obsesión de que Farelli era el colega del diablo, ya no era su víctima. Pero una vez se hizo la luz en su mente, con ella llegó una sensación de alivio, causada por su instinto de conservación, de alivio al no haber propalado una falsedad, que, al encontrarse con el mentís y la desaprobación generales, hubiera hecho de él un leproso que la sociedad arrojada de su seno. Cuando Farelli hubo terminado de hablar, una postrer emoción se apoderó de Garrett, un sentimiento de vergüenza.

Como aún tenía por delante una larga vida, trató de decirse que, aunque estuviese tan equivocado al juzgar los hechos, su conciencia —su conciencia junto con Ohman y Craig— no le hubiera permitido sostener aquella patraña. Desde luego, subsistían aún las causas de su irritación… el empleo que había hecho Farelli de su descubrimiento, el modo como se había aprovechado de él para encumbrarse, aunque la plancha que acababa de tirarse acerca de lo de Dachau hacía que dudase ya sobre este particular… el modo como se pavoneaba el italiano…, pero Garrett vio entonces que de nada servía tratar de someter las cosas a la luz de la razón. La vergüenza, oronda y burlona, se sentaba a horcajadas sobre sus hombros. Había sido la víctima de sí mismo. ¿Cómo lo llamaría el doctor Keller? Paranoia. Se inclinó abrumado ante la verdad.

Al levantar la cabeza, con el propósito de decir algo, lo que fuera, que aplacara a Farelli, vio que este se había vuelto y miraba hacía la puerta. Siguiendo la mirada de Farelli, vio al doctor Erik Ohman de pié en el umbral.

Nunca había visto al médico sueco con un porte tan abrumado. La imagen que él tenía de Ohman era de un hombre granítico, de una pieza, de un celo y una probidad a toda prueba, completamente indestructible. Mas he aquí que entonces aquella imagen quedaba hecha pedazos. El granito rojizo se había pulverizado, el celo estaba hecho añicos y en el umbral se erguía la propia representación de la debilidad y el desamparo… un hombre que encarnaba en su persona la fragilidad, la lasitud, la frustración, la anulación, el fracaso y la pérdida de todo.

—Se está muriendo —dijo el sueco con voz ronca. Se acercó con paso vacilante a la mesa, con la mascarilla pendiente de su diestra—. El conde Ramstedt se está muriendo. El trasplante ha fracasado.

Dio un ligero traspiés; Farelli lo sujetó y lo ayudó a sentarse en una silla.

Garrett se puso vivamente en pié y se acercó a Farelli.

—¿Qué quiere usted decir? —le preguntó Farelli—. ¿Qué ha pasado? ¡Explíquese, hombre de Dios!

Ohman les dirigió una mirada inexpresiva.

—No puedo explicarlo. El mecanismo de inmunidad, los leucocitos y otros agentes están destruyendo el tejido intruso. Se han activado todos los mecanismos de defensa. Las señales son inequívocas… cianosis… taquicardia… hipotensión…

—¡Pero es imposible saberlo tan pronto! —gritó Garrett—. ¡Tiene que haber un error… hacen falta tres semanas para saberlo!

El sueco movió negativamente la cabeza.

—Vaya usted a verlo, doctor Garrett… véalo usted mismo… habrá muerto al anochecer.

A Garrett le dio un vahído y se asió al brazo de Farelli para sostenerse. El italiano era el único de los tres que conservaba la presencia de ánimo, a pesar de que la noticia le hizo palidecer.

—Debemos de haber descuidado algo, durante la administración del suero o durante la intervención… —dijo Farelli.

Ohman hizo un nuevo ademán negativo.

—No… Sí… uhhh… si la operación la hubiese hecho yo, uhhh… eso es lo que pensaría… achacándolo a mí inexperiencia…, pero estaban ustedes dos presentes… asistieron a la operación… lo vieron todo… me ayudaron… me aconsejaron…

Garrett se esforzó por pensar, pasando revista en su mente a todos los momentos de la operación. Nada se había omitido ni había diferido; la operación se había realizado totalmente de acuerdo con la técnica de trasplante que él había creado. Se percató de que Farelli también pasaba revista a los detalles de la operación, para alcanzar la misma conclusión que él. La operación había sido perfecta. El trasplante no fue más que una aplicación rutinaria del descubrimiento de ambos, de sus propios experimentos y éxitos. A causa de ellos les habían concedido precisamente el Premio Nobel, mas he aquí que de pronto, de manera inexplicable, el método fallaba y todo lo que habían realizado hasta entonces o pudieran realizar aún quedaría ensombrecido por la duda. El «Comprobado» había sido anulado por el antiguo veredicto escocés «No Comprobado»… que había que entender como ni culpable ni inocente, sino sólo desconocido… con ciertas dudas.

—No puede ser —murmuró Garrett—. Esto no tiene pies ni cabeza.

—Siempre hay la excepción que confirma la regla —dijo Farelli más para sí mismo que para sus colegas.

—¡Hay que hacer algo! —exclamó Garrett—. Si esto fracasa…

La misma idea pareció pasar por el cerebro de Farelli simultáneamente, pues volviéndose hacia Garrett, sus miradas se cruzaron con idéntica expresión de temor.

—Será imposible ocultarlo —dijo Ohman con gesto de desvalimiento—. La mitad de la familia real está reunida en la sala de espera. Tengo que comunicar el resultado al rey…

Garrett fue el primero que expresó en palabras el miedo que a todos los embargaba:

—Pero el premio… Esto desacreditará a nuestro premio.

—Uhhh… sí… sí…, ya he pensado en eso. Esto dará la razón a la minoría del comité Nobel para el Premio de Medicina, que consideraba que era prematuro concedérselo a… uhhh… ustedes. En cuanto esto se publique en los periódicos empezarán las polémicas… se puede producir un escándalo si esta tarde ustedes aceptan el premio. Deben ustedes… deben rechazarlo… rechazar el premio antes de la ceremonia… enviando una nota conjunta al comité en la que digan que el trabajo aún no está terminado… que hay que seguir investigando…, pero ahora no pueden pensar en aceptar el premio.

—¿Está usted loco, Ohman? Che diavolo! —Farelli montó en cólera, como si aquella idea lo sacase de sus casillas—. ¿No significan nada los años de experimentación del doctor Garrett y mi… nuestros descubrimientos… nuestros éxitos comprobados?

—Cálmese, por favor, esto no depende de mí —suplicó el sueco—. Yo sólo les digo lo que pasará. Aunque gracias a su descubrimiento se hubiesen realizado con éxito un centenar de operaciones, pero la ciento uno fuese un fracaso, eso querría decir… a los ojos del mundo médico… uhhh… del público… que su descubrimiento no es infalible… no está plenamente comprobado… y aún… uhhh… subsisten las dudas. Aceptarán complacidos que ustedes renuncien al premio… se hablará nuevamente de concedérselo el año que viene, el siguiente u otro año cualquiera…, pero si ustedes se empeñan en aceptarlo, tendrán que pasar por el bochorno de ver que se lo niegan. Y lo harán, porque están escarmentados con lo que pasó con el doctor Koch.

Garrett se inclinó hacia Ohman.

—¿El doctor Koch? ¿Qué pasó? ¿Qué está usted diciendo, hombre de Dios?

—Uhhh… doctor Garrett, amigo mío…, somos amigos, puede creerme… le debo todo cuanto soy…, pero como yo no soy el comité que concede los premio ni el público, le ruego que no se enfade conmigo. —El sueco se frotó la frente—. Tengo la obligación de decirle la verdad, antes de que todos se lancen sobre usted, sobre ustedes dos. ¿Ha habido un investigador más grande en la historia médica que el doctor Robert Koch, del Instituto de Enfermedades Infecciosas de Berlín? Piensen en el trabajo que realizó en el campo de las infecciones, con el bacilo del ántrax, con los medios para solidificar bacterias… su descubrimiento, realizado en el curso de ocho años, del bacilo de la tuberculosis, del bacilo del cólera y de la tuberculina. Como ustedes saben perfectamente, el doctor Koch descubrió el bacilo que lleva su nombre y luego descubrió la droga milagrosa llamada tuberculina, que podía destruirlo, curando la tuberculosis. El mundo entero estaba en vilo y el propio Kaiser presentó la candidatura del doctor Koch para el Premio Nobel, aunque el ilustre médico hubiera querido tener más tiempo para experimentar. Así… uhhh… en 1905 le concedimos el premio Nobel de Fisiología y Medicina «por sus investigaciones y descubrimientos en relación con la tuberculosis»… que, según el mundo sabía, se referían a la tuberculina. El doctor Koch recibió la… uhhh… medalla, el diploma y el dinero y regresó en triunfo a Berlín… y seis meses después su suero, saludado como el remedio infalible de la tuberculosis, empezó a matar a los pacientes. Los tuberculosos que habían tomado el suero perecieron a centenares porque la tuberculina aún no estaba lista y sólo era eficaz para el ganado. Es posible que Koch ya lo supiese. Cuando murió cinco años después, yo creo que falleció de… uhhh… de… uhhh… pena. Y el comité Nobel del Instituto Carolina apareció ante el mundo como cómplice de aquel asesinato colectivo y como un hatajo de legos en Medicina. Desde entonces su norma ha sido la prudencia más extrema. Pero esta mañana va a repetirse, por primera vez desde 1905, lo que pasó con Koch… También se trata de un gran descubrimiento… al que he consagrado mi vida… en el que creo…, pero ahora tengo a un importantísimo paciente en mi mesa de operaciones, al que tendría que beneficiar con este descubrimiento, pero que se está muriendo a causa del mismo… y pronto la noticia del fracaso se difundirá por todo el mundo.

Farelli empezó a hacer gestos de asentimiento durante la última parte de aquel triste relato y continuaba asintiendo.

—Sí, doctor Ohman —dijo—, usted trata de ayudarnos, porque es una persona decente. No tema, nos portaremos correctamente. Si el paciente muere, nosotros moriremos con él. Sabremos lo que tenemos que hacer. Estoy seguro de que el doctor Garrett está de acuerdo conmigo.

—Completamente —repuso Garrett con tono sosegado—. En esto somos como un solo hombre.

—Como usted comprenderá, no deseo perder el Premio Nobel cuando sólo me faltan unas cuantas horas para recibirlo —dijo Farelli con vehemencia, dirigiéndose al sueco—. ¿Se trata sólo del premio, del dinero y de los honores que voy a perder? No, se trata de toda una vida de trabajo y de todas mis esperanzas para el futuro. Sé muy bien lo que digo. Si aceptamos el premio y el conde se muere, habrá un escándalo, y si no aceptamos el premio y él se muere igualmente, habrá una sensación. Pero, mírese como se mire, nosotros saldremos perdiendo, porque al mundo le gusta deshinchar burbujas, derribar a los ídolos de sus pedestales y arrastrarlos por el fango. Así es la historia. Esa es la verdad. Sé que al doctor Garrett y a mí sólo nos espera la infamia y la maledicencia… como si hubiéramos querido dar gato por liebre, imponiendo un camelo.

»Nosotros sabemos que no es así, pero no convenceremos a nadie durante lo que nos resta de vida. Sólo cuando hayamos muerto, y otros vivan gracias a nuestro descubrimiento, se nos harán los honores debidos a título póstumo. No, repito, no es únicamente la pérdida del premio lo que me preocupa, sino la pérdida de nuestra reputación, de nuestras asignaciones, de la cooperación de nuestros colegas, de nuestro futuro trabajo. La muerte de este hombre afectará a toda una generación. El doctor Garrett y yo no nos hundiremos solos, sino que otros nos acompañarán. Con nosotros se hundirá el progreso médico. —Se interrumpió para mirar a los dos cardiólogos—. Quiero evitar que suceda tal cosa. Quiero luchar para salvar a ese hombre… porque así lucharemos en favor de todos los hombres.

—Cuente conmigo —dijo Garrett.

Farelli lo miró:

—¿Por las mismas razones?

—Por las mismas.

Ohman escuchó con temor aquella breve conversación. Farelli le puso la mano en el brazo.

—Doctor Ohman —dijo el italiano—, vuelva usted al quirófano, que es donde debe estar. No pierda de vista al paciente y haga lo que pueda. El doctor Garrett y yo deseamos celebrar consulta a puerta cerrada sobre este caso. No haga usted ninguna declaración. No se rinda. Manténgase en su puesto. Dentro de poco, el doctor Garrett y yo acudiremos a su lado… Lo que decidamos será para hundirnos o para salvarnos.

Aturdido, obediente, el médico sueco se levantó y abandonó la estancia.

Tan pronto como se cerró la puerta, Farelli se volvió hacia Garrett.

—He hablado completamente en serio, puede usted creerme.

—Lo sé —repuso Garrett.

—No podía decírselo todo, pero a usted, sí. Sé muy bien lo que ha pensado de mí durante esta semana… que soy un ególatra, un vanidoso, un propagandista que desea llevarse todo el mérito del descubrimiento. Aunque no es así, comprendo que usted lo piense y lo vea de este modo, dado su carácter tranquilo y retraído, de honrado y modesto hombre de laboratorio. Pasé mi infancia en Milán, doctor Garrett. Es una ciudad bulliciosa y próspera, pero mala para los pobres y los desheredados de la fortuna. Mi padre vendía fruta pasada por cuatro cuartos. Mi madre lavaba ropa sucia. Vivíamos en una barraca…, éramos seis de familia, harapientos y desnutridos. Yo robaba, hurtaba y ayudaba a los rufianes del barrio a cometer fechorías, como un verdadero golfillo, y todo para poder ir a la escuela y huir de aquel ambiente de miseria. No quiero cansarle con toda esta historia… es demasiado larga, pero cuando se ha pasado una infancia así, doctor Garrett, uno se siente siempre inseguro, se tiene un miedo cerval a la miseria y el resultado es que uno vive siempre asustado. Yo recordaba con tal horror mi vida en aquel tugurio, que conseguí llegar a donde estoy… gracias a mi perseverancia, el miedo y la ayuda del Dios que hay en el cielo, realicé mi descubrimiento, que en verdad es de ambos. Pero a pesar de todo lo que le digo, le juro que volvería de buen grado a aquel hediondo pasado a cambio de salvar la vida a ese viejo que se muere en el quirófano. Hoy me he dado cuenta, quizá por primera vez, que antes que un oportunista que desea su propia salvación a toda costa, soy un médico que desea salvar vidas humanas. Ese anciano debe vivir… y que se vaya al diablo el premio y todos los honores…, porque nuestra obra no puede morir. Esto es lo que siento.

Garrett intentó dirigirle una sonrisa de comprensión, sin conseguirlo.

—Ya he dejado de pensar en dos personas distintas… Farelli y Garrett… para pensar sólo en una… el conde Ramstedt. Mis preocupaciones personales me han abandonado. Me parecen demasiado mezquinas e insignificantes en una mañana como esta.

—¿Pero qué podemos hacer ahora, doctor Garrett? He dicho a nuestro amigo sueco que quiero luchar para salvar la vida de ese hombre. Pero esto no ha sido más que una bravata. No se me ocurre nada. Dependo de usted.

Garrett aceptó esta dependencia de Farelli sin sentir ninguna superioridad, pero con todo el consuelo que a menudo produce la colaboración. Había dejado la colilla de su cigarro en un cenicero. Tomándola de nuevo, la encendió, sin dejar de pensar. Nunca había tenido la cabeza más clara.

—Estoy pensando una cosa —dijo Garrett, mientras paseaba lentamente por la estancia—. Aunque hemos conseguido neutralizar el mecanismo de defensa con la sustancia antirreactiva S, yo siempre he abrigado en secreto ciertos temores acerca del peligro potencial que representan los esteres…, es decir, los efectos secundarios. Y siempre he pensado que había que mejorar esto. Nunca lo he dicho por escrito, pero una vez experimenté durante un tiempo otra versión del suero en perros… un antihistamínico que llamé sustancia antirreactiva AH… y los primeros experimentos fueron notablemente alentadores.

—¿Sustancia AH?

—Sí. Si bien es algo menos segura que la versión esteroide para bloquear la respuesta flogística, ha resultado muy superior en otros aspectos… más selectiva… más eficaz para detener el mecanismo de defensa, permitiendo al propio tiempo una inmunidad muy elevada ante la infección.

—¿Será posible? —preguntó Farelli.

—Nunca he probado este compuesto en un ser humano —dijo Garrett—. Pensaba hacer más experimentos en animales cuando regresara a…

—Doctor Garrett, estoy dispuesto a correr ese riesgo aquí, ahora mismo —dijo el doctor Farelli de pronto—. ¿Podemos prepararlo aquí?

—Es muy fácil —repuso Garrett, pero pensaba en otra cosa—. Aunque… necesitaríamos ciertas seguridades —musitó.

—¿Qué quiere usted decir?

—Si dispusiésemos de algo por si esto fracasa…

Farelli frunció los labios con gesto pensativo.

—Podríamos probar una bomba exterior modificada, una bomba portátil…

Garrett denegó con la cabeza.

—Demasiado provisional. Estoy pensando… usted ya sabe… posiblemente…

Se interrumpió, como si reflexionara acerca de algo.

—Posiblemente, ¿qué?

—Hay otra cosa que me da vueltas por la cabeza —dijo Garrett hablando despacio—. Algo de carácter más permanente. Vacilaba porque es prematura. Sin embargo, en un momento como este…

—Por favor, doctor Garrett… ¿de qué se trata?

—Durante este último año, desde que realizamos el descubrimiento, he seguido por mi cuenta un camino totalmente nuevo, intentando un nuevo método de injerto cardíaco partiendo de unas premisas absolutamente distintas. Aún no he publicado los datos preliminares porque no he ido muy lejos —no he tenido tiempo—, pero voy a confesarle cuál es mi propósito. Como usted ya sabe, sólo existe un tejido orgánico capaz de sobrevivir al mecanismo de defensa… me refiero al tejido embrionario vivo. Virtualmente no reacciona… no posee ninguna indicación antígena. Pude confirmarlo a entera satisfacción mía durante pruebas recientes que realicé con ratas. Decidí intentar un trasplante de páncreas. Empecé injertando el páncreas desarrollado de una rata adulta a otra y el injerto no dio resultado; el mecanismo de defensa lo rechazó. Entonces hice algo más. Anoté el ciclo estrógeno de una rata para saber cuándo estaba preñada y entonces —escuche esto— durante los primeros días tomé tejido pancreático del embrión —aunque mi objetivo no era precisamente obtener este tejido con exclusión de cualquier otro— e injerté este tejido embrionario en otra rata. Puede usted creerme, doctor Farelli, si le digo que el tejido creció con perfecta normalidad. No fue rechazado. Yo me pregunté si lo mismo podría realizarse con un corazón embrionario.

Farelli miraba a Garrett con intensa concentración, que le hacía prever ya el futuro.

—¿Por qué no? —preguntó de pronto—. Imaginemos que una madre tiene un aborto en el primer trimestre…

—¿Se acuerda del tocólogo que visitó a Ohman a primera hora de esta mañana? Una de sus pacientes ha tenido un aborto, bajo este mismo techo, en la cuarta semana de la gestación.

Farelli apenas podía contenerse.

—Tomaremos este diminuto tejido cardíaco de cuatro semanas y lo conectaremos con una bomba de circulación externa, induciendo un rápido crecimiento… aplicando incluso la nueva hormona del crecimiento que tienen en…

—Espere, doctor Farelli, que usted me ha dado una idea mejor. ¿Por qué desarrollar externamente este corazón embrionario de cuatro semanas? ¿Por qué no hacerlo internamente? No será rechazado. Injertaremos este corazón embrionario en la ingle del conde Ramstedt, del modo como se colocan los injertos de riñón en el cuello… un injerto heterotópico. Pondremos el corazón embrionario en la zona inguinal, porque allí los vasos sanguíneos son de doble tamaño que… ¿comprende usted? Lo conectaremos a las venas y arterias… administraremos al conde Ramstedt sustancia AH y sustancia antirreactiva S durante el crecimiento del corazón embrionario. Poco después, cuando este se desarrolle, nosotros —u Ohman, da lo mismo— empezaremos a trasladarlo… instalándolo en la región abdominal, donde encontrará vasos mayores.

Garrett tiró su cigarro y paseó un momento, antes de continuar:

—Sí, Farelli, es posible. No le producirá ninguna molestia. La pelvis femenina acomoda una gran masa durante el embarazo; por lo tanto, bastará para contener un corazón humano completamente desarrollado en su duodécima semana. El paciente que sufre un tumor estomacal aún experimenta un mayor desplazamiento. ¿Qué molestias puede causar un corazón embrionario? Entonces inyectaremos sin cesar la nueva hormona del crecimiento. En cuatro o cinco meses, el corazón embrionario, que no habrá sido rechazado, será plenamente adulto y estará listo para el trasplante final. Ahora lo tenemos ya todo a nuestro favor. Mantendremos a Ramstedt vivo con los antirreactivos y los aparatos cardiovasculares. Si la sustancia antirreactiva AH da resultado, dejaremos que Ramstedt continúe con el corazón de ternera que Ohman le puso esta mañana, más el corazón humano secundario que llevará en el abdomen —no es necesario que su latido esté sincronizado— pero, si la sustancia AH fallase, dispondremos de este nuevo corazón, tomado de un embrión, que ya tendrá tamaño suficiente para permitir el trasplante en la cavidad torácica. Esto nos permitirá estar seguros… y realizar un experimento definitivo que puede abrir un nuevo camino en el terreno de…

Farelli puso sus manazas en los hombros de Garrett, y empezó a zarandearlo con amor.

—¡Doctor Garrett, usted es un genio, un genio! Perdido por perdido, había que intentarlo todo… pero ahora únicamente pienso en lo que vamos a ganar… en lo que vamos a conseguir. Trabajaremos como nunca lo hemos hecho. Voy a buscar a Ohman para que nos dé ese tejido cardíaco embrionario del aborto…

—Y yo, entretanto, prepararé el nuevo suero antirreactivo.

Por un instante, la mente de Garrett no se concentró en el suero, sino en su pasado reciente. Tuvo la curiosa sensación de que ya no sabría nunca cómo terminaba el dilema amoroso de mistress Zane. Lo lamentó… y lamentó también la pérdida del doctor Keller, sus muletas y su amigo… pero de pronto comprendió que todo ello le importaba un pepino. Por primera vez en lo que parecía una eternidad, se sintió libre de las cadenas genéticas que lo unían a unos oscuros antepasados. Sintió deseos de cantar, pero no lo hizo, porque desafinaba espantosamente. Pero cantó por dentro, tarareando una breve cancioncilla, a la que no tardó en mezclarse la voz musical de Farelli para devolverlo al presente.

—Haremos juntos este maravilloso experimento —decía Farelli, lleno de entusiasmo.

—Sí —dijo Garrett, sonriendo por último—. Lo haremos, salga lo que salga.

Tres horas después de lo que antecede, el mimeógrafo eléctrico que había en la administración del Hospital Carolina empezó su movimiento relativo, sacando copias estarcidas de la nota oficial que Ohman había redactado para la prensa:

«En nombre de Su Alteza Real el Rey, los directores del Hospital Carolina de Estocolmo tienen la satisfacción de anunciar que se ha realizado con pleno éxito un trasplante de corazón en el conde Rolf Ramstedt, de setenta y dos años de edad. El injerto fue magistralmente realizado por los dos actuales premios Nobel de Medicina, el doctor John Garrett, de Pasadena (California), y el doctor Carlo Farelli, de Roma, ayudados por el doctor Erik Ohman, del Instituto Carolina. Las complicaciones que se presentaron en los primeros momentos de la operación fueron resueltas conjuntamente por los dos expertísimos laureados visitantes, mediante improvisaciones basadas en sus primeros experimentos. Como resultado de esta notable intervención, los directores del Hospital Carolina creen que puede hablarse ya de un nuevo método complementario del método Garrett-Farelli que esta tarde recibirá el merecido galardón en el Concert Hall, para casos en los que el trasplante orgánico se ve rechazado por el mecanismo de inmunidad que…».

Eran las 11.14 de la mañana.

Andrew Craig, empujando con una rodilla su maletín marrón, que había puesto en el suelo de su dormitorio, gruñía mientras apretaba y aseguraba las correas de su equipaje. Cansado de esperar que Leah regresase de Dalarna, Craig empezó a vaciar sus cajones y el armario diez minutos antes, metiendo en su maleta sus efectos personales sin orden ni concierto. La labor ya estaba terminada. Sólo quedaba telefonear al portero para pedir que le enviase un botones a recoger el equipaje, para llevarlo, junto con el traje de etiqueta que había dejado en una percha para la ceremonia de la tarde, a la habitación que había tomado para pasar su última noche en Estocolmo. Después de eso, tenía que redactar dos cosas: una nota breve y tajante para Leah y el discurso, que tenía que dejar ultimado antes de las cinco.

Levantó el maletín, lo llevó al salón y cuando se disponía a dirigirse al teléfono de su dormitorio, el timbre de la puerta principal zumbó. Supuso que sería finalmente Leah, lo que le evitaría tener que escribirle una nota. Pero era un botones que le traía un sobre en una bandeja de plata.

Un poco desconcertado, Craig tomó el sobre y dijo al botones que esperase un momento. Volviendo a su dormitorio, en busca de una corona que sin duda encontraría en el bolsillo de su chaqueta de sport para dar una propina al muchacho, rasgó el sobre. En una hoja de papel de cartas del hotel, estaba escrita con mano presurosa la siguiente nota:

Querido Andrew: He estado pensando en todo y me gustaría verte una vez más, si tú aún deseas verme. Tengo algo importante que decirte. Estaré en mi habitación a las 12.30 en punto. Llámame a esa hora.

Emily.

Craig se sintió henchido de una súbita esperanza. Releyó la nota y luego volvió a leerla por tercera vez. ¿Por qué había puesto límites a su encuentro… «me gustaría verte una vez más»? ¿Y qué era aquello «importante» que tenía que decirle? Su júbilo repentino menguó de pronto. ¿Y si no fuese más que una cortés despedida, un intento por ofrecerle una explicación más correcta de los motivos que la inducían a no desear verle más después de Estocolmo? Pero entonces trató de ver las cosas bajo un aspecto más optimista. Después de su crisis sentimental, ella había reflexionado. Deseaba verle. El mensaje era casi afectuoso. Deseaba verle y eso era todo cuanto importaba; después, todo dependía de él.

Acordándose del botones que esperaba a la puerta, tomó rápidamente una corona de entre las demás monedas de cobre y plata y regresó a toda prisa hacia el portador de tan buenas nuevas.

Mientras le daba la propina, preguntó al muchacho:

—¿Quién te dio esta nota para mí?

—Una señorita, míster Craig.

—¿Una señorita muy agraciada, de pelo negro y de ojos verdes?

—No me fijé en sus ojos, señor, pero era muy bonita.

—¿Entraba o salía?

—Salía, señor.

—Gracias, muchacho.

Craig cerró la puerta, leyó la nota por cuarta vez al volver al dormitorio y decidió que sería inútil tratar de ponerse en contacto con Emily antes de la hora que ella había señalado. Probablemente había salido a hacer sus últimas compras y tendría que refrenar su impaciencia hasta las doce y media. Entonces se dio cuenta de que se había olvidado de pedir al botones que se llevase su maleta y el traje de etiqueta.

Antes de que pudiera llegar junto al teléfono, oyó un portazo. Se detuvo en seco y prestó oído. Luego oyó pasos. Alguien estaba en el salón. ¿Sería la doncella o sería…?

Pasó al salón.

Leah Decker se estaba quitando el sombrero y el abrigo y cuando él salió del dormitorio, vio su imagen unirse a la de ella en el espejo.

—Andrew…

Leah depositó el abrigo y el sombrero sobre la silla más próxima y se volvió hacia él. Sus cabellos recogidos severamente en dos castañas lucían a consecuencia de los copos de nieve seca que se habían depositado en ellos. Tenía la cara más fresca y sonrosada por su contacto con la intemperie, que en cualquier otra ocasión que recordase Craig.

Se dirigió hacia él.

—Andrew, lo hemos pasado divinamente en el norte. No se puede decir que se ha estado en Suecia si no se ha visto el lago Siljan en invierno… lleno de patinadores y esquiadores… y muchachos en trineo… como en nuestra tierra…, pero mucho más divertido. Creo que deberíamos…

Sus ojos se fijaron en el maletín marrón, lleno hasta casi reventar y atado con las correas. Después de contemplarlo un momento, su mirada estupefacta se cruzó con la de Craig.

—¿Ya has hecho el equipaje? ¿Por qué tanta prisa? No nos vamos hasta mañana por la noche.

Craig comprendió que ya no había necesidad de escribirle la nota.

te irás mañana por la noche… sola. Yo me iré cuando me parezca… solo. Es decir, me voy ahora. Es la última vez que estamos juntos.

—¡Andrew! ¿Has estado bebiendo o qué?

—Basta, Leah.

De pronto ella fingió comprender sus motivos.

—Ah… ya sé qué te pasa. Quisiste ver a tu amiguita alemana y ella te dijo que yo…

—Eso ni siquiera me preocupa ya —dijo Craig—. Desde luego, fue un mal trago…, pero aún hiciste algo infinitamente peor. Te has portado como una insoportable bruja de una antigua comedia de Broadway. Me has obligado a cargar con una mentira que yo no merecía. No te lo perdonaré y no quiero volver a verte nunca más.

Leah estaba hecha un mar de confusiones.

—Andrew, no tengo ni la más remota idea de lo que…

—¿No la tienes? ¿De veras no la tienes? ¿No se te ocurre pensar en una canallada que me hiciste en los últimos años…?

—¡Claro que no!

—Qué conveniente y oportuna, tu amnesia instantánea —dijo Craig con sarcasmo—. Muy bien, pues voy a refrescarte la memoria. Desde que murió Harriet, tú me hiciste creer que yo era el responsable de su muerte, diciéndome que no pude dominar el coche por llevar unas copas de más y así maté a mi mujer. Esto es lo que me has repetido hasta la saciedad, ¿no?

Leah había abierto mucho los ojos, involuntariamente se llevó una mano a la mejilla, con el codo levantado, como si intentara evitar un golpe.

Craig prosiguió implacable:

—Y eso a pesar de que tú sabías la verdad. Tenías el informe de la policía, que mencionaba la varilla de la dirección rota, que hizo que yo perdiese el dominio del coche cuando este patinó. Tú sabías que fue un accidente y, a pesar de saberlo, me lo ocultaste. La policía creía que me lo habrías dicho… como hubiera hecho cualquier ser normal dotado de compasión y sentimientos humanos…, pero tú te callaste y preferiste hacerme cargar con un falso sentimiento de culpabilidad. Mentiste a Lucius y me mentiste a mí. ¿Por qué, Leah? ¿Por qué no me dijiste la verdad?

La cara de Leah se transformó en un semblante manso y compungido.

—¿Quién dice que esto es la verdad? ¿Dónde te contaron esta exagerada historia? No tiene una palabra de verdad. Pregunta al sheriff Hollinder si tú no…

—El sheriff Hollinder —la atajó él, furioso— de Miller’s Dam… ¿Qué sabe ese hombre? Pero sé quién está enterado. Hemos ido a la fuente fidedigna, en el condado de Marquette. El informe sobre el accidente está en los archivos policíacos de Pikestown. Aquí en Estocolmo hay una fotocopia del informe sobre el accidente, que tú tan celosamente me ocultaste.

—No te creo —dijo ella, perdiendo su compostura y sin dar crédito a sus propias palabras.

—¿Cómo pudiste ser tan estúpida? ¿No sabías que es imposible guardar indefinidamente un secreto… ninguna verdad, ninguna mentira… pues nacemos, vivimos y morimos en público, formando parte de una comunidad? ¿Y por qué te has portado con tal perversidad? Esto es lo que menos entiendo. ¿No tenía bastante con la pérdida que había experimentado, con el inmenso pesar que me produjo… para que tú tuvieses que añadirle, durante estos últimos tres años, esta horrible sensación de culpabilidad? Podía haberme convertido en un alcohólico sin remedio o pegarme un tiro para poner fin a mis sufrimientos.

—Sabía que no lo harías. Tienes demasiado…

Pero se interrumpió, porque con aquellas palabras acababa de admitir tácitamente la verdad de lo que él decía. Se dio cuenta de ello y se sintió indefensa.

—Creo que te he comprendido desde que supe la verdad, pero lo que he visto en tu interior me repugna. Estabas dispuesta a sacrificarme en tu provecho. Me querías tener completamente dominado, ¿no es verdad? Me querías convertir en tu esclavo… en un dócil prisionero, que obedecería todas tus órdenes y caprichos… ¿o había algo más? ¿Deseabas seguridad en tu vida?

Leah trató de volver por los fueros de su maltratada dignidad.

—Yo no te necesitaba para nada. Tenía a Harry Beazley en Chicago, como tú sabes muy bien.

—Pues ahora puedes quedarte con él, Leah. Echale el guante antes de que sea demasiado tarde. Vuelve a Chicago, cásate con ese infeliz, ponle una anilla en el hocico para tirar de él y hacerle bailar… Luego haz que se entregue a la bebida… conviértelo en un ser inadecuado para que te haga…

Los últimos restos de su compostura seguían desmoronados y se encogía inerme ante sus golpes.

—Oh, Andrew, por favor, no…

Él no se sentía capaz de continuar aquel implacable vapuleo.

—He tomado otra habitación. Tú quédate para la ceremonia, si quieres. Voy a cambiar los billetes del avión. El tuyo hace escala en Chicago. No te molestes en venir a Miller’s Dam. Te enviaré tus cosas.

—Andrew…

—Quiero desembarazarme para siempre de todo eso… de la casa, los muebles, la culpabilidad… en un solo y apretado lío. Echaré de menos a Harriet, pero ella está en mi corazón, no en Miller’s Dam. También echaré de menos a Lucius… en cuanto al resto, que se vaya todo al cuerno.

—¿Qué vas a hacer? No puedes…

—Voy a hacer lo que me proponía realizar antes de conocer a Harriet. Buscaré una casa en una montaña que mire al Pacífico —no en una colonia de artistas, sino en un sitio aislado— y me pondré a escribir.

—¿A escribir? Vaya, no me digas. Mojando la pluma en una botella, ¿eh?

Él la miró de hito en hito y le dio asco.

—Voy a llamar ahora mismo al botones.

Penetró en su dormitorio y Leah comprendió que aquello era el fin. Corrió tras él, temblorosa.

—Escúchame, Andrew… escúchame…

—¿Que te escuche? —Giró en redondo, para enfrentarse con ella por última vez—. ¿Como te he estado escuchando durante tres años? ¿Como tuvo que escucharte Emily Stratman? Sólo tienes talento para la destrucción.

—Andrew, escúchame… no seas cruel conmigo. Como escritor, tienes que tener comprensión…, trata de comprenderme, déjame vivir contigo y compréndeme.

Aquella escena le producía náuseas, pero supo que tenía que soportarla si quería librarse de aquella mujer.

—Te equivocas —prosiguió ella—, te equivocas completamente acerca de los motivos que me impulsaron a hacer lo que hice. Yo no sé verdaderamente por qué lo hice… o quizá lo sepa, ahora…, pero no fue para convertirte en mi esclavo, para dominarte, para que me debieras algo o tenerte bajo mi férula… Fue… fue algo distinto…

Se ahogó, tuvo un acceso de tos y él esperó a que prosiguiese.

—¿Qué fue, Leah? —Se dio cuenta de que había dejado de llamarla Lee—. ¿Qué te hizo…?

—Desde que tengo uso de razón, Harriet lo era todo… para mi padre, mi madre, la familia… Harriet para aquí, Harriet para allá…, siempre Harriet porque era la mayor, la más lista, la más guapa, la que se llevaba todas las alabanzas… cuando éramos niñas, e íbamos a la escuela juntas… e incluso con los novios y luego en la Universidad. Harriet acaparaba la atención… me eclipsaba. Y cuando se casó, yo vi que las cosas no habían variado… ella se llevaba a un hombre famoso y rico… a un escritor conocido… mientras que yo me afanaba en un lugar de mala muerte con un maestrillo de escuela mal pagado y que era un Don Nadie… aquel a quien la gente siempre se olvida de invitar… o de escribir… Yo sería la pobre Leah, no nos olvidemos de Leah, acordémonos de Leah. Y entonces… entonces…

Su pecho se movía agitadamente y ella se esforzó por proseguir.

—Y entonces ocurrió aquel horrible accidente a Harriet… a mi propia hermana… y sentí vergüenza por todos aquellos años de desear su muerte… por mis días de secreta envidia… y entonces, de la manera más natural del mundo, vi abrirse ante mí un lugar libre y, como no había nadie más, ocupé su sitio en Miller’s Dam, su sitio en la cocina, en sus habitaciones, en el jardín y… no sé cómo explicarlo, me pareció como un sueño convertirme de repente en Harriet, con todas sus ventajas, su posición, la seguridad económica, un marido del que hablaban los periódicos… convertirme de la noche a la mañana en Harriet, dejando de ser la pobre Leah… Aquello me pareció un milagro… como si Dios me hubiese permitido cambiar de pronto el curso de mi vida… y cuando tú saliste del hospital, ya repuesto, fue como si el reloj diese la medianoche y todos mis sueños se disipasen, porque entonces comprendí que ya no era Harriet sino la pobre Leah, y la casa no era mía ni el marido de Harriet era mi marido… y tuve miedo… Nunca había tenido tanto miedo en mi vida. Tú te irías, pensaba, volverías junto a los tuyos y tarde o temprano encontrarías a otra Harriet… y yo no tendría la menor probabilidad de éxito, porque yo no me movía entre las personas que frecuentaba mi hermana, yo era una impostora, una falsa Harriet y tú lo verías… y no podía soportar la idea de haber probado aquella vida, en la que había soñado siempre, para luego tener que perderla.

»Y entonces se apoderó de mí una especie de locura, porque tú aún no te habías ido y empecé a imaginarme que tal vez yo podría ser una segunda Harriet… quizá podría demostrártelo… quizá daría resultado… y así… no sé… al principio no me importó que bebieses, porque eso te hacía depender de mí como cuando estabas convaleciente y desvalido… cuando me necesitabas aún…, pero después empecé a aborrecer la bebida, porque con ella dejabas de ser tú, el marido de Harriet, y nuestra vida no era como cuando vivía Harriet y tú ni siquiera te percatabas de mi existencia, ni como Harriet ni como Leah… y sin embargo, yo no quería renunciar… por ello no te mostré el informe del accidente… a pesar de que me proponía hacerlo…, pero te mentí sin darme cuenta y luego ya no pude volverme atrás… tal vez no quise…, pero así es como ocurrió… por ningún otro motivo… y estoy llena de remordimientos… reconozco mi culpa… y quiero que me perdones, Andrew te suplico que me perdones, por Dios.

Aquello era más que una simple súplica de compasión y caridad. Aquello era una petición de clemencia para el alma. Craig así lo reconoció y comprendió que no podía condenarla a pasarse la vida en el purgatorio.

—Lo siento, Lee…, tú ya sabes que lo siento. Sí, te perdono. Si yo fuese un juez, únicamente diría que… te sentencio a tu propia compañía. Hay cosas mucho peores. —Hizo una pausa—. Sabes quién eres ahora, ¿verdad, Lee?

—Sí, lo sé.

—No es tan malo ser Leah Decker, persona, si sabes ser fiel a ella. Haz como te digo. Ve a Chicago y busca a ese Beazley. Te está esperando. Disfruta lo que él tenga que ofrecerte y lo que tú puedas ser. Sí, Lee, te perdono y te deseo bien, con toda sinceridad. Ambos hemos perdido a Harriet y no debemos olvidarla, pero de nada sirve continuar viviendo con un fantasma. Un día, cuando hayamos olvidado todo esto, creo que podremos ser amigos.

—Quiero que seamos amigos, Andrew. Lo necesito.

—Muy bien, pues. Ambos nos despediremos de Harriet. Ella ya vivió su vida en esta tierra. Disfrutemos nosotros de la que nos queda. No sé si aún podremos hacerlo, pero intentémoslo. ¿Lo intentaremos?

—Sí, Andrew.

—Adiós, Lee.

—Adiós.

Ella retrocedió y corrió a encerrarse en su habitación. Con un suspiro, Craig tomó el receptor y pidió que le pusiesen con el portero.

Eran las 12.26 del mediodía.

Emily Stratman, vigorizada por el frío y cortante aire de aquel blanco día invernal, regresó sin aliento a la suite de su tío. Había tomado un taxi en Kungsgatan, y consultó repetidas veces su reloj de pulsera. Cuando le entregaron la llave en recepción, se impacientó cuando el empleado tardó en decirle que se habían recibido tres llamadas telefónicas urgentes para su tío durante la última media hora, pero ningún mensaje.

—El señor que telefoneó insistió mucho en saber cuándo regresaría usted o el profesor Stratman —le dijo el empleado.

Emily vaciló un momento.

—¿Está usted seguro de que el profesor Stratman no está en sus habitaciones? A esta hora ya tenía que haber vuelto.

Luego se dirigió al ascensor, volviéndose un momento para decir:

—Algo debe de haberlo retenido. De todos modos, como yo ya estoy aquí, si ese señor llama, póngalo conmigo.

En el ascensor se enfureció ante la lentitud con que este subía. Luego echó a correr por el pasillo, temiendo llegar tarde para recibir la llamada telefónica de Craig.

Pero había llegado a tiempo. En realidad, con varios minutos de antelación. Dejó sus compras en la mesita de la entrada, levantó un pie para quitarse uno de los chanclos que le habían prestado, hizo después lo propio con el otro, que también estaba húmedo a causa de la nieve, mientras pensaba en la decisión que había adoptado y lo que podía resultar de ella.

Aquella mañana envió su nota a Craig siguiendo un impulso originado por su entrevista con Lilly en la «Nordiska Kompaniet». La noche anterior permaneció despierta varias horas, sin poder conciliar el sueño y pasando revista a lo que Lilly le había contado, junto con su propia vida y su carácter, sin olvidar los sentimientos que le inspiraba Craig. Por último se quedó dormida, pero a la hora de desayunar comprendió que debía ver a Craig una vez más. Sabía que nada resultaría de la entrevista, pero el cariño que sentía por él era demasiado grande para que lo sucedido en su último encuentro borrase todos sus anteriores recuerdos. Él merecía otro trato de ella y era necesario que le ofreciese una explicación. Nunca le revelaría lo que había en lo más recóndito de su alma. Eso sería imposible. Nunca lo había revelado a nadie, ni siquiera al tío Max, ni lo haría mientras viviese. Pero intentaría comunicar una parte, por pequeña que fuese, a Craig, para que él supiese por qué se había portado como lo hizo y por qué tenía que renunciar a él.

No lo llamó inmediatamente, aquella mañana, porque quería salir antes a pasear en aquel aire diáfano, por las aceras nevadas, para ordenar sus ideas y decidir lo que debía contarle a Craig. Las compras fueron una actividad menor, un simple subterfugio. Así, mientras paseaba y compraba distraídamente, concedió a sus recuerdos una rara libertad. A la sazón ya estaba dispuesta.

Mientras entraba en el saloncito, desabrochándose el abrigo, cruzó por su mente la posibilidad de que Craig no la llamara. ¿Y si no hubiese recibido su nota? O tal vez no quisiera saber nada más de ella. Esto último era posible, pero no lo creía probable. De todos modos, respondería, aunque fuese por curiosidad. Sin olvidar que además era un caballero.

Por primera vez vio la notita apoyada en la lámpara, a un extremo de la mesa, junto al teléfono del salón. La escritura le era familiar:

He tenido que irme de repente a un almuerzo de negocios. Nos veremos pronto. La doncella dice que tu vestido estará listo a las 3. Besos.

Tío Max.

A Emily le sorprendió que el tío Max se hubiese ido. Cuando ella salió de compras, aún seguía en la habitación, con su descolorido batín de lana y en zapatillas. Según le había dicho, pensaba dedicar todo el día al descanso, reservando fuerzas para sostener el medallón y el diploma que le entregaría el rey. Era terrible, se dijo Emily, el modo como los suecos agobiaban a su tío, sin tener en consideración sus años. Pero aquel era el último día y después ya podría descansar.

De manera inevitable, sus pensamientos volvieron a Craig. Su ansiedad iba en aumento. Eran las 12.29 y él podía llamar en cualquier instante.

Y entonces sonó el timbre del teléfono situado sobre la mesilla.

Tomó el receptor, tratando de hablar con tono tranquilo.

—¿Diga?

—¿Miss Emily Stratman, por favor?

No era la voz baja y meliflua de Craig, sino una aguda y estridente voz sueca.

—Miss Stratman al aparato…

—¿Miss Stratman? No se alarme. La llamo de parte del profesor Max Stratman. Durante el almuerzo sufrió un pequeño ataque cardíaco.

—¿Un ataque cardíaco? No puede ser…

—No se preocupe, miss Stratman. Está en muy buenas manos. En este mismo momento los médicos se ocupan de él.

—¿Qué pasó? ¿Cómo está? ¿Es grave?

—Una leve oclusión de la coronaria, miss Stratman. Él ha pedido que…

—Y usted, ¿quién es? ¿Dónde está mi tío?

—Yo soy uno de los médicos que lo cuidan… el doctor Ohman… y el profesor Stratman, está ahora descansando perfectamente. Ha pedido verla. Creo que sería mejor que usted…

—¿Dónde está? Dígame dónde. Iré volando.

—Tenga la bondad de apuntar, pues…

—Espere… espere…

Con manos trémulas buscó la pluma en el bolsillo de su chaqueta, luego se acordó que la tenía en el bolso y cuando la tuvo en su poder volvió al teléfono.

—Diga, por favor… de prisa…

—Tome un taxi hasta Sahlins Sjukhus. Es una pequeña clínica particular… es como si fuese hacia el Hospital del Sur… está dos manzanas antes, en Ringvägen. El taxista ya lo sabrá. Yo la estaré esperando.

—Voy inmediatamente.

—Otra cosa, miss Stratman. El profesor… Stratman no quiere que nadie, absolutamente nadie, se entere de lo ocurrido. Sobre todo, desea evitar la publicidad. Supongo que ya se hará usted cargo.

—Dígale que no se preocupe por mí.

Después de colgar el teléfono, arrancó la parte inferior de la nota de tío Max, donde había escrito el nombre de la clínica, y, sujetando fuertemente el bolso, se precipitó hacia la puerta. Al llegar a ella, el teléfono se puso a sonar de nuevo. Sabía que esta vez era Craig quien llamaba, pero no podía perder el tiempo en explicaciones… además, su tío quería que no dijese a nadie… así es que dejó que el teléfono continuase tocando monótonamente y siguió corriendo hacia el ascensor.

Cuando salió del vestíbulo del hotel, resbaló y estuvo a punto de caer en la escurridiza acera de tablas. Al disponerse a llamar a un taxi, un pequeño «Volvo» provisto de taxímetro se paró ante ella. Emily subió precipitadamente al coche, mientras el portero uniformado la saludaba, cerrando después la portezuela.

El conductor era un hombre anciano de aspecto bondadoso, tocado con una gorra de chófer. Cuando se volvió con gesto interrogativo hacia ella, Emily vio que gastaba gafas sin montura.

—A Sahlins Sjukhus… una clínica que se encuentra antes de llegar al Hospital del Sur…, ¿sabe usted?

—Sí, fröken[32], la llevo.

—Dese prisa, por favor.

El taxista asintió, cambiando de marcha, y el coche partió rápidamente, con una sacudida.

La blanca ciudad desfiló con rapidez ante ella, con su tenue sol en el cielo gris, la nieve recién caída y el aire azulado y límpido, pero Emily apenas se daba cuenta de nada. Sólo sabía pensar que tío Max había sufrido un ataque cardíaco en aquel país remoto y lejano, en un lugar extranjero. Ella temía por él y se sentía sola. Se preguntó una vez si sus visitas al doctor Ilman habían estado motivadas por su corazón, que ella siempre había considerado fuerte e inmortal, pero eso ya no importaba, después de lo que acababa de suceder. Se preguntó si el médico sueco le habría dicho la verdad. ¿Era grave una oclusión de la coronaria? ¿Y si el tío Max ya hubiese muerto? Pero si la había mandado avisar, ello indicaba que aún estaba consciente.

Y entonces, antes de que pudiera percatarse, el taxi se detuvo junto al bordillo y por la ventanilla distinguió un angosto edificio de ladrillo, dos columnas, dos ventanas y una puerta negra en medio. El anciano taxista había rodeado al coche para abrirle la portezuela, pero ella ya había saltado a la nieve y subido a la acera antes de que él llegase.

Rebuscó en su bolso, pero al no encontrar dinero suelto, le dio un billete de cinco coronas, diciendo:

—No importa, quédese con la vuelta.

—Gracias, muchas gracias —dijo el taxista, llevándose la mano a la visera de la gorra. Luego señaló—: Es por esa puerta, miss Stratman.

Ella ya principiaba a dirigirse hacia la puerta, cuando se detuvo.

—¿Cómo sabe usted mi nombre?

El taxista se inclinó.

—El portero del Grand Hotel nos ha dicho quién era usted a todos los taxistas de la parada.

Aquella explicación le pareció natural y además tío Max estaba esperándola. Penetró apresuradamente en la clínica. No le sorprendió encontrar esperándola a un rubio y musculoso interno sueco, con los puños de un mecánico y una solícita expresión en su semblante.

—¿Miss Stratman?

Ella hizo un ademán afirmativo.

—Venga, la llevaré junto al profesor Stratman.

La condujo, saltando ligeramente sobre las puntas de los pies, que calzaban blancos zapatos de tenis, hasta el fondo del pequeño vestíbulo. Después abrió una puerta, que daba a una sala de espera. Penetrando en ella, el interno abrió una segunda puerta.

—El doctor la está esperando —manifestó.

Emily entró a toda prisa en el despacho. Las persianas estaban corridas y, con excepción de dos lámparas que brillaban en el extremo más alejado, la habitación estaba sumida en sombras. Distinguió una silla colocada ante una mesa marrón con la parte superior de vidrio y, detrás de la mesa, una alta silla giratoria. Detrás de la silla giratoria, vuelto de espaldas a ella, estaba de pie el doctor.

—Doctor Ohman…

—Miss Stratman. —Habló sin volverse de las persianas corridas, que apartaba con una mano, como si mirase afuera. Sin darse prisa, las ajustó cuidadosamente y por último se volvió para saludarla—. No soy el doctor Ohman —dijo—. Soy el doctor Hans Eckart. Siéntese, por favor.

—Mi tío…

Emily aferró el brazo de la silla y se sentó al extremo del asiento. Eckart se había acercado a la mesa para sentarse frente a ella, dirigiéndole una sonrisa tranquilizadora, que no tranquilizó nada a Emily. Ella había entrado en el despacho esperando encontrarse con un médico sueco, pero el aspecto de aquel doctor, si bien le era desconocido en lo específico, le resultaba muy conocido en lo general, lo había visto personificado en muchos hombres y le recordaba tiempos pasados, pues el corte de pelo, el monóculo y la severidad prusiana eran inconfundiblemente teutónicos. Emily sintió una inmediata repulsión.

—¿Dónde está el profesor Stratman… mi tío? —consiguió balbucir—. ¿Cómo está?

—Supongo que está muy bien. Para ser un anciano con una irregularidad cardíaca, se muestra extraordinariamente activo —repuso Eckart—. En cuanto a su paradero actual, sé tanto como usted. Hace una hora que estoy tratando de localizarlo.

—Pero usted me llamó… me dijo que había tenido un ataque…

—Sí; cuando supe que él no había vuelto al hotel, pero usted sí, hice que alguien la llamase. Lamento sinceramente haber tenido que asustarla con esta pequeña comedia. Pero era necesario traerla aquí con cualquier pretexto, a fin de que yo pudiese hablarle. Hace unos días ya hablé con su tío. Y hubiera deseado hacerlo nuevamente hoy. Pero como no puedo dar con él, me vi obligado a llamarle a usted en su lugar. Como su apoderado por así decir. —Eckart tamborileó con sus dedos sobre el vidrio de la mesa y pareció examinarla a través del monóculo—. Sí, estoy seguro de que usted lo hará muy bien. En cuestiones como la que nos ocupa, no tengo la menor duda de que usted y su tío van completamente de acuerdo.

—¿En cuestiones como cuál?

Sin saber por qué, Emily temía escuchar su respuesta. Permanecía sentada muy erguida en la silla, sin mover un solo músculo facial ni uno solo de los músculos de su cuerpo o de sus miembros. Pero las antenas de su intuición captaban la presencia de algo maligno y malévolo.

Eckart no respondió directamente a su pregunta. Parecía saborear los circunloquios. Con voz suave, dijo:

—La dolencia que aflige a su tío, señorita, es de carácter moral. La he hecho llamar porque quiero que nos ayude a curarlo de esta enfermedad. Quiero que nos ayude para hacer que el profesor Stratman recupere su buen juicio y su salud moral.

Ella no quería darle la satisfacción de descubrir su debilidad. Conocía a los alemanes. Pero, a pesar de todo, su voz temblaba un poco cuando preguntó:

—¿No es usted médico?

—Si usted se refiere al título de doctor en Medicina, en efecto, no lo poseo. Pero soy doctor… en Física. Mi amistad con el profesor Stratman se remonta a nuestros primeros años en Berlín.

Emily sentía un terror que le helaba las entrañas.

—¿Qué quiere… qué desea de mí?

—Poca cosa —repuso Eckart, tan cordial como si se tratase de una conversación mundana—. No sentimos el menor interés por usted. Quien nos interesa es el profesor Stratman. El valor que usted tiene para nosotros es únicamente de medio para alcanzar nuestro fin.

—Usted todavía no me ha dicho…

—¿Qué deseamos? —Eckart se ajustó cuidadosamente el monóculo—. Hace usted bien en hablar de un modo tan práctico. Desea que este… que este drama tan insólito termine… para poder regresar junto a su amigo el escritor. Sí —continuó, sacando un reloj de oro sujeto al extremo de una cadena y examinándolo—. No falta mucho tiempo para la ceremonia, así es que vamos a ir al grano. —Se recostó en la silla giratoria, haciendo protestar dos veces al muelle—. Su tío es un alemán que abandonó a su patria en su hora más grave, para prestar su apoyo a los explotadores y capitalistas, al grupo de belicistas que domina esa Norteamérica que se hace pasar por democrática. En el Berlín Oriental lamentamos profundamente ver su genio entregado al servicio de una causa tan mala. Nos proponemos un objetivo concreto y yo sólo tengo una misión: hacer que el profesor Stratman deje de laborar irresponsablemente… comprometiendo de modo tan grave la paz mundial… al servicio de una sociedad caduca, y hacer que vuelva a su juicio y regrese al seno de su amada patria. Él es alemán y como tal…

—¡No es alemán! —gritó Emily.

Eckart la miró con expresión de mofa.

—¿Cree usted que se puede cambiar la sangre mediante un simple documento de nacionalización? No la tengo por tan ingenua. Su propio tío, el profesor Stratman —durante los últimos días de la guerra, cuando ambos trabajábamos juntos en el Instituto del Emperador Guillermo— solía contar una anécdota. No la he olvidado y ahora viene muy a cuento. Un día, un rico hombre de negocios norteamericano paseaba con el profesor Charles Steinmetz, el famoso ingeniero, que era contrahecho. Ambos pasaron frente a una sinagoga de las muchas que hay en Nueva York. «¿Sabe usted, Steinmetz? —le dijo el hombre de negocios—. Antes yo era judío». Y Steinmetz repuso: «Sí, y, ¿sabe usted? Antes yo era jorobado». Aquí tiene usted la anécdota. Su tío es alemán y volverá a serlo ante los ojos del mundo… cuando abandone al corrompido Occidente.

Emily escuchaba estas palabras conteniendo a duras penas su ira.

—No hay nada… nada en el mundo… que pueda hacerlo regresar junto a ustedes.

—Ojalá se equivoque, miss Stratman. Y ojalá yo no me equivoque al pensar que su buen sentido coincide con el de su tío.

—¿Acerca de qué? Yo aún no sé adónde quiere usted ir a parar.

—Quiero únicamente decirle, de una manera diplomática —le ruego que perdone mi verbosidad— que quizás exista algo en el mundo susceptible de hacer cambiar de actitud a Max Stratman.

—No.

—Si no algo, entonces alguien. Por alguien, para salvar a alguien, tal vez Max Stratman se decida a cambiar de actitud.

La falta de temor de Emily, alimentada por el odio y una sensación de irrealidad que la aislaba de aquella entrevista inverosímil, no se había disipado.

—¿Soy yo, ese alguien? —le espetó de pronto—. ¿Me amenaza usted con retenerme o raptarme acaso? ¿Es eso, diga?

Eckart se quitó el monóculo, moviendo la cabeza como si estuviese verdaderamente consternado.

—Vaya… vaya… Miss Stratman… América también la ha echado a perder a usted, por lo que veo. Creo que todos ustedes sufren los efectos de esas películas de gangsters que se proyectan en la televisión y en los cines. Puedo prometerle que nosotros… no tiramos a nuestros rehenes a los canales ni hacemos otras acciones melodramáticas. Disponemos de medios más civilizados.

—No pueden hacer nada para que yo o mi tío…

—¿Nada, miss Stratman? ¿Está usted tan segura de que no podemos proponer ninguna transacción?

De pronto la furia justiciera la abandonó y ya no estuvo tan segura.

—Nada, le repito… nada. Puede matarme, si quiere…

—Por favor, miss Stratman, no vuelva a ofenderme. Yo soy un científico… un estudioso, no un salvaje. Usted es mi invitada y yo soy su huésped. Verá usted como al final ambos nos beneficiaremos de nuestra breve conversación. Usted tiene a alguien que yo quiero —su tío— y yo tengo a alguien que usted quiere.

Eckart pronunció estas palabras inclinado hacia adelante, pero después se irguió en su asiento, mientras volvía a ajustarse el monóculo. Levantándose deliberadamente, se estiró su corta chaqueta y dio la vuelta a la mesa, sin prisas, haciendo caso omiso de Emily al dirigirse a la puerta por la que ella había entrado.

Emily apretó fuertemente los brazos de la silla y las venas de su muñeca latieron, mientras se volvía para mirarlo.

El alemán abrió la puerta que daba a la sala de espera e hizo una seña con la cabeza a una persona invisible.

—Ya puede usted venir —dijo—. Está dispuesta a recibirlo.

Eckart se apartó a un lado, casi con deferencia (qué curioso, pensó Emily), como un chambelán que se dispusiese a anunciar la entrada de un noble. Acto seguido la figura de un hombre anciano apareció en el umbral. Como tenía a sus espaldas la luz procedente de la sala de espera y el despacho estaba sumido en la semioscuridad, de momento no fue más que una negra silueta.

Penetró lentamente en la estancia, arrastrando los pies y cojeando casi imperceptiblemente. Se aproximó a Emily y su negra silueta se convirtió en una figura y en unas facciones humanas. Pasó frente a Emily, luego dio una vuelta a su alrededor con paso vacilante, para detenerse a unos pasos frente a ella, como si quisiera examinarla y dejar que ella lo examinase.

Entonces, por fin, fue perfectamente visible para sus ojos turbados. Era un recio anciano, ligeramente encorvado bajo el peso de los años, vestido con un grueso traje gris oscuro de estambre, de corte anticuado, arrugado y ajado como si después de efectuar un largo viaje aún no hubiese tenido tiempo de plancharlo. Ella lo miraba sin embarazo, no porque fuese un hombre de aspecto insólito, sino porque le parecía normal, como alguien conocido e incluso familiar… coma una persona cuya cara no recordamos bien o cuyo nombre tenemos en la punta de la lengua.

Su cabeza y su cara cautivaron su atención. Era una testa maciza sostenida por un cuello corto y grueso, cubierta por un cabello ralo pero suficiente, que brillaba como hebras de plata y estaba cuidadosamente peinado a un lado. Tenía un rostro resquebrajado, áspero y rojizo, simétrico y firme a pesar del paso de los años, con excepción de la nariz prominente y bulbosa, que la desconcertó porque le era muy conocida.

Todavía intrigada y llena de una objetiva curiosidad, Emily vio que aquel rostro sonrosado y bondadoso —tan familiar, que tanto conociera en otro tiempo— estaba lleno de emoción, con los ojos anegados en llanto y parpadeando, mientras la nariz bulbosa lanzaba pequeños bufidos y los labios temblaban.

El familiar desconocido tragó saliva y movió la cabeza:

—¿No me reconoces, mi patito?

En aquel instante ella lo reconoció o creyó reconocerlo; e incluso mientras sus puños fuertemente apretados la empujaban hacia el borde de la silla y levantaba la cara para mirarlo, descartó aquella posibilidad. Sin embargo, la nariz bulbosa, el timbre de su voz, el vínculo invisible que los unía y la obligaba a levantarse de la silla, vacilante, no podía rechazarse fácilmente. Sobre todo, aquella frase cariñosa que aquel desconocido había pronunciado con tanta facilidad, de manera tan natural, como si aquello fuese la vuelta al hogar y ellos hubiesen continuado sencillamente su vida. Mi patito… ¿Dónde había oído antes aquella frase y en boca de quién? Dónde… muchos años atrás… sí, muchos años atrás… cuando él la llevaba sobre sus hombros dando vueltas por el viejo salón con paredes cubiertas de entrepaños… levantándola sobre su cabeza, sujetándola y haciéndola girar cada vez más de prisa mientras ella chillaba y pataleaba y él reía y reía… llamándola mi patito… y luego cuando iba a acompañarla, peripuesta, llena de cintas, con el vestidito almidonado, los ojos muy abiertos y pálida, a la puerta de la escuela donde había un maestro de levita… Vas creciendo y eres una señorita, mi patito… y después recuerdos dolorosos, cuando se lo llevaron… bajo la llovizna, a la puerta, por la escalera hasta la calle entre los camisas pardas prácticos y desprovistos de sentimentalismo… Os escribiré, Rebeca, pronto haré que os saquen… pronto, pronto, Rebeca… pronto, mi patito…

Sus amorosas caricias. Sólo las suyas. De nadie más.

Entonces se alzó ante él, inmovilizada por una parálisis de incredulidad. Aquella cara maciza y venerable se desenfocó por un instante para reaparecer luego en un acusado relieve, como si estuviese tallada en granito y mostrase la pátina del tiempo: los níveos cabellos, los ojos pardos llenos de lágrimas, el tembloroso mentón mal afeitado.

La voz aguda de Eckart resonó detrás de ella, borrando aquellos increíbles segundos y el mortecino recuerdo de los años, volviéndola al presente:

—Miss Stratman… usted lo reconoce, sin duda… es Walther Stratman, su padre…

—Papá —dijo su voz, no ella, para sí misma, no para el familiar desconocido.

—… desaparecido, pero no muerto, según resultó —prosiguió Eckart a su espalda—. Durante todos estos años ha estado en poder de los rusos… después que ayudó a escapar a su tío… ha estado trabajando para ellos. Pero ahora está aquí, en la neutral Suecia, Yo he realizado este milagro para usted… por último está libre.

La cara del viejo y familiar desconocido hacía gestos de asentimiento.

—Sí, Emily, soy Walther… tu padre. Sé lo que debes de sentir en estos momentos… lo mismo que yo siento… la impresión, la incredulidad…, pero estamos vivos, mi patito… y juntos… se han terminado las tinieblas… todo aquello está olvidado… a partir de ahora estaremos siempre juntos. Soy libre, Emily.

—Papá —exclamó en voz alta.

Y de pronto su cara roja, bondadosa y áspera, se deslizó, absorbida lentamente por el remolino de la habitación que giraba sin cesar y ella también se sintió atraída por el remolino. Trató desesperadamente de conservar el equilibrio, de asirse a aquello que tenemos en nuestro interior y nos mantiene erguidos, pero lo sintió quebrarse, se soltó y se abandonó al torbellino de la habitación que giraba. Durante un segundo eterno, permaneció suspendida y sin tocar con sus pies en el suelo; luego la alfombra ascendió logrando hasta su visión, la áspera trama de la alfombra le arañó las mejillas y la boca y después oyó voces lejanas y vio unos enormes zapatos… Y por último sólo la negrura, constelada de estrellas, la negrura y más negrura…

Eran las dos de la tarde.

Sentado al borde de la cama de matrimonio, en la habitación de la quinta planta a la que se había trasladado y que le resultaba tan poco familiar, Andrew Craig depositó de nuevo el teléfono en la horquilla, lleno de desesperación. Durante hora y media, con intervalos de quince o veinte minutos, había estado telefoneando a la suite de Emily sin obtener respuesta. ¿Si por acaso se había retrasado por qué no lo había llamado? La única explicación era que se había arrepentido de haberle enviado aquella nota y se negaba deliberadamente a responder a sus insistentes llamadas telefónicas.

Se levantó, presa de un sentimiento de frustración y decidió emprender alguna actividad para calmarse. Tenía el maletín sobre la mesa para equipajes. Aflojó las correas, puso el maletín de plano, lo abrió y empezó a tirar cosas en un cajón de la mesa. Pasó quince minutos entregado a esta tarea y, cuando hubo vaciado el maletín ya no tuvo nada más que hacer. En realidad, aún tenía que escribir su discurso de gracias, pero no sentía interés por él.

Llenó la pipa y pensó en telefonear a Emily por última vez. Pero le pareció inútil. Ella sabía dónde estaba, o podía averiguarlo preguntándolo a la telefonista y, si quería verlo, podía llamarlo.

Entonces, mientras paseaba por la habitación pensando en Emily y preocupado por el discurso que tenía que escribir, se le ocurrió otra cosa.

Acercándose al teléfono, pidió comunicación con la recepción del vestíbulo.

—¿Diga? Aquí es recepción.

—Soy Andrew Craig. Dígame… las llaves de la suite de los Stratman… miss Emily Stratman… el profesor Stratman… ¿están las llaves de ambos en el casillero? Quiero saber si han regresado al hotel.

—Un momento, míster Craig.

Craig esperó, con el oído aplicado al receptor y no tardaron en responderle:

—Faltan ambas llaves, lo cual quiere decir sin duda que ambos están en sus habitaciones. Yo… un momento, por favor, no se retire —Craig oyó voces confusas y luego nuevamente la del empleado—: Mi compañero me dice que el profesor Stratman tomó su llave y subió a la habitación apenas hace diez minutos. En cuanto a miss Stratman, cree que vino a recoger la llave hará cosa de… poco después del mediodía.

Colgó el aparato. Estaba claro, pues. Emily había permanecido en sus habitaciones durante todo aquel tiempo. Había vuelto al hotel para responder a su llamada, pero luego cambió de idea y no fue a tomar el teléfono. Lo importante que tenía que decirle quedaría sin formular. No se verían de nuevo.

De pronto Craig se sintió cansado de acoso y decepciones. Si ella era así, nada la haría cambiar y continuaría siendo de aquella manera durante toda su vida. Él ya no tenía energía para enfrentarse con aquellos altibajos. La olvidaría. Eso sería lo mejor.

Resolvió ir a la planta baja, tomar unas copas y un tentempié en el jardín de invierno y después aún le quedaría tiempo para pergeñar un discurso de gracias… un discurso breve y sencillo adornado con las frases de rigor y los tópicos literarios de costumbre (en los que el hombre se escribe con mayúscula), que hay que pronunciar en tales ocasiones y luego, por último, llegaría el momento de vestirse para asistir a la ceremonia final.

Pero cuando Craig llegó al ascensor y oprimió el botón, supo que su destino no era el jardín de invierno sino la suite de los Stratman.

Después de avanzar con rapidez por la alfombra a listas rojas que cubría el corredor del tercer piso, llegó a la puerta de la suite con la intención de llamar y golpear hasta que Emily se viese obligada a aparecer y entonces hacerle una escena, pero con sorpresa encontró que la puerta estaba entreabierta. Esto era preferible, se dijo. Así podría entrar y acorralarla, sin darle tiempo a salirse con evasivas y subterfugios, y entonces le exigiría una explicación inmediata. Cuando tendió la mano hacia el pomo, la puerta se abrió.

Una encorvada doncella, vestida con un atildado uniforme verde descolorido y cargada con un cubo lleno de cepillos y bayetas, iba a salir de la habitación.

Craig se apartó a un lado, haciendo una cortés inclinación y diciendo:

—Miss Stratman me espera —pues creía que era necesario ofrecer una explicación.

La doncella murmuró algo ininteligible en sueco, esperó que Craig entrase y después cerró la puerta tras él.

En el recibidor, Craig vaciló, pensando si debía irrumpir en una habitación ajena sin previo aviso. Tal acción sería propia de Leah, pero Craig justificó entonces su acto recordando que había telefoneado repetidamente a Emily y que era ella quien había manifestado deseos de verlo. Si de pronto se había dejado adueñar por la timidez o la había asaltado la duda, al menos uno de ambos tenía que demostrar decisión.

Sin embargo, no se sentía muy seguro cuando entró en el salón. Miró a su alrededor. La estancia estaba vacía y su silencio sólo estaba alterado por el tictac de un reloj. Pasando frente al sofá, se dirigió hacia la puerta del dormitorio de Emily, con la intención de llamarla o golpear con los nudillos a la puerta, cuando se detuvo al ver la nota colocada en posición vertical, entre el teléfono y la lámpara. La parte superior de la nota estaba tachada y decía como sigue:

«He tenido que irme de repente a un almuerzo de negocios. Nos veremos pronto. La doncella dice que tu vestido estará listo a las 3. Besos. TIO MAX».

Debajo de estas frases tachadas había una nueva nota:

«2.20 Liebchen: He vuelto de almorzar y quiero descansar. No me dejes dormir demasiado. Despiértame antes de las cuatro. TIO MAX».

Craig se enderezó. Así, Emily no estaba en la habitación. Se sintió avergonzado por haber desconfiado de ella e igualmente avergonzado por aquella intromisión en su intimidad. Fuese lo que fuese lo que la había retenido, era cuenta suya, y si pensaba telefonearlo, lo haría antes de la ceremonia. Se sintió mejor, que se fuese al diablo el jardín de invierno. Volvería a su habitación, para preparar el discurso y esperar que ella lo llamase.

Al propio tiempo que adoptaba esta decisión, oyó llamar a la puerta de entrada. De momento pensó que era Emily, por fin. Pero luego cambió de idea: ella no llamaría, porque tenía llave. Bien, él no tenía nada que hacer allí. Vería quién era —sin duda el botones, que traía el vestido de Emily—, él lo recogería, lo colgaría, dejaría durmiendo al viejo Stratman, sin molestarlo, y se iría.

Cuando fue a toda prisa a la puerta para abrirla, advirtió que una hoja de papel blanco había sido introducida por debajo. Se inclinó para recoger el papel, sin la intención de seguir fisgoneando en la vida privada de los demás, únicamente para colocar la nota sobre la mesa del vestíbulo. Mas de pronto, el nombre de Emily le saltó a la vista.

Entonces leyó las palabras mecanografiadas escritas totalmente en mayúsculas:

PROF. STRATMAN: SI DESEA SABER EL PARADERO DE SU SOBRINA EMILY STRATMAN ABRA INMEDIATAMENTE EL PAQUETE ADJUNTO Y ESCUCHE A UN AMIGO.

A Craig se le hizo un nudo en la garganta. Las palabras escritas en la hoja que tenía en sus manos eran correctas e inofensivas, pero su efecto era de mal agüero. Como todos los norteamericanos, que vivían tan al margen de las intrigas del Viejo Mundo, Craig estaba preparado por las novelas y películas de espionaje, a creer que aquellos tejemanejes habían pasado ya a la historia. Suponer, aunque fuese remotamente, que se pudiesen tramar complots de aquella naturaleza fuera de las altas e inalcanzables esferas gubernamentales, era algo demasiado infantil para ser creído. Automáticamente, para un hombre de su educación, las maquinaciones del género no eran más que la fachada que ocultaba algo familiar e inocente: una broma.

Inmediatamente, Craig desechó la posibilidad de que la nota contuviese una amenaza y se dispuso a seguir la broma, abriendo la puerta para franquear el paso al botones con su paquete. Pero no había nadie, lo cual no hizo más que confirmarle en sus sospechas de que se trataba de una broma. Se asomó al corredor y miró a derecha e izquierda, pero el corredor estaba vacío. Y entonces su pie chocó con el paquete depositado en el suelo.

Al tomar el pequeño y ligero envoltorio, con el propósito de colocarlo junto con el ridículo mensaje en la mesa de la entrada, sintió de nuevo un urgente deseo de leer la nota. Lo hizo y entonces olfateó el peligro oculto. La ausencia de Emily no hacía más que corroborar la amenaza que encerraba el mensaje. Había dicho que estaría de regreso en la suite a las 12.30, pero ya eran más de las dos y media. Lo que tenía que hacer, se dijo, era despertar al profesor Stratman —el mensaje y el paquete estaban dirigidos a él— y soportar sus regaños por haber interrumpido su descanso con tonterías propias de un colegial. Pero su instinto le decía que fuese él quien siguiese las instrucciones del mensaje, para ser acusado de entrometido, en el peor de los casos. ¿Y si no fuese una broma? Su instinto se vio reforzado por una profunda emoción: en aquellos momentos, Emily era tanto para él como para el profesor Stratman.

Desechando sus últimos escrúpulos, Craig desató el bramante que ataba el envoltorio gris y luego lo abrió.

Cuando hubo terminado, tenía en la mano un aparato magnetofónico en miniatura, de unos doce centímetros por diez, construido en plástico negro. En la parte inferior izquierda figuraban en letras blancas las palabras: «Grabar… Marcha… Paro», con una diminuta palanca puesta en «Paro». Por una rendija de la parte superior se veía la minúscula cinta magnetofónica. Junto a la rendija había un botón bajo el que rezaba «Arrollado Manual». El aparatito de plástico no ostentaba marca de fábrica. Craig le dio la vuelta entre sus manos. En la parte posterior, en un ángulo, en relieve, se podían leer las palabras «Made in Stettin». Y entonces Craig vio que una extensión de alambre estaba sujeta al aparato, con un pequeño altavoz a su extremo propio para introducirlo en el oído.

De pie en el vestíbulo, con el aparatito, Craig pensó que, para tratarse de una broma, era una broma muy cara. Aquello no le gustaba, fuera lo que fuese. Habían desaparecido sus últimas indecisiones. Seguiría el consejo contenido en el mensaje. El que decía: ESCUCHE A UN AMIGO.

Puso cuidadosamente el diminuto magnetofón sobre la mesa, desenrolló el alambre, se puso el auricular de plástico en el oído izquierdo y luego hizo pasar la pequeña palanca de «Paro» a «Marcha».

Al principio oyó un ruido de cinta al correr, únicamente. De pronto una voz masculina le horadó el tímpano:

«Max, te habla tu viejo amigo Hans Eckart. Hubiera preferido que hablásemos personalmente y, a decir verdad, hoy mismo traté de localizarte. Al no conseguirlo, me tomé la libertad de preparar una entrevista con tu sobrina. Ahora la tengo aquí a mi lado. No te alarmes en absoluto. Está bien y acaba de recibir unas noticias extraordinariamente buenas, que te participará dentro de un momento. Perdona que emplee este medio tan folletinesco, Max, pero las circunstancias lo hacen necesario. Hubiera enviado a Emily en persona con las noticias, o hacer que ella te telefonease, pero ella podría haberte revelado nuestro paradero, lo cual no me conviene. Pensé en hacer que ella misma te escribiese una nota, pero está demasiado excitada y además tú quizá no hubieses creído lo que va a decirte si no lo oyeses de sus propios labios».

Hubo una brevísima pausa. La voz tensa hablaba en un inglés perfecto, pero la cadencia y sus inflexiones eran inconfundiblemente germánicas. Craig, al principio tenso y preocupado, se fue tranquilizando poco a poco al escuchar las seguridades que daba el orador a Max. Luego trató de recordar si había oído alguna vez el nombre de Hans Eckart. No podía recordarlo. Antes de que pudiera continuar rebuscando en su memoria, la voz prosiguió hablando:

«Como ya te he dicho, Max, tu sobrina está presa de una comprensible emoción a causa de la buena noticia que acaba de recibir. Antes de que le ceda el micrófono… y a fin de impedir cualquier equívoco acerca de lo que ella va a decirte… prefiero ser yo quien te dé antes la noticia. Prepárate para recibir una gran impresión».

De nuevo la voz de Eckart se interrumpió y entonces, por primera vez desde que había empezado a escuchar, Craig experimentó una sensación de pasmo y horror. No le gustaba la «buena noticia» que había «emocionado» a Emily e «impresionaría» a Stratman. No le gustaban las «buenas noticias» que tenían que ser comunicadas de aquel modo para ocultar y proteger el «paradero» del comunicante. No le gustaba ni le inspiraba confianza aquel «viejo amigo» que él no conocía. Con desesperada atención, escuchó el rumor producido por la cinta al pasar, hasta que oyó de nuevo la voz teutónica grabada en ella:

«Max, escucha con atención: Tu hermano Walther vive. Sí, voy a repetirlo para que no haya lugar a error. Walther Stratman vive. Está aquí en Estocolmo. Está conmigo en esta habitación en estos mismos instantes, sentado junto a Emily. Acaban de reunirse. Comprendo que estés estupefacto. Mi sorpresa no fue menor cuando ayer supe la buena noticia. Cuando tú y yo almorzamos juntos, tú me declaraste que, según sabías, tu hermano había muerto, al acabarse la guerra, asesinado por los rusos. Pero yo te recordé que figuraba desaparecido y que su muerte era sólo una suposición. Fui yo también quien te dijo que sólo recientemente se anunció su muerte con carácter oficial. Pero la verdad es que yo descubrí a Walther vivo y en buen estado de salud en Rusia. Cómo lo conseguí ahora no importa. Lo que había conseguido engañarme, no sólo a mí sino a todos mis compañeros del Berlín Oriental, es que durante todos estos años ha vivido y trabajado bajo el nombre de doctor Kurt Lipski. La metamorfosis de Walther Stratman en Kurt Lipski fue obra de las autoridades soviéticas poco después de la guerra, por motivos de seguridad. Una vez estuve seguro de esto, convencí a los soviets de que un Walther resucitado podía resultar más útil que un Walther muerto oficialmente. También les convencí de que Walther, con determinadas condiciones, se merecía la libertad de escoger su lugar de residencia y trabajo para el futuro. Las autoridades soviéticas permitieron amablemente que Walther fuese enviado en avión a la neutral Suecia. Llegó esta misma mañana. No se ha separado de mí desde su llegada. Cuando lo tuve a mi lado, traté de localizarte, pues sabía que desearías ver a tu hermano inmediatamente. Al no poder dar contigo, cité a Emily aquí, en tu lugar, para que se reuniese con su padre. Ahora cederé la palabra a tu sobrina, para que te confirme cuanto te he dicho y hable por sí misma. Un momento».

La voz de Eckart se interrumpió, como cortada por un cuchillo. Únicamente se percibía el susurro de la cinta. El único movimiento que había hecho Craig durante aquel recital consistió en apretarse más el auricular, para no perder una sola palabra. Incluso sus emociones quedaron congeladas en actitudes antinaturales de escucha. Con excepción de su oído y su cerebro, el resto de su cuerpo se hallaba petrificado por una oscura fuerza. Craig esperaba oído avizor.

Pero a medida que pasaban los segundos, su cerebro empezó a pensar en Walther vivo, en Emily con él, en lo que esto debía de significar para Emily, para Max Stratman y, de manera inevitable, en los ocultos propósitos de Eckart.

El susurro de la cinta en el oído de Craig se vio interrumpido de pronto por un fuerte clic y entonces una voz femenina, más distante, se dejó oír:

«Tío Max, soy Emily. —Craig no estaba seguro si sería Emily de verdad. Esperaba oír un tono "excitado". Aquella voz femenina era más bien lánguida. Craig se concentró. La voz femenina siguió hablando—: Tío Max, soy Emily. Me han traído aquí para reunirme con papá. De momento no lo reconocí. Pero sí, es papá. No hay duda ni engaño. Está bien… Está muy animado y deseoso de verte. Ha sido todo tan repentino y tan sorprendente… que aún estoy algo desconcertada. Pero cuando lo vi…».

La voz femenina se interrumpió de pronto, borrada. Entonces Craig ya estuvo más que seguro de que era ella. La cinta era auténtica. La voz, monótona y baja, que hablaba con un tono de extraño desinterés, soñoliento, como de una persona drogada, era la voz de Emily Stratman y de nadie más.

En aquel momento la voz de Emily reapareció en el auricular comprobando la sospecha de Craig:

«… pero ahora, a causa de la impresión que sufrí, me han dado un calmante, y tengo que descansar un poco. Tío Max, estoy tan emocionada que no sé qué decir, no sé qué pasará. —Un nuevo espacio en blanco, hasta que la voz de Emily resonó otra vez—: Tío Max, el doctor Eckart dice que los rusos han accedido a poner a papá en libertad y permitir que se vaya a América, si tú aceptas el empleo que te ofrecen… el puesto en la Universidad del Berlín Oriental. Yo no sé qué decir. Soy incapaz de pensar. El doctor Eckart te lo explicará. Yo no quiero que aceptes. No puedes aceptar. Pero tampoco quiero que se lleven a papá. —Tras una brevísima pausa, Emily, continuó—: Me dicen que no temas por mí, que no estoy en peligro. Decidas lo que decidas, me soltarán esta noche, después de la Ceremonia Nobel. A esa hora, regresarán contigo o con papá. —De pronto la voz de Emily se elevó llena de agitación, luchando contra las drogas, y luego se quebró—: Oh, tío Max, ellos quieren llevarte, pero yo te ruego que… —El final de la frase estaba borrado, con excepción de cinco o seis palabras—: …lo que sea mejor para ti».

Luego la cinta continuó susurrando.

Muy impresionado, Craig contempló fijamente el magnetofón en miniatura. Por la rendija superior vio que las tres cuartas partes de la diminuta bobina ya se habían desenrollado y sólo quedaba una cuarta parte por pasar. Se dispuso a seguir escuchando.

Resonó de nuevo la voz teutónica masculina, pero entonces había experimentado un cambio sutil… se la notaba más segura, más positiva, más confiada:

«Max, acabas de oír a tu sobrina hablándote libre y espontáneamente. Todo cuanto te ha dicho acerca de la presencia aquí de tu hermano, su propia situación y la necesidad de que tú adoptes una decisión inmediata, es cierto. Voy a exponerte nuestras condiciones…, digamos nuestra oferta, sin lugar a dudas ni errores. Te pido que me escuches con atención. Es nuestro deseo que abandones el Occidente y te unas a la pacífica corporación de científicos del Berlín Oriental, capital de nuestra patria. Serás tratado con todos los honores y atenciones que se deben a la alta situación que ocupas en el mundo. Entre cinco y seis de esta tarde, después de recibir tu Premio Nobel de manos del rey, pronunciarás tu discurso de gracias. En este discurso anunciarás tu cambio de posición. Será televisado y nosotros te estaremos viendo y escuchando. Si tú aceptas nuestras condiciones, a tu salida del Concert Hall, una vez terminado el acto, regresarás a tu suite del Grand Hotel. Allí nos pondremos en contacto contigo y a últimas horas de esta noche te traerán a mi presencia. Entonces yo, por mi parte, te llevaré junto a tu hermano y sobrina. Antes de medianoche, el canje se habrá efectuado. Walther y Emily serán puestos en libertad en Estocolmo y podrán irse tranquilamente a América. Tú me acompañarás, por un medio de transporte que ahora no puedo revelarte, para iniciar una vida nueva y mejor. Si no accedes a lo que te proponemos y te empeñas en seguir trabajando como un lacayo al servicio del capitalismo norteamericano, significará la condena y la pérdida de tu hermano, Walther Stratman. No volverás a verlo en tu vida y él será devuelto, contra su voluntad, a la Rusia soviética, donde permanecerá debidamente custodiado. Como tú eres un hombre de buenos sentimientos y de recta conciencia, no dudo de que obrarás siguiendo los dictados de ella. Estoy seguro de que no olvidarás que fue Walther, sacrificándose por ti en 1945, quien te permitió disfrutar de esta pretendida libertad que él también anhelaba, permitiendo que obtuvieses los honores y comodidades que ahora posees. Olvidar esto, desdeñar el puesto que te ofrecemos, equivaldría a condenar a tu hermano a un destierro perpetuo en un país que odia, evitándole que termine los años que le quedan de vida en compañía de su hija idolatrada, a la que echa de menos desde hace tantos años».

Tras una brevísima pausa, la voz concluyó:

«Max, te hacemos una oferta razonable. No la eches a perder ni pongas en peligro a las personas que te son más queridas, acudiendo a la policía sueca. No podrán encontrarnos. Ni tampoco descubrirán el paradero de Walther ni Emily. Haz como te digo, en un sentido o en otro, pero por cuenta propia. Cualquier otra decisión que adoptases sería desastrosa. Mit herzlichen Grüssen, Max».

Se oyó un clic, el rumor de la cinta al desenrollarse y no resonó ninguna palabra más en el oído de Craig.

Su mano se acercó al aparato y puso la palanquita en «Paro». Tras una ligera vacilación, mientras aquella serie de noticias bailoteaban y giraban en su cabeza, se preguntó si habría oído correctamente. ¿No habría omitido algo importante? Quiso oír la voz de Emily, para comprobar y calibrar su grado de agitación y los sentimientos que la dominaban. Y para oírla de nuevo, qué diablo. Sujetó con los dedos el botón de arrollado manual e hizo pasar nuevamente la cinta a la bobina primitiva. Luego puso la palanca en «Marcha», se colocó en el oído el auricular y escuchó durante varios minutos. No se oía nada, ninguna voz, ningún sonido, excepto el susurro burlón de la cinta al pasar. Por último comprendió que la grabación se había borrado automáticamente después de oírse, mediante algún artilugio insólito. Lo que había escuchado ya no se volvería a oír de nuevo. La suerte de los tres Stratman estaba en sus manos —en su cabeza, mejor dicho— lo mismo que su apurada situación presente y su suerte futura. Craig detuvo el aparato y se quitó el auricular del oído.

De pie en el centro del vestíbulo, intentó reflexionar. En toda su vida no había escuchado nada tan sorprendente, como no fuese la noticia de la muerte de Harriet. Y entonces, hasta cierto punto, acababa de recibir la noticia de la muerte de un segundo ser humano, ya fuese Max o Walther Stratman. Se sentía dominado por una apatía que nacía de lo imposible: el deseo de salvar al padre de Emily, salvando al propio tiempo a Max Stratman. Pero al instante su apatía se disipó y la necesidad apremiante engendró la claridad mental.

—¿A quién acudiría? ¿Hacia dónde podía volverse? ¿Qué estaba bien? ¿Qué estaba mal?

Había una solución fácil, pero que le inspiraba temor… un gran temor. Sólo tenía que despertar a Max Stratman para repetirle cuidadosamente todo cuanto había oído y, si Stratman le creía (Craig estaba seguro de que lo creería), él mismo podría cargar con el peso de la decisión que tendría que adoptar dentro de dos horas en el Concert Hall. Aquello era tentador, peligrosamente tentador… despertar a Stratman y dejar que decidiese entre la libertad de su hermano y la lealtad a su patria de adopción.

Pero entonces la idea de lo que había estado a punto de hacer produjo asco a Craig, haciéndole experimentar la antigua repulsión hacia sí mismo, que entonces comprendió más claramente. Si recurría a su viejo y cómodo expediente de huir de un grito de socorro en la noche, de escurrir el bulto cuando una banda de pilluelos daba una paliza a otro en la calle, de ocultarse de la realidad, rehuyendo el pago de su deuda con la existencia mediante el aturdimiento que le proporcionaba la bebida, la compasión de sí mismo, la inacción y la renuncia, dejaría aquella ciudad nórdica tal como había ido a ella, convertido en un hombre rajado y desmembrado, perdido para sí mismo y para su época, víctima eterna de toda clase de temores invisibles. Aquella prueba era la prueba final de los cimientos de su carácter. Victoria o fracaso no serían la medida de la prueba. Esta se mediría por su capacidad de acción responsable. No, por último estaba seguro de una cosa: no despertaría al pobre anciano.

Sin embargo, no podía ser tan despreocupado como para aceptar un desafío que ponía en juego vidas ajenas, únicamente para ponerse a prueba. Pero aún era más que esto, porque sabía entonces que el futuro de Emily era su futuro y por lo tanto lo que entonces hiciese equivalía a la lucha por su propia supervivencia. ¿A quién podía acudir? A la policía sueca, desde luego. Pero aunque creyesen su descabellada historia —y posiblemente la creerían, al ser él un Premio Nobel—, ¿qué podían hacer? Eckart se esfumaría, llevándose a Walther y Emily se convertiría en un cadáver abandonado en un estrecho callejón o un rehén en su odiada Alemania, antes de que la policía, sin pistas de ninguna especie, pudiese encontrarlos. Era mejor no pensar en los lentos engranajes burocráticos.

Pero entonces, ¿qué hacer, pues? Sólo estaba él solo, con lo que sabía, y nadie más. ¿Seguir la pista él? Sería ridículo. Había escrito demasiados libros para no saber cómo se construyen las tramas de las novelas. En los libros el autor suele conocer de antemano el final, la solución y se esfuerza por que los personajes desemboquen en ella de la manera más verosímil posible. Pero esto era la vida, la vida de verdad, terrible y misteriosa, en la que el final, la solución, eran desconocidos y por consiguiente el protagonista, al aceptar el reto que se le hacía, tenía que meterse por un verdadero laberinto, hacia un destino que no existía y una culminación imprevisible. Si se tratase de una novela —y una vieja nostalgia por el feliz escondrijo que le proporcionaba la literatura se apoderó de él—, ¡qué fácil sería todo! Su mente de escritor empezó a funcionar y anotó.

Una extraña ciudad nórdica cubierta de nieve, una bella joven retenida en un lugar desconocido, una nota misteriosa, dos ideologías enfrentadas, y un apuesto norteamericano con el cuello de su gabardina alzado, recorriendo solitarias calles extranjeras en las que se agazapaba el peligro, pero cada vez más cerca de su objetivo, yendo de un indicio a otro, mientras… ¡Bah, al diablo con todo ello!

Cesó de divagar y trató de pensar en serio. Él no tenía el menor conocimiento directo de las intrigas internacionales… que no eran más que un eufemismo para designar un asqueroso chantaje. Con excepción de algunos libros de historia contemporánea, y la mención de algún que otro fanático comunista, como aquel que el amigo húngaro de Lilly, Nicolás Daranyi, había citado —¿cómo se llamaba? Enbom, sí, Enbom, el sueco con simpatías comunistas que vendió secretos militares a los rusos—, con excepción de estos casos auténticos…

De pronto Craig se enderezó. Acababa de cruzar por su mente una posibilidad que parecía buena. Daranyi, Nicolás Daranyi.

Craig trató de recordar qué le había llevado a pensar en Daranyi. Era un espía profesional, según confesión propia, sí, pero esto resultaba tan absurdo como una trama novelesca. Era otra cosa completamente distinta lo que entonces lo llenó de excitación. Era algo que Daranyi dijo una vez sobre sí mismo, junto con algo que Lilly dijo de Daranyi la última vez que estuvieron juntos. Rebuscó en su cerebro maldiciéndose por no haber escuchado con más atención. Daranyi había trabajado, o trabajaba, para un jurado del Comité Nobel, efectuando una investigación sobre los antecedentes de todos los laureados actuales. Entonces apenas prestó atención a ello, pero a la vista de lo que estaba sucediendo, aquello le parecía sospechoso. ¿Habían investigado sus propios antecedentes? ¿Y los de Stratman? ¿Se había interesado alguien por Stratman por algún motivo determinado… tal vez por los motivos que habían sido borrados de la cinta magnetofónica? Era algo muy traído por los pelos, pero de todos modos… Daranyi era una posibilidad. Aunque no supiese nada de aquel asunto, era probable que él, más que cualquier otro, supiese qué había que hacer. De pronto, por primera vez, Craig se tomó a Daranyi en serio.

Oyó el reloj y comprendió, con una punzada de dolor que el tiempo iba pasando. Disponía de menos de una hora y tres cuartos para actuar por su cuenta. Pero, entonces, por primera vez sintió necesidad de definir su misión: actuar por su cuenta, de acuerdo…, pero actuar ¿cómo? ¿Con qué finalidad? ¿Qué se proponía hacer? Tenía que encontrar a Emily y Walther, desde luego. Este era su objetivo. Debía poner en seguridad a Emily, sana y salva. Tenía que ver a Walther con sus propios ojos para cerciorarse que aquel repentino visitante era verdaderamente el padre de Emily. Si no fuese su padre, había que descubrir aquel cruel engaño. Si la cinta magnetofónica no mentía y Walther era verdaderamente el padre de Emily —y de ello Craig tenía muy pocas dudas—, Craig debía tratar de hacer entrar en razón a Walther, suplicándole que se retirase por el foro, poniendo fin a aquella situación imposible.

Olvidando momentáneamente donde se hallaba, Craig comprendió que acababa de encontrar el motivo verdadero que justificaría su intervención personal. Siguió razonando y diciéndose: Walther, el padre, había vuelto a aparecer en la vida de Emily convertido en Walther, el desconocido. Su parentesco era un simple accidente que no establecía necesariamente su paternidad. Esta nacía más bien de la intimidad, el amor, el sentido de responsabilidad y el sacrificio. Medido por este rasero, el padre de Emily no era Walther Stratman, sino Max Stratman. Si Max le era arrebatado entonces de su lado, ella se vería condenada a pasar el resto de sus días con un total desconocido. Como no tendría junto a ella a Craig, ni podría tener a Max, no tendría a nadie sino a sí misma… y de este modo no podría sobrevivir, sola. Para Emily, aquella soledad sería la muerte en vida.

De pie en el vestíbulo, sumido en sus reflexiones, Craig se sentía vagamente insatisfecho y trató de racionalizar aún más sus acciones inmediatas. También había, se dijo, la cuestión del mal menor: Walther era una incógnita, mientras que el mundo libre necesitaba a Max, no podía permitirse su pérdida. Por consiguiente, había que prescindir de Walther para salvar a Max y Emily. Había que hallar a Walther y convencerlo para que regresara voluntariamente al lugar de donde vino. Si Walther amaba de verdad a Emily —aún es más, si le importaba la libertad futura de la humanidad— se dejaría convencer.

Pero el carácter altivo e injusto de esta decisión disgustaba a Craig. Trató de rechazarla de su mente, pero volvía una y otra vez, insidiosa. A regañadientes, Craig accedió a escuchar a la defensa. Sí, en otros tiempos Walther se había sacrificado por su hermano Max. Sí, Walther había sufrido un largo cautiverio bajo un sistema que aborrecía, y merecía ser escuchado. Sí, Walther merecía también gozar en libertad sus últimos años. Esto era justo. Sin embargo, por esta vez Craig consideró a la justicia como la elección menos preferible. Sus emociones volvieron al impulso original: Walther debía regresar.

La misión de Craig ya era clara, pues. Si hubiese fracasado en ella —si fracasase en encontrar a Walther o, habiéndolo encontrado, no consiguiese convencerlo— siempre quedaría tiempo para acudir a Max sin comprometer la solución propuesta por Eckart. Las consecuencias de un fracaso serían automáticas. Tendría que volver a la misma habitación en que se encontraba para decir la verdad a Max Stratman y dejar que este hiciera lo que juzgara más conveniente. Max Stratman se ofrecería sin vacilar para el canje. Se ofrecería llevado por amor fraternal y por el que sentía hacia Emily y, principalmente, a causa de sus viejos remordimientos de conciencia. Lo haría sin pensarlo si Craig regresaba sin resultado positivo dentro de una hora y tres cuartos, y lo haría en aquel mismo instante si Craig penetraba en su dormitorio y lo despertaba para comunicarle la proposición de Eckart. Pero no había llegado el momento de hacerlo. La apasionada necesidad que sentía Craig de ver a Emily, su deseo de asegurarle la paz espiritual, la seguridad y lo que él consideraba bueno para ella, lo conmovieron y se puso inmediatamente en acción.

Metiéndose en el bolsillo la nota anónima mecanografiada, ocultó el diminuto magnetofón en el armarito del vestíbulo. Luego, tomando la pluma añadió una meditada posdata a la nota que Max Stratman había dejado a su sobrina: «Me he llevado a Emily a dar una vuelta por los alrededores de la población. Nos veremos en Concert Hall. Saludos. Craig». Levantó entonces el teléfono y preguntó a la telefonista si podía darle el número de un tal Nicolás Daranyi. Esperó con desazón, hasta que la telefonista le dijo que no figuraba ningún Daranyi en la guía telefónica de Estocolmo.

Craig colgó y pensó inmediatamente en Lilly. A aquella hora estaría en la «Nordiska Kompaniet». Iría en su busca y ella le ayudaría a dar con Daranyi. Era lo mejor que podía hacer, se dijo, en su desvalimiento.

Salió rápidamente de la suite, avanzó por el corredor y descendió en el ascensor hacia el vestíbulo.

El vestíbulo estaba lleno de gente, como de costumbre. Craig se abrió paso entre el grupo de personas que trataban de tomar el ascensor, chocó con los Marceau, sin tiempo apenas para murmurar una disculpa, y corrió hacia las escaleras que conducían a la puerta giratoria y a la calle.

Cuando iba a iniciar el descenso, le pareció oír su nombre. Se volvió y oyó que lo llamaban con voz estentórea:

—¡Craig!

Era Gunnar Gottling, con su excéntrico gorro de piel y su raído abrigo, con los ojos inyectados en sangre y las guías del bigote caídas. Esta vez no se recataba de manifestar su afecto y avanzaba a grandes zancadas hacia Craig:

—¡Viejo sinvergüenza! —vociferó—. Acabo de llamar a tu habitación. Quería decirte que durante estos dos días pasados he releído esos librotes tuyos y…

Craig lo interrumpió:

—Gottling, hoy no tengo tiempo para hablar de libros. Pasa algo grave y…

—¿Qué pasa, hombre? —Las facciones y el aspecto de Gottling asumieron el talante feroz y protector de un gigantesco oso gris, Ursus horribilis, y era imposible rehuirlo—. Estás pálido como un muerto y nunca te había visto tan preocupado. ¿Qué te pasa? Díselo a Gottling.

Craig se dio cuenta de que muchas personas se volvían hacia ellos al oír el vozarrón de Gottling. Bajó entonces su propia voz:

—No me pasa nada. Es otra persona la que está en un aprieto… es una cuestión de vida o muerte… así que…

Se disponía a irse, cuando Gottling lo agarró por el brazo.

—Puedes contar con mi ayuda, Craig. ¿Qué puedo hacer?

Craig se disponía a decir a Gottling que ni él ni nadie podían hacer nada, cuando de pronto pensó que Gottling podía serie de utilidad. Estocolmo era su ciudad natal y él formaba parte de ella, de sus aspectos buenos y malos. Además, aquel hombre no tenía miedo a nada. Faltaba saber únicamente si era de fiar.

—¿Puedo confiar en ti? —preguntó Craig.

—No digas bobadas, hombre —repuso Gottling con enojo—. No me tiraría al tren por ti…, pero fuera de eso, haría cualquier cosa. ¿Qué te pasa? ¿Un aborto, una estafa, alguien a quien quieres partirle la cara? Vamos, desembucha. Desde aquella noche en el Wärdshus, no hago más que pensar que… un buen vaso de agua no es tan malo como dicen…

—¿Has traído el coche?

—¿Pues qué te figuras?

—Tengo que hacer algunas visitas muy importantes y no dispongo de mucho tiempo.

—Te llevaré —dijo Gottling con laconismo.

Y echó a correr escaleras abajo en seguimiento de Craig, y después a través de la puerta giratoria siempre en su seguimiento hasta que lo alcanzó y le señaló su maciza furgoneta marca «Volvo» aparcada junto a la puerta. Craig se había dejado el abrigo en la habitación, pero aún brillaban los últimos rayos del sol poniente y hacía un fresco soportable.

Caminaron por la nieve apisonada y Craig empezó a referir a su compañero lo que había pasado, en una especie de taquigrafía oral. Explicó brevemente cuáles eran sus relaciones con Emily Stratman.

Una vez dentro del coche, Gottling le dirigió una mirada interrogativa.

—Haremos la primera parada a unas cuantas manzanas de aquí —dijo Craig—. En la «Nordiska Kompaniet».

Gottling puso el coche en marcha y se agazapó sobre el volante en su posición de miope, mientras Craig le seguía contando lo sucedido y sus antecedentes. Relató todo cuanto sabía acerca de la tardanza de Emily, que se convirtió en ausencia, de su visita a su habitación, de la nota mecanografiada y luego repitió todo cuanto había oído en la cinta magnetofónica, experimentando cierto alivio al pensar que otro compartía aquel conocimiento con él, para el caso de que algo le ocurriese.

Cuando hubo terminado, Gottling eructó sobre el volante y lanzó una clásica maldición:

—Esos condenados comunistas…

—Aún no lo sabemos…

—No seas ingenuo, hombre —le apostrofó Gottling—. ¿Quién te figuras que quiere a ese viejo en el Berlín Oriental? ¿Los títeres que bailan a la música que tocan los rusos? Esos no son más que simples intermediarios. Los que quieren a Stratman son los peces gordos. ¿Pero es que ya no lees los periódicos, Craig? Cada dos o tres semanas, un inglés muerto de hambre o un pequeño americano con gafas aparecen en Moscú para deshacerse en alabanzas de la paz y entregar a los rusos una maleta llena de descubrimientos. ¿Crees que todos los desertores se pasan a los rusos únicamente por amor y dinero? Es posible que la mayoría lo hagan por eso, porque todos suelen andar mal de la cabeza, pero dólares aparte, uno de cada diez es víctima de un chantaje para que se pase a ellos… le retienen un pariente o un ser querido… y el pobre científico o diplomático no tiene otro remedio qué tomar las de Villadiego. —Estaban ya en Hamngatan y Gottling acercó el «Volvo» a la acera—. Ya estamos en la N. K. ¿Qué hacemos aquí?

Craig abrió la portezuela y cuando aún estaba con un pie en el interior del coche, y el otro en el bordillo, habló en rápidas frases entrecortadas de las relaciones que había entre Lilly Hedqvist, Nicolás Daranyi y él.

—Conozco a Daranyi —comentó Gottling—. Siempre está metiendo las narices en todo. Yo soy una de las fuentes favoritas de información de ese granuja de general. Yo le explico cosas para desfogarme y él lo sabe. Pero me gusta. Me gustan los conejos.

—¿Piensas acaso que estoy loco al arriesgar la vida de Walther, su libertad y tal vez incluso la vida de Emily, por una simple presunción? ¿No sería mejor que acudiese a la policía?

—¿La policía? ¡No me hagas reír! Deja en paz a esos bribones. Lo echarían a perder todo. No, resuélvelo por tu cuenta, Craig… como si se tratase de ganar un decathlón… arréglalo tú solo y no dejes que se metan en el asunto estos zánganos armados de porras. Entra a ver a tu amiguita y que te diga dónde vive ese cerdo de Daranyi… Ojalá yo lo supiese, pero no lo sé. Ahora vete, que yo tendré el motor en marcha.

Craig penetró por la puerta vidriera de la entrada y una vez dentro de los grandes almacenes, llenos de público, trató de orientarse. Distinguió la cabina de información a su izquierda y, abriéndose paso entre el tropel de compradores, se dirigió a la vivaracha joven sueca de la cabina. Le dijo que tenía extrema urgencia de ver a una de las dependientas, la señorita Lilly Hedqvist, que trabajaba en la sección de ropa interior de señora. Había sucedido algo grave en su familia. La joven vivaracha tocó un timbre. Un muchacho esbelto vino corriendo. Ella le dijo algo en sueco y el chico se fue. La joven dijo a Craig que esperase. Sin reparar en los clientes cargados de paquetes que iban y venían, él esperó, preocupado por Emily.

Lilly tardó algunos minutos en bajar, con sus ojos azules abiertos de asombro. Craig se la llevó a un lado, cerca de las puertas de entrada.

—Lilly, tengo muy poco tiempo. Emily Stratman está metida en un grave aprieto…

—¿Un aprieto? ¿Qué clase de aprieto? No comprendo.

—Ahora no puedo explicarlo con detalle, pero queremos evitar tener que acudir a la policía, por el bien de ella y de su padre. Es algo que tiene relación con la presencia de su tío aquí para recibir el Premio Nobel. Yo me acordé de algo… que tú me dijiste acerca de Daranyi y de una investigación que hacía sobre los laureados…

—Sí, es cierto.

—¿Dónde podría encontrar a Daranyi?

—En su casa. Yo te acompañaré.

—No hay tiempo. Dime dónde es…

—No, es mejor que te acompañe. Un momento. Informaré a la gerencia de que mi madre está muy enferma. Espérame afuera.

Craig salió al exterior, experimentó un escalofrío al notar la mordiente caricia de la brisa, hizo una seña a Gottling indicándole que esperase y luego se puso a pasear arriba y abajo frente a la amplia entrada de la «Nordiska Kompaniet». Lilly había dicho que sólo tardaría un momento y efectivamente así fue. Un minuto después salía rápidamente de los almacenes, poniéndose un abrigo a cuadros de brillantes colores.

Craig la hizo subir a la parte trasera de la furgoneta y él se colocó en el asiento delantero junto a Gottling, quien mantenía el motor en marcha, como le había prometido. Craig los presentó apresuradamente y las ajadas facciones de Gottling demostraron que apreciaba el gusto de Craig.

—Dile adónde tenemos que ir, Lilly —dijo Craig.

Ella se dirigió en sueco a Gottling: el cual hizo un gesto de asentimiento. Lo único que Craig pudo entender fue callejón de Marten Trotzig y Västerlanggatan. Gottling se desvió, contemplando los coches que venían por detrás mediante el espejo retrovisor e hizo describir al «Volvo» una súbita vuelta en U. Luego enderezó el coche y regresó por donde habían venido, dirigiéndose hacia el canal Strommen y después cruzaron el puente en dirección al imponente Palacio Real y la Ciudad Vieja.

Una vez, Gottling dijo en inglés:

—Yo siempre había pensado que Daranyi vivía de chapuzas. Debe de estar forrado para vivir en la Ciudad Vieja.

—Es un hombre honrado y que trabaja mucho —dijo Lilly, saliendo en su defensa.

—Yo no lo critico, señorita; lo envidio —observó Gottling, dirigiendo una mirada de reojo a Craig—. No vale la pena que te preocupes, amigo. Haces lo que puedes. No quieras ser más listo que el destino. Terminarás con una úlcera de estómago. Veamos lo que tiene que decir el viejo Daranyi.

Gottling se puso entonces a hablar en sueco con Lilly y Craig se sumió en sus pensamientos. Los embargaba el temor por la suerte que hubieran podido correr Emily y Walther. A decir verdad, temía menos por Walther, a quien no conocía, que no tenía existencia en su recuerdo y que no era más que un simple fantasma. Quien le inquietaba era Emily. Trató de imaginársela, con su negro y luciente cabello, con sus ojos verdes y su porte virginal y recordó cómo rehuía a los hombres y a la violencia.

Y entonces, a pesar de las seguridades dadas por Eckart, la aprensión de lo que le pudiera suceder, de la compañía en que pudiera hallarse y de lo que se jugaba, corroía las entrañas de Craig como un ácido.

Gottling conducía el «Volvo» como un loco, haciendo eses y regates por las tortuosas calles de la Ciudad Vieja. Por la ventanilla, Craig vio el nombre de una calle en la que acababan de penetrar. La placa rezaba Västerlanggatan.

Lilly se había apoyado en el borde del asiento delantero y señaló con la mano, convertida en una flecha indicadora, que introdujo entre Craig y Gottling.

—Allí es —dijo—, pasada esa esquina donde… —y contuvo el aliento—, donde está parada la ambulancia.

Craig atisbó por el parabrisas. Había una ambulancia, que de momento tomó por un camión, parada junto a la acera y varias docenas de mirones, jóvenes y viejos, reunidos a su alrededor con aire respetuoso.

Gottling se paró frente a la acera de Marten Trotzig, echó el freno y cerró el contacto.

—¿Qué ha pasado? —exclamó Lilly, angustiada—. ¿Creen que ha sucedido algo?

Los tres saltaron del coche y cruzaron corriendo la calle en dirección a la ambulancia, precedidos por Lilly. Cuando Craig la alcanzó, estaba conversando en un murmullo indistinto con el chófer de bata blanca y su ayudante, que estaban apoyados en el coche, fumando. Varios espectadores se acercaron a Lilly y a los dos enfermeros, para oír de qué estaban hablando.

Craig se abrió paso a empellones entre la multitud y se situó al lado de Lilly.

—¿Qué pasa, Lilly?

La joven estaba frenética.

—Es terrible, míster Craig. Yo siempre temía que esto acabaría mal. Han dado de puñaladas a Daranyi… está dentro de la casa, con el médico.

—¿Cómo sucedió?

—Oh… no lo saben.

—¿Es grave?

—Vamos, pronto, tenemos que entrar.

Lilly tomó la mano de Craig y los curiosos se apartaron. Cuando penetraron a toda prisa en la casa, Gottling les gritó que les esperaría. Craig le hizo un ademán de agradecimiento y siguió a Lilly.

En el saloncito de Daranyi, con su aire de morada de solterón centroeuropeo, Craig encontró a cuatro o cinco personas sentadas. En su mayoría eran entradas en años; sin duda vecinos y amigos de Daranyi, que acudieron al enterarse del accidente. Lilly, llorosa, hablaba en sueco con una anciana rechoncha, que resultó ser una tendera. Las respuestas de la anciana señora eran casi ininteligibles.

—¿Qué dice, Lilly?

—Algo terrible, míster Craig. Lo atacaron en la calle… hace media hora… y ahora el médico lo está reconociendo. Tengo que verlo. Tengo que averiguar la verdad… pobre Daranyi…

Dejando a Craig, se acercó a la puerta del dormitorio. Hizo girar suavemente el pomo y luego entró sin hacer ruido.

Craig oyó una voz a sus espaldas, que lo llamaba:

—Hola, míster Craig.

Dando media vuelta, vio sentada en una butaca de cuero a Sue Wiley.

—¿Qué hace usted aquí? —le preguntó la periodista.

—Y usted, ¿qué hace? —preguntó a su vez Craig.

—Me estoy muriendo centímetro a centímetro… soy una ruina humana —dijo, parpadeando furiosamente y haciendo exagerados ademanes—. ¿Se imagina qué cosa? ¿Quiere que le dé detalles horripilantes del caso?

Craig acercó una silla a la joven y se sentó de costado.

—No sabía que conociese a Nicolás Daranyi.

—Realicé una transacción con él —contestó Sue Wiley—. Pero eso ahora no importa. Digamos que ambos nos dedicábamos a recoger información y así nos conocimos. Pero al pensar en la Ceremonia de esta tarde, se me ocurrió que podría obtener algunos datos complementarios… sobre las anteriores ceremonias, por ejemplo… y como Daranyi es historiador, me dije…

—¿Daranyi, historiador?

Ella lo miró perpleja.

—¿No es historiador?

—Sí, supongo que sí. ¿Y qué pasó?

—Decidí ir a verle para hablar con él, antes de ir a cambiarme para asistir al memorable acontecimiento. Tomé un taxi para venir aquí, y sin despedirlo, me puse a llamar a la puerta, sin que nadie me contestase. Entonces, cuando salí a la calle para tomar de nuevo el taxi, miré por casualidad hacia un lado y le vi venir por la acera. Me disponía a llamarlo, pero antes de que pudiese abrir la boca… ¡zas!

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que dos rufianes se abalanzaron sobre él, en pleno día, fíjese usted. Creo que estaban ocultos en esa callejuela lateral. Lo agredieron uno por delante y otro por detrás… y el más corpulento, que era el que atacó por delante, puso una mano sobre la boca de Daranyi mientras el que se había situado detrás blandía un arma blanca —un cuchillo o un puñal— y se lo clavaba repetidas veces. Yo, amigo, me quedé completamente petrificada. Y luego me puse a gritar: «¡a los asesinos, a los asesinos!», y los rufianes se quedaron petrificados como yo… y entonces dieron media vuelta y huyeron a escape. El pequeño húngaro cayó sobre la acera como un saco. Empezó a salir gente y mi taxista llamó a la policía.

Craig, entretanto, se preguntaba por qué había tenido que ser Daranyi. ¿Formaba aquello parte de la intriga de Eckart? Su olfato le decía que estaba en la buena pista y luego, con un estremecimiento, pensó que quizás era ya demasiado tarde.

—¿Reconoció a alguno de ellos?

—No. Tenían aspecto de ser unos vulgares delincuentes. Llevaban esos suéters de punto grueso y cuello alto… ya he dado todos los datos a la policía. Los sabuesos están examinando el callejón para ver si descubren alguna pista. De modo que aquí me tiene… Sue Wiley, el as de los testigos.

—¿Y espera obtener un buen artículo?

—¿Un artículo? ¿Un raído historiador apuñalado por un par de golfos que querían robarle el reloj? No diga tonterías. Yo ya me hubiera ido —precisamente hoy, figúrese—, pero esos polizontes me han dicho que espere un poco. Lo siento por el pobre húngaro. Confío en que se salvará. Oiga, míster Craig, usted es muy listo, ¿no? A pesar de que yo soy periodista, la única que habla soy yo. ¿Quién era esa rubiales con quien parece usted estar tan amartelado?

—Es la hija de unos amigos míos de Wisconsin —repuso Craig—. Hace un par de días me presentó a Daranyi.

—Una historia muy verosímil.

—Eso es —asintió Craig—. Una historia muy verosímil.

La puerta del dormitorio se abrió sin que nadie saliese, pero Craig se puso inmediatamente en pie. El médico, de cabellos prematuramente encanecidos y porte urbano, fácilmente identificable por su negro maletín, salió de la estancia hablando en sueco con Lilly, que lo acompañaba. Lilly parecía estar pendiente de todas sus palabras. De pronto el médico se despidió y se dirigió a la puerta de entrada. Lilly hizo una seña a Craig.

El escritor se acercó a la joven.

—Ahora traerán una camilla —dijo Lilly—. Puede usted pasar a ver a Daranyi… pero sólo un minuto.

—¿Cómo está? —preguntó Craig, preocupado.

—Se salvará. Le dieron tres puñaladas, pero el médico dice que las heridas son superficiales, porque Daranyi se debatió y forcejeó cuando lo apuñalaron. Tal vez tengan que hacerle una pequeña operación. No sé.

Volvió a entrar en el dormitorio seguida por Craig, cerrando la puerta para que Sue Wiley no atisbara al interior.

Craig vio un hermoso lecho antiguo de bronce, gastado pero bruñido. Sobre el colchón había un montón de mantas, que en realidad eran Nicolás Daranyi. Estaba tendido de bruces, con los brazos sobre la almohada y la cabeza vuelta de lado, y con su cara miraba a Craig. Sus ojos abotargados, con una expresión soñolienta debida a los calmantes, estaban fijos.

Craig se sentó al instante en una silla junto a Daranyi.

Lilly se arrodilló aliado de la cabecera. Con voz ansiosa, dijo a Craig:

—No diga palabras inútiles. Aunque las heridas no son graves, está débil por la pérdida de sangre y sufre. Vaya al grano. Ya le he dicho que Emily está con su padre y lo que quieren hacer con el profesor Stratman. No estoy muy segura de que el pobre me entendiese bien, pero…

Daranyi emitió un débil quejido de protesta:

—Li… Lilly… lo he entendido.

—Eso quiere decir que lo sabe todo —dijo Lilly a Craig, llena de excitación.

Craig se inclinó hacia la dolorida cara que descansaba sobre la almohada.

—Daranyi, escúcheme… sólo tengo una hora… un individuo llamado Eckart ha hecho venir aquí al hermano de Stratman. Todos suponían que el hermano había muerto en Rusia hace mucho tiempo, pero está vivo… lo han traído aquí, como le digo… lo tienen escondido en Estocolmo… para obligar al profesor…

—Sí… ya comprendo.

—¿Ha oído usted hablar alguna vez de Hans Eckart?

—Sí —repuso Daranyi al punto, con un tono de voz casi profesional—. Es un físico alemán del Berlín Oriental. Almorzó con el profesor Stratman el 5 de diciembre.

—¿Algo más?

—No… nada.

—Daranyi, una vez me dijo usted que tenía que realizar una investigación para una persona relacionada con la Fundación Nobel. Y Lilly me ha dicho que tenía que averiguar los antecedentes de todos nosotros… los laureados de este año.

Daranyi cerró los ojos y lanzó un gruñido.

—Sí, tenía que realizar esa investigación.

Permaneció con los ojos cerrados y el montón de mantas tembló a consecuencia de un leve estremecimiento de dolor.

Lilly lo arropó inmediatamente.

—Sufres demasiado. Ya has hablado bastante. No debes…

Daranyi abrió la boca y la miró con expresión alerta y colérica.

—Quieta, Lilly. ¿No puedo tener un dolorcito como todo el mundo? —Entonces miró a Craig—. He dicho poco, pero ahora voy a decirle mucho. Craig, esas heridas de la carne no son nada. El verdadero daño me lo han causado en mi honrilla profesional. Realizo este trabajo desde hace años, como usted sabe. Siempre me han tratado con dignidad, con respeto, como se debe tratar a un profesional competente. Pero esta vez me han insultado… sí, me han insultado. Realizar esta dificilísima misión… realizarla perfectamente, proporcionando tantas informaciones con la mayor buena fe… y que en vez de pagarme lo que yo pedía, traten de coserme a puñaladas… esto no lo perdonaré jamás. Si no puedo conseguir dinero, conseguiré venganza. Craig, le ruego que me ayude a tomarme esta venganza.

—No deseo otra cosa.

—Muy bien. —Daranyi trató de alzar la cabeza, lanzó un gemido y la dejó caer de nuevo sobre la almohada. Respiró ruidosamente y luego dijo—: Craig… ¿qué… qué decía la cinta? ¿Qué dijo Eckart? ¿Qué dijo la joven? No omita ningún detalle.

Hablando con precisión y rapidez, Craig repitió con la mayor fidelidad posible las amenazas que encerraba la cinta magnetofónica. Cuando hubo terminado, pensó por un momento que Daranyi no lo había oído, porque el húngaro parecía estar dormitando o inconsciente. Pero de pronto Daranyi habló:

—Walther Stratman utilizaba el nombre de Kurt Lipski durante estos años… ¿es eso lo que dijo Eckart?

—Exactamente.

La cabeza que descansaba sobre la almohada se movió, como asintiendo a algo que pensaba. Abrió completamente los ojos.

—Sí —dijo Daranyi con voz queda—, ahora todo está claro. Yo les facilité la información sobre Lipski, la pista que les permitió averiguar que esa persona era Walther Stratman, que aún vivía. No podían suponer quién era Lipski y qué parentesco tenía con miss Stratman hasta que yo lo averigüé y les ofrecí esa información. —Dio un respingo—. Y ya ve usted cómo me pagan… por darles esas noticias. —Su rostro mostró una expresión de angustia—. El daño que me han causado…

Lilly asió el brazo de Craig.

—Míster Craig, está muy pálido. No debe hablar más. Se desmayará. Vámonos, por favor…

—Espera —rezongó Craig, apartándole la mano y volviéndose hacia la cama—. Daranyi, por amor de Dios, mientras pueda, dígame esto… ¿a quién entregó usted esta información? Sea quien fuere, es la persona que se oculta detrás de todo esto, la persona responsable de lo que ha pasado y que ha traído a Walther a Estocolmo. Dígame quién es.

Daranyi, lleno de sentimientos de venganza, sacó fuerzas de flaqueza para responder:

—El doctor Carl… Adolf… Krantz. Él me dio… ese encargo… y yo le entregué… la información y me pagó… así… Yo le entregué las fotocopias sobre la estancia de… Emily Stratman en… en… Ravensbruck… y sobre… Lipski… documentos de Rusia… ahora… —Su respiración se hizo jadeante—. Él… Krantz… Krantz… es el que… tiene que buscar… él…

Su voz se apagó y sus ojos se cerraron.

Lilly tiró de la manga a Craig.

—Y a sabe lo que deseaba.

—Sí pero…

Se abrió la puerta del dormitorio y entraron los dos camilleros con el médico.

—… yo hubiera querido preguntarle —añadió Craig mansamente— qué era eso de Ravensbruck.

Cuando Craig se levantó para irse, el médico ocupó su lugar y examinó a Daranyi.

—El herido está inconsciente —manifestó, sin dirigirse a nadie en particular—. Hay que trasladarlo al hospital. No se preocupen. Las heridas son superficiales. —Examinó a Craig con curiosidad—. ¿Ya le ha dicho lo que deseaba?

—Sí, doctor —dijo Craig—. Ya me ha dicho lo que deseaba.

Sumido en sus pensamientos, tratando de encajar las piezas del rompecabezas, Craig atravesó el saloncito con Lilly y sin hacer caso de Sue Wiley subió al vestíbulo.

—¿Krantz? —preguntó Lilly en voz baja.

Craig asintió:

—Sí. Krantz.

—Yo me quedaré con Daranyi —dijo ella—. Usted vaya en busca de Krantz y Emily. No se arriesgue… avise a la policía…

Craig tomó ambas manos de Lilly:

—Telefonéame al Concert Hall antes de las seis y media, para decirme cómo sigue Daranyi. Más tarde estaré en el hotel.

—Ya le llamaré, míster Craig.

Con un gesto de asentimiento, Craig salió a toda prisa al desapacible atardecer. El grupo de curiosos aún no se había disuelto. La ambulancia esperaba con las puertas posteriores abiertas. En el lado opuesto de la calle distinguió a Gunnar Gottling sentado ante el volante de su coche.

Cuando se sentó a su lado, dijo:

—Creo que ya tenemos a ese pájaro.

—¿Quién es?

—Carl Adolf Krantz.

Incluso Gottling, cuyas facciones mostraban siempre demasiada arrogancia para demostrar sorpresa, no pudo ocultar su asombro.

—¿Krantz? Ya sabía yo que esa asquerosa rata era germanófila y enemiga de la especie humana, pero siempre pensé que ocupaba una posición demasiado encumbrada —jurado en dos comités Nobel para rebajarse hasta cometer un crimen vulgar. De modo que es Krantz. ¿Estás seguro?

—Daranyi me lo aseguró. Krantz lo contrató para que realizase una labor de espionaje acerca de los premios Nobel… Por lo visto los únicos que de verdad le interesaban eran el profesor Stratman y Emily. De este modo trataba de obtener datos comprometedores sobre los Stratman para obligar al profesor a pasarse al otro bando. Daranyi encontró unas informaciones que sólo Krantz sabía o podía utilizar… y la parte más importante de estas informaciones es la que figuraba en la cinta magnetofónica.

—Pues resulta que es verdad —viose obligado a reconocer Gottling—. Pero me apuesto lo que quieras a que no está solamente Krantz en el ajo. Ese tipo no tiene arrestos. Basta que oiga ladrar a un perrillo faldero para que se suba a un árbol. Le he llamado una rata, pero esto es demasiado honroso para él. No es más que una comadreja. Tiene que haber otros.

Craig no ocultó su irritación.

—No me interesan esos distingos; me importa un bledo quien sea el responsable. Yo sólo quiero encontrar a Emily y a su padre. ¿Daranyi ha dicho Krantz? Pues Krantz.

—Cálmate, amigo. ¿Qué hora tienes?

—Las cuatro y diez.

—Pues más valdrá que nos demos prisa. Si no recuerdo mal, los laureados empezarán a dirigirse al Concert Hall dentro de diez o quince minutos. —Puso el automóvil en marcha—. Krantz aún debe de estar en su casa, a punto de irse.

—¿Sabes dónde vive?

—¿Quién no lo sabe, en Estocolmo? Era el único balcón de toda la ciudad que estaba adornado con una esvástica durante la guerra.

Gottling había dicho que aún disponían de diez o quince minutos. Sin embargo, aceleró el «Volvo» por la Ciudad Vieja, tomando las curvas a una velocidad de vértigo, como si sólo les faltase un minuto para llegar a la puerta de San Pedro. Pasaron frente a alegres puestos al aire libre, llenos de árboles de Navidad, y frente al enorme árbol erigido por el municipio en Stortorget. El coche cruzó como una exhalación el puente iluminado, torciendo después para seguir el canal y como Craig aún no había podido acostumbrarse a la conducción por la izquierda[33], al ver el enorme tránsito que venía por la derecha, tuvo cada vez más la sensación de que no llegaría con vida a ver a Krantz… ni a Emily.

Torcieron bruscamente a un lado y ante ellos se abrió una hermosa calle, que se dirigía hacia el oeste entre el canal de Mälarem e hileras de lujosas casas de pisos. La hilera de pequeños automóviles aparcados ante ellos brillaba bajo los altos faroles públicos.

—Norr Mälarstrand —declaró Gottling.

Al acercarse a su punto de destino, Gottling aminoró la vertiginosa marcha del coche y, con la cabeza inclinada, empezó a mirar por la ventanilla de la derecha, frente a Craig, bizqueando los ojos y tratando de encontrar la casa de Krantz.

Entretanto, Craig pensaba en el jurado de los premios Nobel que iba a ver. Desde su llegada a Estocolmo, apenas había tratado a Krantz. El físico sueco había recibido la misión de acompañar a los Marceau, Garrett, Farelli y Stratman. Ingrid Pahl y Jacobsson, en cambio, fueron sus acompañantes. Con todo, Craig conservaba una clara imagen de Krantz… Un hombrecillo contrahecho y feo, con hocico de cerdo, perilla y bigote. En conjunto, una personalidad repugnante. Craig no tenía ningún plan concreto de acción para cuando se encontrase frente a frente con aquel maligno y deforme hipogrifo, pero entonces dio rienda suelta a su ira y comprendió que mataría a Krantz si fuese necesario para arrancarle informaciones sobre el paradero de Emily y Walther Stratman.

—Hemos llegado a tiempo —murmuró Gottling.

—¿Dónde es?

—Ahí, en el quinto portal. Frente a él está parado su cochazo… de alquiler, desde luego.

El «Volvo» avanzó despacio hacia un lujoso automóvil y por el parabrisas Craig vio a un chófer uniformado, que esperaba a Krantz bajo la luz de un farol, con sus manos enguantadas a la espalda.

—Tú espera aquí —dijo Craig con voz tensa, abriendo la portezuela— mientras yo subo a cantarle las cuarenta a Krantz.

—Si necesitas ayuda…

—No la necesitaré —repuso el norteamericano.

Atravesó la calle, pasó entre los parachoques de dos automóviles parados, subió a la acera y a buen paso primero y después corriendo, se dirigió a la entrada de la lujosa mansión de color naranja, cuyos oscuros balcones salían de la fachada como casamatas.

Al llegar a la entrada dejó de correr, dándose cuenta de que el chófer lo miraba inquisitivamente y con desconfianza, como suelen mirarse las personas que corren de noche.

Craig se detuvo y miró al chófer.

—¿Espera usted al doctor Krantz?

El chófer asumió una actitud deferente.

—Sí, señor.

—Tengo que verle con urgencia. ¿En qué piso vive?

—En el cuarto, señor.

Respirando profundamente, Craig entró en la casa. Penetró en el moderno ascensor y pulsó el botón del cuarto piso. Mientras subía, trató de contener su impaciencia y su cólera, imaginando qué le diría cuando lo viese. Pero de pronto el ascensor se detuvo.

Casi sin darse cuenta, Craig se encontró ante la puerta del piso, oprimiendo el timbre con el pulgar y luego aporreando la puerta. Acto seguido esta se abrió. Entre Craig y el hombre que iba a ver, plantada sólidamente sobre el suelo, se erguía una disgustada ama de llaves. Con su corpulencia ocupaba casi todo el umbral y de momento el bozo que cubría su labio superior distrajo la atención de Craig.

—¿Qué desea? —preguntó con voz airada.

—Tengo que ver al doctor Krantz inmediatamente.

Ella denegó con la cabeza.

—Es imposible. Se marcha a…

—¡Tengo que verle, le digo!

Craig se abrió paso a viva fuerza y penetró en el vestíbulo apartando su brazo tendido.

Ella le tiró de la manga.

—Oiga, qué se ha creído… ¿Quién es usted?

Craig se desasió de un tirón, tratando de encontrar la puerta que le conduciría a Krantz.

—¿Dónde está?

—¡No…! —Muy nerviosa, la mujerona gritó:

—¡Doctor Krantz, doctor Krantz! ¡Socorro…!

Sonaron pasos a la izquierda de Craig y se oyó la ronca voz de Krantz:

—¿Qué demonios es todo este barullo, Ilsa?

Apareció con aspecto belicoso en el vestíbulo. Por un momento, Craig se quedó desconcertado ante su aspecto, tan ridículo y pomposo con su chistera y abrigo de etiqueta con solapas de terciopelo. ¿Era posible que aquel fantasmón se dedicase a tramar sórdidas intrigas? ¿Era aquel su formidable enemigo?

Al acercarse, Krantz se detuvo y el asombro sustituyó al enojo en su cara al reconocer a su visitante.

—Vaya…, pues si es míster Craig. ¿Qué hace usted aquí? Tendría que estar ya en el Concert Hall…

—Deje en paz al Concert Hall. Antes tenemos que hablar a solas.

El tono de voz de Craig, trémulo y airado, pareció sorprender a Krantz. En él luchaban la amabilidad y la inquietud. Permanecía muy quieto cuando se dirigió a Ilsa, el ama de llaves:

—Está bien, Ilsa, puede retirarse.

La campesina pasó junto a Craig, dándole un rudo empellón para demostrarle su disgusto ante su grosera intromisión y luego desapareció en el interior del piso.

Krantz hizo un ademán invitador:

—Hablaremos en la sala. Sólo dispongo de un momento… el chófer está esperando.

Craig ya había entrado en la sala y se situó en el centro de la misma, volviéndose para hacer frente al dueño de la casa. Su primer impulso había sido el de agarrar a Krantz por sus solapas de terciopelo y zarandearlo hasta hacerle decir todo cuanto sabía. Pero la atmósfera de aquella vieja y acogedora sala de familia, el usado y sólido mobiliario de caoba, los tapetitos de encaje (sobre todo los tapetitos), lo intimidaron un poco. Estaba en un hogar ajeno, dispuesto a turbar su paz. Mas al ver acercarse a Krantz con expresión interrogadora, su misión se hizo más real y montó nuevamente en cólera.

Krantz no le ofreció asiento ni él tampoco se sentó, como si quisiera demostrar claramente que consideraba su visita inoportuna y que esperaba que fuese breve.

—Le veo muy agitado, míster Craig. ¿Ocurre algo…?

—Sí —repuso Craig—. Ocurre que es usted un canalla y un chantajista… No lo niegue, porque lo he descubierto todo.

Estas palabras cayeron sobre Krantz como una bofetada. Dio un paso atrás. Sus ojillos mostraban una expresión de terror, su bigote y perilla temblaban violentamente y su chistera se ladeó sobre su cabello lleno de brillantina. A pesar de su impresión, se aseguró el sombrero y trató de conservar su dignidad.

—Míster Craig, no le comprendo. ¿Qué clase de lenguaje es este?

—Digo que es usted un chantajista y que lo he descubierto. No hay palabras para decir lo que pienso de usted… le daría los nombres más bajos y repugnantes.

Krantz se esforzaba por mantener su aplomo, pero el bigote y la perilla continuaban bailoteando. Apenas pudo articular:

—¿Qué significa esto, míster Craig? ¿Es una grosera broma americana? ¿Está usted borracho? Ya podía imaginarme que esto podía suceder… todo el mundo sabe que usted bebe. No estoy dispuesto a tolerar semejante lenguaje en mi propia casa.

Craig avanzó hacia él, contrayendo los músculos del antebrazo, dispuesto a golpearlo.

—Tiene suerte de que sólo sean palabras… debería matarlo.

Krantz huyó hacia la pared.

—¡No me toque! ¡Si no se va, llamaré a Ilsa… llamaré a la policía!

—Yo también la llamaré —dijo Craig, conteniéndose a duras penas— si no me dice dónde están Emily y Walther Stratman.

Krantz jadeaba ruidosamente; parecía haberse empequeñecido y estaba medio muerto de miedo.

—Está delirando. ¿De qué habla?

—Hablo de los Stratman, de lo que usted les ha hecho, como sabe muy bien. Todo se sabe ya, estúpido. Yo mismo intercepté la cinta magnetofónica que usted envió al profesor Stratman. Así me enteré de esta asquerosa maquinación… de cómo sacó al padre de Emily de entre los muertos, para traerlo aquí; de cómo lo retiene junto con Emily hasta que consiga apoderarse del profesor Stratman y llevárselo al otro lado del telón de acero…

—¡Cuentos chinos! —chilló Krantz—. ¡Paparruchas! ¡Usted está borracho! ¿Quién le ha contado tamaños embustes?

—La voz de su amigo Eckart en la cinta magnetofónica, en primer lugar.

—Demuéstremelo. Enséñeme esta cinta.

Por primera vez Craig se sintió cerca de la verdad.

—Sí, Krantz, ambos sabemos muy bien que no puedo hacerle oír esta cinta. Pero ni falta que me hace. Dispongo de pruebas mejores. Tengo a Nicolás Daranyi.

Krantz se enderezó, con la espalda contra la pared, y fingió una expresión de alivio.

—De modo que es eso. Usted ha prestado oídos a ese húngaro imbécil. Ahora escúcheme…

Craig movió negativamente la cabeza.

—No, Krantz, es usted quien tiene que escuchar. En estos momentos, Daranyi está en una ambulancia, camino del hospital. En lugar de pagarle, usted le envió a unos rufianes para que lo apuñalaran. Pero cometió una equivocación. Usted quería matarlo para que no hablase, y no ha muerto.

Krantz se quedó sin habla, con las palmas de las manos aplicadas a la pared, tratando de no caerse. Su cara demostraba el estupor más profundo.

—¿Trataron… trataron de matar a Daranyi?

—En la calle y frente a su casa. Armados de cuchillos. Tendrán que operarlo. Afortunadamente las heridas son superficiales y vivirá. Tendrá muchas cosas que contar, se lo aseguro.

La incredulidad de Krantz era total.

—¿Agredieron a Daranyi? No puedo… no puedo creerlo.

—No hace falta que lo crea, Krantz. Podrá verlo por sus propios ojos. ¿Quiere que vayamos al hospital para verlo? Así las autoridades podrán efectuar un careo entre usted y Daranyi…

Craig se interrumpió. Veía que ya no era necesario insistir. Era como si Krantz acabase de ingerir la pócima preparada con polvos blancos y líquido rojo por el doctor Jekyll[34]. La transformación que experimentó su cara, pasando de la indignación y el reto a la abdicación y la derrota, fue completa.

—No, espere —dijo con voz aguda y quejumbrosa—. Usted no lo comprende… yo no tengo nada que ver con este crimen… con el intento de asesinato de Daranyi. Yo no podía suponer que llegasen a ese extremo… es terrible. —Entonces decidió cambiar sus antiguos camaradas por un mejor aliado—. ¡Yo no tengo nada que ver con todo esto… debe creerme!

—Yo sólo creo una cosa. Emily y Walther Stratman están secuestrados en algún sitio… y Walther sólo será puesto en libertad a condición de que el profesor Stratman se pase a ellos… y Daranyi dice que usted es el responsable.

—Esto no es cierto… yo no estoy complicado hasta este punto. Daranyi sólo sabe de la misa la mitad. Yo nunca hubiera llegado a este extremo.

—Pues ya ha llegado bastante lejos. Está metido en este asunto hasta el cuello.

—No… no. —Se retorció las manos, mirando a los pies de Craig suplicante, sincerándose, tratando de convencerlo, llevado por el instinto de conservación—. Craig, tenga un poco de comprensión… tenga usted en cuenta las circunstancias. Yo no hubiera participado en esto de haber sabido que emplearían tales métodos… —Le dirigió una mirada obsequiosa—. Tenga compasión… espere a que le cuente lo que sucedió.

Craig, ceñudo, se dispuso a escucharlo.

—Después de la guerra yo no era una persona grata, porque estuve a favor de los vencidos… aquí siempre hay que estar al lado de los que ganan… y me negaron todos los cargos universitarios que yo en rigor merecía… me hicieron el boicot… a pesar de que yo era el físico más importante de Suecia, colmado de honores y con un alto puesto en la Fundación Nobel. Entonces, en mis horas más sombrías, vino a verme Eckart para ofrecerme…

—Ya he oído a Eckart. Ahora dígame quién es este hombre.

—El que lo ha tramado todo… ocupa un alto cargo en la Universidad de Humboldt, en el Berlín Oriental. Conocía mis méritos… el injusto boicot a que me hallaba sometido… y me ofreció un puesto importantísimo… a cambio de un favor. Dijo que le gustaría reunirse con Stratman en Estocolmo, consiguiendo que durante una semana abandonase Occidente para venir aquí, en una atmósfera neutral, a fin de hacerle una proposición. Poniendo en juego mi influencia, conseguí que Stratman obtuviese el premio de Física de este año, que viniese aquí y que se reuniese con Eckart. Pero Stratman no quiere saber nada con los alemanes ni con los comunistas. Entonces Eckart, haciendo bailar ante mí el espejuelo de la cátedra, me fue enredando cada vez más mediante pequeñas e inofensivas peticiones. Me obligó a requerir los servicios de Daranyi para conseguir informes particulares sobre Stratman y su sobrina. Yo no podía imaginarme el uso que se daría a esa información. Tan sólo esta mañana tuve un atisbo de ello… pero era imposible… yo era incapaz de creerlo.

—¿Qué pasó esta mañana?

—Me telefoneó el doctor Eckart para decirme que, gracias a los informes que había obtenido Daranyi, había llegado a la conclusión de que el hermano de Stratman no había muerto y estaba actualmente en Rusia. Añadió que había persuadido a los rusos para que enviasen aquí al hermano, para canjearlo por Stratman. Yo me quedé de una pieza. No podía suponer que Eckart utilizase los informes para unos fines tan bajos. Siempre me aseguró que sólo los emplearía como un medio civilizado de vencer la resistencia de Stratman. Yo nunca supuse que los emplease para hacer un chantaje. Pero así fue. Así, cuando Eckart me pidió que buscase a Stratman para reunirlo con su hermano, le negué mi cooperación. Le dije que yo ocupaba un cargo de gran responsabilidad y no podía comprometerlo aún más prestándome a estas maquinaciones. Debo reconocer que Eckart se mostró razonable. Dijo que no importaba; él mismo localizaría a Stratman. Más tarde me comunicó que, para ganar tiempo y en vista de que no encontraba a Stratman, había citado a Emily en el lugar donde tenían a su padre. Después me presentó a Walther y también se refirió a la cinta. Ahora puedo asegurarle una cosa, Craig… y ya no tengo necesidad de mentir: me prometió que no se ejercería ninguna violencia contra Stratman, su sobrina y las demás personas complicadas en el asunto. En cuanto a este intento de matar al pobre Daranyi… le juro que no sabía absolutamente nada hasta que usted me lo ha dicho, hace unos minutos. Esto es el colmo. No vale ese puesto en la Universidad. Esta noche tenía que ir al barco para firmar el contrato… pero lo que es ahora, no iré.

Craig observaba atentamente a Krantz mientras este hablaba, para cerciorarse de su sinceridad y entonces, por más que detestase al rastrero enano, se vio obligado a admitir que decía la verdad.

—Ha dicho usted el barco —dijo Craig—. ¿Es ahí donde están todos… en un barco anclado en el canal?

—Sí, pero no todos. Eckart está en la ciudad con unos… con unos amigos… viendo la televisión en espera de que Stratman anuncie públicamente su defección de Occidente, y para encontrarse con él después de la Ceremonia, a fin de proceder al canje.

—¿Pero Emily y Walther?

—Están en el barco. Vigilados, naturalmente.

Craig sintió que la sangre afluía a sus mejillas a causa de la proximidad de su objetivo. Insistió:

—¿Y dónde está el barco?

Los ojillos de Krantz mostraron su temor. Respondió vacilante:

—¿Porqué?

—Para que pueda informar a la policía. Rodearán el barco y tendremos a Walther sin necesidad de efectuar ese canje vergonzoso ni de…

—¡No! —le interrumpió Krantz—. No puede ser, Craig… no avise a la policía. Se sabría todo… se produciría un escándalo. Sería el fin de mi carrera.

—Si se niega a decírmelo, puede darla igualmente por terminada.

—No me importa. Me arriesgaré. Mi palabra contra la de Daranyi… pero la policía, no.

El instinto de Craig y su conocimiento del animal humano le dijeron que ni siquiera una bestia acorralada podía hostigarse hasta aquel extremo. Había llegado al límite con Krantz y debía sacar partido de aquel hombre sin pasar de aquellos límites. Aflojó su presión.

—Muy bien, no llamaré a la policía. No hace falta que me diga dónde están. Pero condúzcame allí ahora mismo, para que vea si Emily está bien.

—Está bien, se lo aseguro.

—Y además quiero hablar con Walther, para ver si puedo convencerlo de que se vuelva.

—¿Sólo eso? ¿Nada más?

—¿Qué más quiere que haga? Estoy solo. Usted dice que la embarcación está vigilada… ¿Ya nos dejarán pasar?

Krantz asintió.

—Sí, eso no será problema. Pero comprenda, Craig, que si le llevo allí, conocerá ya el sitio y tendrá que quedarse hasta muy tarde… hasta que se haya efectuado el cambio… o vaya usted a saber si el barco cambiará de sitio… así es que no espere…

—Sólo quiero hablar unos momentos con Walther.

Krantz, nervioso, se separó de la pared. Su chistera bailaba sobre su cabeza y frunció sus labios medio ocultos por el bigote.

—¿Si accedo a acompañarle, no me complicará en el asunto?

Craig observó con repugnancia a aquel ser taimado y servil.

—No quiero prometerle nada. Pero le digo que si se niega, le llevare ante las autoridades. Si me acompaña al barco… bien, veremos. Al menos, tendrá usted a su favor un acto positivo.

—Bien, le acompaño.

Salió del piso seguido de Craig y ambos se metieron en el ascensor. Mientras bajaban, guardaron silencio. Cuando salieron al vestíbulo, a Krantz pareció ocurrírsele algo de repente y rompió el silencio para decir:

—Perdone la pregunta… ¿Ha venido usted solo?

Esto puso fin a las últimas dudas de Krantz.

—No. Un amigo me trajo en su coche.

—Dígale que se vaya. Sólo podemos ir usted y yo. Así hemos quedado. Únicamente nosotros dos.

Craig accedió inmediatamente.

—Muy bien. Pero tenga en cuenta que, aunque mi amigo no sepa a dónde vamos, si sucede algo sabrá muy bien dónde encontrarle.

—Sí… sí… no se preocupe.

Cruzando el vestíbulo, salieron por el portal a la fría Norr Mälarstrand. El imponente chófer abrió la portezuela trasera del cochazo y se colocó junto a ella, con la gorra en la mano. Craig miró hacia la derecha, luego hacia la izquierda y vio a Gottling que en aquel momento se levantaba del asiento delantero de su coche para hacerle un ademán.

—Un momento —dijo el escritor a Krantz.

Pasó corriendo junto a cuatro coches parados y se reunió con Gottling, que le esperaba en la acera.

—¿Qué tal ha ido? —le preguntó el sueco.

—Todo resuelto, amigo. Ha cantado de plano. Incluso ha accedido a llevarme donde están… pero a condición de que vaya solo. Gottling se rascó su hirsuta ceja derecha y miró a Krantz bizqueando sus ojos inyectados en sangre.

—Esto no me gusta, Craig —dijo por último—. Desconfío de esa comadreja.

—Ya le he advertido de que si no regreso a tiempo, tú se lo contarás todo a Jacobsson.

—Pero si tú no estás allí para gozar del triunfo, ¿de qué nos servirá eso?

—Gottling, yo voy únicamente a hablar con un pobre anciano y después me iré. Si la suerte me acompaña, él también se irá…, pero en otra dirección.

—Que tengas suerte con estos granujas —le dijo Gottling.

Craig se disponía a alejarse cuando se detuvo.

—Y que no se te ocurra cometer la locura de seguirnos. Lo echarías todo a perder.

—¿Me tomas por una mula? Me voy a casita, donde estaré caliente y beberé whisky… mientras miro tu silla vacía por la televisión.

Craig volvió al portal de la casa para encontrar a Krantz esperando y arrojando vaharadas de vapor.

—¿No nos seguirá? —preguntó con aprensión.

—No. Podrá verlo por usted mismo.

—Tenemos que apresurarnos. La Ceremonia está a punto de empezar…

Krantz se disponía a entrar en la parte posterior del coche cuando se detuvo, pensativo. Luego dijo algo en sueco al chófer. Este inició un ademán de protesta pero Krantz insistió. Encogiéndose de hombros, el chófer cerró la portezuela trasera y abrió la delantera.

—Él se sentará detrás —explicó Krantz a Craig—. Conduciré yo. Usted irá delante, conmigo.

Mientras Krantz se instalaba tras el volante, Craig dio la vuelta al enorme automóvil, viendo a Gottling en la acera opuesta. Luego entró en el coche y se hundió en el mullido asiento. Krantz, que apenas alcanzaba a ver por encima del volante, puso el contacto.

El automóvil giró en redondo mientras Krantz daba vueltas torpemente al volante y luego aceleró con una sacudida. Frente a ellos se extendía Norr Mälarstrand, libre por un momento de tránsito. Krantz pisó a fondo el acelerador y el coche fue adquiriendo velocidad. Craig consultó el cuentakilómetros: noventa kilómetros por hora. Maquinalmente lo tradujo a millas: cincuenta y seis millas por hora. Bien, se dijo. Krantz estaba tan ansioso como él por terminar cuanto antes el enojoso asunto que los retenía en aquel atardecer invernal.

—¿Hacia dónde vamos? —inquirió Craig.

Krantz le dirigió una furtiva y suspicaz mirada, como si temiese un engaño.

—Sin entrar en detalles —añadió Craig—. De todos modos, me sería imposible decir dónde está ese condenado barco.

—Vamos hacia Palsundet —repuso Krantz.

—¿Está lejos, eso?

—Es la sección del canal que tenemos enfrente, entre Södra Bergen y Langholmen, a unos cinco o diez minutos de aquí, si no encontramos tránsito…, pero a veinte minutos, o tal vez más, si hay mucha circulación en el puente de Värsterbron… Palsundet es un barrio muy bello de Estocolmo. Muchas familias acomodadas tienen allí fondeados sus yates y embarcaciones menores.

Krantz dejó de hablar y concentró su atención en el freno. Una hilera de automóviles y un trolebús cruzaban la calle a paso de tortuga, a una manzana de distancia.

Krantz murmuró algo en sueco, hablando para su capote.

—Ahí está la desviación… tenemos que torcer a la izquierda para cruzar el Värsterbron… y está abarrotado de coches.

Pero cuando llegaron al puente y Krantz se aprovechó sin contemplaciones del tamaño de su automóvil para abrirse paso entre los demás coches, Craig estaba pasando revista nuevamente a los acontecimientos que le habían llevado hasta allí.

—Hay algo que aún no veo claro, Krantz —dijo—. Me refiero al padre de Emily… Walther Stratman. A pesar de que lo consideraban muerto, yo creo que Eckart siempre supo que vivía.

—No, se equivoca usted —repuso Krantz, sin apartar su atención del volante—. A pesar de que la desaparición de Walther y la falta de pruebas sobre su muerte siempre intrigaron al doctor Eckart, él aceptó el dictamen legal, según el cual había fallecido. Es decir, lo aceptó hasta ayer.

—¿Qué ocurrió ayer?

—Daranyi me entregó los resultados de sus investigaciones acerca de los diversos laureados y sus familiares. Yo, a mi vez, los entregué al doctor Eckart. Tenga usted en cuenta que a pesar de sus… de sus defectos… el doctor Eckart es un hombre muy listo. Tomó el expediente de miss Stratman…

—¿De Emily Stratman?

—… sí, era el que mayor utilidad tenía para su propósito. Le repito que yo no podía presumir lo que tramaban y desde luego, ni por asomo se me ocurrió que hiciese algo tan diabólico. El expediente de Emily Stratman contenía la fotocopia del informe emitido sobre ella por un psicoanalista del ejército norteamericano. Junto con Él mismo había fotocopias de una curiosa correspondencia sostenida entre diversos negociados militares americanos y rusos.

—¿Curiosa? ¿Por qué curiosa?

—La primera petición rusa era más bien de puro trámite. Solicitaba datos acerca de una tal señora Rebeca Stratman o su hija Emily, preguntando si ambas habían aparecido vivas en un campo de prisioneros dependiente de la jurisdicción norteamericana, inglesa o francesa. Digo que se trataba de una pregunta de trámite porque se realizaron docenas de gestiones similares entre los rusos y los occidentales. La segunda carta u oficio era una respuesta al primero y en él se decía que la señora Rebeca Stratman había sido enviada… o transferida, a Auschwitz, donde fue liquidada, y que miss Emily Stratman había aparecido viva en Buchenwald y se hallaba sometida a tratamiento. En el expediente figuraba un tercer oficio, consistente en una segunda petición de los rusos, en la que estos solicitaban que se les permitiese ver los informes del psiquiatra que había tratado a miss Stratman. Esta solicitud fue denegada, pues se trataba de una cuestión muy personal y confidencial, a menos que los rusos aclarasen quién hacía la solicitud y por qué motivos. Inmediatamente los rusos respondieron explicando que quien había solicitado ver el informe del psiquiatra era una elevada autoridad médica de la URSS y que su nombre era el de doctor Kurt Lipski, quien tenía un interés puramente personal en el asunto. Entonces el psiquiatra militar norteamericano fue a ver a Emily Stratman para preguntarle si el doctor Kurt Lipski era un familiar o amigo suyo y si lo conocía. Cuando ella dijo que era la primera vez que oía su nombre, la petición rusa fue denegada de manera terminante. Esta denegación constituye la última carta de la serie.

—¿Y basándose únicamente en esto, Eckart llegó a la conclusión de que Lipski era el padre de Emily?

—No estaba seguro. Sólo lo sospechaba. Según me dijo, él suponía que sólo un deudo o una persona muy allegada podía demostrar tal interés por una joven desconocida. Asimismo, dicha persona debía de ser importante, o de lo contrario los rusos no se hubieran tomado tantas molestias. Esto estaba de acuerdo con los lazos de parentesco que unían a Emily con Walther Stratman y con la importancia que tenía este para los rusos. Esta mañana, cuando Walther llegó aquí, confirmó plenamente las presunciones del doctor Eckart. Cuando los rusos capturaron a Walther en 1945 y trataron de sacar partido de sus conocimientos bacteriológicos, él se negó a cooperar si antes no le decían qué había sido de su mujer y de su hija. Y así, para atraérselo, iniciaron la correspondencia que descubrió Daranyi. De todos modos, cuando el doctor Eckart pensó que Lipski podría muy bien ser Walther, se puso a comparar fechas y descubrió que Lipski había hecho su solicitud bastante tiempo después del supuesto fallecimiento de Walther. Si Lipski y Walther Stratman eran una misma persona, entonces, se dijo el doctor Eckart, esta persona no había muerto… y, si estaba viva, sería muy útil como rehén para efectuar un canje con el profesor Stratman. Inmediatamente, Eckart conferenció con el general Alexei Vasilkov, de la Embajada Rusa de Estocolmo, y Vasilkov se puso en contacto con Moscú. Los rusos comprendieron al punto que el profesor Stratman era mucho más valioso que su hermano y entonces enviaron a este por avión a esta ciudad.

Krantz hizo una pausa para mirar de soslayo a Craig.

—Le he dicho todo cuanto sé. Deseo ayudarle. Se equivocaría identificándome con los rusos.

—Pero usted hubiera hecho cualquier cosa para irse a trabajar al Berlín Oriental —objetó Craig secamente.

Krantz repuso, tascando el freno:

—Berlín está en Alemania, en la vieja Alemania de mis amores. No en Rusia.

Estaban a la mitad de Värsterbron, con barreras de nieve a ambos lados y el tránsito empezó a moverse de nuevo, mientras los neumáticos chirriaban y patinaban en el puente resbaladizo.

—¿Vamos muy lejos? —preguntó Craig.

—Déjeme ver —dijo Krantz, atisbando al exterior—. No mucho. Esa isla que queda debajo de nosotros, del lado mío, es el parque de Langholmen y detrás de ese bosquecillo está Palsundet.

Craig sintió que una mano invisible le oprimía el pecho.

—Krantz, si ha sucedido algo…

—No ha sucedido nada. Casi hemos llegado.

Craig tenía los nervios de punta. Se levantó en el asiento, inclinándose hacia el parabrisas, cuando empezaron a aminorar la marcha al final del puente, que desembocaba en la intersección de Langholsgatan y Söder Mälarstrand. El semáforo pasó de verde a rojo.

Se detuvieron en la intersección, bajo las luces navideñas y las estrellas que titilaban en lo alto. Ante ellos cruzaban los faros de los automóviles que regresaban a la ciudad. El carácter agradable y familiar de la escena, aquellos automóviles que llevaban a los hombres a reunirse con sus familias, con sus esposas e hijos que los esperaban en sus caldeados domicilios, con la mesa cubierta de manjares humeantes, arrulló a Craig y aumentó su sensación de irrealidad. Ante él desfilaba el mundo feliz, tranquilo y laborioso de las personas normales. Y allí estaba él, dispuesto a enfrentarse con un fantasma.

—Ahí está Palsundet —observó Krantz.

—¿Dónde?

—Una manzana a la izquierda.

—Y ellos, ¿dónde están?

—Pronto lo verá. Aparcaremos en Söder Mälarstrand.

La luz se había puesto verde. Krantz arrancó, avanzó lentamente y luego giró de pronto hacia la izquierda. Siguieron la calle exterior de la izquierda, a lo largo del muelle, pasando bajo la iluminación navideña.

—Dejaremos el coche aquí —declaró Krantz, introduciendo el largo automóvil entre otros dos coches.

Salieron prontamente del automóvil y Krantz precedió a Craig hacia el oscuro interior de un parque público, desierto totalmente y en el que se alzaban numerosos sauces llorones. Cruzaron el suelo duro y helado, introduciéndose cada vez más en las tinieblas, dejando a sus espaldas la hilera de casas de pisos, las iluminaciones festivas y el tránsito.

—Tenemos que cruzar el parque y después bajar al muelle —dijo Krantz—. El barco está fondeado allí…

—No se detenga —le ordenó Craig.

Pasaron entre los árboles, descendiendo y resbalando con frecuencia, hasta que llegaron al canal y al primer muelle.

—Estamos cerca —dijo Krantz.

—¿Dónde está el barco?

Krantz señaló un gran yate que permanecía atracado al muelle contiguo.

—Ahí —repuso. Su mano temblaba al señalar—. Emily y Walther Stratman están dentro.