Capítulo once

Para las ocasiones importantes, Nicolás Daranyi se ponía su terno gris metálico, del mejor tejido de Manchester, que le había hecho un sastre chino de Hong Kong, al que envió sus medidas por correo. Aquel traje, de haber sido encargado en Londres por un personaje como el duque de Windsor, hubiera costado de sesenta a ochenta libras esterlinas.

A pesar de haberlo encargado casi en los antípodas y de haberlo recibido por correo, Daranyi lo obtuvo por sólo doce libras esterlinas, más los derechos de aduanas y el gasto que representó un pequeño arreglo de los hombros.

Aquella noche, de pie frente a la puerta del piso que ocupaba Carl Adolf Krantz en la cuarta planta de la elegante casa color naranja, de balcones blancos y tiestos igualmente blancos, que se alzaba en la Norr Mälarstrand, Daranyi lucía su terno de Hong Kong. Se había puesto de veintiún alfileres para aquella ocasión, poniéndose su brillantina favorita de importación, que hacía brillar sus escasos y lisos cabellos, y espolvoreando talco en sus rasuradas mejillas, después de friccionárselas con agua de colonia. La línea del traje era impecable y sólo se le marcaba un bulto en el bolsillo derecho de la chaqueta, que contenía los informes cuidadosamente doblados. Tuvo buen cuidado en aparentar un aspecto próspero, porque, a partir de aquella noche se proponía serlo de verdad. Aquella noche, se dijo, señalaría su liberación de estrecheces y miserias.

Krantz le había pedido los informes para la noche del 9 de diciembre, y a la sazón no eran más que las siete de la tarde del nueve. Daranyi había cumplido su palabra, pues, incluso con antelación.

La puerta se abrió y la doncella de Krantz, una robusta mujer de Westfalia llamada Ilsa, de ascendencia campesina, ya entrada en años, con una cara que parecía una ciruela seca y un labio superior caído, se inclinó respetuosamente e hizo pasar a Daranyi al vestíbulo. Daranyi le entregó el sombrero y el gabán que llevaba al brazo desde que salió del ascensor y la siguió por la sala de recibo, con sus tapetitos de encaje bordados entre todos los muebles de caoba oscura y maciza, hasta la puerta del despacho de Krantz.

Ilsa la empujó y se apartó para franquear la entrada a Daranyi. Cerrándola luego, dejó al visitante solo en el despacho. El húngaro sólo había estado una vez en aquella pieza, durante sus largas pero irregulares relaciones con Krantz. Recordaba haber visto, arrimado contra una de las paredes, un aparador alemán de roble del siglo XVI, con historiadas cerraduras y goznes de hierro forjado, que había pertenecido al padre de Krantz. Sobre aquel aparador, dispuestas en un cuadro perfecto, había unas fotografías enmarcadas del papa Pío XI, de Fritz Thyssen, Franz von Papen; Paul von Hindenburg, el doctor Max Planck y Hermann Goering, todas ellas dedicadas a Krantz. Para comprobar si su memoria le era fiel, Daranyi miró a la pared de la derecha y vio con satisfacción que allí seguían el aparador de roble y el cuadro de fotografías.

Oyó un susurro a su izquierda y comprendió que no estaba solo y que otra persona había entrado en la pieza. Carl Adolf Krantz, que se veía más desmedrado que nunca al lado de su imponente mobiliario, había surgido de entre las cortinas de encaje y las palmeras puestas en grandes tiestos frente a las puertas vidrieras de la galería, y, con las manos cruzadas a la espalda, lo saludó con estas palabras:

—Veo que llega usted muy puntual, Daranyi.

—Tal como le prometí, doctor Krantz.

El húngaro se adelantó al encuentro de su protector y le estrechó la mano como mandaba la buena crianza. Observó un tic nervioso en la boca de Krantz, cuyos húmedos labios brillaban entre el bigote y la perilla, y esto reforzó la impresión de Daranyi de que los informes que había obtenido para el físico eran muy valiosos y que este le pagaría lo que quisiese por ello.

—Estaba mirando el canal —dijo Krantz—. A esta hora, es un espectáculo muy distraído.

Daranyi se puso a su lado, y ambos contemplaron el Mälaren desde la galería. Distinguieron las luces de posición y la silueta de un mercante, que descendía perezosamente hacia el Báltico y luego el reflejo sobre las aguas de un blanco ferry-boat.

—Tiene usted suerte de vivir en un piso con esta vista —dijo Daranyi.

—Sí —repuso Krantz, aunque no parecía contento. De pronto, haciendo un esfuerzo, se apartó de la galería—. Bien, no perdamos nuestro precioso tiempo con consideraciones estéticas. Dijo usted por teléfono que tenía los informes sobre todas y cada una de esas personas.

—Así es.

—¿Pero no tuvo tiempo de pasarlos a máquina?

—Eso es, doctor Krantz. Con tanto trabajo como usted me dio y tan poco tiempo disponible…

—No importa —dijo Krantz—. Anotaré lo que usted diga. Tenga la bondad de sentarse ahí.

Le indicó con un ademán una silla achaparrada de cuero puesta frente a la gran mesa de café, negra y redonda. Sentándose, Daranyi admiró el lozano y verde helecho plantado en un largo recipiente de hierro antiguo, que dominaba el extremo opuesto de la mesa y que ocultó completamente a Krantz cuando este se sentó a su sombra.

—Supongo que no toma usted bebidas alcohólicas antes de cenar —dijo Krantz—. Prefiero que conserve la cabeza clara. Ilsa nos ha dejado un poco de té.

Daranyi vio entonces una bandeja con el servicio de té y el plato de pastelillos de queso, puesta sobre la mesa junto al helecho, y asintió.

—Gracias. Después, tal vez.

Sacó el mazo de apuntes de su bolsillo y vio que Krantz le imitaba, sacando un taco de papel y una pluma.

—Debido a la premura de tiempo, me he tenido que limitar a los detalles personales —siempre que he podido procurármelos— y a otros aspectos de su vida privada. Así, he omitido todo cuanto usted ya podía saber. He hecho hincapié en todo cuanto pudiese tener utilidad para un comité temeroso de que mañana pudiese producirse un escándalo.

—Excelente —comentó Krantz.

—Tengo la satisfacción de decir que no sólo poseo una información al día de los laureados y sus familiares, sino hasta este mismo momento. Además de mis confidentes acostumbrados de confianza, he utilizado los servicios de varias personas muy prácticas, en la presunción de que los movimientos de los examinados, la víspera de la ceremonia, pueden aclarar algunos puntos. No sé; tal vez soy excesivamente concienzudo.

—Ya veremos —dijo Krantz, moviéndose inquieto detrás del helecho—. Continúe, por favor, Daranyi. A ver si terminamos pronto.

Daranyi consultó la primera hoja de sus apuntes:

—El doctor John Garrett, de Pasadena, California…

—Hable claramente, por favor —dijo Krantz, nervioso—. Deseo saberlo todo con precisión.

Daranyi carraspeó.

—El doctor John Garrett, el Premio Nobel de Medicina. En sus antecedentes personales no hay nada digno de interés, aparte de su carrera y un hecho que ahora voy a referirle. Durante algunos meses se sometió a un tratamiento psiquiátrico en la ciudad de Los Ángeles. Su médico es el doctor L. D. Keller. El tratamiento que emplea este psiquiatra no es individual, sino colectivo. El grupo que lo sigue está formado por siete personas, entre las que se halla el doctor Garrett. Como me pareció que podía serle útil tener los nombres y algunos datos de los demás pacientes, por si alguno de ellos estuviese relacionado con el doctor Garrett de una forma u otra, me tomé la molestia de informarme acerca de estas seis personas.

Con el mayor cuidado, Daranyi leyó los nombres de miss Dudzinski, mistress Zane, mistress Perrin, míster Lovato, míster Ring, míster Armstrong, trazando la silueta de cada uno de ellos con un par de frases secas y contundentes. Luego Daranyi prosiguió revelando algunos datos acerca de Dean Filbrick y algunos colegas de Garrett que trabajaban con él en el Centro Médico Rosenthal de Pasadena. Daranyi admitió que no encontró nada que permitiese suponer que Garrett y el doctor Cario Farelli se conociesen ya antes de encontrarse en Estocolmo. Había pruebas de que se conocieron en la Casa de la Prensa y varios periodistas allí presentes tuvieron la sensación de que ambos laureados no se hallaban en muy buenas relaciones. Esto fue confirmado por un breve altercado que sostuvieron antes del banquete real.

Con certero instinto teatral, Daranyi reservaba para el final la bomba que le había proporcionado la secretaria de Hammarlund.

—Como usted sin duda sabe —prosiguió—, míster Hammarlund ofreció una cena a los laureados… en la que miss Märta Norberg les hizo los honores de la casa, la noche del seis de diciembre. Antes de la cena se sirvió un aperitivo y durante el mismo el antagonismo entre el doctor Garrett y el doctor Farelli alcanzó su punto más explosivo. Ambos salieron al jardín, para hablar a solas, y una vez allí, el doctor Garrett acusó al doctor Farelli de haberle robado su descubrimiento. Se cruzaron airadas palabras entre ambos… e incluso insultos. De las palabras pasaron a los hechos y el doctor Farelli golpeó al doctor Garrett y lo derribó. La intervención de míster Craig, el Premio de Literatura, evitó que Farelli continuase ensañándose con el caído.

Daranyi se interrumpió y levantó la mirada, muy complacido, esperando oír una exclamación satisfecha de Krantz y su felicitación por haberle procurado aquellos detalles deplorables y escandalosos. Pero Krantz estaba agazapado sobre el taco de papel, escribiendo, y no dijo palabra. La decepción de Daranyi fue muy grande.

—Interesante, ¿verdad? —preguntó esperanzado.

Krantz le dirigió una mirada de disgusto.

—Sí…, sí…, ¿a qué espera para seguir? ¿Hay algo más sobre Garrett?

Daranyi hubiera deseado contestar: ¿No le parece esto bastante? Pero no podía permitirse ninguna insolencia. Y entonces se le ocurrió pensar que la falta de entusiasmo que demostraba Krantz ante la pelea de Garrett y Farelli indicaba o bien que ya la conocía, o que en realidad no estaba interesado en ninguno de los dos. Este indicio era valioso para Daranyi, pues le permitía eliminar a los dos médicos y acercarse más a la verdad.

—¿Algo más sobre Garrett? —repitió Daranyi—. Nada importante, excepto lo que ha hecho hoy. Esta mañana, a las 9.20, le telefonearon desde el Ministerio de Asuntos Exteriores para pedirle que se presentase al salón de audiencias del Palacio Real a las once. No pude averiguar el motivo de la llamada ni quién se la hizo. —Daranyi miró a Krantz con expresión de disculpa—. Como usted sabe, es muy difícil obtener confidentes de confianza entre las personas que ocupan altos cargos en Palacio.

Sacando un pañuelo, Krantz se sonó ruidosamente.

—¿Qué más… qué más?

Daranyi volvió a sus apuntes.

—De todos modos, por si le interesa, le diré que el doctor Garrett llegó a Palacio a las once menos cinco de esta mañana, siendo recibido por el palafrenero mayor…

El palafrenero mayor, de aspecto imponente con el uniforme de su regimiento, se había marchado y a las once menos un minuto de la mañana John Garrett se quedó solo por un momento en el salón de audiencias del Palacio Real, tan complacido que casi se sentía risueño. Vagó por la rutilante sala barroca, oyendo resonar sus propias pisadas y deseando que el doctor Keller, Adam Ring, sus Colegas del Centro Médico y Farelli, sobre todo Cario Farelli, pudiesen verlo en aquellos momentos.

Acarició con la mano los magníficos tapices que pendían de las paredes, ejecutados en las fábricas de tapices de Delft por encargo de la reina Cristina, examinó los retratos al óleo pintados por Frans Hals, levantó la mirada para ver mejor el ángel que dominaba la resplandeciente araña de cristal y luego se detuvo ante el trono de oro y terciopelo —¡el auténtico trono de un monarca!— y examinó el baldaquín que se alzaba a gran altura sobre el trono.

A petición de Su Majestad, le dijo aquella mañana el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, y para tratar un asunto que interesaba personalmente al rey, ¿podía presentarse el doctor Garrett a la cámara de la audiencia a las once, para celebrar una entrevista particular? La entrevista, según le prometió el diplomático, sería de breve duración para no alterar el horario del doctor Garrett, pero se trataba de un asunto de gran importancia para Su Majestad.

Garrett experimentó un júbilo extraordinario, que aún le duraba. Se sintió tentado de sentarse en el trono, para manifestar su alegría, pero se contuvo por temor de que el monarca lo descubriese y lo considerase un usurpador. ¿Qué querría de él Su Majestad el rey de Suecia? Aunque, en realidad, poco importaba. Lo único que importaba era que, según le aseguraron por teléfono, él era el único que había sido convocado a palacio a las once de la mañana, y esto hacía que se sintiese orgulloso. Pobre Farelli, pensó… me gustaría ver la cara del italiano cuando lea esto en la prensa…

Garrett, sumido en sus ensueños, no oyó abrirse la pesada puerta de roble labrado del salón de audiencias ni tampoco oyó cómo esta volvía a cerrarse. Pero oyó los pasos y se volvió, muy tieso, para recibir al rey de hombre a hombre.

—Buenos días doctor Garrett. Ha sido usted muy amable al venir con tanta prontitud.

No era el rey de Suecia quien le dirigía la palabra, sino un hombre más bajo y robusto que el monarca, que aparentaba unos sesenta años y vestía un prosaico traje azul marino de calle, en lugar de un rutilante uniforme.

Estrechando la mano de Garrett, prosiguió:

—No sé si usted me recuerda. Soy el barón Johan Stiernfeldt. Nos presentaron durante la cena de míster Hammarlund.

—Desde luego, barón —dijo Garrett—. Esta mañana me han telefoneado desde el Ministerio…

—A petición urgente mía —interpuso el aristócrata—. Aunque en realidad ahora actúe en nombre de Su Majestad, como suelo hacer con frecuencia. Sólo le retendré un par de minutos. ¿Quiere que nos sentemos?

Había dos taburetes de terciopelo, con patas doradas cruzadas, frente a la tapicería que representaba una escena pastoril, unos metros a la derecha del trono. Ambos se dirigieron a los taburetes y se sentaron en ellos, el barón Stiernfeldt con desenvoltura y Garrett con cierta desgana y aún molesto por la ausencia de la persona a quien él esperaba.

—Según tengo entendido —dijo el barón— es usted amigo íntimo del doctor Erik Ohman, nuestro especialista cardíaco del Instituto Carolina, que ha seguido sus pasos. Se refiere a usted en términos muy encomiásticos y considera un honor poder contarse entre sus discípulos.

—Yo siempre le he prestado con mucho gusto toda la ayuda posible, aunque no creo que valga la pena mencionar esto —dijo Garrett modestamente, halagado de nuevo en su vanidad.

—Quizá considere usted como una osadía por nuestra parte, como un gran atrevimiento, pedir su ayuda para una cuestión personal, en estos momentos en que usted es nuestro huésped y ha venido a Suecia a descansar. Su Majestad no consideraba muy apropiado hacerle esta petición. Celebramos una larga consulta con el doctor Ohman y por último nos decidimos a tomarnos esta libertad y a pedirle este pequeño favor.

Inconscientemente, Garrett se pavoneó.

—Desde luego, no sé qué favor puedo hacer a un rey, pero sea lo que fuere, estoy por entero a las órdenes de Su Majestad.

—Le gustó el gracioso retintín de esta frase y confió en recordarla para repetírsela a Sue Wiley.

—¡Excelente! Le damos las gracias por anticipado, doctor Garrett —contestó el barón—. Pasemos ahora al favor. Según nos ha informado el doctor Ohman, usted ya está enterado del próximo caso de trasplante de corazón que va a efectuar.

Garrett trató de recordarlo.

—El paciente es un conde, ¿verdad? —No podía recordarlo y desistió—. Me temo que tendrá que refrescarme la memoria, barón.

—El paciente es el conde Rolf Ramstedt, un pariente lejano de Su Majestad y por el que nuestro soberano siente el más vivo afecto. El conde Ramstedt tiene setenta y dos años, pero a pesar de su edad es un atleta que goza de una fuerte constitución y de una salud perfecta… es decir, hasta hace muy poco, cuando sufrió una incurable enfermedad cardíaca. Yo soy lego en la materia y no podré describírsela exactamente, pero, según tengo entendido, es de suma gravedad. Tal vez recordará el caso… Recientemente habló mucho de él la prensa con motivo de la visita que hizo al ilustre paciente el doctor Farelli, acompañado de una periodista norteamericana. Después su colega informó a los periodistas acerca de las posibilidades de salvación.

Garrett torció el gesto.

—Sí, ahora lo recuerdo.

—El doctor Ohman ha sido la franqueza en persona con Su Majestad. Por razones que escapan a mí comprensión, este caso ofrece ciertas dificultades…

—Sí, eso me dijo el doctor Ohman.

—… pero a pesar de todo, el doctor Ohman cree, después de efectuar numerosas pruebas y análisis, que el conde Ramstedt soportará bien la operación de trasplante, y el injerto de un nuevo órgano podrá efectuarse con éxito porque el mecanismo de defensa del paciente responderá al suero. Con estas seguridades, el rey ha considerado oportuno dar su permiso al doctor Ohman para que mañana efectúe la operación. No obstante, teniendo en cuenta que por un feliz designio de la Providencia, según considera Su Majestad, se encuentran en Estocolmo las dos primeras autoridades mundiales —los descubridores, en suma— del trasplante de corazón, para recoger el fruto de su genio, al rey le complacería contar con sus grandes conocimientos médicos. Como esta operación le afecta vivamente y además tendrá amplio eco en la prensa mundial, Su Majestad se siente en cierto modo responsable de su desenlace y quiere que el paciente cuente con todas las ventajas y ayudas.

»Aunque tiene una fe absoluta en el doctor Ohman, se sentiría más tranquilo si usted pudiese asistir mañana por la mañana a la operación, como simple espectador, por así decir, pero a fin de que el doctor Ohman pudiera contar con su ayuda y su experimentado consejo en caso necesario.

—¿Sabe ya esto el doctor Ohman?

—Lo aprueba de todo corazón —repuso el aristócrata sueco— y se sentiría muy aliviado si usted aceptara compartir su responsabilidad.

—La compartiré, desde luego —dijo Garrett—. Puede contar conmigo.

—¡Magnífico! —exclamó el barón—. La operación se había fijado para las siete de la mañana, pero luego se aplazó hasta las nueve, para que el doctor Ohman tuviese tiempo de consultar sus gráficos y hablar con usted.

Garrett vio al instante la ventaja que le reportaba aquella participación, aquella colaboración tan dramática para salvar con su descubrimiento la vida de un pariente del rey. Ante el mundo entero podría demostrar por qué le habían dado el Premio Nobel y por qué lo merecía él solo, exclusivamente él. Esto último despertó su inquietud. El barón había dicho que el rey deseaba que Ohman pudiese contar con la ayuda de él y de Farelli. Esto no podía ser y él debía mantenerse firme y ponerlo como única condición de su cooperación.

El barón Johan Stiernfeldt se había levantado y fue entonces cuando Garrett expuso lo que le daba vueltas por su meollo.

—Sólo hay un pequeño detalle —dijo, separándose del taburete para reunirse con el aristócrata—. Los profanos no pueden comprender la tensión que se apodera de los operadores en un caso tan difícil como este. Las virtudes capitales son velocidad y precisión. En mi larga experiencia de trasplantes de corazón he podido comprobar que dos cirujanos trabajan perfectamente, pero tres se estorban unos a otros.

—Temo no comprenderle bien, doctor Garrett. ¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que la asistencia prestada al doctor Ohman tendría que limitarse sólo a la que yo pudiera darle. Como el doctor Ohman y yo hemos sostenido una copiosa correspondencia sobre nuestro trabajo y nos conocemos perfectamente, nuestra colaboración sería eficacísima. Un equipo de dos cirujanos —el doctor Ohman y yo— sería garantía de pleno éxito. Un tercer cirujano puede comprometer el buen resultado de toda la empresa.

La cara del barón Stiernfeldt asumió una expresión grave.

—¿Quiere usted dar a entender que no desea que el doctor Carlo Farelli asista a la operación?

Garrett experimentó una sensación de alivio. Aquello estaba claro. Tenía el triunfo al alcance de la mano.

—Eso es exactamente lo que quiero decir.

—Mucho me temo que no va a ser posible, doctor Garrett.

Aquella respuesta inesperada lo dejó estupefacto.

—¿Por qué no será posible? —preguntó con tono petulante.

—Porque a las ocho y media de esta mañana, el rey ha desayunado con el doctor Carlo Farelli en sus habitaciones particulares y ambos han hablado detalladamente de la inminente operación. El rey ya ha aceptado la amable ayuda ofrecida por el doctor Farelli.

Garrett se quedó de una pieza.

—¿Dice usted que Farelli desayunó con el rey?

—Sí, doctor Garret —repuso el barón Johan Stiernfeldt— y ahora Su Majestad ya se siente mucho más tranquilizado. Como ya le he explicado, al rey le disgustaba coartar de este modo su precioso tiempo y el del doctor Farelli. Finalmente, se convenció de que había que pedirles su colaboración. Pero antes de que pudiese hacerlo, el doctor Farelli descargó a Su Majestad de sus últimos escrúpulos al presentarse voluntariamente para ofrecer sus servicios al rey. No puede usted imaginar hasta qué punto Su Majestad se sintió contento y agradecido. Y fueron las seguridades que le dio el doctor Farelli durante el desayuno —no creo que haya inconveniente en decírselo—, de que usted se sentiría tan honrado como él en cooperar, lo que indujo al rey a hacer que yo le llamase… ¿Le ocurre algo, doctor Garrett? ¿Le da un mareo?

En el piso de Carl Adolf Krantz, que dominaba el Mälaren, había transcurrido un cuarto de hora desde la llegada de Daranyi. El húngaro levantó una vez más la mirada de sus notas, en espera de que el señor de la casa terminase de escribir al otro lado del inoportuno helecho.

—Esto es todo por lo que concierne al doctor Garrett y al doctor Farelli —dijo Daranyi—. A continuación vienen los dos premios de Química, el doctor Claude Marceau y su esposa Denise, de París. Lo que he podido averiguar de ellos, si bien no constituye una cantidad considerable de datos, posee calidad, al menos aquella especie de calidad que, en mi opinión, usted considerará útil.

—Permítame que sea yo quien juzgue —gruñó Krantz.

—Muy bien. —El húngaro contempló su mazo de notas—. Se trata de algo tan escandaloso que produce sonrojo. Los Marceau parecen haber llevado una vida irreprochable, consagrada enteramente a sus investigaciones y experimentos, hasta hace muy poco. El doctor Claude Marceau cometió recientemente adulterio en París y, como réplica, su esposa se ha vengado iniciando unas relaciones ilícitas con otro hombre precisamente aquí, en Estocolmo.

—¡Razas decadentes! —murmuró Krantz desde el otro lado de la mata de verdor.

—Como no poseo detalles, no se los daré —dijo Daranyi—, pero tengo en mi poder algunos datos. Para empezar, la amiguita del doctor Marceau…

Con un fino sentido teatral, Daranyi fue exponiendo los hechos uno tras otro, lanzándolos como vistosos globos de helio que ascendían flotando hacia el cielo. Describió los devaneos del doctor Claude Marceau con la complaciente mademoiselle Gisele Jordan desde que sus relaciones comenzaron en París hasta su inminente cita de aquella misma tarde en el Hotel Malmen de Estocolmo.

—No estoy seguro de si la doctora Marceau está enterada de esta cita —admitió Daranyi—, pero a juzgar por su propia conducta yo diría que sabe lo que su marido se trae entre manos. De todos modos —mi fuente de información es absolutamente fidedigna— ella ha engañado dos veces a su marido con un paisano de usted, el doctor Oscar Lindblom, un joven químico que trabaja al servicio de Ragnar Hammarlund. Una de las infidelidades se cometió hace tres días en el laboratorio científico particular de Hammarlund, y la segunda tuvo lugar anoche, con motivo de la ausencia del doctor Marceau de la ciudad, ocasión que aprovechó su mujer para recibir al joven Lindblom en su suite del Grand Hotel.

—Es repugnante —dijo Krantz con expresión de asco y sin dejar de escribir.

—Si lo que le preocupa es un escándalo —apuntó Daranyi— tal vez esto lo sea. En mi opinión, la doctora Marceau se propone dar a conocer a su esposo su infidelidad, y me pregunto qué hará el doctor Claude Marceau cuando se entere de que ella…

A la 1.02 de la tarde, Claude Marceau supo que la esposa que le había sido fiel durante diez años se había convertido en una adúltera.

A la 1.08, Claude Marceau le arrancó el nombre de su vil seductor.

A la 1.29, Claude Marceau, marcando el paso con el mayordomo de Hammarlund, el viejo Motta, avanzaba a grandes zancadas por el camino del bosque que se extendía detrás de Askslottet en dirección al solitario laboratorio, el nido del pecado, donde encontraría a aquel sueco infame, falaz y traidor, Oscar Lindblom, al que daría una paliza de la que se acordaría mientras viviese.

Claude Marceau, protector de sus lares y de la dicha conyugal, echaba espumarajos de rabia. Pero su ira no estaba mal dirigida. A pesar de que Denise se mostró tímida como siempre y temerosa de la violencia, trató de desviar de la cabeza de su amante los rayos de la justa ira del marido, haciendo protestas de su inocencia y, en cambio, presentándose ella como una mujer fatal. Aquel gesto hubiese sido irrisorio de no haber sido tan transparente y lamentable. Claude conocía demasiado bien y desde hacía demasiado tiempo a su esposa para dejarse engañar tan fácilmente. Denise era una mujer fundamentalmente provinciana, burguesa, ingenua y sin mundo. Para Claude, toda la culpabilidad recaía en aquella serpiente sueca que se había aprovechado solapada e incivilmente de su desdicha y las debilidades de su esposa y, gracias a sus consumadas artes de seductor, la había obligado a cometer una infidelidad.

Mientras caminaba al lado de Motta, Claude evocó de nuevo el incidente que lo descubrió todo. A su regreso de Uppsala, después de la medianoche, se quedó inmediatamente dormido, pues estaba agotado. Se despertó demasiado tarde para desayunar y demasiado pronto para almorzar; encontró a Denise haraganeando en el salón, tomando café y hojeando un París-Match y le llamó la atención que llevase aquel vaporoso negligé rosado que él no le había visto hasta entonces y que a una mujer casada como ella le sentaba muy mal. Se mostró muy vivaracha y parlanchina, como solía mostrarse desde la velada en casa de Hammarlund, y esto le hizo pensar otra vez que estaba decidida a hacerle buena cara para ver si así conseguía conquistarlo de nuevo.

Recordó entonces que el timbre de la puerta había sonado y que él fue a abrir. Era un camarero del hotel, una reliquia escapada de La Comedia Humana de Balzac, que sostenía en sus manos una botella envuelta en un papel rojo, como si se tratase de un regalo.

—Pertenezco al servicio de esta habitación —anunció el fámulo—. Traigo el champaña que madame pidió para su esposo.

Claude trató de recordar si era su cumpleaños. Pero no, no lo era.

—Yo soy el esposo de madame. Puede dármelo.

El sirviente trató de evitar que el desconocido se apoderase de la botella, hacia la que ya tendía la mano. Madame había sido muy explícita, la noche anterior, acerca de lo que debía hacer.

—No… no es para usted. Usted no es su esposo.

Claude pensó entonces que se trataba de un error.

—Lo siento, se ha equivocado usted de habitación.

—No, la habitación es esta —insistió el obtuso camarero—. Anoche hablé con madame aquí mismo.

Claude iba impacientándose ante tanta estupidez.

—¿Y qué le hace pensar a usted que yo no soy su marido?

—Anoche vi a su esposo en la habitación. —Atisbó más allá de Claude, en el momento en que Denise se levantaba del sofá. Reconociéndola, dijo—. Madame, traigo el champaña que usted encargó para su…

Algo empezó a abrirse paso en la mente de Claude y dio media vuelta a tiempo de ver a su esposa haciendo desesperadas señas al camarero para que se marchase…

—Sí…, yo… debo haberme equivocado de habitación.

El criado inició la retirada, pero de pronto Claude entró en acción. Saliendo en pos del camarero, lo acorraló en el corredor con ademán amenazador.

—¿Dice que anoche vio a un hombre en la habitación, con mi esposa?

El sirviente se quedó sin habla, pero cuando Claude lo zarandeó rudamente confesó la verdad y se lo contó todo en palabras rápidas y atropelladas, llegando a admitir incluso que el joven alto que estaba con Denise vestía pijama.

Claude regresó a la suite, cerrando de un portazo, y se dirigió al encuentro de Denise como lo hubiera hecho el procureur général al enfrentarse con un tembloroso acusado. La pelea fue de breve duración y la defensa se desmoronó por completo. Alocadamente, Denise trató de arrojarse toda la culpa sobre sí misma, llegando al extremo de querer darle parte de ella, arguyendo que si no se hubiese sentido tan abandonada y herida por su infidelidad, si no se hubiese hallado tan necesitada de amor y de afecto, no hubiera sucumbido tan fácilmente a las zalemas de Oscar Lindblom. ¡Ah, este era el nombre del seductor…! ¡Lindblom! ¡El traidor, el calumniador, el Casanova nórdico! Porque entonces, para absolverse, ella fue revelando otras verdades, otros hechos más ciertos aún…, la sedosa persuasión de Lindblom, sus ardientes susurros y sus manos ejercitadas, su cuerpo fuerte y rebosante de deseo, su pasión arrolladora e irresistible… ¡Lindblom!

—Aquí está el laboratorio, doctor Marceau —dijo el mayordomo.

—Gracias —barbotó Claude—. Esto es todo de momento.

Dejando a Motta en el sendero, se dirigió con aires de vengador a la puerta, empuñando el tirador con una mano fuerte que, dentro de pocos segundos se abatiría sobre el rostro del seductor. Desde que el conde Axel von Fersen se entregó a sus ligeros devaneos con María Antonieta, todos los jóvenes suecos se creían otros tantos Fersen. Au revoir, Lindblom, tú serás el último de la serie, se prometió Claude, irrumpiendo en la gran sala del laboratorio.

Al principio, con aguda decepción por su parte, le pareció que el lugar estaba vacío y luego, desde el lado opuesto de la hilera más lejana de alambiques, le llegó una voz:

—¿Quién es?

Claude rodeó corriendo la mesa de trabajo y se detuvo en seco.

No era Lindblom, sino Ragnar Hammarlund, soberanamente ridículo con su mono de una pieza, parecido al que solía llevar en otros tiempos Winston Churchill.

—¡Doctor Marceau… que sorpresa tan agradable!

—¿Dónde está el químico… ese Oscar Lindblom que trabaja para usted?

—¿Lindblom? Ha salido. Yo mismo lo envié a un recado. Pronto regresará. ¿En qué puedo servirle, doctor Marceau?

—En nada, gracias…, es a Lindblom a quien quiero ver —dijo Claude con tono retador.

Hammarlund fingió no darse cuenta del tono vejado de su visitante.

—¿Y él, le esperaba?

—No creo.

—Se sentirá tan honrado por su visita como yo. La admiración que siente por usted y su esposa sobrepasa a todo lo imaginable… es una verdadera adoración.

Claude estaba demasiado irritado para escuchar con agrado las falsas lisonjas.

—Nos alaba usted con exceso.

—Nunca lo bastante —dijo Hammarlund, sacando un pañuelo de seda del bolsillo trasero del mono y enjugándose la frente—. El doctor Lindblom es un joven tímido y retraído, de ambiciones modestas, que conoce al dedillo lo que ustedes han realizado y desde hace años los considera sus ídolos.

Esto no coincidía con la imagen que Claude se había formado de aquel sujeto, al que consideraba un libertino.

—Durante la cena que usted nos ofreció me produjo una impresión distinta… Me pareció un joven impetuoso y lleno de aplomo…

—Sin duda se confunde usted con otro —le interrumpió Hammarlund—. Por ejemplo, cuando su esposa vino a visitar el laboratorio la otra mañana, el doctor Lindblom apenas podía hablar, a causa de la emoción que lo embargaba.

—¿Mi esposa estuvo aquí?

Claude paseó una fría mirada por el laboratorio. ¿De modo que este era el sórdido escenario de la seducción? ¿Allí fue donde comenzó…? ¡Y el impúdico libertino quiso celebrar aún más el insulto, mancillando las propias habitaciones del hotel, en ausencia del marido!

—Sí —prosiguió Hammarlund—, su esposa sentía mucho interés por los descubrimientos realizados por el doctor Lindblom en el terreno de los alimentos sintéticos.

—Sí, lo supongo —comentó Claude con amargura. Miró de nuevo a su alrededor, pensando dónde habría podido tener lugar la seducción. ¿En el duro suelo? Era demasiado increíble para admitirlo.

—¿Es esta la única habitación del laboratorio?

—En modo alguno. Tenemos lo que nosotros llamamos nuestra sala «de pensar». Venga, puede esperar allí a que regrese el doctor Lindblom. Estará más cómodo.

Pasaron a la estancia contigua, Claude contempló al culpable sofá y todo le resultó más claro.

—Siéntese —dijo Hammarlund—. ¿Quiere que encargue algo a la casa?

Aunque aquel día no había probado bocado, Claude no quería verse objeto de atención alguna por parte del hombre a cuyo empleado pensaba hacer picadillo.

—No, gracias.

Se sentó muy envarado en el sofá y experimentó cierto alivio al notar que no crujía. Luego sacó un cigarrillo inglés de su pitillera de plata y permitió que Hammarlund se lo encendiese.

—¿Ha venido a ver al doctor Lindblom por un asunto profesional? —le preguntó Hammarlund, acomodándose en el otro extremo del sofá.

Claude deseaba que aquel antipático sujeto se fuese lo antes posible de aquel lugar, pero la razón le recordó entonces que el antipático sujeto se hallaba precisamente en un lugar que era suyo y por lo tanto él no tenía más remedio que responder a sus preguntas. Por un momento Claude pensó en revelar a Hammarlund el verdadera motivo de su visita. Pero no quería poner sobre aviso a su víctima, ni tampoco deseaba discusiones ni controversias. Solamente deseaba asestar un fuerte directo a las burlonas y superiores facciones del rubio Lindblom —un puñetazo bastaría—, para que cayese postrado a sus pies, gimiendo, con lo que el orgullo y el honor quedarían a salvo. No podía permitirse que un paniaguado como Lindblom hiciese cuernos a todo un premio Nobel como él, se dijo, y había que poner en su lugar a aquel chisgarabís, aunque tuviese que apelar a la violencia.

Se esforzó por recordar lo que le había preguntado Hammarlund:

—Sí, he venido a ver a Lindblom para un asunto profesional.

—¿Estimulado acaso por la visita que efectuó aquí su esposa?

—Puede decirlo así —respondió Claude torciendo el gesto.

—¿Entonces, ella le ha informado de las grandes dotes que posee el doctor Lindblom?

—Con el mayor detalle.

Aquello estaba degenerando, pensó Claude, en una de las escenas burlescas que se representaban en el Concert Mayol, repletas de preguntas y respuestas inocentes en apariencia, pero todas con doble sentido, y que hacían desternillarse de risa al público francés. Aunque su cólera se había aplacado un tanto al no poder ejercitarla inmediatamente contra el objeto de ella, Claude no estaba de humor para aquellas conversaciones equívocas. Deseaba hablar de otra cosa. Hammarlund le dio el pretexto para cambiar de conversación.

—Antes de que el doctor Lindblom vuelva y pueda hablar personalmente de su obra con usted —dijo Hammarlund—, tal vez yo podría explicar algunos de sus aspectos que le resultarán interesantes.

—Por favor… sí —repuso Claude, tratando de mostrar interés, pero deseando únicamente matar el tiempo de cualquier modo.

Al instante, con el entusiasmo de un monomaníaco, Ragnar Hammarlund se enzarzó en un discurso acerca de la necesidad y el valor de descubrir alimentos sintéticos fundamentales. Los comestibles producidos por medios químicos serían más sanos y más baratos, poniendo fin a la desnutrición e incluso al hambre que reinaba en amplias zonas del Globo. Una vez los químicos consiguiesen descubrir los productos sintéticos equivalentes a las grasas, las proteínas, los hidratos de carbono, la utopía se haría realidad sobre la Tierra.

—Yo no soy el único que lo cree así —dijo Hammarlund. Poniéndose vivamente en pie, se dirigió al escritorio, hizo correr el índice sobre una hilera de libros, hasta encontrar lo que buscaba—. Aquí tiene usted a un químico norteamericano, Jacob Rosin, quien escribió un magnífico libro sobre este tema: El Camino de la Abundancia. —Hammarlund pasó varias páginas de la obra, hasta encontrar lo que buscaba—. Escuche lo que dice: «Cuando se haya conseguido realizar la síntesis industrial de los hidratos de carbono, las proteínas y los lípidos, las cadenas que unen a la humanidad con las plantas se romperán. El resultado de ello será la mayor revolución de la Historia desde que el hombre aprendió a encender fuego. Cientos de millones de campesinos que realizan un trabajo agotador serán reemplazados por la maquinaria química. La superficie de la tierra quedará liberada de su servidumbre a la producción de alimentos. Surgirá un nuevo modo de vida». —Hammarlund dejó el libro a un lado—. ¿Se da cuenta de las posibilidades que esto encierra?

Al principio, Claude apenas le prestó atención, pero el tono condescendiente de pedagogo que asumió entonces Hammarlund lo irritó y le hizo prestar cierta atención. Él no era un estudiante lerdo, se dijo, sino el Premio Nobel de Química de aquel año.

—Conozco muy bien ese objetivo, míster Hammarlund. Siempre existen soñadores que tratan de alcanzar estos y parecidos objetivos. El problema surge cuando empiezan a presentarse los obstáculos —los arduos obstáculos que nosotros encontramos en el laboratorio— y que, por lo general, convierten al sueño en algo irrealizable.

Habiendo conseguido captar la atención del laureado, Hammarlund adquirió un tono más imperativo. Dijérase que su cara casi invisible había asumido una coloración producida por emociones humanas.

—Desde luego, doctor Marceau; yo no soy tan ingenuo como para no percatarme de la existencia de esos obstáculos. ¿Pero cuáles son estos, respecto a los alimentos sintéticos? En primer lugar, debemos combatir la creencia vulgar —compartida también por muchos científicos— de que los únicos alimentos sanos son los naturales. Usted sabe muy bien que esto es una estupidez y yo también lo sé. Las coliflores, los garbanzos, los guisantes, los huevos crudos, el trigo y el café son otros tantos productos fraudulentos, abarrotados de innumerables venenos que no nos han aniquilado gracias únicamente a que hemos sabido poner un límite a nuestras costumbres alimenticias. Los alimentos sintéticos podrían fabricarse libres de esos venenos. En segundo lugar, debemos convencer al mundo de que los alimentos químicos pueden ser tan agradables como la carne y las verduras mejor aderezadas y el pan cocido. Pueden tener un aspecto atractivo, un olor tan bueno y un sabor tan maravilloso como los llamados alimentos naturales. Y en tercer lugar, debemos demostrar a la humanidad que los alimentos sintéticos suelen contener todas las sustancias necesarias para la vida de los alimentos conocidos: hidratos de carbono, proteínas, grasas, agua, vitaminas y sustancias minerales.

Lo que más molestaba a Claude Marceau era la sencillez con que Hammarlund resolvía todas las dificultades, convirtiendo la obtención de alimentos sintéticos en un juego de niños. Él era un industrial y un aficionado a las Ciencias, dotado de conocimientos superficiales. ¿Qué sabía él de los verdaderos problemas que planteaba la síntesis? Por primera vez en muchos años, Claude recordó sus primeros intentos en el laboratorio, con Denise a su lado, los días de trabajo, las noches fatigosas en que repetían una y otra vez los experimentos, para terminar cayendo sobre la cama rendidos de fatiga, con los ojos enrojecidos, el cuello envarado y los huesos casi artríticos, mientras en su cerebro parecía girar todo.

Sintió una grandísima tentación de hacer caer la venda que cubría los ojos de Hammarlund. Empezó a tirar de la lengua al millonario y, con gran sorpresa por su parte, Hammarlund aceptó complacido el desafío y respondió a él con una cantidad impresionante de datos, cifras y experimentos. A medida que pasaba el tiempo, se hacía evidente que, si bien Hammarlund no poseía una imaginación científica creadora, sabía perfectamente lo que se había hecho hasta entonces y lo que aún faltaba por realizar.

Gradualmente, sin darse cuenta cabal del cambio que estaba experimentando, Claude se enzarzó en una animada discusión con Hammarlund acerca de las limitaciones que ofrecían las algas como sustituto alimenticio natural, acerca del grado en que podían producirse comestibles sintéticos que resultasen sanos y estuviesen libres de toxinas, acerca del valor de los descubrimientos realizados en la síntesis de vitaminas y que tenían aplicación a los alimentos que aún estaban por descubrir, acerca de las probabilidades que existían de analizar la estructura química de diversas proteínas y de inventar sustitutos baratos para las mismas creados en el laboratorio, y de la utilidad de las clorofíceas y la glicina como trampolines para saltar hacia otras sustancias nutritivas.

Los minutos pasaban con celeridad, pero Claude Marceau se hallaba tan interesado y absorbido por la conversación, que no se dio cuenta de que el tiempo transcurría con rapidez. Hacía meses que no hablaba con aquel entusiasmo de un terreno virgen en la Bioquímica. Después del descubrimiento que él y Denise realizaron sobre los espermatozoides, su interés por aquel tema, que ya había decaído considerablemente, cesó casi por completo. Las conferencias que dieron en Francia, y las charlas y coloquios que estaban realizando en Suecia, eran puras obligaciones. Hablaron en público de aquel tema tan gastado de una manera totalmente rutinaria. Hacía muchos meses que la mente científica de Claude Marceau era un árido desierto, donde nada vivo existía ni se movía. Y de pronto, súbitamente, de una manera totalmente inesperada, el desierto se veía poblado por una multitud clamorosa, que se había materializado por ensalmo de la nada, pidiendo alimento, encarándose con su desesperación y su problema, una civilización desconocida surgida del desierto, que había que organizar, conducir y salvar.

Y entonces, entre aquella nueva y anárquica población, brotó un caudillo armado con una Idea, y este caudillo era el propio Claude —él vio que no era otro sino él mismo— y la Idea era un camino, una inspiración, un medio para atender a las necesidades de los que acababan de venir al mundo y hacer que subsistiesen en un lugar tan poco natural y contrario a la vida.

Hammarlund seguía hablando, pero Claude ya no le escuchaba, pues pensaba furiosamente.

—Hammarlund —dijo de pronto—, cállese un momento.

El industrial inmediatamente guardó silencio, sin ofenderse, porque observó una expresión extraña y distante en el rostro del laureado y se inclinó obediente ante la mística del Ideal.

—Hammarlund —dijo Claude despacio, casi como si hablase consigo mismo—, tanto usted, como su empleado, como todos los que han trabajado para usted en el estudio de los alimentos sintéticos, parten de un error fundamental. Se me ha ocurrido algo tan evidente… que voy a decírselo. Déjeme pensar en voz alta…, descubrir mi propio camino. No me interrumpa. La equivocación, casi lo aseguraría, consiste en que ustedes han tratado de imitar a la Naturaleza y a todos sus procesos en la invención de sus alimentos sintéticos. En mi opinión, deben romper esta sujeción a la Naturaleza. Si no lo hacen, siempre quedarán en situación de inferioridad ante ella y no irán a ninguna parte. ¿Por qué tratar de mejorar la obra de Dios? No. Creo que lo más sensato es dejar a Dios en paz y buscar por nuestro lado. Hay que romper, repito, la sujeción a la Naturaleza. Hay que empezar desde cero, sin fabricar un alimento que imite al natural sino que sea una creación totalmente nueva y atrevida… una despensa química.

Y se enfrascó en sus pensamientos.

Intimidado, Hammarlund se arriesgó a interrumpirlos.

—No estoy seguro de haberle comprendido bien, doctor Marceau. ¿Decía usted que…?

—Decía lo siguiente —repuso Claude, no a Hammarlund, sino a sí mismo—. Tomemos el problema que presenta la creación de una síntesis de hidratos de carbono. ¿Por qué hacer en el laboratorio lo que la Naturaleza ya ha realizado al aire libre? ¿Por qué molestarnos en crear una fotosíntesis artificial? ¿Por qué intentar la creación de la atmósfera artificial semejante a la que requieren las plantas? ¿Por qué no ir directamente a la fuente —las moléculas de glucosa— y partiendo de ellas construir un proceso químico totalmente nuevo y conducente al descubrimiento de almidones sintéticos? —Hizo una pausa—. Y en cuanto a eso de inventar las proteínas que existen en la carne imitando a la propia carne… ¿Qué nos obliga a hacerlo? ¿Por qué no creamos un producto nuevo, mejor que la carne, provisto de la misma cantidad de proteínas y libre del engorro que representan los desperdicios, como cartílagos, tendones y huesos?

A pesar de su concentración, vio que Hammarlund lo contemplaba boquiabierto. ¡Cómo deseó que Denise se hallase en lugar de Hammarlund para poder continuar hablando incansablemente… exponiéndole la Idea a ella y tomándola nuevamente de sus labios, hasta redondear su hipótesis conjunta! ¡Si Denise… Denise!

Inmediatamente volvió a su tiempo y lugar, recordó dónde estaba y la misión que lo había llevado allí.

—¿Qué hora es, señor Hammarlund?

—¿Qué hora es? Pues —Hammarlund consultó su reloj de oro de pulsera, fino como una oblea— son las tres menos diez.

Mon Dieu! —exclamó Claude, poniéndose en pie de un salto. Había estado hablando casi una hora y cuarto, olvidándose por completo de su cita con Gisele. Ella debía haber llegado en el avión de Copenhague hacía varias horas, y le estaba esperando en el Hotel Malmen, situado en la parte sur de Estocolmo.

—Voy a llegar tarde a una cita…, tengo que apresurarme.

Hammarlund se levantó también, tratando de disculparse.

—Lo siento. El modo como usted enfocó el problema… su brillante disertación…

—No se preocupe; descubriré más cosas cuando lo comente con Denise. ¿Puede llamar a un taxi?

—Haré que mi chófer lo acompañe…

—No, prefiero un taxi. Lo esperaré ahí fuera.

Hammarlund se acercó al teléfono puesto sobre la mesa.

—No sé por qué tarda tanto el doctor Lindblom…

Claude se paró de repente en el umbral. Lindblom. Se había olvidado de Lindblom. ¡Vaya! Trató de sentir el rencor que había experimentado hacía más de una hora. Pero se había esfumado. Lindblom no era más que un fastidioso escarabajo, una de las pequeñas molestias que surgen en el camino de los verdaderos hombres de ciencia. Sin embargo, su amor propio le impedía dejar que Lindblom creyese que su desvergonzada conducta no había sido descubierta.

—Sí, su precioso Lindblom —dijo Claude a Hammarlund—. Puede usted darle un recado de mi parte. Dígale que vine a aplastarle las narices y que si vuelvo a enterarme de que intenta propasarse con mi esposa, le partiré la crisma. Buenos días, señor Hammarlund.

Denise Marceau, que aún llevaba su negligé rosado, examinó sus dedos teñidos por la nicotina y se dio cuenta de que se había fumado todo un paquete de cigarrillos desde que Claude salió de la habitación hecho una furia, agraviado en sus más profundos sentimientos de hombre.

La espera, desde entonces, le resultó insoportable. Paseó, fumó y se preguntó qué resultado habría tenido su intriga en Askslottet. Estaba segura de que había realizado grandes progresos. La reacción de Claude al enterarse de sus devaneos sobrepasó sus más locas esperanzas y por un instante creyó que el diagnóstico de Craig había sido incorrecto, y el suyo infalible. Pero entonces, después de transcurrir tanto tiempo sin tener noticias de lo sucedido, ella empezó a abrigar serias dudas.

Si su plan hubiese dado resultado, ya lo hubiera sabido. Claude habría lavado su honor vapuleando a Lindblom. Después de esto, presa de un sentimiento de justa posesión, regresaría a su lado, a la suite, y tal vez también le daría algún sopapo, pero luego lamentaría haberse dejado llevar por su furia y se la llevaría a la cama, y todo terminaría entre tiernas demostraciones de cariño, que curarían todas las heridas.

Pero él no había vuelto y ella empezaba a pensar que había adoptado otra decisión, después de dar una paliza a Lindblom. Una vez cumplido su deber, puesta a salvo su hombría, lo más probable era que hubiese recuperado su equilibrio, decidiendo que resultaría más fácil y menos comprometido divorciarse de ella, yéndose acto seguido a gozar de su cita con Gisele Jordan, dondequiera que esta se celebrase.

Disgustada al pensar que probablemente Craig estaba en lo cierto y que su adulterio sólo había servido para asquear a su esposo en vez de producirle celos, Denise, que no podía estarse quieta, se acercó al armario, sacó otro paquete de cigarrillos del bolsillo de su abrigo, lo abrió, y, presa de una dolorida tristeza al pensar en la infinita soledad que la esperaba, encendió un cigarrillo.

Entonces sonó el teléfono.

Su corazón rogó: que sea Claude.

Corrió al teléfono, levantándolo antes de que sonase la tercera llamada y habló por el aparato con prevención:

Alló?

—¿Denise? —la voz tensa era masculina, pero no la de Claude—. ¿Estás sola?

Qui est là…? ¿Quién es?

—Oscar… Oscar Lindblom.

Ella suspiró. Entonces, aún estaba vivo. Quiso saber qué le había ocurrido.

—¿Cómo estás, querido? Sí, estoy sola.

—¡Tu marido… tu marido ha descubierto lo nuestro!

—Lo sé… lo sé. Se enteró por casualidad. Por medio del camarero que nos sirvió anoche.

—Fue al laboratorio para matarme.

—Al parecer no lo consiguió —comentó Denise secamente—. Bien, ¿qué te hizo?

—Nada. Yo no estaba allí.

A Denise se le cayó el alma a los pies. ¡Él no estaba allí! El tercer acto fue un fiasco.

—¿Y cómo sabes que es a ti a quien buscaba?

—Encontró a Hammarlund en el laboratorio. Me esperó durante una hora y media, aproximadamente, y luego tuvo que irse. Tenía una cita.

El alma de Denise continuó su caída. ¿Una cita? Gisele. ¿Y para ella? Que la partiese un rayo.

Continuó oyendo débilmente la voz de Lindblom por el receptor.

—Si hubiese regresado diez minutos antes, me hubiera encontrado con tu marido. Hammarlund estaba rebosante de satisfacción. Me dijo que había sostenido una larga e interesantísima conversación con el doctor Marceau.

—¿Sobre nosotros?

—No… no… sobre los alimentos sintéticos.

—¡Sobre los alimentos sintéticos! —estalló Denise—. ¡Ese… granuja!

—¿Qué… qué dices?

—Nada. Oscar, escúchame. —Había perdido, estaba segura de ello, pero no se retiraría sin infligir antes las mayores pérdidas posibles al enemigo. Su antiguo plan había fallado, pero uno nuevo se formaba en su mente—. Dime, ¿dónde estás ahora?

—A unos mil quinientos metros de ahí. Tengo que regresar a…

—¿Puedes venir en seguida?

—Pero tu marido…

—Estará fuera toda la tarde… no regresará hasta después de cenar.

—Denise, por favor, esto es muy arriesgado. El puede…

—Oscar yo sé dónde está y te aseguro que no volverá en toda la tarde. Estoy completamente sola.

—Pero, Denise… por más que yo ardo en deseos de verte… a decir verdad, he estado toda la noche levantado pensando en ti… en nosotros…

—Yo también, cariño.

—… y sería terrible que él nos descubriese juntos. Hammarlund ya me previno.

—¿Te previno? ¿De qué?

—De que no volviese a verte. Al irse, tu marido dijo Hammarlund que me dijese que me partiría la crisma si volvía a acercarme a ti.

El alma de Denise se levantó, esperanzada.

—¿Eso dijo?

—Son sus mismas palabras.

—Es una fanfarronada, Oscar, una fanfarronada. Es incapaz de hacer daño a un mosquito. Sabe que es impotente y que yo no puedo soportarlo… y también sabe que te quiero. Yo misma se lo dije.

—¿Que tú se lo dijiste?

—¿Por qué no había de decírselo? Es la pura verdad.

—Oh, Denise…

—Amor mío, mi vida es un desierto desolado sin ti. Si no puedo tenerte aquí ahora, conmigo…

—Denise… Denise… —La voz del sueco se quebró antes de resonar nuevamente en el auricular—. ¿Estás completamente segura de que no volverá?

—Te lo juro sobre la Biblia. Estarás seguro aquí, lo mismo que yo. Ven volando. Quiero saber todo cuanto ha pasado en el laboratorio. Y quiero tenerte a mi lado, ¿entiendes? ¡Quiero estar contigo!

Oyó la voz de Lindblom, ahogada por la emoción.

—Yo… yo… yo… sí, voy volando.

Apenas colgó el teléfono, lamentó la invitación. Suponía que la noche anterior sería la última en que tendría que soportar las lamentables acrobacias de Lindblom. Pero llevada por su instinto, al comprender que todo estaba perdido, quiso dejar a Claude una imagen que lo persiguiese durante el resto de sus días. Invitó a Lindblom con la intención de retenerlo en la habitación, manteniéndolo a raya, para irse a la cama con él en el momento en que Claude regresara. No se detuvo a reflexionar en lo que podría ocurrir después. Únicamente pensaba en la humillación de que haría objeto a su marido. Pero a la sazón aquella necesidad le parecía algo estúpido y, peor aún, peligroso, especialmente si aún tenía probabilidades de salvar su matrimonio, pues, por lo que le había dicho Oscar, aún brillaba un rayo de esperanza. A fin de cuentas, Claude había mostrado ciertos sentimientos de marido ultrajado en sus últimas palabras ante Hammarlund. La amenaza que pronunció al irse sólo podía significar dos cosas: una defensa de su amor propio herido o unos auténticos celos.

¿Por qué había insistido ella tan ciegamente en que aquel pazguato fuese de nuevo a su habitación, atrayéndolo en el espejuelo de una nueva escena de amor? Lo hizo movida por una inexplicable intuición, un deseo de saber de primera mano lo que había ocurrido entre Claude y Hammarlund. Ella no podía creer que Claude, ardiendo de cólera, hubiese podido sentarse fríamente durante una hora y media para hablar de alimentos sintéticos. Debía de haber ocurrido algo más y ella se proponía averiguarlo. Se mostraría atractiva, permitiría que la besase, hasta que la acariciara, pero no le permitiría pasar más allá de estos intrascendentes juegos. Después de arrancarle la información que, según ella sospechaba, el joven químico poseía, lo obligaría a marcharse. Con esta última visita su utilidad habría terminado.

En el cuarto de baño se quitó el negligé y, después de reflexionar un momento, se decidió a ponerse ligeramente provocativa. Desabrochándose los sostenes, se los quitó, dejando que sus turgentes senos pendiesen en libertad. Se lavó y se secó cuidadosamente, arreglándose con atención la cara, pintándose las cejas, sombreándose los ojos, empolvándose y pintándose los labios. Luego se dio unos toques de Arpège detrás de las orejas, en el cuello, en los hombros, en las clavículas, bajo los sobacos, entre los senos y debajo de ellos.

Acababa de ponerse de nuevo el negligé y lo estaba ajustando en torno a su prenda más íntima, de nylon rosado, cuando oyó el timbre de la puerta. Asegurándose a toda prisa el negligé, fue corriendo a abrirla.

En cuanto Lindblom entró en la habitación, con el cabello en desorden y los ojos demasiado brillantes y cuando ella hubo cerrado la puerta vio que él contemplaba con avidez el movimiento de sus senos, comprendió que las cosas no saldrían exactamente como ella se había propuesto.

—Denise… —dijo jadeante, abrazándola tan fuertemente que ella apenas podía respirar, aplastando su pecho contra el suyo y haciendo correr la mano por la curva de su espalda y sobre sus opulentas nalgas.

En sus dos encuentros anteriores, no había demostrado aquel talante impulsivo y vehemente y entonces ella trató de sondearlo. O bien ella lo había vuelto frenético con su promesa telefónica, o bien la combinación de su atavío provocativo con los peligros inherentes a su visita lo habían estimulado por encima de todo lo razonable. Fuera lo que fuese lo que se ocultaba detrás de su excitación, ella tendría que defenderse de su ataque.

—Denise —le susurraba él— se me han hecho interminables los segundos que he tardado en llegar. Quiero que seas mía en seguida.

Ella trató de apartarlo.

—¿Pero qué te pasa, Oscar? Qué prisa tienes, hombre…

—Te deseo, te deseo… ahora mismo. ¡Tú no sabes lo que es esto!

Ella lo contempló desde cierta distancia y vio su cara y su porte, que eran los de un Mellors anémico, guarda de ratones blancos, no de caza[30].

—Denise, tú has dicho que me quieres.

—Claro que te quiero, tontín, claro que te quiero. Es que ahora no estoy de humor para…

—Denise, por teléfono…

—Tienes mi afecto, Oscar, pero comprende… todo el día he estado preocupada, agitada… pensando en lo que te podría hacer mi marido… lo que podría hacerte a ti, vida mía, sólo a ti…

—Por favor, Denise…

Dad a un abstemio sus dos primeras copas, pensó Denise, y veréis lo que pasa. Tenía que pararle los pies al jovenzuelo. En aquellos momentos ella sólo pensaba en Claude. Tenía que saber qué había pasado con Claude.

—Oscar, escucha. Quiero que me digas…

Jag vill att du skall ligga med mig… ven a la cama conmigo.

—Ya te he dicho que… no estoy de humor.

—Un beso al menos… un abrazo…

—Muy bien, pero antes tienes que contarme todo lo que pasó entre mi marido y Hammarlund.

—Te lo contaré todo.

—Muy bien. No, espera… aquí no, que la doncella puede… —Se desasió de su abrazo—. Ven. Pero… pórtate bien.

Denise pasó al dormitorio y él se apresuró a seguirla. Cerró la puerta, pensando en lo que él le contaría de Claude, pero inmediatamente Lindblom cayó sobre ella, poniéndole las manos sobre el negligé y acercando sus labios húmedos y jadeantes a su cara. Ella le dio un solo beso, luego apartó sus brazos y se zafó de su apretón.

—Recuerda, Oscar, que has prometido portarte bien —le dijo, consternada—. Primero tienes que contarme todo lo que ha pasado. Pórtate como un caballero, manteniéndote a distancia. —Empezó a pasear por la habitación, evitando sus miradas incendiarias y fervientes, determinada a enfriar su ardor, hacerlo entrar en razón y arrancarle toda la información posible. Medía la estancia con sus pasos, rehuyendo su mirada—. Vamos Oscar —dijo con tono indiferente—. ¿Qué dijo mi marido acerca de mí?

—Sólo lo que ya te dije.

Corbata.

—¿Nada más… estás seguro?

—Sólo que me partiría la crisma si me encontraba contigo. Ni una palabra más.

Camisa.

—¡No puedo creerlo!

—Me limito a repetirte lo que Hammarlund me dijo. El doctor Marceau estuvo allí con él hora y media y únicamente hablaron de alimentos sintéticos.

Zapatos.

—A Claude le importan un pepino los alimentos sintéticos. ¿Cómo quieres que pasase hora y media…?

—Porque algo de lo que dijo Hammarlund le llamó la atención, consiguiendo interesado.

Calcetines.

—¿Qué quieres decir? No lo entiendo. Sé más explícito, por favor.

—¡Denise, ahora no puedo pensar!

Pantalones.

Tienes que pensar. Debo saberlo todo.

—Hammarlund dijo que tu marido tuvo una inspiración…

Calzoncillos.

—¿Una inspiración? ¿Sobre qué? ¿Sobre los alimentos sintéticos?

—¿Cómo? Oh, no sé. Sí. Por favor, Denise deja de pasear… hazme caso… mírame.

El hombre completo.

—¡Oscar!

—Como verás, Denise, tengo que… estoy fuera de mí.

El amante completo.

—Ahora no quiero… No, por favor… me lo has prometido. Basta, Oscar. Ahora vístete. Oscar, quita allá esas manos… vas a rasgar mi hermoso negligé nuevo…

Faja.

—Nunca te he deseado más. Te comería. No podría vivir sin ti.

—Pues debes hacerlo. Esto no es posible. Por Dios, pórtate bien. Me has prometido contármelo todo… decirme… ¿Piensa Claude comenzar una nueva investigación sobre los…?

Negligé.

—¡Ah, Denise, qué divinidad… qué senos… ninguna mujer, ninguna…!

—Oscar, espera. Oh, ¿por qué te he dejado entrar? Esto no es posible. Déjame salir de la cama. ¿Quieres hacer el favor? No quiero que me lo quites. No… no…

Pantaloncito de nylón.

—Denise, amor mío… mi único amor…

—Suelta, hombre… ¿Te has vuelto loco…? No puedo ni respirar.

—Denise, sé mía para siempre… deja a Claude…

—No quiero dejar a Claude. No quiero portarme tan cruelmente con él. Oscar… Oscar… cometemos una equivocación.

—¿Qué?

—Te digo que cometemos una equivocación.

—Anoche no cometimos una equivocación, cielo mío… ni tampoco la cometimos en el laboratorio. Amarse no es una equivocación.

—Pero esto es distinto. Pobre Claude… yo no puedo… no, tenemos que hablar. Aún no has terminado de contármelo. Decías que tiene un proyecto nuevo, ¿no? ¿Qué proyecto, Oscar? ¿Tiene algo…?

—¿Algo… qué?

—¿Crees que finalmente ha descubierto algo?

—Oh, sí, claro que sí… oh, Denise, no puedo más… no sigas haciéndome sufrir.

—Vamos, Oscar, contente… basta.

—Vivamos juntos, Denise…, déjalo…, estemos siempre juntos… como ahora.

—¿Dices que es un proyecto… un descubrimiento? ¿No podría ser que… se le hubiera ocurrido alguna posibilidad de un nuevo descubrimiento… una hipótesis…?

—¿Cómo? No te oigo. Oh, Denise…

—Espera, Oscar. Ralentiez… suéltame, me haces daño.

—Es mi amor… no puedo dominarlo…

—Quiero que me hables de mi marido y de sus hipótesis…

—¿Sus hipó… hipótesis?

—Vamos…, vamos…, prosigue.

—Él y Hammarlund hablaron de las… posibilidades, de los alimentos sintéticos… bajo todos los aspectos… Oh, Denise… Los discutieron… y tu marido… fascinado… inspirado de pronto por una idea sobre la síntesis alimenticia… hasta que… Oh, Denise, amor mío, amor mío… jag älskar dig… te amo.

—Yo también te quiero, Oscar. Pera hablemos… hablemos solamente.

—Él dijo que todos nos equivocamos… al imitar la naturaleza… al copiarla… tenemos que romper nuestros lazos con ella para crear nuevos alimentos… en vez de fabricar sustitutos…

—¿Y estás seguro de que era sincero… de que estaba totalmente absorbido… e interesado… por esa idea?

—Hammarlund me dijo que nunca… había visto… a un científico más excitado… puedes darlo por seguro… por seguro… por seguro…

—¿Cómo? ¿Qué, querido…?

—Oh, Denise…, sí, puedes dar por seguro que tu marido se embarcará en la mayor investigación sobre los alimentos sintéticos realizada hasta… hasta… hasta… la fecha…

—Prosigue, Oscar.

—Sí, realizada hasta la fecha por un hombre… por un hombre de ciencia… en realidad él… Denise, no puedo más… tienes que ser mía. No sigas hablando…

—No. Oscar, no puede ser. No lo permitiré… estás demasiado excitado. Tendrías que pensar en el trabajo, únicamente, no en esto…

—Pero en el laboratorio me dijiste… Denise, Denise…

—Eres un hombre de honor, recuérdalo… Y yo soy una mujer casada.

—Estás hambrienta de caricias. Ansías el amor.

—Un poco de respeto, por favor… Suéltame. Soy un premio Nobel.

—Tú eres una mujer… que aún no está embalsamada en los libros de historia… ni momificada por un premio. Una mujer… una mujer.

—Con un marido…, con Claude.

—Él es impotente… nosotros estamos vivos. Que se quede con su nueva inspiración. En realidad, él… Denise, abrázame…

—No te detengas, Oscar. ¿Decías que «en realidad, él»…?

—Llegaba tarde al sitio adonde iba…, se olvidó de su cita a causa de su inspiración…

—¿Qué dices? ¿Es cierto eso? Dime, ¿es cierto?

—Sí, por amor de Dios, Denise, no puedo seguir hablando. No puedo más…

—Pero…

—El te lo explicará todo… todo… él mismo. Dijo a Hammar…ah…lund que hablaría de ello con…

—¿Conmigo? ¿Conmigo?

—Sí…, oh, Denise…

—¡Oscar, te adoro! Me has dicho algo maravilloso. Soy muy dichosa… nunca me he sentido tan dichosa.

—Al fin, al fin…

—¡Pero Oscar! Yo sólo quise decir…

—Al fin, al fin…

Mon Dieu.

—Al fin, al fin…

Voilà, c’est la guerre… N’importe, Oscar, pero date prisa. Creo que mi marido puede regresar antes de lo que pensamos. No estoy segura, pero existe esa posibilidad.

El Hotel Malmen, un imponente edificio blanco y cuadrado que se alzaba en la concurrida Götgatan, anunciaba orgullosamente que sus 250 habitaciones, provistas de cuarto de baño o ducha y aparatos de radio que podían captar cuatro emisoras, se contaban entre las más modernas de toda Suecia. Para muchos turistas, la única desventaja que presentaba el hotel era que se hallaba a cierta distancia del centro urbano. Para Gisele Jordan, teniendo en cuenta la encumbrada posición que entonces ocupaba su amante y las ilícitas relaciones que ambos sostenían, aquel alejamiento resultaba muy ventajoso y cuando se enteró de la situación del hotel en las afueras de Estocolmo, se apresuró a reservar una habitación doble en la segunda planta, para la tarde del 9 de diciembre.

En aquellos momentos Claude Marceau permanecía sentado en aquella habitación doble del segundo piso, sumido en sus pensamientos, paladeando un Armagnac que Gisele tuvo la atención de traerle, y escuchando el distante rumor del agua del grifo en el cuarto de baño, al que Gisele acababa de retirarse.

Tuvo que reconocer que, exceptuando los primeros minutos después de su tardía llegada, Gisele estuvo admirable. Durante los primeros minutos, cuando él entró en su habitación como en trance, después del abrazo y el beso maquinales, ella puso gesto enfurruñado y demostró su disgusto, lo cual era raro en una persona de carácter tan sosegado como ella.

—¡Qué tarde llegas! —se quejó—. ¿Crees que he volado casi hasta el mismísimo Polo Norte para pasarme las horas sentada en una lúgubre habitación de hotel? Tú me prometiste que vendrías…, lo menos que podías haber hecho era telefonearme…, darme una explicación. Yo no sabía qué pensar.

—Me retuvieron —repuso Claude.

—¿Con qué? ¿Qué puede ser más importante que nosotros?

Explicarle lo que podía ser más importante, o al menos tan importante como ellos, era a todas luces imposible. ¿Conseguiría convencerla de que su cerebro, embotado, casi atrofiado durante aquellos últimos meses, había empezado a crecer, rebosante de vida, aquel mismo día? ¿Cómo le diría que hasta aquella misma tarde sólo había vivido de cuello para abajo y que aquella tarde había encontrado su cabeza perdida? ¿Cómo le diría que uno de los mayores milagros que se producirían en la Bioquímica no sería el resultado del intento de sintetizar los hidratos de carbono mediante la imitación de luz natural, sino reproduciendo el proceso de la fotosíntesis en tubos de ensayo? ¿Sería capaz aquella maniquí de considerar las moléculas de glucosa como algo más importante que él o que ella?

Era inútil, porque aquella era la parte de su ser que ella nunca había conocido. Así es que dijo:

—Gisele, nada hay más importante que nosotros y te pido una vez más que me disculpes. Ya traté de decírtelo en la conferencia telefónica que sostuvimos… estamos en plena semana Nobel y las personalidades que han acudido a Estocolmo procedentes de todo el mundo no me dan punto de reposo…, me acaparan, me piden mi opinión, me hacen consultas y yo…

Estas palabras parecieron producir el efecto apetecido y ella, al pensar en la fama de Claude, junto a la que tan pequeñas resultaban sus exigencias, se sintió contrita y se arrojó en sus brazos.

—Claude, soy yo quien te pide disculpa. Sé que eres un hombre muy importante y me enorgullece. Comprendo que no tengo derecho a exigirte que seas únicamente mío. Esto es lo que más me preocupa…, pensar que no eres sólo mío. Creo que esto es en parte lo que preocupa a las mujeres cuando el hombre que esperan llega tarde…, les hace pensar que le importan poco… y entonces se sienten inseguras. —Rodeándole el cuello con los brazos, lo besó—. ¡Te he echado tanto de menos! Contaba los minutos que faltaban para encontrarme contigo. ¿Aún me quieres, Claude?

Él la besó suavemente a su vez y luego se apartó un poco para mirarla. Por un momento la cadena de moléculas de glucosa se desintegró ante él. Sí, él casi se había olvidado ya de su belleza…, aquella belleza que le hizo perder la cabeza…, que acababa de encontrar de nuevo aquella tarde. Ella se erguía alta y elegante ante él, contenta de verse objeto de su admiración. Su vestido de mezclilla de lana marrón, hecho al ganchillo, realzaba su flexible y esbelta silueta, que parecía salida de un escaparate.

Tomándole la mano, le dijo:

—Vamos, Claude, sentémonos y hablemos. Tienes que contármelo todo.

Se sentaron muy juntos en el sofá, con dos cojines, tomándose las manos, con los dedos entrelazados y ella le habló de París, de los preparativos para el viaje a Copenhague, y de esta misma ciudad. Después ella le preguntó acerca de la semana que había pasado en Estocolmo, evitando cuidadosamente hacer la menor alusión a su esposa y él le habló de Estocolmo, de las personalidades que había conocido, de los demás laureados, los lugares que había visitado, las veces que se había presentado en público, el banquete en el Palacio Real y la cena en casa de Ragnar Hammarlund. Él también evitó cuidadosamente mencionar a Denise.

Mientras hablaba, se apartó un poco de ella, como si se dirigiese a toda la habitación y no a Gisele. A no ser por los movimientos que hacían sus finos dedos entre los suyos, pudiera muy bien no haberse dado cuenta de su presencia. E incluso cuando relató una anécdota sobre Max Stratman, lo hizo con un tono distraído, sin el menor esfuerzo consciente para complacer a Gisele y reírse con ella, para que así pudiesen compartir y saborear ambos lo que contaba. En lo más profundo de su espíritu estaba agitado por la cuestión de las proteínas, por la necesidad de sintetizarlas y la probabilidad de que los aminoácidos producidos químicamente bastasen. ¿Sería posible tal cosa?

Volvió a darse cuenta de su presencia al notar que su mano estaba vacía. Alzando la mirada, vio que ella había apartado la mano y hacía girar el rubí que llevaba en un dedo. La miró entonces, dócilmente, sabiendo cuán sensible era ella a todos sus estados de ánimo y a su menor muestra de indiferencia. Sus ojos azul pálido y su boca, que no solía mostrar sus emociones, le dirigieron una brevísima sonrisa de comprensión.

—Te noto muy lejos de mí, Claude —le dijo—. Voy a cambiarme y a ponerme algo más cómodo. Tal vez así encontraré el modo de que vuelvas a mí.

Se deslizó del sofá con suavidad, para alejarse con su porte erguido, su lánguido andar de maniquí, que siempre lo había incitado, en dirección al cuarto de baño, en el que desapareció.

Esperándola, se había bebido dos Armagnacs y se había servido un tercero, mientras se preguntaba por dónde empezarían —los experimentos, claro— y casi estaba decidido a empezar donde los progresos ya eran sustanciales, con el fin de evitar ser presa del desaliento… con los ácidos grasos, utilizando el petróleo para obtener un ácido esteárico que pudiese unirse al glicerol, que ya había podido sintetizarse.

Oyó abrirse la puerta del cuarto de baño y, al levantar la cabeza, vio a Gisele de pie en el centro de la estancia, mirándolo con curiosidad. Observó que llevaba el mismo peinador vaporoso de la Rue du Bac, una calle cuyo nombre le resultaba entonces poco familiar, y que sus pechos planos aparecían más prometedores con su traje de mezclilla que bajo el peinador.

—Claude… —dijo ella.

—¿Dime?

—… no te has movido desde que te dejé.

—¿Cómo?

Ella se deslizó silenciosamente hacia él.

—Pensaba que estarías preparado.

—Sólo tardaré un minuto.

Hizo ademán de levantarse, pero ella le puso la mano en el hombro y lo mantuvo en su sitio. Sentándose a su lado, cruzó sus esbeltas piernas.

—Dime… ¿En qué pensabas mientras estabas aquí sentado?

—En ti.

—Siempre me has dicho la verdad, Claude.

Él asintió, luego guardó silencio y después, quedamente, intentó decírselo. Había consagrado largos años a la vitrificación de los espermatozoides y, cuando lo consiguió, su vida quedó vacía, porque se había sentido incapaz de abordar en serio otra investigación. Lo que le salvó fue Gisele, su amor y su cariño. Para él, como hombre, aquello era casi más que suficiente, pero siempre le quedaba un anhelo insatisfecho… una obra que realizar… una personalidad a la que tenía que ser fiel. Esto le faltaba, pero él no notó su falta porque Gisele llenaba su vida. Pero aquella tarde, antes de su cita con ella, ocurrió el milagro y ahora él ya sentía su vida consagrada a un nuevo objetivo. Con creciente intensidad en su voz, trató de aclarar diversos aspectos del nuevo milagro. Habló de los alimentos naturales y sintéticos, de los hidratos de carbono, de las proteínas, del agua y de los lipoideos. Habló de autoclaves, centrifugadoras y cámaras de sublimación. Habló de la terminación del hambre en la Tierra.

Gisele le escuchaba con atención, con las manos en reposo y una levísima sonrisa fija en sus labios.

Cuando creyó que había terminado, dijo quedamente:

—Ojalá hubiese nacido en tu lugar.

—¡Qué observación tan rara!

—Sí… para tener muchos amores… y amarlos a todos por igual… en lugar de uno solo.

—Te equivocas, Gisele, querida. Esto es otra cuestión, una preocupación distinta. Yo no tengo más que un amor, y ese amor eres tú.

La sonrisa permanecía imperturbable.

—No, Claude.

—¡Naturalmente! ¿Qué te pasa? Yo te lo demostraré… verás. Ven… Deja que me desnude…

Ella tendió la mano con rapidez y sujetó la suya.

—No, Claude, ahora no. Yo no creo que ahora tú quieras… poseerme.

—Sí lo quiero.

—No tienes talento para el fingimiento. No estás de humor para eso, Claude. Puedo verlo. No me mientas. Y lo que es más importante, no insultes lo que hay entre nosotros tratando de complacerme sin amor.

—Gisele…

—Vives en otro mundo.

—Bien…, reconozco que estoy excitado…, y además, ha sido una semanita…

—Claude, no hace falta que te disculpes. Estás agotado…, no a causa de la semana, sino por tu nueva pasión. Te perdono.

—Gisele, créeme…, te hablo desde lo más profundo de mi corazón… lo que más deseo es demostrarte mi amor, pero tal vez tengas razón… será mejor que lo haga cuando mi espíritu, cuando… será mejor cuando esté de nuevo en París.

Ella se levantó.

—Valdrá más que ahora te vayas. Me parece que quieres comentar tu nuevo milagro con… con personas que sepan apreciarlo en tu compañía.

Él se apresuró a levantarse también y le tomó las manos.

—Esto no me parece bien.

—Conmigo, sí. Tienes que darme algún tiempo para mí misma. Nunca había estado aquí. Quiero ir de compras, adquirir muchas cosas. Y sólo me quedan unas horas antes de que salga el avión.

—Yo te acompañaré… llevaré los paquetes…

Ella movió negativamente la cabeza. Con frecuencia, los afligidos desean la soledad. ¿No lo comprendía, él?

—Bien, si tú insistes…

—Insisto.

Voila. —Soltándose las manos, fue en busca de su sombrero y su gabán. Vaciló antes de decir—: Nos veremos la semana que viene en París.

Dirigiéndose a la puerta, ella la abrió.

—No pienses en ello, Claude. No nos veremos.

—¿Por qué dices eso? —exclamó poniéndose a su lado.

—Porque has terminado conmigo. Lo sé. Y tú lo sabes también. No soy una jovencita que vive de ilusiones.

—No he terminado contigo. Si te refieres a mi mujer…

—Sabes a lo que me refiero… lo sabes con toda exactitud. Vuelves a sentir tu antigua pasión… la pasión que sentías por mí, ahora la sientes por tu trabajo. Sabía que eso sucedería tarde o temprano, Claude. Lo supe desde el primer día. Mi único placer consistía en no saber cuándo sería. Pero ahora ya lo sé. Ha sucedido ahora.

Inclinándose hacia él, le dio un beso y se apartó inmediatamente.

—Gracias por todo. Ahora, vuelve a tu trabajo. Algún día… algún año… cuando tus ocupaciones te lo permitan… tal vez vayas a verme. —Su sonrisa era agridulce—. Puede ser que aún me encuentres… si no he tenido suerte.

Suspirando, se marchó. Gisele cerró la puerta y se apoyó en ella. Al cabo de un rato se acercó al sofá, vio el Armagnac que él había dejado sin terminar y lo apuró. Luego desató su peinador, se lo quitó y se dirigió en su desnudez —sin provocación, porque no había nadie para verla— al cuarto de baño, para vestirse de nuevo, a fin de protegerse de los rigores de la lúgubre tarde invernal.

En el estudio de Carl Adolf Krantz, Daranyi había terminado de leer en voz alta sus notas sobre Leah Decker, mucho menos interesantes que las que se referían a los Marceau, pero necesarias como prueba de lo completo de sus informes. Como leyó muy de prisa, sabía que Krantz aún no había terminado de anotar sus palabras y entonces se recostó en el butacón de cuero para tomarse un respiro.

Su reloj de pulsera le dijo que eran más de las siete y media. Sólo le quedaban Andrew Craig, el profesor Max Stratman y Emily Stratman, para terminar su informe. A las ocho ya podía haberse embolsado la bonita suma que le ofrecería Krantz. ¿Dónde celebraría su buena fortuna? Tal vez yendo a cenar al Stallmästargarden, cerca del Hagaparken, con Lilly. Casi percibía ya el aroma de los bistecs a la parrilla. Luego, pensando que no debía ceder a sus inclinaciones de gourmet, se dijo que podía destinar aquel dinero a cosas más vitales. Bien, ya vería. Tenía la garganta y la boca resecas. El servicio de té que había traído Ilsa aún seguía sobre la mesa negra.

Daranyi se adelantó en el butacón de cuero y se sirvió el té, ya demasiado oscuro y tibio; luego tomó un pastelillo de queso y lo mordisqueó delicadamente, ayudándolo a descender por su garganta con un buen trago de té.

Krantz levantó la cabeza desde el otro lado del helecho.

—Puede seguir cuando guste —dijo.

Dejando la taza de té, Daranyi tomó sus papeles.

—Ahora viene Andrew Craig, el premio de Literatura.

—No hace falta que me diga muchas cosas de él —declaró Krantz—. Ya ha sido objeto de una investigación. Sólo lo principal.

Daranyi lanzó un suspiro de alivio. La investigación acerca de Craig le había resultado muy violenta, pues además de Craig, había Lilly de por medio y con ella se tocaba a su propia vida íntima. Con Craig penetraba en la zona reservada a la fidelidad y se proponía no sacar partido de ella. Desde el primer momento decidió dejar a Lilly al margen del informe. No quería que se viese mezclada en aquello.

—¿Recuerda usted —dijo Daranyi— la noticia que publicó un periódico acerca de unas palabras que se cruzaron entre una periodista norteamericana y Andrew Craig durante la conferencia de prensa? La periodista quería dar a entender que Craig se embriagaba con frecuencia. He comprobado cuidadosamente este particular. La periodista no se expresó con exactitud. Craig dista mucho de ser un alcohólico, pero antes de venir a Estocolmo, solía beber copiosamente. Una cosa es empinar el codo y otra muy distinta estar alcoholizado.

—Continúe —le ordenó Krantz.

—Hace tres años, sufrió un accidente de automóvil yendo en compañía de su esposa. ¿Dónde? En la parte meridional del Estado de Wisconsin, lugar que me es desconocido. Su esposa —de soltera Harriet Decker— pereció en el acto. Craig recibió graves heridas, de las que tardó varios meses en reponerse. La hermana menor de su esposa, la Leah Decker a la que ya me he referido, le ha cuidado y acompañado desde entonces.

—¿Cómo se ha portado durante esta semana?

—No pude obtener mucha información que pueda serle valiosa.

—Le ruego nuevamente, Daranyi, que se reserve sus juicios y se limite a exponer los hechos.

—Sí, doctor Krantz —dijo Daranyi, intimidado—. He sabido que Craig pasó una noche bebiendo copiosamente en compañía de Gunnar Gottling.

Krantz hizo acción de escupir al suelo.

—¡Con Gottling… ese cerdo!

Daranyi esperó respetuosamente y luego prosiguió:

—Craig pasó otra noche en la mansión de Märta Norberg.

—Se trata con gente de altura.

—Desde luego. Circula por ahí un rumor —no he podido comprobarlo y como tal se lo ofrezco— según el cual, Craig tiene un asunto con la Norberg.

—De nuevo emplea sus antiguas tretas, ¿eh?

—Como le digo, no he podido confirmar ese rumor. Pero existen pruebas más sólidas de que Craig ha estado frecuentemente en compañía de Emily Stratman, sobrina del profesor Stratman, que…

—¿Se trata de un asunto serio?

—No tengo modo de saberlo, al menos por ahora. Una noche cenaron juntos en «Den Gyldene Freden». Oh, sí, y también —no entiendo bien lo que escribí aquí— ya está… Craig y miss Stratman se vieron a solas durante la cena en casa de Hammarlund y se prodigaron demostraciones de afecto.

Krantz se rió de un modo que a Daranyi le pareció perverso.

Ach, Daranyi, usted mete la nariz en todo… Un momento…

Empezó a escribir.

—Es mi profesión —repuso Daranyi, ofendido.

—Es muy susceptible —le dijo Krantz, levantando la mirada de su bloc amarillo—. Se lo digo como un cumplido. —Lo atisbó a través del helecho—. ¿Cuáles son las últimas noticias sobre los amores de Craig y miss Stratman? ¿Se vieron ayer u hoy?

—Que yo sepa, no, al menos en público. Las últimas noticias que tengo acerca de Craig se remontan a las cuatro de esta tarde, a cuya hora se le vio entrar en la Fundación Nobel, donde creo que tenía una cita con el conde Jacobsson…

Andrew Craig no estaba de humor para aquella cita con el conde Bertil Jacobsson.

El enigma que ofrecía la personalidad de Emily Stratman, su irrazonable negativa a verlo, dejó a Craig casi desprovisto de ganas de vivir. El alcohol que ingirió la noche anterior no calmó su desesperación, y las caricias de Lilly por la noche y el solaz de su compañía alegre y consoladora fueron demasiado efímeros.

Por la mañana, el resentimiento que sentía a causa de la intromisión de Leah en sus asuntos y sus peligrosos celos lo enfurecieron y regresó al hotel con intención de armar la gorda. Pero Leah, previendo sin duda su justa cólera, fue demasiado lista para presentarse a él cuando las heridas aún estaban sangrantes. Una impertinente nota, que encontró en la mesita de noche, le comunicaba que, en compañía de Margherita Farelli y bajo la guía de míster Manker, pasaría el día y la noche en la provincia de Dalarna, al norte de Estocolmo, recorriendo la región del lago Siljan y sus aledaños. En la nota rogaba a Craig que no se preocupase por ella —aquello era lo que resultaba impertinente— porque regresaría a primeras horas de la mañana del día diez, a tiempo de ayudarlo a vestirse para la Ceremonia Nobel.

Aquella jornada resultó vacía, obsesionante; él leyó y vagó por la ciudad, rehuyendo los bares, pensando constantemente en Emily, sintiendo resentimiento hacia ella, mezclado con amor y odio por ser la causante de que su tormento se reanudara.

No olvidaba la cita que tenía a las cuatro con Jacobsson, un compromiso que contrajo varios días antes. En diversas ocasiones estuvo tentado de anularlo bajo algún pretexto. Jacobsson quería que Craig visitase sus habitaciones particulares, situadas sobre las oficinas de la Fundación, y viese su museo —que no sabía bien en qué consistía—. Entonces Craig aceptó la invitación e incluso le agradó la idea de aquella visita, presumiendo que Emily le acompañaría. Pero, en las circunstancias actuales, aquello le resultaba una pesada obligación. Lo que finalmente le hizo asistir a la cita fue el aburrimiento… mezclado con el deseo de no desairar al anciano caballero, por el que sentía un considerable afecto.

Casi había pasado ya una hora entre los libros y las vitrinas de la espaciosa biblioteca de Jacobsson, en sus habitaciones de Sturegatan 14. Con gran sorpresa por su parte, la visita no resultó desagradable para Craig. La tranquilidad que reinaba en la estancia, tan apartada del mundanal ruido como una estación del espacio, los conocimientos literarios de Jacobsson y su amabilidad, calmaron los nervios de Craig y absorbieron su atención.

Ambos estaban ante la última vitrina. Jacobsson señaló con su bastón una carta amarillenta.

—La escribió Romain Rolland a favor del suizo Carl Spitteler. Más que cualquier otra cosa, esto contribuyó a que Spitteler obtuviese el premio de Literatura en 1919… Al lado de ella puede usted ver una primera edición, fechada en 1882, del Det Nya Riket… El Nuevo Reino… con el autógrafo del propio Strindberg. ¿Por qué la tenemos aquí, si Strindberg nunca fue premiado? Por el tema de la obra. En ella, Strindberg puso en la picota a Wirsen —según recordará usted, Wirsen fue presidente de la Academia Sueca— y este fue otro de los motivos que alegó Wirsen para no premiar a Strindberg… Y aquí —mire con atención, míster Craig— el cheque anulado por valor de 46 734 dólares, importe del Premio Nobel para la Paz que fue entregado a Teodoro Roosevelt. Está firmado de su puño y letra. ¿Sabe usted qué hizo con este cheque? De momento lo entregó a una comisión especial fundada para fomentar la paz industrial en los Estados Unidos. Pero, según tengo entendido, la aludida comisión no se daba mucha prisa en disponer de esa suma, y vuestro presidente no era un hombre que se distinguiese por su paciencia. Diez años después, Roosevelt pidió que le devolviesen el dinero y lo ofreció a una fundación destinada a ayudar a los soldados americanos que combatían en Europa… El importe del premio para la Paz, recuerde.

Unos discretos golpecitos a la puerta los interrumpieron y Jacobsson, disculpándose, fue a abrirla. Su secretaria, Astrid Steen, le comunicó algo en voz baja. Jacobsson la escuchó con el cerio fruncido y luego meditó un momento.

Volviéndose de pronto hacia Craig, anunció:

—Ahí fuera tenemos a miss Sue Wiley. Solicita verme un momento, para comprobar una información que posee. ¿Le importa que la haga pasar para saber qué desea?

—No, en absoluto —contestó Craig—. Estoy vacunado contra toda clase de infecciones tifoideas.

Sonriendo, Jacobsson volvió a la puerta.

—Muy bien, señora Steen, hágala pasar, pero diga a miss Wiley que sólo podré concederle unos minutos.

Esperó junto a la puerta abierta mientras Craig se dedicaba a encender la pipa.

Sue Wiley entró sin aliento, dio las gracias a Jacobsson por haberla recibido y mostró un breve desconcierto ante la presencia inesperada de Craig.

—Caramba, no esperaba encontrarle a usted aquí —le dijo—. ¿A qué ha venido? ¿A contar el dinero del premio?

Craig se contuvo. No valía la pena perder los estribos por aquella desvergonzada, que además estaba sumamente ridícula con su sombrero de cosaco que acababa de adquirir y con un manguito también de piel, como el sombrero, que hacía juego con este y que llevaba en una de sus muñecas.

—Si es algo particular, esperaré ahí fuera —dijo Craig.

—Ninguna de mis idas y venidas son particulares, míster Craig. Quédese ahí. Terminaré en un momento. —Giró sobre sus aguzados tacones hacia Jacobsson—. Deseo únicamente que me facilite un dato, conde. Me estoy convirtiendo en un historiador —limitado únicamente a la época contemporánea— y por lo tanto, de vez en cuando, quiero comprobar algún hecho. Este se refiere a Bernard Shaw. ¿Lo recuerda?

—Pues no faltaba más —repuso Jacobsson cortésmente.

—Alguien me dijo que rechazó el Premio Nobel. ¿Es así? ¿Es cierto esto?

—Siento tener que decepcionarla, miss Wiley. Lo que sí es cierto es que concedimos el premio a Bernard Shaw en 1925, por aclamación. Cuando el embajador de Suecia en Londres le notificó la concesión de la recompensa, Bernard Shaw, que solía criticar a los premios en general y al nuestro en particular, contestó con tono destemplado: «¡No lo quiero! ¿Para qué necesito ese dinero?». Pero lo que no es cierto —y en eso la han informado mal— es que rechazase el premio. Nada de eso. Después de darle vueltas al asunto durante una semana, cambió de idea y aceptó el premio. Debo añadir que tuvo un magnífico gesto con el dinero que le dimos. Lo destinó a crear una Alianza Anglosueca para fomentar las relaciones artísticas y literarias entre la Gran Bretaña y Suecia.

—Gracias —dijo Sue Wiley— y permítame añadir que se equivoca usted al pensar que me ha decepcionado. Si no supiese que es usted una persona tan cumplida y cabal, creería que se dejaba influir por los demás en contra mía. ¿Qué cree usted que busco, conde Jacobsson… únicamente el escándalo? No me confunda por una periodista sensacionalista. Yo únicamente busco la verdad.

—Miss Wiley —replicó Jacobsson con infinita contención—: La experiencia me ha demostrado que la verdad tiene tres caras: una verdad completa, una media verdad y una mentira blanca que apenas puede llamarse verdad. —Hizo una pausa—. En realidad, me alegro de que usted aludiese a ese tema, pues me proponía invitarla para que asistiese a una pequeña charla de orientación. Me he enterado… ¿o prefiere usted que hablemos de ello en otro momento y en privado?

—Nada de eso. Todo cuanto tenga que decirme, puede decirlo delante de míster Craig o de quien sea.

—Entonces, lo que yo quería decirle es lo siguiente —y no se lo he dicho antes a causa de las muchas obligaciones que han caído sobre mí durante esta semana de actos oficiales—: me he enterado de que usted ha realizado numerosas gestiones en esta ciudad para procurarse ciertas informaciones, de un tipo muy determinado.

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que, según informes fidedignos que poseo, usted ha tratado de procurarse informes desfavorables para las instituciones del Premio Nobel.

—¿Quién dice eso? —barbotó Sue Wiley, poniéndose colorada—. ¡Qué ridiculez! Yo soy una periodista objetiva que trata de informarse imparcialmente. No me invento nada. Utilizo el material que me facilitan. Si a veces resulta que es negro en lugar de blanco, pues… como he dicho, eso es la verdad y tengo que inclinarme ante ella. —De pronto, empezó a parpadear y luego entornó los ojos—. ¿Quiere usted dar a entender que no publique algunas de las cosas que he averiguado, sometiéndome a su… censura previa?

El tono de Sue Wiley le resultaba insoportable a Craig, quien se balanceaba inquieto, irritado por sus palabras y su intento evidente de obligar a Jacobsson a reconocer que quería imponerle una censura. Pero Jacobsson permanecía imperturbable y diplomático.

—Nada más lejos de mi intención, miss Wiley. No lo piense ni por un instante. Está usted en un país libre, entre personas libres y queremos que escriba como le parezca. Lo único que digo es que lamento ver que nuestros visitantes se dedican sólo, a buscar las medias verdades, para ofrecerlas al mundo como si fuesen verdades enteras.

—Si esto es lo que le preocupa, no tiene nada que temer. Yo me limito únicamente a los hechos. Si encuentra mentiras en mis artículos, o los considera un libelo, puede llevarme a los tribunales. Esto, para demostrarle lo segura que estoy.

Una sonrisa aleteó sobre las arrugadas facciones de Jacobsson.

—La Fundación Nobel es una institución casi gubernamental, miss Wiley. Nosotros aprobamos o desaprobamos, pero no llevamos a nadie a los tribunales.

—Entonces, nos comprendemos perfectamente. Bien, creo que ya le he robado bastante tiempo y…

—Un momento, miss Wiley. Se me ocurre algo. Puesto que usted ha estado reuniendo una cantidad tan grande de información procedente de tan distintas fuentes, quizá valdría la pena que añadiese a ella unos datos procedentes directamente de la propia Fundación Nobel, con los que podría escribir un magnífico artículo.

La cara de Sue Wiley se iluminó.

—¡Un artículo! ¡Desde luego!

Jacobsson miró a un lado.

—Si no le importa, míster Craig…

—Siento tanto interés como miss Wiley.

—Por favor, tome usted asiento, miss Wiley. Y usted también, míster Craig. Trataré de ser muy breve. ¿Tiene un lápiz, miss Wiley?

—Estoy preparada.

La joven se había sentado frente a la vieja mesa de nogal de Jacobsson y sacó de su bolso el lápiz y el libro de notas. Craig permaneció de pie, encendiendo la pipa de nuevo. Jacobsson rebuscó entre la hilera de libros verdes colocados en un estante sobre su escritorio, escogió uno de ellos y lo depositó sobre la mesa, ante la que se sentó. Hojeó el libro hasta encontrar la página que buscaba. Entonces levantó la mirada.

—Como usted sabe, miss Wiley —empezó a decir— se conceden cinco premios Nobel, que se han otorgado con notable regularidad casi todos los años desde 1901. El mundo ha llegado a considerar estos premios como la mayor recompensa… como el honor más elevado que puede recibir un hombre en la Tierra. Por consiguiente, el Premio Nobel se ha convertido en algo tabú e intangible. La tentación que con frecuencia han sentido los periodistas por demostrar que no hay tal intangibilidad, ha sido irresistible. Bastará que se dé una vuelta por la ciudad para enterarse sin dificultad de nuestras deficiencias… ¡Cuántas veces las he oído repetir y pregonar con satisfacción malévola, durante mis muchos años!: De que si somos anticomunistas, de que si somos germanófilos, de que si practicamos el nepotismo y el favoritismo… y sobre todo, lo principal y lo peor, de cómo nos dejamos influir en nuestras votaciones por prejuicios, por la política y por el miedo. Parte es verdad, y yo soy el primero en reconocerlo. En realidad, cada vez que yo tengo el honor de acompañar a los nuevos laureados a una visita de nuestras academias, siempre tengo el mayor empeño en exhibir ante ellos nuestros aspectos más desfavorables, junto con los mejores, como míster Craig puede atestiguar. Lo que más me preocupa, y preocupa también a mis colegas, es que nuestros visitantes se fijen únicamente en nuestros aspectos más desfavorables, omitiendo con demasiada frecuencia los que más nos favorecen. Voy a tomarme la libertad de ofrecerle un ejemplo, por el que yo tengo predilección, de nuestro lado bueno. Le había prometido tema para un artículo, ¿no es verdad?

—En efecto —dijo Sue Wiley con menos desparpajo que antes.

—Esta tarde vino usted para preguntarme si Bernard Shaw había rechazado el premio, y yo le dije que no. Ahora le referiré la historía de otro hombre sobre el que se ejerció presión para que rechazara el premio, sin que él lo hiciese, y le hablaré también de su premio, que contra toda lógica y lo que aconsejaba el sentido común, no tenía que concedérsele, pero que a pesar de ello se le concedió. Le hablaré de Carl von Ossietzky, cuyo nombre voy a escribirle, porque quiero que aparezca correctamente escrito, para que sus lectores no lo olviden jamás.

Calmosamente, Jacobsson escribió el nombre de Carl von Ossietzky con letras mayúsculas de imprenta en un pedazo de papel y lo tendió a Sue Wiley, quien lo tomó y lo examinó estupefacta. Al escuchar aquel nombre, Craig se esforzó por recordar dónde lo había oído por primera vez —¿fue en el banquete real o en la cena en casa de Hammarlund?— pero sin embargo, aquel nombre le resultaba extraño y sentía curiosidad por saber lo que diría Jacobsson sobre aquel personaje desconocido.

Jacobsson contempló el libro verde abierto y luego continuó hablando:

—Hay una expresión que ha hecho fortuna en nuestro tiempo: «el hombre de la calle». Esta expresión se refiere a lo que antes se denominaba «el vulgo» o «las masas». En mi opinión se refiere al hombre corriente y moliente que no se distingue por su riqueza, su fama ni su autoridad. De la cuna a la tumba este hombre come y duerme, trabaja como una hormiga, se reproduce, sin dirigir la política, salir en los titulares ni dar escándalos, y, a su muerte, sólo lo lloran sus deudos y un puñado de amigos, desapareciendo de la faz del planeta tan discretamente como la hormiga que uno pisa por inadvertencia, y sin que nadie lo eche de menos. Un hombre así fue durante cuarenta y dos años Carl von Ossietzky, un alemán que escribía mediocres artículos para ganarse el sustento y cuya única flaqueza —todos tenemos una flaqueza— era el odio que sentía por el militarismo, después de haber servido durante cuatro años en las filas del Ejército Imperial germano durante la Gran Guerra. Lo que hizo salir a Ossietzky del anonimato fue su creciente obsesión de que todos los militares sin excepción son unos «asesinos» —son sus propias palabras— y que no había «nada heroico» en la guerra. Son muchos los que, sabiéndolo, pensándolo y odiando los actos de violencia, viven sin hacer nada para evitarlos. Ossietzky fue el único que decidió poner remedio al mal, eliminarlo, demostrando y predicando lo que él pensaba.

Jacobsson levantó la vista del libro para mirar a Craig y luego a Sue Wiley.

Su historia es breve —prosiguió el aristócrata sueco— e hizo muy pocas cosas. Era redactor del Berliner Volkszeitung y director del Weltbühne. Asimismo, era secretario de la Liga Pacifista Alemana y uno de los fundadores de la Sociedad Internacional Contra la Guerra. Propugnaba que se estableciese una nueva festividad que recibiría el nombre de Día Antibélico. Hasta aquí, su labor es admirable y demuestra una gran tenacidad en favor de sus ideales pacifistas, pero no hay en ella nada de particular. Hasta que un día de 1929, dando más pruebas de valor que de discreción, publicó un artículo en el que revelaba el presupuesto de guerra secreto de la Alemania desarmada y proclamaba ante el mundo que su patria faltaba a los compromisos suscritos en los tratados, preparando en secreto un ejército y una aviación. A causa de este artículo, Ossietzky tuvo que responder a una acusación de alta traición en 1931 y fue encarcelado durante casi dos años. Su confinamiento le produjo efectos devastadores, no sólo porque su salud era muy precaria y sufría una tuberculosis incipiente, sino porque sabía los males que se estaban tramando y deseaba hallarse libre para poner sobre aviso al mundo amodorrado.

»Cuando salió de la cárcel, había un nuevo hombre y un poder distinto al frente de los destinos de su patria. Este hombre y este poder eran los de Adolfo Hitler. Ossietzky reanudó ciegamente su campaña pacifista. Sus amigos le advirtieron de las desastrosas consecuencias que esta podía acarrearle y le aconsejaron que cruzase la frontera. Pero Ossietzky les contestó: "La voz de un hombre que habla desde el otro lado de la frontera tiene un sonido hueco." Se quedó en Alemania, para abuchear a Hitler mientras los demás lo aplaudían, para decir a sus compatriotas que "el espíritu guerrero alemán únicamente encierra el deseo de conquista". Era una pequeña espina clavada en el flanco de Hitler, pero era una espina y había que arrancarla.

»La noche del 27 de febrero de 1933 —según figura en mis Notas— se produjo el incendio del Reichstag berlinés y de sus cenizas surgió el III Reich. Aquella noche fue arrancada la espina, pues Carl von Ossietzky fue detenido con otros elementos desafectos y encarcelado bajo la acusación de atentar a la seguridad del Estado. Por primera vez, fueron varios los que empezaron a pensar que una voz que representaba la cordura había sido reducida al silencio. Mientras Ossietzky era torturado en el campo de concentración de Sonnenburg, la Liga Alemana en favor de los Derechos del Hombre propuso su candidatura a Oslo, para el Premio Nobel de la Paz. Pero Ossietzky era un Don Nadie y mis colegas no tuvieron en cuenta su candidatura. Al año siguiente, las noticias sobre los sufrimientos y el martirio de Ossietzky se esparcieron por el mundo entero, y de pronto el comité para el Premio Nobel de la Paz recibió un alud de candidaturas a su favor, con todos los requisitos legales. Romain Rolland presentó su candidatura. Lo mismo hicieron, entre otros, Alberto Einstein, Thomas Mann, Jane Addams, la Asamblea Nacional helvética, el Partido Laborista noruego, etc. Podría pasarme horas enteras citando las candidaturas que llovieron sobre Oslo. Ya no podía seguirse haciendo caso omiso de la existencia de aquel Don Nadie.

»Ahora verá usted, miss Wiley, las dificultades con que a veces se enfrenta un comité del Premio Nobel. Por un lado, las mejores inteligencias del mundo entero apremiaban a los noruegos para que estos honrasen y recompensasen a un hombre que había desafiado al jefe de la nación que constituía la mayor amenaza para la paz y la seguridad de Noruega. Por otra parte, no faltaba quien recordase a los jurados del Premio Nobel las consecuencias que podría tener su decisión, en el caso de que acordasen dar el premio a Ossietzky. Dentro de la propia Noruega, Knut Hamsun, que había abrazado las ideas del Fascismo, publicaba artículos contra Ossietzky, y Vidkun Quisling llamaba traidor al "Don Nadie" en letras de molde. La Liga de Patriotas de Noruega solicitaba que se concediese el premio de la Paz de 1935 a Hitler o Mussolini y no al detestable Ossietzky. Y fuera de Noruega, las presiones aún eran más fuertes. Goebbels acusaba a Ossietzky de judío y comunista, a pesar de que no era ninguna de ambas cosas. Los Schwarzes Korps hitlerianos advirtieron a los jurados del premio Nobel que un voto a favor de Ossietzky sería considerado como "una bofetada a la cara del pueblo alemán". Goering, que estaba en relación con los familiares de Nobel a través de su primera esposa —la baronesa sueca Karin Fock, que murió tuberculosa en 1932— se puso en contacto con los herederos de Nobel, y estos aconsejaron al comité que había de otorgar el premio de la Paz que rechazara la candidatura de Ossietzky.

»Trate de imaginarse, si puede, cuál debía de ser el estado de ánimo de los cinco miembros del comité Nobel para la Paz. Uno de los jurados era el doctor Halvdan Koht, ministro de Asuntos Exteriores de Noruega. Otro era Johan Ludwig Mowinckel, que fue primer ministro de Noruega y era el jefe de la izquierda gubernamental. Ambos eran hombres muy influyentes, que veían favorablemente la candidatura de Ossietzky, pero, en su calidad de experimentados políticos, sabían que otorgando el premio a Ossietzky, insultarían a Hitler y probablemente este rompería sus relaciones diplomáticas con Noruega. Cuando se reunieron para proceder a la votación, los cinco miembros del comité discutieron hasta enronquecer. Por último, adoptaron una decisión. No podían premiar a Ossietzky. Estaba en juego la propia supervivencia de Noruega. Se pensó en conceder el premio a Thomas Masaryk, de Checoslovaquia, pero ni siquiera este les pareció seguro. Por último, para no meterse en más honduras y salir de dificultades, el comité decidió otorgar el premio al príncipe Carlos de Suecia, para recompensar las actividades que realizó al frente de la Cruz Roja hacía quince años. Pero antes de proceder a la votación, se supo que no podía elegirse al príncipe Carlos, pues su nombre había llegado a Oslo dos días después del último plazo fijado para la recepción de candidaturas. Entonces el comité levantó sus manos colectivas en un gesto de desesperación y anunció al mundo que el premio de la Paz para 1935 se declaraba desierto —como ha ocurrido este mismo año— porque había una guerra en África y el momento era inoportuno".»

Durante todo este relato, Sue Wiley y Craig no se movieron de sus respectivos lugares. Jacobsson los contempló con aire meditabundo.

—Se preguntan ustedes qué fue de Ossietzky, ¿verdad? —prosiguió—. Ossietzky se encontraba a la sazón en el campo de concentración de Papenburg. Los nazis habían dejado de torturarlo, pero esto ya no tenía importancia porque se estaba muriendo consumido por la tuberculosis. Si hubiese muerto en seguida, la controversia hubiera cesado y todo eso hubiéramos perdido el mundo y nosotros. Pero aún no había llegado su hora. Su espíritu indomable le ayudaba a seguir viviendo y así pasaron rápidamente los meses, hasta que llegó el año 1936 y nuevamente el comité Nobel para la Paz se vio enfrentado con la decisión. Esta vez también llovieron candidaturas de todo el mundo, excepto de Alemania. Le alegrará saber que entre los que con más tesón lo apoyaron se hallaban diversos ciudadanos de los Estados Unidos. El comité Nobel hizo recuento de votos. Dos de sus miembros votarían contra Ossietzky, dos a su favor y el quinto estaba indeciso. Hasta que de pronto los dos que se oponían a Ossietzky a causa de su posición política —eran el doctor Koht y Johan Mowinckel— presentaron la dimisión y fueron sustituidos por otros dos jurados que no tenían las manos atadas por su posición pública. El 23 de noviembre de 1936, haciendo caso omiso de las amenazas alemanas, se realizó la votación final y Carl von Ossietzky, obtuvo el premio Nobel de la Paz para 1936, miss Wiley.

»Nuestros jurados habían demostrado su valor y entonces le correspondía exhibirlo al frágil Ossietzky. ¿Qué haría? A causa de su notoriedad, Goebbels lo sacó del campo de concentración para llevarlo al Hospital del Oeste de Berlín. Allí fue a visitarlo el propio Goering, para ordenarle que rechazase nuestro premio. Ossietzky se negó a responder a Goering, pero consiguió enviar clandestinamente un cablegrama a Oslo, para agradecer y aceptar la concesión del premio Nobel. La prensa hitleriana lo colmó de denuestos, pero Ossietzky se mantuvo retador hasta el fin. Cuando varios corresponsales extranjeros fueron a entrevistarlo en presencia de la Gestapo, él les dijo que se sentía muy orgulloso de haber obtenido el premio y les repitió que la carrera de armamentos era "una locura". Una delegación Nobel fue a visitarlo también a su lecho de enfermo, para felicitarlo. Nunca vio su premio en metálico, que ascendía a 39 303 dólares. Dio poderes a un amigo suyo de Oslo, el cual representaba a su vez a un abogado berlinés, para que percibiese el importe del premio. Se hizo una transferencia a un banco de Berlín, donde el premio quedó congelado. Pero esto no le importó a Ossietzky, después de alcanzar aquel alto galardón. A causa del "Don Nadie", Hitler proscribió los premios Nobel de Alemania e instituyó sus propios premios del Estado Nacional para recompensar a los dos primeros hombres de ciencia arios y al escritor ario más importante. Pero Hitler no se daba por satisfecho. En 1940, cuando invadió Noruega y subyugó a este país, detuvo al Comité Nobel en pleno. Esto no tuvo mayores consecuencias, porque a la sazón todo el mundo libre había salido de su letargo y se disponía a luchar por la paz. Pero Ossietzky ya había muerto hacía dos años y medio. Sin embargo, yo prefiero pensar que aún sigue viviendo.

Haciendo una pausa, Jacobsson cerró suavemente el libro verde.

—Hay otros laureados mucho más famosos que han obtenido el premio Nobel de la Paz —agregó—. He aquí unos cuantos nombres conocidísimos: Jean Henri Dunant. Elihu Root. Woodrow Wilson, Fridtjof Nansen. Arístides Briand. Cordell Hull. Ralph Bunche. Albert Schweitzer. El general George Marshall. Philip Noel-Baker. Sí, nombres famosos. Pero sospecho que, de todos ellos, Carl von Ossietzky fue el más grande. Y por su causa, en este momento único en nuestra historia, nuestros comités y jurados del Premio Nobel también alcanzaron la grandeza.

Jacobsson contrajo sus arrugadas facciones en una benévola sonrisa.

—Por favor, escriba bien su nombre, miss Wiley —dijo.

La joven parecía conmovida pero permanecía inmóvil y en su rostro se mostraba un embarazo inexplicable para ella. La pluma parecía haber quedado congelada en sus dedos. A su espalda, Craig permanecía de pie en el mismo sitio, con la pipa apagada en la mano, conmovido e impresionado hasta lo más profundo de su ser.

Sue Wiley tragó saliva de manera perceptible y luego pronunció una sola palabra:

—¡Cáspita!

—Si desean preguntarme algo… —empezó a decir Jacobsson.

Pero entonces llamaron a la puerta. Jacobsson se levantó de su butaca y fue a abrir. Era otra vez su secretaria, la señora Steen, que le susurró algo al oído. El conde se volvió hacia sus dos visitantes.

Tengo que ir un momento abajo —les dijo, con un ademán de disculpa—. Antes de la ceremonia final, siempre se presentan los que vienen a pescar una invitación o dos. Pueden quedarse aquí por el tiempo que deseen mientras yo…

—Gracias, conde —dijo Craig—, pero yo tendré que irme.

—Gracias, conde Jacobsson —dijo también Sue Wiley.

El aristócrata sueco se fue y ambos se quedaron solos en la tranquila habitación de alto techo. Craig se acercó al colgador y tomó su sombrero y su gabán. Vio que Sue Wiley continuaba sentada en la butaca, contemplándole con semblante reflexivo.

Cuando se volvió para irse, ella le dijo:

—Después de oír esta historia, usted debe de tenerme asco, ¿verdad?

—¿Le importa acaso saber lo que yo pienso de usted?

En efecto, esto parecía importarle, y la joven parpadeó nerviosamente.

—Yo tengo que cumplir mi cometido, míster Craig… ¿no lo comprende usted? Tengo que cumplir mi cometido.

—Nadie le impide hacerlo.

—No me gusta el modo como me miran usted, Jacobsson y algunos otros… como si yo fuese una especie de reptil, una víbora o algo que se arrastra por el suelo. No me gusta, ea, y a usted tampoco le gustaría. Soy una persona como las demás. Ya sé que está molesto conmigo por aquella pregunta que le hice en la conferencia de prensa. Me dijeron algo acerca de usted y quise comprobar si era cierto. Tal vez debiera habérselo preguntado a solas, en lugar de hacerlo en público…

Craig ya estaba frente a la puerta.

—Le aseguro que eso no tiene ninguna importancia, miss Wiley.

—Para mí sí la tiene. Para mis artículos, yo me sirvo de informes y noticias que llegan de todas partes, a través de las agencias de la Consolidated, del mismo modo que la Associated Press, las revistas Time y Newsweek vierten en sus artículos las noticias que recopilan mediante sus agencias informativas. Antes de entrevistar a Schweitzer, no me fié únicamente del formulario que pensaba presentarle, de las preguntas basadas en lo que yo había leído de él, o de lo que pudiese surgir en nuestra conversación. Utilicé los servicios de todas nuestras agencias y fuentes de información habituales, que se procuraron datos y antecedentes en Kayserberg, población de la Alsacia alemana donde él nació… en Günsbach, Estrasburgo, Berlín, París, Aspen, Colorado…, en todos los lugares donde Schweitzer había vivido, estudiado y trabajado. Entonces me facilitaron todo este material, parte del cual era bueno y otro no tanto y ello me sirvió para redactar mi formulario definitivo e irme a Lambaréné para obtener la historia verdadera.

—¿La historia verdadera, miss Wiley?

—Exactamente. La historia verdadera surge de todo ello… de las entrevistas, los chismes, las confidencias, las indicaciones y las investigaciones sólidas… y todo ello yo lo cribo, lo compruebo y, después de pasar por mi tamiz, obtengo la historia verdadera. Este es exactamente el método que empleo para procurarme información acerca de todos ustedes, los laureados con el premio Nobel. Usted, por ejemplo. ¿Cómo cree que supe que le gustaba empinar el codo de vez en cuando? ¿Se imagina que lo supe por revelación divina? Quite ahí… Enviamos su nombre a nuestras agencias, e inmediatamente estas empezaron a desenterrar todo cuanto había hecho en su vida… cuando estuvo en el periódico de San Luis, cuando estuvo en Londres, en Marsella, en Nueva Jersey durante la guerra, en Long Island con su esposa, durante su viaje de bodas por Europa, y, por último, cuando se instaló a vivir en el campo, en Wisconsin.

Aunque no quería demostrárselo, Craig se quedó impresionado ante la minuciosidad de aquella encuesta. Aunque resultaba desconsolador pensar que sabían tantas cosas de él, no por ello dejaba de sentirse impresionado.

Sue Wiley prosiguió impulsivamente:

—No crea que nuestra agencia de Chicago no puso el grito en el cielo cuando supo que tenía que enviar a un reportero a un sitio como Miller’s Dam, que es poco más o menos donde Cristo dio las tres voces. ¡Ni que se hubiese tratado del Tíbet! Pero cuando usted obtuvo el premio, allí estaba nuestro enviado, husmeando por Miller’s Dam en busca de material para enviarme; llegó allí unos días antes de que usted partiese hacia Estocolmo, y ha seguido en Miller’s Dam por espacio de casi toda esta semana. Recorrió toda la región, haciendo preguntas sin despertar sospechas, metiendo la nariz por todas partes, procurándose números atrasados del periódico local y toda clase de documentos. Míster Craig, se sonrojaría si le dijese todo lo que sé de usted. Por lo menos fueron tres las personas que aseguraron que usted pillaba unas borracheras fenomenales todos los días y que dormía la mona de la mañana a la noche. Otra persona nos confió que de vez en cuando se daba una vueltecita por una casa de mala nota de los alrededores. He visto la lista de la compra de su cuñada, de modo que sé lo que usted come, conozco a todos sus amigos, tengo fotocopias de la hipoteca que pesa sobre su casa y me sé de memoria el epitafio que figura sobre la tumba de su esposa. Incluso sé por qué bajó a ella, y cómo…

El corazón de Craig latió apresuradamente y deseó haberse ido ya, para no tener que oír de nuevo aquel doloroso secreto, de labios de una persona que no era Leah. Pero esperó.

—… porque conozco hasta el último detalle del accidente —prosiguió Sue Wiley— y nos los procuramos porque, aunque le resulte doloroso recordarlo, es un suceso dramático, interesante para nuestros lectores y además verídico, que es lo que a mí me interesa. Puedo reconstruir el accidente mejor que usted…, decirle cuántos centímetros de lluvia por metro cuadrado se recogieron aquella noche, cuánto tiempo pasó usted en el Club Rural de Lawson, cómo era el pastel de cumpleaños y cuántos regalos le ofreció su esposa. La hora exacta en que ambos abandonaron la fiesta, el minuto exacto en que su coche chocó contra la encina e incluso cómo se soltó la varilla tensora de la dirección, lo que le hizo patinar —aunque yo no entiendo de mecánica—, y puedo decirle además…

Craig sintió un escalofrío que le ascendía por las rodillas hasta el pecho y el cuero cabelludo. No debía haber oído bien. Se había equivocado. Avanzó maquinalmente hacia ella y la expresión de incredulidad de su cara macilenta hizo que ella no terminase la frase.

—¿Qué le ocurre? —preguntó la joven, asustada—. ¿Vuelve a estar enfadado conmigo?

—Miss Wiley, repita lo que acaba de decir.

—¿Sobre qué? ¿Qué quiere que repita?

—Lo del accidente.

—Pues decía que sabía todo lo que…

—Lo del coche —la atajó Craig—. ¿Qué ha dicho del coche…? Eso de que no entiende de mecánica… de la varilla tensora…

—Ah, eso —exclamó Sue Wiley, aliviada—. Quería demostrarle únicamente lo completos que son nuestros informes, y hacerle ver que yo no hablo a tontas y a locas, como usted se figura. Tuvo usted muy mala suerte con este accidente… Al tomar aquella curva, la varilla tensora de la dirección… esa varilla de la parte delantera, debajo del coche, que gobierna las ruedas, ¿sabe usted…?

—Sí, sí, prosiga.

—Debía de estar rota o defectuosa, porque cuando usted tomó la curva se partió —eso ha ocurrido bastantes veces, por desgracia—, una de las ruedas delanteras no obedeció al volante y el coche salió volando por la tangente.

—¿Cómo supo usted esto? —preguntó Craig, muy excitado—. ¿Y cómo sabe que es cierto?

—¿Cómo lo sé? ¿Acaso no lo sabía usted ya? Fue usted quien sufrió el accidente, no yo. Nuestro hombre de Chicago estuvo en las oficinas del sheriff del condado, para procurarse información sobre el accidente que costó la vida a su esposa… y le dieron todos los datos, incluyendo el informe de la policía sobre el automóvil accidentado. En dicho informe, lo recuerdo muy bien, figuraba la frase siguiente: «Accidente debido a fallo mecánico», y luego añadía que la varilla tensora se rompió, la rueda delantera de la parte de dentro de la curva no obedeció al volante y luego venían las medidas tomadas sobre la carretera, que permitían apreciar el patinazo sobre el asfalto húmedo. Tengo las fotocopias en el hotel. Asimismo, el dictamen del médico forense en el que dice que no hay lugar a encuesta y no existen responsabilidades criminales, pues las causas del accidente no ofrecían dudas y además usted era una persona conocida de todos.

—Sí, allí nos conocemos todos. Yo nunca me molesté en saber los detalles. Estuve convaleciente en el hospital y después en casa durante mucho tiempo. Y después, ya no había motivo para interesarme por lo ocurrido. Creo que mi cuñada se ocupó de todo.

—Eso es —asintió Sue Wiley—. En las oficinas del sheriff dijeron a nuestro hombre que citaron a miss Decker después del entierro de su hermana, mientras usted aún estaba medio inconsciente en la clínica, para darle una copia del informe policíaco sobre el accidente, pues ya habían sobreseído el caso. —Sue Wiley lo miró de hito en hito—. ¿No leyó usted el informe? ¿Qué suponía que causó el accidente?

—¿Cómo? —dijo él con vaguedad. Su mente volvía al pasado, avanzando a tientas entre los meses y los años, tratando de recordar todos los detalles y sabiendo con una certidumbre glacial que Leah le había ocultado la verdad, para ofrecerle en su lugar un sentimiento de culpabilidad, que él procuraba ahogar en alcohol, ebrio e irresponsable. Aquella mentira, que al principio le dijo a medias, después plenamente y por último de manera constante, fue el medio que ella empleó para retenerlo en su poder, como un seguro para la vejez… La enormidad del daño que le había causado, su insondable desequilibrio y perversidad, convirtieron a aquellos años en una pesadilla, lo mismo que el recuerdo del odio que experimentaba por sí mismo. Comprendió que estaba pálido como un muerto… El corazón parecía querer escapársele por la garganta.

—Le he preguntado… cuál supone usted que fue la causa del accidente.

—Esta —dijo Craig con voz débil—. Creo que nunca pensé en ello, pero ahora recuerdo que más tarde me lo dijeron. No es más que… No sé… me ha producido un efecto extraño oírselo contar de nuevo.

—Siento haberle causado esa impresión.

—No es nada —dijo Craig, sin darse apenas cuenta de su presencia. Pensaba únicamente en Leah y en su maldad, casi para sí mismo, más para su capote que para Sue Wiley, dijo—: Sí, Leah… Leah se ocupó de todo.

—¿Cómo?

—Decía que…

La tremenda impresión sufrida se iba atenuando. De nuevo veía bajo su debida perspectiva lo que le rodeaba, la mesa de nogal, el estante con los libros verdes, los libros que cubrían las paredes, las vitrinas, y a Sue Wiley que lo miraba desconcertada, con su eterno parpadeo.

—He olvidado lo que iba a decirle. Lo siento, pero tengo que irme. Gracias por todo. Ojalá escriba usted sus artículos con tanta imparcialidad como realiza sus investigaciones.

Sólo he querido demostrarle cómo trabajamos, para que usted comprenda…

—Ahora comprendo muchas cosas, miss Wiley. Buenos días.

En el despacho de Carl Adolf Krantz, situado en Norr Mälarstrand, Daranyi observó que eran las 7.41 y que sólo le quedaban dos informes por presentar. Después de eso, tarea más que odiosa, quedaría libre, libre de aquella opresiva estancia abarrotada de mobiliario, con el té tibio sobre la mesa y el helecho que de pronto le pareció mísero y raquítico, y, sobre todo, de su repelente propietario.

—De modo que —dijo Daranyi, bajándose el cinturón para aliviar la presión que este ejercía sobre su estómago y tomando de nuevo sus informes— si usted está dispuesto, continuaremos con los dos últimos nombres que figuran en la lista.

—Estoy dispuesto —dijo Krantz—. Prosiga.

—Llegamos ahora al formidable profesor Max Stratman, oriundo de Berlín y que en la actualidad reside en Atlanta, en el estado de Georgia. A juzgar por la nota biográfica que usted me facilitó, creo que ya posee casi todos los datos de interés sobre este gran hombre.

—Sí. El comité Nobel se ha procurado los datos más evidentes, que son del dominio público. No obstante, puede haber detalles personales, de carácter más íntimo…

Daranyi asintió.

—Ya comprendo. He hecho todo cuanto me ha sido posible, pero no descubrí nada que tuviese el menor carácter escandaloso. De todos modos, voy a comunicarle lo poco que he averiguado. Sólo uno de ellos, en mi opinión, ofrece cierto interés. Se refiere a la dolencia cardíaca que sufre el profesor Stratman.

Se interrumpió y le satisfizo observar la instantánea atención que Krantz prestó a estas palabras.

—¿Su dolencia cardíaca? ¿De veras está enfermo del corazón?

—Absolutamente —contestó Daranyi, complacido—. Tengo mis medios de información en el Hospital del Sur, que es donde ha ido a visitarse el profesor Stratman y a ponerse unas inyecciones. No conozco con detalle cuál es su estado. Me han hablado de una lesión, pero que no ofrece peligro inmediato. Si se cuida, por lo visto aún podrá vivir bastantes años, trabajando a pleno rendimiento.

Krantz escribía como un poseído.

—¿No puede decirme nada más sobre el particular?

—Lo siento, pero esto es todo. Excepto que esta tarde, sí, esta misma tarde, el profesor Stratman visitó el Hospital del Sur por tercera vez. Únicamente puedo colegir que lo hizo para someterse a un nuevo tratamiento, a causa de la excesiva agitación de esta semana y con vistas a la ceremonia de mañana.

—¿Qué más? —preguntó Krantz.

—Muy poco, por desgracia. Sus actividades en esta ciudad no han ofrecido nada insólito. Casi nunca se le ha visto sin su sobrina. Creo que el afecto que siente por ella es auténtico, pero parece ser que se siente obligado moralmente a velar por ella, como si fuese una deuda que tuviese contraída con su padre, que es su hermano…

—Eso ya lo sabemos —observó Krantz con impaciencia.

—Con una sola excepción —añadió Daranyi—, todas las personas con quien se ha entrevistado el profesor Stratman son científicos escandinavos muy conocidos o miembros de la Academia. La excepción a que he aludido es la siguiente: el día 5 de diciembre, el profesor Stratman almorzó en el «Riche» con un tal doctor Hans Eckart. A pesar de que disponía de un tiempo limitado, traté de averiguar algo acerca del tal Eckart, pero los diccionarios biográficos actuales no lo mencionan. En un diccionario de antes de la guerra figuraba como un físico alemán. Entonces realicé una gestión en el aeropuerto de Bromma y averigüé que había venido en un avión checo procedente del Berlín Oriental. No sé si esto tiene algún valor…

—Ninguno —dijo Krantz secamente, frotándose el cogote.

—Sólo se lo mencioné porque esta es la única persona con quien se entrevistó el profesor Stratman que me era desconocida.

—No tiene importancia —dijo Krantz—. ¿Qué más?

—Esto es todo cuanto he averiguado sobre el profesor Stratman. Daranyi vio la momentánea decepción que se pintó en las facciones de Krantz, a través de las hojas de la planta, e instintivamente comprendió que el objeto de todas sus pesquisas era sólo aquel hombre. Los demás eran simple camuflaje. Sólo interesaba un hombre: Stratman.

—Prosiga.

—La informante que usted me indicó, o sea miss Sue Wiley, la periodista americana, me resultó muy útil para procurarme estos breves datos. No es gran cosa, desde luego.

Daranyi había resuelto reservarse su descubrimiento más sensacional para el final de su relato. Así se hallaría en una posición más sólida cuando se tratase de poner precio a sus servicios.

Pasó el dedo por sus apuntes.

—Miss Stratman reside con el profesor en un bungalow de la ciudad de Atlanta. Todas las semanas va a trabajar algunos días como enfermera sin sueldo en el Hospital General de Lawson, una institución del Gobierno donde se hallan acogidos mutilados de guerra. Esto parece ser lo único que le interesa fuera de su casa, con excepción de alguna que otra película y las reuniones de sociedad a las que a veces asiste en compañía de su tío. Como usted ya la conoce, ya sabrá que es muy hermosa. Sin embargo, aún sigue soltera y ni siquiera ha estado prometida una sola vez. Nunca se la ha visto sola en compañía de personas del sexo opuesto. En opinión de miss Wiley, aún es virgen.

—Esto sólo puede saberlo otra virgen —refunfuñó Krantz—. ¿Cómo se ha portado esta chica en Estocolmo?

—Exactamente como le dije al hablar de Craig. La han visto en su compañía. Al parecer se atraen. Que yo sepa, no ha visto a nadie más a solas. No creo que el profesor Stratman lo hubiese permitido. Como le he indicado, se siente en el papel de protector de la joven, y se toma este papel muy a pecho. Pero tratándose de Craig, creo que el profesor Stratman le tiene confianza por tratarse de otro premio Nobel. Esto es lo que ha hecho en Estocolmo. No he omitido nada, doctor Krantz. Conozco todos sus movimientos hasta los cinco menos cuarto de esta misma tarde. A esa hora salió del hotel para dirigirse a pie por el Kungsträdgarden hasta Hamngatan, que cruzó para entrar en la «Nordiska Kompaniet», junto con otras señoras que habían salido de compras…

Emily Stratman llevaba cinco minutos sentada ante una mesa contigua a la ventana, en el grill de la «Nordiska Kompaniet», instalado en el cuarto piso de los grandes almacenes, esperando.

De pronto se apoderó de ella el impulso de levantarse y huir corriendo.

Sería incapaz de soportar aquella entrevista tan embarazosa, se dijo. No debía haberla aceptado. Su mente era presa de un torbellino. La noche anterior lloró hasta quedarse rendida y dormirse; tenía los ojos enrojecidos y hechos una lástima. Y, lo que es aún peor, no se sentía preparada para aquella entrevista.

¿Por qué había consentido, pues?

Apretaba nerviosamente con la mano el bolso que tenía sobre la mesa y casi derribó el menú, al recordar la llamada telefónica.

Unas horas antes se hallaba tendida en el sofá del saloncito del hotel, tratando de leer, cuando sonó el teléfono a su lado. Tomó el receptor, sin levantarse ni cambiar su actitud de abatimiento.

—¿Diga?

—¿Miss Emily Stratman, por favor?

La voz que hablaba al otro extremo de la línea era joven, femenina, posiblemente sueca y desconocida para Emily.

—Soy yo.

—Soy Lilly Hedqvist —repuso la voz femenina.

Aquel nombre había quedado grabado distintamente en el cerebro de Emily desde que escuchó la confesión de Andrew Craig, pero oírlo pronunciar en realidad por su poseedora la dejó paralizada.

Tan desconcertada quedó y tan falta de palabras, que no fue capaz de contestar. Apretó fuertemente el receptor en sus manos, hasta que sus nudillos blanquearon, pero sus cuerdas vocales permanecieron mudas.

Sin duda su silencio también desconcertó a Lilly Hedqvist.

—Supongo que sabe quién soy, ¿no? —le preguntó.

La respuesta de Emily fue maquinal, no gobernada por el pensamiento:

—Sí, sé quién es.

—Míster Craig vino a verme anoche para hablarme de usted y para contarme lo que sucedió entre ambos. Quizá pensará usted que esto no es asunto mío, pero todo el día pienso en ello y creo que sí, que hasta cierto punto es asunto mío. No me ha resultado fácil decidirme a llamarla, miss Stratman, pero mi conciencia me ha aconsejado que la llame. Yo no la conozco, pero conozco a míster Craig y sé que si este tiene en un elevado concepto a una persona, esa persona debe de ser buena. Me gustaría hablar con usted unos minutos, miss Stratman.

Emily no supo qué decir. Aquella voz sonaba más joven, fresca y natural de lo que ella había imaginado en sus fantasías. Después de lo que le había revelado Craig, el nombre de Lilly Hedqvist se había convertido para ella en sinónimo de todo cuanto de abandonado, disoluto y malo había en la tierra. Pero quien le hablaba no era Lilí Marlen, Kora Pearl o Märta Norberg. Era la voz de una muchacha.

—Y… no sé… no sé si será posible —dijo Emily—. No sabría qué decirle.

—No tiene que decir nada —repuso Lilly—. Sólo quiero que me vea y me escuche durante unos minutos. Esto es todo.

Al instante, Emily se sintió tentada de acceder. Efectivamente, deseaba ver con sus propios ojos a la muchacha que era capaz de dar su cariño y su amor a Andrew Craig sin pedir nada a cambio. Sí, quería ver a aquella chica y escucharla. Pero un deseo más acuciante que estos dominaba a Emily. Por encima de todo, quería saber cosas sobre sí misma, saber por qué estaba como estaba, por qué había ocurrido lo de ayer, y Lilly sería su fluoroscopio. Y en el fondo de su cerebro había otro débil pensamiento. Si rechazaba a Lilly, aquello significaría el final definitivo. Por otra parte, la joven sueca ya formaba parte de Craig y verla sería como ver a Andrew una vez más, a pesar del dolor que esto supondría para ella.

—Muy bien —dijo de pronto, y le pareció que era otra persona quien hablaba, y no ella—. Muy bien, nos veremos. ¿Dónde y cuándo?

—Yo trabajo en la «Nordiska Kompaniet», los grandes almacenes de Estocolmo, que se encuentran a pocas manzanas de su hotel. Tuerza a la derecha cuando salga del hotel, siga la acera, atraviese luego el parque en diagonal y llegará aquí… son los grandes almacenes de siete plantas que hay en el lado opuesto de la calle. Como le digo, sólo está a unas cuantas manzanas. Si se pierde, pregunte a alguien por En Ko —así se pronuncian en sueco la N y la K— y le indicarán. Cuando entre, tome el ascensor de centro hasta el grill… el lunchrummet. Escoja mesa, si es la primera en llegar, que yo no tardaré. ¿Puede estar allí a las cinco menos diez?

—Sí.

—Dejaré el trabajo un momento a esa hora, y charlaremos mientras tomamos café.

Emily empezó a sentir pánico.

—Sigo sin comprender de qué podremos hablar…

—Pues no diremos nada —contestó Lilly—. Pero es conveniente que nos veamos. Adiós señorita… Oh, espere, me olvidaba de algo muy importante. ¿Qué aspecto tiene?

—¿Qué aspecto tengo?

—Para que pueda reconocerla.

—Pues yo… soy morena… con el cabello recogido en un moño… moño… y no sé… llevaré un chaquetón de piel.

—Si llego yo primero, soy rubia y llevaré un suéter blanco y una falda azul. Así será fácil reconocerme.

—Sí.

—Adiós, pues; hasta las cinco menos diez.

Durante la espera interminable que siguió, Emily pensó varias veces en llamar a los almacenes cuyas iniciales se pronunciaban En Ko, pedir por Miss Hedqvist y anular la cita, pero no llegó a hacerlo. Y allí estaba a la sazón, en el grill medio vacío, sentada junto a una mesa cerca de la ventana, con los ojos enrojecidos y su chaquetón, deseando irse corriendo, para no parar hasta encontrarse muy lejos de allí.

Faltaban cuatro minutos para las cinco y ella se dijo: Si dentro de un minuto no viene, me voy.

—¿Es usted miss Stratman?

Emily levantó la cabeza, presa de verdadera alarma y vio ante ella a una jovencita aniñada, de áureos cabellos, muy largos y recogidos por una cinta azul, unos vivarachos ojos azules, una boca de labios carnosos y juveniles, adornada por un atractivo lunar cerca del labio superior. Vestía un fino suéter blanco que pendía verticalmente desde las puntas de sus pechos y una falda azul marino plisada. Calzaba zapatos planos. Tendiéndole la mano, se presentó:

—Soy Lilly Hedqvist.

Emily le devolvió su firme apretón, aunque con brevedad, porque aquella era la mano que había acariciado a Craig. Luego vio maravillada cómo la joven sueca, tan fresca, rubia y azul como la bandera de su país, se sentaba con desenvoltura frente a ella.

—¿Ha pedido algo? —le preguntó Lilly.

—No…

—Lo pediré yo. ¿Le gusta el café?

—Sí.

Lilly hizo una seña a una camarera que pasaba, que resultó ser una conocida suya, y le dijo Kaffe, levantando dos dedos.

Volvió entonces su atención a Emily, apoyando ambos codos sobre la mesa y descansando la barbilla entre ambas manos. Así contempló a Emily sin rebozo.

—Es usted muy guapa —dijo.

—Bien, yo… bien, gracias.

—No me sorprende. Ya sabía que sería muy hermosa, pero me la imaginaba distinta.

—¿Cómo me imaginaba?

—Como los lindos cervatillos que en una ocasión vi en Värmaland. Son delicados y esquivos. Y además irradia usted bondad. Me la imaginaba más atrevida y segura de sí misma.

De no haber estado en una tensión tal, Emily se hubiera reído, al recordar que después de la llamada telefónica, era ella quien había supuesto que Lilly sería atrevida y segura de sí misma.

—Ahora ya es más fácil de comprender —prosiguió Lilly—, porque es muy hermosa.

La ironía de aquellas palabras se hizo patente a Emily, pues ella no se consideraba en absoluto hermosa. Pero pensó: No somos nunca tal como nos vemos con nuestros propios ojos, sino como nos ven los ojos ajenos. A decir verdad, se sentía más cohibida que nunca en presencia de la tez fresca y sonrosada de melocotón de Lilly y le parecía increíble que Craig hubiese podido fijarse en ella, después de conocer a aquella criatura rebosante de vida y de naturalidad. De pronto se alegró de que Craig no pudiese verlas juntas para compararlas.

—Míster Craig también tiene una belleza parecida a la suya —decía Lilly—. En el fondo, es muy tímido y atractivo. No sé cómo pudo despedirlo ayer, cuando él la quiere tanto.

—¿Qué le hace pensar que me quiere?

—Mis ojos, mis oídos y mi intuición femenina.

La camarera se acercó con el café, tacitas de plata y unas servilletas, que fue sacando de una bandeja. Ninguna de las dos le prestó atención y cuando se fue, Lilly continuó hablando:

—Cuando míster Craig la dejó anoche, pilló una borrachera fenomenal, lo que ya era de esperar. Entonces me visitó y dijo que quería casarse conmigo, porque esto era para él como suicidarse. —Hizo un guiño al decir estas últimas palabras, seguidas por una risita—. No hablaba en serio y yo así lo comprendí. Le hice confesar la verdad. Reconoció que la quería mucho y me lo explicó todo.

—Yo… yo no puedo creer que fuese sincero.

—¿Por qué, miss Stratman? ¿No puede creer usted que un hombre ame profundamente a una mujer aunque se encuentre en la cama de otra?

Aquella pregunta tan sin ambages parecía querer dar a entender un fracaso personal de Emily y a esta le apenó menos la pregunta en si que lo que parecía querer dar a entender.

—Ojalá supiese qué responder y lo que es justo. Sólo sé que, en mi caso, esto me… disgustó.

—Usted es una mujer norteamericana —dijo Lilly— y yo soy sueca. Ambas somos muy diferentes. En lo exterior, las jóvenes suecas son como los suecos en general: rígidas, formales, de modales ceremoniosos. Pero en lo tocante a las cuestiones sexuales, la joven sueca es libre y abierta, porque ha sido educada sin mojigatería. La educación es muy franca y sincera en estas cuestiones. En el campo, nos bañamos desnudas en verano. En las revistas no existe la censura. Y como el número de mujeres es tan elevado con relación al número de varones, se impone no convertir a las relaciones sexuales en algo raro y difícil… pues si una se niega a satisfacer al hombre, este se irá en pos de otra mujer. Pero esto no es lo principal.

Hizo una pausa, paladeando el café caliente mientras Emily aguardaba.

—En Norteamérica, lo primero es el corazón, y, si dos jóvenes se aman, continúan juntos hasta consumar su unión física, que es lo último, lo que se presenta como más importante y que las norteamericanas guardan como la última y más preciosa ofrenda. En Suecia, es exactamente al revés. Lo primero es el amor carnal y, si este satisface, se espera a ver si se convierte en amor completo, del corazón, pudiéramos decir, que es permanente y para nosotros el más importante. ¿Me explico bien, miss Stratman?

—Sí, se explica muy bien —contestó Emily, envidiándola a pesar suyo.

—Me resultó tan fácil ofrecer a míster Craig mi amor carnal —dijo Lilly muy seria— porque esto no es lo importante para mí y lo considero algo inferior, de segundo orden, como besarse. Lo importante, para mí, era ver si, después de pasar varias noches juntos, surgía algo más entre nosotros, un auténtico amor, del que nuestros transportes físicos serían sólo una parte. El auténtico amor sería la cosa verdaderamente perdurable. Pero ese amor no surgía en míster Craig o en mí, porque él no me amaba a mí, sino a usted.

Por primera vez y plenamente, Emily tuvo serias dudas acerca de si podría ponerse de verdad a la altura de Craig.

—Le diré la verdad, miss Stratman —dijo Lilly—. Si yo hubiese sabido que míster Craig me quería, no solamente para acostarse conmigo sino plenamente, y si yo también hubiese sabido que lo quería de una manera total, no estaríamos ahora tomando el café juntas, porque él sería ya mi marido para siempre. Pero ya le he dicho que esto ni sucedió ni puede suceder, porque a quien quiere de verdad es a usted. Le he hablado de mí, luego de míster Craig y de mí, y ahora le hablaré de míster Craig y de usted.

Emily esperaba mirando a Lilly, como si aguardase frente al Oráculo de Venus en la antigua Pafos.

—Míster Craig me demostró inmediatamente que la amaba, miss Stratman. Si usted le hubiese correspondido, devolviéndole amor por amor, desde el primer día, nunca hubiera acudido a mi cama en busca de mi calor, porque ya no hubiera necesitado a otra mujer. Hubiera tenido, para su corazón y su virilidad, todo cuanto podía apetecer en el mundo. Fue usted quien lo arrojó en mis brazos. De usted dependía ahuyentarlo o retenerlo.

—Pero yo no podía —dijo Emily, afligida.

—¿No podía… qué? ¿Retenerlo con su amor?

Emily se sentía indefensa.

—Eso mismo, Lilly.

—¿Y por qué no? ¿Acaso porque es virgen, o porque teme poner su corazón y su vida en manos de un hombre?

—Ninguna de esas dos cosas y ambas a la vez. Hay algo más.

—Francamente, no la entiendo.

Emily trató de sonreír con agradecimiento.

—¿Cómo puede entenderme usted, si ni yo misma me entiendo?

—Tiene que cambiar, o si no está usted perdida sin remedio.

—No puedo cambiar —repuso Emily lacónica.

Sabía que Lilly no podía descender a sus profundidades porque le había ocultado lo que guardaba en su interior, prefiriendo mostrarse enigmática. Al observar entonces a la sana joven sueca terminando su café y disponiéndose a volver a su trabajo, se apoderó de ella una negra desesperación. Pues aquella conversación tan parcial, franca por lo que tocaba a Lilly, reservada en cuanto a ella, le demostró sin lugar a dudas hasta qué punto la culpa era suya y no de Andrew. El hecho de haberlo rechazado, sabiendo que lo amaba, para mantenerlo entonces a distancia a pesar de que sabía que él también la amaba, constituía la cruda revelación de la enfermedad incurable que le corroía el alma.

Nunca creyó posible oír el último tañido fúnebre de las exequias de su propio corazón, pero entonces lo escuchó. Resonaba en sus tímpanos, tan fuerte como el latido de su corazón, y se rindió ante el conocimiento de que era incurable y de que jamás tendría a Craig ni a ningún hombre, porque la enfermedad la había despojado de su capacidad de amar y nada podía ofrecer, porque nada le quedaba para dar.

En el piso de Carl Adolf Krantz, faltaban unos cuantos minutos para que diesen las ocho de la noche.

Daranyi fingió haber terminado con Emily Stratman y luego facilitó a Krantz unos cuantos chismes sueltos sobre este y aquel y de pronto, mientras recogía sus papeles, dijo:

—Oh, hay algo más.

Deliberadamente, devolvió las hojas a su bolsillo de la derecha y con el mismo ademán deliberado, sacó dos fotocopias grandes y otras seis más pequeñas, dobladas y sujetas con un clip de latón, del bolsillo de la izquierda.

Sostuvo las fotocopias un momento, sin agradarle aquella parte de su misión y lamentando tener que hacerlo. Vio que Krantz lo miraba con sorpresa desde el otro lado del helecho.

—Es algo que se refiere a miss Stratman —dijo Daranyi—. Casi lo había olvidado. La breve nota biográfica sobre esa joven que usted me dio consiguió interesarme, así como el hecho de que hubiese estado internada en el campo de concentración de Ravensbruck durante su adolescencia. Se me ocurrió que acaso podría ser útil saber algo de las personas que miss Stratman conoció durante esos años y si habían conservado, ella o el profesor Stratman, alguna de estas antiguas relaciones hasta la actualidad. También se me ocurrió que, entre los millones de antiguos documentos de las S.S. que no habían sido destruidos y fueron confiscados después de la guerra, quizás aún existiese uno relativo a miss Stratman. Como cuento con un amigo muy bien relacionado en el Berlín Occidental, recabé su ayuda y sus gestiones se vieron coronadas por el más lisonjero éxito. Esta misma tarde he recibido unas fotocopias de la ficha de miss Stratman, que obraba en poder de las SS. El expediente tal vez no tenga valor para usted; sin embargo, como yo no lo sabía, creí que valía la pena procurármelo.

—Déjeme echarle una mirada —dijo Krantz.

Levantándose a medias, Daranyi tendió las dos fotocopias grandes y las seis pequeñas a su jefe, por encima de la planta.

—Observará usted —explicó Daranyi— que hay dos series de fotocopias. Las mayores son copias del resumen del informe redactado por el psicoanalista militar de miss Stratman. Tal vez le digan algo los nombres que en él figuran —Frau Hencke, el doctor Voegler, el coronel Schneider— que no me son en absoluto familiares. Siento no haber tenido tiempo de averiguar cosas sobre ellos. La serie más pequeña de fotocopias reproduce varios oficios que se cruzaron entre diversos negociados del Ejército Rojo y del Ejército de los Estados Unidos. Como esa correspondencia se refiere a miss Stratman, figuraba también en su expediente. En esta correspondencia oficial solamente surge un nombre nuevo: el del doctor Kurt Lipski, que no he podido identificar, pero sin duda alguna es un médico. Tuve tiempo de hacer algunas búsquedas en mi biblioteca de libros alemanes y encontré referencias a tres K. Lipski de cierto relieve en la ciencia actual… uno de ellos es naturalista, otro dermatólogo y el tercero bacteriólogo. Nada de importancia.

Daranyi se recostó, juntando las yemas de los dedos y sin dejar de mirar a Krantz, mientras este leía atentamente los documentos. El labio superior de Krantz temblaba bajo su bigotillo, pero su rostro no expresaba ninguna otra reacción. Por último, levantó la mirada.

—¿Cómo se procuró estos documentos? —preguntó.

Daranyi notó que el tono de voz mostraba una indiferencia excesiva para ser natural.

—Verá, doctor Krantz, yo prefiero mantener mis fuentes de información…

—No importa. Era simple curiosidad personal acerca de su posible autenticidad…

En efecto, pensó Daranyi, su tono de indiferencia es fingido. Esto demuestra que la información tiene gran valor.

—Respondo de la autenticidad de estos documentos —dijo—. No tengo inconveniente en decirle que tengo un amigo inglés, un periodista que está ahora en Estocolmo, que pasa grandes apuros económicos. Le pagan muy mal y está agobiado de deudas. Él, a su vez tiene un amigo del Intelligence Service que trabaja en el Berlín Occidental —en realidad es una chica escocesa— empleada en los archivos. Mi amigo el periodista se ofreció para telefonearla y la idea me pareció bien. Cuando me dijo que podía obtener estos documentos, yo accedí a darle novecientas coronas de la cantidad que usted destina para gastos y que ya me adelantó. La mitad de esa suma es para la chica escocesa. Reconozco que es una suma bastante elevada para una información que tal vez no posea valor alguno, pero yo creí que valía la pena arriesgarse, pues confiaba en que la información podría ser de utilidad para usted.

Krantz se encogió de hombros.

—Aún no puedo decírselo. —Y con su tono excesivamente indiferente, añadió—: A propósito, ¿ha visto alguien más estos documentos?

—No, por supuesto.

—Bien, no importa. En realidad no nos sirven de nada, pero los guardaré como una simple curiosidad.

Krantz se levantó, dando por terminada la entrevista y para indicar que el asunto estaba concluido.

—Tengo que felicitarle, Daranyi, como siempre, por lo meticuloso de su trabajo. Aunque siento decirle que no ha descubierto nada de auténtico valor, nada que pueda resolver nuestro pequeño problema. Sin embargo, ha hecho usted todo cuanto podía en un tiempo tan limitado y el comité le está muy agradecido por ello. Ya le dije el otro día que su recompensa será generosa. Creo que estará más que satisfecho. He hablado de esta cuestión con mis colegas y todos se han mostrado de acuerdo en que hay que pagar por sus servicios —a pesar del poco tiempo que usted ha requerido para realizarlos— la suma de diez mil coronas. Aquí tengo el sobre con el dinero.

Daranyi permaneció sentado en el butacón de cuero, sin moverse.

—No —dijo con voz clara y potente.

Krantz, que se dirigía ya hacia la chimenea, sobre cuya repisa estaba el sobre, se detuvo y giró en redondo.

—¿Cómo dice?

—He dicho que no… diez mil coronas son una cantidad insuficiente para pagar lo que he hecho.

—¿Pues qué esperaba?

Por fin había llegado el momento tan ansiado.

—Cincuenta mil coronas —dijo Daranyi con aplomo.

Krantz pareció fulminado por un rayo.

—¿Se ha vuelto usted loco, Daranyi? ¿Acaso quiere tomarme el pelo?

—El pelo, no, pero un cheque por cincuenta mil, sí.

—¿Piensa usted en serio que le daremos cincuenta mil coronas por ese hatajo de chismes sin ton ni son?

—Sí, lo pienso en serio. Me imagino que le serán de mucha utilidad.

—No me servirán de nada. ¿Cincuenta mil coronas? Vamos hombre; podrá considerarse afortunado si consigo elevar sus honorarios a quince mil coronas.

Daranyi permanecía sentado, inmóvil y soberbio como un Buda.

—El precio de mi trabajo son cincuenta mil coronas. —Después de una pausa, agregó—: El precio de mi trabajo… y de mi discreción.

—¿Discreción, eh? Nunca me hubiera imaginado que fuese capaz de rebajarse hasta tal punto, apelando al chantaje. ¿No se da cuenta de cuál es su posición? Puedo hacer que lo expulsen del país en menos que canta un gallo.

—Ya contaba con eso. La expulsión coincidiría con mis propios planes. Así que usted me pague, sacaré mi pasaje por avión para Suiza. Allí reside un falso primo mío que piensa abrir un negocio de libros de bibliófilo, y necesita un socio. Creo que Lausana resultará más saludable que Estocolmo. Y creo que hay más potabilidades de labrarse un porvenir vendiendo libros de precio que… efectuando pesquisas… y obteniendo documentos.

Krantz estaba lívido.

—¿Y se propone usted arrancarme ese dinero para que yo subvencione sus planes?

—Exactamente.

—Es usted un tipo codicioso e insaciable, sin sentido de la proporción ni de la dignidad.

—Acabo de recuperarlos ahora. —Daranyi olfateaba la victoria y se puso rápidamente en pie—. Yo ya he cumplido mi parte del acuerdo. Ahora cumplan ustedes la suya. Cincuenta mil.

Krantz miró a Daranyi con repugnancia.

—¿Se empeña usted en cometer esa fechoría?

—Sí.

—Antes tendré que hablar con mis colegas. De todos modos, no podrán ser cincuenta mil… dudo mucho siquiera que lleguen a las treinta mil.

—Mi último precio son cuarenta mil.

—No quiero empezar a chalanear como un tratante de ganado —dijo Krantz—. Muy bien, cuarenta mil. —Tomando una campanilla española, la agitó—. Ilsa le acompañará a la puerta.

Daranyi no se movió.

—¿Cuándo cobraré mis honorarios? Mañana es la fecha límite; mañana, antes de la ceremonia. —Quería recordar a Krantz el precio de su silencio—. Aún está aquí la prensa de todo el mundo.

—Recibirá usted su dinero de Judas. Se lo enviaré en un sobre a su propia casa… y sepa que esta es la última vez que nos vemos.

—Confiaba en que así fuese. Buenas noches, doctor Krantz. Y si alguna vez pasa por Lausana y necesita una edición rara…

Daranyi se permitió sonreír. Krantz lo fulminó con la mirada y le dijo:

—¡Buenas noches!

Daranyi abrió la puerta, tomó el gabán y el sombrero que le entregaba Ilsa y salió a escape.

Krantz se acercó a la puerta de su despacho, la cerró y le echó el cerrojo. Luego cruzó apresuradamente la habitación hasta la puerta vidriera de la galería, y por ella atisbó en dirección a Norr Mälarstrand. Solamente cuando Daranyi fue perfectamente visible en la calle, dejó su observatorio.

Avanzando apresuradamente sobre sus cortas piernas, se acercó a la puerta del salón, que se abría detrás de su butaca, y llamó por tres veces con los nudillos. Oyó correrse el pasador y dio un paso atrás. La puerta se abrió y con paso vivo, limpiando su monóculo con un pañuelo, el doctor Hans Eckart entró en el despacho.

—¿Lo has oído todo? —le preguntó Krantz con ansiedad.

—No se me ha escapado ni una palabra —repuso Eckart, metiéndose el pañuelo en el bolsillo y ajustándose el monóculo.

—No hacía más que mirar a la planta —dijo Krantz—. Yo estaba muy nervioso, pues temía que descubriese el micrófono.

—Es imposible verlo —observó Eckart.

Krantz se acercó dando nerviosos saltos a su protector.

—¿Has oído lo que dijo sobre el dinero?

—Lo del dinero no importa. Ese badulaque de húngaro ya ha dejado de tener utilidad. Haré que le paguen.

—¿Había algo en sus informes que…?

—Si —dijo Eckart, lacónico—. La ficha de las S.S. sobre Emily Stratman. Déjamela ver en seguida.