Capítulo diez

Cada día que pasaba, la ceremonia final de la Semana Nobel se aproximaba y el vestíbulo y los restaurantes del Grand Hotel estaban cada vez más abarrotados de recién llegados, principalmente periodistas y dignatarios, procedentes de todos los rincones de Escandinavia y de todas las partes del mundo.

A la sazón, al mediodía del 8 de diciembre, cuando sólo faltaban dos días para la ceremonia, el inmenso Jardín de Invierno del hotel estaba casi totalmente lleno. Cuando Andrew Craig, luciendo una corbata de punto, una chaqueta sport de cheviot y pantalones oscuros, con una edición aérea de The New York Times doblada bajo el brazo, entró en el bullicioso comedor interior, le costó hacerse oír. El maítre d’hótel comprobó su reserva, luego se inclinó y dijo:

—Por aquí, tenga la bondad, míster Craig.

Craig siguió al maítre y pasó frente a una mesa ocupada por delegados culturales de Ghana, luego frente a otra donde conversaban periodistas norteamericanos e ingleses, varios de los cuales lo saludaron, frente a dos mesas unidas ocupadas por ocho miembros de la embajada italiana, y por último frente a otra mesa cubierta de un blanco mantel, en la que Konrad Evang se hallaba enfrascado en una animada discusión con varios suecos que tenían aspecto de hombres de negocios. La diversidad de extranjeros, semejante a los cambiantes colores de un caleidoscopio, distrajo a Craig brevemente de lo que embargaba en aquellos momentos su ánimo, a saber, la escena que acababa de tener con Leah y la escena que le esperaba con los Marceau.

La mesa que había reservado se encontraba en el altillo del salón, completamente alfombrado, y entre dos macizas columnas. El maítre d’hótel quitó el rótulo de «Reservado», acercó una silla, le quitó el polvo brevemente con una servilleta y la ofreció a Craig.

Cuando Craig hubo tomado asiento, el maítre le preguntó:

—¿Desea tomar algo el señor?

—De momento, no —repuso Craig—. Dentro de un rato. Estoy esperando a unos amigos.

Cuando el maítre se marchó, Craig acercó la silla a la mesa y desplegó el periódico. Hacía días que no lo leía con atención, pero entonces, como había dormido hasta muy tarde con un sueño reparador, tenía los ojos descansados y volvía a sentir cierto interés por sus contemporáneos, tratando de seguir nuevamente el serial de su época.

Pero cuando se inclinó sobre la primera página, se dijo que la luz era demasiado mala para leer. A través de la enorme cúpula acristalada que se alzaba sobre su cabeza, pudo ver que, incluso a aquella hora, el día era sombrío y sin sol. Luego comprobó que si bien las lámparas del restaurante en forma de globo, situadas a ambos lados de donde él se encontraba y por toda la sala, estaban encendidas, la iluminación artificial era difusa y amarillenta. La lectura resultaría demasiado fatigosa, por lo que decidió y comprendió que no estaba de humor para leer. Así es que cerró el periódico y lo deslizó bajo la silla. Luego se inclinó hacia atrás, jugueteando distraídamente con el servicio de plata de la mesa, abstraído por sus pensamientos.

La noche anterior, al acostarse, pasó revista al sorprendente encuentro con Märta Norberg, esforzándose por recordar lo que pudo con objetividad emocional y escogiendo uno o dos momentos de la entrevista que tendría que relatar a Lucius Mack cuando regresara a Miller’s Dam. Luego recordó algo que ella le había dicho al principio de la velada y que él casi había olvidado. La sorprendente revelación que le hizo la Norberg de las maquinaciones de Ragnar Hammarlund…, los micrófonos ocultos, la información de que Claude Marceau tenía una aventura con una maniquí, el complot para prender a los laureados de Química en las redes industriales del magnate sueco.

Tendido en la cama, Craig reflexionó acerca de aquellos alevosos planes. Por lo general, no solía preocuparte mucho la moralidad ajena. Su norma era vivir como espectador, dejando que los demás viviesen su vida, ya fuesen reyes o patanes. Tal vez este fue su mayor defecto como ser humano. La noche anterior, por primera vez, decidió enmendarse. Detestaba el cinismo de Hammarlund, su indigno allanamiento de la intimidad ajena. A los Hammarlund del mundo, como las Sue Wiley, se dijo, no podía permitirse que actuasen impunemente. Además, Craig se había identificado no sólo con todas las víctimas de la vida, sino, en este caso, con unas víctimas a las que le unían unos lazos comunes.

Entonces vio claramente que los Marceau —como el desvalido Garrett, el distante Farelli y el eterno desplazado que era Stratman— eran, como él, a consecuencia del azar, de las circunstancias, seres humanos débiles y vulnerables. Gracias al premio, todos ellos se habían convertido, junto con él, no sólo en lo que Gottling llamaba la minoría selecta de la democracia, sino también en sus puntos flacos. Debido a su nacimiento, su medio ambiente y sus ocupaciones, los seis eran unos desconocidos entre sí antes de reunirse en Estocolmo, pero el premio creó entre ellos una hermandad duradera. Para siempre jamás los laureados de aquel año serían como un solo hombre, y Craig comprendió que el daño que se hiciese a los Marceau le alcanzaría a él y a todos.

Cuando Craig por el razonamiento anterior llegó a esta conclusión, actuó inmediatamente. Tomó el teléfono y pidió que le pusiesen con los Marceau. Pero estos no respondieron; sin duda no había nadie en sus habitaciones. Este contratiempo pareció dar mayor urgencia aún al asunto. Craig se levantó de la cama, escribió una nota pidiendo a Denise y Claude Marceau que se reuniesen con él para almorzar juntos en el Jardín de Invierno al día siguiente, apuntando que se trataba de un asunto particular de mucho interés para ellos y, llamando a un botones, hizo que les dejase la nota en su buzón.

Al despertar por la mañana, la invitación para almorzar que había hecho a los Marceau le seguía pareciendo correcta y por lo tanto no la anuló. Después de vestirse, tomó el café en el saloncito, solo y contento de que Leah ya hubiese salido. Cuando terminó el café, tenía aún más de una hora libre antes de reunirse con los Marceau. Deseó pasarla con Emily, pero entonces recordó que ella había salido y que aquella noche cenarían juntos. El gozo que le producía la perspectiva de ver a Emily a solas dio nuevas alas a un deseo, durante largo tiempo adormecido en su interior, de agradar e impresionar favorablemente a una persona del sexo opuesto. Esto le recordó un desagradable deber…, el discurso de aceptación que tendría que pronunciar, después de que Ingrid Pahl lo hubiese presentado, en presencia del rey y un numeroso auditorio, durante la ceremonia de la concesión de los Premios Nobel, que se celebraría por la tarde del día diez en el Concert Hall de Estocolmo.

Por lo general, según le había explicado Jacobsson, estos discursos se pronunciaban después de la ceremonia de entrega de premios, o sea por la noche y en la Sala Dorada del Ayuntamiento. Pero como el rey tenía que ausentarse del país inmediatamente después de la ceremonia, se decidió cambiar el programa y anticipar los discursos, como muestra de deferencia a Su Alteza Real. Como estos discursos alcanzaban amplia difusión y se los citaba con frecuencia, Jacobsson se esforzó por convencer a Craig de la necesidad de preparar el suyo cuidadosamente. Para recordárselo, y por si pudiesen servirle de ayuda, Jacobsson tuvo la amabilidad de enviarle por correo las copias de varios discursos pronunciados por anteriores premios Nobel de Literatura. Craig recibió los discursos la mañana anterior y se limitó a echarles una ojeada, poniéndolos a un lado y aplazando la desagradable tarea de componer un discurso.

Pero aquella mañana, después de tomar café, se puso a pensar en Emily, que se hallaría entre el público que asistiría a la ceremonia. Deseoso de merecer su respeto, tomó entonces las copias en inglés de los discursos pronunciados por sus predecesores y se los leyó de la cruz a la fecha, sin omitir ni una coma.

El discurso de Eugene O’Neill, redactado en 1936, le pareció muy interesante. En una nota se decía que O’Neill, que estaba convaleciente de una apendicitis, no pudo asistir a la ceremonia de entrega de premios, pero envió su discurso para que lo leyesen. En él, O’Neill atribuía todo el mérito de su carrera literaria a la inspiración y el aliento que recibió de August Strindberg. «Si hay algo de valor perdurable en mí obra, escribió el dramaturgo inglés, se debe al impulso original que de él recibí, que ha continuado inspirándome a través de los años… a la ambición que despertó en mí de seguir las huellas de su genio tan dignamente como me lo permitiese mi talento, y con la misma integridad de propósito». Craig estaba convencido de que aquellas palabras eran sinceras. No podía ser solamente coba para los suecos, pues la Academia Sueca había preferido ignorar a Strindberg, anatematizando su nombre hasta la actualidad.

Después, Craig estudió el discurso pronunciado por Albert Camus en 1957. Un párrafo del mismo le llamó especialmente la atención: «Probablemente todas las generaciones creen tener la misión de regenerar al mundo. La mía, empero, sabe que no realizará esta misión. Pero su tarea quizás es más ímproba, pues consiste en evitar que el mundo se destruya a sí mismo. Como heredera de una historia corrompida en la que alternan las revoluciones abortadas, las técnicas equivocadas, los dioses muertos y las ideologías caducas, en la que las potencias de segunda fila pueden destruirlo hoy todo, pero son incapaces de conquistar a nadie, en que la inteligencia se ha rebajado hasta el punto de convertirse en servidora del odio y la opresión, esta generación, que como único punto de partida tiene sus propias negaciones, tiene que establecer de nuevo, dentro y fuera de ella, algo de lo que constituye la dignidad de la vida y de la muerte. Enfrentada con un mundo amenazado por la desintegración, en el que nuestros grandes inquisidores pueden establecer de una vez para siempre los reinos de la muerte, esta generación sabe que, en una especie de loca carrera contra el tiempo, tiene que restaurar entre las naciones una paz no basada en la esclavitud, reconciliando nuevamente el trabajo y la cultura y reconstruyendo con ayuda de todos los hombres el Arco de la Alianza».

Del realista esplendor de estas frases de Camus, Craig volvió su atención al valor y la energía que se desprendían del discurso que pronunció en Estocolmo William Faulkner en 1949, y que exhibía un optimismo muy poco característico de su gran compatriota: «Me niego a aceptar el fin del hombre», declaró Faulkner en su tremendo discurso. «Es demasiado fácil decir que el hombre es inmortal sólo porque sobrevivirá, soportándolo todo; que cuando se haya apagado el último eco de las campanas del destino y se haya desvanecido la última e insignificante roca que se alce inmóvil en el último rojo y moribundo atardecer, que incluso entonces resonará aún otro sonido: el de su vocecita inagotable, que seguirá hablando. Me niego a aceptar esto. Yo creo que el hombre no sólo sobrevivirá, sino que prevalecerá. El hombre es inmortal no sólo porque es el único, entre todos los seres, que posee una voz inagotable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, sacrificio y resistencia. El deber del poeta, del escritor, es escribir sobre estas cosas. Su privilegio es el de ayudar a la supervivencia del hombre levantando su corazón, recordándole el valor, el honor, la esperanza, el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio, que fueron la gloria de su pasado…».

Mucho tiempo después de terminar la lectura del discurso de Faulkner, las majestuosas palabras de su predecesor resonaban aún en los oídos de Craig. Permanecía inmóvil, profundamente conmovido por las palabras del hombre que tuvo la valentía de levantarse para amenazar con su puño al Destino. Finalmente, porque había que hacerlo y porque Emily estaría allí para oírlo, Craig se dispuso a redactar su propio discurso. «Altezas reales —escribió—; señoras y señores…». Pero no pasó de aquí. Lo que agarrotaba su mano no era el brillo literario de Camus y Faulkner, aunque sus palabras, desde luego, lo cohibían, sino más bien el aplomo y la autoridad con que hablaban. A pesar de todos los progresos que había realizado desde que llegó a Estocolmo, Craig aún no se percataba plenamente de cuál era su papel, su valor y su integración en la época. Aún no había escapado por entero a los «reinos de la muerte» de que hablaba Camus. Aún sospechaba, a diferencia de Faulkner, que el hombre tendría mucha suerte si conseguía sobrevivir y no digamos prevalecer.

Y entonces, mientras intentaba analizar lo que él creía sinceramente, oyó abrirse la puerta y vio entrar a Leah, con los brazos ocupados por multitud de paquetes.

—Ya era hora de que te levantaras, Andrew —le dijo. Entonces se quedó mirando al lápiz que sostenía en la mano—. No me digas que estás escribiendo… ¡No es posible!

Él tiró el lápiz sobre la mesa y se desperezó.

—Nada de eso. Sólo tomaba unas notas.

Ella arrojó los paquetes sobre una silla.

—Tengo que darme prisa o voy a llegar tarde. —Y se dirigió hacia su dormitorio—. Märta Norberg me ha invitado a almorzar. Inmediatamente Craig se puso sobre aviso.

—¿Quién dices? ¿Märta Norberg?

—Sí. ¿Qué tiene eso de extraño? Cuando se la conoce, es una mujer sencilla y cordial.

—¿Y cuándo la conociste?

Leah demostró su exasperación.

—Por Dios, Andrew, qué memoria tienes. Hace dos noches, durante el banquete de Hammarlund. Pasamos mucho rato juntas.

—Ah, sí.

Estuvo a punto de añadir «Ya me lo dijo», pero se contuvo a tiempo.

—En realidad, hablamos de ti —prosiguió Leah—. Quería saber lo que estabas escribiendo, yo le mencioné tu nueva obra y creo que ella está muy interesada en llevarla a la pantalla o sacar el argumento de una obra de teatro. Ya te dirá algo, posiblemente.

En lugar de contestar, Craig preguntó:

—¿Y cuándo te invitó a almorzar con ella?

—¿Cuándo? Pues en casa de Hammarlund. Me dijo que hay un restaurante maravilloso llamado —es un nombre absurdo— Bacchi… Bacchi Wapen, y quiere que lo vea. Estoy segura de que desea de veras hablar de ti. Creo que le has causado una gran impresión. ¿No te parece maravilloso todo esto? Todo este ajetreo…, toda esta gente… —Consultó su reloj—. Dios mío, qué tarde es. Llegaré con retraso. ¡Imagínate! ¡Hacer esperar nada menos que a Märta Norberg!

Entró corriendo en el dormitorio y Craig se quedó preso de una vaga desazón. ¿Qué saldría de aquella entrevista? Era probable que la Norberg hubiese invitado a su cuñada para saber más cosas sobre él, pero luego, tomando la iniciativa, se puso en contacto con Nueva York para ganar tiempo. A la sazón ya de nada le servía ver a Leah, mas a pesar de ello no había anulado el compromiso. ¿Qué deseaba la Norberg? ¿Mencionaría a Leah lo que sucedió la víspera? Y en el caso de que lo hiciese, ¿hasta dónde llegarían sus revelaciones?

Estos interrogantes subsistían en su espíritu cuando bajó al vestíbulo en el ascensor, y se alzaban aún ante él cuando se sentó a la mesa para esperar a los Marceau. Como su mente se había apartado de estos y del propósito de su entrevista, trató de recordar entonces claramente lo que deseaba decirles.

Apenas dispuso de medio minuto para pensar, pues de pronto distinguió a Denise Marceau que venía sola. Se la veía menos rolliza que de costumbre, con su elegante vestido oscuro. Craig se puso en pie, saludándola con una urbana sonrisa, que ella respondió, risueña, tomando la silla que le ofrecía, mientras dejaba el bolso y los guantes sobre la mesa.

—Ha sido usted muy amable al invitarnos, míster Craig, pero supongo que no le importará que venga yo sola.

Sentándose, Craig dijo:

—Nada podría complacerme más.

—El pobre Claude —dijo, ella, suspirando— nunca tiene un no para las invitaciones. Se comprometió a hablar ante las Sociedades Unidas, en nombre de los dos y yo deseaba encontrar cualquier excusa plausible para no asistir y entonces, mon Dieu, usted me lo ha proporcionado, por lo que le estoy doblemente agradecida, por haberme librado de esa lata y por su invitación a almorzar. Claude no ha tenido más remedio que ir, furioso conmigo y rogándome que le diga que lo siente mucho. En cuanto a mí, estoy más contenta que unas pascuas. ¿Sería un atrevimiento que le pidiese que me invitase a beber algo? Me gustaría un cóctel de Bacardí. Insista en que sea un cóctel, de lo contrario me servirán solamente un Bacardí.

Craig llamó al camarero y le pidió un cóctel de Bacardí y un whisky doble. Luego encendió el cigarrillo de Denise.

—Bien —dijo ella, arrojando una bocanada de humo—, aquí estamos. Tengo que disculparme con usted, míster Craig.

—¿De qué?

—De no haber leído nunca un libro suyo. ¿No es vergonzoso? Por lo general, yo no leo novelas, con excepción de los clásicos franceses. ¡Tenemos que leer tanta literatura científica si queremos estar al día! Pero cuando supe que le habían dado el premio y que nos reuniríamos con usted aquí, me decidí a comprar sus novelas y a leerlas con atención, para poder decir algo inteligente sobre su obra cuando me encontrase con usted. Pero aquí estamos y no tengo nada que decir.

Su buen humor sorprendió a Craig. En las pocas ocasiones en que él la había visto antes, Denise se había mostrado agotada y nerviosa. Pero entonces parecía haber sufrido una radical transformación, pues se mostraba tranquila y desenvuelta.

—Está usted perdonada —le dijo—. Después de todo, estamos empatados, porque… ¿qué sé yo de espermatozoides?

—Así, estamos iguales —asintió ella mientras el camarero les servía las bebidas. Levantando su Bacardí, brindó—: Liberté, Egalité, Fraternité.

Sus copas chocaron.

—Entente cordiale —replicó Craig. Ambos bebieron y él añadió—: A decir verdad, tenemos que hablar de algo. Por eso les invité a almorzar conmigo.

—Su nota era muy misteriosa.

—No me proponía que lo fuese, pero se trata de un asunto particular, que concierne a usted y a su marido.

Por primera vez, Denise asumió un aspecto solemne y arrugó el entrecejo.

—¿Qué tiene que decirnos?

—Lo siguiente —repuso Craig—. Anoche estuve en compañía de una persona que goza de la intimidad de Ragnar Hammarlund. Su nombre no viene al caso. Pero me dijo algo que puede tener importancia. En primer lugar, dejando aparte lo que usted pueda pensar, sepa que Hammarlund es una persona muy poco recomendable.

Ella se encogió de hombros.

—¿Sólo eso? Ya sé que es un mal bicho. Antes confiaría en Judas Iscariote o en Rasputín que en Ragnar Hammarlund. ¿Y qué tiene que ver con todo esto?

—La persona con quien hablé, y que goza de su confianza, se refirió a ciertos planes que acaricia Hammarlund…, un complot, si quiere llamarlo así…, para conseguir que usted y su esposo trabajen para él.

—¡Qué ridiculez!

—Está decidido a realizar grandes descubrimientos en el terreno de los alimentos sintéticos para ser el primero, hacerse el amo y dominar el mercado mundial.

—Ya estoy enterada de esas tonterías sobre los alimentos sintéticos. Pero no lo oculta en absoluto.

—Verá usted —prosiguió Craig—, él parece confiar en que conseguirá captarla a usted y a su esposo. La persona con quien hablé me dijo que él ya está seguro de que usted se interesa por el trabajo de uno de sus químicos. Parece creer que él puede…, que tiene los medios… ¿cómo lo diré…? de convencer, sí, de convencer a su esposo para que él también se consagre de ahora en adelante a este trabajo.

Denise se echó a reír.

—Pero esto es imposible. No le hemos dicho absolutamente nada en ese sentido, ni mi marido ni yo. Sus gestiones, llevadas con tan poca sutileza, no darán el menor resultado, se lo aseguro. ¿Qué puede obligarnos a colaborar con un engendro como ese?

Craig se mordió los labios con nerviosismo.

—Tal vez deba revelarle algo más. Esto puede serle útil y hacerle ver sus planes bajo una nueva luz. Me enteré de que tiene toda la casa llena de micrófonos para grabar en cintas magnetofónicas las conversaciones privadas de sus invitados. El teléfono también está intervenido. En una palabra, conoce hasta la última de las cosas que se dijeron durante su fiesta…, lo sabe todo.

La expresión risueña desapareció nuevamente de la cara de Denise.

Fils de putain… —dijo entre dientes.

—Esto se ajusta exactamente a mi propia descripción de él.

—Así… ahora ya sé lo que usted va a decirme. Sabe algo sobre mi marido, ¿no es verdad?

—Verá usted…

—Sí, lo sabe. Está enterado de la aventura de mi marido con esa maniquí de París. ¿Le dijeron eso? ¿Salió a relucir en la conversación?

—Por desgracia, sí, doctora Marceau. Resulta embarazoso, pero yo creí que usted debería saberlo y como no ignora lo de su marido, yo… no lo hubiera mencionado…

—Que se vaya al infierno mi marido —interrumpió Denise—. Se trata de mí.

—No me dijeron nada acerca de usted.

—No —dijo ella, pensando furiosamente—, porque lo mío es demasiado reciente. ¿Dice usted que tiene micrófonos en todas las habitaciones de su casa?

—Así me dijeron.

—¿Y en su laboratorio particular del bosque? ¿Le dijeron si también tiene micrófonos allí?

—No. Al menos, no lo recuerdo.

—No importa. También debe de tenerlos. Bien… —De pronto miró sonriendo a Craig—. Pues ayer hice una buena grabación para míster Hammarlund. No me importa decírselo, porque usted ya sabe lo de mi marido. A decir verdad, probablemente su ayuda podrá serme útil. Es usted un autor famoso… muy ducho en trazar argumentos…

—Mis libros no siempre tienen un final color de rosa, doctora Marceau.

—Me arriesgaré. Tiene usted que saber, míster Craig, que yo también he trazado un argumento muy intrincado. No sé si terminará bien. Probablemente no. Pero, como su autora, me siento orgullosa de él.

—¿Y de veras desea contármelo?

—Naturalmente. Si un enemigo mío ya lo conoce, ¿por qué no tiene que conocerlo un amigo? —Paladeó su Bacardí y luego lo dejó sobre la mesa—. Mi marido se desmandó al terminar nuestros largos años de trabajo e investigación. Era inevitable, a su edad, que diese algún tropiezo. Conoció a una maniquí de Balenciaga, una chica astuta y de manga muy ancha, que le echó el guante para aprovecharse de él. El asunto empezó hace un mes o dos —no lo sé con exactitud— y aún no se ha resuelto. Esa chica llega aquí mañana en avión y Claude está citado con ella. Como usted ve, está decidida a arrebatármelo. Yo no estoy muy segura de si vale la pena luchar para retenerlo…, pero por último he decidido defender lo que es mío. ¿Y de qué manera? ¿Qué puede hacer una mujer en este caso? El no atiende a razones ni a amenazas y no he conseguido que deje a su amante. Entonces, llegué a la conclusión de que sólo me quedaba una esperanza: combatir al fuego con el fuego. ¿Me comprende?

—No del todo —repuso Craig.

—Hacer lo mismo que él y tratar de darle celos.

—Ya entiendo.

—El tiene amor propio. Es muy dominador —o lo era— y yo confío en esto. ¿Recuerda usted al doctor Oscar Lindblom? Estaba en la fiesta de Hammarlund.

—Ahora no recuerdo exactamente…

—Es el primer químico de Hammarlund, un joven sueco alto y delgado.

—Sí, ahora ya lo recuerdo.

—Ayer, con el pretexto de que sentía mucho interés por su trabajo en alimentos sintéticos —supongo que eso es lo que hace creer a Hammarlund que me intereso por sus investigaciones— fui a visitar al doctor Lindblom en su laboratorio. Me porté como una desvergonzada y seduje al pobre muchacho. Veo su cara de estupefacción. Ya sé que no tengo tipo de vampiresa.

Craig trató de no demostrar asombro ni desaprobación. Pero le pareció increíble imaginarse a aquella científica sosegada, intelectual, con aspecto de matrona de media edad, seduciendo a un muchacho inexperto y cometiendo adulterio con él

—¿Y por qué tuvo que hacer esto, si ese chico no le importaba? —le preguntó Craig.

—Desde luego, no es más que esto, un chiquillo…, pero yo me esfuerzo porque parezca algo más, para que se sienta un hombre y como tal se presente ante el mundo, ante Claude especialmente, como una persona digna de mi amor. De lo contrario, el complot será un fracaso. Ahora voy a revelarle el resto de mis planes. Si tienen algún punto flaco, le agradeceré que me asesore con su valioso consejo profesional. Esta noche Claude estará en Uppsala. Yo he invitado al doctor Lindblom a mi suite. Beberemos, cenaremos juntos y continuaremos nuestras apasionadas efusiones. Lo que yo me propongo hacer es esto: tendré las bebidas preparadas, haré que el doctor Lindblom beba más de la cuenta, para que esté más, más… para que esté menos asustado… y, por supuesto, antes de cenar me lo llevaré a la cama. Después le diré que no se vista…, que se ponga el pijama de Claude para continuar gozando después de cenar. Llamaré al camarero para ver el menú. Cuando el camarero venga, procuraré que vea claramente al doctor Lindblom y cuando hayamos pedido la cena seguiré al camarero al corredor y le daré una buena propina, pidiéndole al propio tiempo que me haga un favor. Le diré que el doctor Lindblom es mi marido y que mañana es su cumpleaños y quiero darle una sorpresa. Esta consistirá en una botella de champaña francés de su marca favorita. Además de la propina, daré al camarero dinero para que compre la botella, ordenándole que la traiga mañana y la entregue sólo al doctor Lindblom. Yo le advertiré que mañana tendremos visitas, pero que él llame y entre para entregar el regalo únicamente al doctor Lindblom, como una sorpresa. ¿No ve adónde quiero ir a parar?

—Mañana, el camarero encontrará a su marido en lugar del doctor Lindblom.

—Exactamente. Pero tomará a Claude por un visitante y pensará que mi marido no está, negándose a entregar el regalo a Claude, diciendo que volverá para entregarlo a la persona adecuada. Lo que sucederá entonces puede predecirse casi de una manera matemática…, o así lo espero. Claude acorralará al camarero o me estrechará a preguntas para saber quién ha estado conmigo. Habrá una escena de todos los demonios. Cediendo a la violencia, yo me veré obligada a confesar mi infidelidad. Entonces sólo podrán suceder dos cosas. Si ya he perdido a Claude, eso no hará más que apresurar su abandono. Pero si consigo hacerlo entrar en razón, despertar sus celos y hacerle ver cómo me ha tratado… quizá consiga conquistarlo de nuevo… Es una posibilidad. Así es que ya ve usted, míster Craig, cómo Hammarlund no puede hacernos objeto de ninguna clase de chantaje. ¿Qué podría hacer? ¿Amenazarme con hablar a Claude de mí o viceversa? Yo ya estoy enterada del desliz de Claude y no deseo otra cosa sino que Claude se entere del mío. Voila. Aquí lo tiene usted. —Se recostó en su asiento, llevándose el Bacardí a los labios—. Aquí tiene mi precioso complot. ¿Le encuentra alguna pega?

Craig se quedó enteramente desarmado por su franqueza y desparpajo. Aquella mujer hablaba de sí misma, de su marido, de su amante y de la querida de su marido como si todos fuesen títeres cuyos hilos ella manejaba. Era difícil tomarse todo aquello en serio…, le recordaba demasiado las clásicas comedias de enredo francesas y, sin embargo, Craig intuía los sufrimientos de su confidente, que le hablaba con la más profunda seriedad, dominando a duras penas su desesperación.

—¿Una pega? —repitió—. Sí, posiblemente hay una.

Ella se inclinó hacia adelante con expresión ansiosa.

—¿Cuál es? Dígamela, por favor.

—No se puede combatir al fuego con el fuego —repuso él con sencillez—. Usted, como científica, tiene que saberlo. El fuego alimenta al fuego, en lugar de apagarlo. Es posible que usted consiga vengarse y realizar una obra de destrucción —eso no se lo niego— pero usted habla de salvar su matrimonio. No creo que sea este el camino. Yo no escribiría nunca semejante argumento, porque es psicológicamente falso. Me ha pedido usted mi consejo, doctora Marceau, y voy a dárselo.

Ella no se esperaba esto, y perdió parte de su aplomo y de su falsa alegría.

—¿Qué espera que haga? ¿Quedarme sentada, mientras él se enreda cada vez más con esa mujerzuela? Ya estoy cansada de adoptar esta actitud.

—Yo me permitiría sugerirle que la continuase empleando. Permanezca sentada, siga viviendo con dignidad, que esto es lo que más avergonzará a su esposo. Pero manténgase superior a él, con lo cual él se sentirá inferior. Espere a que se canse de la otra. Existen grandes posibilidades de que vuelva contrito a su lado, deseoso de justificarse, hasta que termine por renunciar a su aventurilla pasajera.

—¿Y qué pasará si no vuelve a mi lado?

—Este es un riesgo que hay que correr, desde luego. Pero lo que hace usted ahora… es aún más arriesgado, en mi opinión. Los hombres exigen una gran moralidad a sus esposas. Cuando él se entere de su conducta, ya no podrá volver a mirarla como antes. Y usted tampoco podrá mirarse como antes. No sólo habrá descendido a su nivel, perdiendo la única superioridad que ahora tiene, sino que habrá mancillado su honor. Nunca se sentirá como era antes, ni él la verá con los ojos con que la miraba.

—Usted no es una mujer, míster Craig.

—Por supuesto. Sin embargo…

—Los hombres lo miran de un modo muy diferente. Yo me siento la misma y no me sentiré distinta después. Sólo el amor de verdad nos cambia, nos destroza sin remedio, no una aventurilla frívola.

—Tal vez esto se halle de acuerdo con la mentalidad francesa. Yo sólo puedo hablarle teniendo en cuenta mis principios y mi formación moral, americana y calvinista.

—Compréndame, míster Craig. Durante toda mi vida conyugal de muchos años, nunca he engañado ni faltado a mi marido en lo más mínimo. Antes de casarme, antes de conocer la existencia de Claude, tuve algunos devaneos con compañeros míos de Facultad. No fueron simples indulgencias de la carne, sino algo más serio. Sea lo que sea lo que le hayan dicho de los franceses, entre nosotros son numerosos los que se han educado de acuerdo con rígidos principios morales en el seno de la Iglesia Católica. Mis amoríos de la época estudiantil formaron parte, pudiéramos decir, del proceso del crecimiento, como la menstruación y el desarrollo del busto. Formaron parte de un proceso de maduración, de búsqueda del pleno potencial de la vida y un tanteo para saber si yo era capaz de sentir del modo que debe sentir una mujer, según aseguran los poetas y los novelistas. Pero cuando conocí a Claude, ya mayor, no hubo nadie más para mí, ni por asomo. ¿Por qué tenía que haberlo? Para mí, el matrimonio era un contrato, que no podía violarse ni en una sola de sus cláusulas. Además, no era necesario que le fuese infiel, porque nada tenía que buscar fuera del matrimonio. Tenía a Claude y a nuestro trabajo, y esto me bastaba para esta vida y nueve más. Pero cuando terminamos nuestra labor de investigación y me quedé sin Claude… ¿qué había en mi vida de esposa prosaica y servicial, sino un contrato roto, que contemplaba tristemente en mi mano?

Se interrumpió mientras Craig encendía una cerilla y le daba fuego.

—Ha mencionado usted su trabajo —dijo—. ¿No habría modo de absorberse en una nueva investigación y…?

—¿Una nueva investigación? ¿Y cree que eso basta? Vamos, míster Craig, me decepciona usted. ¿Tan distinto es un escritor de un científico? Las investigaciones no se encuentran… son ellas las que vienen a nuestro encuentro. Y quizá, de ahora en adelante, ninguna investigación vendrá ya a mi encuentro. Si esto sucede y Claude me abandona, conoceré una viudez doble y simultánea. Creo que esto será demasiado para poderlo soportar. Por esta razón, y de la única manera que se me ocurre, lucho para conservar a Claude. —Dio ansiosas chupadas a su cigarrillo y se apoyó en el respaldo de la silla—. Así… ¿sigue sin gustarle mi plan?

Craig levantó ambas manos.

—¿Qué quiere que le diga? No es fácil criticar sin ser parte interesada. Únicamente tengo el presentimiento, doctora Marceau, de que su plan, ya sea bueno o malo, no resolverá nada. La solución tiene que conseguirse por otros medios.

—Por el medio que sea, no me importa cuál. No estoy en situación de elegir. Pero no puedo esperar a que ocurra algo imprevisto que lo resuelva todo por arte de magia. Tengo que actuar.

—Entonces le deseo suerte muy sinceramente. Haría cualquier cosa por ayudarle, créame…

—Ya me ha ayudado bastante. Le prometo que leeré sus libros… Ah, han dejado aquí la minuta. ¿Qué es eso de Friterade sjötungsfileer med remouladesas?

Craig hizo una seña al camarero y ambos estudiaron la minuta con su ayuda. Exceptuando el arenque en escabeche, la ensalada y las setas, omitieron el smorgasbord y pidieron un filete de lenguado, regado con brännvin bien frío.

Apenas se había marchado el camarero, cuando su lugar fue ocupado por la figura de otro hombre. Denise y Craig levantaron simultáneamente la mirada hacia el doctor John Garrett, que estaba de pie ante ellos, con su expresión de ansiedad perpetua… Incluso el círculo amoratado que rodeaba su ojo derecho parecía dar saltos, mientras él arrugaba nerviosamente su traje de estambre gris.

—He venido a decirle, doctora Marceau, que la están buscando por el vestíbulo. La llaman al teléfono.

—Oh, gracias, doctor Garrett. —Levantándose, la francesa dijo a Craig que la disculpase un momento y luego se marchó apresuradamente entre las mesas, después de dar la vuelta a la columna.

Garrett permaneció de pie, escrutando con la mirada el bullicioso comedor, como si buscase a alguien. Por último su atención se fijó nuevamente en Craig:

—¿Conoce usted por casualidad a Sue Wiley? Es la…

—La conozco —le atajó Craig, agregando—: Por desgracia.

—¿La ha visto por aquí?

—No; ni la he visto ni me interesa verla.

—Quedamos en que nos encontraríamos aquí —le confió Garrett—. Va a almorzar en otro sitio, pero esta mañana celebró una interviú aquí y dijo que podría verme un momento. Quizá no la dejan libre.

—Yo no me preocuparía por ella —observó Craig—. Si usted puede serle útil, no tardará en aparecer.

Garrett pareció estar presa de una súbita excitación.

—¿Qué ha dicho usted…? ¿Si yo puedo serle útil?

—Si, pero no tiene importancia. Usted es un laureado y ella se dedica a coleccionarlos, los actuales y los pasados. Por lo tanto, no se dejará perder una oportunidad como esta. ¿Por qué no se sienta? Háganos compañía hasta que ella venga.

—¿No le importa? —Garrett tomó la silla que le permitía contemplar la entrada del vestíbulo, miró ansiosamente en aquella dirección por un momento, y luego se volvió hacia Craig—. A usted no le gusta Sue Wiley, ¿verdad?

—Me parece que eso salta a la vista.

—¿Cree que se puede confiar en ella? Es decir…, ya sé que sólo le interesa el sensacionalismo, pero tiene una reputación…, se halla respaldada por una gran organización… y la prensa tiene cierta integridad.

—No confiaría en ella bajo ninguna circunstancia —dijo Craig rotundamente.

Garrett se quedó de una pieza.

—Pero yo quiero decir… que a veces hay circunstancias especiales. Por ejemplo, leí no sé dónde que hay reporteros que prefieren ir a la cárcel por un día o dos, antes que revelar los nombres de sus informantes. Miss Wiley me dijo que ella también lo hizo una vez.

—No lo creo. Considero a la Wiley esa incapaz de ir a la cárcel ni aunque fuese por una hora y se tratase de salvar a su propia madre.

—Está usted resentido con ella.

—Sí, señor, lo estoy —repuso Craig.

—No hay nadie que sea bueno ni malo de una pieza.

—Y hay quien sólo cree lo que desea creer. No sé para qué quiere verla, pero más valdrá que antes encuentre una buena explicación para ese adorno que le han puesto en el ojo.

Garrett se tocó su ojo amoratado.

—¿Tan mal efecto produce?

—En una persona cualquiera, pasaría desapercibido, pero en un Premio Nobel, puede provocar preguntas.

Garrett se agitó, inquieto.

—Creo que tiene usted razón. Me inventaré algún pretexto. —Después de vacilar, prosiguió—: Hasta ahora no había tenido ocasión de darle las gracias por su intervención de la otra noche. ¡Qué tontería! No volveré a beber nunca más.

—Fue una suerte que yo estuviese allí —observó Craig—. El otro es un hombre muy corpulento y fuerte. Podía haberlo matado.

—Es posible, pero antes lo hubiera matado yo.

—No quiero preguntarle el motivo de la pelea, pero me cuesta imaginar que hubiese algo capaz de enfrentar de ese modo a dos hombres famosos como ustedes, en una pelea en que se jugaban su reputación…

—Míster Craig —le interrumpió Garrett—, hay momentos en que no se piensa en las consecuencias. El instinto de conservación es primordial en el hombre. Yo actué movido por el instinto de conservación…, pudiéramos decir que en defensa propia.

—Yo tuve la impresión de que era usted quien empezó la pelea.

—Aquella noche, sí, en efecto. Me confieso culpable. Pero me asistía una justificación moral. El provocador original es Farelli. Este hombre me robó el mérito del descubrimiento y, por si aún no fuese bastante con llevarse la mitad del premio sin merecerlo…, ahora quiere quedarse con todo.

El camarero apareció con los entremeses y Garrett se calló.

—La señora volverá en seguida —dijo Craig al camarero. Luego se volvió a Garrett para preguntarle—: ¿No quiere acompañarnos? Garrett movió negativamente la cabeza.

—Gracias, no tengo apetito. —Hablaba con tono displicente, como si tuviese la cabeza en otra parte y, cuando el camarero se fue, se dirigió con vehemencia a Craig—. Supongo que puedo hablar con usted. Necesito desesperadamente que me aconsejen.

—No sé exactamente qué debo hacer yo, y usted quiere que le aconseje —comentó Craig, clavando el tenedor en la ensalada.

—Es que, además de mi esposa, usted es el único que sabe lo que pasó entre Farelli y yo.

Craig pensó en Märta Norberg y Ragnar Hammarlund, pero guardó silencio.

—Tengo planteado un terrible problema, míster Craig. Ya me he decidido, pero sigo sin verlo claro. Para decirle la verdad, y esto que quede entre nosotros, incluso telefoneé anoche a mi psiquiatra de California… Le puse una conferencia internacional. Este año he trabajado con exceso y he sufrido un agotamiento nervioso… A consecuencia de ello, participé en unas sesiones de terapéutica colectiva… y el doctor Keller me ha sido de una gran ayuda, resolviendo…

—No creo que haya nadie más calificado para aconsejarle.

—El doctor Keller no estaba en casa. Me dijeron que no regresaría hasta dentro de un par de días. Pero yo tengo que tomar esta decisión ahora mismo. Ya la había tomado cuando telefoneé a Sue Wiley para citarme con ella, pero ahora, que estoy aquí, ya no estoy tan seguro.

A Craig no le gustaba meterse en una disputa ajena, pero ya que Garrett iba a complicar a Sue Wiley en ella, el asunto adquiría visos más amenazadores.

—¿De qué se trata? —le preguntó Craig—. ¿Piensa decirle a la Wiley que Farelli le puso ese ojo a la funerala?

—No, no, nada de eso. Se trata de algo mucho más…

—¿De qué se trata pues? Garrett metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja mecanografiada cuidadosamente doblada. Desplegándola, la tendió a Craig.

—Lea esto.

Distraídamente al principio y luego con más atención, Craig leyó lo que llevaba por título: «Informe del Instituto Experimental de Medicina Aérea Alemana» y que ostentaba la firma del «Doctor S. Rascher, 3 de abril de 1944». Casi se le pasó por alto el nombre de Farelli a la primera lectura, pero luego lo vio claramente y leyó el documento por segunda vez.

Craig levantó la mirada.

—¿Qué es esto, exactamente? ¿Se refiere acaso a esos médicos que fueron juzgados en Nuremberg y ahorcados por sus viles experimentos con seres humanos?

—Exactamente. Y todos los aliados de Hitler prestaron su cooperación, enviando personal médico, entre el que figuraba Farelli. Aquí lo tiene usted… no hay duda alguna.

Craig contempló fijamente el papel que tenía en la mano.

—¿De dónde ha sacado esto?

—Es auténtico, se lo aseguro. Un amigo mío del Instituto Carolina tomó estas notas, basándose en lo que le comunicó una persona que había tenido en sus manos las fotocopias de los originales. Cuando la Fundación Nobel examinó los antecedentes de Farelli —también examinaron los míos, por supuesto— desenterraron este documento, al reconstruir la vida de Farelli durante la guerra.

—Leí que fue un antifascista y estuvo detenido…

—Sólo hasta cierto punto —repuso Garret muy excitado, como si se alegrase de revelar las debilidades de su rival— y después, bien, aquí puede verlo, se decidió a nadar y guardar la ropa y se fue a Dachau para colaborar con aquellos asesinos que deshonraban el nombre de médico y que torturaban y mataban a desvalidos prisioneros en sus horrendos experimentos.

Craig tiró el papel sobre la mesa.

—No puedo creerlo —musitó.

—Pues ahí lo tiene —insistió Garret con terquedad.

Craig contempló el rostro congestionado y convulso de Garrett y se le cayó el alma a los pies.

—¿Y esto… esto que usted llama pruebas… es lo que piensa entregar a Sue Wiley?

—Verá… es lo que me pareció más adecuado…

—¿Y es este el problema que le agobia? —insistió Craig—. ¿El de entregárselo o no entregárselo? ¿Y no ha decidido aún qué partido debe tomar?

—Mi partido ya está tomado…

—Pero aún no está seguro. Sigue remordiéndole la conciencia. Y por lo tanto quiere que otra persona —su psiquiatra, yo, quien sea— le dé su aprobación, para que se sienta seguro.

—No es eso, exactamente.

—¿Quiere mi consejo?

—Sí, por eso se lo he enseñado…

—Pues no lo haga —dijo Craig con toda firmeza que pudo encontrar en su voz—. Rompa este papel y tírelo.

—Pero…

—Rómpalo en mil pedazos. ¿Qué clase de venganza es esta… que le lleva a destruir a una eminencia médica, a aniquilar su vida, para vengarse de un golpe en la mandíbula?

—No se trata de venganza —protestó Garrett.

—¿Qué es entonces, pues? ¿Sentido de la justicia? Vamos, hombre, no me venga con monsergas. ¿Con qué derecho se atribuye el papel de juez supremo de sus semejantes? Si un miembro de la Fundación Nobel, un hombre informado, inteligente y ecuánime, no quiso tomar en consideración esto, ¿por qué usted se considera superior y se fía únicamente de su juicio, emocional e influido por una animadversión personal, haciendo caso omiso del juicio de un experto? ¿Quién es usted para hacer tal cosa?

Garrett empezó a vacilar.

—Un criminal debe ser castigado —dijo con voz tan fuerte, que varias personas de la próxima mesa se volvieron para mirarlo.

Craig bajó deliberadamente la voz:

—Lo sentencia usted a muerte sin someterlo a juicio. El hecho de entregar a Sue Wiley este párrafo no demostrado, es como dar una Lüger cargada a un niño de cinco años y decirle que vaya a jugar a los indios con los demás niños. Esa mujer armará un escándalo tan mayúsculo con esta información, que hundirá a Farelli para siempre.

—Lo tendrá bien merecido…

—¿Y si resultase que no lo merece? ¿Si resultase que puede demostrar que todo se trata de un error? ¿Quién hará caso entonces de las retractaciones? Las excusas no se publican en grandes titulares. Para el resto de su vida, Farelli, por inocente que pueda ser, será el colaboracionista que participó en las matanzas nazis de Dachau. —Craig trató de impresionar del modo que fuese al hombrecillo agitado que tenía enfrente, incluso apelando a la lisonja—. Doctor Garrett, trate de verse con los ojos con que los demás lo ven. Hoy es usted famoso, mundialmente famoso, con Farelli o sin él. Usted es un hombre conocido, respetado, aplaudido… y muy merecidamente. Ha efectuado uno de los más notables descubrimientos de la historia. No tiene que recurrir a medio tan ruin como es la difamación de un colega, para conservar su elevado puesto. ¿No lo comprende, hombre de Dios?

—Pero permitir que un criminal…

—¿Quién dice que es un criminal, excepto usted?

Garrett señaló a la hoja de papel que estaba entre ambos.

—Las pruebas son evidentes.

—Son pruebas de indicios —repuso Craig, con tono tajante—. ¿Se hallaba usted presente? ¿Lo presenció personalmente? ¿Ha encontrado testigos de cargo de confianza? ¿Ha escuchado lo que tenga que decir Farelli en su defensa? No, estoy seguro que no. Lo único que tiene es un trozo de papel. —Tomándolo en sus manos, leyó la única línea acusatoria: «Doctor C. Farelli, Roma». Miró severamente a Garrett—. ¿Cree que esto es bastante, doctor Garrett? Farelli es un nombre muy corriente en Italia, lo mismo que Cario. Debe de haber incontables Cario Farelli a todo lo largo y lo ancho de la península italiana. Y algunos de ellos deben de ser médicos que habrán actuado durante la guerra. Por desgracia, las coincidencias son demasiado frecuentes y muchas veces se condena a inocentes porque los jurados no quieren tener en cuenta tales coincidencias posibles.

»Recuerdo haber leído el relato de un caso famoso, una lamentable historia que por desgracia es cierta… Se refería a un tal Adolf Beck, que fue víctima de pruebas de indicios y de un conjunto de circunstancias desgraciadas. A finales del siglo pasado, un tal John Smith, médico de profesión, fue detenido acusado de haber cometido varias estafas vendiendo joyas falsas a diversas señoras. Fue detenido, encarcelado y más tarde puesto en libertad. Varios años después, se registraron otras estafas similares a consecuencia de las cuales fue detenido un químico noruego que residía en Londres llamado Adolf Beck, el cual fue identificado por diez de sus presuntas víctimas. Pero lo que realmente lo condenó fueron los datos que figuraban en el antiguo expediente del doctor John Smith. Como las facciones de Beck, lo mismo que su complexión, señas personales y escritura eran idénticas a las de Smith, el tribunal decidió que ambos eran la misma persona y Beck fue sentenciado a seis años de cárcel. Elevó dieciséis peticiones a los magistrados protestando de su inocencia, pero de nada le valieron. Salió de la cárcel en 1901, según creo recordar, para ser encarcelado nuevamente tres años después bajo la misma acusación, aunque él también se declaró inocente, afirmando que le confundían con otra persona. Entonces, después de este largo calvario, surgieron dos hechos casuales favorables a Beck. Se encontró una antigua ficha de Smith, que había sido extraviada, y en ella podía leerse que Smith era circunciso… y al examinar a Beck se comprobó que él no lo era. Y entonces fue detenido un tal Thomas en el momento de vender joyas falsas, y resultó que no sólo se parecía a Beck, sino que era el auténtico Smith, circunciso, según figuraba en la ficha. Así, después de pasar tantos años en la cárcel, cuando su vida ya había sido destrozada, Adolf Beck fue puesto en libertad. Y todo a causa de simples coincidencias, histerismo y una confusión de identidades.

Craig interrumpió su sereno relato y fulminó con la mirada a Garrett:

—¿Desea correr el riesgo de tener a un Adolf Beck sobre su conciencia, doctor Garrett?

El médico cardiólogo palideció y pareció empequeñecerse. Craig sacó partido de su ventaja inicial.

—No se trata únicamente de la posibilidad de que fuese otro C. Farelli el que estuvo en Dachau. ¿Y si no hubiese estado allí ningún Farelli y la inserción de su nombre en esta lista no fuese más que una diabólica treta de uno de los enemigos fascistas de Farelli, quizá del propio Mussolini? En el peor de los casos, suponiendo que Farelli hubiese estado efectivamente allí, tal vez le obligaron a ir encañonado con una pistola… para obtener su diagnóstico y sus consejos. Quizás estuvo allí sin participar para nada en los asesinatos. Hay todas estas posibilidades y muchas más. ¿Y quién es usted para afirmar que ninguna de ellas es exacta y que sólo es verdad la que le dicta su animadversión hacia Farelli… a saber, la de que este capituló y se ofreció voluntario para participar en esos atroces experimentos? ¿Está dispuesto a cargar plenamente con esa responsabilidad… y esta noche, basándose en unas pruebas tan endebles, hundir a un colega de valía por medio de un escándalo hediondo? La decisión recae únicamente sobre usted, doctor Garrett, no sobre mí… Es usted quien tiene que decidir y nadie más.

La requisitoria de Craig, ferviente y apasionada, consumió toda su reserva de energías y se dejó caer contra el respaldo de la silla, exhausto, esperando la reacción de Garrett.

Este permanecía con la vista fija en el mantel, abriendo y cerrando las manos entre sus rodillas.

—¡Ah, aquí está, doctor Garrett! —dijo la voz de una joven. Ambos, sobresaltados, se volvieron para ver a Sue Wiley que venía hacia ellos, tocada con su sombrerito de trovador y enfundada en su capote militar—. ¡Le he estado buscando por todas partes!

Garrett, semejante a un alma en pena, se puso dificultosamente en pie, pero Craig siguió sentado.

Sue Wiley abrió mucho los ojos mientras estrechaba la mano de Garrett.

—Chico, qué ojo. ¿Quién se lo puso así?

Dándose cuenta de que Craig lo miraba, Garrett empezó a sudar copiosamente.

—Pues… estaba en el baño, di la vuelta y no vi que la puerta de la ducha estaba abierta… Fue una suerte que no perdiese un ojo.

—Desde luego —dijo Sue Wiley, risueña—. Si es así…, no tengo nada que decir. —Giró sobre uno de sus aguzados tacones—. ¿Qué tal, míster Craig? No le había visto.

—No se moleste —repuso Craig.

—Sé que pasó una noche divina con mi amigo míster Gottling. Aunque dijo que estaba demasiado borracho para recordar de qué hablaron, el muy animal.

Craig dio las gracias en silencio a Gunnar Gottling y rogó al Cielo que aquello fuese cierto.

—Puede escribir que el Premio de Literatura, que es un alcohólico empedernido, estaba asimismo borracho; que luego asaltó el Palacio Real y violó a un par de princesas y que ahora no recuerda nada.

—Gracias por nada, pues —dijo Sue Wiley con desparpajo, aunque pestañeaba furiosamente. Se enfrentó de nuevo con Garrett—. ¿Deseaba verme para algo? Tengo una cita muy importante, pero si se trata de algo de interés, puedo telefonear para anularla…

Garrett tragó saliva.

—No… no es nada… nada en absoluto… lo siento —dijo—. Creí que podría decirle algo, pero…

—¿Sobre qué? —le preguntó Sue Wiley.

—Pues yo… verá se refería al trabajo que voy… que voy a iniciar… a unos experimentos. Pero como hay otras personas interesadas… es una fundación… ha habido una demora… y por lo tanto no puedo decirle nada.

Sue Wiley dio un respingo.

—Cualquier cosa sirve. ¿No puede hablarme de algo diferente?

—Le pido mil perdones, Miss Wiley, pero lo que me proponía decirle… no ha dado resultado… y no tengo la libertad de…

—Comprendo —dijo ella con brusquedad—. Pero si da resultado, recuerde lo que le dije en el avión… estoy a su lado y le ayudaré.

—Se lo prometo.

—Muy bien. Espero que nos veremos antes de la ceremonia. —Poniéndose el bolso bajo el brazo, se volvió hacia Craig—. Usted tampoco se olvide de mí, míster Craig.

—No la olvido ni por un segundo —repuso Craig.

—Ya lo sé, ya lo sé. Bien… que brinden a gusto, goddag y adjö.

—Lo mismo digo —murmuró Craig.

La siguió con la mirada cuando se fue, viendo cómo se detenía aquí y allá para saludar a personas sentadas en el comedor, hasta que desapareció en el vestíbulo.

Garrett se sentó lentamente, secándose la frente con el pañuelo. Después de guardárselo en el bolsillo, tomó la hoja de papel de la mesa para rasgarla a tiras, que arrugó y se guardó también en el bolsillo.

—¿Puedo beber un sorbo de lo que usted toma? No me importa lo que sea —dijo con voz apagada.

—Es brännvin helado —dijo Craig—. Bébaselo todo.

Garrett tornó el pequeño vaso con su mano temblorosa y se bebió el brännvin de un trago. Hizo una mueca y luego su mirada se cruzó con la de Craig.

—Gracias —dijo, añadiendo—: No lo digo por el brännvin.

Craig asintió:

—Lo sé. No lo lamentará.

El cardiólogo se pasó la lengua por los labios.

—Pero quiero que sepa… que esto es un simple armisticio… no es la paz.

Después de esto, Garrett pidió otro brännvin y bocadillos de reno ahumado y cuando se los sirvieron, Denise Marceau ya regresaba hacia su mesa.

—¿Les he hecho esperar? Por favor, siéntense. —Se deslizó en su silla y miró a Craig con expresión radiante—. He estado hablando por teléfono con el tercero en discordia. Todo está arreglado.

—¿La cosa marcha? —preguntó Craig.

—Sobre ruedas —repuso Denise desplegando la servilleta—. Aunque no sea un argumento suyo, deséeme suerte.

—Suerte —dijo Craig.

Y los tres empezaron a comer con buen apetito.

Para su entrevista con la joven norteamericana miss Sue Wiley, Nicolás Daranyi había escogido un selecto restaurante cuya antigüedad se remontaba a varios siglos: el «Bacchi Wapen», que estaba en Järntorgsgatan, no muy lejos de su residencia de la Ciudad Vieja.

Daranyi tenía por norma no invitar nunca a almorzar a sus informantes, y mucho menos en restaurantes lujosos. Bastaba con pagarles sus informaciones en efectivo. Gottling, aunque la víspera se mostró ceñudo y monosilábico, lindando casi con la grosería, había charlado con frecuencia por los codos a cambio de una noche de vino a discreción. Mathews, el corresponsal inglés, que vestía trajes raídos, y la señorita Björkman, la secretaria de Hammarlund, que cobraba un sueldo mísero, estaban siempre a su disposición, como lo estuvieron la noche anterior para facilitarle valiosas informaciones, y siempre se conformaban con las coronas que él les ofrecía. Pero miss Wiley era una desconocida, de extraordinario interés, si había de creer a Krantz, y, en su calidad de periodista norteamericana, cobraba sueldos fabulosos y eso quería decir que había que tratarla con considerable tacto y delicadeza.

«Bacchi Wapen» era un lugar que rebasaba con mucho el modesto presupuesto de Daranyi, pero como sabía que no podía sobornar a una opulenta norteamericana con sus reducidas propinas, sino que debía conquistarla con otro cebo, un restaurante de lujo le parecía un comienzo adecuado. Daranyi tenía mucha fe en la seducción que ejercía un ambiente lujoso. En primer lugar, le prestaría un aire de hombre acaudalado y próspero. Además, ponía a sus informantes a su merced, de un modo sutil, y los buenos caldos, junto con la buena mesa, eran factores que con frecuencia desarmaban a los más precavidos.

Había que decir algo más a favor del lugar elegido y de su hechizo, en «Bacchi Wapen», restaurante excavado en la roca, con sus extraordinarias terrazas-comedor semejantes a farallones escalonados, con su exquisito servicio de smorgasbord y la linda joven sentada al piano, quedaba ennoblecido lo que hubiera podido parecer chillón y estrafalario. En un ambiente como aquel, las más odiosas calumnias y murmuraciones adquirían tal elevación, que se convertían en una especie de búsqueda de la Verdad.

Sentado ante su mesa, aspirando la fragancia que despedía su propia agua de colonia, Daranyi acariciaba su Martini seco, escuchando los acordes del piano y preguntándose si miss Wiley resultaría una provechosa fuente de información. Si así fuese, y Mathews le entregase lo que le había prometido, los pocos cabos que quedaban por atar apenas tendrían importancia y sólo servirían para redondear aquel informe perfecto. Si miss Wiley le prestaba su ayuda, sorprendería a Krantz presentándole un informe completo sobre cada laureado muchas horas antes de la fecha límite fijada, del día siguiente por la noche. Y a cambio de esto, obtendría una prima sobre sus honorarios estipulados. Y probablemente la prima sería muy crecida.

Cuando estaba solo, Daranyi no podía evitar pensar en aquello y hacer cábalas y conjeturas acerca de la cifra.

Vio que el propietario del local indicaba su mesa a una señorita sorprendentemente joven, con cara de perro de caza y enfundada en un grueso y costoso capote militar. Daranyi apartó la silla para libertar su panza y se puso en pie.

—Soy Sue Wiley, de Consolidated —dijo ella, tendiéndole la mano.

Daranyi dio un taconazo e inclinó la cabeza.

—Nicolás Daranyi —dijo, a la manera sueca, inclinándose con rapidez para besarle la mano.

Cuando estuvieron sentados, Daranyi le preguntó si quería beber algo.

—No bebo —repuso Sue Wiley—. Pero tengo más hambre que diez lobos. ¿Cuál es la especialidad de la casa?

—Ya he examinado el menú. Todo lo que sirven en «Bacchi Wapen» es delicioso.

—¿Qué significa Bacchi Wapen?

—Los Brazos de Baco —contestó Daranyi.

—Cada vez se ponen nombres más estúpidos. Muy bien, ¿qué me aconseja usted?

—En Suecia, para almorzar, lo más adecuado es pedir köttbullar.

—¿Qué demonios es eso?

El talante agresivo de la joven desconcertaba a Daranyi, pero consiguió conservar su aplomo.

—Unas extraordinarias albóndigas con zanahorias y una salsa espesa…

—De acuerdo —dijo Sue Wiley—. Estoy muy ocupada, así que si no le importa, que nos sirvan inmediatamente y vayamos al grano.

—Desde luego, como usted guste —repuso el estupefacto Daranyi.

—Hizo chasquear los dedos y cuando vino la camarera le pidió lo que habían escogido, añadiendo muy a pesar suyo que tenían prisa.

—¿Qué clase de acento tiene usted? —le preguntó Sue Wiley—. ¿Rumano? ¿Búlgaro? ¿Húngaro?

Daranyi se quedó momentáneamente desconcertado, porque presumía no tener acento extranjero.

—Húngaro —musitó.

—Ah, húngaro —exclamó ella, mientras rebuscaba en su bolso, sacaba la polvera, se miraba un momento en ella y después la cerraba—. Cuando se tiene a un húngaro por amigo, ya no hace falta buscarse un enemigo.

—¿Cómo dice, miss Wiley?

—No se ofenda. Es un dicho americano. ¿No sabe que hay centenares de chistes y de frases sobre los húngaros? ¿Qué tal resulta eso de ser húngaro?

—No sé. Yo siempre me he considerado un ciudadano del mundo.

—¿Ah, sí? ¿Y entonces, qué hace escondido aquí, en Suecia? No conozco sitio más aburrido que este.

—Oh, creo que exagera usted un poco, miss Wiley. Uno se acostumbra a la tranquilidad y, al cabo de cierto tiempo, se llega a apreciarla y a gozar de ella.

—Ya tendrá bastante tranquilidad cuando se muera.

—Desde luego, pero para un historiador como yo, también es valioso disfrutar de ella en vida. —Aquella misma mañana decidió representar aquel papel, al pensar en Andrew Craig—. Yo necesito la soledad.

—Pues quédese usted con ella. —Su mano tropezó casualmente con el salero, derribándolo, y ella se apresuró a tomar entre sus dedos una pizca de sal para tirarla por encima del hombro izquierdo—. La verdad es, míster Daranyi, que no sé exactamente por qué estoy aquí… Usted sólo me dijo por teléfono que se había enterado de que escribía unos artículos sobre el Premio Nobel…

—Sí, me lo dijo un corresponsal de Londres.

—… y que usted podría facilitarme informes útiles, a cambio de un pequeño favor. ¿De qué favor se trata?

—Antes de que hablemos de ello —dijo Daranyi con voz melosa—, debemos conocernos al menos un poco y saber de qué forma podemos ayudarnos mutuamente. Como ya le he dicho, soy historiador. Tengo un contrato con un editor inglés para escribir una obra muy completa sobre el Premio Nobel y las personas que lo han obtenido desde 1901. No obstante, con gran contrariedad por mi parte, el editor ha insistido en que la parte histórica sea lo más escueta posible, y que concentre el mayor peso de la obra en los laureados más recientes. Por desgracia, yo soy erudito y no periodista y me resulta difícil procurarme informaciones completas sobre los ganadores actuales.

Sue Wiley parpadeó de un modo seguido.

—¿Y aquí es donde yo entro en escena?

—Me dijeron que usted estaba muy informada de la vida y milagros de los ganadores actuales.

—Más de lo que usted se figura. Estoy cargada con bala. ¿Y usted? ¿Qué podrá ofrecerme a cambio?

—He consagrado dos años enteros a mis investigaciones, miss Wiley. Poseo una cantidad ingente de datos sobre los anteriores laureados.

—¿Datos como los que yo puedo facilitarle, míster Daranyi?

—Eso depende. ¿Cómo son exactamente los datos que usted posee?

—Con un párrafo le bastará. ¿Quiere saber el sumario del primero de mis artículos, que se publicará la próxima semana? Pues agárrese. —Cerró fuertemente los ojos y se puso a recitar—: «Primera parte. La verdad sobre el mito Nobel. Por Sue Wiley, enviada especial de C. N. en Estocolmo. Primer párrafo. Aquel viejo tábano llamado George Bernard Shaw dijo una vez: "¡Puedo perdonar a Alfredo Nobel que hubiese inventado la dinamita, pero sólo un diablo en forma humana podría haber inventado el Premio Nobel!" Lo mismo digo desde la capital de Suecia, donde se halla instalado el mayor circo del mundo, que es al mismo tiempo el más peligroso e indiscreto. Punto y aparte. He estado donde muy pocos hombres o mujeres han conseguido llegar, o sea entre los bastidores del último Premio Nobel, y durante meses he desenterrado los premios anteriores y me propongo demostrar que estas dignas y solemnes ceremonias de concesión de los premios son y siempre han sido un explosivo, tan mortífero, funesto y peligroso para los que las organizan como para sus beneficiarios, así como para el mundo entero, como lo fue él invento de la dinamita, hecho por el creador de tales premios. Punto de admiración». —Abrió los ojos—. ¿Qué le parece?

—Lo menos que puede decirse es que resulta estimulante.

—Y que usted lo diga. Causará sensación. Esta será la tónica que tendrán mis artículos. No me interesan datos de archivo, únicamente útiles para los eruditos. Me interesa el escándalo, la porquería. ¿Puede ayudarme usted?

Incluso Daranyi, que se había visto obligado a celebrar muchas entrevistas desagradables en el ejercicio de su profesión, se sintió repelido por aquella joven. Pero comprendió al instante que ella tenía lo que él deseaba facilitar a Krantz. El negocio ante todo, tuvo que recordarse.

—Efectivamente, creo que tengo muchos datos que serían muy valiosos para usted, Miss Wiley.

—Muy bien, parece que llegaremos a un acuerdo. Pero primero enséñeme sus credenciales. ¿Y si resultase que es usted un agente de la Associated Press?

—¿Mis credenciales?

—¿Cómo sabré que está preparando un libro?

—Sí, desde luego, y no se lo censuro. —Del bolsillo interior de su chaqueta, Daranyi sacó un contrato azul doblado, que había preparado cuidadosamente para esta ocasión. Lo tendió a Sue Wiley—. En previsión de que usted me lo pidiese, lo he traído. Confío en que no divulgará los detalles… ejem, económicos… a personas extrañas.

—¿Quién cree que soy?

Examinó la primera página del contrato, luego lo hojeó rápidamente y por último miró la última pagina del documento.

Devolviéndoselo exclamó:

Kosher[29] ¿Quiere ver mi carnet de periodista?

—No hace falta, miss Wiley. Ya me han informado de su gran reputación.

—Muy bien, míster Daranyi, ¿qué hacemos ahora?

—Vamos a intercambiar información. Usted me da una noticia y yo correspondo con otro dato o noticia.

Sue Wiley parpadeó:

—No tan de prisa, amigo. Pasemos un tráiler.

—¿Un tráiler? No la entiendo.

—Perdón… quiero decir algunas muestras. Deme usted un par de golosinas, para que yo sepa que lo que tiene vale la pena. Yo haré lo mismo. Si ambos nos damos por satisfechos, podemos continuar. ¿Lo ha traído todo? ¿Todo lo que sabe?

Daranyi asintió.

—Lo tengo todo en la cabeza, miss Wiley. Puede comprobar lo que guste.

—Bravo. Yo tengo mis notas a buen recaudo en el hotel. Si lo que dice me satisface, terminaremos de comer pronto y usted me acompañará. Podemos intercambiar las noticias y la información en el hotel. ¿De acuerdo?

—Me parece perfecto.

—Empecemos, pues. Usted primero.

Daranyi se sentía cohibido.

—No sé exactamente lo que usted desea. Hay tantas cosas, ¿sabe?

—Lo primero que le salga de la manga —dijo Sue Wiley—, pero que sea algo sustancioso. Sobre todo me interesan los hechos.

Él se había preparado cuidadosamente, revisando copias que guardaba de antiguas investigaciones y anotando chismes e informaciones confidenciales que había reunido desde que llegó a Suecia. Estaba seguro de que poseía un formidable arsenal de datos, pero de pronto perdió parte de su confianza y no supo si conseguiría complacerla.

—Frans Eemil Sillanpää…

—¿Frans Eemil qué?

—Sillanpää —repitió él con voz débil— el autor finlandés. Cuando supo que había ganado el Premio Nobel de Literatura en 1939, propuso inmediatamente a su secretaria que se casara con él y después agarró una borrachera que le duró catorce días seguidos.

Sue Wiley dijo desdeñosamente:

—¿Esto es todo?

De momento, Daranyi perdió su compostura.

—Pues yo… yo lo encuentro divertido.

—Si le hubiese ocurrido a Red Lewis o Pearl Buck, desde luego. ¿Pero a quién le importa un pepino Frans Eemil lo que sea?

Herido en su amor propio, Daranyi trató de reivindicar a Sillanpää.

—Pero esto no es todo, miss Wiley. La Academia Sueca era parcial a favor de Sillanpää, porque este escritor había intentado hacer del sueco el idioma oficial de Finlandia. Además, cuando se celebraron las votaciones, en 1939, Rusia acababa de invadir Finlandia y, al premiar a un finlandés, el jurado desafió al Comunismo.

Sue Wiley hizo un gesto de denegación con la cabeza.

Presa de una callada desesperación, él continuó:

—Además… además… Sillanpää era amigo de Sibelius… aunque no creo que esto sea importante. De todos modos, era un viudo con siete hijos que estaba en la miseria, y cuando se enteró de que había obtenido el premio, envió a sus siete hijos para que corrieran por todo Helsinki y gritasen: «¡Papá es rico!».

—Termina el primer asalto —dijo Sue Wiley, ceñuda.

—No comprendo…

—Quiero decir que ha terminado el primer asalto y que yo lo he ganado por puntos. Míster Daranyi, tengo que decirle algo: A nadie, pero lo que se dice absolutamente a nadie de los que viven en Kansas City, Denver o Seattle, le importa un rábano lo que le sucedió o le dejó de suceder a Sillanpää. Si esto es todo lo que tiene que ofrecerme, estamos aviados. ¿Tiene algo más que decir? Vamos, desembuche.

—Sir Venkata Raman obtuvo el premio de Física en 1930…

—Nunca oí hablar de él.

—El rayo Raman, miss Wiley. Lo descubrió él. Procedía de la Universidad de Calcuta. Se tocaba con un turbante y originó el momento más embarazoso de toda la historia del Premio Nobel, cuando pronunció su discurso después de la ceremonia. Contestó a un brindis en su honor fulminando con la mirada al embajador de Inglaterra y diciendo: «No acepto este brindis para mí, sino en nombre de mi país y de mis grandes colegas que actualmente están en la cárcel».

Sue Wiley miró a un lado con irritación:

—¿Dónde están esas albóndigas? ¿Han ido a buscarlas al huerto?

—Este Raman… —prosiguió Daranyi.

—Puede guardárselo. Ha perdido también el segundo asalto. Le concedo otro.

Daranyi, batiéndose desordenadamente en retirada, rebuscó afanosamente en su memoria, examinando los grandes nombres que allí estaban alineados, hasta que encontró a uno y lo sacó de entre los restantes. Andrew Craig. Andrew Craig y Lilly Hedqvist. Él era el único que por pura casualidad, conocía sus secretas relaciones. ¿Qué pasaría si entonces las revelaba? Ah, a miss Wiley se le haría la boca agua esperando que se lo contase hasta el último detalle. Esto le daría el triunfo. Pero comprendió que aquella revelación lo convertiría en un amigo falso y traidor, y él respetaba la amistad por encima de todo. Además, Craig le había sido enormemente simpático y se consideraba el protector de Lilly, casi una especie de padre adoptivo de la muchacha. Ni Wiley ni Krantz valían para él lo que valía Lilly. Avergonzado de que semejante idea le hubiese venido a la mente, y notando la impaciencia de la norteamericana, se apresuró a localizar a otro autor de la misma nacionalidad y lo entregó en manos del verdugo. Esta vez tenía que ser todo o nada.

—Los norteamericanos… —dijo, y se calló vacilante.

Sue Wiley prestó inmediatamente atención.

—¿Los norteamericanos? ¿Qué tiene que decir de ellos?

—No siempre fueron vistos con buenos ojos en la Academia Sueca. En ella encontró una fuerte oposición Sinclair Lewis, el primer autor norteamericano que…

—Eso ya me lo contó Gunnar Gottling.

—¿Pero le contó también que Alfredo Harcourt, el editor neoyorquino de Sinclair Lewis, patrocinó mucho tiempo a Lewis secretamente para que ganase el premio?

—¿Quiere decir que Harcourt intrigó a su favor? ¿De qué manera?

—No lo sé. Sólo es algo que oí decir. No puedo demostrarlo.

—No importa —repuso Sue Wiley—. Esto me gusta; esos son los datos que yo quiero.

En aquel instante Daranyi comprendió lo que ella deseaba de él: no datos atrevidos de interés humano, atisbos sobre las almas de los grandes hombres, sino las estúpidas anécdotas que constituyen el comadreo moderno. Inmediatamente consolidó su precaria conquista.

—Luego está ese escritor que tiene un nombre parecido… sí, Upton Sinclair. En 1932 su candidatura para el Premio Nobel fue presentada por setecientas setenta personalidades.

—No lo sabía.

—Oh, sí, entre ellas se contaban figuras de la talla de Alberto Einstein, Bertrand Russell y Harold Laski, pero fue derrotado por John Galsworthy. Y Somerset Maugham vio una vez su candidatura presentada para el Premio Nobel de Literatura, pero no fue elegido porque la mayoría del jurado opinó que se trataba de un autor demasiado popular.

Sue Wiley palmoteó.

—Estupendo. Le concedo este asalto, míster Daranyi. ¿Y no tiene más noticias como esas?

Daranyi sintió que la tensión desaparecía de sus hombros.

—Muchísimas más, miss Wiley.

—Muy bien. Trato hecho.

Daranyi recuperó su confianza.

—Aún no, miss Wiley. El trato tiene que hacerse a satisfacción de ambas partes. Yo aún no sé lo que tiene usted para ofrecerme.

Su súbita osadía sorprendió no sólo al propio Daranyi, sino también a Sue Wiley.

—No se preocupe por las noticias que yo pueda facilitarle. Ya le he dicho que estoy cargada con bala. Cuando vayamos a mi hotel…

—Tiene que anticiparme algo ahora —la interrumpió Daranyi, cada vez más satisfecho de sí mismo—. Yo también quiero lo que usted llama un tráiler… una muestra.

—Muy bien —dijo ella, magnánima—. Me parece justo. Vamos a ver…

El húngaro recordó los nombres que Krantz le había indicado especialmente.

—¿Qué sabe del doctor John Garrett? —preguntó.

—¿Garrett? —dijo Sue Wiley, asintiendo—. Este es blanco seguro. El doctor Cario Farelli y él se detestan.

—Todo esto lo sé perfectamente, miss Wiley.

—¿Lo sabe?

La joven enarcó las cejas, experimentando un súbito respeto por su compañero de mesa.

—Desde luego. Tuvieron un altercado durante el banquete real. Y otro en una ocasión semejante.

Le complacía poder replicar así a Sue Wiley y dio las gracias interiormente a la secretaria de Hammarlund.

—Bien. ¿Pues sabe usted que Garrett se halla en manos de un psiquiatra de Los Ángeles?

—No, eso no lo sabía. Es muy interesante. Me agradaría saber más detalles.

Sue Wiley miró a su alrededor.

—Aquí, no. Pero pronto lo sabrá. ¿Se da por satisfecho?

—¿Y qué puede decirme del profesor Max Stratman?

—No puedo decirle gran cosa. ¿Sabe dónde estuvo durante la guerra?

—Sí, lo sé.

—Hum. Y de su estancia en Estocolmo, ¿qué sabe?

—Nada.

—Pues bien —dijo Sue Wiley—, en primer lugar sufre del corazón y fue a visitar a un especialista cardíaco del Hospital del Sur. Además, almorzó el otro día en el Riche con un jefazo de la Alemania comunista… aún no sé quién es, pero se trata de uno que acaba de llegar del Berlín Oriental.

Daranyi notó cómo le latían las venas en las sienes. Aquello era magnífico, verdaderamente magnífico. Se preguntó: ¿Sería esto facilitar armas a Krantz o quitárselas? Luego se acordó del papel que estaba representando.

—Sí… sí… muy interesante, miss Wiley. Aunque, desde luego, no es exactamente la clase de material propio para complacer a un sesudo historiador… los historiadores preferimos cosas de un carácter más permanente. Aunque… nunca se sabe. Creo que será usted una útil colaboradora. Desde luego, la mencionaré en mi libro y le daré las gracias por su ayuda.

—Valdrá más que no me cite en su libro —dijo Sue Wiley, mirando a la camarera que se le acercaba con la bandeja. Detrás de ella acababa de sentarse la famosa estrella Märta Norberg, acompañada por una mujer de aspecto severo y aire de ama de llaves, a la que ella identificó pronto como la cuñada de Craig, el escritor—. La comida —dijo al húngaro—. Ya era hora. Aquí ya empieza a haber demasiada gente. Démonos prisa y vámonos al hotel. Tenemos trabajo para toda la tarde.

Emily Stratman tarareaba quedamente mientras subía en el ascensor al tercer piso del Grand Hotel. Aunque había desterrado de su vida desde hacía mucho tiempo todo cuanto oliese a alemán, la cancioncilla que entonces tarareaba, un recuerdo medio olvidado de su infancia, era Du, du liegst mir im Herzen, Du, du liegst mir im Sinn.

Eran las 4.10 y Emily se hallaba tranquila, sosegada y contenta. El banquete ofrecido por varios miembros del Comité Nobel de Física y sus distinguidas esposas, en los espaciosos salones de Ringvägen, resultó más agradable de lo que ella esperaba. Las señoras hablaron con tal adoración de sus maridos, de sus hijos y de sus hogares, que el deseo que sentía Emily de ver de nuevo a Andrew Craig se avivó. Luego pensó que cenaría con él y estarían juntos varias horas. Resultaba consolador, de una manera que ella siempre había soñado pero que nunca había conocido, que alguien velase por ella, la colmase de atenciones e incluso la protegiese…, alguien en cuya compañía pudiera sentirse segura y que le inspirase dulces sentimientos.

Con excepción de las cuatro palabras que cambiaron el día anterior al mediodía, Emily no estuvo a solas con Craig desde que ambos se abrazaron de un modo tan natural y espontáneo en la terraza de Hammarlund, cuando él la besó. ¿O era ella quien lo había besado? Se preguntó qué hubiera sucedido y qué se hubieran dicho si la llamada para la cena no les hubiese interrumpido. Se preguntó también qué haría él esta noche, qué diría y qué le contestaría ella. El afecto constante que le había despertado, convirtiéndola en el objeto de su devoción en la intimidad de sus ocultas fantasías, de momento la alarmó, pero cuando él la dejaba, aunque fuese por unos momentos, ella se sentía abandonada y desamparada. En su mundo fantástico, nunca se había sentido tan cerca de ningún hombre. La necesidad de su compañía y la confianza que él le inspiraba dominaban toda su existencia. ¡Qué sorpresa experimentaría él si lo supiese! Porque, en su presencia, ella se sentía real, percibía la realidad de su presencia retraída, contenida e inarticulada, su carácter solitario, frío e intocable. Bien, ella se esforzaría por ofrecerle esta noche su verdadero ser… si es que existía.

Sin darse cuenta, se encontró ante la puerta de la suite y notó que seguía tarareando aquella estúpida cancioncilla. Abrió la puerta utilizando la maciza llave del hotel. Dejándola en la mesita del vestíbulo, colgó pulcramente su abrigo en el armario y luego, entrelazando los dedos sobre su nuca, entre el cabello, se desperezó ante el espejo, observando el corte de su nuevo cárdigan de lana, que encontró de su entera satisfacción.

Resolvió tomar un baño. Un baño burbujeante. Se pondría un buen rato en remojo, entregándose a sus divagaciones y tal vez descabezaría un sueñecito antes de vestirse para reunirse con Andrew.

Paseó perezosamente por el salón, observando que la doncella había encendido las lámparas —afuera ya era oscuro— y de pronto, al volverse para contemplar todo el salón, se quedó helada de espanto.

En el extremo opuesto, sentada en una butaca como una estatua de granito, estaba Leah Decker.

Involuntariamente, Emily se llevó la mano a la boca para contener un grito. El corazón le latía desordenadamente, pues no esperaba que hubiese nadie en aquella habitación, que consideraba exclusivamente suya. Luego cerró los ojos, trató de animarse con un estremecimiento y, abriéndolos, miró a Leah Decker.

Leah permaneció inmóvil.

—Siento haberla asustado, miss Stratman —dijo, pero su voz era extrañamente dura y no tenía ninguna inflexión de disculpa.

Emily rió nerviosamente.

—Qué tonta soy. Es que, verá, no esperaba a nadie…

—Ya sé que esto es una incorrección —añadió Leah—. Llamé a la doncella, le dije quién era y le pedí que me dejase entrar para esperarla. Tenía gran necesidad de verla. No quería correr el riesgo de que se me escapase.

Emily se sentía confusa ante la conducta de su visitante y su tono agrio. Pensó en Craig. Aquella mujer era su cuñada. Emily dio unos pasos vacilantes hacia Leah.

—¿Es que ocurre algo de particular, miss Decker?

—¿Usted qué cree? —dijo Leah con laconismo—. En realidad, sí; por eso he venido. Creo que más valdría que se sentase, miss Stratman. Usted y yo tenemos que hablar un momento.

Leah Decker era completamente dueña de la situación y su voz era tan imperativa (tan familiarmente germánica por su tono autoritario), que tocó las fibras más íntimas de la memoria de Emily y esta obedeció sin rechistar. Se apresuró a sentarse, cerca de Leah, sujetando fuerte los brazos de la butaca, desconcertada, en espera de que ella hablase.

—¿De qué se trata? —preguntó—. Parece usted muy… trastornada.

—Y lo estoy. —La voz de Leah era nasal e imperiosa—. Tengo motivos para estarlo. Han estado pasando cosas muy feas a mis espaldas y ahora deseo airearlas.

—No tengo la menor idea de lo que está hablando.

—Ya la tendrá dentro de un momento. Hoy he almorzado con Märta Norberg.

Pronunció estas palabras como si tuvieran que significar algo para Emily, pero como no significaban nada para ella, Emily guardó silencio.

Märta y yo sostuvimos una larga conversación sobre mi cuñado —prosiguió Leah—. Y después hablamos de usted.

Emily se quedó sinceramente sorprendida.

—¿De mí? No sabía que miss Norberg conociese mi existencia. ¿De qué pudieron hablar?

—Es usted muy lista, miss Stratman, pero yo no me chupo el dedo y por lo tanto no hace falta que emplee sus artimañas conmigo.

El tono de Leah era ofensivo y Emily se quedó muy sofocada.

—¿Quiere explicarme qué significa esto, miss Decker…?

—Ya se lo explicaré. Como puede ver, llamo a las cosas por su nombre. No me gusta andarme por las ramas. Mi cuñado fue a visitar anoche a miss Norberg a su residencia, con el intento de venderle los derechos de su próxima obra para hacer una película. Según me dijo Märta Norberg —y ella no tenía por qué mentirme…, además, conozco las debilidades de mi cuñado mejor que nadie—, Andrew se portó de un modo lamentable. Se emborrachó, estuvo impertinente, y, apelando a la fuerza, trató de seducir a su anfitriona. Es posible que hubiese llegado a forzarla por la violencia, de no haberlo impedido los fieles servidores que llenan su casa. Por último, tuvo que echarlo como a un perro.

Emily notó que la sangre afluía a sus mejillas.

—No creo una sola palabra de esta estúpida historia, y me sorprende que usted la crea y se atreva a repetirla. Todo el mundo conoce la reputación de Märta Norberg. ¿Por qué me cuenta esta absurda historia?

—Porque está usted metida en ella hasta el cuello, mi querida señorita, y porque yo conozco el carácter de Andrew, que es un irresponsable, y tengo el deber de sacarlo de este enredo. —Dirigió una desdeñosa mirada a Emily—. Sé todo lo de usted y de Andrew. Me lo contó Märta Norberg y a ella se lo contó el propio Andrew. Sí, Andrew, su precioso Andrew. Le contó cómo la encontró en la terraza de Hammarlund y la besó…

Emily se quedó sin habla. Experimentó un dolor atroz en todo el cuerpo. Las acusaciones de Leah ya no podían rechazarse tan fácilmente. Sólo ella y Andrew sabían lo que pasó en la terraza. ¿Cómo podía saberlo Leah, si Andrew no lo hubiese contado a la actriz, sin darse cuenta de que así la humillaba?

—… y esto no es todo ni mucho menos —estaba diciendo Leah—. Ahora ya lo sé todo. Sé que se ha ido a la cama con Andrew desde el primer día que se conocieron. Lo adiviné cuando les sorprendí a los dos la noche del banquete real, en que él no regresó al hotel hasta la mañana siguiente.

Emily sentía un dolor inenarrable en el alma y la indignación le formó un nudo tan apretado en la garganta, que casi se quedó sin habla.

—¡Irme a la cama con él! —gritó por fin—. ¡Esta es una mentira asquerosa… y usted es una inmunda embustera, usted y esa actriz… las dos… las dos!

Leah permaneció imperturbable. Cuando Emily hubo dado rienda suelta a su furor, Leah volvió a hablar con su tranquilo tono de superioridad.

—Puede negarlo, si lo desea. De nada le servirá. Tengo pruebas. Y voy a repetirle una de ellas, exactamente como Märta Norberg me la contó. Cuando Andrew trató de seducirla anoche y ella se resistió, él empezó a fanfarronear, como hace siempre que bebe demasiado. Voy a repetirle las mismas palabras que dijo a Märta Norberg: «He hecho lo que debía y precisamente aquí en Suecia; me he acostado con una mujer sólo para pasarlo bien y nada más, así es que no te necesito, Märta». Estas fueron las palabras que pronunció; esto es lo que dijo a Märta, y ella está dispuesta a jurarlo sobre la Biblia.

—No me importa lo que él diga o haga —repuso Emily, tratando de evitar que se le quebrase la voz—, pero él no dijo a esa actriz que se había acostado conmigo…, eso no lo dijo…, de modo que, ¿cómo se atreve usted a venir aquí y…?

—¿Acaso tiene necesidad de irlo pregonando? Ya le he dicho que yo no me chupo el dedo ni tampoco Märta. Si en público se porta con usted de ese modo, ¿qué no harán los dos en privado? Reconoció que tenía una aventura…

—Conmigo, no…, conmigo, no…

—¿Pretende negar lo que ocurrió en la terraza?

—Esto es verdad, y nunca le perdonaré que lo haya dicho… nunca…

—Y lo demás también es verdad, no trate de negarlo —dijo Leah, despiadada—. Lo sé y seguiré creyéndolo hasta el día que muera.

—¡Es mentira! Ningún hombre me ha puesto jamás las manos encima.

—Vamos, mujer, que no somos niñas.

—Usted sí lo es, con sus estúpidas sospechas. Yo, no. Si él dijo eso… reconozco que es cierto que nos besamos…, pero en cuanto a lo otro, se debió de referir a cualquier otra mujer con la que tiene relaciones… una cualquiera, qué se yo…

—Se refirió a usted, Emily Stratman.

—¡Piense lo que le dé la gana, que a mí no me importa en absoluto! —exclamó Emily, poniéndose bruscamente en pie, perdiendo ya su compostura—. Ahora salga de aquí… salga de mi habitación. ¿Qué me importa lo que pueda pensar su mente malsana?

Leah se levantó despacio, con sus delgados labios plegados en un rictus jubiloso.

—Sí, ya me iré. Pero antes aún tiene que oír lo que me trajo aquí.

—¡No quiero saberlo! ¡Váyase!

—Pues lo sabrá y yo voy a decírselo. No le he quitado ojo de encima desde que llegamos y he visto los manejos que se traía con mi cuñado. Yo soy mujer y comprendo muy bien la psicología de mi propio sexo… Usted le echó el ojo… vio que era un viudo muy apuesto, alto, fascinador, libre, un autor rico y famoso… Premio Nobel por añadidura… y pensó: ¿por qué no? ¿Y qué mejor manera de conquistarlo, se dijo, de conquistar a ese viudo… sino la más fácil, la manera que emplean las mujeres astutas para atrapar a los hombres ingenuos… entregándose, dándoles sus cuerpos inmorales y desvergonzados…?

Emily gimió de dolor y vergüenza y rompió en sollozos, con los ojos cerrados y los hombros temblorosos.

—… y así cree haberlo conquistado, pero yo le diré lo que ha conquistado, Emily Stratman. Tanto si quiere oír la verdad como si no, voy a decírsela, y si no la cree puede preguntárselo a él mismo. Usted ha conquistado a un asesino; sí, a un asesino… al hombre que mató a su mujer, a mi hermana, en un momento de embriaguez. ¿No sabía eso? ¿A que no se lo dijo cuando estaban los dos en la cama? Pregúnteselo… pregúnteselo cuando quiera y verá lo que dice. Él mató a Harriet. Y esto no es todo. Vive como un cerdo. Es un cerdo. Está alcoholizado. Bebe de la mañana a la noche… es algo repugnante… Se emborracha todos los días, incluso los domingos, bebe hasta que cae tendido, y, en cuanto a eso de que es escritor, permita que me ría. Es un camelo; él es un farsante y en Miller’s Dam lo sabe todo el mundo, pero en Estocolmo no lo saben y a buen seguro que Andrew no va a decírselo. Lleva ya tres años sin escribir una sola palabra, ni la escribirá. Además, está sin blanca. No tiene más que hipotecas y deudas y cuando las haya pagado con el dinero del premio, volverá a ser pobre y a beber de nuevo. Y además es un sátiro…, un verdadero sátiro. Pregúntele sobre mí, sobre Leah Decker; pregúntele qué hacíamos los dos, desnudos, en su cama… y a ver si aún tiene el descaro de negárselo.

Emily se desplomó sobre la butaca y se hundió en ella, ocultando la cara entre las manos, con el cuerpo sacudido por sollozos. Leah la contempló sin la menor compasión y se acercó con paso furtivo a ella.

—¿Quiere saber por qué le cuento todo esto? —le dijo—. Voy a decírselo…, porque yo soy todo cuanto él tiene y él es todo cuanto tengo yo…, porque, aunque sé que mató a mi hermana, aunque es un borracho sin remedio, aunque no trabaje desde hace años, aunque sé que todas las noches, desde que está en Estocolmo, se va de jarana… sigue aún bajo mi tutela y yo tengo que velar por él. Yo soy responsable de lo que le ocurra y he consagrado los tres últimos años de mi vida a este perdulario, y le consagraré el resto de mis días si es preciso, porque así lo hubiera querido mi hermana, a la que tanto quise en vida y sigo queriendo después de muerta. Cuando se case, tendrá que ser conmigo, y cuando lo tenga, si es que lo tengo, consumaré el sacrificio pensando en mi pobre hermana. Pero no voy a permitir —y menos ahora, que ha conseguido ser alguien, aunque no vuelva a hacer nada de valía en su vida—, no voy a permitir que se arroje en los brazos de una extranjera, de una mujerzuela nazi.

Se inclinó sobre Emily para gritarle al oído:

—¿Me oye? ¡Para llevárselo… tendrá que pasar sobre mi cadáver!

Emily se volvió lentamente, desgreñada, con los ojos apagados, las mejillas bañadas en llanto, jadeando ansiosamente, y por último dijo con voz ahogada:

—No le quiero a él… ni a nadie… a nadie… Por favor, déjeme sola… por favor… por favor…

Leah Decker se irguió, satisfecha. Podía irse ya, pues su obra estaba realizada.

Cuando Andrew Craig, vestido para la cena, exultando al pensar en la velada que le esperaba, se presentó ante la puerta de la suite de Stratman, pasaban de las sietes pocos minutos. Llamó con los nudillos, esperando oír los rápidos pasos de Emily, pero en lugar de ello la puerta se abrió inmediatamente y apareció Max Stratman abrochándose su grueso gabán con la mano libre.

Ach, míster Craig…

En la voz de Stratman no había cordialidad ni hostilidad, sólo tristeza, como si desde la noche anterior hubiese envejecido considerablemente. No invitó a Craig a pasar, lo cual sorprendió al escritor, pero lo consideró como un descuido debido a que el sabio se hallaba concentrado en sus propios problemas.

Craig cruzó el umbral. Stratman rehuyó su mirada mientras se metía la bufanda de lana bajo el cuello del gabán.

—Debiera haberle telefoneado —murmuró—. Emily me pidió que lo hiciese. No puede ir a cenar con usted.

—¿Por qué? ¿Qué le pasa?

—Desde que he vuelto, está tumbada sobre la cama, con la habitación a oscuras. Dice que tiene jaqueca y que quiere descansar. No me gusta su aspecto, pero no tiene fiebre.

Perplejo, Craig se rascó la frente.

—Qué raro…, ¿puedo verla?

—Ella no querrá recibirle. ¿Qué ha pasado, míster Craig? ¿Se han peleado?

—Por supuesto que no. No la he visto en todo el día.

Stratman se encogió de hombros, como si considerara insoluble aquel misterio.

—En este caso, renuncio a entenderlo. No quiere que llame a un médico, aunque no creo que verdaderamente lo necesite. Ni siquiera desea que le haga compañía. «Vete a cenar, tío Max. Quiero estar sola», me ha dicho. Así es que me voy a cenar y la dejo sola.

—Me gustaría saber lo que le pasa —dijo Craig—. De todos modos, entraré a verla.

—Oficialmente, está prohibido el paso. Pero si extraoficialmente alguien entra a verla, ¿qué voy a hacer yo? Miraré hacia el otro lado. Le deseo éxito, míster Craig, pero procure no empeorar su estado.

—¿Por qué tendría que hacerlo? Esté tranquilo. Puede confiar en mí.

Esperó a que Max Stratman se hubiese ido, trató entonces de imaginarse qué podía haber pasado y no halló ninguna explicación. Entró en el saloncito, tiró el sombrero sobre el sofá, se despojó rápidamente del gabán, dejándolo sobre una silla y abrió la puerta del dormitorio.

Esperaba encontrarse con una oscuridad completa, pero no era así. La lamparilla de la mesita de noche, que esparcía una débil luz amarillenta, sólo permitía ver una porción del lecho, el hombro y un brazo de Emily. La joven tenía el cuerpo en la sombra y cuando Craig se acercó a los pies de la cama, vio que ella se hallaba reclinada contra un almohadón. Estaba totalmente vestida, con excepción de las zapatillas, que se había quitado; tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas también cruzadas. Parecía contemplar fijamente un punto determinado de la pared opuesta y sus ojos no se volvieron a Craig cuando este entró en su campo visual. Parecía no notar su presencia.

Él examinó su cara delicada, que parecía la de una frágil muñeca de porcelana, rota por accidente y recién reparada.

—Emily… —dijo.

Ella no le miró ni le contestó.

—… Tu tío me ha dicho que no te encontrabas bien y que no podías ir a cenar conmigo.

—Ya te oigo —dijo ella con voz apagada, pero aún como si no lo viese.

—Dijo que no querrías recibirme. Si no estás enferma, ¿a qué se debe esta actitud? ¿Ha sucedido algo?

Ella movió un poco la cabeza, revelando por primera vez que se percataba de su presencia.

—Estoy demasiado cansada para hablar contigo. Quizás otro día. Prefiero estar sola.

A Craig no le gustó el tono opaco y dolido de su voz.

—No pienso dejarte, Emily, hasta saber lo que te pasa.

Sin contestar, ella apartó la cara, volviéndola hacia la pared, e inmediatamente él comprendió que se trataba de algo muy grave. Procurando no hacer ruido dio la vuelta a la cama y se sentó en un extremo de la misma.

—¿Qué te pasa, Emily? ¿Estás así por algo que yo he hecho… o que he dejado de hacer? ¿Qué es? Estoy completamente confundido.

—Vete.

—Pero Emily, ¿qué te pasa?

—Y a que te empeñas en saberlo… —le dijo, volviendo la cara hacia él— te lo diré y después vete. —Tras una pausa, dijo—: Tu cuñada estuvo aquí esta tarde.

Él no trató de ocultar su desconcierto.

—¿Lee… estuvo aquí?

—Vino, me embistió como un picador y se fue. Dijo que tú y yo estábamos liados, que yo te perseguía y que ella, como hermana de tu esposa martirizada, no podía consentirlo. Dijo que no nos teníamos que ver más y sus argumentos me convencieron. Esto es todo. Ya no tengo más fuerzas. Estoy agotada. No puedo discutirlo nuevamente contigo. Es demasiado asqueroso y lo único que quiero es que te vayas.

Aquel acontecimiento imprevisto lo pilló desprevenido, pero conservó la serenidad. Era lógico y previsible que Leah diese aquel paso. Debiera haberlo supuesto desde la noche en que hizo a Emily blanco de sus iras. Sin embargo, ¿hasta dónde había llegado? ¿Qué había podido decirle? Trató de imaginarse la escena que debía de haberse desarrollado allí y se estremeció. Leah y Emily: el gato y el canario.

—Emily, lamento profundamente que tuvieses que pasar por esto. Pero en bien de los dos, debo saber lo que te ha dicho Leah.

—¿Y eso qué importa? Ahora ya no significa nada.

—Tal vez para ti, pero para mí lo significa todo. Quiero saberlo.

—Vale más que no te lo diga.

—Emily, por amor de Dios, que este no es momento para andarnos con distingos…, para evitar herir tus tiernos sentimientos o los míos. Yo estoy tan trastornado como tú; quiero saber la verdad. Tengo que saberla.

—Muy bien, pues la sabrás. Pero te repito que a mí todo eso no me importa nada. No quiero lucha, no quiero pelea, no quiero más emociones. Sólo deseo pagar el precio que tú me exiges para verme libre de tu presencia. —Haciendo de tripas corazón, se volvió a medias hacia él—. Cuando entré en la suite, encontré aquí a tu cuñada. Acababa de almorzar con Märta Norberg…

Craig asintió con vigor. Aquel almuerzo le inspiraba serios temores en cuanto a sus consecuencias. Y a la vista estaban: se habían reunido dos mujeres desdeñadas para almorzar juntas, se había producido la explosión y la inevitable lluvia radiactiva que asoló toda la periferia.

—… Y la Norberg le contó un montón de cosas sobre ti —añadió Emily—. En primer lugar, dijo que anoche tú estuviste con ella en su casa. ¿Cierto o falso? Oh, aunque no me importa en absoluto…

—Cierto —repuso Craig—. Fui a su casa.

—Tú estabas borracho y trataste de seducir a la Norberg.

—Completamente falso. Estaba tan sereno como ahora. No toqué con mis manos pecadoras a Su Majestad. ¿Quieres saber la verdad?

—No te molestes.

—Fue ella quien trató de seducirme, por increíble que parezca, ofreciéndome su persona como parte de un contrato según el cual yo debería escribir mi próxima obra de acuerdo con sus especificaciones. Yo me negué y ahora ella intenta vengarse. —Hizo una pausa—. ¿Esto es todo, Emily?

—No es ni siquiera el prólogo.

—Jesús. ¿Qué hay más?

—¿Debo decirlo, verdaderamente?

—Por supuesto.

—Trataré de ser breve, porque esto me da asco. Leah Decker dijo que tú mataste a tu mujer.

Él ya se temía esto. ¿Qué podía decir?

—Sí, y no —contestó—. Había bebido un poco, conducía yo el coche y no sé qué pasó. Desde el punto de vista jurídico, yo no maté a Harriet. Pero según determinadas normas morales —y Lee es la moralidad en persona— yo soy responsable, porque conducía embriagado.

—Sí, dijo que eres un alcohólico impenitente.

—He estado bebiendo durante tres años, es cierto. Pero desde que vine aquí…

—Y has dejado de escribir, te has abandonado totalmente y suerte tienes de tu cuñada, que te cuida…

—Sí, hasta cierto punto, esto es cierto. Pero voy a escribir de nuevo. Me siento otro hombre si puedo contar con tu…

Emily lo interrumpió.

—Y estuviste en la cama con ella, los dos desnudos.

Craig lanzó un gemido. ¿Así era como se presentaban las cosas ante el tribunal, las pruebas amañadas, las medias verdades, la visión parcial de las cosas?

—¿Lee dijo eso? ¡Desde luego, produce muy mal efecto dicho así!

—¿Pero es cierto, o no es cierto?

—Es cierto, pero es mentira. Una verdad puede ser también una mentira. ¿Es cierto que estuvimos los dos en la cama desnudos? Sí, es cierto…

—Entonces…

—¡Espera! Pero quien lo preparó todo fue ella. Estaba celosa de ti y creyó que así podría retenerme… y cuando me fui a la cama la encontré allí, pero yo no…

—No quiero saberlo. No me importa.

El tono contenido y uniforme de la voz de Emily, su falta de emoción, hicieron sospechar a Craig la intensidad de su furia interior. Debía hacerlo posible por razonar con ella.

—Emily, ¿no ves que todo esto ha sido tramado por dos mujeres despechadas y egoístas? Yo no valgo tanto como para que se tramen estas intrigas a mi alrededor. Pero así es, por desgracia…, y mira lo que te han hecho. Sin analizar los motivos de Leah, te tragas todo cuanto esta te cuenta.

—¿Ah, sí? —dijo Emily, perdiendo por primera vez los estribos—. Entonces, tal vez aún tendrás el descaro de negar que sólo querías divertirte conmigo, exhibiéndome durante tus borracheras, como una más de tus conquistas. ¿Cómo podía saber Leah Decker que estuvimos besándonos en la terraza de Hammarlund?

—¿También se refirió a eso?

—Se lo dijo la Norberg. Dijo que tú te jactaste en su presencia de haberme besado.

Entonces él lo comprendió:

—¡Condenada mujerzuela! ¿Sabes cómo lo averiguó, la Norberg? En realidad, se dedicó a pincharme con ello. Lo sabía por ese sapo que anda sobre dos patas y se llama Ragnar Hammarlund. Tiene su casa abarrotada por dentro y por fuera de micrófonos ocultos, para captar las conversaciones de los hombres de negocios que invita a su finca… y así lo sabe todo. Si no me crees, pregúntaselo a la doctora Denise Marceau. Hoy mismo almorcé con ella para prevenirla.

—Esto no me interesa nada —dijo Emily—. No me interesa esto ni aquello, sino solamente una cosa. —Por primera vez sus ocultas emociones empezaron a mostrarse en su rostro y ella lo volvió, para proseguir en voz baja, casi imperceptible—. No puedo soportar que me hayas tomado el pelo públicamente. Me avergüenza pensar que me he portado como una niña. Tal vez esto le podía haber pasado a cualquiera, pero yo caí más fácilmente porque siempre había estado en guardia y cuando dejé de estarlo, me confié por completo, me encontré inerme y desvalida y ahora tengo que avergonzarme de ello. Sin embargo, aún me cuesta entenderlo. Tú eras un hombre atento… bondadoso… amable… irreprochable… e interesante…, el primer hombre que he deseado que me abrazara y me besara…, y me dejé engañar porque pensé que…

Su voz se apagó.

—¿Que pensaste, Emily? —preguntó él con voz suave—. ¿Que yo podía quererte? Te quiero, Emily. Estoy enamorado de ti.

—No, no sigas de nuevo por ese camino. Sólo quiero que me digas la verdad sobre una cosa. Ya sé que hago mal en pedírtelo, pero no puedo evitarlo… porque ahora es lo único que me importa. Lo demás… no me importa… pero esto, sí. ¿Mientras estabas conmigo… durante todo el tiempo que me acompañaste… tenías relaciones… con otra mujer?

Craig sintió una opresión en el pecho. Ya había salido lo que temía. ¿Qué podía hacer?

Pero Emily prosiguió:

—Märta Norberg contó a tu cuñada que te habías jactado de ello. No recuerdo cuáles fueron las palabras exactas que citó, pero dijo algo así como… que te portabas como un hombre en Suecia, que hacías el amor a una chica… o una mujer… todas las noches… o algo así. Leah no lo comprendió bien y se imaginó que yo era esa mujer. Yo lo negué, pero ella no lo creyó. Aunque ahora eso no me importa. Lo que sí me importaba… ¿cómo lo diré? No me hubiera importado que fueses con mujeres del arroyo…, pero si hacías el amor a otra, haciéndome creer al propio tiempo que estabas… que estabas… interesado por mí, dándome motivos para confiar en ti, tener fe en tus palabras y hacer que me sintiese orgullosa de mí… si hacías eso… nunca podré olvidar la humillación, ni perdonártela. Y he permitido que te quedases porque quería saber la verdad. Sé sincero por una vez. Es lo último que me merezco. ¿Es verdad lo que dijiste a Märta Norberg? ¿Es verdad que hiciste el amor a otra mujer mientras te veías conmigo? —Lo miró con aprensión—. ¿Es verdad?

—Sí, Emily, es verdad.

El aliento que ella contenía desde hacía un rato se escapó en un breve suspiro. Cerró los ojos por un momento. Hablaba con el tono de una mujer que acabase de enterrar al ser amado.

—Muy bien —dijo—. Muy bien. —Y agregó—: Al menos eres sincero. Creo que la sinceridad es la última virtud que te queda.

—Me queda otra. Mi amor por ti, Emily.

Ella se colocó de súbito bajo la luz amarillenta, que hizo brillar sus negros cabellos y centellear sus ojos verdes.

—No digas más eso. Aborrezco la falsedad. ¿Cómo puedes decir que me amas y cómo quieres que te crea? ¿Cómo puedes fingir estar enamorado de una mujer y unas horas antes —o después, da lo mismo— hacer el amor con otra? ¿Qué clase de persona eres?

—Emily, trata de comprender.

—No quiero comprender esta clase de perfidias.

—Escúchame, por favor, Emily. Tengo derecho a exponer mi versión de los hechos. Tú admites la versión de Lee, desfavorable para mí, y ahora te pido únicamente que escuches la mía. —Ordenó sus ideas y luego habló con tono franco y apremiante—. Durante el viaje a Estocolmo —no, primero fue en Copenhague durante una visita a la ciudad y después en el ferry de Malmö— conocí a una linda joven sueca, una muchacha buena y decente, tan buena como tú y más decente que yo, pero con unos principios morales algo distintos de los nuestros. No supo quién era yo… ni siquiera lo sabe actualmente. Yo hablé con ella, bebimos juntos, sostuvimos una agradable conversación y ahí terminó todo. Luego, durante la noche del banquete en el Palacio Real —¿te acuerdas?— en que yo me embriagué y tú, como era de esperar, me rechazaste…, pues bien, después de ese banquete me encontré triste y acongojado, lleno de lástima por mí mismo —supongo que Lee ya te ha dicho cómo estaba en Miller’s Dam los años que siguieron a la muerte de Harriet— y por lo tanto esta vez también me dio una borrachera triste, y me sentí lleno de remordimientos, solitario y abandonado… y deseaba que alguien me consolase y me hiciese ver que aún seguía siendo un ser humano. Entonces, desde el fondo de mi abatimiento, pensé en Lilly —no en el amor que ella pudiera ofrecerme, porque ni ánimos para eso tenía—, pensé en el cariño que podía ofrecerme una mujer… en el que no pensaba desde hacía años y entonces, de pronto, lo necesité… y pensé en Lilly —así se llama, Lilly Hedqvist— y siguiendo mi primer impulso fui a su casa y sin pronunciar palabra, sin preguntarme nada, sin la más leve vacilación, ella me hizo entrar, a pesar de que yo era un extraño, un forastero, un Don Nadie por lo que a ella se refería. Me acostó para que durmiese la mona. Cuando por la mañana me desperté, traté de irme sin molestarla, pero ella no me lo permitió. Y lo que ocurrió entonces… ocurrió de la forma más natural.

—No quiero escuchar tus asquerosas aventuras amorosas —dijo Emily con acritud.

—Esto no fue una aventura ni una conquista. Yo tenía necesidad de cariño y ella me ofreció su bondad y su afecto. No sé lo que ella pensaba, si es que pensaba algo. Tal vez intuyó mi vacío interior, mi desánimo… me vio abatido por la bebida y agotado por tantos años de abandono… y con su amor me infundió un nuevo deseo de vivir. Cuando existe otra alma en la tierra, aunque sólo sea una sola, que crea en nuestro valor, la vida vuelve a ser posible. Cuando aquella mañana me fui de su casa, no pensaba volver a verla. Pero antes de lo que esperaba, volví a tener necesidad de ella… después de otra noche muy mala, que pasé bebiendo copiosamente con un famoso escritor sueco, que me reveló algunas informaciones confidenciales acerca de mi premio y del por qué me lo dieron. —Reflexionó un momento y luego prosiguió, sin importarle ya nada—. Poseía pruebas de que no me dieron el premio por mi valía intrínseca, sino para utilizarme como peón político, teniendo en cuenta que mi novela más conocida es anticomunista… Al hallarme yo tan desanimado, esta noticia me hizo polvo. Sentí deseos de estar contigo. Pero temí la impresión que pudiera causar en tu frágil sensibilidad. Entonces fui a casa de Lilly, porque ya había estado allí y estaba convencido de que ella no me fallaría. Y así fue, en efecto. Y ahí tienes toda la verdad sobre esta gran conquista que la Norberg, con sus hirientes pullas, me obligó a revelarle —me mataría por haber sido tan estúpido y habérselo contado—, pero, por otra parte, era necesario. En cuanto a Lilly, todo lo que te digo es cierto. Siento afecto por ella, respeto y afecto…, ¿por qué no había de sentirlos? Pero lo que siento por ti, Emily, es amor.

—Por favor, no sigas…

—Los hombres saben que estas contradicciones son posibles. Por un lado, yo puedo aceptar la simpatía y la ternura de una joven y su amor físico… y por otro, al mismo tiempo, entregar mi corazón a una mujer que me parecía inaccesible. —Se interrumpió para añadir—: Esta es mi explicación. No puedo añadirle nada. Si no quieres entenderla, es inútil que siga.

Emily tenía de nuevo la vista fija en la pared opuesta. Durante algunos segundos permaneció callada y por último habló sin mirar a Craig:

—Desearía tener tal comprensión, pero no la tengo. No comprendo estas cosas en los demás hombres y menos en ti. Tal vez para un juez neutral tú tengas razón y yo esté equivocada, pero yo soy así y tengo que cargar con mis emociones y esperanzas. —Hizo una pausa y siguió hablando después, con creciente intensidad—. No puedo soportar tu compañía, ni verte ni que me toques, después de saber que durante días me has tratado como una media mujer digna de compasión —aunque es posible que lo sea— mientras tú me cortejabas, si es que lo hacías sin empeñarte mucho en ello, pues sabías que por la noche todo tu ser poseería y disfrutaría plenamente a una mujer entera. No puedo hallar las palabras adecuadas, estoy demasiado nerviosa, pero con esto tiene que bastarte, aunque no pueda expresarte bien cuáles son mis verdaderos sentimientos.

Entonces volvió la cabeza hacia él:

—Dices que me quieres. No sé cómo es posible y tampoco sé lo que significa la palabra amor para ti, pero sé muy bien lo que significa para mí… algo muy distinto. Pero si te queda cierta… digamos consideración para mí… entonces, lo mejor que puedes hacer es dejarme en paz.

Sus tristes ojos verdes se llenaron de lágrimas y él sintió un repentino impulso de abrazarla —o de zarandearla o de hacerle el amor—, pero no pudo hacer nada.

—Vete —le dijo ella—. Vete con tu amiga sueca y que ella atienda a tus necesidades; haceos el amor hasta saciaros, pero no vuelvas junto a mí, ni ahora ni nunca.

Volvió bruscamente la cabeza y ocultó la cara en la almohada.

Craig se levantó del borde de la cama y se dirigió con paso cansino hacia la puerta, arrastrando los pies por la alfombra. Salió al saloncito, tomó su sombrero y su gabán, con lentísimos movimientos, esperando contra toda esperanza que ella demostrarse la inconsecuencia de todas las mujeres —como hizo Harriet en una ocasión— y lo llamase para decirle que ella también lo amaba.

Pero ninguna voz lo llamó desde el dormitorio.

Craig se dirigió a la entrada, salió al corredor del hotel y cerró suavemente la puerta.

Se sentía completamente desorganizado. No le apetecía la cena. Había perdido el apetito. Tampoco deseaba regresar a sus habitaciones, donde seguramente Leah estaba al acecho, esperando su explosión de cólera y saboreando una nueva oportunidad de recordarle la deuda que había contraído con ella. Únicamente deseaba olvidar.

Se dirigió al ascensor y bajó al bar del hotel.

Subió hacia el cielo en el ascensor triangular de Polhemsgatan 172C, y cuando se detuvo con un crujido en el sexto piso, él salió trabajosamente del estrecho cubículo.

Solamente trastabilló una vez, lo cual no estaba mal, nada mal, se dijo, felicitándose, para un hombre que había bebido sin parar durante tres horas seguidas.

Llamó a la puerta sobre la que se veía la letra C y, mientras esperaba, miró con ojos turbios a la ventana de la salida de incendios del fondo del pasillo. Ella tenía que estar en casa aquella noche, pues le llevaba allí un asunto importante, el más importante para la vida de ambos. Y entonces oyó su voz al otro lado de la puerta.

Ja?

—Soy yo.

La puerta se abrió y Lilly Hedqvist apareció ante él, con su rubia cabellera en cascada, la sonrisa de bienvenida que destacaba su lunar y su bata de espliego.

—¡Qué alegría verle, míster Craig!

Él se dirigió sin hacer eses al mosaico de la pared y luego se dejó caer pesadamente sobre el duro sofá colocado bajo el mosaico.

—Lilly, estoy hecho una sopa. ¿No me echas?

—¿Para que lo atropelle un automóvil o para que se caiga en plena calle? Eso nunca. Se quedará aquí, hasta que yo diga que ya puede salir.

—Y además, tengo hambre. No he probado bocado desde el mediodía.

—Le prepararé algo —dijo ella, risueña.

—Sólo unos huevos revueltos. Y café bien cargado.

—Es usted muy fácil de contentar.

Él sacó la pipa y el tabaco y ambos le cayeron al suelo. Lilly se apresuró a recogerlo.

—Ya lo haré yo —dijo. Introdujo la pipa en la bolsa, la llenó de tabaco, lo prensó con el dedo, y se la ofreció. Luego le dio fuego—. Ya está. Y no me queme el sofá, por Dios.

—Serías una buena esposa, Lilly —observó Craig.

Ella se dirigió a la cocinita.

—Algún día… tal vez.

—No llegará ese día —dijo Craig—. Porque quiero que seas mi esposa ahora… no la de otro hombre… algún día.

Al oír esto, ella se detuvo, vuelta de espaldas hacia él. Después se volvió, con la frente fruncida, para mirado.

—¿Bromea usted, míster Craig?

—Hablo perfectamente en serio. Me he declarado a usted, señorita. Acabo de pedir su mano.

—Sí, lo dice en serio —observó ella. No era una pregunta, sino la comprobación de un hecho.

—Claro que hablo en serio, Lilly. Nunca he hablado más en serio. Podemos casarnos aquí y después nos iremos a los Estados Unidos, tú, yo y tu hijo…

Ella se dirigió hacia el sofá.

—¿Por qué me pide que me case con usted, míster Craig?

—No lo sé. Cuando uno se quiere casar con una persona, se lo dice y sanseacabó, sin preguntarse los motivos.

—Pero ¿por qué ahora… y por qué tengo que ser yo?

Craig pensó en lo absurdas e incomprensibles que eran todas las mujeres, y deseó tomar una copa.

—Porque te quiero y te necesito, Lilly, y tú puedes devolverme a la vida. —Se hallaba demasiado embriagado para concentrarse en aquel aspecto tan serio de la cuestión. Prefería bromear, pues sabía que Lilly era una joven alegre y sin recovecos—. Te compraré un Thunderbird, una nevera, vestidos de Bergdorf y un campo naturista.

Ella rodeó la mesita del café y tomó asiento en el sofá a su lado, frotándose la nuca bajo sus rubios cabellos y mirándole con una expresión demasiado solemne.

—Usted no desea casarse conmigo, míster Craig.

—Lilly, yo sé muy bien lo que deseo. Te pido que seas mi esposa.

—Si me lo pide en serio, lo siento, porque tengo que contestarle con una negativa.

La borrachera se le pasó un poco a Craig al oír esto.

—¿Dices que no?

—No deseo casarme con usted.

Él estaba demasiado ebrio para sentirse deprimido, pero su contestación le pareció algo fenomenal, increíble. Se decidió a casarse con Lilly mientras bebía en el bar, y se imaginó lo contenta que ella estaría al ver que un rico y famoso Lanzarote o Galahad americano acudía a salvarla de la inseguridad económica, del trabajo y de su célibe maternidad. Sin embargo, le había contestado con una rotunda negativa.

—Pues yo pensaba… —empezó a decir—. ¿Qué tengo de malo? ¿Soy demasiado viejo acaso?

—Oh, no, nada de eso.

—¿No te gusto? Yo creía que te gustaba. Congeniamos perfectamente, nos divertimos cuando estamos juntos y aún nos divertiríamos más casados. —Entornó la mirada—. ¿No será porque me compadeces… me encuentras un hombre triste, de media edad, amigo de la bebida y solitario…?

—¡Nada de eso, nada de eso!

—¿Por qué permitiste que te hiciera el amor, pues?

—Míster Craig, usted se toma esto demasiado en serio. Yo ya se lo dije, y Daranyi se lo dijo también. El hecho de que una mujer vaya a la cama con un hombre no es lo mismo en Suecia que en América…, esto no demuestra que se amen eternamente… ni que tengan que casarse. Es posible que le compadeciese, pero no mucho. Y yo no le ofrecí mi cariño por esa razón. Se lo ofrecí porque bajo muchos aspectos es usted la clase de hombre que me gusta —es serio e infantil, alto y apuesto y maduro—, y, sobre todo, gracioso. Yo quise pasar un buen rato con usted y usted me necesitaba, y esto es todo. Quizá lo más importante sea disfrutar cuando se tiene ganas, sin esperar lo que pueda venir o suceder, pues casi nunca sucede o viene demasiado tarde. Nos basta con lo que tenemos. ¿Por qué tengo que entregarle también mi corazón? ¿Por qué legalizar las cosas mediante una ceremonia? ¿Es que esto nos hará más dichosos o mejores?

»No podemos casarnos porque una cosa es divertirse unas horas y otra contraer matrimonio… El matrimonio es algo más serio y formal y usted y yo no tenemos muchas cosas en común. Yo soy una chica que será siempre joven, que le gusta sólo la vida al aire libre y las cosas frívolas… Usted no es así y, por lo tanto, me cansaría de usted.

Él había dejado de escucharla porque algo le vino a la mente.

—Lilly, ya sé lo que está mal. Tú sólo sabes de mí que soy escritor. Crees que no soy más que un turista norteamericano… uno de tantos…, pero no es así. Podría ofrecerte una vida fabulosa. ¿Sabes quién soy yo?

Aquello era como ofrecerle un lujoso regalo de cumpleaños y él se moría de ganas de abrirlo para que lo viese.

Pero ella se la adelantó:

—Es usted Andrew Craig, que ha ganado el Premio Nobel de Literatura de este año.

Él se quedó boquiabierto.

—¿Ya lo sabías?

—Al principio, no, pero ahora lo sé porque me lo dijo Daranyi.

—¿Y a pesar de eso, sigues rechazándome?

—Le respeto, míster Craig, y siento el orgullo de haber sido amada por un hombre tan famoso. ¿Pero qué tiene esto que ver con el matrimonio? El hecho de casarme con un premio no creo que me diese la felicidad.

Por último, él se sintió ridículo y deprimido.

—Entonces, ¿es que no?

—Existe aún otro motivo —dijo Lilly, tras un silencio—, un motivo más, que impediría que usted fuese feliz conmigo.

Él esperó a que siguiese hablando.

—Usted está enamorado de otra y en realidad quiere casarse con ella.

Le pareció incomprensible que Lilly supiese tantas cosas de él. Aquello era fantástico. La miró estupefacto.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Daranyi me lo dijo.

—¿Y cómo demonios lo sabe?

—Él lo sabe todo, míster Craig. Es su oficio. Está realizando una investigación para un miembro del Comité Nobel… un tal doctor Krantz…, un mal tipo, asegura Daranyi, muy amigo de los alemanes… que desea reunir datos acerca de usted y de los demás ganadores. Daranyi le procura esos datos y…

—Me importa un pepino ese Krantz —le atajó Craig—. Yo quiero saber lo que te ha dicho sobre mí.

—Me lo dijo porque Daranyi es como un padre para mí…, siempre deseó protegerme…, por eso me habló de usted y de Emily Stratman.

—¡Vaya, incluso sabes su nombre!

—Emily Stratman, sobrina del profesor Stratman. Nació en Alemania, pero se naturalizó luego en Norteamérica. Es bonita, extraña y soltera. Usted la conoció en el Palacio Real. Luego se la llevó a visitar la ciudad. Estuvieron juntos en la cena que dio Hammarlund. Y Daranyi dice que usted tal vez la ama tanto como amó a su esposa.

—¿Y por eso no quieres casarte conmigo?

—No, míster Craig, se lo aseguro. Es por todas las razones que le he dado. Usted la quiere, ¿verdad?

Craig vaciló. La expresión de Lilly era tan franca, su honradez y fortaleza tan patentes, que no pudo mentirle.

—Sí, la quiero, Lilly. Y tú ¿me odias por eso?

—¿Odiarle? No diga tonterías, míster Craig. Claro que no. Entre nosotros es como sí no hubiese pasado nada.

—Pues ella… me odia… por tu causa.

—No puedo creerlo.

—Todas las mujeres no son como tú, Lilly, ni son todas suecas. Y entonces le relató brevemente, notando que al propio tiempo se serenaba, algo de lo que se transparentó en la conversación que sostuvo con Emily en su dormitorio, hacía algunas horas. Lilly le escuchó atentamente, lanzando de vez en cuando exclamaciones de incredulidad. Cuando terminó, esperó su comentario.

—Lo encuentro extrañísimo —dijo Lilly.

—Todas las mujeres son distintas; tienen problemas y neurosis diferentes, una educación y una herencia distintas. Hay muchas como Emily.

—Esto no me gusta nada. Yo creo que ella lo ama y lo que hace es un verdadero suicidio, una equivocación terrible.

Craig se encogió de hombros.

—La cosa ya no tiene remedio.

—Lo siento por ella —observó Lilly—. Pero quien más me preocupa es usted. No es bueno que esté solo. Usted es un hombre estupendo, capaz de gozar de la vida, pero estando solo, no puede hacerlo. Emily Stratman lo rechaza. Y ahora, Lilly Hedqvist se niega a casarse con usted. Me preocupa, míster Craig. Tal vez debería aceptar su oferta de matrimonio.

—¿Aceptas, pues?

—No. Pero eso no evita que esté muy preocupada. ¿Qué será de usted cuando nos deje?

—¿Qué será de mí? —refunfuñó Craig—. Me parece que ambos lo sabemos. Está escrito. Volveré a Miller’s Dam para contestar las cartas de mis admiradores en los raros momentos en que esté sereno —esas cartas será lo único que escribiré— y terminaré inclinándome ante lo inevitable…, es decir, casándome con mi carcelero, con Lee… la omnipresente Lee.

—¿Lee?

—Leah Decker, mi cuñada.

—¿Esa carabina? ¿Ese marimacho que nos perseguía por todo el ferry en Malmö? Oh, no, míster Craig, no haga tal cosa…

—Hay cosas mucho peores. Al menos, pagaré todas mis deudas.

Lilly se levantó.

—No hay que tomar nunca resoluciones trascendentales con el estómago vacío. Voy a prepararle esos huevos revueltos y el café. Después, veremos cómo se siente.

—Y tú, ¿qué sientes?

Ella arrugó su naricilla.

—Siento que mi cama es demasiado grande para una sola persona. Y quiero que volvamos a pasarlo bien… porque no creo que vuelva a tenerlo más en mi casa, míster Craig, y quiero recordar los buenos momentos.