—¿Dice usted que le ocurre algo, míster Craig? —preguntó el conde Bertil Jacobsson por el teléfono—. No entiendo bien. ¿Qué le ocurre?
Sentado ante su mesa, junto a la ventana del segundo piso del edificio de la Fundación Nobel, en Sturegatan 14, la expresión ansiosa de Jacobsson se contagió a sus dos tempranos visitantes de aquella mañana, los esposos Marceau, a los que suplicó que le disculpasen por aquella interrupción.
El ademán comprensivo de Claude dijo a Jacobsson que no les importaba, y, para tranquilizar al viejo aristócrata, Claude abrió su pitillera de plata y ofreció a su esposa. Los Marceau se acomodaron en el sofá azul, fumando. Con mirada distraída, Claude miraba el retrato del rey Gustavo colgado en la pared, mientras Denise escuchaba a medias al subdirector, que tranquilizaba al invisible Premio Nobel de Literatura.
—Vamos a ver si lo comprendo —decía Jacobsson por el micrófono—. Dice usted que lo han despertado hace diez minutos… ¿Quién lo ha despertado? ¿Una tuna universitaria, que le da una serenata en el corredor? ¿Le he entendido bien…? Sí, desde luego. ¿Y el joven que dirige la tuna, ese llamado Wibeck, dice que los envía la Universidad de Uppsala para acompañarlo a una conferencia?… Hum, desde luego, desde luego, puede ser una confusión, míster Craig, pero el programa impreso que yo le di a su llegada, le dirá si eso figura o no en su horario de actos. ¿Cómo dice?… Ah, sí, que miss Decker tiene el programa, y que ha salido a pasear. En ese caso, yo se lo diré con mucho gusto. Creo que tengo un programa a mano. Por favor…, ¿qué dice? ¿Que no puede oírme porque?… Claro, claro. Por favor, míster Craig, diga usted al joven Wibeck que tenga la amabilidad de ordenar a sus compañeros que interrumpan la serenata hasta que usted haya terminado de hablar por teléfono. No, no se ofenderá. Debe de tenerle un respeto tremendo. Mientras usted le dice esto, yo buscaré el programa.
El conde Jacobsson dejó el receptor sobre el secante, junto al aparato telefónico, dirigió una nueva mirada de disculpa a los Marceau, y se puso a rebuscar en un cajón de su despacho. Por último encontró lo que buscaba y tomó de nuevo el receptor.
—¿Míster Craig…? Sí, sí, ya comprendo. Yo tampoco estoy para músicas por la mañana. ¿Oiga? Ya tengo el programa. Hoy es 5 de diciembre…, aquí está. ¿Oiga? ¿Oiga…? Un momento, voy a leérselo. «Horario de míster Craig para el 5 de diciembre. A las nueve y media de la mañana. Conferencia ante los alumnos de Literatura de la Universidad de Uppsala sobre el tema: "Hemingway y el estilo de las sagas islandesas." Tres y media de la tarde. Conferencia ante los alumnos de Literatura y Poesía de la Universidad de Estocolmo y de la Universidad de Lund sobre el tema: "La crítica literaria en Norteamérica en los años cincuenta y sesenta." A las ocho de la noche. Puede optar entre descansar o asistir a una representación de La Bohème en la Opera Real Sueca». —Jacobsson hizo una pausa—. Ahí lo tiene usted, míster Craig. Ahora recuerdo, por desgracia, que usted nos prometió dar esas dos conferencias. ¿No se acuerda…, no recuerda su carta desde Wisconsin? ¿Cómo? Desde luego…, ya me hago cargo. Pero aunque no haya podido preparar nada, estoy seguro de que los estudiantes estarán muy contentos de poder escucharle, aunque les hable de cualquier otro tema improvisado. No van para oírle hablar de Hemingway, de las sagas islandesas o de la crítica literaria en Norteamérica, sino para verle y oírle a usted. Se lo agradecerán eternamente… Desde luego, también lo siento mucho, míster Craig. ¿Por qué no se toma dos o tres aspirinas, o nuestro «Magnecyl», que es más barato…? ¿Cómo? Ojalá fuese posible, pero todos tenemos compromisos esta mañana. Miss Pahl acompaña al doctor Garrett al Instituto Carolina. El doctor Krantz tiene que ir a esperar a un colega suyo que llega en avión de Berlín. En este mismo momento, yo me disponía a acompañar al doctor Marceau y a su distinguida esposa en una visita a nuestra institución, como la que usted efectuó ayer. Estoy seguro de que encontrará al joven Wibeck muy simpático y con ganas de ayudarle…
Mientras escuchaba el apuro en que estaba metido el otro Premio Nobel, y las respuestas apaciguadoras pero firmes del conde, Denise examinó una vez más, mentalmente, las últimas novedades que presentaba el apuro en que ella estaba metida. Sin vacilar, hubiera cambiado gustosa su lugar por el de Craig. Sus problemas eran de poca monta y tenían fácil solución. El sólo necesitaba tomar unas aspirinas, o algo más fuerte, y murmurar cuatro palabras ante los estudiantes, anunciar que quedaba abierto el coloquio, responder brevemente a las preguntas, y asunto concluido. Su dilema era mucho más acuciante y no tenía fácil solución.
Antes de la visita a Estocolmo que efectuaron el día anterior, y después de ella, en los fugaces momentos en que pudieron quedarse a solas, Denise consiguió finalmente dejar bien sentado ante Claude que si se atrevía a ver a Gisele Jordan aunque fuese una hora al día siguiente, o al otro, o al otro, en Copenhague, aquello equivaldría a una inmediata separación y petición del divorcio. Y aún más que eso, según advirtió Denise a su marido, conociendo su punto vulnerable, su temor burgués al escándalo, proclamaría la separación a los cuatro vientos a través de la prensa antes de que tuviese lugar la ceremonia final, en la que se concederían los Premios Nobel.
Pronunció su amenaza de forma tan apasionada, que Claude no dudó que la cumpliría y ni intentó calmarla, como había hecho hasta entonces, con vagas promesas de resolver más adelante la cuestión. Le juró, poniendo a Dios por testigo, que no se citaría con la maniquí en Copenhague.
Sin embargo, sentada entonces allí —el día anterior no tuvieron tiempo de visitar la sala donde fueron elegidos para el Premio Nobel de Química, y Jacobsson les había invitado a visitarla extraoficialmente aquella mañana—, Denise no sentía ni fe ni seguridad en las fervientes promesas de su marido. Quería una garantía, pero no se imaginaba cuál podría ser. Le había demostrado reiteradamente, antes y después de que descubriese su aventura, cuán débil es la carne. La llegada de su joven amante al día siguiente, a una población que sólo se encontraba a una hora o dos de distancia, sería una tentación para Claude.
Denise recordaba su visita a Balenciaga, y también se acordaba de la esbelta rubia platino de pómulos salientes, labios carnosos y andar sensual. Al recordarlo, comprendió que era como si Copenhague no fuese más que una habitación contigua a la suite que ellos ocupaban en el Grand Hotel de Estocolmo. Lo que más le preocupaba era una hipótesis que no descansaba en ninguna prueba científica: si su marido cohabitaba con su amante durante aquel viaje, en una esplendorosa habitación, sus relaciones ilícitas se harían permanentes e indisolubles, y todas las esperanzas de Denise naufragarían. Claude le había dado su palabra de que esto no ocurriría. Denise no quería su palabra, sino una garantía plena.
Se dio cuenta de que la conversación de Jacobsson con Craig tocaba a su fin. Al parecer, Craig había retirado sus objeciones y se conformaba a dar las conferencias, de acuerdo con el horario previsto. Jacobsson le decía entonces dónde tenía que darlas.
—¿Recuerda dónde está situada la Academia Sueca, míster Craig? Antes de que visitásemos la sala de sesiones vimos un gran auditorium…, la sala de la Bolsa. Pues es allí donde tendrá que pronunciar usted las dos conferencias. Estoy seguro de que no lo lamentará. Muchos de nuestros estudiantes son escritores que prometen, y agradecerán enormemente los consejos de un gran autor como usted. En cuanto a los restantes actos, le enviaré otro ejemplar del programa para que lo guarde. Así recordará los actos a que tiene que asistir. No deseamos fatigar excesivamente a nuestros distinguidos huéspedes, pero, como comprenderá usted, es natural que su presencia sea solicitada… Sí, cuando usted quiera, míster Craig. Aquí estoy a su servicio. Y muchísimas gracias.
Por falta de algo mejor que hacer, Denise Marceau se dedicó a escuchar atentamente el final de la conversación telefónica que sostenía el conde Jacobsson. Durante la última parte de la misma, una idea creadora empezó a formarse en su mente…, una idea que podía ser útil y valiosa. En el mismo instante en que Jacobsson colgó el teléfono, Denise tuvo una idea luminosa. Por pura casualidad, la llamada de Craig a Jacobsson dio a Denise Marceau lo que buscaba desde el día anterior…, la garantía que le permitiría mantener a su marido separado de Gisele Jordan, al menos durante aquellos días críticos.
Jacobsson apartó el teléfono a un lado e hizo girar su butaca hacia los Marceau.
—Lo siento —les dijo— y les estoy muy agradecido por la paciencia que han demostrado. En este momento, mis simpatías están con míster Craig. Desde luego, hay días en que nuestro programa está muy cargado.
—A mí no me lo parece —respondió Denise prontamente—. Yo creo que cuando sólo se está una semana fuera de casa, hay que aprovechar hasta el último instante, no sólo para uno mismo, sino para los que tan amablemente nos han invitado.
—Ojalá todos fuesen tan… —empezó a decir el conde Jacobsson.
—En realidad, conde Jacobsson —continuó Denise con apresuramiento—, creo que mi marido y yo tenemos muy poco que hacer. Estoy segura de que Claude es de mi opinión…
El desprevenido Claude no supo qué decir y prefirió callar.
—… y por eso quiero pedirle un favor esta mañana. Debiera habérselo dicho el primer día. Tal vez pensará usted que es demasiada presunción por nuestra parte.
—Nada de eso, nada de eso —dijo Jacobsson.
—Según el programa, veo que tenemos dos noches libres durante los tres próximos días. Mañana vamos a cenar a casa de Hammarlund y después vienen las dos noches libres. También queda una tarde disponible. A Claude y a mí nos gustaría hacer algo estas noches y esta tarde disponibles. Nada frívolo. Preferiríamos reunirnos con investigadores escandinavos, para estrechar nuestros lazos con ellos.
Jacobsson satisfecho, no pudo por menos de sonreír para demostrar su aprobación.
—Es una idea admirable, doctora Marceau. Yo había rechazado dichas invitaciones dirigidas a ustedes por temor a que no podrían atenderlas.
—En absoluto —dijo Denise con firmeza—. Estamos ansiosos por conocer a tantos químicos suecos y personas de la Fundación Nobel como sea posible. Deseamos estar muy ocupados.
Confusamente al principio y por último con claridad meridiana, Claude comprendió la estrategia de su mujer. Como no tenía intención de ver a Gisele en Copenhague —le pareció excesivamente expuesto, al reflexionar sobre ello en la cama la noche anterior—, no había motivo para que Denise tratase de encerrarlo en aquella jaula de actividad. Era algo agotador y estúpido. Así es que dijo con voz meliflua:
—¿No será excesivo, Denise? Yo tengo tantos deseos como tú de conocer a nuestros colegas suecos. Pero…, ¿no te fatigarás excesivamente?
Denise dirigió una hipócrita sonrisa a su marido y se volvió a Jacobsson.
—Qué considerado es mi esposo, ¿verdad, conde? Siempre ha sido así. Esto ha hecho posible nuestra colaboración.
Jacobsson trató de comprender los matices de aquella conversación matrimonial, pero, al faltarle datos, se quedó en ayunas, y por lo tanto decidió conceder a la dama el beneficio de la duda.
—Miraré de entrar en contacto con el Real Instituto de Tecnología —prometió— y con el Instituto de Química Inorgánica y Física de la Universidad de Estocolmo. Me han pedido con insistencia que ustedes den unas clases de seminario. No obstante —dirigió una mirada a las cansadas facciones de Claude Marceau y le ofreció una alternativa—, si ustedes cambiasen de idea y encontrasen que esto es excesivamente agotador, yo siempre podré anular los compromisos.
—No cambiaremos de idea —dijo Denise con voz firme—. Tenga usted la bondad de informarnos de nuestro nuevo horario, y ambos lo cumpliremos puntualmente. —Abrió el bolso para sacar un cigarrillo—. No hablemos más de ello. Antes de que sonase el teléfono, hablaba usted del primer premio de Química.
—Ah, sí, sí —dijo Jacobsson, contento de volver a un tema menos sujeto a controversia—. Intentaba ofrecerles una breve historia del premio de Química, antes de enseñarles la sala de juntas donde el comité Nobel de Química sometió a debate su candidatura el año pasado. —Se recostó en su butaca y, uniendo las yemas de sus dedos, formó una pirámide con las manos sobre su pecho—. Como antes les decía, Alfredo Nobel destinó una quinta parte de los intereses del capital destinado a cubrir los premios a la persona o personas «que hayan realizado el descubrimiento químico o mejoras más importantes». Esta fue toda la orientación que nos dio. En 1900 la Academia de Ciencias envió cartas a diez instituciones y a trescientos famosos científicos de todos los puntos del globo, invitándoles a presentar candidatura para el primer premio Nobel de Química. Como consecuencia de esta labor, sólo se presentaron veinte candidaturas, once de las cuales daban el nombre de Jacobus Hendricus van’t Hoff, holandés, fundador de la estereoquímica, como ustedes saben. Él fue el primer premio de Química. Nuestra elección mereció el elogio universal.
Jacobsson se sumió por un momento en sus pensamientos.
—En aquellos primeros años, sólo cometimos un grave error en Química. Pasamos por alto al profesor norteamericano Willard Gibbs, de la Universidad de Yale.
—Gibbs, desde luego, era un genio —asintió Claude—. Su monografía «Sobre el equilibrio de sustancias heterogéneas» me causó una impresión inolvidable. Con todo, no tienen por qué avergonzarse por este descuido. Según creo, sus compatriotas tampoco apreciaron su valía. Un hombre de ciencia norteamericano que visitó nuestro laboratorio de París me dijo que cuando Gibbs murió —en 1903, según tengo entendido— sus colegas y alumnos norteamericanos apenas si repararon en su muerte. Lo consideraban un viejo excéntrico. La mayoría de testimonios de pésame procedían de sabios de todo el mundo, que lo habían leído y comprendían la importancia de su obra.
Denise se dirigió a Jacobsson para preguntarle:
—¿Por qué la Real Academia de Ciencias no lo premió?
—Se adelantaba demasiado a su época y aquí nadie entendió sus abstraciones —repuso Jacobsson con sencillez—. Como dije ayer a míster Craig, nuestros jurados están formados por simples seres humanos, sujetos a error. Aunque por lo general suelen acertar.
—Sí, por lo general aciertan —observó Denise—. ¿Hay algún miembro de estos jurados de Química que haya obtenido el Premio Nobel?
—En 1926 fue elegido el profesor The Svedberg, de una manera completamente merecida. El profesor había participado en muchas votaciones. Svedberg era un hombre notabilísimo, una verdadera enciclopedia viviente, con una cantidad ingente de conocimientos condensados en su cerebro. Hablaba siete idiomas, leía poesía en latín, aprendió el español en dos meses antes de efectuar un viaje a Sudamérica. Nosotros también hemos tenido nuestros genios. Las votaciones anuales están en buenas manos.
—¿Cómo se las arreglan los jurados para determinar si un candidato debe recibir el premio de Química o de Física? —inquirió Claude—. A mí me parece que en ocasiones la elección debe de ser muy difícil, pues ambos campos se interfieren con frecuencia.
—Ha tocado usted uno de los problemas más arduos —convino Jacobsson—. Para alcanzar esta decisión, los comités de Física y Química de la Academia de Ciencias hacen un cambio de opiniones y emiten un veredicto profesional. Creo que en 1944 debiera haberse tomado una decisión parecida, cuando se presentó la candidatura del doctor Otto Hahn por su descubrimiento de la escisión nuclear, que tanta importancia revistió para la Física y condujo a la bomba atómica. Pero los experimentos de Hahn eran de carácter químico y, por lo tanto, recibió el premio de Química. Abrigo la sospecha de que el jurado de Química prefiere que no haya interferencias, lo cual les permite elegir a candidatos cuyos descubrimientos pertenecen sin duda alguna al terreno de la Química. Recuerdo ahora numerosos ejemplos de estas decisiones que no ofrecían duda… Sir William Ramsay, descubridor del helio, Henri Moissan, que consiguió aislar el flúor e introdujo el horno eléctrico para la producción de diamantes artificiales. A decir verdad, en el caso de Moissan, una gran mayoría de la Academia se pronunció a favor del ruso Dimitri Mendeleiev, inventor del sistema periódico de los elementos…, pero un jurado de la minoría consiguió impresionar a los demás haciéndoles ver el polifacetismo de Moissan, y los diamantes artificiales ganaron la partida. ¿Quieren otras decisiones indiscutibles? La obra de Richard Willstätter sobre la clorofila, complementada más tarde por la de Hans Fischer, y, en 1960, la datación por el isótopo del carbono 14, que debemos a Willard F. Libby y que, como ustedes saben, nos puede decir la edad de fósiles de cincuenta mil años de antigüedad y datar incluso los cabellos de una momia egipcia. Estos son los premios de Química que nuestros jurados aprecian más.
—¿Y usted, conde Jacobsson —le preguntó Denise— cuál es el que aprecia más?
Jacobsson pareció sorprendido de la pregunta pero luego sonrió.
—Yo estoy de acuerdo con la mayoría. No soy más que un espectador inocente. —Meditó un momento, recordando sus Notas y agregó—: En realidad, el premio de Medicina de 1957 —que fue también un caso de interferencia en otro campo, pues pudiera muy bien haber recibido el premio de Química su ganador— me produjo una gran satisfacción, porque era muy merecido y yo, como persona entrada en años, había podido beneficiarme de él. Estoy seguro de que ustedes conocen los descubrimientos del doctor Daniel Bovet. Era suizo naturalizado italiano. Creo que trabajó por algún tiempo en el Instituto Pasteur.
Denise asintió.
—En efecto, poco antes de nosotros.
—Bovet realizó tres mil experimentos en cuatro años. Como resultado de ellos, obtuvo las sulfamidas y los importantes medicamentos contra la alergia —los antihistamínicos y el curare sintético que se utiliza para rebajar los músculos en Cirugía—, y otros importantes descubrimientos. En París, Bovet se enamoró de la hija de un antiguo presidente del Consejo de Italia —ella se llamaba Filomena Nitti— y dijo a los periodistas: «Me declaré inmediatamente. Fue una reacción química instantánea». Después, trabajaron juntos como los esposos Curie, los Joliot-Curie y ustedes. A mí me parece algo maravilloso que unos cónyuges puedan realizar una labor de tal importancia en común.
Claude se agitó con desazón y Denise le dirigió una furibunda mirada, que no pasó desapercibida al conde Jacobsson. Claude buscó su pitillera de plata y Jacobsson, a pesar de que no atinaba con el motivo, percibía la violencia que flotaba en el ambiente.
Instintivamente, Jacobsson se esforzaba por complacer a aquella pareja y por allanar sus diferencias, que intuía. Quería que fuesen felices y ardía en deseos de decirles la dicha que le produjo a Marie Curie, la primera mujer premiada, compartir la distinción con su esposo, y con qué tristeza se presentó a Estocolmo para recoger su segundo premio, sola, pues Pierre Curie murió en un accidente en 1906. Jacobsson hubiera querido hablarles también de otro equipo formado por marido y mujer, el doctor Carl Cori y su esposa Gerty, que obtuvieron el premio de Medicina por aislar las enzimas y entre los cuales reinaba una perfecta armonía. Pero su intuición le decía a Jacobsson que aquel no era el momento apropiado de presentar tales ejemplos. Sin embargo, estaba de por medio su cargo y la dignidad de los premios, y tenía que pensar en algún medio de advertir indirectamente a los Marceau. Entonces pensó en Irene y Frédéric Joliot-Curie, que obtuvieron el premio de 41 000 dólares en 1935, y pensó que su caso le iba que ni pintado para proponerse lo que deseaba.
—Desde luego, forman ustedes parte de un círculo muy selecto —dijo Jacobsson a los Marceau—. Son la cuarta pareja de esposos de la Historia que obtienen el Premio Nobel. Adoptamos una actitud bastante sentimental por lo que toca a estos premios y sus ganadores, que con una sola excepción, han hecho que nos sintiésemos muy orgullosos de ellos.
—¿Dice usted que hay una excepción? —preguntó Denise puesta sobre aviso.
—Pienso precisamente en sus compatriotas Irene y Frédéric Joliot-Curie, que obtuvieron el premio de Química por sus descubrimientos de elementos radiactivos.
—¿Y qué pasa con ellos? —preguntó Denise.
—Obtuvieron el premio por el descubrimiento del radio artificial. Vinieron a recoger su recompensa a Estocolmo, y volveríamos a concedérsela, llegado el caso. Pero su vida posterior, es decir, después del premio fue, hasta cierto punto… desdichada.
—Era un matrimonio muy unido —dijo Denise con voz aguda y sin quitar ojo de su marido.
—Oh, sí, sí, no es nada de eso —se apresuró a responder Jacobsson—. A decir verdad, fueron unos héroes de la última guerra. Frédéric Joliot-Curie se apoderó de las mayores reservas de agua pesada —que entonces tenía gran importancia para las investigaciones atómicas— robándolas bajo las mismas barbas de los nazis en Noruega. De allí, consiguió transportarlas con seguridad a Inglaterra. Y una vez en Francia, burlando a la Gestapo, organizó dieciocho laboratorios clandestinos en los que se fabricaban botellas incendiarias para el maquis. Sin duda ustedes ya lo saben.
—Sí, desde luego —repuso Denise.
—Pero fue su actividad de la postguerra lo que más deploramos en Suecia —dijo Jacobsson—. Frédéric se afilió al Partido Comunista francés. E Irene Joliot-Curie dijo a un visitante norteamericano que los Estados Unidos eran un país civilizado y que los obreros debían derribar al Gobierno. Recuerdo que aún dijo más cosas de este tenor, porque lo tengo todo registrado en mis Notas. Por ejemplo, dijo al norteamericano: «Ustedes fomentan deliberadamente la guerra. Son unos imperialistas y unos belicistas. Atacarán a la URSS, pero esta les conquistará el terreno de las ideas». Puedo asegurarles que estas declaraciones produjeron una gran contrariedad en la Academia Sueca de Ciencias.
—Lamentable —observó Claude—. Sin embargo, yo supongo que ustedes tienen en cuenta la labor científica de los laureados y no sus actividades personales.
—Es cierto —dijo Jacobsson, para añadir midiendo sus palabras—: Sin embargo, nuestros laureados se hallan en posición tan encumbrada y visible, gozan de un respeto tan general, que nos disgusta extraordinariamente que se vean envueltos en algún escándalo.
Esta indirecta, motivada por el instinto y no por noticias concretas, dio en el blanco, Jacobsson estaba seguro de ello. Denise miró fríamente a su esposo y Claude, rehuyendo su mirada, levantó su robusto cuerpo del sofá.
—Siento grandes deseos por ver la sala donde se designan los premios de Química —declaró Claude.
Jacobsson se levantó a su vez.
—Creo que tengo el deber de aclararles que la sala que verán ustedes no es exactamente la misma donde se realizan las votaciones. En esta sala, el comité de Química suele celebrar las reuniones preliminares que conducen a la recomendación del que será el ganador. La verdadera votación final, desde 1913, se efectúa en la sala de sesiones de la Real Academia Sueca de Ciencias, situada en Frescati cerca del centro de Estocolmo.
Los tres cruzaron el despacho del subdirector y, saliendo al pasillo, se dirigieron a lo que Jacobsson llamaba la sala de conferencias de la Fundación Nobel.
—Aquí —dijo Jacobsson, cuando hubieron penetrado en ella— fue donde el Comité Nobel les escogió a ustedes dos como candidatos favoritos para el Premio de Química, y donde el Comité de Física designó al profesor Stratman y a otros varios como los principales candidatos para el premio de Física.
Los Marceau recorrieron con la mirada la sala verde. No poseía el lustre de un espectáculo turístico ni la apariencia petrificada de unos archivos. Por el contrario, daba la impresión de una estancia en la que unos hombres vivientes realizaban con frecuencia un trabajo también viviente. Gran parte de la sala de conferencias estaba ocupada por la mesa, cuya superficie estaba recubierta de cuero, desgastado y usado, y rodeada por diez butacas tapizadas con piel de becerro. Enfrente de ellos, dominando la mesa, se hallaba un gran retrato al óleo de Alfredo Nobel en posición sedente. Se trataba de una obra ejecutada en 1915, o sea después de su muerte.
Jacobsson hizo que los Marceau diesen la vuelta a la estancia hacia la izquierda. A la derecha, una larga repisa de mármol recorría la pared y sobre ella había una serie de álbumes encuadernados en tela roja y colocados en sendos estuches. Jacobsson sacó uno de ellos.
—En estos álbumes guardamos las fotografías de nuestros laureados, con su autógrafo a ser posible. El día después de la ceremonia final tendrán que venir ustedes aquí para recibir el cheque y firmar sus fotografías. —Abrió el álbum—. He aquí las fotografías dedicadas de dos premios de Química. Este es el profesor Richard Kuhn, de la Universidad de Heidelberg, que obtuvo el premio en 1938 por su obra en el terreno de las vitaminas. Y en esta página está el profesor Adolph Butenandt, de la Universidad de Berlín, que compartió con otro químico el premio de 1939 por su obra sobre las hormonas sexuales. Como ustedes saben, Hitler no permitía que sus súbditos aceptasen el Premio Nobel. Kuhn y Butenandt se vieron obligados a rechazarlo. No obstante, en 1948, después de la guerra y la muerte de Hitler, los dos sabios nos escribieron para agradecernos el honor que les habíamos conferido, y que, a pesar de sus deseos no pudieron aceptar entonces. Les concedimos las medallas de oro y los diplomas, pero ya no pudimos darles el premio en metálico, pues, de acuerdo con el reglamento, había caducado al año para volver a ingresar en el fondo que sirve para dotar a los premios. Fue una verdadera lástima.
Jacobsson volvió a colocar el álbum en su estuche y luego señaló un retrato femenino lleno de vida, colgado sobre la repisa.
—La madre de Alfredo Nobel, cuadro pintado por Anders Zorn —comentó—. Nobel la idolatraba. Incluso cuando se hallaba de viaje, regresaba todos los años a Estocolmo para felicitarla por su cumpleaños. Murió seis años antes que él.
Pasaron a la pared del fondo. Jacobsson les señaló las pinturas colocadas a ambos lados del retrato de Nobel:
—Esta es Bertha von Suttner, la mujer más importante en la vida de Nobel además de su madre. Era institutriz en Austria y un día leyó un anuncio publicado en un periódico de Viena, que rezaba así: «Caballero anciano y culto, en muy buena posición y con residencia en París, desea señora de su misma edad, que domine idiomas, como secretaria y ama de llaves». Ella contestó al anuncio. El caballero anciano y culto era Nobel. Ella se convirtió en su secretaria y con frecuencia en su consejera. Más tarde, lo dejó para casarse con un joven barón y llegó a ser una famosa pacifista. Es posible que influyese en Nobel para que este crease el premio de la Paz. De todos modos, creemos que tiene derecho a ocupar un lugar junto a él. El retrato del otro lado representa a Ragnar Sohlman, director de esta fundación que falleció en 1948. Fue amigo de Nobel y uno de los albaceas de su famoso testamento.
Jacobsson señaló los tres bustos de bronce colocados en la sala.
—Este es de Nobel. Lo llevamos al Palacio de la Música el día 10 para la ceremonia, y luego lo volvemos a traer aquí. El otro busto es del padre de Nobel y ese, de uno de sus hermanos. ¿No sienten curiosidad por saber lo que ocurrió en la sala de sesiones la tarde en que fueron designadas sus dos candidaturas?
—Sí, siento una gran curiosidad —admitió Denise.
—Los cuatro candidatos de Química ya habían sido elegidos antes en esta misma sala —les contó Jacobsson—. Entre ellos estaban ustedes, considerados como uno solo. Otros dos, norteamericanos, también formaban equipo. Luego había un danés y un candidato de Israel. Entre estos candidatos, uno fue tomado en consideración por su obra de pionero en el terreno de la creación de la vida, de la célula viviente, pero se consideró que sus descubrimientos no eran demasiado concluyentes todavía. Otro había realizado un gran trabajo en la disolución de los coágulos sanguíneos, pero en este caso también se consideró que la obra aún no había alcanzado su madurez. El tercer candidato, la pareja de norteamericanos había realizado investigaciones muy notables en el terreno de las drogas nuevas para el tratamiento de desequilibrios mentales. En el caso de uno de ellos, justo es reconocerlo, se abrigaban ciertos prejuicios contra el candidato. Era un hombre rico y su trabajo tenía un carácter comercial. Algunos jurados se le oponían, basándose únicamente en estas razones. Para que se hagan ustedes cargo de la sensibilidad de los jueces. De todos modos, aunque Nobel afirmó una vez que él se proponía premiar a los soñadores que tenían dificultad para triunfar en la vida, en plena contradicción con esta noble actitud, el Comité de Química concedió el premio de 1931 a Karl Bosch, director de la Farbenindustrieaktiengesellschaft, y a Friederich Bergius, también de la Farben, por haber conseguido obtener petróleo del carbón. El comité fue objeto de duras críticas por esta elección. De todos modos, el jurado actual decidió que ustedes dos eran unos soñadores, que reunían todas las condiciones necesarias, y que su descubrimiento de la vitrificación de la esperma estaba plenamente comprobado y demostrado. El debate duró menos de dos horas. Fueron elegidos ustedes por una votación de más del doble contra sencillo.
—Le agradecemos mucho estas informaciones, con la mayor humildad —dijo Claude sinceramente.
Habían vuelto al vestíbulo mientras Jacobsson hablaba y entonces este los acompañó hasta la salida del fondo del corredor. Después de darle un cordial apretón de manos, Denise le recordó:
—Conde Jacobsson, no olvide usted prepararnos un horario bien ocupado. No deseamos tener ningún minuto libre.
—Haré lo posible por complacerles —repuso Jacobsson.
Después de que ambos hubieron salido, Jacobsson cerró la puerta y, al volverse, encontró a la señora Steen esperándole detrás suyo con unos papeles en las manos. Por el hecho de detenerse junto a la puerta para hablar con su secretaria, pudo oír lo que decían al otro lado de la puerta.
Le llegó primero la voz ahogada de Claude Marceau y luego la airada respuesta de Denise.
—Has sido muy lista al pensar en eso del horario, pero es una perfecta tontería. ¿Crees que eso me impediría ir a Copenhague, si me lo propusiera?
—Vete al infierno —respondió Denise Marceau.
Muy violento, Jacobsson clavó la mirada en la alfombra verde hasta que los pasos de los laureados se alejaron y se perdieron en la lejanía.
Jacobsson no pretendió fingir que no había escuchado la conversación. Levantando la cabeza, su mirada se cruzó con la de la señora Steen, que lo contemplaba con expresión flemática.
—¿Usted qué piensa, señora Steen? —le preguntó.
Como su máquina calculadora, la señora Steen daba siempre respuestas exactas. Así es que contestó:
—Si por acaso volviesen a ganar el premio por segunda vez, como los Curie, estoy segura que sólo uno de ellos regresaría a Estocolmo… el que hubiese asesinado al otro.
—Hum… Esto es lo que yo pienso también, señora Steen. Y únicamente pido que… si el homicidio tiene que ocurrir, que al menos no ocurra antes de la ceremonia.
En la semioscuridad de la fría mañana invernal, el «Saab-93» de tres cilindros cruzaba velozmente Solnavägen hacia la zona donde se alzaban la serie de edificaciones que formaban el Instituto Carolina de Medicina y Cirugía.
Al volante del «Saab» se hallaba un joven chófer del Instituto. En el reducido asiento posterior, que podía quitarse para descubrir el portamaletas, el desplazamiento era el siguiente: tres cuartos de Ingrid Pahl y un cuarto del doctor John Garrett. Tocada con su enorme sombrero nuevo cubierto de rosas artificiales y vistiendo su más grueso abrigo de lana —pues estaba segura de que la temperatura se aproximaba al 0° Celsius, lo cual correspondía a 32° Fahrenheit y 0° Centígrados, o sea el punto de congelación— Ingrid Pahl había perdido su recelosa expresión anterior y sus mofletudas facciones se mostraban de nuevo tranquilas e incluso risueñas. Cuando Krantz pretextó un compromiso ineludible la noche anterior, para no tener que acompañar al doctor Garrett al Instituto Carolina, y Jacobsson la telefoneó pidiéndole que sustituyese a Krantz, ella se deshizo en protestas, arguyendo que no sabía una palabra de Medicina. ¿Qué diría a Garrett? Sin embargo, cumpliendo su deber, aceptó finalmente a hacerle los honores del Instituto. Pero Garrett demostró ser un hombre sencillo y cordial, completamente absorto en sus propios pensamientos, y aquello le simplificó la tarea.
Para Garrett, medio aplastado en un rincón del «Saab», aquella mañana tenía una importancia capital y se hallaba encerrado en sí mismo, como un molusco dentro de su concha. Por petición propia la visita al Palacio Drottningholm fue sustituida por aquella visita al Instituto Carolina, donde su protegido, el doctor Erik Ohman, ya le esperaba con impaciencia. Aunque Ohman no lo sabía era un arma de vital importancia en la ofensiva que Garrett estaba preparando contra Cario Farelli. Y Garrett había decidido que el contraataque comenzaría aquel mismo día.
El plan de batalla de Garrett no tenía nada de complicado. Con su actitud agresiva en la conferencia de prensa, Farelli acaparó casi todo el espacio de los periódicos del día siguiente, que trataron a Garrett como a un pariente inoportuno al que no había más remedio que presentar. Lo relegaron a una que otra interjección, al espacio sobrante al final de un párrafo, o al fúnebre epitafio que comienza: «También se hallaba presente…». Y cuando Garrett, llevado por su desesperación, intentó atacar como un francotirador a Farelli en el salón del Palacio Real, fue rechazado y la derrota aún le escocía. Aquel escarmiento le hizo comprender que su táctica debía organizarse a base de un primer ataque frontal cuidadosamente preparado en el campo de batalla de las primeras páginas de la prensa mundial.
El encuentro con Ohman sería la primera escaramuza que libraría Garrett. Se enteraría de la labor realizada por Ohman, de sus planes en relación con el descubrimiento del trasplante cardíaco por él realizado, etc. Estudiaría los tres trasplantes efectuados por el cirujano sueco con pleno éxito y los otros tres pacientes que ahora tenía en observación. Una vez hecho esto, Garrett telefonearía a Sue Wiley, ofreciéndole la posibilidad de realizar aquella misma tarde una interviú más interesante que la que realizó con él en el avión. En el curso de la entrevista, le facilitaría interesantes detalles de su conversación con Ohman, particularidades muy pintorescas y de carácter humano acerca de sus pacientes y, al elogiar la labor del sueco, lo aprovecharía para echar agua a su propio molino. Daría a miss Wiley algunos datos concretos y predicciones acerca del futuro de su trabajo, dejando completamente al margen a Farelli. Se trataba de dar la impresión de que únicamente él se encontraba en Estocolmo, como debiera haber sido en realidad. El artículo que ella escribiría para Consolidated Newspapers alcanzaría difusión mundial. Y esto no sería más que el comienzo. Arrojaría al monarca de las tinieblas de su pedestal y por último tendría los honores a que era acreedor.
Todo le parecía perfecto. Garrett lanzó un suspiro de placer al pensar en su justiciero plan. Por la ventanilla, la tétrica mañana le parecía menos triste. Ingrid Pahl, sentada a su lado y metiendo un cigarrillo en una boquilla de ébano, le pareció más atractiva.
Garrett pensó que debía hablar con ella, si no quería mostrarse descortés.
—¿Ya llegamos? —fue todo cuanto consiguió decir.
—De un momento a otro —respondió Ingrid Pahl. Acercó un encendedor al cigarrillo y luego lanzó una bocanada de humo—. Yo sólo he visto el hospital dos veces. Y mis conocimientos de Medicina se limitan a remedios caseros para las malas digestiones y el estreñimiento. Para que no le parezca extraño que haya sido yo —que, en el terreno científico, soy la persona menos calificada del comité de recepción— quien le acompañe esta mañana, permítame que le ofrezca algunas explicaciones.
—En su calidad de Premio Nobel, no puedo pensar en persona más calificada que usted —dijo Garrett con trasnochada galantería.
—Es usted muy amable, doctor Garrett, pero resérvese sus elogios conmigo. —Su obesa presencia rebosaba júbilo—. Yo no soy una compañía adecuada para usted. Ni siquiera sé dónde tenemos los riñones. Y en cuanto al corazón, nunca me acuerdo si está a la derecha o a la izquierda.
—Más bien a la izquierda.
—¿Ve usted? La verdad es que el doctor Krantz era quien debía acompañarlo esta mañana. Con él, usted hubiera podido conversar. Es un hombre de carácter gruñón, pero inteligentísimo. Por desgracia para usted, el doctor Krantz tuvo que irse corriendo al aeropuerto de Bromma para recibir a un viejo amigo y distinguido visitante del Berlín Oriental.
—¿Del Berlín Oriental? ¿Es que los dejan salir?
—Naturalmente, doctor Garrett. No crea usted a pie juntillas todo lo que lea. La mayoría de alemanes —a pesar de que yo no les tengo mucha simpatía— no viven y trabajan allí por su gusto. No supongo quién pueda ser ese amigo del doctor Krantz, pero, de todos modos, es alguien a quien está obligado a recibir personalmente. Por lo tanto, el honor de acompañarle a usted al Instituto Carolina recayó sobre mí. Espero que no se sentirá usted decepcionado.
—Miss Pahl, ya le he dicho…
—De todos modos, supongo que podré decirle algunas cosas sobre el Instituto Carolina. Hace unos años, un periódico inglés me preguntó si querría escribir una serie de artículos sobre Suecia. El periodismo no es precisamente la niña de mis ojos, pero como me ofrecían una bonita suma, no rechacé de buenas a primeras la oferta. El primer artículo tenía que ocuparse del Instituto Carolina, ya que dicha institución es bastante conocida, como la entidad que otorga el Premio Nobel de Medicina. Estuve una semana o dos realizando averiguaciones preliminares —visité los hospitales, refresqué mi amistad con los miembros de la Fundación Nobel que pertenecen al Instituto, hice preguntas, tomé notas—, pero, cuando se trató de poner manos a la obra, fui incapaz de escribir el artículo. Hay algunos escritores que, sencillamente, no saben manejar los datos, y yo soy uno de ellos. Los datos son como las cifras; me desoriento. No llegué a escribir el artículo de marras, pero tampoco me morí de hambre. Una compañía cinematográfica sueca adquirió los derechos para la pantalla de una de mis primeras novelas y esto me permitió seguir escribiendo, para la desesperación de la mayoría de mis críticos. De todos modos, de mi fallida experiencia periodística me han quedado algunos datos desordenados acerca del Instituto. Se los regalo, caso de que le interesen.
—Desde luego me interesan —dijo Garrett, tratando de ocultar su desazón, pues deseaba llegar cuanto antes al Instituto para ponerse en contacto con Ohman e iniciar cuanto antes las hostilidades.
—Dato primero —comenzó Ingrid Pahl—. El Instituto Carolina fue fundado en 1810, para formar cirujanos militares con destino al ejército sueco, que entonces libraba una de sus guerras periódicas con Dinamarca y Rusia. Dato segundo. A Alfredo Nobel le fascinaba la Medicina. En distintas ocasiones, hizo que amigos suyos realizasen transfusiones de sangre y experimentos con la orina bajo su dirección. Era natural que deseara conceder un premio de Medicina y para conferirlo eligiese al respetable Instituto Carolina. Dato tercero. El comité del Instituto tenía que interpretar lo más exactamente posible el pensamiento de Nobel, el cual escribió en su testamento que deseaba premiar «el descubrimiento más importante» de Medicina o Fisiología. ¿Quería recompensar únicamente los adelantos de orden práctico o también los descubrimientos teóricos? El comité del Instituto, en la duda, decidió recompensar ambas clases de descubrimientos. Y no limitaron la recompensa a los Doctores en Medicina. En el transcurso de los años, premiaron también a biólogos, químicos, zoólogos y en una ocasión a un biofísico. Dato cuarto. Las candidaturas para el premio que usted obtuvo fueron presentadas por profesores del Instituto Carolina, miembros de la Academia Sueca de Ciencias, anteriores premios Nobel de Medicina, de facultades de las importantes universidades escandinavas y también de otras de las primeras universidades de veinte naciones extranjeras. Hay casi un millar de personas que pueden presentar candidaturas. ¿Desea usted que prosiga?
—Sí, por favor —respondió Garrett, involuntariamente interesado por aquellos datos.
Ingrid Pahl tiró la colilla de su cigarrillo en el cenicero del automóvil.
—Dato quinto. El asesoramiento y la recomendación corren a cargo de tres miembros permanentes del comité médico de la Fundación Nobel. Por lo general, este comité permanente se ve reforzado por varios miembros temporales, especialistas en esto o aquello y procedentes del cuerpo facultativo del Instituto Carolina. Los ganadores se eligen todos los años en la sala de sesiones que hay en la planta baja del Instituto Carolina. Es una estancia luminosa y ventilada, que posee la mesa moderna más larga que usted habrá visto, y butacas suecas modernísimas para los jurados. Según recuerdo muy bien, hay dieciséis o dieciocho retratos al óleo de eminentes médicos suecos y miembros de la Fundación Nobel en las paredes, y dos estatuas de mármol blanco entre las ventanas. En la votación final intervienen cuarenta y cinco médicos y profesores, todos ellos pertenecientes al personal del Instituto Carolina.
El automóvil aminoró la marcha e Ingrid Pahl hizo un movimiento de cabeza.
—Y mire, ahí lo tiene usted… el Instituto Carolina.
El «Saab» dejó la calle principal y, después de atravesar una verja y seguir un camino particular que serpenteaba entre frígidos prados, setos perfectamente podados y grupos de viejos árboles, volvió a aminorar la marcha y giró a la izquierda, pasando a través de dos hileras de follaje helado.
El automóvil se detuvo en un patio enlosado. El joven chófer saltó con presteza de su asiento, dio la vuelta al coche y abrió la portezuela trasera. Con cierta dificultad, luchando contra la gravedad y la densidad, arrancó a Ingrid Pahl de su asiento y la ayudó a apearse del vehículo. Luego dio la mano a Garrett.
Ante ellos se alzaba un edificio de tres plantas, rechoncho y de forma oblonga, construido de ladrillo rojo. Sus hileras de ventanas parecían atisbarlos como una serie de ojos cuadrados. Tres escaleras de cemento conducían a dos macizas puertas y sobre la entrada se proyectaban unas letras que formaban las palabras MEDICINSKA NOBELINSTITUTET. Garrett miró a su derecha. En el patio enlosado, al aire libre, había un banco frente a un parque en miniatura, formado por plantas marchitas y árboles desnudos. Detrás del banco, sobre un elevado pedestal de piedra, se erguía un busto de bronce negro, que mostraba la pátina del tiempo y representaba a Alfredo Nobel. En torno a los ojos y la boca de la estatua había pinceladas de escarcha.
Garrett se levantó el cuello del gabán.
—No puede usted imaginarse lo bonito que es esto en verano —le dijo Ingrid Pahl—. Ahora da verdadera pena. ¿Qué hacemos? ¿Encendemos una hoguera, o entramos?
Ambos entraron precipitadamente.
El doctor Erik Ohman, sentado con una rodilla apoyada en la mesa de su despacho y un puro entre los dientes, estaba leyendo un periódico que tenía abierto de par en par. Cuando los vio, se puso en pie de un salto, casi derribando la silla, y rodeó la mesa como una tromba. Sin hacer caso de la protocolaria presentación de Ingrid Pahl, estrechó la mano de Garrett, zarandeándola con un entusiasmo indescriptible.
—Doctor Garrett —articuló—. Doctor Garrett…, qué alegría verle. Cómo he esperado este momento…
Algo confuso, porque él no era un hombre muy expansivo y (a pesar del premio) nunca se había tenido en mucha estima en su fuero interno, el doctor Garrett se esforzó por devolver la calurosa y admirativa acogida del médico sueco.
—Crea que para mí también es un gran placer poder conocerle por fin personalmente, doctor Ohman…
—Por favor, siéntense…, siéntense —dijo el sueco, indicándoles sendas sillas—. Dentro de un momento nos traerán café.
Miró a Garrett como si no pudiera dar crédito a lo que veían sus ojos, como un mísero vasallo contemplaría a su soberano. Intentó hablar, pero únicamente pudo emitir una especie de ronquido que, según había de saber Garrett era un defecto del habla.
—Uhhh —este era aquel sonido embrionario, que trataba de formarse en palabras—, uhhh… Doctor Garrett, me siento tan honrado.
Fue corriendo al otro lado de la mesa en busca de la silla, para sentarse frente a frente de Garrett e Ingrid Pahl.
Garrett quedó muy sorprendido ante la apariencia del hombre con quien había sostenido tan larga y asidua correspondencia. No podía definir qué clase de persona esperaba encontrar. Posiblemente a un individuo más sueco, más cortés, más fino. En lugar de ello, Ohman, con su cabello pelirrojo cortado casi al cero parecía, por su agilidad, un peso medio europeo que no se decidiese a abandonar el cuadrilátero, a pesar de que le sobraban años. Su cara, aquellas orejas de coliflor y sus toscas facciones, sustentadas por un cuello muy grueso, no eran la idea que tenía Garrett de lo que tenía que ser la cabeza de un médico. Y las manos, semejantes a instrumentos romos, con sus gruesos dedos redondos como salchichas, no eran las manos de un cirujano. Pero Garrett vio inmediatamente la expresión bondadosa y amable de aquel rostro, la admiración que reflejaba y, por las cartas del médico sueco, sabía que aquel hombre poseía una sólida formación científica y una gran cultura.
—Uhhh, doctor Garrett…, uhhh, dígame, cuénteme, por favor, qué le parece nuestra Suecia. ¡Qué emoción sentí cuando supe que le habían concedido el premio! ¿Recibió usted mi cable? Uhhh…, tiene que contarme todo cuanto ha visto aquí, lo que desea ver y lo que puedo hacer yo para servirle. ¿Ha venido con su esposa? Tiene que venir a cenar con mi esposa y conmigo. Uhhh…, mis pacientes… son tanto mis pacientes como los suyos, y usted debe verlos y comunicarme sus impresiones. Además, tengo que hacerle docenas de preguntas.
Continuó hablando atropelladamente, lleno de excitación, tartamudeando y haciendo preguntas cuya respuesta no esperaba. Finalmente, cuando su juvenil entusiasmo pareció calmarse un tanto, se mostró dispuesto a escuchar. Rogó a Garret que le hablase de esto y de aquello y Garrett, complaciente, lo hizo. Ingrid Pahl se mostraba interesada y atenta, Ohman lo escuchaba como a un dios y grababa en su memoria cada una de sus palabras para recordarlas durante el largo invierno que le esperaba, y Garrett estallaba de gozo al sentirse objeto de tales muestras de deferencia. En presencia del doctor Keller y de su grupo de terapéutica colectiva, siempre se había sentido incapaz de acaparar la atención general. ¿Cuál era el viejo chiste del psiquiatra… quién escucha? Pero la terapéutica colectiva había dado a Garrett experiencia en el monólogo y esta experiencia, combinada con un atento auditorio, permitió que entonces Garrett disertase con amplitud y de manera detallada.
Garrett relató con bastantes pormenores todo lo que le sucedió en California después de habérsele notificado la concesión del Premio Nobel. Luego, alentado por Ohman, recordó los años de sus investigaciones y estudios para conseguir el trasplante de corazón y de una manera bastante efectiva, según su parecer, reconstruyó el dramático caso de Henry M. sin olvidar su historia clínica. Observó con placer que Ingrid Pahl escuchaba fascinada el relato y que el médico sueco lo seguía con tanta atención como todas sus palabras anteriores.
Al llegar a este punto, Garrett pensó que ya llevaba demasiado tiempo monopolizando la conversación. Tres cuartos de hora de autobiografía eran más que suficientes. Había llegado el momento de pasar discretamente al segundo plano. Si su estrategia tenía que dar resultado, era necesario que Ohman le revelase más datos sobre sí mismo y su carrera.
—En resumidas cuentas, aquí estoy, galardonado inmerecidamente con el Premio Nobel —dijo para terminar—. Aún me cuesta creerlo.
Durante su monólogo, pasó revista al despacho de Ohman que, con excepción de las sillas tapizadas, parecía amueblado totalmente con metal gris funcional. Pero entonces se dio cuenta de que dos paredes de la pieza estaban totalmente cubiertas de fotografías enmarcadas e instantáneas, algunas dedicadas, y Garrett reconoció a varias de ellas como pertenecientes a anteriores Premios Nobel de Medicina.
—Usted nunca me ha dicho en sus cartas, doctor Ohman, sí tiene alguna relación con los Premios Nobel de Medicina. ¿La tiene usted, en efecto?
—Hasta cierto punto, sí —repuso el interpelado.
Antes de que pudiera continuar, llamaron discretamente con los nudillos a la puerta. Una atildada muchacha, que llevaba gafas de carey, que se destacaban sobre su rostro sin afeites, entró de espaldas tirando de una mesita con ruedas en la que se veía un servicio de café y algunos buñuelos dulces. El médico sueco la presentó como su secretaria, y ella se disculpó por su retraso.
Después de servirles café se marchó. Mientras todos tomaban el aromático líquido y probaban los buñuelos, Ohman carraspeó.
—Uhhh…, doctor Garrett…, me ha preguntado usted qué relación tengo con los Premios Nobel. Uhhh…, una posición muy secundaria, se lo aseguro, pero al propio tiempo…, uhhh…, interesante. ¿Tiene usted alguna información sobre los premios de Medicina?
—Miss Pahl tuvo la amabilidad de darme algunos datos por el camino.
—Muy pocos, doctor Ohman —dijo Ingrid Pahl—. Lo único que yo sé es que el doctor Arrowsmith obtuvo también el premio.
Ohman se echó a reír.
—Desde luego que sí. Martín Arrowsmith, Bottlieb, Sondelius… Me parece verlos a todos ellos de carne y hueso. ¿Qué trataba de combatir Arrowsmith? Uhhh…, sí… la epidemia de peste bubónica de las Indias Occidentales. Nuestro comité siente gran respeto por los que combaten las epidemias, pero siempre he lamentado que no fuesen premiados algunos de los mejores.
—¿Se refiere usted a alguien en particular? —le preguntó Garrett.
—Sí. Uhhh…, yo siempre he considerado que Walter Reed y el general Gorgas, así como Noguchi, deberían haber compartido un premio por su obra conjunta contra la fiebre amarilla. La candidatura de Gorgas se presentó muchas veces, creo, pero como no había hecho otros nuevos descubrimientos no pudo ser elegido. En cuanto a Reed, murió prematuramente. De todos modos, esta es cuestión que no nos concierne… ¿Más café, miss Pahl?
Llenó de nuevo la taza de Ingrid Pahl, después la de Garrett y la suya, y volvió a instalarse en su silla.
—¿Le habló miss Pahl de nuestro procedimiento para elegir a los candidatos? —le preguntó el médico sueco a Garrett.
—Sí —respondió este.
—Entonces, estará usted enterado de la existencia de nuestros asesores especiales.
—Pues no.
—En tal caso, voy a explicárselo. Pues es como asesor especial que yo he colaborado varias veces con el Comité Nobel. En realidad, a causa de lo bien que conocía su descubrimiento, yo fui uno de los dos especialistas que tuvieron que emitir un informe sobre su candidatura, doctor Garrett.
—Ignoraba este particular —dijo Garrett—. En este caso, tengo con usted una deuda de gratitud.
—En absoluto. Incluso la persona más obtusa hubiera comprendido la… uhhh… magnitud de su descubrimiento y se hubiera percatado de su importancia. El Instituto Carolina utiliza los servicios de sus asesores —en América podrían ustedes llamarlos detectives con mayor extensión que los otros comités, a causa del carácter intrincado que presenta la investigación médica. Tenga usted en cuenta que existen muchísimas especialidades. Una gran complejidad. Por consiguiente, después de que el comité ha cribado a los candidatos, reduciéndolos a unos cuantos, hay que dar aún el último paso. La candidatura de cada uno de ellos es objeto de un estudio especial por parte de un miembro de nuestra facultad, que sea una eminencia en el campo de aquella especialidad. Este experto o investigador realiza un estudio a fondo del descubrimiento realizado por el candidato. ¿Es un descubrimiento completo? ¿Está demostrado? ¿Es verdaderamente nuevo? ¿Vale la pena? El asesor se leerá todo cuanto se haya publicado sobre la cuestión, cotejará opiniones y a veces incluso irá personalmente al país natal del… del… uhhh… candidato, para comprobarlo todo por sí mismo sin revelar los… uhhh… motivos de su visita.
»Cuando en 1901 se presentó la candidatura de Iván Pavlov para el primer premio de Medicina que se concedía, por sus experimentos sobre la fisiología de la digestión, dos de nuestros asesores, el gran profesor Johansson y el profesor Tigerstedt, se trasladaron a San Petersburgo para ver personalmente a Pavlov y a sus famosos perros para comprobar de primera mano sus descubrimientos. Pavlov fue objeto de una atención especial, además, porque se sabía que… uhhh… el propio Alfredo Nobel había seguido con gran interés los trabajos del ruso y en una ocasión subvencionó espléndidamente a Pavlov. Por lo tanto, nuestros asesores se trasladaron al laboratorio de Pavlov, con objeto de observar los resultados de sus experimentos sobre los reflejos condicionados. Por lo visto el informe definitivo de los asesores no fue plenamente satisfactorio porque, como ustedes saben, Pavlov no obtuvo el primer Premio Nobel de Medicina. Tuvo que esperar tres años para obtenerlo.
—¿Quién consiguió el primer premio de Medicina? —preguntó Ingrid Pahl—. Me siento avergonzada de no saberlo, y les ruego que no lo repitan al doctor Krantz, pero la verdad es que no me acuerdo.
—Aquel primer año la lucha fue muy reñida —continuó Ohman—. Una pequeña parte del jurado era favorable a Pavlov. El comité recomendaba que el premio se dividiese entre Niels Finsen, de Dinamarca, y Ronald Ross, de la Gran Bretaña. Pero también veía con muy buenos ojos la candidatura de… uhhh… Emil von Behring, de Alemania. Por último, el debate se centró en torno a Von Behring. Algunos consideraban que su descubrimiento del suero antidiftérico era demasiado antiguo y por lo tanto estaba fuera de lugar premiarlo. Otros, en cambio, creían que debía galardonarse precisamente porque estaba aceptado desde hacía tanto tiempo por el público y nadie se atrevería a discutirlo. Uhhh…, pues bien, Von Behring se llevó el premio y se lo llevó a causa de la popularidad de que gozaba su suero —los sueros siempre son muy bien vistos por nuestros jurados— y los tres candidatos derrotados, Ross, Finsen y Pavlov, fueron premiados más tarde, en el curso de los tres años siguientes.
La atención de Garrett se había vuelto a dirigir a las fotografías enmarcadas de las paredes.
—Esas fotografías, doctor Ohman, ¿son todas ellas de ganadores del premio de Medicina?
El sueco contempló las fotografías con amor.
—Es mi pequeño violín de Ingres —dijo—. Yo era poco más que un muchacho, hace de eso mucho tiempo…, allá por los años treinta, cuando mi padre me invitó a acompañarlo a presenciar una ceremonia del Premio Nobel. Mi padre era periodista y tenía una invitación para la prensa. Uno de sus colegas se puso enfermo y quedó disponible otra invitación, gracias a la cual, mi padre pudo llevarme consigo. Fue una ocasión memorable para un muchacho joven como era yo entonces. Vi cómo Sir Charles Scott Sherrington recibía el diploma del premio Nobel de Medicina y mi padre me habló de él…, de cómo su candidatura fue presentada regularmente durante treinta años y de cómo, por una razón u otra, los asesores siempre se pronunciaron contra él… Y entonces, a su vejez, depusieron finalmente su actitud adversa. Este relato me conmovió. Aquella noche decidió mi destino. Yo también sería médico. La fotografía de Sherrington fue la primera que coloqué en esta pared, mucho tiempo después. Aquí está, detrás de mi mesa.
Ohman se levantó como impulsado por un resorte y dio la vuelta a su mesa, bizqueando los ojos para mirar a las fotografías.
—Terminé por poseer las fotografías de todos los ganadores, y los autógrafos de por lo menos la mitad de ellos. Es una afición muy alentadora. —Señaló una fotografía muy desenfocada—. Uhhh… este es el célebre doctor Paul Ehrlich. Durante los primeros ocho años, su candidatura fue presentada setenta veces por facultativos de trece naciones distintas. Su obra en el campo de la profilaxis fue reconocida finalmente en 1908. Hay una anécdota… Se dice que el Kaiser estaba muy ufano por el triunfo de Ehrlich sobre el espiroqueta causante de la sífilis y durante un banquete le dijo —mejor dicho, le ordenó— como si esto fuese la cosa más fácil: «Ahora, Ehrlich, adelante y líbrenos del cáncer».
Ohman saltaba nerviosamente de una fotografía a otra, golpeando algunas con los dedos y dando explicaciones.
—Este… uhhh… es Sir Alexander Fleming, de la Universidad de Londres. Como hoy saben hasta los niños, estaba estudiando la gripe cuando un moho azul verdoso echó a perder uno de sus caldos de cultivo. Como tenía la forma de pincel, lo llamó penicilina. Esto ocurrió en 1928, pero no consiguió el Premio Nobel por su descubrimiento hasta 1945, o sea diecisiete años después, porque al principio no encontró aplicación práctica para su descubrimiento. Después, Sir Howard Florey y el doctor Ernest Boris Chain, de Oxford, empezaron a estudiar sus posibilidades de aplicación. Inyectaron dosis masivas de estreptococos en ratones y luego inyectaron penicilina a la mitad de ellos. Estos se salvaron y los restantes murieron. Finalmente habían encontrado una aplicación práctica para el descubrimiento casual del doctor Fleming. Todos ellos obtuvieron el premio.
Había llegado frente a un marco mayor que contenía dos retratos.
—Uhhh… el primer premio conjunto… Esto le interesará especialmente, doctor Garrett. Durante cinco años la Academia Sueca se resistió a dividir el premio. Finalmente, en 1906, lo dividieron entre Camillo Golgi, de Italia, y el eminente sabio español Ramón y Cajal, el gran neurólogo. Desde entonces, el premio se ha dividido muchas veces, como se demuestra en el caso de usted y del doctor Farelli.
La sangre afluyó a las mejillas de Garret, que sintió deseos de exponer el ultraje de que le había hecho objeto Farelli, pero se dominó, pues no le pareció correcto aludir a aquel tema en presencia de Ingrid Pahl. En lugar de ello, dijo:
—¿Cree usted que estos premios conjuntos son justos?
—Teniendo en cuenta que con frecuencia concurren tantos candidatos en una misma disciplina, resulta imposible premiar sólo a uno. —El médico sueco había llegado frente a la fotografía de un anciano—. Mi favorito desde 1949. El doctor Antonio Egas Moniz, de Lisboa.
—¿Qué hizo? —preguntó Ingrid Pahl.
—En 1936 introdujo la lobotomía prefrontal —repuso Ohman—. No existía cura para algunos casos de graves enfermedades mentales, de abatimiento y depresión. Las drogas de nada servían. El tratamiento psiquiátrico tampoco. El doctor Egas Moniz descubrió que estos agudos estados depresivos, lindantes con la locura, se originaban en los lóbulos frontales del cerebro, formados por la materia gris cerebral situada en la región frontal, sobre las arcadas superciliares. Practicando incisiones en la región parietal, incisiones no mayores que una monedita, y seccionando las terminaciones nerviosas de los lóbulos frontales con un largo y fino bisturí, el doctor Egas Moniz consiguió reducir espectacularmente el estado de depresión nerviosa de un paciente.
—Esto me parece espantoso —dijo Ingrid Pahl.
—Es preferible al suicidio o a la demencia —respondió Ohman, lisa y llanamente—. Suprime todas las aprensiones e inquietudes. Devuelve alegría a estos pobres pacientes. El único aspecto desagradable de este método es que a menudo convierte a los enfermos en unos estúpidos irresponsables.
—Pero esto es como arrancarle a un hombre la conciencia, el alma que Dios le dio al nacer —objetó Ingrid Pahl.
—En Medicina, nos interesa menos el alma de un hombre que su vida —repuso Ohman, fríamente—. Uhhh… estoy seguro de que el doctor Garrett estará de acuerdo conmigo. El cerebro es el Mato Grosso inexplorado del organismo humano. Por este motivo, siempre he sentido mayor respeto por el descubrimiento del doctor Egas Moniz que por cualquier otro…, hasta hace muy poco. Ahora tengo un nuevo favorito.
Corriendo hacia su mesa, abrió el cajón y sacó una fotografía, que ofreció a Garret, junto con una pluma.
—¿Quiere usted dedicarme su fotografía, doctor Garrett? De ahora en adelante ocupará el lugar de honor… encima de la de Egas Moniz.
Garrett tomó la fotografía y la pluma.
—Apenas sé qué ponerle…
—No hace falta que ponga nada. Su gran obra es más que suficiente. Garrett dedicó la fotografía con estas palabras: «A mi colaborador favorito y amigo doctor Erik Ohman, muy cordialmente. John Garrett». Le devolvió la fotografía y la pluma y el médico sueco la tomó con reverencia en sus manos, como si se tratase de una reliquia paleocristiana.
—Ahora —dijo Garrett, sin andarse con rodeos— me gustaría que hablásemos de nuestras cosas.
Ingrid Pahl no dejó de comprender la indirecta de Garrett y se levantó de la silla que ocupaba.
—Ahora sí que voy a estar de más. Aprovecharé que ustedes hablan de sus cosas para ir a ver a algunos amigos que tengo aquí. ¿Cuándo desea que nos marchemos, doctor Garrett?
—Pues verá, miss Pahl…
—Por lo menos, aún tenemos para una hora —intervino Ohman—. Uhhh… tengo que enseñarle muchas cosas al doctor Garrett. Quiero visitar con él mi sala y discutir algunos problemas técnicos.
—Digamos dentro de una hora, pues —dijo Ingrid Pahl, saliendo majestuosamente de la estancia.
En cuanto estuvieron solos, Garrett empezó a desarrollar su plan de batalla.
—¿Cuándo efectuará usted su próximo trasplante? —preguntó a su colega sueco.
—Llevaremos el enfermo al quirófano a las siete de la mañana del día 10. Aún estoy sometiendo a diversos análisis al paciente y aún no he encontrado las terneras u ovejas del peso necesario, para procurarme los mejores corazones frescos disponibles. Se trata de un caso muy interesante. Yo diría… uhhh… que en cierto modo es el más lleno de dificultades e importante de cuantos he realizado. El paciente es un conde que ha cumplido ya los setenta, pariente lejano de Su Alteza Real. El resultado será seguido con gran interés por el público.
El corazón de Garrett le dio un salto en el pecho. Esto era lo que esperaba… su gran oportunidad.
—¿Se presenta difícil? —inquirió.
—Uhhh…, francamente, algunos, aspectos del caso me preocupaban, pero ahora vuelvo a estar tranquilo y confiado…, desde ayer, cuando vino el doctor Farelli a reconocer al paciente.
Garrett sintió que la sangre huía de su rostro y pensó que iba a desmayarse.
—¿Farelli? —consiguió articular.
Ohman enarcó sorprendido las cejas ante la emocional reacción de su ilustre visitante.
—Pues, sí…, el doctor Carlo Farelli. Ayer se presentó con una periodista que le hizo una interviú…, una tal Miss Wiley, norteamericana precisamente… Y, prescindiendo de todo protocolo, se dio a conocer y dijo que quería ver mi sala, mis pacientes… Estuvo amabilísimo y yo no supe cómo agradecerle su atención…
—¿Y usted… usted le llevó a visitarlos?
—Pues no faltaba más. Y llevó su amabilidad al extremo de estudiar la historia clínica de mi paciente, los gráficos y darme sus consejos. Como he dicho, yo le estoy muy agradecido por su generosidad y…
—¡Estúpido! —chilló Garrett.
Ohman se quedó de una pieza.
—Lo que oye. ¿Ese hombre generoso? No me haga reír. Es un tipo vano, arrogante, que sólo busca la publicidad y además ladrón.
El pobre Ohman parecía un hombre abofeteado. Se balanceaba, mudo, atónito, mientras las pupilas de sus ojos se dilataban.
—Doctor Garrett, yo… uhhh… uhhh… uhhh ¿Se refiere usted al doctor Farelli…?
—¿A quién si no? —repuso Garrett levantándose y desechando toda reserva y contención—. Supongo que esa periodista, miss Wiley, tomó sus notas, ¿no es verdad?
—Desde luego. —Tomó el periódico que había sobre su mesa—. Entregó el artículo anoche y la prensa sueca lo publica hoy.
—¿Y se refiere todo, íntegramente, a ese canalla de Farelli?
—Yo… yo… uhhh…, sí, quiero decir… naturalmente, dice que el nuevo Premio Nobel ha efectuado una visita de cortesía a nuestro hospital… para ofrecernos su consejo en lo que se refiere a nuestro importante paciente, un miembro de la Casa Real que se encuentra en grave estado… Este es el tema del artículo, naturalmente… uhhh… Doctor Garrett, no lo entiendo…, ¿por qué está tan trastornado…, qué le pasa? ¿Hay algo que yo deba saber?
—Naturalmente que hay algo que usted debe saber —vociferó Garrett, dando un puñetazo sobre la mesa—. Siéntese —le ordenó con voz tajante—. Voy a explicarle quién es ese charlatán de Farelli…, que trata de servirse de usted…, que nos toma el pelo a los dos… y por añadidura al Comité Nobel… Ahora siéntese, le digo.
Aturdido, el doctor Ohman se sentó, contemplando estupefacto a su dios, que por arte de birlibirloque se había convertido en un Marte vengador. Muy despacio, con odio concentrado, Marte empezó a exponer los hechos en que el fiscal fundamentaba su acusación.
Carl Adolf Krantz que, entre otros achaques, tenía el de ser un hipocondríaco, tomó sus medidas para precaverse contra el frío rígurosísimo de la estación. Así, se colocó un pasamontañas debajo del sombrero, un tapabocas de punto, un sobretodo que le daba apariencia de oso y que sólo muy difícilmente le permitía maniobrar su «Mercedes Benz» para aparcarlo frente a la inmensa estación terminal, de metal y vidrio, del aeropuerto de Bromma.
Sabía que era tarde y, en cuanto salió del coche, tuvo confirmación, desgraciadamente, al consultar el cuadro de llegadas y salidas. El cuatrimotor de las Líneas Aéreas Checoslovacas —aquella misma mañana recibió un telegrama para informarle de que el avión despegaba dos horas antes de lo previsto, por lo cual su llegada también se realizaría dos horas antes— había despegado del aeropuerto de Schönfeld del Berlín Oriental a las 9.55 de la mañana y tenía la llegada a Estocolmo a las 12.55, para continuar después hacía Helsinki. Eran entonces las 13.06. Pero inmediatamente los nervios de Krantz se aplacaron, cuando le dijeron que los pasajeros procedentes de Berlín aún no habían terminado las formalidades de Aduanas.
En el exterior, cerca de las hileras de ventanas y la sala de espera real, Krantz se quitó el pasamontañas, dándose cuenta de lo absurdo que resultaba en aquel lugar, y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Se preguntó si el doctor Hans Eckart habría preguntado por él, antes de pasar a la Aduana. Si Krantz hubiese podido alquilar un chófer para aquella mañana, como había deseado, hubiera llegado puntualmente. Pero como conocía a su visitante, sabía que este lo hubiera desaprobado. Él y Eckart tenían que hablar de asuntos confidenciales y Eckart, que era un hombre extremadamente cauteloso, se hubiera sentido cohibido, con una tercera persona en el coche. Era una lástima, porque un chófer le hubiera arreglado el neumático deshinchado del «Mercedes» que Krantz había alquilado en Klarabergsgatan, con un alarde de ostentación, por la suma de veinte coronas por día (con un diez por ciento de descuento por ser la estación invernal), más veinticinco öre por cada kilómetro recorrido. Sin chófer, Krantz perdía un tiempo precioso buscando un garaje, y además de eso, probablemente había averiado la cubierta clavándola en la llanta, lo cual le costaría una cantidad extra bastante considerable. Sin embargo, estos gastos eran cuestión de poca monta, lo mismo que su irritación, al lado de la importancia que tenía su entrevista con Eckart.
Al pensar en su inminente encuentro, el decaído ánimo de Krantz se levantó. La misión que Eckart apenas se atrevió a sugerirle en el Berlín Oriental hacía más de un año, y que por entonces parecía algo completamente imposible, se había visto coronada por un pleno éxito. Krantz había realizado su tarea a la perfección y Eckart tenía que entregarle lo que le había prometido. En este sentido la llegada del físico alemán a Estocolmo no era algo de lo que tenía que felicitarse sino que constituía una garantía de pago. A pesar del frío riguroso, Krantz se estremecía bajo un agradable calorcillo al pensar en las guturales seguridades que recibiría y que no tardarían en conferirle el prestigio y la seguridad que se habían convertido en su constante obsesión, desde que perdió la cátedra de Física de la Universidad de Uppsala, suya por derecho propio y por antigüedad, pero que fue ignominiosamente concedida a otro.
Mientras esperaba en aquel aire glacial, Krantz se sentía como un niño en la víspera de Navidad. Pero en seguida comprendió que aquel símil no era exacto. El nunca había sido «como un niño» la víspera de Navidad. Le era imposible olvidarlo. El autor de sus días, hombre ceñudo y malhumorado, se iba siempre a pasar las vacaciones a Francfort, dejando a su madre inquieta y disgustada, con el resultado de que la fiesta nunca se celebraba. Le irritaba recordar su triste pasado en su edad madura, cuando tenía motivos más que sobrados para celebrar su fiesta particular.
Mientras se atusaba el bigote y la perilla con sus dedos enguantados, volvió a él su antiguo buen humor. Pero no había duda de que estaba nervioso. De una manera maquinal, se metió la mano en el bolsillo del sobretodo en busca del rompecabezas metálico. Lo sacó con dedos torpes, dándole vuelta entre sus manos con expresión ausente, cuando de pronto oyó pronunciar su nombre.
El doctor Hans Eckart, llevando únicamente un maletín en la mano, avanzaba hacia él haciendo el paso de la oca. Al menos, su preciso andar militar daba la impresión de una versión modificada del paso de la oca, y si bien obligaba a que muchos se volviesen para mirarlo, no causó ninguna sorpresa en Krantz quien estaba familiarizado con él desde la guerra.
Metiéndose el rompecabezas en el bolsillo y quitándose el guante de la mano derecha, Krantz corrió hacia Eckart, para darle la bienvenida con un cordial apretón de manos y apoderarse de su maletín.
Con tono exuberante, Krantz exclamó:
—Guten Tag, Hans! Wie geht es Ihnen?
—Es geht mir sher gut, danke… und Ihnen?[20] —Eckart dio un paso atrás para contemplar a Krantz—. No hace falta que me respondas. Ya veo que estás bien. No has envejecido nada desde la última vez que nos vimos.
—¿Cuánto tiempo hace de eso, Hans? ¿Un año…?
—Exactamente, un año y doce días —respondió Eckart con precisión—. Te agradezco mucho tu amabilidad al venir a esperarme con todo el trabajo que debes de tener durante la Semana Nobel.
—Venir a esperarte constituye para mí el trabajo más agradable de la Semana Nobel —respondió Krantz con sinceridad.
—Quita allá, hombre, quita allá —exclamó Eckart con humor wagneriano—. Estoy seguro de que aún hay otro a quien acogiste con más agrado.
Krantz comprendió la pulla, que no se proponía zaherirle sino expresar su mutua satisfacción, y sonrió.
—Sí, Hans, es verdad que también recibí con mucho agrado al otro… lástima de tiempo. Ven, tengo un «Mercedes» esperando ahí afuera.
—¿Un «Mercedes», eh? Veo que aún podemos considerarte ciudadano honorable.
Se dirigieron juntos y marcando el paso hacia la zona de aparcamiento. Krantz tenía que mover aceleradamente sus cortas piernas para igualar las zancadas que daba el piernilargo Eckart. Mirando de reojo a su liberador y superior, Krantz se sintió orgulloso de que le viesen con él, cosa que por otra parte siempre le sucedía. El doctor Hans Eckart era un caballero de porte muy airoso. Aunque frisaba en los sesenta años, se mantenía tieso y erguido como un joven oficial prusiano. Cuando Krantz conoció a Eckart después de la guerra, su porte altivo le pareció afectado. Eckart gastaba monóculo, con el cristal no convexo sino liso, lo cual hacía sospechar que no necesitaba en absoluto aquel adminículo. Junto a su mentón, semejante a una cinta honorífica, lucía una cicatriz en zigzag, que recordaba los caballerescos torneos estudiantiles de Heidelberg, Ludendorff y lo mejor de una Alemania pretérita, pero Krantz oyó decir a envidiosos detractores que Eckart se hizo aquella herida cayendo de bruces cuando patinaba sobre el hielo. Eckart no era un Junker[21] por su ascendencia, pero adoptó aquella tradición, adquirida de las figuras de museo que conoció en la juventud, de la Historia y de las películas de la UFA. Por último, la nueva generación llegó a creer que Eckart era realmente lo que aparentaba, y por eso lo respetó. Krantz también llegó a creerlo así, porque aquella misión particular le satisfacía plenamente.
Durante la guerra, Eckart, un físico de segunda fila que poseía grandes conocimientos sobre el agua pesada, fue aparatosamente detenido por la Gestapo, sufriendo una breve estancia en la prisión y siendo colocado finalmente por todo el tiempo que durase la guerra en la sección del Instituto del Kaiser Wilhelm donde permanecían bajo custodia protectora varios investigadores no arios, para que laborasen en aras de la grandeza de la Patria Alemana. Se anunció entonces que Eckart era cuarterón de judío. Pero en los años posteriores, varios sabios alemanes a quienes Krantz conoció en Berlín le insinuaron la verdad, después de hacerle un guiño. Eckart no tenía nada de judío; por sus venas no circulaba una cuarta parte de sangre semítica; ni una cuarta parte, ni una gota. Era tan puro, tan nórdico, como el propio Krantz. Todo fue una comedia, una farsa, tanto su detención como su custodia, que no tenía otro fin que infiltrar a alguien de confianza entre los sabios judíos, que no eran muy seguros y tenían que ser vigilados. Este rumor no descansaba en pruebas sólidas, pero a Krantz le gustaba creerlo y, por lo tanto, le daba pleno crédito. Y el rápido encumbramiento de Eckart después de la guerra parecía corroborar esta creencia de Krantz. Al principio Eckart, que prefirió quedarse en el Berlín Oriental, volvió a ocupar su antigua cátedra en la Universidad Friedrich Wilhelm, que a la sazón había cambiado de nombre y se llamaba Universidad Humboldt. Casi de la noche a la mañana, Eckart se convirtió en una figura preeminente. A su título de catedrático añadió el de decano de la Facultad de Física. Gracias a este cargo, de carácter más administrativo que docente, pasó a formar parte de la Junta Directiva de la Universidad. Pero sus atribuciones trascendían del decanato y la dirección de 9000 estudiantes. Se le vio participar en varias importantísimas misiones oficiales y se convirtió en el portavoz de la ciencia alemana oriental. Al hallarse respaldado por una de las dos grandes potencias de la Tierra —la más poderosa, en opinión de Krantz— su influencia política era inestimable.
Observando entonces cómo Eckart se limpiaba con un pañuelo el vaho que se había formado en su monóculo, Krantz tuvo la agradable sensación de hallarse bajo el amparo de un protector omnipotente.
—Ya estamos —dijo Krantz.
Se apresuró a abrir la portezuela delantera para que Eckart pudiera entrar en el automóvil, y cuando su visitante estuvo cómodamente arrellanado en el asiento, Krantz abrió el portaequipajes del «Mercedes», colocó en su interior la maleta, volvió a cerrarlo y luego se instaló en el volante.
Tuvieron que transcurrir dos o tres minutos, hasta que perdieron de vista el aeropuerto, para que el profesor Hans Eckart se decidiese a hablar.
No era un hombre que hablase a tontas y a locas, y entonces lo demostró.
—Me esperabas para que yo te felicitase, Carl, ¿no es eso?
—Verás… —respondió Krantz, no sabiendo si debía mostrarse perplejo o aparentar modestia.
—… y felicitarte a ti también, en el nombre propio y en el de mis colegas.
—Gracias, Hans —dijo Krantz.
—Para ser franco, todos esperábamos que este fuese el año de Max Stratman. Pero no podíamos arriesgarnos. Vosotros, los de la Comisión Nobel, os dejáis engañar con demasiada facilidad, o desviar de vuestros verdaderos objetivos. Si te llamamos a Berlín, Carl, fue precisamente porque no podíamos correr ningún riesgo.
A pesar de su deferencia, Krantz no podía pasar por alto semejante observación, ni dejarla pasar sin contestarla adecuadamente. Era necesario que sus servicios se viesen bajo su perspectiva correcta.
—Nosotros nunca hemos concedido el premio pensando en que iba a ser el año de una persona determinada —dijo con mansedumbre—. A decir verdad, antes de febrero de este año, incluso subsistían dudas acerca de quién sería elegido. La obra anterior de Stratman estaba ya muy anticuada y superada. Y en cuanto a su nuevo descubrimiento, la cuestión de la energía solar y de su aprovechamiento, estaba sujeto a una controversia, no sólo en la Real Academia Sueca, sino en las eminentes facultades de todo el mundo que pueden presentar candidato. Dominaba la sensación de que la teoría todavía no había sido comprobada, de que aún era prematuro reconocerla. Lo que reforzaba esta resistencia a admitirla era el manto de secreto con que los americanos cubrieron los trabajos de Stratman. Debido a falta de información, muchos miembros del jurado dijeron que tal vez se trataba de una exageración o incluso de un fraude.
—Puedo asegurarte que no es un fraude.
Krantz miró pensativo a su amigo alemán.
—¿Estás seguro?
—Estamos seguros —respondió Eckart.
—Esto es lo que pensé siempre, desde luego —asintió Krantz—. De todos modos, a primeros de año aún no había llegado la candidatura de Stratman y la posibilidad de que obtuviese el premio se hizo más dudosa. Esto significaba que si nadie presentaba su candidatura, yo tendría que hacerlo en el último momento. De haber ocurrido eso, me veo obligado a reconocer que sin duda su candidatura hubiera naufragado. Afortunadamente, a última hora llegaron tres sólidas candidaturas, de Norteamérica, Inglaterra y Francia, respectivamente…
—Es natural —dijo Eckart con una leve acritud en su tono—. Esos tres países comparten su descubrimiento. Los tres lo saben, porque se benefician de él.
—Y entonces, para reforzar estas candidaturas, les añadí la mía. Así, en total, fueron cuatro. Esto hacía de él un buen candidato, pero en modo alguno un favorito. Por lo menos tres de los otros candidatos tenían un buen agarradero y se hallaban muy bien respaldados. En mi vida me había enfrentado con una tarea más ardua.
El doctor Hans Eckart era un sabio doblado de diplomático y sabía perfectamente cuándo tenía que apretar y cuándo tenía que ceder. En aquel momento debía mostrarse benévolo y condescendiente.
—Te ruego que no interpretes mal mis palabras, Carl. Quería únicamente conocer tus sentimientos, saber cuál era tu posición cuando comenzó la lucha. En tus cartas te mostrabas muy reservado, pero comprendí el motivo. Estamos verdaderamente entusiasmados por tu increíble triunfo. Mi felicitación no ha sido un formulismo vacío de contenido. Se trata de una felicitación completamente sincera.
—Confiaba en que lo comprenderías todo perfectamente, Hans.
—Así es, en efecto. Todos apreciamos en lo que vale tu talento. Pero aún más apreciamos tu camaradería. ¿Crees que te habríamos confiado esta misión —que no podía fallar— si no creyésemos a ojos cerrados en tu capacidad?
—Te agradezco tu confianza, Hans.
—Ahora te ruego que perdones mi curiosidad —prosiguió Eckart, mirando por la ventanilla del automóvil la yerma campiña sueca, cubierta de escarcha. Luego se volvió hacia su acompañante—. Sé algo sobre vuestros preciosos premios, naturalmente, pero siento curiosidad por saber cómo conseguiste imponer la candidatura de Stratman. Dices que tropezaste con una gran resistencia desde el principio. ¿Cómo es posible que un solo hombre consiguiese vencerla? En una palabra, ¿cómo es posible que un solo hombre, contando únicamente con sus propias fuerzas, consiga el Premio Nobel para otro?
Krantz estaba muy satisfecho. Levantando una mano del volante, se tiró de la perilla. A la sazón lo comprendía todo. Desde el principio, Eckart puso cortapisas a la parte que él desempeñaba en la concesión del premio de Física, porque no deseaba que Krantz se desmandase o exigiese demasiado. Esta era la astuta técnica que ellos empleaban. Krantz los conocía muy bien, pues era uno de ellos. Pero dejando aparte eso, sabía que él, Carl Adolf Krantz, miembro con voz y voto de la Real Academia Sueca de Ciencias, era quien había obtenido verdaderamente el premio para Stratman, el hombre que ellos querían que fuese premiado aquel año. Y ahora ya estaba hecha la trampa, la labor de Krantz era reconocida y podía hablar con complacencia y sinceridad.
—No quiero alabarme más de lo que merezco —dijo a Eckart con un tono cautivador—. Por tres o cuatro veces, durante los años anteriores, un solo miembro, un solo jurado, ha podido empujar a un candidato minoritario, de una cualquiera de las distintas categorías, para convertirlo en el favorito. Hay que mover muy bien los hilos, puedes creerme. Por lo general, especialmente en Física, suele haber un candidato que goza de las preferencias del jurado, y este se lo lleva todo por delante y no hay modo de evitar su triunfo. Este fue el caso de Wilhelm Roentgen, que obtuvo el premio del primer año por su descubrimiento de los rayos X. Lo mismo ocurrió cuando Enrico Fermi fue premiado, y también cuando Ernest Lawrence fue galardonado por su descubrimiento del ciclotrón. Por otra parte, tenemos el caso de Albert Einstein, que resultó vulnerable. Diversas influencias exteriores nos impidieron que reconociésemos públicamente su teoría general de la relatividad. ¿Te acuerdas de Philipp Lenard, vuestro magnífico Premio Nobel? Se dijo que Lenard se convirtió en un antisemita cuando Alemania perdió la Gran Guerra. Tal vez porque Einstein era judío, se le opuso Lenard. Este realizó una gran campaña contra Einstein, diciendo a nuestros jurados que la teoría de la relatividad no era en realidad un descubrimiento, pues no había sido demostrada y no tenía valor alguno. Esto hizo que los jurados adoptasen una actitud precavida. Rechazaron a Einstein durante siete años, y cuando le dieron el premio de Física en 1921, lo hicieron por la ley del efecto fotoeléctrico, de importancia secundaria, y no por la relatividad. Te cuento esto únicamente para demostrarte que los jurados se pueden dejar influir en un sentido o en otro. No es que esto suceda corrientemente, pero ha sucedido algunas veces. Para que un solo hombre pueda influir al jurado a favor o en contra de un candidato, especialmente si este es de segunda fila, tiene que conocer los puntos flacos de los competidores y sentir un entusiasmo ilimitado por el candidato que defiende. Si me hubieseis indicado otro físico que no hubiese sido Stratman, no sé si hubiera podido reunir el entusiasmo necesario para apoyarlo. Pero ya hablamos de eso en la Universidad de Humboldt… Stratman es un candidato en el que he tenido fe desde el primer día. Estoy convencido de que el dominio de la energía solar que él nos ha facilitado cambiará la faz del mundo…
—Sí, estamos de acuerdo —le interrumpió Eckart.
—… y así, me ofrecisteis un nombre que me inspiraba plena devoción. Bien, esto es lo primero que me has preguntado. Cómo un solo hombre podía obtener el Premio Nobel para otro. Y yo te he respondido que tal cosa ocurrió ya varias veces. Te citaré una para tu satisfacción. Ocurrió en 1945, en la Academia Sueca, durante los preparativos para conceder el premio de Literatura de aquel año.
—¡Puah, literatura! —exclamó Eckart, quitándose el monóculo—. Bazofia.
—Díselo a Alfredo Nobel —repuso Krantz con desparpajo. Después lamentó su impertinencia e hizo marcha atrás—. Desde luego, en esto también estamos de acuerdo. Pero hay ese premio, y dieciocho jurados que lo conceden y, en este caso, el problema era imponer a un candidato de la minoría. Volviendo a 1945… Los candidatos favoritos, en aquel año eran varios que más tarde obtuvieron también el premio: André Gide, William Faulkner, Hermann Hesse, y otros como Jules Romains, Carl Sandburg, Benedetto Croce. Incluso se hablaba de dar a Thomas Mann un premio de consolación. Durante todos estos debates y cabildeos, uno de los jueces de la Academia, Hjalmar Gullberg, un poeta, se enamoró de los versos de una oscura maestra de Chile llamada Gabriela Mistral. ¿Has oído hablar de ella?
—No.
—¿Y de los demás?
—Naturalmente, Carl. ¿Por quién me tomas?
Krantz se apresuró a continuar su relato.
—Gabriela Mistral había publicado algunas obras en México e Hispanoamérica, y casi en ningún otro sitio. En cuanto a Suecia, era completamente desconocida. Las posibilidades de que obtuviese el Premio Nobel eran incluso menores que las que tenía Max Stratman. Gullberg trató de convencer a sus colegas de la valía de Gabriela Mistral, pero estos lo mandaron a paseo. Tozudo, Gullberg se propuso conseguir el premio para su candidata por su propio esfuerzo. Una empresa en verdad ambiciosa, puedo asegurártelo.
—No hace falta que lo afirmes.
—Gullberg puso inmediatamente manos a la obra, traduciendo al sueco los mejores poemas de Gabriela Mistral, tarea en verdad ímproba, y luego publicó sus traducciones. Inició entonces una campaña de propaganda, enviando ejemplares a todos los miembros de la Academia Sueca. Sus traducciones eran magníficas y esto, junto con otras labores de zapa, según me imagino, consiguió cambiar los vientos. Gabriela Mistral, una perfecta desconocida, una poetisa chilena de segunda fila, que jamás hubiera podido imaginar obtener el Premio Nobel, lo obtuvo, Hans, obtuvo el Premio Nobel de Literatura de 1945. ¿Te das cuenta de cómo puede conseguirse esto que parece imposible?
Eckart permaneció silencioso un momento y luego preguntó:
—Y tú, ¿cómo lo conseguiste, Carl?
—¿Con Stratman?
—Sí, con Stratman.
—Debemos remontarnos a nuestro encuentro en Berlín —dijo Krantz—. Recuerda que tú me llamaste para preguntarme si yo querría aceptar la cátedra de Física en la Universidad de Humboldt, y yo te dije que eso era el sueño de toda mi vida. Tú contestaste que se presentaría mi solicitud y que pronto sabría algo, pero que de momento no querías que dimitiese del puesto que ocupaba en el Comité Nobel de Física, perteneciente a la Academia de Ciencias. Añadiste que tanto tú como la Universidad y el Gobierno de la Alemania Oriental considerabais muy importante que Max Stratman obtuviese el premio de Física y viniese a recogerlo a Estocolmo. Y como sabíais el respeto que me inspiraba la persona y la obra de Stratman, preferisteis que continuase en Estocolmo, desempeñando mi labor, hasta que Stratman obtuviese el premio. Quedó entendido que… cuando yo hubiese entregado a Stratman, mi solicitud recibiría una respuesta favorable.
Eckart dio un ligero respingo.
—No creo que lo dijésemos tan lisa y llanamente, Carl.
Krantz no quería dar su brazo a torcer en una cuestión de importancia tan vital para él.
—Esto fue lo que tú diste a entender, Hans.
—Desde luego, lo di a entender, sí. De eso no hay duda. Nosotros respetamos y recompensamos a nuestros amigos.
—Yo no te pregunté por qué queríais que Stratman viniese a Estocolmo. Me pareció que esto no formaba parte de…, lo que estaba sobreentendido en nuestro acuerdo implícito.
—Creo que ya te lo dije… Lo queríamos aquí, cerca de nosotros, en un clima libre y neutral, lejos de sus protectores y custodios, para poder hablar con él… Yo deseo verlo en calidad de viejo amigo suyo, y nada más.
—Lo que yo quiero decir es que no te molesté con mis ambiciones —dijo Krantz—. Tú me hablaste de una situación que constituye la aspiración de toda mi vida. De manera harto razonable, empezaste por preguntarme si yo podía continuar donde estaba, para utilizar mi influencia en mi calidad de jurado con voz y voto para imponer a un candidato que vosotros deseabais ver elegido. Ya sabes que tus menores deseos son órdenes para mí. Te lo digo con toda sinceridad, Hans.
—Nos sentimos orgullosos de contar con tu amistad, Carl.
Krantz hizo un ademán de asentimiento.
—Y a te prometí que haría cuanto pudiera, pero aún así entonces yo no podía prever todas las dificultades. La candidatura de Stratman fue presentada debidamente, como ya te he dicho, pero esto no fue más que el comienzo. Durante toda la primavera y el verano me procuré los informes y artículos que ha publicado Stratman e, imitando a Gullberg, los traduje amorosamente, enviándolos a mis colegas junto con notas personales. Por medio de amigos que tengo en varias facultades extranjeras, traté de procurarme el mayor número posible de detalles sobre el descubrimiento de Stratman, la conversión de la energía solar y su sistema para almacenarla, pero tropecé con un muro impenetrable. La censura militar norteamericana me impidió obtener detalles preciosos. Pero conseguí cálidos elogios del descubrimiento, procedentes de varios sabios que observaron sus resultados y aplicaciones. Traduje toda esta correspondencia y la distribuí entre los restantes jurados. Durante el verano, hice las gestiones oportunas para hacer venir a dos físicos, uno inglés y el otro ruso…
—Sí, precisamente nosotros facilitamos los trámites para que viniese el ruso.
—¿Ah, sí? Desde luego, me pareció que resultaba demasiado fácil. Tuviste una buena idea, Hans. Pues bien, vinieron el ruso y el inglés, ambos especialistas en energía solar, y pronunciaron interesantísimas conferencias —a las que tuve buen cuidado de hacer asistir a mis colegas—, sin olvidar que los oradores elogiasen a Stratman, aunque en ninguno de los dos casos fuese necesario pedírselo encarecidamente, pues ambos se hallaban muy dispuestos a elogiarlo. Para entonces, creo que mis colegas ya estaban bastante bien orientados y valoraban a Stratman debidamente y, por primera vez, se consideró seriamente su candidatura.
—Eres una maravilla, Carl.
—Pues esto es sólo la mitad, Hans. La otra mitad, la más decisiva, corresponde a lo que se desarrolló en octubre. Mi obra original había sido constructiva. Tenía por objeto reforzar el prestigio de Stratman. Entonces cambié de táctica. En la segunda parte de mi acción tenía que realizar obra destructiva, para aniquilar la competencia. Puedes creerme, la competencia era muy importante aquel año. Estamos en la época de la Física y existen candidatos elegibles en cantidades aterradoras. Después de reunirme varias veces a almorzar con mis colegas del jurado, conseguí saber los nombres de los tres favoritos que podían hacer sombra a Stratman. No quiero aburrirte dándote sus biografías íntimas. Bastará decirte que uno de ellos era aquel condenado noruego que ha realizado últimamente unos descubrimientos sobre el campo gravitatorio bajo. Otro era un meteorólogo español, que presenta una nueva cámara de nubes y pretende haber conseguido los primeros resultados en la regulación del clima. El tercero era doble: una pareja de australianos que habían conseguido progresos notables en el transporte por alta frecuencia —un tema, debo confesarlo, fascinador— presentándolos con todo detalle y algunas pruebas. Su método consiste en construir un sistema de cables subterráneos bajo las carreteras y las vías férreas para impulsar a los vehículos mediante la electricidad. Como puedes ver, los competidores eran importantes, mientras que los descubrimientos de Stratman, aunque sin duda eran mucho más trascendentales, no podían brillar como merecían por el aborrecible secreto militar.
—¿Y qué hiciste luego, Carl? ¿Cómo torpedeaste la competencia?
Krantz se sentía incómodo. Pretendió consagrarse a su tarea de conducir un automóvil, fijando la vista en la estrella de tres puntas colocada sobre el radiador.
—No creo que valga la pena referir los detalles exactos.
—Para mí, sí que vale la pena —respondió Eckart—. Conocemos tu habilidad en teoría. Ahora queremos verla comprobada en la práctica.
El noruego me resultó fácil de vigilar. Escribió una docta comunicación —ya te la enseñaré— demostrando que si la antigravedad estuviese en manos de Noruega, las consecuencias podrían ser perjudiciales para Suecia, pues nuestro vecino alcanzaría una terrible preponderancia en la propulsión de cohetes y en otras cosas. Yo sabía que esto no dejaría de afectar al orgullo nacionalista del jurado. Además, para darles una elegante escapatoria, indiqué que muchos de los experimentos del noruego se referían al valor que tienen los campos antigravitatorios no sólo en Física, sino también en Medicina —para aliviar a los pacientes que sufren dolencias cardíacas e indiqué que su candidatura debía tenerse en consideración el año próximo para el premio Nobel de Medicina. Distribuí mi comunicación entre ellos y me satisface decir que el noruego sólo obtuvo dos votos. En cuanto al meteorólogo español que se proponía regular el clima, me enteré de que era falangista y entonces me puse en contacto con varios sabios españoles exiliados, de intachable reputación, y les rogué que se convirtiesen en mis abogados del diablo. Así, escribieron «voluntariamente» varias cartas a los miembros de nuestro comité. El golpe que asestaron estos sabios al descubrimiento del falangista fue eficacísimo, desde luego. Los australianos ya eran otro cantar. Su invento gozaba del aprecio general. Además, se trataba de un premio cómodo, no sujeto a controversias. Yo no podía atacarlos a través de su obra.
—¿Qué podías hacer, pues?
—Podía atacarlos personalmente —dijo Krantz con placidez—. En Estocolmo conozco a un individuo, un refugiado que está aquí desde hace mucho tiempo…, que resulta útil para estas cosas. Es un húngaro que había estado al servicio de una de las potencias del Eje durante la guerra, como espía de poca monta. Le gusta considerarse aún como un espía independiente, pero en realidad no es más que un patético bufón. Sin embargo, en varias ocasiones lo he utilizado para averiguar cosas que me interesaban y me ha dado buenos resultados. Es muy leído y anda siempre entre libros. Además, está muy relacionado con la prensa internacional, pues a veces consigue algunas adehalas a cambio de informaciones confidenciales. Se considera como otro Wilhelm Stieber o Fräulein Doktor Schragmüller, pero en realidad no pasa de ser una rata de biblioteca y un hombre de archivo. Yo solicité sus servicios para que obtuviera informes confidenciales sobre los dos australianos.
—¿Cómo pudiste correr semejante riesgo con un bufón húngaro irresponsable? —le preguntó Eckart vivamente.
—Porque depende totalmente de mí, Hans —respondió Krantz—. Este hombre es un apátrida y otras personas y yo hemos intervenido a su favor junto a funcionarios menores del gobierno, para que pueda seguir aquí. Además, necesita mucho las pocas coronas que de vez en cuando le damos, más como una limosna que como otra cosa. Fue él quien averiguó que el candidato español era falangista. Cuando tuve que ocuparme de los australianos, utilicé de nuevo sus servicios.
Krantz plegó los labios en una sonrisa de satisfacción al tomar una curva con el «Mercedes». Cuando el automóvil embocó nuevamente la recta, continuó hablando:
—Resultó que los dos australianos eran homosexuales. Obtuvimos pruebas de ello y cuando el mes pasado se celebró la votación final, yo cedí la palabra a uno de mis colegas más conservadores, al que ya había dado a conocer los hechos, diciéndole que tal vez le interesarían, aunque yo no creí que pudiesen cambiar las cosas a aquellas alturas, y, en el momento crítico, él los expuso a su vez al jurado. A los cuarenta y cinco minutos, el profesor Max Stratman salía elegido Premio Nobel de Física del año en curso.
Eckart movió la cabeza.
—Carl, Carl, ¿qué puedo decir? Eres un maestro. Por nada del mundo querría presentarme candidato, sin contar con tu apoyo.
—No habría problema, Hans. Yo te apoyaría.
—¿De modo que así es como se hizo? —musitó Eckart.
—En este caso, sí. No te garantizo que pudiese hacerlo de nuevo. Las circunstancias eran excepcionales. De todos modos, habrás podido ver el trabajo que costó.
—Serás una rutilante figura entre los demás catedráticos de la Universidad de Humboldt, Carl.
Krantz apartó los ojos de la carretera para mirar a su amigo.
—¿Cuándo será eso?
—Pronto, muy pronto. No lo dudes. Cuando haya visto a Stratman, tú hayas terminado con la función del circo Nobel y yo haya regresado al Berlín Oriental, para consultar el asunto con el rector de la Universidad, tu nombramiento no se hará esperar.
—¿Tanto tendré que esperar?
—¿Cómo tanto? Sólo dos o tres semanas. Tan pronto como terminen las formalidades. Te pondré una conferencia telefónica y vendrás inmediatamente. A propósito, ¿has visto a Stratman?
—Desde luego. Formo parte del comité oficial de recepción. Fui a recibirlo a la estación. Asistí a su conferencia de prensa. Estuve mucho rato con él durante el banquete real.
—¿Cómo está?
—¿Qué quieres decir? ¿Cuándo le viste por última vez?
—La semana en que murió nuestro Führer.
—Ya no es joven…, como tú sabes muy bien, Hans. A veces está muy animoso y otras decaído.
Eckart se ajustó el monóculo.
—¿Ha hablado del pasado… de Alemania?
Krantz se agitó en su lugar frente al volante.
—Varias veces. Los americanos le han hecho un lavado de cerebro con su propaganda y su dinero.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo fue eso?
—Durante la conferencia de prensa, manifestó que el secreto impuesto sobre su descubrimiento era absolutamente necesario. Dijo que se vio obligado a trabajar en el Kaiser Wilhelm para salvar la vida de sus familiares. Negó que los americanos lo hubiesen secuestrado. Afirmó que había salido de Alemania voluntariamente, porque había trabajado para un estado totalitario y no quería quedarse para continuar al servicio de otro.
—¿Eso dijo?
—Al día siguiente lo publicaron casi todos los periódicos.
—¿Y en las conversaciones que sostuvo contigo, no dijo nada más?
—Poco antes de sentarnos a la mesa, durante el banquete real, hubo una pequeña discusión. Se hablaba de dinero…, del destino que había que dar al importe del Premio Nobel…, y Stratman declaró lisa y llanamente que él se lo metería en el bolsillo para subvenir a sus propios gastos.
—¿Porque necesita dinero?
—Eso supongo. Más tarde, yo discutía con el conde Jacobsson, al que ya conoces…
—Sí.
—No es más que un asno oficioso —comentó Krantz—. Hablábamos de la neutralidad de Suecia. Jacobsson, como de costumbre, dijo que nosotros somos aliadófilos, y no pude tragarme tamaño embuste y dije la verdad acerca de nuestros sentimientos como nación.
—¿Y cuál fue la reacción de Stratman?
—No hizo ningún comentario, pero cuando yo alabé el genio alemán, él se mostró en desacuerdo. Luego, poco después, los dos médicos premiados hablaron de su actuación durante la guerra y uno de ellos preguntó a Stratman qué había hecho. Stratman respondió que lo retuvieron como rehén…, esa fue su expresión exacta, rehén. Después se produjo un incidente, cuando Stratman dijo que él era un rehén, con su hermano…
—Sí, Walther Stratman.
—… para evitar que matasen a la mujer y a la hija de su hermano, que estaban en un campo de concentración. Entonces, la hija de su hermano, o sea la sobrina de Stratman, que estaba allí con nosotros, se descompuso y echó a correr cuando uno de los presentes le preguntó qué había sido de su madre. Fue una acción innecesaria y violenta. Stratman, eso sí, se quedó impertérrito.
Eckart cruzó las manos sobre las rodillas y miró a través del parabrisas.
—Estocolmo —dijo.
—Llegaremos a la ciudad dentro de unos minutos.
Eckart permaneció silencioso un momento.
—Entonces, ¿Stratman ha venido con su sobrina?
—Están siempre juntos.
—¿Cómo es ella?
—Fría como el hielo. Aunque nunca se sabe. Si yo tuviese veinte años menos, me dejaría caer en la tentación, aunque ella sea judía.
Eckart sonrió. La idea de aquel adefesio, de aquel enano deforme sintiendo las tentaciones de la carne, era algo verdaderamente grotesco.
—Más vale que pienses en tu obra, Carl.
—Mi obra ya está terminada —repuso Krantz.
—Eso nunca se sabe. Quiero que sigamos en estrecho contacto.
—Así lo espero, Hans. Antes de que se me olvide: te he reservado habitaciones en el Grand Hotel sólo para dos días. No me resultó fácil. Hay mucha gente en la ciudad. ¿Piensas permanecer más tiempo?
—No sabría decírtelo, Carl. Tal vez me quede hasta el día 10.
—Bien, dímelo en cuanto lo sepas. Si piensas quedarte, tendré que hablar de nuevo con el gerente del hotel. Oh, no habrá dificultades para ampliar el plazo de tu estancia allí, pero tengo que saberlo con suficiente antelación.
—Mañana mismo te lo diré, Carl.
—¿Cuándo piensas ver a Stratman?
—Antes de una hora. Tan pronto como haya dejado mi equipaje en la habitación, llamaré a la suya. Le previne de mi llegada por medio de un cablegrama y él ya me espera.
—¿Y sabes si querrá recibirte?
Eckart se frotó la cicatriz con aire meditabundo.
—¿Por qué no ha de querer recibirme, Carl? Olvidas que Max Stratman, su hermano y yo colaboramos estrechamente en el Kaiser Wilhelm durante la guerra. Somos amigos, viejos amigos. Hoy almorzaremos juntos. Hablaremos de muchas cosas. La nota dominante de nuestra conversación será la Gemütlichkeit[22]. Resérvanos una mesa en cuanto llegue al hotel. En el Riche, por ejemplo. Creo que es el mejor restaurante, ¿no?… Sí, Carl, no temas. Max Stratman ya sabe que nos veremos.
Andrew Craig y Leah Decker ocupaban la codiciada suite 225 del Grand Hotel, situada en un ángulo del edificio. Exactamente sobre ella, con las mismas dimensiones e idéntico mobiliario, se hallaba la suite 325 que, por la duración de la Semana Nobel estaría ocupada por el profesor Max Stratman y su sobrina Emily.
A la 1.20 de la tarde, Craig llegó frente a la suite 325 y llamó a la puerta con los nudillos.
A los pocos momentos la puerta se abrió y, aunque Emily no estaba a la vista, oyó su voz.
—Puede dejarlo en el living… —Entonces apareció su cabeza por la puerta y vio a Craig—. Ah, es usted…, perdóneme…, había pedido que subiesen el almuerzo a la habitación y…, pero entre, por favor.
Ella siguió hasta el saloncito. Fijó la mirada en su cabello cortado muy corto, y cuando ella se volvió para tomar su gabán, él contempló de nuevo, arrobado, los negros rizos que cubrían a medias sus mejillas, enmarcando su cara de una manera picaresca y adorable. Llevaba un holgado jersey verde que pendía verticalmente desde su pecho opulento, y unos apretados pantalones verdes de punto, lisos y elegantes, que se adherían perfectamente a sus caderas y muslos. Nunca la había visto vestida de una manera tan negligente y mostraba un descuido que le gustó.
—¿Tiene apetito? —le preguntó ella.
—Hambre.
—Aún puedo pedir que suban otro cubierto. ¿Quiere acompañarme?
—¿Por qué piensa que he venido?
Emily tomó el blanco teléfono interior e inmediatamente obtuvo comunicación.
—Soy miss Stratman, del 325. Hagan el favor de subir otro cubierto además del mío. —Escuchó un momento y dijo—. Un minuto, por favor —tapó el micrófono con la mano y dijo a Craig—: Lo he conseguido por los pelos. Pondrán mi cubierto a calentar mientras preparan el suyo. ¿Qué quiere tomar?
—Lo mismo que usted.
—Esto es la ruleta sueca —observó Emily—. No sé en qué consiste mi cubierto. Me trajeron la carta de middagen —así decía— y yo señalé Kalvschnitzel med spaghetti.
—Esto fue lo que hundió al Titanic. Me parece bien. Y que suban, además, cerveza danesa…, de la marca que quieran.
Ella pidió el cubierto para Craig y se sentó en el sofá, a cierta distancia de él.
—Quiero darle otra vez las gracias por la deliciosa velada de anoche, Andrew.
—Para mí también fue deliciosa.
—Una buena velada no se olvida fácilmente. Me acosté temprano, para revivirla y no pensar en nada más y, antes de que pudiese darme cuenta, me quedé dormida. Y usted ¿qué hizo, después?
¿Cómo podía decirle él que había tenido unas intenciones similares, que pronto terminaron en desastre? ¿Cómo podía decirle que encontró a Leah desnuda en su cama —¡qué fantástico resultaba ahora, a la luz del día!— y hablarle de la pelea que luego tuvieron? Incluso la menor insinuación de lo sucedido asustaría a Emily.
—Leí una Biblia de Gedeón —dijo.
—¿De veras?
—Quise ver lo que tenía que decir a esos chicos. Necesita una corrección de estilo. La idea es buena, pero los personajes son inverosímiles y lo sexual es demasiado explícito. Habría que podar un poco el libro. Y pulirlo bastante.
—¡Qué tontería!
—Yo también dormí muy bien, Emily, hasta que la tuna universitaria de Uppsala me despertó a una hora impía.
—¿Le dieron una serenata? Ya oí decir que solían hacerlo.
—Advierta a su tío y dígale que se ponga tapones en los oídos todas las noches. No, estoy bromeando. Fue muy agradable. Luego resultó que esta mañana yo tenía que darles una conferencia sobre Hemingway y las sagas islandesas.
—¿Y lo hizo?
—Desde luego. Acabo de volver de allí. Buena saga islandesa les he dado… Miller’s Dam, Wisconsin, una mañana de invierno. A veces la nieve alcanza dos metros de espesor.
—¿Habló de Literatura?
—Yo dije que los escritores auténticos quieren escribir y tienen que escribir, y los demás no quieren escribir…, sólo quieren ser escritores. Dije que esa era la diferencia esencial, la que distingue a los hombres de los muchachos. Creo que me comprendieron. Casi todos ellos terminarán siendo fabricantes de cerillas, pero en conjunto eran muy simpáticos. Tengo que repetir la conferencia para un grupo de chicos de otras dos universidades a las tres y media. —Hizo una pausa—. ¿Qué ha hecho usted esta mañana?
—Tío Max quiso descansar. Llega un viejo amigo suyo de Berlín y almorzarán juntos. Precisamente ahora se está vistiendo. Hemos estado aquí, sin hacer nada en concreto. Afuera hace demasiado frío. Yo me he dedicado a estudiar…
Tomó un libro, que había comprado la víspera en la librería de Fritze, que entonces estaba sobre la mesita del café.
—Sueco-Inglés, Inglés-Sueco. Estoy decidida.
—¿Hay algo que yo deba aprender?
—Hay varias cosas indispensables —repuso Emily, abriendo el libro de conversación y hojeándolo—. Primero viene la frase en sueco y luego en inglés. Por ejemplo: «¿Quién me empujará para atravesar el lago?». Comprenda que es imposible vivir sin conocer esa frase. Aquí tiene otra: «Deme un cuchillo limpio, por favor». Esta me obsesiona, como el final de El misterio de Edwin Drood, de Dickens. Y luego tenemos esta: «El vino está demasiado caliente, traiga un poco de hielo». Y luego vienen las frases pesimistas. He aquí una pequeña conversación en sueco que debemos aprender: Pregunta: «Hur gar affärerna? ¿Cómo van los negocios?». Respuesta: «Stilla. Encalmados». Pregunta: «Hur mar Eder man? ¿Cómo está su esposo?». Respuesta: «Han är mycket sjuk. Está muy enfermo». Qué alegre, ¿verdad?
Craig se echó a reír y se apoderó del libro.
—¿Y a ha conseguido aprender algo?
—Algunas palabras.
—Vamos a ver. —Leyó en voz alta—: Spottning förbjuden.
—Que Dios me asista. ¿Qué significa esto?
—Prohibido escupir…, una cosa que todas las señoritas deberían saber… Glögg. ¿Qué es glögg?
—¡Esto sí lo sé! Coñac…, coñac quemado.
—Muy bien, miss Emily. —Craig consultó de nuevo el libro—: Helgeflundra.
—Halibut —respondió Emily con presteza.
—Sí, señor, tiene usted razón. ¿Y mässling?
—Mässling… mässling…, me suena como a algo que se mastica o una especie de lucha oriental.
—Suspendida. Significa sarampión. Ahí va una absolutamente imprescindible… ormskinn.
—Me rindo.
—Piel de serpiente. ¿Tiene bastante?
—Vamos a ver, otra más.
—Muy bien —dijo Craig—. ¿Qué le parece que es renstek? ¿Qué efecto le produce?
—Me produce una indigestión.
—En efecto, porque es bistec de reno. Oh, espere, sólo otro. ¿Qué pasaría si un desconocido le dijese… avkläda?
—Pues creo que me daría la bienvenida.
—No, señor; le diría: desnúdese.
—¡Míster Craig!
Pero sonrió al protestar y Craig comprendió que no se había tomado a malla broma.
Tiró el libro a un lado.
—Si quiere seguir mi consejo, señorita, no salga nunca con un sueco.
—Si lo hago, no me sacará de «Deme un cuchillo limpio, por favor».
—Y a veo que no me necesita.
—Claro que le necesito.
Llamaron con los nudillos en la puerta del vestíbulo y Emily dijo:
—¡Adelante! Está abierta.
El camarero, de chaqueta blanca y con la servilleta al brazo, entró empujando una mesita portátil llena de platos tapados, una cafetera y una botella de cerveza.
Cuando el camarero entraba en el salón, el profesor Max Stratman, con sombrero y gabán corto, salió de su dormitorio.
No mostró sorpresa al ver a Craig.
—Buenas tardes, míster Craig. ¿Hará compañía a Emily?
—Sí, hasta las tres.
—Muy bien. —Stratman depositó un ósculo en la mejilla de Emily.
—No permitas que haga más gasto a cuenta nuestra. Que gaste su premio como le parezca, que nosotros gastaremos el nuestro.
—Ya le vigilaré, tío Max. Y tú, ¿dónde estarás? ¿En la planta baja?
—No. Vamos a comer a un restaurante elegante que hay a la vuelta de la esquina. Al menos, eso es lo que me dijo Eckart. Siempre le han gustado los sitios de postín. Durante la guerra ya era así. Era el único de nosotros que conseguía meterse en el restaurante Horcher. —Volviéndose a Craig dijo—: Era donde comía Goering, de modo que figúrese usted. Cuide de mi niña, ¿eh?
Y salió despacio y pensativo por la puerta.
El camarero casi había terminado de disponer los cubiertos, cuando Emily se levantó de pronto.
—Discúlpeme un momento.
Entró corriendo en la habitación de su tío.
El camarero se fue después de que Craig hubo firmado la nota. Emily volvió leyendo un telegrama con expresión turbada.
—¿Qué pasa, Emily?
Ella le dirigió una mirada abstraída.
—¿Cómo? Oh, yo siempre voy a ver su habitación cuando se va. ¡Es tan distraído…! A veces se deja la pipa encendida sobre la mesa, y la ceniza cae sobre la alfombra. El año pasado esta costumbre suya produjo dos pequeños incendios. —Se sentó junto a Craig—. Esta vez la pipa estaba bien…, pero encontré este telegrama.
—¿Contiene malas noticias?
—No exactamente, pero… —Dobló el telegrama—. Procede de este amigo con quien trabajaba en Berlín…, el que hoy le ha invitado a almorzar. Se llama Hans Eckart y en el telegrama dice que se enteró de que mi tío se halla en Estocolmo para recibir el Premio Nobel, y lo felicita. Añade que irá a verle a Estocolmo y que le gustaría almorzar hoy con él, y que para ello le telefoneará. Por último, dice que tienen mucho que hablar y que le trae noticias de Walther.
—¿Walther?
—Es mi padre. Qué extraño, después de tantos años…
—No tan extraño —observó Craig—. Este amigo de su tío se quedó en Berlín y allí pudo haberse enterado de lo que fue de su padre. Es natural que desee comunicarlo a su viejo amigo.
—Sí, desde luego —repuso Emily, lentamente.
Craig escrutó su rostro.
—Aún no está convencida. Dígame, ¿qué le preocupa?
—El punto de origen del telegrama —repuso ella—. Lo enviaron ayer desde el Berlín Oriental. Y yo me digo… ¿Es que puede venir algo bueno de allí?
El restaurante «Riche», situado en Birger Jarlsgatan 4, a varias manzanas de la fachada posterior del Grand Hotel, era uno de los restaurantes más caros y lujosos de Estocolmo. Todas las capitales cosmopolitas poseen su punto de reunión elegante donde la élite —los ricos, los aristócratas, los grandes negociantes y los artistas famosos— suelen darse cita y, en su calidad de niños mimados de la fama y de la fortuna, ocupan los mejores sitios y se mantienen a distancia de los clientes vulgares. «Riche» era uno de estos restaurantes del gran mundo.
La galería encristalada que miraba a la calle —donde la música era suave, se hablaba en susurros y se podían contemplar a placer los altos y bien vestidos suecos de ambos sexos que circulaban por la elegante avenida— era el mejor sitio para cenar. Y allí, gracias a la intervención de Krantz, el doctor Hans Eckart, del Berlín Oriental, y el profesor Max Stratman, de la norteamericana Atlanta, estaban sentados desde hacía media hora en la mesa que les había hecho reservar su común amigo.
En aquellos momentos, Eckart guardaba silencio. Miraba cómo el camarero se llevaba los platos vacíos del consomé y les servía exquisitos bistecs de buey de un cochecito, mientras otro camarero les llenaba los vasos de cerveza.
Con los ojos entornados y los brazos cruzados, Stratman fingía observar el perfecto servicio, pero en realidad se dedicaba a estudiar al hombre que tenía sentado enfrente. Su encuentro en el vestíbulo, su paseo juntos hasta el restaurante, el comienzo del almuerzo una vez estuvieron sentados a la mesa, todo se desarrolló con facilidad y sin el menor incidente. A los ojos de Stratman, Eckart no había cambiado desde los años de la guerra, si se exceptuaba que tenía el cabello algo ceniciento y ralo, algunas arrugas y un aire aún más autoritario. Continuaba llevando monóculo, que reflejaba la luz cada vez que movía la cabeza. La cicatriz era tan lívida y dramática como antes. La severa rigidez prusiana de sus facciones era tan inhumana como siempre. Lo único que había cambiado de verdad, decidió Stratman, fue que Eckart, hombre más bien parco y lacónico, estuvo bastante parlanchín durante la última media hora y, lo que es más, hablando de temas triviales. Stratman llegó a la conclusión de que Eckart estaba nervioso. Como él no lo estaba, se sentía muy tranquilo y seguro de sí mismo.
Durante aquella media hora, después de felicitar efusivamente a Stratman por la concesión del Premio Nobel, Eckart se dedicó a evocar los aspectos más ligeros de los días que habían pasado juntos. Recordó anécdotas de su larga estancia en el Instituto Kaiser Wilhelm, se refirió en términos jocosos a algunos de sus colegas y le dio noticias de los que habían sobrevivido, diciéndole qué fue de ellos. De manera muy hábil, Eckart se las ingenió para presentar aquel terrible período de confinamiento forzoso, de trabajo para el diablo, como una época agradable y divertida, como si todos ellos hubiesen sido miembros de un alegre club masculino y como si aquellos fuesen los mejores recuerdos que ambos guardasen del pasado.
Mientras los camareros se esfumaban discretamente, Stratman se dijo que no le gustaba aquella charla híbrida, que su compañero de mesa nunca fue de verdad su amigo (sino solamente uno que había entrado y salido del laboratorio durante dos años), y que él ya era demasiado viejo para perder lastimosamente el tiempo con aquella cháchara vacía.
Eckart levantó su vaso de cerveza:
—Bite…, a tu salud, Max.
—A la tuya —dijo Stratman. Después de beber, dejó su grueso vaso sobre la mesa con ademán resuelto—. Pareces estar tremendamente encariñado con el pasado, Hans. Yo no lo estoy tanto. Lo único que recuerdo con afecto del tiempo que estuvimos juntos, es la imagen de mi hermano Walther. Me hablabas de él en tu telegrama. No puedo suponer la razón. Quizás ahora podrías explicármela.
Eckart, que ya no estaba acostumbrado a la brusquedad, frunció el ceño, pero se esforzó por convertir su disgusto en un dolor nostálgico. Él había querido llevar la conversación por aquellos derroteros, siendo su único piloto, pero entonces se acordó de que Max Stratman tenía fama de hombre terco e impaciente. Por lo tanto, fingió responder de forma considerada, midiendo sus palabras mientras cortaba con destreza su rosbif.
—¿Qué sabes sobre la muerte de Walther? —preguntó Eckart.
—¿Qué sé? Sé que cuando yo estaba en Inglaterra, antes de emigrar a América, los ingleses me comunicaron que había sido detenido por la GPU inmediatamente después de mi huida, por su participación en ella, y deportado a un campo de trabajos en Siberia, donde falleció o lo mataron —no lo sé con certeza— un mes o dos después, cuando yo aún estaba bajo la custodia de los norteamericanos en Alemania. Esto es todo cuanto sé.
—Te han informado mal —observó Eckart.
—¿Ah, sí?
—Por completo, mi viejo amigo. Caíste en la trampa de la propaganda inglesa. Los británicos querían contar con tu alianza gracias al odio que despertarían en ti. ¿Siberia? ¿Un campo de trabajo? ¡Qué tontería! No, amigo, créeme, yo conozco la verdad. Walther no fue enviado a Siberia, sino a un laboratorio nuclear situado a algo más de cien kilómetros de Moscú. Cuando lo depuraron se descubrió, gracias a un informe que había publicado, que era un experto en la peste bubónica. Inmediatamente le ofrecieron un puesto más importante. Le pidieron que se uniese a un equipo de investigadores dirigidos por el renombrado doctor Viktor Glinko, que se dedicaba a realizar experimentos relacionados con la guerra biológica —bombas de bacterias—, un magnífico intento por simular, con fines pacíficos, la epidemia de peste bubónica que mató a cinco millones de personas en Francia e Inglaterra en 1348. Durante los experimentos iniciales se produjo un accidente, en el que perecieron muchos. Walther se encontraba entre los que se dieron por desaparecidos, posiblemente muertos. Te doy mi palabra, Max, y creo que saberlo te consolará. Walther nunca fue detenido ni obligado a trabajar como un esclavo. Este nuevo campo de experimentación ejercía un gran atractivo sobre él. Se ofreció voluntariamente para colaborar con Glinko, y siguió un curso acelerado que lo convirtió de físico en bacteriólogo. Recibió toda clase de atenciones y hasta el fin vivió cómodamente y sin faltarle nada. ¿Qué tiene ello de extraño? Tú ya sabes que los soviets respetan a los hombres de ciencia.
—¿Así, dices que se ofreció voluntario para fabricar bombas bacteriológicas?
—Sí.
—Lo siento, Hans, pero no te creo. Yo conocía a mi hermano mejor que tú. Hubiera sido incapaz de hacer semejante cosa.
—Vamos, Max, comprendo que quieras mucho a tu hermano, pero esto son cosas ya pasadas y debes mostrarte juicioso. ¿Qué había de malo en ello? Walther era un investigador y estaba por encima de las pequeñeces de la política. Aquello constituyó una incitación para él y era natural que se sintiese interesado. ¿No decimos que la cuestión le había atraído siempre? He podido leer una reedición de su opúsculo sobre la peste bubónica…
—Eso fue una niñería —le interrumpió Stratman—. Escribió ese estúpido informe cuando apenas tenía poco más de veinte años. Una de sus aficiones consistía en estudiar las grandes calamidades históricas, y como puro pasatiempo, para causar un poco de sensación —quizá porque quería llamar la atención, ya que su trabajo era tan aburrido y rutinario— aplicó el método científico a la epidemia de 1348. Una cosa es que se dedicase a estos pasatiempos inofensivos, pero otra y muy otra es embotellar la muerte negra para los rusos. Francamente, no lo creo.
—Eso que tú llamas una niñería era algo bastante más mortífero —insistió Eckart—. Los rusos así lo vieron, y también yo, al leer el trabajo de Walther. Yo no me refiero a la parte histórica… a todos esos detalles acerca de que la tercera parte de la población de Francia e Inglaterra resultó exterminada por la epidemia de peste bubónica. Me refiero a las proféticas especulaciones de Walther acerca de la posibilidad que existe de preparar los agentes biológicos necesarios para producir artificialmente la misma epidemia que causaban los agentes productores de los fatídicos bubones, que también podían producir graves trastornos pulmonares.
—Te repito que no se trataba más que de un caso de jactancia juvenil. Walther era extremadamente bondadoso y noble y esta fue su única debilidad…
—Aún así. Es inútil darle más vueltas al asunto. Pero tú no me negarás, amigo mío, que Walter colaboró con nosotros en física nuclear durante toda la guerra.
—Desde luego, lo mismo que yo. Pero lo hicimos porque sabíamos que los fondos para llevar adelante aquel programa eran tan escasos, la posibilidad de hacer algo se hallaba tan obstaculizada por la política de Hitler, que Alemania no podría poseer la bomba atómica antes de la derrota final del III Reich. Si hubiese habido otra alternativa, Walther y yo hubiéramos terminado en los hornos crematorios de Hitler antes que cooperar. Y Walther hubiera dejado que su mujer y su hija muriesen también. —Stratman lanzó un bufido de cólera—. De todos modos, la mujer de Walther murió igualmente en Auschwitz, y para nada.
Eckart adoptó inmediatamente una hipócrita expresión compungida.
—Esto fue una verdadera pena, una terrible equivocación. Desde luego, su sacrificio fue en vano. Lamento como el primero los desafueros cometidos por aquella pequeña banda de nazis…
—¿Qué quieres decir, con eso de aquella pequeña banda? La culpa alcanza a toda la nación, a toda Alemania, no a cuatro energúmenos afiliados a un pequeño partido político.
—Vamos, Max; tú no puedes creer eso, por amargado que estés. La gente son borregos, que van adonde les dicen. No tienen idea de lo que sucede a su alrededor. Cada cual vive en su casa, en su barrio, y no ve más allá de sus narices.
—Hicieron falta millares de personas para sacar los restos humanos de los hornos de cremación y millones para fomentar la Wehrmacht. Para mí todo esto es gente. Y los rusos no son mejores. Así que ahora tenemos un lindo cuento de hadas para apaciguar a los supervivientes. Walther fue tratado como un caballero y murió dichoso cumpliendo su deber. ¿Son estas las noticias que tenías que darme?
—Siento que no quieras creerme.
—Ojalá pudiera —comentó Stratman. Bebió un trago de cerveza y de pronto la carne dejó de apetecerle—. ¿De dónde has sacado este cuento de hadas?
—Como tú sabes, yo ocupo muchos cargos de… de gran importancia en el Berlín Oriental. Tengo acceso a toda clase de archivos y fuentes de información. Se me metió en la cabeza averiguar qué había sido de los antiguos investigadores que trabajaban en el viejo Kaiser Wilhelm, con la idea de reunirlos de nuevo para efectuar investigaciones nucleares con fines pacíficos.
—¿Y así te enteraste del fallecimiento de Walther? ¿Encontraste su nota necrológica?
—Su historia completa. Y también su nota necrológica, como tú dices. Tienes que saber, Max, que durante mucho tiempo después de enterarnos del accidente, de la explosión ocurrida en Dubna, cerca de Moscú, y de ver la lista de muertos y desaparecidos —perecieron allí muchos de nuestros antiguos colegas— algunos aún abrigábamos la esperanza, por remota que fuese, de que los desaparecidos no hubiesen muerto sino que tal vez hubiesen huido, y algún día sabríamos de ellos. Por desgracia, no fue así. Te aseguro que esta esperanza era muy remota. Porque no te he dicho aún que entre los documentos que desenterré había algunos bastante recientes y sin traducir todavía… y en uno de ellos, que ya tenía algunos años de antigüedad, se declaraba a Walther muerto oficialmente. Y esto es todo.
—Vaya, con que este fue tu gran hallazgo —dijo Stratman con amargura.
Eckart asintió solemnemente, como si se inclinara ante el desaparecido.
—Sí, esto, y algo más.
Inclinándose, recogió la cartera de mano, que había dejado junto a la silla. Stratman la había olvidado. Las carteras de mano eran algo tan normal entre alemanes, que apenas nadie les prestaba atención. Mientras abría la cartera, Eckart continuó:
—Según tengo entendido, la hija de Walther vive y está contigo en América.
—¿Cómo lo sabes? —se apresuró a preguntar Stratman.
Eckart parecía la personificación de la inocencia.
—Lo leí en el periódico, Max. Tú eres una celebridad, no lo olvides. Pues verás… después conseguí localizar varios efectos personales de Walther. No fue fácil, te lo aseguro. Hice que me los enviasen a Berlín, porque soy un sentimental como tú y quería mucho a tu hermano.
Stratman pinchó el rosbif con el cuchillo y guardó silencio.
—Y cuando supe que su hija aún vivía, lo primero que se me ocurrió fue que le gustaría tener estos recuerdos de su padre.
De la cartera extrajo un reloj de pulsera de plata, algo baqueteado pero que parecía limpiado recientemente, un «Talmud» muy usado, un amarillento retrato en cartulina, de Walther y Rebeca con Emily, cuando esta tenía dos años, y una mellada pitillera de esmalte con los iniciales W. S., que regalaron a Walther en la empresa donde trabajaba antes de la guerra para celebrar el décimo aniversario de su entrada en la casa como ingeniero de plantilla.
Al tomar aquellos objetos uno por uno, mientras pasaba por sus manos toda la vida querida y preciosa de un ser humano, los ojos de Stratman se humedecieron y el corazón pareció como si fuera a saltársele del pecho. Con movimientos muy lentos, se metió el reloj, el pequeño Talmud y la pitillera en sus bolsillos, dejando al retrato de familia, diecisiete y medio por doce y medio, boca abajo, junto a su plato.
—Lo siento —dijo Eckart—. Lo hice con la mejor intención.
—Te lo agradezco mucho —dijo Stratman con sinceridad—. Comamos.
Comieron sin pronunciar palabra durante cinco minutos, hasta que Eckart vio que Stratman había recuperado su serenidad.
—Como has dicho que no tienes interés por el pasado, Max, será mejor que lo olvidemos. Vivimos en el presente, y tenemos mucho que hacer. Stratman asintió y siguió comiendo sin hacer ningún comentario.
—Ahora soy el decano de la Universidad de Humboldt —dijo Eckart—. ¿Lo sabías, Max?
—No.
—El porvenir está en manos de la ciencia y yo soy un científico. Me esfuerzo por dar a la Universidad el programa de investigaciones más amplio del mundo. Queremos que sea el hogar de los mejores cerebros de todos los países. ¿Te gustaría conocer algunos de nuestros planes?
—Hombre, ahora no estoy para planes —repuso Stratman—. Ahora estoy de vacaciones, no en viaje profesional.
Eckart, con el tenedor en el aire, se quedó desconcertado. Desde luego, él no estaba acostumbrado a aquel trato tan familiar y sin cumplidos. Sólo con cierta dificultad consiguió recordar que Stratman, en su calidad de Premio Nobel, podía tratarlo de igual a igual.
Esforzándose por dominar su desazón, Eckart dejó escapar una risita.
—Desde luego, tienes razón. Pero yo continúo sintiendo curiosidad. Lo único que me interesa es la ciencia. No tengo otra ocupación ni otro placer. ¿Qué planes tienes, Max?
—¿Sobre qué?
—Sobre el terreno en que te has especializado. Has perfeccionado la conversión y el almacenamiento de la energía solar. Al menos, esto es lo que he leído. ¿Qué piensas hacer ahora?
—Continuaré al servicio del sol.
—Para finalidades pacíficas, supongo —inquirió Eckart.
—¿Quién dice que la energía que empleamos actualmente para hacer carburantes de cohete no sea para la paz? —Stratman empujó hacia arriba sus gafas y miró bizqueando los ojos a Eckart—. Yo creo que mi descubrimiento asegurará la paz. Y el trabajo que tengo en perspectiva la asegurará doblemente.
—No sabes lo contento que estoy de oírte decir esto, Max… de saber que ambos laboramos para el mismo fin. Esto hace que me resulte más fácil revelarte una idea que ha cruzado por mi cerebro.
—¿Qué es?
—Max, quiero que me escuches sin prevención. Oye lo que tengo que decirte. —Después de una pausa, le preguntó—: ¿Has pensado alguna vez en regresar a la Madre Patria?
Stratman levantó la mirada.
—¿Qué quieres decir con eso? Hans, tus circunloquios hacen la conversación imposible. Vamos al grano. ¿A qué te refieres?
—Una elevada situación… la más elevada… en Alemania y para ti. Serías el sabio más prestigioso de la Universidad de Humboldt y destacarías por encima de todos. Te proporcionaríamos vivienda, una casa, la que tú quisieras. Un laboratorio particular. Y un salario triple del que ahora ganas. Todo esto, para que volvieses a la tierra de tus mayores. Por primera vez trabajarías para ti, para nosotros, y que el diablo se lleve a nuestros dos enemigos.
Stratman dejó su tenedor y su cuchillo.
—¿Quieres decir que tendría que desertar de Occidente para unirme a los comunistas?
—Todas estas tonterías sobre el comunismo son niñerías, paparruchas que os obligan a tragar en América. ¿Qué nos importa el comunismo? ¿Soy yo comunista, acaso? Nada de eso. Soy un ciudadano y un hombre de ciencia alemán. Esta es la mejor religión, y tú perteneces a ella.
—¿De veras? Últimamente no se me consideraba así. Se me consideraba judío, no alemán.
—Max, ya nos hemos librado de esos bandidos.
—Habrá otros. Conozco a mi Alemania. Por fuera, la hermosa cumbre —la apacible Kurfurstersdamm, con sus cafés, las Fräuleins con sus trenzas y cámaras fotográficas en miniatura, las ferias de juguetes, etc.— y por dentro, en lo más profundo, la lava hierve y burbujea, esperando el momento de la explosión. No siento amor por Alemania, Hans. Recuerdo con afecto mi juventud. Pero no Alemania. Nací allí por accidente. Mi semilla podía haber sido plantada en otro lugar cualquiera del mundo.
En la cara de Eckart se pintó un sincero asombro.
—No puedo creerlo.
—Pues así es. Pero imaginemos que esto sólo está motivado por el dolor de todo cuanto ha ocurrido. Supongamos que yo quisiera regresar a mi país natal. Me encontraría con que no es Alemania a secas, sino la Alemania sovietizada.
—Esto no es verdad. Es pura propaganda.
—¿Quién paga tus honorarios, Hans? ¿Quién pagaría los míos en Humboldt?
—El Gobierno alemán, por supuesto.
—El gobierno alemán oriental, ¿no? Al este de la Puerta de Brandeburgo comienza Rusia y el marxismo. Esta es vuestra autoridad suprema. Te has presentado a mí en un mal momento, Hans. Me han echado a perder. Sí, la pequeña y dorada Norteamérica, con su leche y su miel, me ha echado a perder… porque, efectivamente, es dorada, y la miel y la leche son de verdad. Hablo y pienso como quiero, leo lo que se me antoja, y, dentro de la ley, hago lo que me parece. Cuando se ha conocido la hermosura de la libertad, no se puede ir a vivir con una ramera y su chulo.
Eckart había apretado los labios hasta que adquirieron un tinte violáceo.
—Esta libertad de que me hablas…, ¿me tomas acaso por un paleto, Max? He visto fotografías de vuestros barrios bajos, de las oficinas para el paro obrero, de negros linchados en las calles. ¿Y qué me dices del despotismo que pesa sobre la ciencia… de Oppenheimer… y de los demás? ¿Esto es vuestra tan cacareada libertad? Te prometo que en la Alemania Oriental no encontrarías estas muestras de salvajismo ni una vida tan primitiva.
Stratman apartó el plato a un lado. Mantenía aún su calma, pero echaba de menos la pipa.
—La libertad tiene sus propias úlceras —dijo—. Los negros fueron esclavos. Ahora lo son a medias, pero pronto serán libres. Bajo el comunismo, los alemanes nunca serán libres, ni ahora ni nunca. En Norteamérica subsiste la esperanza. Vosotros la habéis perdido.
—Max, no quiero discutir con un viejo amigo. No me interesa la política ni a ti tampoco, Max. Lo único que quiero es tenerte con nosotros. Es muy sencillo, ¿verdad? No en Rusia, ni en América, sino en Alemania. Y si por motivos personales no quieres que sea en Alemania, estoy dispuesto a llegar a un acuerdo. Te permitiré trabajar en un país neutral…, en Suecia, en Suiza, a tu gusto…, a condición de que trabajes para nosotros. ¿Por qué? Porque trabajar para Norteamérica o Rusia no es trabajar para la paz. Pero trabajar para la patria, que con su fuerza impondrá la paz, es lo único razonable que todos podemos hacer.
Stratman suspiró y trató de conservar un aspecto agradable.
—No sigas perdiendo tus energías conmigo, Hans. Ahora veo que no me invitaste a almorzar para hablarme de Walther, sino para hacerme esta proposición. Es inútil. Si aceptase tu dinero me avergonzaría de mí mismo y no podría volver a mirar a Emily, mi sobrina, ni a la memoria de Walther y Rebeca. Ahora soy un ciudadano norteamericano, Hans, y pienso continuar siéndolo hasta el fin de mis días.
El rostro de Eckart había demostrado muchas emociones y entonces, deliberadamente, sólo quedó en él la de una amistosa resignación.
—Bien, Max, me inclino ante tus sentimientos. No podrás censurarme por haber querido obtener los servicios del primer físico mundial, ¿verdad? Hubiera sido un hermoso trofeo para añadirlo a mi colección. Pero ya que tu obra es tan importante, lo único que te ruego es que la dirijas hacia la paz.
—Deja que cuide yo de mi criatura, Hans.
—¿Cuánto tiempo permanecerás en Estocolmo?
—Hasta un día después de la ceremonia —creo que se celebra el once—, el tiempo justo para embolsarme el cheque. Después tal vez me lleve a Emily a París para pasar allí una semana. Todas las jóvenes tienen que conocer París, aunque sólo sea una vez. Después me embarcaré para América. Tengo mucho que hacer. ¿Y tú, Hans?
—Yo tengo que resolver algunas cosillas, que tal vez me retengan unos días más. —Tras una momentánea vacilación, agregó—: Max, si alguna vez necesitas dinero y quieres tomar nuevamente en consideración…
—A mi edad ya no necesitaré más dinero. Me basta con mi sueldo. Es bastante generoso. Y además, tengo ahora el Premio Nobel.
En aquel momento Eckart aborreció el Premio Nobel que, por una ironía de la suerte, había facilitado a Stratman los medios de rechazar su ofrecimiento, al convertirlo en un hombre independiente desde el punto de vista económico. Pero, al propio tiempo, la concesión del premio había sido necesaria para traer a Stratman allí y permitir que él lo tentase con su oferta. Los planes de Eckart y la ejecución de los mismos por parte de Krantz habían sido inteligentes, impecables. Únicamente, el tiro les había salido por la culata.
—A veces la gente cambia de idea —dijo Eckart, sin perder las esperanzas—. Quizás un día pueda hacerte una oferta mayor.
—Nunca será lo bastante elevada.
—No perdamos las esperanzas. Ya veremos… ¿Tomarás postre, Max?
Stratman movió negativamente la cabeza.
—No. Creo que, en un solo día, no puedo engullir nada más.
A excepción de los reducidos círculos de luz artificial que arrojaban los faroles callejeros, la ciudad de Estocolmo estaba oscura como boca de lobo a las 5.40 de la tarde, hora en que Andrew Craig regresaba del edificio de la Bolsa a su suite del Grand Hotel.
La última de sus conferencias fue un éxito, pero agotadora. A pesar de su cansancio físico, experimentaba una agradable paz interior. La recepción de que le hicieron objeto los estudiantes y los miembros de la Facultad, fue muy halagadora para su vanidad de escritor y reforzó el endeble andamio que Jacobsson había alzado en la Academia Sueca sobre las ruinas de su antiguo yo. El despreocupado almuerzo con Emily en las habitaciones de Stratman, tuvo también una parte muy positiva en el bienestar que entonces sentía. Poco a poco, Emily empezaba a aceptarlo y a confiar en él, y por primera vez desde hacía tres años, le agradaba la compañía de una mujer joven elegida libremente por él.
Había conseguido desechar de su pensamiento las terribles ideas de culpabilidad que Leah había resucitado, con su histérico ofrecimiento de la noche anterior. Lo único que subsistía en su espíritu era la vívida sensación de la presencia de Emily a su lado, y la creciente certidumbre de sus propios derechos y de su propia valía. Aquella precaria resurrección, como escritor y como hombre, le hizo prometerse, a últimas horas de la tarde, que no volvería a ahogarse en la bebida.
El hecho de que entonces, tendido en el sofá del salón, sostuviese en la mano un whisky doble con agua, no era una transgresión del voto que se había impuesto. Craig conocía su historia de animal sediento. Había el Craig normal, en los lejanos días en que vivía Harriet, que, como la mayoría de los hombres, tomaba un whisky doble como aperitivo antes de cenar, y nada más. Y luego había el Craig suicida de los últimos años, que se obligaba a beber cinco o más dobles después del primero, en aquel descenso diario hacia el olvido.
Aquella noche —eran ya las 6.14— era el Craig normal, que tomaba el aperitivo como siempre y no bebería ni una gota más después de aquel doble.
Se daba cuenta de lo solitario que estaba, confinado en la suite. Le hubiera gustado cenar con Emily, naturalmente, pero ella había prometido a su tío acompañarlo a la ópera con varios miembros de la Academia Sueca de Ciencias. Por otra parte, si la ópera le privaba de un placer, le proporcionaba otro. A su llegada a la suite, en efecto, encontró en el vestíbulo una breve nota de Leah en la que esta le comunicaba que cenaría con el señor Manker para ir después, como Emily, a la ópera. Él no deseaba ver a Leah aquella noche y, por lo tanto, bendijo a la ópera mientras bebía el whisky.
Le gustaba estar solo para pensar. Y le gustaba aquel whisky, porque sería el único y podría saborearlo y paladearlo, sin emplearlo como una pócima fatal. ¿Qué haría aquella noche? Compraría algunas revistas americanas en el puesto de periódicos del vestíbulo, cenaría solo en una mesa aislada del Jardín de Invierno y después regresaría a la suite. Se pondría el pijama, se metería en cama, tomaría algunas notas sobre el Retorno a Itaca —ideas de algunas escenas que se le habían ocurrido durante los últimos días— y después leería una reciente biografía inglesa de Kierkegaard que los estudiantes de Uppsala le habían regalado. Se dormiría pronto y se despertaría temprano, fresco y descansado, para ir a desayunar con Emily y dar luego un largo paseo juntos.
Apuró el vaso, fue luego a lavarlo al cuarto de baño y lo dejó junto al tubo de dentífrico. Después buscó la corbata de punto y se la anudó para ir a cenar. Cuando ya se había puesto la chaqueta de su traje gris oscuro, le pareció oír alguien a la puerta. Acercándose a la cortina, escuchó. Efectivamente, estaban llamando con los nudillos.
Corrió hacia la puerta y la abrió.
Una señorita estaba de pie frente al umbral, en el corredor.
—¿Qué tal, míster Craig? —le dijo.
De momento no la reconoció. Llevaba un sombrerito de trovador muy inclinado sobre su flequillo pardo rojizo. Su nariz era como el pico de una gaviota. Su boca, que mantenía fuertemente cerrada, sólo parecía tener un labio. Llevaba un grueso capote de corte militar y, bajo el brazo, como una valija diplomática encadenada a la muñeca, un desmesurado bolso de piel negra.
Cuando se disponía a presentarse nuevamente, empezó a parpadear de una manera desconcertante y Craig la reconoció al punto.
—¿No me recuerda? —le dijo ella—. Soy Sue Wiley, de Consolidated Newspapers.
Claro que la recordaba y sintió deseos de darle con la puerta en las narices, pero estaba demasiado sereno para mostrarse grosero.
—¿En qué puedo servirla? —le preguntó fríamente—. ¿O ha venido para ver si aún puedo mantenerme derecho?
—Siento que se lo tomase usted así, míster Craig. Son cosas del oficio. ¿Cómo quiere usted que escriba artículos, si no puedo hacer preguntas?
—Hay oficios y oficios —observó Craig—. Lizzie Borden también tenía uno.
—Pero la absolvieron —dijo Sue Wiley—. Mire, míster Craig, como le digo, lamento que…
—No pienso invitarla a entrar —la atajó Craig— y tampoco pienso quedarme aquí de pie. Así es que dígame qué desea.
—Tengo abajo a una persona que desearía conocerle…, es alguien a quien creo que también deseará conocer…
—¿Quién es?
—Durante su conferencia de prensa, usted elogió a Gunnar Gottling, presentándolo como el mejor escritor sueco contemporáneo. Está en el vestíbulo. Le prometí que se lo presentaría.
Inmediatamente, Craig se sintió interesado. Sin embargo, aún vacilaba.
—¿Y qué tiene que ver Gottling con usted?
—Lo he conocido en cumplimiento de mi misión informativa. Estoy realizando una serie de interviús con personalidades suecas acerca del Premio Nobel. Esta tarde conseguí una cita con Gottling. Tomamos unas copas juntos. Es un gran conversador y sabe muchas cosas. Como es natural, el nombre de usted salió a colación y él habló mucho de usted y de los premios literarios. Yo le dije que se alojaba en el Grand Hotel y le pregunté si le gustaría conocerlo, a lo que contestó afirmativamente, como era de suponer. Le sugerí que podríamos cenar los tres juntos. Y entonces él me trajo aquí en su coche…
—Miss Wiley, nada me gustará tanto como conocer a Gunnar Gottling y cenar con él. Pero con usted, no, gracias.
El cerebro tipo «Univac» de Sue Wiley asimiló, calculó y dedujo los resultados con rapidez, merced a su largo adiestramiento. Introdujo a Gottling en la máquina. Luego introdujo a Craig. Luego se introdujo a sí misma. Al parecer, la combinación fallaba. Un clic, y se restó a sí misma. Gottling y Craig podían sumarse. Otro clic. Cuando el pedernal choca con el pedernal, saltan chispas que pueden causar un incendio. Si no podía tener los datos de primera mano, los obtendría de segunda mano. Reforzado por el alcohol, Gottling le daría el resultado mañana. Clic.
—Muy bien, míster Craig, no estoy resentida —dijo—. Si usted no quiere que les acompañe, usted manda. Gottling ya me ha dado material para mi artículo, así es que no importa. Me limitaré a hacer el papel de buen samaritano, y tal vez esto me sirva para que usted ponga una buena nota en el haber de su libro mayor. Les presentaré y después tomaré las de Villadiego. ¿Qué le parece?
Craig continuaba abrigando ciertas sospechas. El altruismo no le sentaba bien a aquella chica. Observó sus ojos parpadeantes.
—¿Tomará las de Villadiego? ¿De veras?
—De veras. Los presentaré y después me esfumaré. Incluso caeré muerta a sus pies, si usted lo desea.
A Craig seguía sin gustarle en lo más mínimo Sue Wiley, pero ya no podía seguir mostrándose suspicaz. Un encuentro con Gottling, y además, un encuentro imprevisto en una noche en que no tenía nada que hacer, era algo irresistible. Admiraba profundamente la prosa desenfadada, terrenal e iconoclasta de Gottling. Craig, como escritor, había vuelto a la vida, y necesitaba alimento. Aquella cena con otro escritor, un autor extranjero a quien admiraba, le infundiría nuevos ánimos.
—Muy bien —dijo a Sue Wiley—. Voy a buscar el abrigo.
Recorrieron juntos el pasillo y luego tomaron el ascensor sin cambiar palabra.
Cuando salieron al bullicioso vestíbulo del hotel, Sue Wiley señaló al puesto de periódicos, que se hallaba en el lado opuesto.
—Allí está —dijo.
Gunnar Gottling paseaba furiosamente alrededor de la mesa del fondo, con las manos a la espalda y sin hacer el menor caso de las miradas y los susurros de la concurrencia. Craig vio un hombre rechoncho, de estatura media y figura de barril, que aún parecía más bajo a causa de su corpulencia. Llevaba un extravagante gorro de pieles y un sarnoso abrigo, igualmente de piel, abierto y que ondeaba a cada uno de sus pasos. Al acercarse, Craig pudo discernir sus feroces facciones de cosaco. Tenía una frente estrecha, neanderthaloide. Sus cejas eran pobladas e hirsutas, como dos estropajos. Sus ojos, hundidos, eran más rojos que castaños, porque estaban inyectados en sangre. El bigote no era un simple adorno labial, sino dos bravías matas de pelo que le cubrían la boca y parte de las mejillas. Tenía un pecho de tabernero de finales de siglo y la chaqueta llena de lamparones y quemaduras de ceniza.
—Míster Gottling —dijo Sue Wiley—, le presento a míster Craig.
Gottling gorgoteó y tosió, estrujando la mano de Craig en la suya.
—Vaya… vaya… vaya —gruñó.
—Sabía que ustedes dos tenían muchos deseos de conocerse —dijo Sue Wiley, esforzándose por mirar a ambos al mismo tiempo.
—Sí, he leído dos de sus libros y me han gustado mucho, míster Gottling —dijo Craig.
—Es usted un buen lector —repuso Gottling—. En cuanto a los suyos… ya hablaremos. Primero bebamos. —Paseó su mirada por el vestíbulo, arrugando la nariz—. Esto es repugnante. Aquí sólo vienen tíos gordos. ¿Es usted uno de los gordos, Craig?
—No sé exactamente a qué se refiere.
—A esos tipos obesos, de tripa floja, que tienen la vida asegurada, aparatos y todo lo demás.
—En absoluto —dijo Craig.
—No se deje sobornar por ese dinero del Nobel. No se vuelva uno de ellos. Es el dinero de Judas. Lo convertirá al conformismo, al deseo de agradar, a la literatura comercializada. Ningún premiado escribió una palabra que valiese la pena, después de obtener la pasta. Jesús, qué asco de sitio. ¿Dónde podríamos ir a beber y comer?
Comprendiendo la mirada de Craig, Sue Wiley se apresuró a decir:
—No cuenten conmigo, míster Gottling. El trabajo, ¿sabe?, el trabajo…
Gottling la fulminó con la mirada.
—¿Qué significa eso del trabajo? Para una mujer, esto atrofia la bestia. Lo mejor que puede hacer, señorita, es salir y descansar.
La voz de Gottling era atronadora y en el vestíbulo fueron muchos los que se volvieron, horrorizados y con los ojos muy abiertos. Craig hubiera querido arrastrarse bajo la mesa. Pero Sue Wiley era el producto de innumerables redacciones y salas de prensa, y no se inmutó.
—Gracias por su consejo, míster Gottling, pero el trabajo me gusta. Y gracias por sus declaraciones. Fueron muy interesantes. Confío en volver a verle. Y buenas noches, míster Craig.
Y se alejó muy digna.
—Cerebral y asexuada —gruñó Gottling cuando ella se fue—. La típica mujer americana.
—Si ella es típica, yo renuncio a mi ciudadanía —observó Craig—. Le aseguro que no tiene nada de típica.
—¿Que no lo es? Un cuerno no lo es. ¿Con cuántas norteamericanas se ha acostado usted, Craig?
—No lo sé. Una docena. Tal vez dos. Nunca las he contado.
—Pues yo, Gunnar Gottling, sí las he contado. Empecé a contarlas después de las primeras cien. Todas son iguales, exactas, excepto las polacas. Todas son iguales. Las tablas ouija[23] tienen más movimiento. —Lanzó un bufido—. Ya sé dónde aterrizaremos. ¿Ha estado alguna vez en «Djurgardsbrunns Wärdshus»?
—No estoy seguro.
—Si hubiese estado, estaría seguro. Es la mejor taberna de Suecia. A un cuarto de hora de aquí, en el parque. Vamos.
Gottling salió como una tromba, con el altísimo Craig siguiéndole a un paso de distancia. El helado aire nocturno cayó sobre ellos como un latigazo y ambos se tambalearon. Luego se dirigieron a toda prisa hacia el «Volvo» de Gottling, un automóvil tipo furgoneta.
Pocos minutos después se dirigían a toda velocidad hacia las afueras de Estocolmo. Craig sospechó que su acompañante era miope, pero demasiado vanidoso para llevar gafas, pues Gottling estaba pegado materialmente al volante, atisbando por el parabrisas, que tenía a dos dedos de la nariz, mientras trataba de distinguir el camino.
—¿Qué le parece mi inglés? —vociferó Gottling, mientras tomaba una curva a velocidad endiablada.
—Es bastante coloquial. Parece como si hubiese vivido usted en los Estados Unidos.
—¿Pues dónde cree que he vivido? Pasé seis años en su asqueroso país cuando era un mozalbete lleno de pipí y vinagre. Desembarqué de un mercante noruego y llegué hasta Chicago levantando el pulgar. Trabajé en los corrales de ganado, hice de chulo de café y serví bebidas en un tabernucho del lado Sur. Solía pasar los días festivos en el parque de Comiskey, donde podía emborracharme y vociferar en compañía, y pasaba todas las noches con chicas de color. ¿Nunca lo ha probado, para ver si le daba suerte, Craig?
—No, nunca. No se me presentó la ocasión.
—No se ha perdido nada. Huelen bien, tienen buenas tetas y se mueven de maravilla, pero se las elogia en exceso. Los blancos tienen demasiada imaginación. Esperan toda clase de placeres animales africanos. Y no hay nada de eso. Las chicas de color de Chicago son demasiado neuróticas. No saben ocultar su disgusto ni su mal humor. ¿Cómo pueden entregarse con alegría a personas que aborrecen? Lo mismo ocurre con algunas extranjeras…, excepto las polacas; estas son especiales. Son verdaderas tigresas.
—¿Por qué fue a los Estados Unidos, Gottling?
—Como le he dicho, era un mozalbete todo pipí y vinagre. Pero ya había leído bastante. En aquellos días, no había sitio en Suecia para los chicos pobres. Esto era antes de todas estas monsergas de la socialización y el bienestar general. En aquellos días, había los ricachos arriba y los pobres abajo. Yo quería irme a un sitio donde pudiese flexionar los músculos y ser lo que yo quería ser. Este sitio sólo podía ser Rusia o los Estados Unidos, pero como yo no me trago todas esas monsergas bolcheviques, ni nunca me las tragué ni pienso tragármelas, no fui. Ningún asqueroso comisario dirá nunca a Gunnar Gottling lo que tiene que hacer. Entonces me embarqué hacia los Estados Unidos. Aquello también era un asco. Unas leyes repugnantes, puritanos y especuladores. A excepción de algunos casos que se anuncian en vuestros libros de historia, la verdad era que… los pobres seguían siendo pobres y los ricos continuaban enriqueciéndose. Democracia. ¡No me haga usted reír!
En la oscuridad del coche, que se zarandeaba terriblemente, Craig miró a aquel hombre que hablaba con tanta cólera y franqueza.
—He visto lo que detesta, Gottling. ¿De qué es partidario?
—De la anarquía, pura y sencilla. Una vez, hace varios años, hablé con los anarquistas de Barcelona. Esos saben adónde van, si alguna vez les dejan ponerlo en práctica. Anarquismo, sí, señor. Retorno a las tribus y libertad absoluta. A esto he jurado obediencia, a esto y a la República de Gottling. Hay tres ciudadanos de muy buena fe en la República de Gottling: yo, yo mismo y otra vez yo. Es el título que tendrá mi autobiografía, si alguna vez se me ocurre escribirla.
Continuó conduciendo en silencio y luego apartó por un momento la vista de la carretera.
—Dice que ha leído libros míos, Craig. ¿Cuáles?
—Los dos publicados en inglés. El que se refiere a la joven lapona que viene a Estocolmo y a la que la civilización echa a perder. Y el otro, que trata de un campesino que obtiene trabajo en… en Malmö, creo… y lleva a su familia a las viviendas de la cooperativa.
—¿Le gustaron? —preguntó él con brusquedad.
—Creo habérselo dicho. Los encontré extraordinarios. El relato es algo largo, bastante áspero, pero de primera calidad.
—Tiene usted toda la razón. Ojalá pudiese decir lo mismo de algunos de sus libros.
Craig se enderezó, muy tieso.
—Diga lo que le plazca. No somos los Boy Scouts de América que han salido de excursión.
—Es usted un peso pluma, Craig. Escribe asustado. Y esto es lo que hace de usted un peso pluma.
Craig notó que el resentimiento le oprimía el pecho. ¿Quién demonios era Gottling, después de todo? El matón de la literatura iletrada. Craig no estaba dispuesto a que aquella noche se saliese con la suya.
—¿Yo escribo asustado? —repuso—. He abordado temas y problemas importantes. He hecho más que usted, en este terreno.
—Vaya, no se haga ahora el susceptible —dijo Gottling, con sorna—. Ya conozco sus importantes temas. ¿Pero por qué se escabulle para refugiarse cien o doscientos años atrás? Ahora hay que gritar, en este mundo, entre los granujas de este mundo. Atáquelos de frente. El día que haga eso, será grande, el campeón. Ahora no es más que un escritor atildado, de fantasía, a la violeta, que gana por puntos, pero que nadie sabe si pega bien. ¿Comprende lo que quiero decir?
Craig lo comprendía demasiado bien y sabía que era lo mismo que Harriet le había dicho con otras palabras, pero no le gustaba oírlo aquella noche. Sabía que si había salido con Gottling, era para recibir nuevas inyecciones de valor. Y, en cambio, era todo lo contrario. Su resurrección era demasiado reciente para soportar aquel castigo.
Permanecía sentado, hosco y silencioso.
—Hemos llegado —dijo Gottling, dando vueltas al volante como un loco. El coche salió de la carretera y se detuvo al pie de unas escaleras de piedra, que ascendían hasta la entrada de un edificio cuyo aspecto recordaba a una posada inglesa del siglo XVIII.
Hacía demasiado frío para entretenerse en el «Volvo». Ambos subieron la escalera a toda prisa y penetraron en el cálido recibidor de Djurgardsbrunns Wärdshus. Mientras una camarera le ayudaba a despojarse del gabán, Craig observó a su izquierda, el comedor principal, con mesas cubiertas de inmaculados manteles, ante las que se sentaban ya algunas parejas, y, a la derecha, el bar, con más concurrencia.
—¿Qué será, Craig? —le preguntó Gottling—. ¿De comer o de beber?
—Creo que una copa no me iría mal.
Gottling hizo una grotesca mueca bajo su feroz bigote.
—Veo que nos entenderemos.
Entraron en el bullicioso bar. Había una docena de hombres en la habitación, algunos encaramados en los taburetes del bar, varios mirando la televisión, que daba una comedia, y el resto acurrucados en torno a las mesas de madera. Por lo visto Gottling era muy conocido allí, pues por doquier recibió muestras de afecto y él los maldijo cariñosamente. Condujo a Craig a una mesa del rincón, algo apartada de las otras, y se sentaron en unas sillas tapizadas con una tela a cuadros, gruesa como una manta de caballo. Gottling pidió una ginebra doble con hielo y Craig un whisky doble también con hielo y ambos esperaron, fingiendo interesarse por la actividad de un joven que arrojaba dardos contra una desgastada tabla situada debajo del aparato de televisión.
Cuando llegaron las bebidas, Craig se echó media copa al coleto de un solo trago, notando con agrado el calorcillo familiar que se difundía por sus venas, y luego volvió a beber. Dándose cuenta de que Gottling lo miraba, se volvió a medias hacia él.
Gottling hizo un gesto de aprobación.
—Ya sabía que era un buen bebedor, Craig. Creo que por eso me he molestado en ir a verle.
—¿Quién le dijo que yo era un bebedor?
—Esa dama que tiene cristal molido en la vagina…, esa miss Wiley.
—Ah, ese penco.
—Pero aunque ella no me lo hubiese dicho, lo hubiera sabido. Conozco a un bebedor por el modo de empinar el codo. Los aficionados dan sorbitos, chupaditas y acarician el vaso, convirtiendo a la bebida en una ocupación secundaria. Pero los profesionales, como usted y yo, la trasegamos sabiendo que hay mucha más en el sitio de donde vino, y convirtiéndola en la cosa más importante, pues lo es, con excepción de acostarse de vez en cuando con una mujer, y a veces, escribir.
—A mí no me gusta beber, Gottling. Lo hago con el mismo estado de ánimo con que Sócrates se tomó la cicuta…, como una necesidad, para no seguir viviendo.
—Es usted un tipo complicadísimo.
—Desde luego. ¿No se lo dijo también Sue Wiley? Tomemos otra copa.
Gottling llamó con su vozarrón al barman, que estaba al otro extremo de la pieza, y en cuestión de segundos les sirvieron nuevas bebidas.
—¿Por qué la vio? —le preguntó Craig.
—¿A quién? ¿A la dama del cristal molido donde he dicho?
—A esa. ¿Quería publicidad?
—¿Se propone fastidiarme, Craig? Ya tengo bastante publicidad. Esa dama me telefoneó para decirme que sabía que yo había sido seis veces candidato para el Premio Nobel, pero nunca me lo habían dado. Añadió que escribía una serie de artículos sobre todo ese tinglado y me preguntó si tenía algo que decir. Sepa usted, amigo, que ese Premio Nobel es uno de mis temas favoritos de sobremesa. Cuando me pongo a hablar de él, llega a darme tanto gusto como un orgasmo. Entonces le dije que viniese volando. Llenó dos cuadernos de apuntes.
—¿Por qué no le han dado el premio, Gottling?
—¿Por qué no lo obtuvo Strindberg? Es lo mismo. Le voy a leer mi ficha. Soy dos veces divorciado, la primera por golpear la pared con la cabeza de mi mujer y la segunda por acostarme con mi hijastra. He tenido una querida danesa durante cinco años —lleva gafas en la cama, y esto es lo que me vuelve loco— y ella hacía las interviús por mí. Tengo cuatro hijos ilegítimos. Me han detenido y he estado en la cárcel seis veces, por etilismo agudo y escándalo público. Y mi literatura no es lo que se dice idealista.
»En cuanto a ese libro que se ocupa de la joven lapona que viene a Estocolmo, y la ciudad la corrompe y la convierte en una puta, pues verá, mis compatriotas son de una mojigatería que espanta. Dicen que no les gusta en absoluto. Sin embargo, esperé aún para mandarlos al infierno, porque me figuraba que obtendría el premio tarde o temprano, como Gide y el viejo Hamsun, que lo obtuvieron cuando eran un par de carcamales. Quiero decir que yo soy el único escritor sueco que no es un analfabeto. Y la empingorotada Academia Sueca y sus miembros, que les gusta masturbarse —es decir, galardonarse y premiar a los suyos— tarde o temprano, según me figuraba, desearían premiar a un sueco, y este tendría que ser yo. Los honores me importan un bledo. Lo que yo quería era la pasta, que siempre me serviría para algo. Pero yo tengo mis soplones y hará cosa de dos años me enteré de que no había parné. Entonces dije: qué demonio, no se puede tener todo en la vida; ahora voy a divertirme a costa de esos granujas. Así, en seis meses de achisparme y garrapatear, saqué una novela sobre los dieciocho inmortales de nuestra Academia, apenas disfrazados, de cómo son en la intimidad y… amigo, qué exitazo. Yo me embolsé mis buenas coronas y ellos me amenazaron con llevarme ante los tribunales, pero estaban asustados. Este libro no se ha publicado en América… es demasiado especial. Pero yo ajusté las cuentas a esas momias del Comité Nobel, y por esto no verá usted nunca mi nombre al lado del suyo, del viejo Thomas Mann y el viejo Rudyard Kipling.
Craig apuró su segundo doble y pidió un tercero. Lo mismo hizo Gunnar Gottling.
—¿Cómo debo interpretar eso de que a los académicos les gusta galardonarse a sí mismos y premiar a los suyos? —le preguntó Craig.
—Nepotismo, amigo mío, nepotismo a la antigua, de buena laya —respondió Gottling—. Cuatro pequeños países escandinavos —Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia— cada uno de los cuales tiene tanto talento como el que cabría en un dedal, pero que son una gran sociedad de bombos mutuos. Pasemos revista, por ejemplo, a los primeros sesenta años del Premio Nobel. Treinta y uno de los premios se quedaron en los países escandinavos. ¿No parece increíble? Treinta premios durante el primer medio siglo. Suecia y Noruega no hacen más que darse palmaditas en la espalda y dar coba a sus vecinos nórdicos. ¡Valiente tinglado!
—Esto no es lo que quería Nobel, ¿verdad?
—¿Quién sabe si lo quería? Yo creo que no. Él dijo que los premios tenían que concederse sin tener en cuenta la nacionalidad. Pero sus herederos desvirtuaron su pensamiento y apretaron los tornillos desde el principio. ¿Ha oído usted hablar de Bertha von Suttner, la secretaria de Nobel? Pues bien, cuando ella no obtuvo uno de los primeros Premios de la Paz, la familia Nobel se fue a Oslo para protestar, diciendo que no había derecho, que Nobel creó el Premio de la Paz para la pobre Bertha, y que por lo tanto había que dárselo. Naturalmente, en 1905 la pobre Bertha obtuvo el premio. Después de esto, las puertas se abrieron de par en par. ¿Quién demonios ha oído hablar de Nathan Söderblom fuera de Escandinavia? Pues en 1930, le dieron el Premio Nobel de la Paz. ¿Por qué? ¿Y por qué no? Leyó el oficio de difuntos durante los funerales de Nobel. Y además era arzobispo de Uppsala. Y así fue todo. ¿Cuántas personas, fuera de Escandinavia, han leído las obras de von Heidenstam, Gjellerup, Jensen, Sillanpää, Pontoppidam? Todos ellos nórdicos. Y todos ellos premiados. Por si fuese poco, en 1931 la Academia Sueca, faltando a su regla más inflexible, concedió el premio a un muerto. ¡Sí, señor, lo hicieron! Idolatraban a su secretario —un tipo muy simpático—, un poeta llamado Erik Axel Carlfeldt y, como su viuda e hijas necesitaban el dinero, lo premiaron. Conmovedor. ¿Pero qué tiene que ver todo eso con la gran literatura, para estímulo y reconocimiento de la cual fueron creados los premios?
—De todos modos, el Premio Nobel continúa siendo el premio más respetable de la Tierra —observó Craig.
—Desde luego. ¿Y sabe usted por qué? Porque la mayoría del mundo democrático han abolido los títulos y toda esa basura. Pero los hombres son humanos y siguen deseando los títulos, una minoría selecta, una clase superior. Los campesinos tienen la igualdad, pero entre ellos existe la vieja nostalgia de la monarquía. Y así las cosas, surge el Premio Nobel, en el momento adecuado, al principio del siglo, cuando todo es gris y monótono. Las masas lo esperaban. Lo convirtieron en la nueva orden de caballería. Por esto es respetable y popular. Porque el pueblo está formado por masoquistas, estúpidos con complejo de inferioridad. —Gottling apuró su tercera ginebra doble—. Si supiese todos los tinglados que se arman entre bastidores… No se trata sólo de nepotismo, sino de estrechos prejuicios y politiqueos.
—Yo no creo que eso sea ningún secreto —dijo Craig—. Jacobsson me acompañó ayer a la Academia y me expuso las interioridades de las votaciones con absoluta sinceridad. Reconoció que tenían cosas buenas y malas.
—Jacobsson —murmuró Gottling, haciendo rodar el vaso sobre la mesa—. ¿El conde Bertil Jacobsson? Ese loro disecado debiera estar en una vitrina desde hace años. Vive en el pasado. No tiene nada que ver con personas que alientan y se mueven. ¿Por qué cree que lo aguanta la Fundación? Por su fachada… tiene sangre azul, conoció a Nobel, se las da de erudito e historiador… y parte de su misión consiste en anticiparse a las críticas. Apuesto diez contra uno a que le colocó el disco acostumbrado… por qué Tolstoi, Ibsen y Thomas Hardy no lo obtuvieron, etc., pero sin dejar de recordarle todos los grandes nombres que lo obtuvieron. Es una técnica muy estudiada para desarmar a los forasteros y devolverlos radiantes a sus casas. Una franqueza preconcebida para evitar una visión imparcial de las cosas. Y apuesto aún más. Apuesto a que no tuvo la franqueza de confesarle la manera indecente cómo los comités Nobel han cortejado siempre a los alemanes —como ese montón de estiércol que es Krantz— arrugando la nariz ante los americanos, al menos hasta la última guerra. Y tampoco le habló sin duda del boicot permanente de que son objeto los rusos.
El whisky se había subido a la cabeza de Craig y la habitación daba vueltas a su alrededor.
—Pues Jacobsson me gusta, qué diablo —dijo.
—Ustedes, los americanos, quieren a todo el mundo —gruño Gottling— pueden estar seguros de que también los quieren a ustedes. Qué ralea. De modo que Jacobsson le gusta. ¿Pero ya le contó el modo como sus compinches lamían las botas de los alemanes y pusieron el veto a los rusos?
—No, no me lo contó. Me parece que voy a tomar otra copa.
—Yo también… ¡Eh, Lars, otra copa! —Volvió sus ojos inyectados en sangre a Craig—. ¿Le gusta este viejo Wärdshus?
—Es un sitio estupendo —contestó Craig con voz pastosa.
—Desde luego.
—¿Y qué me cuenta de los boches?
—¿De los alemanes? Obtuvieron cuarenta y nueve premios en sesenta años. En cambio, los rusos siete en el mismo espacio de tiempo, y aún pueden decir que tuvieron suerte.
—Pues yo diría que se requiere valor para desafiar a Rusia teniéndola como quien dice a dos pasos.
—¡Qué valor ni qué niño muerto! —estalló Gottling—. Todos los suecos, del primero al último, tienen un miedo cerval de Rusia, y cuando esta alza el gallo, Suecia se arrastra a sus pies. ¿Por qué cree que no hemos ingresado en la OTAN? Porque tenemos miedo de Rusia, nada más que por eso. Ojalá tuviésemos el valor de Noruega. Los noruegos desafiaron a los nazis, cosa que nosotros no hicimos, y ahora desafían a los comunistas, cosa que nosotros no haremos. Como eso de dar el premio de la Paz 1961 al viejo Dag Hammarskjöld, a sabiendas de que los rojos le tenían un odio a muerte. ¿Pero nosotros, los vecinos de al lado? Estamos amarillos de miedo, lo sabemos y no nos gusta. ¿Entonces, qué hacemos para poner a salvo el honor nacional? Hacemos el hombre con gestos infantiles… sacándole la lengua a Rusia y negándonos a concederle el Premio Nobel. ¿Cómo queda, después de esto, el sacrosanto premio? Reducido a una cuestión de política local. Convertido en un instrumento político que vosotros, los cabezotas americanos —excepto los polacos— consideráis un gran honor. Jesús, qué porquería.
Les sirvieron la nueva ronda de bebidas y Craig vertió parte de la suya al llevársela a la boca.
—¿Qué dijo más sobre el premio? ¿Que era antiamericano y germanófilo…?
—Sí, eso dije. Las cifras hablan. No se preocupe, que las tengo todas en la cabeza. La Química, por ejemplo. Sólo un americano, Richards, de Harvard, ganó el premio en treinta y un años. Ahora la Física. Sólo un americano, Michelson, de mi querido Chicago, obtuvo el premio en veintidós años. Y veamos qué pasa con la Literatura. También hay sólo un americano, Red Lewis, en treinta y cinco años. ¿Y la Medicina? Sólo dos americanos, Carrel y Landsteiner, en treinta y dos años[24] Pero los alemanes… oh, los chicos de la Fundación Nobel los reverenciaban. Quince ganadores en la primera década, sin contar el Premio de la Paz, del que no vale la pena que nos ocupemos. En Suecia, casi bastaba con exhibir un título de Francfort o de Heidelberg para que le presentasen a uno como candidato. Durante cuarenta y cinco años, los boches fueron la raza superior por estas latitudes, a pesar de que éramos más nórdicos que ellos. Pero cuando vosotros los vapuleasteis de lo lindo en la última guerra, y cuando sacasteis la bomba atómica, ¡la de carreras que hubo en todos los Comités Nobel…! Y ahora os tiran premios, y a los ingleses también, como si fuesen confeti. No me hable de imparcialidad, cuando se refiera a ese condenado premio que ha ganado.
—¿Qué tiene de malo el premio que he ganado? —preguntó Craig, atisbando a Gottling con ojos de mochuelo y vertiendo de nuevo el whisky.
—¿Qué tiene? ¿Me escuchaba o qué? ¿O ya ve doble? Le hablaba de Rusia…
—Lo había olvidado.
—Siete rusos en sesenta años en cinco categorías distintas, y ni uno solo puede considerarse un premio indiscutible. No se trata sólo de anticomunismo. Es más: es antieslavismo. Temblamos como unos azogados desde la época del Zar. ¿Qué pasó en Fisiología y Medicina durante los sesenta premios concedidos? El viejo Pavlov debiera haberse llevado de calle el primero. Pero no, el Comité lo desairó durante cuatro años seguidos, hasta que tuvieron que ceder a las presiones que les hacían de todos lados. Y en 1908 tuvieron que dar la mitad del premio de Ehrlich a un ruso, porque era del dominio general que había realizado la misma labor que Ehrlich en el terreno de la inmunidad. Dos asquerosos premios de Medicina a Rusia en sesenta años y ninguno durante medio siglo. Ahora veamos la Química. La mitad del premio de 1956… y esto es todo, amigo, esto es todo en sesenta años. ¿Y qué diremos de la Física? ¡Un solo premio, dividido entre tres rusos, en sesenta años! Y esto es todo en cuanto a las recompensas científicas. Yo no soy un enamorado de los rusos. Como le dije antes, me dan asco. ¿Pero qué tiene eso que ver con los descubrimientos? Rusia es la nación que va a la cabeza en lo tocante a la longevidad y la genética. Son rusos quienes lanzaron el «Sputnik» con un tipo llamado Gagarin dentro. Han inventado penes artificiales para heridos de guerra. El ruso Popov demostró la transmisión inalámbrica antes que Marconi, y Ziolkovsky ya había concebido el cohete de varias etapas en 1911. Pero según nuestra Academia Sueca de Ciencias…, no, según los idiotas del Premio Nobel, Rusia es un país desprovisto de científicos. Y esos idiotas de Oslo no les van a la zaga. Rusia no obtuvo un solo premio de la Paz en sesenta años, pero Alemania —¡Alemania sí!— obtuvo tres, Francia ocho y vosotros los americanos, doce. Y con esto, hijo mío, volvamos a nuestras ovejas… a la Literatura.
—Bunin y Pasternak —murmuró Craig.
—Iván Bunin y Boris Pasternak: dos rusos en sesenta años. ¿No ha pensado alguna vez en quién vivió y escribió en Rusia durante estos sesenta años? Todos sabemos que la candidatura de Tolstoi fue rechazada nueve veces. ¿Pero qué me dice de Chejov, de Andreiev, de Artzibachev y de Máximo Gorki…? Gorki vivió hasta 1936. Nada, nada, nada.
—Bunin y Pasternak —repitió Craig.
—¡Monsergas! —aulló Gottling, sin que ninguno de los reunidos en el bar levantara siquiera la cabeza—. Bunin era un ruso blanco, un refugiado anticomunista que vivía en París y tradujo la Hiawatha de Longfellow. Se hallaba ausente de Rusia desde hacía quince años, cuando vosotros, los americanos, presentasteis su candidatura y conseguisteis que saliera elegido en 1933. Y en cuanto al viejo Boris Pasternak, el ídolo de los públicos selectos, el hombre de brío y arrestos, solitario en su dacha…, ¿a quién le importaba, mientras escribió poesía sólida y perdurable? ¿Quién lo premió entonces y reconoció su talento? No fueron los rastreros y adulones jurados del Premio Nobel, se lo aseguro. Pero en cuanto publicó aquella novela en la que ponía en solfa al comunismo, tan pronto como el valor de decir públicamente lo que ningún sueco se atrevía a decir, lo coronaron con el premio que él no podía aceptar. Algún día pienso escribir unos consejos dirigidos a los escritores de todo el mundo. Les diré: «¡Escritores, arriba! Tanto si sois rusos, americanos o lo que sea, pergeñad un engendro antirruso, haced que lo traduzcan al sueco, y asunto concluido. Obtendréis el Premio Nobel y una buena tajada de los cuartos del viejo. Exactamente como Andrew Craig».
Craig miró a Gottling con ojos lacrimosos.
—¿Qué demonios significa eso?
—La verdad, hijo, la verdad —dijo Gottling, eructando y bebiendo luego un copioso trago de ginebra—. Así es la vida. ¿Por qué crees que te han dado el Premio Nobel? ¿Porque eres un autor de categoría? ¿Porque eres el mejor de este año? ¿Porque eres el primer creador de literatura idealista de la Tierra? ¿Eso es lo que crees? ¿Eso es lo que te dijeron Jacobsson y ese colchón de Ingrid Pahl? ¿Porque eres alguien digno de figurar junto a compinches tan distinguidos como Kipling, Undset, Galsworthy y O’Neill? ¡Paparruchas! Tú eres un Don Nadie, y los del Premio Nobel lo saben e interiormente, en Escandinavia, también lo sabe todo el mundo. Estás aquí formando parte de una comedia, porque han querido valerse de ti, y esto es todo. Esta es la verdad, amigo. ¿Quieres otra copa?
—¿De qué hablas? —dijo Craig. Tenía el cerebro y la boca abotargados, como si estuviesen llenos de algodón en rama, pero notó una sensación de alarma a distancia—. ¿Me vas a seguir dando más uvas amargas?
—Yo soy la única persona de Suecia capaz de hablarte claramente, Craig. Me queda aún bastante compasión para ser sincero. No quiero verte haciendo el ridículo. ¿El Premio Nobel de Literatura a Andrew Craig? ¡Ja! Pura imbecilidad. El Premio Nobel de propaganda anticomunista, debiera titularse. Te lo dieron a causa de un forcejeo diplomático que tenían los suecos con los rusos por dos islas del Mar Báltico —¿No lo leíste en los periódicos? Apuesto a que no— y los suecos llevaban las de perder y se arrastraron a los pies de los rusos. Pero tenían que salvar las apariencias —o, como ahora se dice, con nuestro único orientalismo admitido, salvar la cara— y por lo tanto, sabiendo que llevaban las de perder, asestaron un pescozón inofensivo a los rusos premiando tu novelita anticomunista El Estado Perfecto. Esto es para demostrar que son chicos mayores y que no temen a nadie, aunque a veces se arrastren por el suelo.
—Estás tratando de hallar una compensación para tu fracaso, Gottling. Estás resentido y tienes que desahogar tu malhumor de una manera u otra. Si la Academia Sueca quería abofetear a Rusia por medio de un premio, podía encontrar novelistas en una docena de países, que hubiesen escrito obras antisoviéticas más fuertes que la mía.
—Oh, no. Tú estás ciego y no ves en absoluto lo que ocurre. Sería demasiado peligroso premiar al autor de una obra abiertamente anticomunista…, no quieren que se repita lo de Pasternak. Entonces sudaron tinta…, no quieren tener que aguantar más golpes como aquel. Como te dije, ellos sólo querían dar un pequeño pescozón al coloso, para salvar las apariencias y acallar sus remordimientos de conciencia. Tu novela es anticomunista, de acuerdo, pero hay que sacarla de la funda de caramelo para descubrirlo. Si Moscú se enfada —y se ha enfadado, por lo que leí en Ny Dag, el boletín que publica nuestro Comité— la Academia Sueca puede hacerse la sorprendida —y además lo ha hecho— para encogerse de hombros y decir que ellos han premiado una novela puramente histórica inspirada en Platón y la antigua Siracusa. ¿Comprendes, hombre? Pero todo el mundo sabe que es distinto, aunque no puedan demostrarlo. Es un gesto de miedo, como silbar en la oscuridad para darse ánimos, del mismo modo como el tuyo es un libro asustado.
—Para citar a Gunnar Gottling…, todo esto son monsergas.
—¿De veras? Un cuerno lo son. Escúchame: si no estuviese saturado de alcohol, no podría decirte lo que te digo. Pero tengo dos buenos amigos en la Academia Sueca. Son los que presentan mi candidatura todos los años. Y después de cada votación, me dan cuenta detallada de sus incidencias. Cuando surgió tu nombre, sólo tres de los doce, esa bruja de la Pahl y otros dos incautos, consideraron que tú valías más que A. A. Milne o Edgar Guest. Tú tenías la partida perdida de antemano, hasta que alguien sacó a colación Rusia y esas dos islitas del Báltico. Entonces los ánimos se exaltaron y en aquel momento alguien dijo que lo único bueno que tenía tu libro era que desenmascaraba a los rusos —es decir, tomándose la molestia de leer entre líneas—, y al cabo de una hora, la mayoría estaba de acuerdo en que si te daban el premio, serviría para denunciar a los rusos, para quitarles la careta de verdad. Y así fue como lo obtuviste y como nosotros hemos desenmascarado a los rusos. Lo siento, chico. Algún día escribirás libros de verdad, pero el que te han premiado no es de esos, y todos lo sabemos…, así es que vuélvete a casita con el dinero y el título y piensa que has tenido mucha suerte.
Craig permanecía sentado, muy quieto y erguido. La película de alcohol que lo recubría, como la placenta en la cámara prenatal, no era bastante fuerte para proteger su nuevo y frágil nacimiento como hombre. Hasta entonces, se había limitado a escuchar a Gottling, sin tomárselo demasiado en serio. Aquel embrutecido sueco era un criticón y le gustaba llevar la contraria. Aumentaba su estatura rebajando a los demás y bastaba con comprender esto para comprender al hombre, que entonces incluso hacía gracia. Pero sus últimas palabras tenían un retintín auténtico y, si aquello era cierto, la verdad resultaba devastadora. Craig quería renacer allí en Estocolmo, y que aquel último renacimiento de su personalidad y su alma fuese completo y saludable. Si abortaba, si nacía prematuramente, sólo le esperaba la esterilidad y la muerte como escritor. Se negaba a aceptar la repugnante exposición de Gottling.
—Tratas de hacer de mí un amargado, Gottling, pero no podrás. Ya te he calado. Eres una ruina humana, un fracasado y un resentido. Como no puedes ponerte a la altura de los demás, tratas de rebajarnos, de arrastrarnos al albañal en que te revuelcas. Pretendes justificar tus emboscadas enarbolando las banderas de la sinceridad y la honradez, pero tu verdadero estandarte es una profunda enfermedad del alma. Si no fuese que tú me has invitado, te arrojaría estas bebidas a la cara.
Con un gruñido, Gottling se volvió para enfrentarse con Craig, mientras sus ojos centelleaban.
—No lo intentes. Yo me como a los laureados. Los hago trocitos y me los como.
—A este, no. Este no te pasaría. ¿Quedamos en que invitas tú?
Gottling guardó un breve silencio.
—Sí, yo invito.
—En este caso, está bien.
—Craig, no conseguirás que me pelee contigo. Porque tienes que saber que te tengo demasiada simpatía para eso.
La mirada de Craig reflejó su sorpresa.
—Desde luego —prosiguió Gottling—. Ya sé que eres un cero a la izquierda, y sé que tú también lo sabes. Tal vez algún día no lo seas. Algún día serás una figura —si vives lo bastante—, pero ahora, eres un cero a la izquierda. A pesar de todo, te tengo simpatía… ¿Sabes por qué? No me avergüenza decírtelo. Porque dijiste a los periodistas que yo tengo talento y que debieran haberme dado el premio. Los periódicos publicaron íntegra tu declaración. Hacía mucho, muchísimo tiempo que nadie decía eso, y nadie con título lo dijo jamás. Esta satisfacción me durará hasta que muera.
—Pero… ¿Qué importancia puede tener que yo diga que tú tienes talento? ¿No quedamos que soy un cero a la izquierda?
—Tal vez no lo seas, y quién sabe si yo tampoco lo soy. Nunca fueron mi fuerte las matemáticas. Toma otra copa, Craig. Invito yo. Pago esta y todas las anteriores.
No estaba muy claro para Craig cómo llegó frente a aquel gran gimnasio de Valhallävagen, cerca del Estadio Olímpico, poco antes de las diez y media de la noche.
No recordaba que Gunnar Gottling le hubiese dejado a la puerta del Grand Hotel para irse acto seguido. Craig permaneció tambaleándose frente a la entrada, sin saber qué partido tomar. El aire era helado y la entrada estaba desierta —incluso el solícito portero se había refugiado en el interior— y las únicas señales de vida eran los dos taxistas encerrados a cal y canto en sus vehículos y apaciblemente dormidos.
Al principio, a Craig no le importó el frío. El alcohol lo inmunizaba en cierto modo contra él. Permaneció allí, balanceándose ora sobre una pierna, ora sobre otra, sopesando su único problema y sus tres posibles soluciones.
Su problema era… su vacío interior. El hijo de su espíritu, en el que cifraba tantas esperanzas, cuidado y vuelto a la vida por Jacobsson en la Academia Sueca, por Emily, por los estudiantes aquella mañana y aquella tarde, había nacido muerto, después de todo. El ataque de Gottling lo había aniquilado. En cuanto a él, se hallaba tan muerto como aquel atardecer en Miller’s Dam, una hora antes de que llegase el telegrama, cuando Lucius Mack lo acostó y él se hundió en la inconsciencia. Sí… se sentía vacío.
Mientras notaba en su cara el glacial mordisco del viento, se le presentaron tres soluciones. Si la ópera hubiese terminado, podría reunirse con Emily, que le infundiría nueva vida. Pero presentarse así a ella, desprovisto de fuerza, con la voluntad débil, confuso y aturdido, tal vez la ahuyentaría para siempre. Y había otra cosa, otra cosa, que sentía en su cabeza, en su corazón y en sus entrañas: quería el abrazo vital, el amor femenino.
Craig lo deseaba desesperadamente, quería ingerir el filtro que anularía el vacío, que demostraría su valor ante sí mismo y el valor que tenía la tierra para él. Quería clavar una aguja en un muñeco, clavarla profundamente, para disolver por medio de este ensalmo el enorme y perverso Gottling. Deseaba a Emily, pero ella no estaría preparada ni prevenida, le faltaría el conocimiento necesario para entenderlo, y la fuerza de su pasión la obligaría a huir y, después, ya no volvería a encontrarla jamás. No, no podía ser Emily.
Tomó en cuenta la segunda solución que, en aquella noche desapacible, se le aparecía llena de cordura y lógica. Leah, la rígida Leah. Su estado de abatimiento y embriaguez sería para ella algo familiar, comprensible, que aceptaría al instante. Pensó en Leah, con el cabello suelto cubriéndole los hombros, sus familiares facciones eslavas, su pecho opulento y sus piernas musculosas. Allí encontraría fácil admisión y consuelo y la batalla terminaría por fin. Durante un largo instante, allá fuera, bajo el aire helado, la tentación, el atractivo de aquella solución tan sencilla, casi le obligaron a entrar. Pero de pronto, bajo la claridad del viento gélido, el hotel se convirtió en la casa de Appomattox, y si entonces entraba sería Lee, cuando en realidad se proponía ser Grant[25]. No, aquel no sería el día de la rendición.
Entonces se le apareció la tercera solución: Freya, la diosa sueca del amor carnal. La solución fue un milagro nocturno que no suscitaba ningún peligro ni exigía ninguna rendición.
Inmediatamente Craig se acercó al taxi más próximo, despertó al sorprendido taxista golpeando con el puño en la ventanilla y le pidió que lo llevase a Polhemsgatan 172C.
Cuando llegó frente a la casa, el anciano portvakt estaba en el vestíbulo, reparando alguna cosa. Se acercó por curiosidad a la puerta y reconoció a Craig, al que recordaba por haberlo visto la vez anterior. Al instante salió cojeando al exterior, agitando las manos, y se puso a hablar largamente con el taxista, haciendo ademanes negativos.
—Me ha dicho —dijo el taxista a Craig— que la señorita que usted busca no está en casa esta noche. Una vez al mes va al club, y hoy era precisamente su día.
Craig quiso saber cuándo volvería Lilly. El portvakt no lo sabía, aunque creía que sería tarde, pues siempre solía regresar tarde.
—Averigüe dónde está —ordenó Craig al taxista— y después lléveme allí.
Habló sin meditar. Sólo tenía en cuenta su necesidad y la abnegada prontitud de Lilly en atenderle. Sabía únicamente que tenía que rescatarla del ambiente frívolo del club para que ella, a su vez, pudiera salvarlo a él.
Y así fue como, a aquella hora tan avanzada de la noche, con un frío intensísimo, terminó plantándose ante la entrada cuadrada del gimnasio de Valhallävagen.
Avanzó con paso no muy seguro hacia la puerta verde, la abrió con esfuerzo y entró en el interior tambaleándose. A pesar del piso de cemento del vestíbulo, la estancia estaba muy caliente gracias a un enorme radiador. No había allí ningún mobiliario, con excepción de una mesa y una silla, ocupada entonces por una mujer de mediana edad y de aspecto masculino, que llevaba un vestido marrón. Tenía un archivador metálico abierto ante ella y se dedicaba a clasificar fichas. Dirigió una sonrisa sorprendida a Craig cuando este se aproximó a ella.
—Busco a miss Lilly Hedqvist —dijo Craig, pronunciando las sílabas claramente—. Me han dicho que pertenece a este club. Yo soy un amigo suyo norteamericano. ¿Podría verla?
—Verá usted… —dijo la empleada.
—Se trata de un asunto de mucha importancia.
La mujer se levantó.
—Permítame un momento.
Se alejó con paso firme, abriendo y cerrando con rapidez una puerta interior.
Para Craig, aquella espera fue muy tediosa. No podía sentarse en ninguna parte, así es que trató de pasear, pero andaba con paso tan inseguro, que por último se resignó a la inmovilidad, apoyándose en una pared.
De pronto la puerta interior se abrió y la empleada la sostuvo, para dar paso a dos personas, que salieron al vestíbulo. Una de ellas era un caballero alto y anciano bastante encorvado y de cara zorruna, vestido de manera extravagante. Llevaba un albornoz azul de punto, con lunares, y unas sandalias de playa. La otra persona era Lilly Hedqvist, que llevaba un albornoz blanco de tela basta e iba descalza.
Mientras el anciano caballero se quedaba junto a la mesa con la empleada, Lilly, que llevaba sus rubios cabellos recogidos por una cinta y mostraba una arruga de preocupación en la frente, cruzó con rapidez el piso de cemento en dirección a Craig.
—¿Qué ocurre, míster Craig? —le preguntó en voz baja—. ¿Se encuentra bien?
Él se sentía fascinado por su albornoz y sus pies descalzos.
—¿Pero qué clase de club es este?
—Es nuestra sociedad nudista. Le hablé una vez de ella, ¿no se acuerda? En invierno, nos reunimos una vez al mes en este gimnasio para tomar baños de sol artificial y asistir a conferencias. Esta noche hay reunión especial para los nuevos socios. ¿Cómo supo que estaba aquí?
Él se lo dijo, pero seguía fascinado por su albornoz de tela basta.
—¿Es esto lo que llevan todos… albornoces y trajes de baño?
—No. No lo entiende usted. Esta es una sociedad nudista. Yo no llevo nada debajo del albornoz. Aquí todos somos libres y abiertos, como buenos amantes de la higiene. Los nuevos socios llevan a veces esta cosas, estas prendas de transición, durante algunos minutos, hasta que se les pasa la timidez, y entonces se las quitan.
Al salir, tomé este albornoz del armario, pues no podía imaginar quién venía a verme.
—Lilly, ¿no podríamos irnos, ahora? Tengo que verte.
—Es imposible, míster Craig. Este año yo soy la secretaria y tengo que tomar notas de la reunión, para levantar acta. Además, me interesa mucho oír la conferencia para los nuevos socios.
—¿Durará mucho?
—Una hora.
—¿Una hora? No puedo esperar tanto. ¿Qué haré hasta que termine?
Ella se mostró inquieta al verlo tan abatido. Deseaba ayudarlo. De pronto su cara se iluminó.
—Ya lo tengo. Entre y escucharemos juntos la conferencia. Además, le resultará muy interesante. Tal vez se decida a adoptar nuestras prácticas higiénicas.
—Desde luego, estando contigo.
—Permítame. Voy a pedírselo a nuestro director.
Craig permaneció apoyado en la pared, observando y escuchando, mientras Lilly se acercaba al caballero anciano vestido con el albornoz a topos y empezaba a hablar con él rápidamente en sueco. El flaco caballero contestó, Lilly añadió algo y el director midió con la mirada a Craig. Por último asintió y salió del vestíbulo.
Lilly regresó junto a Craig con aire triunfante.
—Perfecto —le dijo—. Al principio estaba preocupado, porque no ha pasado usted por el examen, pero yo le dije que era un viejo amigo de mis parientes de Minnesota…
—¿Tienes parientes en Minnesota?
—No, por supuesto. Conseguí convencerle cuando le dije que usted pertenecía a la Asociación Americana de Amigos del Sol de Nueva Jersey —la conozco porque a veces la han citado en nuestros boletines—, añadí que había visto su carnet, que le interesaba nuestro nudismo y que deseaba asistir a una reunión.
—¿Entonces, podremos estar juntos?
—No habrá ningún inconveniente.
Ambos se dirigieron hacía la puerta del fondo. La empleada, que seguía de pie, inclinó la cabeza en gesto de bienvenida cuando ellos pasaron. Craig avanzaba detrás de Lilly y la deseaba más que nunca, pero, dominándose, evitó tocarla. Así llegaron frente a otras dos puertas verdes.
Lilly señaló la de la mano derecha.
—Esta da al gimnasio. Cuando esté listo, venga, yo le esperaré. Pero dese prisa. La conferencia empieza en seguida. —Luego le indicó la puerta de la izquierda—. Esa comunica con los vestuarios de hombres y mujeres. Utilice un armario vacío para guardar sus ropas.
Cuando se disponía a irse, Craig la sujetó por el hombro.
—¿Qué dices… un armario para mis ropas? ¿Qué tengo que hacer?
Ella parecía sorprendida.
—Pues desnudarse —le dijo con sencillez—. Esta es una sociedad nudista. Yo voy desnuda, como todos.
—Lilly…, por el amor de Dios…, yo nunca he hecho nada semejante.
—Yo ya le he visto desnudo, y no estaba avergonzado.
—Naturalmente. Pero así, en público…, en presencia de otros hombres y de otras mujeres…
—Míster Craig, verá usted que esto es más fácil y más normal de lo que cree. La anatomía humana no tiene nada de indecente. Las ropas, aunque sean escasas, son las que despiertan la curiosidad y la lascivia de la gente. Cuando todo el mundo está desnudo, no pasa nada absolutamente. Es algo completamente natural, como usted verá. No sentirá curiosidad ni tendrá malos pensamientos. Se sentirá diferente. Vamos, desnúdese pronto y venga, para no perderse la conferencia.
Craig estaba convencido de que muchas de aquellas frases de Lilly eran aprendidas de memoria y procedían sin duda de textos naturistas. Pero la cara de la joven estaba muy seria, animada por una especie de fervor religioso, y Craig no quiso contradecirla.
Una vez terminado su pequeño sermón, Lilly se apresuró a abrir la puerta del gimnasio y desapareció por ella. Craig, aturdido aún por el alcohol, trató de hallar algún sentido a aquella comedia. Luego recordó que Lilly, con toda su solemnidad, le estaba esperando, y que él no tenía derecho a decepcionarla. Dios mío, se dijo, ¿a todos los borrachos les suceden estas extrañas aventuras? ¿A todos los borrachos y a los que han perdido la carta de navegar? Y entonces pensó: qué diablo, aquí han venido todos a recibir, por lo tanto dales algunas patadas y que ellos te den también alguna, y terminemos de una vez. Animado por esta resolución, entró en los vestuarios.
En el interior de la estrecha habitación, parecida a todos los vestuarios que había conocido en su adolescencia y durante el servicio militar, que olía a duchas húmedas y jabón resbaladizo, se quitó el gabán y la chaqueta. En busca de un armario vacío, abrió tres que contenían ropas, los dos primeros ropas masculinas y el tercero una falda, una blusa y ropa interior femenina. De nuevo vaciló, pensando si se atrevería a acceder al capricho de Lilly.
El cuarto armario estaba vacío y en él colgó su gabán y chaqueta. Al sentarse en el banco para quitarse los zapatos y los calcetines, trató de formularse el pensamiento que lo preocupaba. A pesar de Gottling, él era un hombre importante en un momento crucial. ¿Qué pasaría si Sue Wiley o algún otro periodista, o incluso Jacobsson, se enterasen de que él había estado allí? Aquello daría pábulo a la sospecha, que algunos alimentaban, de que era un alcohólico sin remedio. Y a le parecía ver los titulares de los periódicos americanos: PREMIO NOBEL EMBRIAGADO SE HACE NUDISTA. Ningún honor podría contrarrestar aquel daño. Después de aquello, sería imposible que Alex Inglis consiguiese hacerlo ingresar en el Colegio Joliet.
Cuando estuvo descalzo y sin camisa, comprendió que su miedo no era del escándalo, sino de otra cosa y que, como siempre, se había dedicado a racionalizar su vacilación. Abrió la hebilla del cinturón, se desabrochó los pantalones, hizo correr la cremallera y se los quitó. Sólo llevaba ya los calzoncillos azules y esta prenda y su miedo eran lo único que le quedaba. Mentalmente, aquella velada lo había deprimido, pero en lo físico, la bebida y la desesperación lo habían estimulado, haciéndole desear el cuerpo desnudo de Lilly de una manera salvaje. Y aún seguía deseándolo. Y tendría que enfrentarse con ella en cueros, para verla completamente desnuda, y el impacto emocional escaparía a su dominio. Y habría allí otras muchachas, tal vez tan bonitas como Lilly, y él vería sus partes pudendas, se sentiría dominado por su desenfrenada imaginación y reaccionaría de acuerdo con la Naturaleza. ¿Y si le ocurriese eso? ¿Reaccionaban así los hombres en las reuniones nudistas? Si así fuese, que Dios me asista, se dijo. ¡Bonito espectáculo ofrecería!
Se quitó los calzoncillos, los metió en el armario y quedó convertido en un nudista: el laureado nudista.
Salió al corredor, lo examinó con mirada temerosa para ver si la empleada se hallaba presente, pero no había nadie. Ante la puerta del gimnasio, vaciló por última vez. De pie ante la puerta y desnudo, no sabía qué hacer con las manos. ¿Dónde estaban los bolsillos del pudor? Mantendría los brazos colgando al costado. Bien, al cuerno todo. Empujó la puerta y entró en el gimnasio.
Las luces —no las del techo, sino las hileras de lámparas ultravioleta colocadas al fondo de la sala— lo cegaron momentáneamente, y se cubrió los ojos. Antes de que pudiera adaptarse a la enorme sala y a las personas o las cosas que esta contuviese, vio a Lilly. La joven avanzaba hacia él con un bloc y un lápiz en la mano y expresión risueña. Él aún no la había visto completamente desnuda e iluminada y entonces no había allí nada capaz de despertar su pasión. Todo estaba ante él, a la vista, evidente, sencillo y natural.
Craig se sintió impresionado por aquel espectáculo, y sin embargo, con alivio por su parte, no experimentó el acicate del deseo. Era como si, junto con muchos otros, compartiese el gozo de una maravilla de la naturaleza. Era algo que producía un placer distante y objetivo, sin implicaciones sexuales.
—¿Se encuentra mejor, ahora? —le preguntó Lilly.
—Todavía estoy un poco bebido.
—Lo sé. Pero es bueno quitarse las ropas y ser como Dios nos hizo, libres y saludables, ¿no es verdad?
—Sí, supongo que sí… Eres increíblemente bonita, Lilly.
—Aquí no hablamos de estas cosas —le amonestó ella, pero en el fondo el cumplido le gustó—. Todos los naturistas son bonitos de una manera u otra.
—¿Y aquí, qué hacen? —preguntó Craig, apartando la mirada de Lilly. Sus ojos ya se habían adaptado al resplandor y entonces, por primera vez, pudo distinguir a los nudistas que ocupaban el gimnasio.
Se veían cuerpos por todas partes, cuerpos de todas clases…, había allí por lo menos doscientas personas de ambos sexos, jóvenes y viejas, unas tendidas sobre colchonetas para tomar baños de sol artificiales, otras sentadas en las hileras de bancos de madera, enfrascadas en conversación, otras de pie, charlando en grupos, y una docena o más jugando al balón volea. Craig vio a hombres larguiruchos, rechonchos, flacos y gordos. Mezclados con ellos había mujeres de mediana edad, jóvenes, unas con pequeños senos en agraz[26], otras con senos voluminosos, y algunas con senos tan perfectos como los de Lilly. No había jactancia, curiosidad malsana ni atmósfera de procacidad. Casi nadie miró a Craig cuando este se dirigió a la primera hilera de bancos, acompañado por Lilly, y pronto descubrió que no había necesidad de examinar ni observar a los demás.
Lilly le señaló el tercer banco y ambos se sentaron. Luego ella cruzó sus piernas desnudas para apoyar sobre ellas el bloc.
—Bien, ¿qué le parece, míster Craig?
—Nunca lo hubiera creído posible —murmuró él, alelado.
—¿A qué se refiere?
—Que nunca hubiera creído posible ver tantas mujeres desnudas sin notar la menor excitación.
—Ya le dije que era esto lo que ocurriría —dijo ella—. Es la ropa lo que excita. Cuando una mujer va vestida, siempre habrá un hombre que pensará en lo que está oculto. Y lo peor son las prendas reducidas, como la falda corta, el traje de baño o el bikini, porque atraen la mirada y la atención a determinados lugares del cuerpo. Pero cuando una está desnuda y exhibe estos lugares sin tapujos, ya no hay misterio ni estímulo, todo parece natural y nace un concepto nuevo, más sano, de las cosas. Míster Tapper —es nuestro director, a quien usted vio en la entrada— dice que todo se debe a la autosugestión. Afirma que la autosugestión sexual permite que muchos desaprensivos ganen millones de dólares, porque todo lo oculto y misterioso despierta la curiosidad de los hombres. Los números de varietés que se ofrecen en los night-clubs, los fundidos del cine, los asteriscos de los libros…, todo ello tiene por objeto preocupar al público acerca de la anatomía. Pero cuando uno es nudista, estas incitaciones artificiales no le producen el menor efecto, pues es una persona abierta y mejor que los demás.
—Nunca hubiera supuesto que te interesasen las cuestiones morales, Lilly —dijo Craig, sonriendo—. Pues sí, míster Tapper tiene razón y tu también. El único reparo que le pongo a la implantación pública del nudismo, es que terminaría con la excitación sexual.
—Vamos, míster Craig, usted bromea.
—Sí, bromeo.
Míster Tapper, despojado de su albornoz moteado, resultó ser todo costillas y rodillas nudosas, y ofrecía un extraño aspecto, de pie frente a un micrófono. Dirigiéndose en sueco a los reunidos, les anunció que la conferencia iba a empezar. Hombres y mujeres se levantaron de las colchonetas, los grupos se rompieron, las conversaciones cesaron y la partida de balón volea se interrumpió. Todo el mundo tomó asiento, hilera tras hilera de paletillas, espinazos y nalgas sobre madera.
—Hablará en sueco —susurró Lilly a Craig—, pero yo se lo traduciré.
En un tono seco y monótono, míster Tapper comenzó su conferencia. Mientras tomaba notas, Lilly fue traduciendo el discurso a Craig. Míster Tapper hacía la historia del movimiento nudista. Este comenzó en teoría en Alemania durante el año 1903, con la publicación de un libro titulado Die Nacktheit, del cual era autor Richard Ungewitter, hijo de un relojero. El autor defendía en su obra una sociedad desnudista, para librar a hombres y mujeres de sus estrechas vestiduras, devolviéndoles la libertad de movimiento y el goce del aire y del sol, y convirtiendo en algo tan normal y corriente la exhibición de todas las partes de la anatomía humana, que la seducción, el adulterio y la perversión quedarían enormemente reducidos. Poco después, inspirado tal vez por los escritos de Ungewitter, otro joven alemán, Paul Zimmerman —un maestro de escuela que se hizo campesino y enseñó a sus cuatro hijas a despreciar el vestido—, inauguró el primer campo nudista del mundo, llamado Freilichtparck, en Klingberg am See. Para ingresar en aquel parque, había que renunciar al alcohol, al tabaco, a la carne… y a la ropa. El parque nudista tuvo gran éxito y, en el plazo de veinte años, había ya 50 000 nudistas solamente en Alemania. La idea se difundió con rapidez por Suiza, Escandinavia, Inglaterra y por último, en 1929, llegó a los Estados Unidos. El mismo año en que el nudismo llegaba a las playas americanas, alcanzó su triunfo más resonante en Alemania: en el Teatro Volksbühne, de Berlín, una compañía nudista representó un vodevil. Este espectáculo, compuesto de danzas y acrobacias, era público, aunque todos cuantos intervenían en él iban desnudos. En la actualidad, afirmó míster Tapper, el nudismo se había extendido a casi todas las naciones de la tierra y su aceptación era universal.
—Ahora, anticipándome a las preguntas que los nuevos asociados piensan formular, desearía decir unas palabras sobre el desnudismo en general —prosiguió míster Tapper—. El pudor es algo antinatural y reviste diversas formas en las distintas partes del mundo. Una mujer sueca, francesa o americana, sorprendida desnuda, se cubrirá ante todo con las manos el pubis, pero, como Langdon Davies ha observado, una mujer árabe, sorprendida en circunstancias análogas, se cubrirá ante todo la cara, y una mujer de Laos se cubrirá los pechos, una mujer de las Célebes las rodillas, una mujer china los pies y una samoana tratará de taparse el ombligo. Como ustedes ven, esto reduce al ridículo el pudor y demuestra lo antihigiénico que puede ser. Según el nudismo internacional, la cara, los pechos, el ombligo, el pubis, las rodillas y los pies de una mujer desnuda pueden exhibirse tranquilamente, y esta no tendría que cubrirse nada, porque no experimentaría ningún sentimiento de temor.
Míster Tapper seguía hablando monótonamente en sueco y por un momento Lilly estuvo demasiado atareada tomando notas para traducir sus palabras. En una ocasión, míster Tapper hizo una pausa para beber un vaso de agua y Lilly la aprovechó para susurrar a Craig:
—Ahora empezará el coloquio, en el que él contestará a las preguntas de los nuevos miembros.
Después de rascarse el abdomen y carraspear, míster Tapper continuó su discurso, mientras Lilly se esforzaba por interpretar lo mejor posible sus palabras.
—Nuestros nuevos asociados desearán saber la contestación a ciertas preguntas. Antes de que las formulen, yo las contestaré. ¿Cuál es nuestro objetivo? Proporcionar, mediante el nudismo, mayor higiene, mayor descanso, unas mentes más sanas y una moral más elevada. ¿Permitimos la cohabitación y la actividad sexual en nuestro parque al aire libre? No. Semejante conducta significa la expulsión inmediata. ¿Pueden llevar pantalones cortos nuestros asociados? No. Cualquier clase de prenda que oculte el cuerpo, total o parcialmente, sólo sirve para provocar y excitar. La única excepción se hace con las mujeres durante el período de la menstruación. ¿Tienen que preocuparse los asociados, especialmente los del sexo masculino, por la posibilidad de excitarse sexualmente durante nuestras reuniones, lo que resultaría muy embarazoso? No. No hay un solo ejemplo de que esto haya ocurrido jamás en la historia del club. El cerebro, en el que se origina la pasión sexual, no se halla estimulado por la contemplación de grupos numerosos de personas desnudas. Recuerdo ahora lo que dijo Jan Gay, autora de un libro en el que refiere su primera visita al parque nudista de Zimmerman. Los nuevos socios que hoy están aquí presentes tal vez encontrarán las reacciones de la señorita Gay similares a las suyas. «Desde luego, escribió Jan Gay, la primera vez que se entra en una de estas clases, la presencia de los cuerpos ajenos resulta muy conspicua; pero después de alternar día tras día con hombres y mujeres desnudos, un pene no tiene más importancia que un codo o una rodilla y apenas se le hace caso; y la silueta de una mujer es muy parecida a la de otra, con la única excepción de que algunas son mejor configuradas». Nuestros nuevos asociados no tardarán en comprender esta reacción.
»Pero continuemos respondiendo a las preguntas que se formulan in mente algunos de ustedes: ¿Les acarreará molestias la pertenencia a una sociedad nudista, si llega a saberse en el mundo exterior, menos tolerante? No. En Norteamérica, los nudistas sólo se conocen por sus nombres de pila y las listas de asociados se mantienen en secreto. En Suecia, no tenemos semejante problema. Como ustedes saben, los periódicos de Estocolmo, así como la prensa de Copenhague y Oslo, publican todos los años las fotografías del rey y la reina de nuestro festival del solsticio de verano, y en estas fotografías ambos aparecen totalmente desnudos y, como todos sabemos, los ganadores son muy admirados y respetados.
Mientras escuchaba, ya más tranquilizado, Craig se dio cuenta, de pronto, hasta qué punto se hallaba absorto y abstraído. Y lo más interesante era que el objeto de su absorción no eran las formas de las jóvenes desnudas que le rodeaban, sino la charla del director.
A pesar de que era escritor, durante aquellos últimos años sus raíces no habían crecido, no habían encontrado nuevas zonas de interés y experiencia, antes, por el contrario, casi se habían marchitado y habían muerto. Aquella noche, se sintió fascinado por una aventura absolutamente nueva para él. El tema del nudismo como tal, no era algo que le atrajese personalmente. Pero el hecho de que existiese todo un nuevo nivel de vida y de devoción, inconformista e incluso pintoresco, pero que atraía a tantos semejantes suyos, sin que él hubiese conocido su existencia, era lo que mayormente le interesaba. Su sed de conocimientos, de nuevos datos, su deseo de observar a la gente y a las cosas, había vuelto a despertar en él y a formar parte de su ser. Tan absorto se hallaba, que por un momento se olvidó de su amarga discusión con Gottling y de la victoria pírrica de su Premio Nobel. Casi había echado al olvido también el deseo que le inspiraba antes Lilly, entonces desnuda a su lado. Ni siquiera había pensado en Leah ni en Emily. Era de nuevo lo que no había sido desde hacía tres largos años: un escritor esponja, empapándose de nuevas sensaciones. Le animaba saber que el escritor esponja no estaba completamente atrofiado.
Míster Tapper terminó su alocución y la primera parte de la reunión tocó a su fin. La mayoría de los asociados se levantaron, unos para volver a tumbarse en las colchonetas bajo los rayos ultravioleta, otros para continuar su partida de balón volea y los restantes para volver a los vestuarios en busca de sus ropas, que les permitirían salir al mundo exterior.
—Ahora ya ha terminado —dijo Lilly—. Ya podemos vestirnos y marcharnos.
Se levantó a su lado y su cuerpo desnudo —desde sus senos llenos y sonrosados, que irguió con gesto retador al enderezarse, hasta las suaves y carnosas líneas de su cuerpo, que descendían hasta la ingle— lo dominó con su belleza femenina. Esto era lo que él había imaginado al anochecer, cuando fue en su busca. Sin embargo, entonces no lo excitó. Era otro cuerpo desnudo, uno entre tantos, sin misterio ni provocación. Suspirando, se puso en pie. Tal vez aquella no fuese su noche. Tal vez sería mejor dejarla en su casa, volver al hotel y tratar de dormir.
Siguieron a los demás hacia los atestados vestuarios, donde multitud de hombres y mujeres se vestían en medio de una babel de conversaciones en sueco. El armario de Lilly estaba frente al suyo y se separaron por un momento. Él se puso a toda prisa los calzoncillos y los pantalones y luego la camisa, metiéndose los faldones de la misma dentro del pantalón con gesto descuidado. Después tomó los calcetines y zapatos del armario y se sentó en el banco para ponérselos. Al sentarse, vio a Lilly al otro lado de la pieza. Aún estaba desnuda y hasta aquel momento conversó con una joven rolliza que se estaba abrochando el vestido.
Mientras se ataba los zapatos, vio cómo Lilly depositaba sus ropas sobre el banco y empezaba a vestirse maquinalmente. Aquel espectáculo lo fascinó.
Craig estaba ya vestido y se reunió con ella por entre los bancos. Ambos salieron al corredor. Por un instante estuvieron solos. Lilly se detuvo para ponerse el suéter. Metió un brazo en la prenda y agitó airosamente su áurea cola de caballo, mientras él la ayudaba a ponerse la otra manga. Situándose frente a ella, de nuevo cara a cara, vio que no había abrochado el botón superior de la blusa y por el escote distinguió el surco entre los senos, lo que le hizo desearla.
Esto le hizo gracia, y sonrió.
Lilly notó su sonrisa y le tomó la mano.
—¿En qué piensa, míster Craig?
—Era una idea particular —repuso—. Pensaba en la cosa más increíble de la tierra.
—¿Qué es?
—El hombre —dijo él.
Y entonces le estrechó la mano y se alejó con ella por el corredor, preguntándose cuánto tardaría Lilly en desnudarse.