El Grand Hotel de Estocolmo, alto edificio de siete pisos situado en el muelle, exactamente en el número 8 de S. Blasieholmsh, miraba al majestuoso Palacio Real por encima del canal de Strommen, de igual a igual.
Muy pocos hoteles de Europa, y ninguno en Escandinavia, sobrepasaban en esplendor al Grand Hotel de Estocolmo. Fue erigido en 1874, cuando Ulysses S. Grant era presidente de los Estados Unidos y Benjamín Disraeli primer ministro de Inglaterra y, con excepción de ciertas reformas introducidas en las habitaciones y las suites en la última década, nada había cambiado en él y se sentía orgulloso de sus años y de la alta estima de que gozaba.
A diferencia de muchos hoteles, en el sombrío mes de diciembre el Grand Hotel aún estaba más concurrido y brillante que en los meses estivales. Si bien los dos grills de la terraza estaban cerrados, a causa de su exposición a la intemperie, el comedor interior, bellamente decorado y situado después del vestíbulo, y el enorme Jardín de Invierno, con sus tres pisos, su cúpula de cristal, sus balcones y arcadas sostenidas por columnas, mostraban abundancia de huéspedes e invitados.
Había exactamente 297 habitaciones en el Grand Hotel, perfectamente atendidas por 550 empleados de ambos sexos. Aquella mañana del 3 de diciembre, todas las habitaciones excepto las ya ocupadas, se consideraban reservadas. Había seis suites de lujo, dotadas todas ellas con un par de vestíbulos, saloncito, dormitorio con camas gemelas o dos dormitorios de una cama, y un espacioso cuarto de baño provisto de dos lavabos, retrete y bidé. Todos los años por esta época, estas lujosas suites se reservaban para los ganadores del Premio Nobel que se reunían en Estocolmo. Los gastos que esto representaba durante siete días, así como los desayunos que les subían del «Continental», corrían a cargo de la Fundación Nobel.
Aquel año habían sido reservadas cinco de las suites y aquella mañana del 3 de diciembre, a primera hora, cuatro de las cinco suites reservadas ya estaban ocupadas por los galardonados procedentes de París, Roma, Georgia y California, mientras que la quinta, inmaculadamente limpia y aseada, continuaba esperando la llegada del laureado en Literatura procedente de Wisconsin…
El silencioso y suave automóvil del Ministerio de Asuntos Exteriores describió una graciosa vuelta en forma de U, contorneando la hilera de taxis aparcados en el muelle, y paró frente a la impresionante y monumental entrada del Grand Hotel.
Andrew Craig, embutido en un ángulo del asiento trasero por la voluminosa humanidad de Ingrid Pahl, lanzaba bocanadas de humo de su pipa, con más rapidez de la que suponía, y esperaba. Durante toda la carrera desde la estación, se mostró muy poco comunicativo. Contestó a las preguntas que se le dirigían con laconismo, y con la mayor cordialidad que pudo, para hundirse después en el silencio, mientras Leah seguía hablando nerviosamente, sin cesar de disculparse por su cambio de planes en Copenhague, excusas entreveradas con excitados comentarios acerca de lo que veía por la ventanilla. Craig apenas miraba por ella. Su desinterés y silencio se debían no al whisky —aproximadamente un cuarto de litro— que había ingerido durante la noche o a la resultante resaca, sino a una creciente aprensión, una repugnancia a visitar de nuevo el hotel donde Harriet y él pasaron su primera noche de luna de miel en el extranjero, hacía ya una década.
Habían llegado ya y aquel encuentro, cargado de emoción era inminente. El portero, que lucía un largo capote militar que le confería el aspecto de un oficial ruso blanco refugiado, abrió la portezuela del coche y se cuadró militarmente, llevándose los dedos a la visera de su gorra. Krantz fue el primero en apearse. Luego el conde Bertil Jacobsson cerró el asiento plegable de Krantz y después el suyo, y salió trabajosamente del vehículo, seguido por Leah. Ingrid Pahl siguió a esta y por último descendió Craig.
Mientras los mozos del hotel se apoderaban del equipaje, Craig permanecía en la acera de tablas, contemplando el magnífico panorama que recordaba tan bien. Las aguas del canal de Strommen discurrían plácidamente, bajo los pálidos rayos del sol, sin que hubiese llegado a cubrirlas el hielo. Hacia un lado, estaban fondeadas dos barcas blancas para excursionistas frente a la Galería Nacional. Enfrente, como un viejo león que descansara con las garras extendidas, se alzaba el Palacio Real, aquella construcción del siglo XVIII que tan familiar le resultaba. Detrás del palacio surgía el campanario de la santa iglesia de Riddarholm. Por encima del canal, uniendo la ciudad nueva con la vieja, se extendía el puente conocido por el nombre de Strömborn, por el que circulaban algunos peatones, diminutos automóviles y un tranvía eléctrico azul. A distancia se alzaba el macizo bulto de la Opera Real y oculta tras él, según recordaba, se hallaba la bulliciosa plaza llamada Gustav Adolfs Torg.
Jacobsson estaba a su lado, soplándose las palmas de las manos, a pesar de llevarlas enfundadas en guantes de piel de reno.
—Siento de veras no poder disponer de un tiempo más cálido para usted, míster Craig. Este sol engaña. En realidad, estamos a menos de diez grados centígrados. Pero al menos no ha nevado y, según me dicen no nevará durante un mes.
—Estoy acostumbrado a este clima. Donde vivo aún es peor —dijo Craig.
—¿Dijo usted que ya había estado aquí?
—Sí. Unos años después de la guerra. —Volviéndose, reconoció las enormes puertas giratorias—. Nada ha cambiado.
—¿No cree que podríamos entrar? Aquí se hiela uno.
Craig vio que Leah, escoltada por los otros dos miembros del comité de recepción, les había precedido ya, y siguió al viejo conde a través de las puertas giratorias. Una vez dentro, ascendió con lentitud los ocho peldaños de piedra, con pasos ahogados por el pavimento de caucho, y entró en el vestíbulo.
Mientras Jacobsson seguía a los demás hacia la recepción, Craig permaneció inmóvil en el rellano superior de la escalera.
Nada había cambiado, nada en absoluto. El vestíbulo principal era tan enorme como antes y entre dos columnas se abría el salón y a ambos lados de él, los ascensores con la indicación de Hiss. Caminando con paso lento hacia la derecha, dio la vuelta al gran vestíbulo. Vio el pequeño salón de lectura, con sus mullidos butacones y resplandecientes vitrinas que exhibían perfumes de Guerlain, collares de Silvanders, copas de Kosta y joyas de Sjögren. Después venía la alta puerta con el rótulo de «Grands Veranda», que daba al comedor. Junto a las paredes había más vitrinas con jarrones de Orrefors y obras de orfebrería de Jensen, después un puesto de caramelos y de pronto se tropezó con el estrecho puesto de periódicos, muy bien dotado de prensa extranjera y revistas. Allí iba todos los días Harriet, por la tarde antes del cóctel, para comprar la edición parisiense, salida el día antes, del New York Herald Tribune.
Craig no se sintió conmovido. No experimentó la menor nostalgia. Ningún recuerdo agridulce se le clavó como una dolorosa punzada. Sin embargo, nada había cambiado, excepto él.
Cuando se reunió con sus acompañantes junto al mostrador del portier, Leah se le acercó:
—No hay correo; sólo un cable muy divertido de Lucius y otro de tu editor, que dice no se qué acerca de la nueva edición de las obras completas. ¿Quieres leerlos?
—Después.
Leah frunció el ceño.
—He visto que lo estabas mirando todo. ¿Lo has encontrado diferente?
—Oh, sí. Casi lo había olvidado por completo. Sí bien se mira, sólo estuvimos aquí una semana y eso no es mucho tiempo.
—Estoy terriblemente excitada, Andrew. Es la primera vez que estoy en un sitio así.
Jacobsson se les acercó desde el mostrador donde les guardaban las reservas.
—Perdón por haberles hecho esperar —dijo cortésmente—, pero resulta que ha habido una ligera confusión respecto a sus habitaciones. Les han reservado la suite 225. Es una de las mejores, Pues domina el canal, pero sólo tiene un dormitorio con dos camas. Creyeron que eran ustedes casados.
Leah se puso como la grana.
—¿Y qué piensa usted hacer?
—Les he explicado la situación. Tendrán ustedes la misma suite, por supuesto, pues va a quedar disponible un dormitorio contiguo con una cama. Estará preparado dentro de una hora y tendrá comunicación con la sala de la suite. Entretanto, pueden utilizar ya la suite, si lo desean.
—Me gustaría ir a deshacer el equipaje —dijo Leah. Acompañada por Jacobsson y Krantz se dirigió al ascensor, pero de pronto se volvió para decir—: ¿No vienes, Andrew?
—Dentro de un momento. Voy a comprar algo para leer.
—Me temo que no tendrá mucho tiempo para eso —observó Jacobsson sonriendo.
Los tres continuaron hacia el ascensor. Ingrid Pahl, colocándose bien su sombrero floreado, se dirigió apresuradamente al mostrador de la recepción para reunirse con ellos, pero Craig le cerró el paso.
—Oh —exclamó ella—. Creía que ya había subido usted a la suite.
—Miss Pahl, yo…, ¿dónde podría beber algo?
—¿Quiere tomar un café?
—No, quiero decir un whisky con soda.
Ella no ocultó su confusión, que a Craig le pareció muy comprensible, teniendo en cuenta que sólo eran las 9.40 de la mañana.
—Pues, naturalmente, míster Craig…
—Ha sido un viaje muy pesado y yo aún sigo con el reloj a la hora de Wisconsin. Ya sé que no hay nada más desagradable que una copa de whisky antes de desayunar, pero siento que necesito un tónico.
La explicación resultó satisfactoria para Ingrid Pahl. Tomándolo por el brazo, esta le dijo:
—Venga, yo le acompañaré. ¿Le importará que yo también tome algo con usted? Ahora me iría bien un cacao caliente.
Encontraron una mesa próxima a la pista de baile y a un lado del Jardín de Invierno. Con excepción de algunas parejas, la gigantesca sala, que a Craig siempre le dio la impresión de un cenador adornado para un concierto al aire libre, estaba vacía. A aquella hora, casi todos los huéspedes del hotel tomaban el desayuno en sus habitaciones o en el comedor.
Ingrid Pahl rebuscó dentro de su bolso bordado, hasta que apareció el camarero. Craig le pidió cacao y tostadas con mantequilla para ella, y un Scotch doble con agua para él.
—La última vez que estuve aquí resultaba bastante violento pedir whisky, y en ocasiones no lo servían —dijo, buscando un tema de conversación.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace diez años.
—En efecto, por aquella época estaba en vigor aquel horrible Sistema Bratt, que imponía una limitación a las bebidas alcohólicas. No hay por qué ocultarlo…, somos una nación de borrachos… O., si usted lo quiere, de amigos de los buenos caldos. Yo diría que esto se debe a nuestras largas noches de invierno, a la humedad y al ambiente lúgubre de esta época del año…, que convierte a los hombres en adeptos del fuerte brännvin. Pero el doctor Ivan Bratt —como usted sabrá, sin duda, su ley de alcance nacional para regular la venta de alcohol entró en vigor en 1919— no resolvió nada y aun empeoró las cosas. Para obtener una cartilla de racionamiento, había que exponer todos los antecedentes personales en cada distrito a los encargados de aplicar el sistema. Era algo terrible y muy ofensivo. Y después había que hacer cola en el systemet, como si fuésemos borregos, para obtener tres litros… que tenían que durar todo un mes. ¿Se imagina usted? Y además la ley no se aplicaba por igual. Las mujeres casadas no podían tener cartilla de racionamiento para vinos y licores. Esto originaba toda clase de abusos: un mercado negro de cartillas de racionamiento, el contrabando desde Finlandia, destilerías clandestinas… Cosas que los suecos nunca habían conocido. Beber algo en un restaurante aún era más difícil. Estoy segura de que usted debe recordarlo, míster Craig.
—Vagamente. Creo que no se podía tomar un cóctel sin pedir también algo de comer, o algo por el estilo.
—En los restaurantes, podía beberse vino y cerveza a discreción, pero, ¿llegó usted a probar la cerveza de aquellos días? Era agua destilada, se lo aseguro. No se servían bebidas antes del mediodía. Las mujeres no podían beber, en realidad, hasta las tres de la tarde. Y entonces, como usted señala, había que comer algo con la bebida, aunque no se tuviese apetito. Sin comida, no se podía beber alcohol. Algunos restaurantes burlaron muy hábilmente esta medida. Servían al cliente la bebida con un huevo viejo y pasado que empleaban una y otra vez. Y aunque uno quisiera beber más, tenía que limitarse a cuatro copitas diarias, que no llegaban a nada. En la década anterior al final de la guerra, había aquí un cuarto de millón de personas que cometían delitos inducidos por el alcohol. Incluso los partidarios de la prohibición se manifestaron contra Bratt, aunque por motivos distintos. Había una sociedad que predicaba la templanza, llamada la Banda Azul, que protestaba porque aquella ley hacía que el público echase a perder alimentos muy valiosos para obtener alcohol, y esto a pesar de que media Europa sufría hambre. La verdad es que nosotros somos una nación racional y el pueblo sueco no pudo soportar por más tiempo semejante estado de cosas. Era nuestra única lacra de alcance social. Bratt fue objeto de tales críticas y vejaciones, que se vio obligado a huir a Francia. Así, en 1955, el Riksdag[14] abolió los controles sobre el alcohol por una abrumadora mayoría. Y yo me siento orgullosa de ello. Es imposible poner grilletes a todo un pueblo sediento. A pesar de que yo no bebo —sólo tomo uno o dos sorbos antes de acostarme como medida terapéutica para mantenerme a tono— esta decisión me enorgullece. Si usted quiere una botella basta con que vaya a dos o tres manzanas de aquí y pida lo que quiera en la primera bodega que encuentre. Se ha terminado el racionamiento y se acabaron los interrogatorios, aunque, evidentemente, nadie le venderá la botella a un cliente que apeste a vino y no se tenga en pie. Aunque, como no podía por menos de ser, ha surgido una nueva injusticia social. El precio de una botella de vino es muy alto. Eso tampoco me parece justo. El encarecimiento de las bebidas alcohólicas a fin de ponerlas fuera del alcance de muchas personas, puede ser un medio de crear una falsa templanza, pero es una medida aplicada en beneficio del rico, que puede permitirse beber a su gusto, perjudicando en cambio al trabajador y a los menesterosos. Mis lectores creen que yo no soy más que una vieja señora excéntrica que vive en el campo y que sólo piensa en las bellezas de la naturaleza y en observar a los pajaritos, pero soy algo más que eso, míster Craig. La injusticia me subleva. La aborrezco en todos los aspectos.
—Yo estoy de su parte —dijo Craig. Había leído comentarios sobre Ingrid Pahl, pero no conocía sus obras y no sabía por lo tanto qué clase de persona era. Entonces comprendió que le gustaba enormemente.
—Aquí tiene su copa —dijo ella—. Estoy segura de que debe de estar usted terriblemente sediento, después de oírme.
El camarero les sirvió y, tras una breve discusión, Craig consiguió que ella le dejase firmar la nota.
Ingrid Pahl levantó su taza de cacao.
—Abajo Bratt y arriba el skol —dijo.
—Viva el skol y abajo Bratt —dijo Craig, bebiendo.
—Tengo su programa —dijo ella, tocando el papel doblado que encontró mientras rebuscaba en su bolso, y que había dejado al lado de su platillo—. ¿Quiere verlo?
—Lo leeré después. ¿Cuáles son las cosas más importantes?
—La primera es hoy, a las dos de la tarde, en la Casa de la Prensa sueca. Será usted interviuvado, junto con los demás laureados, por representantes de la prensa mundial. Esta tarde, a las siete, habrá un cóctel y luego un banquete en el Palacio Real con asistencia del rey. Solamente la nobleza tiene que ir de rigurosa etiqueta. Mañana, visita de la ciudad. Sus guías serán el conde Jacobsson y un agregado. Pasado mañana, banquete en el campo ofrecido por Ragnar Hammarlund, nuestro industrial multimillonario. No es obligación asistir al mismo, pero, en su calidad de escritor, yo no me lo perdería. Después de estos importantes acontecimientos sociales, una serie de pequeños actos hasta que, finalmente, tendrá lugar la ceremonia de concesión de los premio Nobel en el Konserthuset —Sala de Conciertos— a las cinco de la tarde. ¿No le da vueltas la cabeza?
—Un poco. —Consultó su reloj—. ¿Quiere usted decir que dentro de cuatro horas ya tendré que enfrentarme con todos esos periodistas y enviados especiales? ¿Tan pronto?
—Me temo que sí.
Craig revolvió el hielo en su copa.
—Más valdrá que sólo beba una copa. —Mirando a su compañera, dijo—: ¿Cómo son estas conferencias de prensa? ¿Son muy movidas?
—Mucho.
Él se llevó la copa a los labios.
—He cambiado de idea. Tomaré dos copas.
Eran las 2.10 de la tarde, y las cuatro conferencias de prensa de los laureados con el Premio Nobel ya habían comenzado.
Con un suspiro de alivio, el conde Bertil Jacobsson se sentó en la silla de respaldo recto frente a la mesa de recepción en el retiro que le ofrecía el guardarropa del segundo piso de la Casa de la Prensa sueca. Bajo su dirección, y con la ayuda de su secretaria, Astrid Steen, la Casa de la Prensa se había preparado ya para aquellas entrevistas. La inmensa sala que había al otro lado de la puerta cerrada del guardarropa, había sido dividida por media docena de biombos en dos salas distintas e independientes. Los esposos Marceau fueron instalados en una de ambas mitades y el profesor Stratman en la otra. La sala de lectura del fondo fue destinada al doctor Farelli y al doctor Garrett. El saloncito más próximo, de mayores proporciones, se destinaría a míster Craig.
Se había planeado que los laureados se reunirían aquella noche en el Palacio Real, durante el cóctel, lo cual daría ocasión al conde Jacobsson para hacer las presentaciones. Pero teniendo en cuenta que todos se reunirían allí por la tarde, Jacobsson pensaba que su presencia simultánea en la Casa de la Prensa y sin haber sido presentados, resultaría embarazosa. En el último instante, pidió a los participantes que llegasen a las dos menos cuarto en lugar de las dos, para poder hacer las presentaciones sin demasiada ceremonia.
El cuarto de hora que transcurrió antes de la conferencia de prensa, durante el cual los laureados fueron conducidos en grupo al gran salón, para ser presentados y tomar jerez y whisky con hielo, resultó extrañamente violento para Jacobsson, y al parecer para todos los reunidos. Por separado, cada uno de ellos se mostraba sociable, incluso amistoso, pero juntos, formando grupo, se mostraban cohibidos y tirantes. ¡Qué curioso!, se decía Jacobsson. Quizás hubiera sido más acertado invitar también a sus esposas y familiares, que estaban entonces en otra parte, invitadas a almorzar con las esposas de los diversos miembros de las academias Nobel.
Salvo el doctor Farelli, personalidad subyugante y con gran don de gentes, ninguno de los restantes laureados alternaba o conversaba con facilidad. Se saludaron como unos extraños y aún continuaban siéndolo, a pesar de la victoria que compartían. El profesor Stratman tomó varias tabletas con el jerez y aparecía preocupado. Los esposos Marceau no se dijeron palabra —era evidente que había algo entre ellos, alguna causa de resquemor mutuo— y se sentían demasiado violentos para hablar con los demás. El doctor Garrett, a quien Jacobsson presentó al doctor Farelli antes que nadie como creía que era su deber, parecía haberse quedado mudo. Balbució unas palabras inarticuladas a su colega italiano y luego se apartó de él como de un leproso, para encerrarse en un extraño y agitado silencio. Míster Craig, que fue el último en llegar, no prestó la menor atención a los demás y sólo se ocupó del camarero, consumiendo tres whiskys con hielo durante aquellos quince minutos. Jacobsson acogió con sincero alivio la llegada de los primeros representantes de la prensa, ordenando a la señora Steen que llevase a los laureados a sus respectivos lugares.
Mientras tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre la mesa del guardarropa, Jacobsson se decía si la equivocación no había sido suya. Tal vez hubiera debido esperar a hacer las presentaciones hasta la noche, cuando los distintos ganadores, libres de la tensión que provocaba en ellos la inminente conferencia de prensa, con el talante más risueño y complaciente a causa de los licores servidos en el lunch del Palacio Real y halagados por la presencia de Su Majestad, se hubieran sentido más comunicativos y parlanchines. La idea de una conferencia de prensa simultánea, que nunca se había intentado hasta entonces, había sido obra suya. Varios directores de periódicos locales protestaron, pues ello significaba enviar a la reunión cuatro periodistas en lugar de uno. Pero Jacobsson no dio su brazo a torcer. Pensó que el hecho de que aquel año se necesitasen más periodistas, haría comprender a los periódicos la gran importancia que tenía la Semana Nobel. Además había supuesto que la difusión de las entrevistas celebradas simultáneamente con los seis premiados de las cuatro categorías causaría una mayor impresión en el público internacional. En aquellos momentos confiaba en no haberse equivocado.
La concurrencia era muy alentadora. El guardarropa estaba atestado de abrigos y sobretodos de caballero y señora, de todos los tipos y colores. El libro donde los invitados estampaban su firma que él tenía abierto delante, era otra prueba del éxito alcanzado por la reunión. Pasó las cuatro páginas escritas y calculó que habían asistido a ella más de un centenar de periodistas. Habían firmado en el libro representantes de todas las revistas y periódicos suecos, junto con enviados de los grandes semanarios del mundo, como Der Spiegel de Hamburgo, Swiat de Varsovia, L’Express de París, Il Mondo de Roma, el Spectator de Londres, Life de Nueva York y O Cruzeiro de Río de Janeiro. Destacaba la presencia de los enviados especiales de las más importantes agencias del Globo, como Associated Press y United Press International junto con Consolidated Newspapers de Norteamérica, la Tass de Rusia, Reuter de la Gran Bretaña, France-Press de Francia, etc.
Se dio cuenta de que la puerta del guardarropa que daba al gran salón se abría con cuidado. La señora Steen se escurrió y cerró inmediatamente la puerta.
—¿Cómo va todo? —preguntó Jacobsson con ansiedad.
—Por ahora muy bien, señor.
—¿Se portan bien los periodistas? —preguntó Jacobsson.
A decir verdad, a él no le molestaban las bromas, mientras estas se mantuviesen dentro de los límites que imponía la urbanidad. (Así, fue el primero en reírse con los demás periodistas, durante la conferencia de prensa de 1960, con las divertidas preguntas que hicieron al doctor Donald Glaser, el norteamericano que obtuvo el premio de Física. El viaje del doctor Glaser a Estocolmo coincidió con su luna de miel, y los periodistas, bromeando, preguntaron a su esposa: «¿Sabía usted que iba a ganar el Premio Nobel… y por eso se casó con él?»). Lo que a Jacobsson le molestaba era la búsqueda del sensacionalismo. Todos los años había varios periodistas que suscitaban su irritación haciendo preguntas poco delicadas o de carácter demasiado personal, con el fin de obtener titulares para la primera página.
—La prensa parece bastante mansa —dijo la señora Steen—, aunque, desde luego, la conferencia no ha hecho más que empezar. Cuando hayan bebido algunas copas más…
Se encogió de hombros.
—Y nuestros laureados, ¿qué tal se portan?
Con esta pregunta, Jacobsson quería decir en realidad si alguno de ellos había hecho observaciones inconvenientes. Aquella misma tarde, en la intimidad de sus habitaciones, había añadido una dolorosa observación a sus Notas: «En septiembre de 1930, hallándose en París Eugene O’Neill, que obtendría el Premio Nobel de Literatura seis años después, dijo al crítico norteamericano Nathan: "Considero que el Premio Nobel, si se obtiene antes de que uno sea viejo y chochee, cuesta más de lo que vale. Es un ancla atada al cuello de uno, de la que ya no podemos librarnos." Lamentable».
—Se muestran muy prudentes —contestó la señora Steen—. Pero es que las preguntas también son prudentes. Quieren saber cuáles fueron sus sentimientos cuando recibieron la noticia de que habían ganado el premio, que les hablen de su viaje a Suecia y de sus primeras impresiones en Estocolmo. Preguntas triviales. No sé qué dirán cuando la entrevista vaya por otros derroteros más atrevidos.
Jacobsson se enderezó.
—Creo que lo mejor sería que yo fuese personalmente para ver si la entrevista se hace más atrevida. Tal vez nuestros invitados se sentirán menos inquietos, si ven una cara familiar y un aliado.
Tan sigilosamente como le fue posible, el conde Bertil Jacobsson se acomodó en una silla plegable vacía del fondo, y atisbó entre los quince o veinte periodistas que rodeaban a los esposos Marceau, para ver cómo se portaban estos.
Claude Marceau dirigía la palabra a un reportero de primera fila, midiendo y sopesando cada una de sus palabras, mientras blandía su cigarrillo encendido. Sus cabellos cenicientos, su grave semblante francés que casi resultaba bello, su pulcro traje gris oscuro en espiguilla, daban la sensación de aplomo y autoridad. En el extremo opuesto del diván, casi a un metro y medio de él, estaba sentada Denise, que no miraba a su esposo mientras este hablaba. A decir verdad apenas parecía escucharlo. Permanecía sentada en tensión, con la espalda muy derecha y las rodillas juntas, mientras retorcía con sus manos un pañuelo sobre el regazo. De vez en cuando sacudía los hombros, como si el elegante vestido verde de mezclilla que llevaba le estuviese demasiado apretado. Permanecía con la vista fija frente a ella, con expresión impasible.
Jacobsson pensó si los demás también se daban cuenta de lo afligida que estaba. Deseó equivocarse, y que su aparente desasosiego fuese únicamente el resultado de lo cohibida que se hallaba al tener que presentarse en público y de su estado de nerviosismo. Con frecuencia, los químicos eran personas muy raras. Ello se debía probablemente a las muchas horas pasadas entre los alambiques, los mecheros y las bombas de vacío. Quizá sus compuestos y el alcanfor los deprimían sin que ellos se percatasen. Jacobsson confiaba en que por último Madame le docteur diría algo divertido.
Pero a pesar de que aparecía tan seria y ausente a un examen superficial, Denise no dejaba de darse cuenta de lo que decía su marido. Los está hipnotizando, pensó. Trata de causarles una impresión favorable, presentándose ante ellos como el gran genio que les ofrece las frases y las opiniones bruñidas y perfectas desde el Olimpo, se dijo. Y luego pensó: ¿Qué dirían esos periodistas si yo les dijese dónde estaba el muy sinvergüenza cuando le comuniqué que habíamos ganado este maldito premio? Y querría saber qué pasaría si yo de pronto me levantara, gritara a Claude «Oh, merde!» y me fuese.
Aquel impulsivo pensamiento fue del agrado de Denise y llevó una sonrisa a sus labios. Entonces advirtió que la sonrisa había sido advertida por el viejo conde sueco sentado en la última fila, y que este se la devolvía. Por un momento, el tormento que representaba aquella prueba se hizo menor. Después de todo, se dijo, si se divorciaba de Claude (y, por mucho que detestase aquella idea, no veía otra solución aquella tarde), su estado sería el de una viuda, aunque no exactamente una viuda, sino una divorciada, una unidad independiente, y tendría que vivir por su cuenta. A partir de entonces su futuro se basaría en su propia fama, como una sola Curie y no dos personas. No debía permitir que Claude la abandonase para dejarla vacilante, desvalida y dependiendo de él. Ella debía levantarse sola, para demostrar al mundo que no necesitaba para nada a aquel estúpido que sólo sabía correr detrás de las faldas. En una palabra, tenía que ser práctica. Y aquel era el momento. El Premio Nobel era la llave que le abría las puertas de la inmortalidad. Si ella permitía que él lo acaparase, el mundo pensaría que el honor sólo correspondía a Claude Marceau. Ella tenía el deber de convertirlo también en su victoria, como salvaguardia ante el futuro próximo.
Apartó de su mente la fantasía de la próxima noche de bodas de Claude y Gisele —¿cómo podía gustarle aquel saco de huesos?, pero indudablemente le gustaba—, y prestó atención a la oportunidad que se le presentaba.
—… y entonces interrumpimos nuestras investigaciones sobre la coenzima A —estaba diciendo Claude— y nos concentramos plenamente en la nueva posibilidad que entonces concebimos, consistente en preservar y guardar el semen masculino hereditario.
—¿Ya les has referido exactamente, querido, cómo llegamos a concebir este nuevo proyecto? —le preguntó Denise con una sonrisa forzada.
—Pues como ya he dicho, ambos nos concentramos plenamente en…
—Sí, ya sé. ¿Pero, ya se lo has contado todo, querido?
Un reportero del Expressen de Estocolmo, sentado en primera fila, demostró un súbito interés:
—¿Qué hay que entender por todo, doctora Marceau? —le preguntó.
Denise dejó a Claude sumido en su perplejidad y empuñó las riendas con mano firme.
—Creo que resulta bastante gracioso y hasta cierto punto irónico, que este descubrimiento nuestro, por el que hemos sido galardonados, a pesar de ocuparse de los espermatozoides masculinos, tenga en su origen a una mujer. Según corroborará generosamente mi esposo, fui yo, por pura casualidad —¿pero quién sabe?, tal vez estas cosas no se deban a la casualidad— quien entrevió primero la posibilidad de este método.
El reportero del Expressen agarró por los pelos aquella ocasión.
—Perdone, doctor Marceau, pero… ¿no decía que fue usted solo quién realizó este descubrimiento?
Denise notó cómo el diván se movía bajo el estremecimiento de cólera de Claude, y esto la complació. Sin embargo, tenía que procurar que no se le escapase aquella ocasión, si quería granjearse la simpatía de la prensa.
—Oh, nada de eso. A decir verdad, mi marido y yo colaboramos estrechamente, después de que yo hube apuntado aquella posibilidad. Por favor, no incurran ustedes en confusiones: nosotros formamos un equipo. Estamos juntos. Nuestro descubrimiento sea cual fuere su valor, no puede dividirse en dos partes, ni ahora ni nunca. Lo único que yo he querido decir —pensé que les haría gracia saberlo, señores— fue que alguien tenía que concebir esta hipótesis y, en el caso presente, resulta que ese alguien fui yo.
—Efectivamente, en este sentido es cierto —dijo Claude con excesiva precipitación e inquietud, olfateando el peligro y tratando de evitarlo y no quedarse atrás—. Hace seis años estábamos almorzando con unos colegas cuando pasó de mano en mano un reciente informe sobre el óvulo femenino. Esto llevó la conversación al tema de la herencia… y al control de los factores hereditarios…
—… y entonces yo miré a Claude —interrumpió Denise determinada a acaparar la atención de la prensa y concentrando sus tiros en el enviado de Le Monde— y dije, aún me acuerdo de cuáles fueron mis palabras exactas: «Imagina que fuese posible conservar vivos los espermatozoides de un Carlomagno o un Erasmo, el óvulo sin fecundar de una Cleopatra, para activarlos hoy, por medios técnicos modernos, muchos siglos después de la muerte de sus donantes». Estas fueron mis palabras exactas, que señalaron nuestro comienzo. —Se volvió con dulzura hacia su marido—. ¿Te acuerdas, querido?
—Sí —repuso este, ceñudo—. Fue una observación fortuita. Y entonces yo apunté… («¡Ah! —pensó Denise—, está irritado. Bien, bien.»), y entonces yo apunté que estudiásemos la cuestión. —Se volvió a los periodistas—. Y así lo hicimos los dos juntos durante seis años.
Denise miró risueña a la hilera de caras.
—Yo nunca hubiera podido hacerlo sola. Mi marido estuvo maravilloso. Realizamos nuestra obra con una estrecha colaboración. Existe entre nosotros una especie de telepatía, algo que incluso se podría llamar un lazo místico. Yo sé lo que él piensa y él sabe lo que pienso yo, lo cual nos permite ahorrar un tiempo precioso.
Claude se agitó con desazón en su extremo del diván y tendió la mano hacia su copita de jerez, colocada en la mesa frente a él, mientras los periodistas, con la cabeza inclinada, tomaban notas en sus cuadernos.
El enviado especial de la Agencia France-Presse levantó la mano e hizo la próxima pregunta.
—Doctora Marceau —dijo, dirigiéndose a Denise—. Le agradecería que nos aclarase el significado de su descubrimiento… No hace falta que lo haga en lenguaje científico, pues todos nosotros somos legos en la materia. ¿Fueron ustedes los primeros en ocuparse de la cuestión, o ya se habían interesado otros por el mismo problema?
—En realidad, eso son dos preguntas, pero trataré de contestar a ambas —replicó Denise con una sonrisa cautivadora—. Empecemos por la última. Lo que hizo posible nuestro descubrimiento fue la aplicación coronada por el éxito, de la fecundación artificial a los seres humanos. Esto se intentó por primera vez en Londres hace un siglo y medio. El mayor progreso realizado en el campo de la fertilización artificial lo alcanzó en 1939 el doctor Gregory Pincus, de la Universidad norteamericana de Clark, si recuerdo correctamente. Trasplantó el óvulo de una coneja a otra, consiguiendo obtener descendencia con toda normalidad. Actualmente, a pesar de la oposición que se le hace por motivos religiosos y pese a los obstáculos legales que a veces encuentra, la fecundación artificial se practica en gran escala. Solamente en Norteamérica han nacido cincuenta mil niños de los llamados del «tubo de ensayo», es decir, niños concebidos sin el coito. Una vez fue posible este método artificial de procreación, posible y aceptable, el siguiente paso consistió en regular los factores hereditarios… Este es el que dimos mi esposo y yo —dijo, volviéndose hacia su marido—. Antes de que yo te llevase por este camino, Claude, ¿cuántos otros investigadores, en tu opinión, abordaron el mismo problema?
Claude no se dignó mirarla ni contestarle directamente. En lugar de ello, se dirigió al enviado de la Agencia France-Presse:
—En Francia, nuestro famoso doctor Jean Rostand, ya mantuvo vivas las células seminales de una rana en 1946. En Londres también se consiguió mantener vivo el semen de un toro, tratado con glicerina y nieve carbónica. Debe usted comprender, señor, que el problema consistía en evitar que muriese la esperma masculina, a fin de poder transferirla. En la fecundación artificial, la esperma del donante apenas tenía más de dos horas. El problema consistía en mantener viva aquella misma esperma humana no sólo durante dos horas, sino durante dos meses, dos años o dos siglos, y que aún conservase su poder fecundador. El doctor Pincus, a quien se ha referido mi esposa, junto con el sabio también norteamericano el doctor Hudson Hoagland, realizó notables experimentos en este terreno. Ambos investigadores consideraban posible que un genio pudiese engendrar una descendencia de varios centenares de vástagos un siglo después de haber bajado a la tumba… mediante su esperma vitrificada. Las perspectivas que esto abría a la Humanidad eran fabulosas. El propio doctor Rostand observó: «Con un sistema de selección artificial, la proporción de seres humanos de elevada calidad tendría tendencia a ser mayor —mucho mayor, a decir verdad— que en la actualidad». Nuestro problema consistía en hacer realidad este sueño, y me siento orgulloso de haberlo conseguido.
—¿Y cuáles fueron los medios empleados? —repitió el enviado de la France-Presse.
—Yo le prometí responder a esta pregunta —dijo Denise, tomando de nuevo y con toda deliberación el hilo de la charla—. Cuando conseguí convencer a Claude, que en el fondo es un escéptico, como todos los investigadores auténticos, de que aquello era algo más que una simple fantasía, colaboró conmigo en cuerpo y alma para resolver el problema de la vitrificación. Seguimos las directrices de otros genéticos… es decir, aplicamos glicerol para proteger la esperma antes de congelarla para deshelarla después. Descubrimos que el glicerol tenía una eficacia algo superior al sesenta por ciento, o sea que seis de cada diez espermatozoides humanos sobrevivieron a esta congelación a una temperatura de setenta y cinco grados centígrados bajo cero. El problema que nos obsesionaba era el de obtener un porcentaje más elevado de espermatozoides que sobreviviesen a la congelación, y conseguir que sobreviviesen no solamente unos cuantos meses en la nevera, sino muchos años. Después de un sinnúmero de pruebas —sospecho que Claude estuvo tentado varias veces a renunciar, pero mi tenacidad femenina, ayudada por la intuición, me hacían proseguir las investigaciones— descubrimos finalmente el preparado que llamamos P-437 —entre nosotros solemos decir en broma que esta P es la inicial de paciencia— y nuestros experimentos han demostrado de forma concluyente que podemos mantener a un espermatozoide masculino en conserva y vivo de una manera latente durante más de cinco años, y probablemente hasta diez.
—Magnífico —exclamó el enviado de la Agencia France-Press, escribiendo furiosamente.
—Doctora —la llamó desde la tercera fila un periodista del Svenska Dagbladet— al principio usted indicó que los espermatozoides vivientes de un Carlomagno o de un Erasmo podrían ser implantados en una mujer de hoy día. Su marido el doctor Marceau ha hablado de genios ya muertos que darían al mundo de hoy descendientes suyos, por centenares, a base de su esperma congelada. ¿Cree usted sinceramente que esto puede llegar a ser una realidad?
—Sí, señor, lo creo —dijo Denise, tajante—. Al menos ahora es posible ya hacerlo. Naturalmente, existe un obstáculo de orden práctico. Se requieren cincuenta millones de espermatozoides para una sola fecundación artificial humana. Pero la mayoría de los genios, por desgracia, alcanzan el reconocimiento de sus contemporáneos a su vejez, cuando son menos fecundos que en su juventud, a veces estériles o incluso impotentes.
—Mozart ya era un genio a los seis años —dijo el redactor del Svenska Dagbladet.
—Voilà —asintió Denise—. Y vivió hasta los treinta y cinco. Era el sujeto ideal. Si nuestro descubrimiento se hubiese realizado en el siglo XVIII, ¡qué herencia tendría ahora el mundo de sus Mozarts!
—¿Pensaba usted en estas cosas durante sus seis años de investigaciones? —inquirió el enviado de la Reuter, sentado delante de Jacobsson.
—Constantemente —respondió Denise—. Yo soy ante todo una científica, pero también soy mujer y romántica. —Miró juguetonamente el severo semblante de Claude—. Mi esposo, tal vez para ventaja nuestra, es menos amigo de los cuentos de hadas románticos. Su vida es el tubo de ensayos. —Se volvió nuevamente hacia el enviado de la Agencia Reuter—. Cuando casi alcanzábamos el triunfo con la mano, yo me sentía arrebatada de entusiasmo y dejaba volar mi imaginación. Y ahora que nuestra obra ya es una realidad, me siento tan subyugada como en el primer día por las posibilidades humanas que encierra. Piensen ustedes. Si nuestro P-437 hubiese existido en el siglo XVI, Ana Hathaway hubiera alistado a vuestro Shakespeare bajo las banderas de nuestra causa. Hoy día podríamos sacar de la nevera la esperma de Shakespeare para deshelarla y fecundar con ella a una docena de damas inglesas y a los nueve meses estas señoras traerían sus hijos al mundo. Pero aún es más. Si nuestro P-437 hubiese existido en los últimos quinientos años, hoy dispondríamos de un banco de esperma que contendría las células reproductivas de Galileo, Pasteur, Newton, Darwin… Voltaire, Milton, Goethe, Balzac, Guy de Maupassant… Garrick, Casanova, Napoleón Bonaparte, Nietzsche, Benjamín Franklin… y mañana por la mañana, yo podría ir a ese banco de esperma para procurarme y deshelar los espermatozoides de uno cualquiera de estos genios, fecundar a mujeres selectas de Suecia, Inglaterra, América o de mi Francia nativa, y al otoño siguiente tendríamos unos rorros lloriqueantes de ambos sexos engendrados décadas o siglos antes por Galileo, Goethe o Benjamín Franklin. Si nosotros hubiésemos realizado nuestro descubrimiento con más antelación, podríamos tener en el banco de esperma los espermatozoides de Luther Burbank, de Alberto Einstein, de Paderewski o, si ustedes me apuran, de Rodolfo Valentino.
—O de Judas Iscariote —murmuró el enviado de Die Weltwoche de Zürich.
—Oh, nadie nos obligaría a sacar su semen del banco —dijo Denise—. O podríamos deshelarlo para tirarlo.
—¿Cuándo empezarán ustedes a recoger el semen de nuestros genios actuales? —preguntó el enviado de la Associated Press.
—Todavía no, aún es pronto —contestó Denise—. Pero tal vez antes de lo que muchos se figuran. Hay que continuar trabajando y otros investigadores tienen que hacer más experimentos. Claude y yo ya hemos terminado nuestra labor. Otros tienen que continuarla hasta donde se pueda. Y entonces esto podrá ser una realidad.
—¿A qué nuevas investigaciones van a dedicarse ustedes ahora? —preguntó el de la Associated Press.
Denise señaló con modestia a Claude:
—Prefiero que mi esposo conteste a esta pregunta.
Claude se hallaba desprevenido.
—Yo… yo no sé qué haremos ahora. Tenemos algunas ideas, pero aún es muy pronto…, ya veremos.
—Madame, perdón, doctora Marceau —dijo el representante de la Reuter—. ¿Le importaría que volviésemos por un momento a sus ideas tan optimistas acerca del valor que tendría la conservación del semen de los genios?
—En absoluto. Usted dirá.
—Esto me ha hecho recordar una conocida anécdota de Bernard Shaw. Un día, la gran danzarina Isadora Duncan le invitó a unirse con ella, para producir un hijo perfecto. «Imagínese», creo que le dijo, «nuestro hijo tendría mi belleza y su cerebro». A lo que Shaw replicó: «Pero, querida amiga, ¿y si tuviese mi belleza y su cerebro, que pasaría entonces?». —Todos los presentes soltaron la carcajada, incluyendo a Denise, y entonces el enviado de la Reuter agregó—: Y dígame ahora, doctora Marceau…, ¿qué ocurriría en el caso que nos ocupa, si el resultado fuese el mismo?
Cuando las risas cesaran, Denise asumió un aspecto solemne.
—Sí, lo comprendo. A decir verdad, la cuestión es muy grave. Por supuesto, el genio no siempre, ni siquiera con frecuencia, engendra a otros genios. El hijo de Lincoln, Robert Todd, no heredó de manera automática las facultades de su ilustre padre. Y Ada, la hija de Lord Byron que le sobrevivió, ¿qué hizo al llegar a la edad adulta? Un sistema para apostar en las carreras de caballos que fue un fracaso y además murió a los treinta y seis años, trastornada y desequilibrada. Por otra parte, John Adams, el segundo presidente de los Estados Unidos, engendró a John Quincy Adams, que fue el sexto presidente norteamericano. Y piense usted también en los dos Dumas, padre e hijo. En este caso, hubo transmisión del genio. No hay duda de que también es una cuestión de azar. Sin embargo, la cría por selección, tal como se efectúa con el ganado bovino, ha dado resultados muy satisfactorios en Inglaterra. Desde el punto de vista de la eugenesia moderna, podemos mejorar la raza humana apareando hábilmente seres humanos de selección, hombres y mujeres físicamente aptos y de una inteligencia elevada. Aunque no siempre el genio puede ser el resultado de tales uniones. La utilización de los factores hereditarios de Erasmo no nos tiene que dar necesariamente a otro Erasmo varios siglos después. Pero hay más probabilidades de que así sea. Y lo que es indudable es que mediante la utilización del semen de hombres inteligentes o físicamente sanos, para fecundar mujeres jóvenes que posean las mismas características, aumentaremos las posibilidades de poblar el mundo, algún día, con una especie superior. No hay garantía de que así sea, pero abrigamos la esperanza de conseguirlo y esta esperanza, en mi opinión, es muy prometedora.
En aquel momento apareció un camarero de edad vistiendo chaqueta blanca y sosteniendo una bandeja abarrotada de copas, unas llenas de jerez y otras con whisky. Miró a Denise y esta hizo un ademán afirmativo, agradeciendo aquel respiro.
Tomó un whisky de la bandeja que le ofrecía el camarero y se acomodó en el diván, muy satisfecha de sí misma. Vio cómo el camarero pasaba la bandeja ante los periodistas, y vio cómo estos tomaban copas y cambiaban comentarios en voz baja.
De pronto advirtió que Claude se había acercado a ella y que sus facciones manifestaban una ira mal reprimida.
—Veo que has dominado por completo la situación —dijo con voz baja, ronca y temblorosa—. ¿Qué demonios tratas de hacerme?
Ella había esperado aquel momento durante semanas enteras, y entonces lo estaba saboreando. Le sonrió únicamente con los labios. Una chocarrera frase americana cruzó por su mente y le agradó. Escuchó por primera vez aquella vulgar expresión al final de una anécdota muy subida de color que, hacía varias noches, la esposa de un químico de Pensilvania le contó en el curso de una recepción, con su voz ronca de alcohólica. Si pudiese desechar el refinamiento, pensó Denise, su respuesta sería perfecta. Pero inmediatamente recordó la brutal persecución de Claude y, diciéndose «Au diable!», abandonó todo refinamiento.
Sus labios continuaban sonriendo.
—¿Qué trato de hacerte? Pues verás, querido, intento únicamente hacerte lo que ya te ha hecho tu encantadora maniquí de Balenciaga. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Yo también trato de apretarte fuerte.
Encantado con el cambio de actitud de la doctora Denise Marceau y su súbita exhibición de ingenio verbal, el conde Bertil Jacobsson aprovechó el descanso marcado con la llegada del camarero con la bandeja para trasladarse a la rueda de prensa que se celebraba en torno a Stratman, en la mitad posterior del salón, al otro lado de los biombos.
Sentándose en una silla libre que encontró en la periferia de la reunión, Jacobsson no se sorprendió de ver que la concurrencia era allí un tercio más numerosa que en la conferencia que acababa de abandonar. En años anteriores ya había observado que la Física y la Literatura siempre ejercían más atractivo que la Química y la Medicina. Había pensado siempre que esto se debía a que la Física y la Literatura tenían mayor difusión y se hallaban más sujetas a controversias, siendo por lo tanto más comprensibles para el profano.
Pero lo que le sorprendió, al volverse lentamente en su silla para observar mejor al círculo de periodistas, fue descubrir que se había sentado al lado de Carl Adolf Krantz.
—Vaya, qué encuentro tan inesperado —dijo en voz baja—. ¿Qué haces aquí? ¿Escribes en algún periódico? Creía que tú e Ingrid estabais muy contentos de tener la tarde libre.
Krantz, que manipulaba con expresión ausente un rompecabezas de metal mientras permanecía absorto escuchando las preguntas y respuestas, saludó a su colega. Luego se llevó un dedo a los labios para indicar que había que guardar silencio en aquel lugar sacrosanto.
—No he querido perderme la ocasión de oír al gran Stratman —susurró.
—¿Qué tal se defiende? —preguntó Jacobsson.
—Naturalmente, con gran seguridad —dijo Krantz—. Pero le hacen una serie de preguntas estúpidas. Los periodistas suecos se están volviendo tan imbéciles como los norteamericanos. —Dirigió nuevamente su mirada al fondo de la sala—. No tardaremos en llegar a los puntos esenciales.
Apartando su mirada de Krantz, Jacobsson la dirigió al profesor Stratman, que casi no se veía, hundido en un enorme butacón de cuero. El aristócrata sueco se quedó estupefacto ante el gran parecido que existía entre su colega y el Premio Nobel. Ambos eran seres canijos, casi enanos, como Charles Steinmetz, el ingeniero eléctrico que él había conocido. Ambos, cuando estaban sentados, daban la impresión de ser embriones humanos acurrucados en el interior del amnios materno. Ambos parecían niños rechonchos y arrugados, increíblemente viejos. Esta era la primera impresión general que causaban —quizá la única que, de manera inconsciente, atraía a Krantz hacia su célebre duplicado—, pero, como Jacobsson podía ver, la semejanza entre ambos desaparecía al examinar con más atención las diferencias concretas que los separaban. Krantz, en su apretadísimo terno, parecía un maestro enfurruñado; Stratman, vestido con un pantalón y una chaqueta excesivamente anchos, parecía hallarse por encima de toda crítica o censura. El cabello de Krantz, que llevaba teñido de negro, sus facciones porcinas, su boca de rictus amargo, prisionera entre el bigote y la perilla, daban la sensación de que aquel hombre era un polemista y un discutidor, un analista y un escoliasta, pero no un creador. El enorme cráneo de Stratman, brillante, colorado y casi calvo, sus ojos irónicos que lo veían todo detrás de sus gafas con montura de acero, su nariz tan prominente como un adorno de árbol de Navidad, su fácil sonrisa, daban la sensación de un genio tan sencillo y seguro de sí mismo, que permanecía muy por encima de todas las censuras mundanas y más allá de toda preocupación y crítica. Él era el creador. El hombre que hacía las cosas. No era de extrañar, pues, la actitud reverente de Krantz.
Jacobsson trató de ver al laureado como un simple ser humano, no como un creador, y por un momento lamentó haber tenido que someter a aquel genio a la baja curiosidad de la prensa.
¿Cómo era posible, se decía, que Stratman descendiese desde sus remotas alturas intelectuales para tener en cuenta cuestiones tan vulgares como un telegrama de Estocolmo, el pasaje en un barco sueco, su reacción ante una comunidad del Mar Báltico? Si Jacobsson hubiese podido saber lo que en realidad pasaba por la mente genial del laureado, se hubiera quedado verdaderamente estupefacto.
El profesor Max Stratman, hundido en la butaca de cuero, frotando con una mano la pipa y con las piernas cómodamente cruzadas, pensaba en cosas de un interés que distaba mucho de ser cósmico. Un poco antes, contestando a varias preguntas acerca de su viaje a Atlanta o Göteborg vía Nueva York, pensó de nuevo que por primera vez desde que terminó la guerra se hallaba en un país extranjero, sólo a dos o tres horas de su patria, de la tierra donde había nacido, donde se había criado, había estudiado y había sufrido. La proximidad a su país natal evocaba en él antiguos recuerdos: él y su hermano Walther mirando sucesivamente por el ojo de la cerradura de la biblioteca, para distinguir a las campesinas que su padre, que era médico, recibía en su consultorio rural; luego se veía a él y a Walther corriendo y retozando al lado de su padre para dirigirse al establo, brincando sobre la hierba; a Walther y Rebeca con la pequeña Emily —no tan pequeña, era mayor y golpeaba con el sonajero su alta sillita— reunidos en torno a la mesa para comer el pavo el día de Navidad, cuando el almuerzo se convertía en un verdadero banquete al mediodía, en el que él participaba, radiante y orgulloso de su familia y muy contento por la bufanda de lana que Rebeca le había hecho.
Sus pensamientos volvieron a Emily —¿podía él imaginarse entonces que llegaría a ser su Emily?— para fijarse en ella de nuevo, como le había ocurrido regularmente desde que llegaron a Estocolmo. Por Emily había efectuado aquel largo y arriesgado viaje, o quizá no tanto por Emily como por Walther y Rebeca y el recuerdo de aquella comida de Navidad.
Sólo cuando llegó a Estocolmo supo Stratman de fuente fidedigna que, en realidad, su viaje no habría sido necesario. La Fundación Nobel hacía algunas excepciones a la regla de que los ganadores acudiesen en persona a recibir el premio. Le dijeron que cuando Ernest Hemingway obtuvo el premio de Literatura, se hallaba reponiéndose de una fractura de cráneo y de columna vertebral a consecuencia de un accidente de aviación que le ocurrió en África y se le permitió que cobrase los treinta y cinco mil dólares que importaba el premio sin moverse de Cuba, adonde le fueron girados. Si la Fundación Nobel hubiese sabido que él sufría del corazón, Stratman estaba seguro de que le hubieran tenido las mismas consideraciones que a Hemingway. Mas por enésima vez, y a pesar de las advertencias del doctor Ilman, decidió que el viaje había valido la pena, pues era preferible aquello a que sus colegas y Emily, así como el público en general, se enterasen de su verdadero estado de salud.
El episodio del barco demostró cuán acertado se hallaba. Aquella última noche a bordo demostró que la seguridad de Emily era muy precaria. ¿Qué pensó al dar alientos a aquel joven y permitirle que violase su intimidad, sabiendo muy bien que era incapaz de aceptar sus atenciones? Ach!, la retorcida mente humana, que siempre sustituía sus deseos por la realidad… Sin duda para Emily representó un esfuerzo irracional el andar por su cuenta, madura e independiente de su tío Max, para cortar el último cordón umbilical. Aquel desastre, que por otra parte era de esperar, provocó una recaída. A la sazón, en Estocolmo, se encontraba más nerviosa que en su casa, mostrándose más retraída, y la noche anterior incluso rechazó la invitación de un galante agregado sueco, que se ofreció a acompañarla a la Opera. Sí, el episodio del barco provocó una recaída. Recordó a Emily su desvalimiento y desde luego, se dijo Stratman, le recordó a él su responsabilidad y la necesidad que ella tenía aún de su amparo.
Oyó confusamente su nombre y comprendió entonces que tenía otra responsabilidad, y esta era la de corresponder a las atenciones de sus generosos anfitriones de la Fundación Nobel.
—Profesor Stratman —repetía el redactor del Aftonbladet, periódico de Estocolmo—. ¿No diría usted que el Premio Nobel le ha sido conferido más por un invento que por un descubrimiento?
—Para ser más precisos, yo lo diría así… Efectué un descubrimiento y luego hice un invento.
—Sin embargo, fue el invento lo que le ganó el premio.
—Es posible.
—¿Cree usted que esto se ajusta completamente a lo que estipuló Alfredo Nobel? Si bien es verdad que, según su testamento de 1895 destinó parte de su fortuna «a la persona que realice el mayor descubrimiento o invención en el terreno de la Física», de una manera tradicional la Academia Sueca de Ciencias ha hecho caso omiso de las invenciones. Esto explica que el norteamericano Thomas Alva Edison, que falleció en fecha relativamente tan reciente como 1931, no obtuviese el Premio Nobel por este motivo. ¿Qué opina usted de esto?
Stratman examinó un momento su pipa y luego levantó la mirada para contestar:
—Sería demasiada presunción por mi parte, en mi calidad de invitado y beneficiario de las últimas voluntades del difunto Alfredo Nobel, que hiciese comentarios acerca de la interpretación dada por la Academia de Ciencias a dicho testamento. —Hizo una pausa para meditar y luego prosiguió—: Pero creo que es correcto decir lo siguiente. Por lo que se me alcanza a comprender, el premio de Física ha sido concedido con frecuencia a inventos realizados en este terreno. De ningún modo la Academia de Ciencias ha hecho caso omiso de los deseos de Alfredo Nobel y de sus últimas voluntades. Se me ocurren varios ejemplos. En primer lugar, el de Herr Guglielmo Marconi. En 1895 inventó el telégrafo inalámbrico. En Inglaterra, utilizando una cometa como antena, demostró que su invento funcionaba. No tardó en construir una estación de radio para el Vaticano y al poco tiempo había amasado una fortuna de veinticinco millones de dólares. Según creo, en 1909 se le concedió la mitad del Premio Nobel por «su labor realizada para la creación de la telegrafía sin hilos». Este no es más que un caso. Les ofreceré otro, en un terreno distinto. En 1903, mi amigo Willen Einthoven inició la construcción de un aparato destinado a detectar las dolencias cardíacas. En 1924, obtuvo el Premio Nobel «por su descubrimiento del mecanismo del ECG». Esto fue un invento puro y simple. Recuerdo ahora un caso más reciente. En 1956, tres norteamericanos, William Shockley, John Bardenn y Walter Brattain, los tres de los Laboratorios Telefónicos Bell, compartieron el Premio Nobel de Física por «su descubrimiento de los efectos transistores». Esto también fue un invento: el del transistor, que sustituyó a los tubos de vacío y significó una verdadera revolución en la Electrónica. Un descubrimiento de esta clase es el del sistema fotoquímico, realizado por mí, para convertir y almacenar la energía solar. Efectivamente, se trata de un invento. ¿Cabe dentro de los límites de los premios Nobel esta clase de inventos? De nuevo, si tenemos en cuenta los antecedentes históricos, debemos responder afirmativamente.
Un periodista de la fila central levantó la mano y empezó a formular otra pregunta, pero Stratman alzó la pipa, para indicar que aún no había terminado. De nuevo volvió a dirigirse al redactor del Aftonbladet, que tomaba notas como un poseído.
—Para ser sincero…, debo añadir algo más —dijo el sabio—. Usted ha mencionado el caso de Edison, que no fue tenido en cuenta por el Comité Nobel. A decir verdad, Herr Edison no era un físico, ni un químico, ni un médico. Era un inventor de pies a cabeza. No sé, pero quizás esto pesó en el ánimo del Comité e hizo que no resultase elegible para candidato. Pero deseo afirmar que, en mi opinión, fue uno de los más extraordinarios hombres de ciencia que ha conocido el mundo. Patentó más de mil inventos…, entre ellos el fonógrafo, la bombilla eléctrica, el mimeógrafo, la batería de acumuladores, el cinematógrafo, etc., pero sólo realizó un descubrimiento científico propiamente dicho, a saber, el efecto Edison, de importancia tan vital en radio y televisión. Quizá me estoy haciendo pesado y hablo demasiado, pero, a mi edad, estas cosas no importan. Sostengo la opinión de que entre 1901 y 1931, hubiera debido darse al Premio Nobel de Física a Herr Edison. Esto no es un comentario dirigido contra los jueces de aquellos días. Su tarea no era fácil. A decir verdad, tuvieron que imponerse limitaciones. Considero que las omisiones son muy comprensibles, me limito a exponer una opinión, que ahora, vistas las cosas en perspectiva, resulta muy fácil de emitir. Pero creo que Herr Edison hubiera debido ver su tarea recompensada con el Premio Nobel.
»Asimismo, y ya que hablamos de ello, creo que tanto Herr Wilbur Wright, que vivió hasta 1912, y su hermano Herr Orville Wright, que, según creo, falleció en 1948, lo cual quiere decir que ambos vivían por los años en que se concedieron los premios Nobel, debieran haber recibido el de Física como creadores del primer avión que voló verdaderamente. Quizá me estoy pasando ya de la raya, pero quiero que vean ustedes que, en Física, estoy tanto de parte de los inventos como de los descubrimientos. Creo que este es también el parecer de la Academia Sueca de Ciencias, o de lo contrario yo no estaría aquí, y que sus pecados de omisión han sido admirablemente escasos. La única omisión que yo criticaría de modo general es la de los premios —desgraciadamente tan pocos en número— que se han dado a teóricos puros…, del tipo de Herr Einstein, Herr Bohr y Herr Schrödinger. Con demasiada frecuencia se concede el preciado galardón a hombres de laboratorio…, descubridores e inventores. Son importantes, importantísimos, pero la mayoría de descubrimientos efectuados utilizan y comprueban la teoría de la relatividad einsteniana o la antigua conversión de la teoría sobre el movimiento. Al propio tiempo, los teóricos abstractos, que son la flor y nata de los físicos, son negligidos con frecuencia. En mi opinión, este es el defecto principal de la ciencia soviética de hoy en día. Los rusos consagran demasiados esfuerzos y dinero a los satélites, las armas nucleares y los cohetes, en detrimento de las investigaciones fundamentales y la especulación abstracta. Algún día tendrán que lamentarlo.
Stratman levantó la cabeza, buscando con la mirada al redactor del Aftonbladet, y dijo:
—Espero que con esto habré respondido a sus preguntas. —Paseó la vista por la sala—. ¿Ven ustedes lo que pasa cuando me hacen preguntas intencionadas? Nos pasaremos aquí todo el día y toda la noche. Estoy dispuesto a que sigan preguntando, si aún tienen algo que preguntar.
El redactor del Dagens Nyeter de Estocolmo se puso en pie y Stratman se volvió hacia él, ajustándose las gafas con un gesto de asentimiento.
—Herr Profesor —empezó a decir el periodista—, hasta ahora hemos hablado de descubrimientos e inventos en general, pero del pasado, y yo desearía que hablásemos algo concreto y del presente…
—Jawohl —asintió Stratman.
—Ha obtenido usted el Premio Nobel de Física por el «descubrimiento e invento de una conversión fotoquímica y un sistema de almacenamiento de la energía solar» y por la «aplicación práctica de la energía solar a la producción de carburantes sintéticos sólidos para cohetes». A excepción de lo que he podido leer en la prensa, a saber, que usted ha domesticado los rayos solares, descubriendo un medio para almacenar y transportar su energía, y demostrar que la misma puede procurarnos carburantes para cohetes, que dejarán anticuados al carbón y a otros combustibles fósiles como fuentes de energía, en ninguna parte he podido leer ni enterarme con precisión de lo que usted ha hecho.
Sonaron algunas risas en la sala e incluso Stratman mostró una sonrisa de comprensión.
Muy serio, el redactor del Dagens Nyeter continuó:
—Yo no soy el único que desea informarse acerca de los procesos que usted ha empleado, sus instrumentos, o aparatos, y los procedimientos exactos que le han valido esta distinción. Lo he preguntado a la Real Academia Sueca de Ciencias y allí no han sabido —o no han querido— responderme. ¿Podría explicármelo usted?
Stratman lo atisbó con expresión traviesa por encima de sus gafas.
—No pueden decírselo…, porque no lo saben con exactitud.
—Herr Profesor, no tengo la menor intención de faltarle al respeto, pero… ¿Cómo es posible que le hayan premiado por un invento del que apenas sabían nada?
—Porque, según creo, varios investigadores suecos fueron a los Estados Unidos, donde mi gobierno y mis colegas les informaron de lo que yo había hecho, mostrándoles además pruebas tangibles de lo que había conseguido. Pudieron ver los resultados en nuestra planta de carburante del Desierto de Majove. Mas por motivos de seguridad nacional, no pudieron ver los medios, el procedimiento y el sistema de almacenamiento.
Una periodista de la United Press International intervino:
—Profesor Stratman, ¿puede usted darnos algún detalle de su descubrimiento?
El sabio denegó con la cabeza.
—No, lo siento.
—¿Aunque no fuese más que un atisbo? Algo que podamos mencionar.
—Ni siquiera eso. Les presento mis más sinceras excusas. Se trata de una información militar secretísima.
Un enviado del Neues Deutschland, periódico del Berlín Oriental, tomó la palabra:
—Me sorprende que le dejasen salir del país.
Stratman sonrió.
—Lo hicieron porque vieron que se trataba de un viejo que necesitaba tomarse unas vacaciones. Además, saben que soy un profesor distraído que de todos modos no recordaría la fórmula. —De pronto su rostro asumió una expresión sería—. Es una verdadera desdicha que exista semejante censura en el mundo, lo reconozco. Esto no es un defecto exclusivo de mi patria de adopción. El secreto, en determinados círculos, es un sistema de vida, una actitud en aras de la supervivencia, tanto en Suecia, en Inglaterra, como en Rusia, puedo asegurárselo. El hombre de ciencia ya no puede considerarse ciudadano del mundo. Las fronteras de su espíritu, que antes no conocía límites, están ahora constituidas por barreras nacionalistas. La fraternidad de otros tiempos, el intercambio de ideas y descubrimientos, la cooperación, han dejado de existir, en detrimento de la Humanidad. Pero esta es la verdad de la situación actual. Cuando exista un esfuerzo conjunto para terminar con la competencia y arrancar el temor de todos los espíritus, la fraternidad internacional de la Ciencia volverá por sus fueros. Entonces, todos los hombres y todas las naciones serán los beneficiarios. Aún confío en ver ese día, antes de morir.
Sonaron aplausos entre los periodistas y alguien gritó: «¡Bravo, bravo!». Stratman parecía sorprendido y contento.
—Herr Profesor —dijo el redactor del Svenska Dagbladet—, aunque no pueda revelarnos los secretos de su invento, tal vez pueda decirnos algo útil de tipo general. ¿Por qué se interesó usted por la energía solar? ¿Qué ventaja ofrece domesticar los rayos del Sol?
Los periodistas esperaban a que Stratman respondiese.
Este reflexionaba. Por último su enorme cabeza se inclinó afirmativamente.
—Ja, las preguntas me parecen bien. No sería justo que se volviesen ustedes a sus respectivos periódicos con las manos vacías. Vamos pues a estas preguntas. Evitaré asumir un tono doctoral, hablando de modo que todo se comprenda, o comprendan al menos qué fue lo que me impulsó a realizar esta investigación, y los resultados obtenidos con ella. —Indicó las ventanas con su pipa—. Ahí tenemos al Sol. Está a ciento cincuenta millones de kilómetros de nosotros, pero la corona solar alcanza hasta nuestro planeta y sus rayos procedentes de su desintegración atómica —átomos de hidrógeno que se convierten en átomos de helio— presiden nuestra vida cotidiana. ¿Qué energía potencial, hablando en términos terrestres, ofrece el Sol a nuestro minúsculo planeta? Si todo el Globo estuviese recubierto con una corteza de hielo de ciento treinta metros de espesor, y si esta corteza pudiese fundirse —lo cual no sería posible— los rayos solares tardarían doce meses en fundirla totalmente. Se necesitarían veintiún billones de toneladas de carbón para igualar la energía solar que alcanza a la Tierra cada hora. Solamente en el Desierto del Sáhara, la energía solar recibida en un solo día es tres veces superior a la que produce todo el carbón consumido en el mundo en trescientos sesenta y seis días. La radiación solar de unos días nos ofrece más energía que la que resultaría de la combustión de todo el carbón vegetal y otros combustibles fósiles que aún yacen intactos bajo la corteza terrestre. Es una energía potencial fantástica, ja, pero… ¿cómo dominarla?
Stratman hizo una pausa, para que los reunidos absorbiesen y anotasen sus observaciones. Cuando las cabezas empezaron a alzarse, él prosiguió:
—Muchos sabios trataron de domesticar la energía solar y, hasta cierto punto, algunos lo consiguieron. En 1864 el físico francés, profesor Augustin Mouchot, construyó una caldera calentada por los rayos solares y no por el carbón. La luz solar se hacía pasar por un cono truncado hasta la caldera, y esta producía vapor. En 1870, un norteamericano de origen sueco llamado John Ericsson, que construyó el Monitor para atacar al Merrimac, construyó una planta solar de espejos, pero los gastos resultaron prohibitivos teniendo en cuenta la energía contenida, y Ericsson tuvo que renunciar a su proyecto. Otros hombres más tenaces, algunos soñadores u otros más prácticos, fueron a relevarlo. La lista es demasiado larga para citarla… Eneas en 1901, Shuman en 1907 y, después de la Guerra Europea, el doctor C. G. Abbot y cien más, con sus espejos parabólicos y colectores de plancha plana.
»El problema principal era siempre el mismo… el suministro de energía era intermitente. Con eso quiero decir que el Sol sólo brilla de día, y aun no siempre. ¿Cómo puede uno fiarse de una fuente de energía tan caprichosa? La solución, desde luego, consistía en no depender directamente de la luz solar, sino captarla, convertirla en energía, aprovechando más de un treinta por ciento de su eficacia, y luego almacenarla para emplearla cuando hiciese falta. ¿Pero cómo se podía almacenar la energía del Sol? Necesitaría muchas horas para referir todos los métodos que se han intentado. Se utilizaron pares termoeléctricos, células fotoeléctricas y células químicas. Todos estos métodos dieron resultados, pero el rendimiento era bajísimo. Sobre un cien por ciento de luz solar, sólo se aprovechaba y utilizaba un diez por ciento. La labor de estos pioneros fue dramática, estimulante, y yo no pude resistir su atractivo. Entonces decidí imitar su ejemplo. Me concentré en el estudio del mecanismo por el cual los vegetales almacenan los hidratos de carbono. Me pregunté si el mismo procedimiento que empleaba la naturaleza podría reproducirse mecánicamente y en recipientes cerrados. Por suerte, lo conseguí. Pude perfeccionar los métodos conocidos de captar y convertir la energía solar, tanto naturales como humanos. Y lo que es aún más difícil y más importante, pude descubrir los medios de almacenar con éxito y baratura esta energía, para emplearla cuando hiciese falta. Mis colegas del gobierno me ayudaron a aplicar mis hallazgos a la fabricación de carburantes sólidos destinados a la propulsión de cohetes.
Una mano se levantó. Pertenecía al representante del Berliner Margenpost.
—Profesor Stratman, ¿piensa usted continuar sus investigaciones?
—Desde luego. No hemos hecho más que rascar la superficie del problema.
—¿Qué más puede hacerse? —preguntó el redactor científico de La Vanguardia Española, de Barcelona.
—Hay infinitas posibilidades. Queremos aprender a hacer funcionar las fábricas con energía solar, y dar fuerza y calor baratos para el hogar, mediante sencillas pilas solares colocadas en el techo y fuentes de energía individuales. Queremos irrigar los desiertos merced a la energía solar, e iluminar ciudades enteras por la noche. Hay un sinfín de posibilidades que nos aguardan. Apenas hemos hecho más que comenzar.
El redactor del Aftenposten, de Oslo, hizo también una pregunta:
—¿Posee la Rusia soviética un invento similar?
Stratman movió negativamente la cabeza.
—Prefiero no hacer comentarios. —Para añadir rápidamente—: Desde luego, se ocupan de la energía solar desde 1933. Como es sabido, construyeron una central de energía en la República Soviética del Usbekistán. Actualmente, tienen un Instituto Ruso de la Energía Solar. Han realizado grandes progresos en este terreno. En cuanto a si poseen lo que nosotros tenemos… de esto no puedo hablar. —Paseó la mirada por la sala—. Prefiero no hablar de política. Cuenten conmigo para responder toda clase de preguntas científicas de carácter general… o preguntas sobre mi humilde persona.
—Herr Profesor —dijo un redactor del Expressen de Estocolmo—. Usted estuvo en el Instituto del Kaiser Wilhelm de Berlín durante la última guerra, ¿no es cieno?
—Efectivamente.
—¿Por qué no se fue usted de Alemania?
—No podía. Soy judío.
—Todos entrevistamos aquí al doctor Fritz Lipmann, el bioquímico, cuando acudió a recibir el Premio Nobel de Medicina en 1953. Trabajó asimismo en el Instituto del Kaiser Wilhelm, y él también era judío, pero se fue a Copenhague y de allí a Boston, antes que trabajar para Hitler. A muchos nos sorprende que tantos sabios judíos, como usted, se quedasen en Alemania.
Stratman permaneció muy quieto. Se sentía tentado de decir al periodista sueco: ¿Por qué, si tantos de sus colegas norteamericanos lucharon contra Hitler, usted no luchó también? Pero sería una tontería. Aquel hombre era un periodista y quería un artículo. Su medio para obtenerlo consistía en hostigar al interrogado.
—No sé en qué circunstancias se encontraba el doctor Lipmann en aquella época —dijo Stratman, hablando muy despacio—. Pero conozco las mías. Los seres que me eran más queridos se hallaban en campos de concentración. Mientras yo cooperase, vivirían. Esto es todo cuanto tengo que decir sobre la cuestión.
Una nueva voz, fuerte y clara, resonó en la sala. Procedía de la última fila y era el enviado de la Agencia Tass quien hablaba:
—¿Es cierto, Profesor, que usted fue raptado por los americanos en Berlín, y llevado a los Estados Unidos bajo la amenaza de las pistolas?
—Esto no es cierto —dijo Stratman con voz también muy fuerte—. Lo que sí es cierto, es que me coaccionaron para que trabajase al servicio de un Estado totalitario, y no deseo sufrir nuevas coacciones que me obliguen a trabajar al servicio de otro. Me fui con los americanos voluntariamente, y nunca he tenido que lamentarlo.
Se preguntó si Pravda o Izvestia publicarían aquella declaración suya. Su corazón latía tumultuosamente, agitado por antiguos resentimientos. Domínate, se dijo, domínate. No debía olvidar lo que le había dicho el doctor Ilman. Tenía que pensar en Emily. Pensando en Emily, esperó la siguiente pregunta.
Con un aire curioso y turbado al mismo tiempo, el conde Bertil Jacobsson permanecía de pie junto a la puerta del reducido salón de lectura, observando y oyendo la tercera rueda de prensa, que entonces se hallaba a la mitad.
Después de ocho minutos de permanecer en la sala, lo que más preocupaba a Jacobsson era esto: Si un inocente mirón hubiese ocupado su lugar, para ver lo que él veía, se hubiese quedado convencido de que el ganador del Premio Nobel de Fisiología y Medicina era una sola persona y no dos, y se hubiera quedado convencido de que la entrevista se realizaba con un solo laureado, y no con una pareja de ganadores.
El grupo de periodistas apiñados en la sala, un grupo más reducido que los que se hallaban en las otras dos secciones de la sala, porque ambos premiados habían tenido ya una amplia publicidad a causa de su espectacular descubrimiento, dirigían principalmente casi todas sus preguntas al doctor Cario Farelli, de Roma, mientras el doctor John Garrett, de Pasadena, permanecía sentado junto a él como una inanimada obra de escultura a la que hubiera que quitarle el polvo.
Jacobsson se preguntó la causa, pero el motivo era obvio. La simple presencia del doctor Farelli, que hablaba sentado en el sofá y con el cuerpo adelantado, lo explicaba todo. Era un ser que poseía un gran magnetismo personal, atractivo y dinámico. El doctor Farelli era un hombre corpulento, no por su talla, sino por sus amplias facciones, su poderoso cuello, sus robustos hombros y pecho y sus ademanes teatrales. Del doctor Farelli emanaba la confianza que nace de la fuerza pura. De las profundidades de su memoria de erudito, Jacobsson resucitó la imagen del vigesimoséptimo Emperador de Roma, Maximiliano I, que reinó del 235 al 238, un gigante de más de dos metros, mestizo de godo y alano, un hombrón que llevaba el brazalete de su esposa en el pulgar como anillo y consumía casi veinte kilos de carne y treinta litros de vino diariamente. La comparación era inadecuada, incluso absurda, pero de todos modos se le ocurrió hacerla.
Hablando con su resonante voz de bajo, el doctor Farelli parecía arrojar sus frases con una catapulta a sus intimidados oyentes. Los húmedos y negros rizos que ocultaban a medias su frente se movían, cuando él movía la cabeza al hablar. Sus negros ojos centelleaban, su nariz aquilina temblaba, su blanca dentadura resplandecía, su prominente mandíbula parecía desafiarlo todo. A su lado, tan insignificante como un pequeño lunar, hundiéndose cada vez más en el sofá como si quisiera desaparecer en las arenas movedizas de su propia inutilidad, se hallaba el doctor John Garrett, que con sus cabellos castaños, gafas sin montura y deslustrada apariencia, iba confundiéndose poco a poco con el descolorido sofá beige, hasta que ambos fueron una sola cosa, y Farelli pareció quedarse solo.
Con todo, Jacobsson se esforzó por juzgar imparcialmente aquel fenómeno. Aquella preponderancia no era obra de Farelli. La provocaban, no, la deseaban, los periodistas —una docena escasa— que allí se encontraban. Intuían sensación en el italiano y querían obtenerla e inyectarla en sus artículos, infundiendo a estos la misma vida que rebosaba del hombre que las había motivado.
Jacobsson sopesaba los posibles resultados de aquella interviú. ¿Se daba cuenta claramente el doctor Garrett de que iba en camino de convertirse en un ser tan extinto como el dodo?[15].
¿Ya se percataba plenamente de lo que le estaba ocurriendo?
En el sofá, confundido con la tela, casi desaparecido, el doctor John Garrett no sentía ningún dolor. Cuando le presentaron al doctor Farelli, su cólera y su antagonismo, inmediatos y superficiales, desaparecieron absorbidos por el arrollador magnetismo personal del italiano. Así, desprovisto de su justa indignación, era más un autómata que un hombre.
Cuando comenzó la entrevista, Garrett hubiera podido responder al mismo número de preguntas que su compañero, y lo hizo, respondiendo con sencillez, pero poco a poco las preguntas a él dirigidas escasearon, hasta que no le hicieron ya ninguna, como si el auditorio hubiese decidido cuál era el ejecutante que más prefería. A la sazón todas las preguntas se hacían a Farelli, y este se encargaba de dar todas las respuestas. Por extraño que pareciese, Garrett sólo experimentaba apatía y no un sentimiento de rebelión. Intervenir en lo que decía Farelli, participar en sus respuestas, hubiera sido inmiscuirse en una encantadora comedia de Pirandello. Garrett se sintió paulatinamente hipnotizado por las palabras y los ampulosos ademanes del italiano, hasta tal punto, que casi se consideraba un intruso en aquel sofá, y más bien creía formar parte del grupo de periodistas, para escuchar con ellos, como era lógico.
Incluso entonces seguía escuchando, completamente maniatado por aquellos poderosos vínculos hipnóticos, como si su aportación a la gran obra hubiese sido sólo un pequeño incidente, y en aquel momento desease disculparse con su silencio.
—Uno se pregunta qué es, después de todo, este órgano llamado corazón, que resulta tan difícil de reemplazar —decía Farelli—. No es más que una sencilla bomba, una bolsa muscular hueca poco mayor que una pelota de tenis o que mi puño, y que no pesa más de trescientos gramos. Late setenta y dos veces por minuto, sin detenerse jamás y por él pasan, todos los minutos, casi seis litros de sangre. Como vemos, la estructura del corazón es muy fácil de duplicar. Sin embargo, que su sencillez no nos engañe. Durante sesenta, setenta u ochenta años, late sin descanso. ¿Dónde podemos encontrar una máquina cuyo funcionamiento esté garantizado durante ese mismo tiempo sin fallar una sola vez?
»Tanto el doctor Garrett como yo caímos en el error de querer hallar una máquina construida por el hombre que utilizaríamos como modelo, una máquina que igualase o superase al corazón viviente. Existían muchos modelos de esta máquina, desde luego. Durante varias décadas, los sabios se dedicaron a construir corazones artificiales que funcionaban fuera del organismo. Todos nos acordamos del año 1935, en que el doctor Alexis Carrel admitió que él y el coronel Charles Lindbergh habían mantenido vivo un órgano animal con el primer corazón artificial construido con una bomba y un tubo de vidrio arrollado en bobina. Recordamos también al doctor John H. Gibbon, del Colegio Médico Jefferson, de Filadelfia, que fue de los primeros, posiblemente el primero, en emplear una máquina artificial cardiopulmonar con un paciente vivo, lo que le permitió realizar una operación quirúrgica de cuarenta y cinco minutos de duración sin que el paciente muriese. Por último, recordamos también al doctor Leland C. Clarke, de Yellow Springs (Ohio), quien mantuvo con vida a un bombero durante setenta y cinco minutos merced a una máquina cardiopulmonar, mientras se realizaba una operación de cirugía torácica en el paciente.
»En el mundo han existido entre treinta y cuarenta de estos aparatos artificiales. Y a estos hay que añadir otros muy notables, como el reciente metrónomo electrónico. Hay que reconocer la importancia de estos intentos y los progresos realizados, pero sin embargo aquellos que, como nosotros, aspiraban a la perfección, no se daban por satisfechos. Pues todas estas máquinas no pasan de ser aparatos instalados provisionalmente fuera del cuerpo humano. De ningún modo podía confiarse que funcionasen en el interior del organismo… y no podrá confiarse en que tal suceda hasta que hayamos descubierto el movimiento continuo. El doctor Garrett y yo vimos que el corazón verdaderamente práctico, el único capaz de prolongar o incluso doblar la longevidad, debía ser vivo, de un mamífero y hecho a imagen y semejanza del corazón humano. Esto parecía un objetivo digno de un nuevo doctor Frankenstein… ¿pero dónde, amigos míos, dónde existiría una Mary Shelley en el seno de la profesión médica?
Farelli extendió las anchas palmas de sus manos en un gesto desvalido y su auditorio, casi colectivamente, suspiró con aflicción, comprensivo, como el público de un teatro hubiera suspirado ante el dilema con que se enfrentaba su abrumado héroe. Farelli dirigió una mirada amistosa a Garrett, quien permanecía con la boca abierta, como un niño esperando a que papá volviera la página.
Farelli acaparó de nuevo la atención de su auditorio. No quería que el vínculo de comunicación que existía entre ambos se aflojase.
—Nuestro objetivo era claro, pero también eran evidentes los grandes obstáculos que teníamos que vencer. ¿Qué nos impedía injertar el corazón de un mamífero superior en un cuerpo humano? Ya se habían hecho algunos intentos con perros, en Inglaterra y Norteamérica, y los animales vivieron durante tres semanas. ¿Por qué no intentarlo también con hombres y mujeres? Los obstáculos eran los siguientes: había que hallar un corazón animal de una estructura similar a la del corazón humano, descubrir un medio de guardar este órgano, crear una técnica operativa válida y encontrar el medio de impedir que el corazón trasplantado sufriese unas irreparables lesiones isquénicas… en fin, podría seguir y no acabar. Estos obstáculos eran importantes, pero no eran los principales. Guardo el mayor expresamente para el final: había que descubrir un medio de evitar que el mecanismo celular de defensa atacase y destruyese todos los nuevos tejidos que tratasen de penetrar en el cuerpo.
»Todos cuantos soñábamos en dar un cuerpo eterno al hombre pasamos largas noches de insomnio pensando en los medios de vencer estos obstáculos. Yo realicé mis investigaciones y experimentos en el Instituto Superiore di Sanità de Roma. Entretanto, en el Centro Médico Rosenthal de Pasadena, mi admirado colega el doctor Garrett efectuó también investigaciones y experimentos. Nos enfrentamos con las dificultades y, en el transcurso de los años las fuimos venciendo una tras otra. ¿Sangre para irrigar al cerebro durante la intervención quirúrgica? Recurrimos a un corazón de plástico y una bomba de oxígeno fuera del organismo. ¿La coagulación? Utilizamos anticoagulantes, desde luego. ¿El corazón de recambio? Procedía de un mamífero de un peso aproximado al del paciente. ¿Cómo guardaríamos el corazón de recambio? Sometiéndolo a hibernación, método que actualmente puede aplicarse durante varias horas, aunque confío en que pronto tendremos un producto especial que detendrá el metabolismo. ¿La sutura de los vasos sanguíneos? Materiales de prótesis, como teflón o dacrón, o a veces vasos sanguíneos procedentes de cadáveres humanos. ¿Técnica de la sutura? Nuestra versión de un instrumento para la sutura de vasos, parecido a una máquina de coser en miniatura, que los rusos fueron los primeros en utilizar en el Instituto Sklifosovskä. ¿Y en cuanto al mecanismo de defensa? Ah, aquí es donde la lucha fue más larga y enconada. Empleamos una intensa radiación, varias drogas radioniméticas, esteres… y tuvimos que descartarla. Sin darnos por vencidos, continuamos y por último hallamos la combinación, el doctor Garrett en Pasadena y yo en Roma, que permitía neutralizar a los enemigos del corazón injertado. Descubrimos lo que mi colega ha denominado con tanto acierto la sustancia antirreactiva S. —Hizo una breve pausa—. Me he mostrado tan prolijo en deferencia a ustedes —aunque en mi opinión he dicho muy poco— pero esta es la respuesta a lo que me preguntaron y este ha sido el largo camino que nos ha llevado a Estocolmo.
Farelli se recostó en el sofá, satisfecho de sí mismo, mientras los periodistas terminaban de tomar sus notas.
Garrett, estupefacto y reducido al silencio por la volubilidad verbal del italiano, vio cómo Farelli se llevaba una tableta a la boca. Dispuestos en semicírculo ante él, los periodistas continuaban tomando notas. ¿Qué escribían, se preguntó Garrett? Farelli dijo esto, Farelli dijo aquello, Farelli dijo lo de más allá, el célebre Farelli, el extraordinario Farelli, el genial Farelli… En el centro se agitó una mano femenina, haciendo tintinear un brazalete.
Garrett se arrancó de su profundo ensimismamiento.
—¿Diga? —murmuró débilmente.
—Doctor Farelli —dijo la voz hombruna de la periodista. Garrett se hundió aún más en su oscuro rincón del sofá.
—Doctor Farelli, soy del Stockholms-Tidningen —prosiguió la señora—. Me gustaría oír de sus propios labios el relato de su primer injerto de corazón.
—Seguramente ya habrá podido leerlo —dijo Farelli haciéndose el modesto—. Lo han repetido hasta la saciedad.
—Sí, pero me gustaría oírselo a usted mismo, aunque fuese brevemente…
—Muy bien, pues. Una tarde yo me hallaba en el Instituto, haciendo los preparativos para injertar un corazón de mamífero en un perro San Bernardo, para que pudiesen estudiar la operación varios médicos extranjeros que estaban a punto de llegar de Milán para asistir a un congreso médico. Durante los preparativos, me informaron de un caso de extrema gravedad y urgencia. El paciente, un hombre que pasaba de los setenta años, era una gran figura internacional. Se trataba de un dramaturgo inglés expatriado, que había conocido personalmente a James McNeill Whistler, Oscar Wilde y Lily Langtry. Desde hacía algunos años había fijado su residencia en Rávena. Sus negocios le obligaron a ir a Roma y encontrándose allí sufrió una trombosis coronaria a pocas manzanas del Instituto. Yo acudí corriendo a su lado, para intentar salvarlo, pero había muy pocas esperanzas. Su esposa por lo civil, una dama italiana perteneciente a una encopetada familia, una señora a la que yo había frecuentado en sociedad y que asistía a mis conferencias, conocía mis experimentos y me suplicó que sustituyese el moribundo corazón de su esposo por el del mamífero que ya tenía dispuesto para mi experimento. Mientras ella firmaba la autorización y se instalaba mi equipo en el quirófano, el dramaturgo expiró sobre la mesa de operaciones. Yo sólo disponía de cinco minutos para abrirle el tórax y darle masaje cardíaco, mientras el anestesista se ocupaba de la oxigenación. Cuando llevaron al enfermo al quirófano, agonizante, yo me asusté, a decir verdad. Pero al verlo muerto, las últimas dudas me abandonaron. Me puse a trabajar como un poseso. El masaje reanimó inmediatamente su corazón y sus funciones respiratorias, con lo que se evitaron lesiones cerebrales. Después puse en funcionamiento el aparato cardiopulmonar. A los noventa minutos, pude efectuar el injerto del corazón de mamífero en su pecho. Conecté entonces su sistema circulatorio al nuevo corazón, cerré el pecho y continué el tratamiento con mi droga antirreactiva. A los tres meses abandonaba el hospital… y poco antes de venir a esta bella ciudad, recibí precisamente por vía aérea uno de los primeros ejemplares de su última comedia… ¡sin duda la mejor!
La periodista del Stockholms-Tidningen palmoteó alborozada, y varios otros periodistas aplaudieron también.
Farelli bajó la vista con modestia y luego les miró de nuevo.
—Ese fue mi primer caso. Desde entonces, he efectuado otros veinte injertos de corazón en seres humanos, casi todos pacientes de alcurnia, y tengo la satisfacción de decir que no ha habido ni un solo fracaso. Pero no hablemos más de mi obra y escuchemos lo que tenga que decirnos mi ilustre colega, que comparte conmigo el Premio Nobel, acerca de la suya. —Tendió la mano hacia su compañero—. Por favor, doctor Garrett…
Aquella súbita invitación a compartir los honores y la publicidad periodística pilló a Garrett completamente desprevenido. Estaba deslumbrado aún por el relato de Farelli, y se sentía encogido y cohibido después de los aplausos que le fueron dedicados. Tomar la palabra después de Farelli le parecía empresa tan imposible como concluir un cuento iniciado por Scheherezade.
—Pues…, yo no sé si… —Sin poderlo evitar, se dirigió a Farelli y al instante comprendió lo equivocado de esta actitud. Volviéndose hacia los periodistas, le pareció notar impaciencia, incluso hostilidad, en sus caras. Desesperadamente, trató de hallar el hilo de un relato con pies y cabeza.
—Yo me hallaba en el hospital de Pasadena… Pasadena está en California…, tenía preparado un corazón de ternera para injertarlo en un perro…, era muy tarde, después de cenar…, y aquel conductor de camión de sesenta y siete años —yo le llamé Henry M. en mi informe— a quien efectué el injerto del órgano…, aún vive. Había…, hubo obstáculos, aún…
Garrett se dio cuenta de que un reportero, sin escucharle, se había vuelto completamente de espaldas para consultar algo a otro periodista situado detrás. Oyó ruido de papeles. Todos parecían toser. Una silla produjo un desagradable chirrido contra el suelo. Garrett comprendió que todos querían oír a Scheherezade. Se sintió aturdido y desorientado al verse objeto de tal desatención. Se batió en plena retirada.
—… de todos modos, una experiencia alentadora, muy bien acogida en los medios profesionales, y yo me sentí muy animado. —La aguja del disco se había encallado y Garrett abandonó la palestra—. Este fue mi primer caso —concluyó con voz tímida.
En aquel momento hizo su aparición el camarero con la bandeja de bebidas, a las que se añadían cigarrillos. Farelli aceptó un jerez y el aturdido Garrett tomó otro, a pesar de que aborrecía aquel vino. El camarero pasó la bandeja entre los representantes de la Prensa y, cuando Farelli se llevó su copa a los labios, Garrett hizo lo propio.
El pobre Garrett trataba de pensar. ¿Por qué le había tenido Farelli aquella muestra de deferencia, ofreciéndole la ocasión de exponer su propio descubrimiento? ¿Lo había hecho por auténtico respeto? ¿O porque el italiano se dio cuenta de que estaba realizando una exhibición personal y sintió remordimientos de conciencia? ¿O porque había preferido mostrar su superioridad permitiendo que el soberano inferior hablase, cuando a él le pareció oportuno y por orden suya?
Mientras meditaba acerca de los motivos que hubiera podido tener Farelli, Garrett salió de su trance hipnótico, diciéndose que a su lado se sentaba el usurpador, el rival, el enemigo, un astuto Maquiavelo de la Medicina al que había que refutar palabra por palabra hasta la muerte. Le habían dado oportunidad de hacerlo, un momento antes, y él no supo aprovecharla, a causa de su sorpresa y del sentimiento de inferioridad que le dominaba. Aquello no debía repetirse, y no se repetiría. Farelli era un figurón, un salteador de caminos, un alquimista. Él, Garrett, fue el primero en realizar un descubrimiento, el primero que el mundo médico saludó y reconoció y ahora, porque era humilde y correcto, había permitido que el italiano llevase la voz cantante con sus turbias artimañas. Tenía que aguzar su ingenio, participar de verdad en la rueda de prensa y defender sus posiciones. Tragó de un sorbo el insípido jerez, se adelantó hasta el borde mismo del sofá, como un corredor de relevos esperando que le pasaran el bastón, y se dispuso a esperar las siguientes preguntas.
Una mano distante se levantó. Pertenecía a un redactor de Il Messaggero de Roma.
—Doctor Farelli, ¿trabajaron juntos usted y el doctor Garrett? Y en tal caso, ¿fue muy estrecha su colaboración?
—¡Permítame responder! —gritó Garrett. Luego horrorizado ante lo estentóreo de su voz y la prontitud con que atrajo la atención de toda la sala, redujo su siguiente frase a un susurro—: No colaboramos en absoluto.
Farelli esperó hasta asegurarse de que Garrett no iba a añadir nada a lo dicho, y cuando estuvo seguro de ello, hizo su propio comentario, dirigiéndose a los periodistas:
—Por desgracia, el doctor Garrett y yo no nos conocíamos personalmente. A decir verdad, hace una hora nos hemos visto por primera vez. No sostuvimos correspondencia. No sabíamos nada de nuestro mutuo trabajo ni de los detalles del mismo…, con excepción, naturalmente, de lo que se publicaba en las revistas científicas.
—¿Y esto no le parece extraño? —preguntó el enviado de Il Messaggero.
—En absoluto, en absoluto —repuso Farelli—. Existen muchos ejemplos en la ciencia, de investigaciones similares, efectuadas paralelamente. Les daré dos ejemplos: hace unos años, un bioquímico llamado doctor Edward Kendall realizó investigaciones en Rochester (Minnesota) sobre las secreciones de las glándulas suprarrenales. Al propio tiempo, en la ciudad suiza de Basilea, otro bioquímico, el doctor Tadeus Reischtein, también trabajaba en la cuestión de las glándulas suprarrenales. En 1936, ambos bioquímicos, de una manera completamente independiente, descubrieron una nueva hormona, la misma que más tarde permitió dar inyecciones de cortisona para el tratamiento del artritismo. En 1950, estos dos investigadores más un tercero, el doctor Philip Hench, compartieron el Premio Nobel de Medicina por sus «descubrimientos relativos a las hormonas de las glándulas suprarrenales». De manera similar, en 1956, el doctor Nikolai Semenov, de la URSS, y Sir Cyril Hinshelwoot, de la Gran Bretaña, obtuvieron el premio de Química conjuntamente, por su labor en el terreno de los promedios de reacción —el mecanismo de las reacciones químicas— aunque experimentaron separadamente, cada uno por su cuenta, pero llegando a los mismos resultados. —Hizo una pausa—. Como ustedes ven, este caso es frecuente y, por lo tanto, el doctor Garrett y yo no constituimos un caso insólito.
—Señores, pensemos ahora en el futuro —dijo el enviado de la Associated Press—. ¿Qué consecuencias tendrá con el tiempo el injerto de corazón para todos nosotros y nuestros hijos?
Garrett no estaba seguro de sí Farelli le había cedido también esta vez la pregunta, con gran deferencia, para que él la respondiese, retirándose él educadamente, o sí bien era él quien se había abalanzado hacia la pregunta, para apoderarse de ella. De todos modos, no tuvo tiempo de meditar la respuesta antes de darla. Su único objetivo consistía a partir de entonces en convertirse en el amo del cotarro.
—Esta…, esta es una pregunta difícil —empezó a decir Garrett—, porque requiere una predicción. —Entonces quiso hacer un chiste. Así estaría a la par con el italiano—. Si bien se mira, Nostradamus nunca obtuvo el Premio Nobel.
Esperó el agradable coro de carcajadas que saludaría su ocurrencia. Pero nadie se rió. Él se sentía humillado y burlado, y trató de recobrar su compostura:
—Aún es demasiado pronto para prever el futuro que tendrá nuestro descubrimiento. En la actualidad, el injerto sólo puede efectuarse con éxito utilizando determinados tipos sanguíneos. Ambos hemos intentado treinta y ocho veces esta operación, siempre con éxito, pero en la Ciencia, treinta y ocho veces aún constituye una cifra muy prudente. Estamos demasiado absorbidos por el presente para pensar en el futuro.
Le gustó el retintín de su última frase y miró de reojo al auditorio para ver si la anotaban. No la anotaron. Los lápices de los periodistas permanecían quietos. Descorazonado, optó por retirarse y no le sorprendió oír hablar al italiano.
—Me gustaría ampliar un poco lo que ha dicho mi colega norteamericano —dijo Farelli—. Como yo, el doctor Garrett es un hombre de ciencia y por lo tanto es natural que se muestre reticente. Desde luego, estoy completamente de acuerdo en todo cuanto ha dicho. Nuestra labor sólo está en los comienzos. Con todo, creo que podemos añadir esto: ambos tenemos nuestras visiones particulares y similares del futuro. El objetivo de ambos es el mismo; lo mismo que el fin que perseguimos, y el fin, si el Señor se digna probarlo, no es más que el principio. Este objetivo es la inmortalidad del hombre. ¿Es esto un sueño? Sí, sí, es un sueño, pero ahora es algo más, es una posibilidad científica. A medida que nuestra obra se perfeccione y se extienda, la longevidad del ser humano se duplicará, se triplicará y, ¿quién sabe?, un día, el hombre, gracias a los órganos artificiales, podrá vivir eternamente.
Farelli dejó de hablar, los lápices se movieron activamente y a Garrett se le cayó el alma a los pies. No sólo se sentía consternado por su fracaso personal —su contestación fue seca y prosaica, mientras que la del italiano fue un auténtico cuento de hadas—, sino también por el instinto que demostraba su rival para decir lo que los profanos en Medicina deseaban escuchar. La táctica que empleaba Farelli, se dijo Garrett, no era digna de un hombre que pertenecía a la honrosa profesión médica. ¿Estaba bien darles aquella bazofia optimista que ningún médico serio abonaría para conseguir que lo pusiesen bajo grandes titulares? ¿Qué pensaría el doctor Keller y su grupo de terapéutica colectiva de todo aquello? Tal vez el psiquiatra se mostraría en desacuerdo con él, afirmando que los grandes hombres de ciencia debían acariciar sueños igualmente grandes para justificar las humildes tareas del laboratorio, dándose de este modo elevados objetivos que irían más allá del bisturí y el quirófano, que constituían su horizonte inmediato. Se disponía a contradecir a su psiquiatra, cuando le interrumpió la voz de bajo de Farelli, que resonaba de nuevo en la estancia:
—Si no podemos estar satisfechos con nuestro actual modo de vida y con nuestra sociedad —prosiguió Farelli—, no podemos permitirnos el lujo de estar satisfechos de nosotros mismos y del propio hombre. No es una afirmación cínica ni irreligiosa —que Dios me perdone si lo es— la de que el hombre es un mamífero imperfecto. En la edad de las máquinas y comparado con ellas, el hombre está muy mal ideado y construido, como hecho al azar. Imaginemos una pesada máquina que se sostiene de modo precario sobre dos delgadas piernas. Imaginemos una máquina con la visión limitada a dos pequeños ojos colocados en un lado de su cabeza, en lugar de tres, cuatro o cinco alrededor de ella. Imaginemos una máquina con piezas innecesarias e inútiles, como diversas partes del cerebro, el apéndice y un número excesivo de dedos en los pies. Y lo que es aún peor, imaginemos una máquina cuyo fabricante no garantiza el funcionamiento de las piezas móviles y que vende su aparato a un precio exorbitante, sin proporcionar piezas de recambio para el mismo. Nosotros nos proponemos perfeccionar esta máquina. El hombre es una maravilla, pero tiene que ser más sólido y duradero. Se invierten demasiados años, amor y dinero en cada ser humano para que este degenere poco a poco y se desgaste con tanta rapidez. Fue Schopenhauer quien dijo: «Es evidente que, así como nuestro caminar no es más que la constante evitación de una caída, del mismo modo la vida de nuestro cuerpo no es más que la constante evitación de la muerte, una muerte siempre aplazada». Si bien por una parte esto es cierto, también es falso, y nosotros —los médicos y los fisiólogos— lo refutamos. ¡Nuestro objetivo es la inmortalidad del hombre, y no nos conformaremos con menos!
De nuevo resonaron aplausos en la pequeña sala e incluso Garrett se sintió impresionado, a pesar de su resentimiento. Cuando cesaron los aplausos y los lápices se movieron de nuevo, Garrett se reprendió por su falta de imaginación. ¿Por qué no podía él hablar así? ¿Por qué no podía librarse de sus estrechas y mezquinas miras? ¿Por qué no era un poeta además de un científico? Pero contestándose a esta última pregunta, y aplaudiéndose ligeramente, se dijo que la finalidad del científico era la Ciencia, no la poesía, y que esto constituía su fuerza y la debilidad de su rival.
Una redactora de Svenska Dagbladet salió a la palestra:
—¿Hay otros investigadores médicos que compartan su punto de vista acerca de sus futuros objetivos? ¿Hay otros que traten de mejorar lo que ustedes han hecho hasta ahora en el terreno de la cirugía cardíaca?
Garrett, tratando de agarrar la ocasión por los pelos, replicó inmediatamente:
—Muchos otros cirujanos han aprendido nuestra técnica. Además de los Estados Unidos e Italia, se realizan trabajos en otras seis naciones.
—A decir verdad —añadió Farelli—, uno de los más importantes continuadores de nuestros trabajos se encuentra aquí, en Suecia, y precisamente en Estocolmo.
Se escuchó un murmullo de interés en la sala, especialmente entre los periodistas suecos. Uno de ellos preguntó:
—¿Podría usted decirnos de quién se trata?
—Me enorgullece destacar a los que se lo merecen —dijo Farelli—. Entre los primeros que practicaron injertos de corazón siguiendo nuestras huellas, hay que citar al doctor Erik Ohman, miembro de vuestro magnífico Instituto Real Carolina de Medicina y Cirugía. Ya ha efectuado tres injertos y a buen seguro realizará otros más, muchos más.
Garrett dio un brinco en el sofá, verdaderamente furioso. Se sentía burlado y robado por su poco escrupuloso colega. Garrett consideraba al doctor Ohman como su propiedad particular, incluso como su protegido, y de pronto salía Farelli para robárselo y hacérselo suyo. Aquello era injusto, una verdadera canallada, una treta indigna para dar coba a la prensa sueca y captarse las simpatías del público en general, ensalzando ante él a su compatriota el eminente cirujano. Garrett nada tenía que objetar a esto último, con la única excepción de que era él quien debiera haberlo dicho, uniendo el nombre del doctor Ohman al suyo, como sin duda el médico sueco hubiera preferido. ¿Por qué no lo había hecho? ¿Por qué había dejado que se lo arrebatasen en sus propias narices?
—¿Conoce usted al doctor Ohman? —preguntó a Farelli la redactora del Svenska Dagbladet.
—Personalmente, no, y lo siento mucho. Conozco su nombre por las revistas médicas y me ha causado una gran satisfacción ver que hay un médico sueco que continúa nuestra labor.
Garrett ya no pudo contenerse por más tiempo y vociferó:
—¡Yo sí le conozco!
—¿Ha colaborado usted con el doctor Ohman? —preguntó la periodista sueca.
—No puede decirse exactamente que hayamos colaborado, pero…
—¿Le conoce personalmente?
—Todavía no, pero…
—¿Entonces, de qué manera lo conoce? —chilló la periodista.
—Nos hemos carteado —dijo Garrett, angustiado—. Yo… quise ayudarle. —Comprendió que estas palabras podían producir mal efecto a sus oyentes suecos y trató de rectificar—. Puse a su disposición todos mis descubrimientos para que los añadiese a los suyos, que son muy importantes, me refiero a los suyos. Yo lo admiro mucho. Espero tener el gusto de saludarle esta semana.
—Un momento… doctor Garrett.
Quien hablaba era un repórter del Expressen.
—Usted dirá —replicó Garrett, alerta, contento de que por último se fijasen en él.
—Estoy seguro de que usted conoce perfectamente las investigaciones realizadas por reputados médicos y fisiólogos actuales y antiguos. ¿Podría usted decirnos algunos grandes nombres que, en su opinión, no hayan sido tenidos en cuenta por nuestro Comité Nobel, los nombres de algunos médicos que mereciesen el premio y no lo obtuviesen?
Efectivamente, Garrett podía citar los nombres de varios famosos médicos que, en su opinión, reunían aquellas condiciones, pero su innata timidez le impidió citarlos. Pensó que la Fundación Nobel se había mostrado muy generosa con él y no deseaba ofender al jurado.
—No —dijo por último—, no se me ocurre ni un solo nombre de importancia que el Comité Nobel no haya tenido en cuenta. Estoy completamente de acuerdo con sus decisiones. Desde 1901, ha galardonado a todos cuantos merecían este honor.
Se repantigó en el sofá satisfecho de sí mismo. Había hecho lo mismo que Farelli… había aprobado las sabias decisiones del Comité Nobel, halagando así el orgullo nacional sueco… Con esto, creía haber devuelto el golpe a Farelli, e incluso con ventajas.
—Doctor Farelli —preguntó de nuevo el redactor del Expressen—. ¿Está usted de acuerdo con lo que ha manifestado su ilustre colega?
El italiano sonrió a Garrett y luego a la prensa.
—Creo que el doctor Garrett y yo estamos de acuerdo en casi todo. Sin embargo, temo que en esta cuestión particular no lo estamos. Usted desea saber si el Comité Nobel ha pasado por alto los nombres de algunos grandes médicos que merecieron ser premiados. Efectivamente, así fue. Acuden ahora a mi memoria dos infortunadas omisiones. Una de ellas es la de un americano, precisamente. En mi opinión, el doctor Harvey Cushing, de Bastan, merecía el Premio Nobel por las nuevas técnicas que creó en la cirugía del cerebro. El Instituto Carolina tuvo treinta y ocho ocasiones de premiarlo, y no lo hizo. La otra omisión fue de un austríaco y aún me parece más grave. Me refiero al doctor Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis. Esta omisión por parte del Comité Nobel, cometida entre 1901 y 1939, me parece incomprensible. No comprendo por qué Freud no fue premiado. ¿Porque había hecho varias incursiones en el terreno del hipnotismo? ¿Por la oposición que le hizo la clase médica austríaca? ¿Porque el psicoanálisis no es una ciencia exacta? Todo esto me parecen puros subterfugios. Freud es aún el coloso de nuestro siglo. Sus extraordinarios descubrimientos en el terreno de la psicología y los trastornos mentales han enriquecido la Medicina moderna. Estas son las únicas notas desfavorables que encuentro en la inmaculada hoja de servicios del Instituto Carolina, a cuya lista de honor me enorgullezco de pertenecer.
Garrett escuchó toda aquella tirada con un creciente sentimiento de vergüenza ante su propia falta de honradez y de franqueza. Con envidia observó los lápices de los periodistas que garrapateaban rápidamente sobre las hojas de papel. Contempló a hurtadillas el perfil de Farelli, aborreciendo aún más que antes su presunción latina. Detestaba a Farelli por su seguro y pomposo aplomo, que contrastaba con su propia debilidad. Le enfurecía que Farelli, que era italiano, ensalzase las virtudes del doctor Cushing, que era norteamericano, poniendo así de relieve la falta de patriotismo de Garrett. Le sacaba de sus casillas, por último, que Farelli, que era un extrovertido, le arrebatase a Freud, legítima propiedad de un introvertido como él y que consideraba suya exclusivamente cada vez que pagaba diez dólares al doctor Keller para una nueva sesión de terapéutica colectiva.
Detestaba a Farelli, pero su aborrecimiento le parecía inútil. Era como odiar a una fuerza arrolladora de la naturaleza.
Cerrando los ojos, Garrett se recostó en el sofá. Su espíritu no deseaba justicia, sino la supervivencia. Debía aplastar al italiano si no quería verse borrado de la existencia, como lo estaban borrando aquella tarde. Había que actuar, qué remedio. Lo que no veía claro era cómo debía actuar. Sin embargo, allí estaba él, legítimo descubridor del injerto cardíaco, ganador del Premio Nobel, campeón auténtico y aclamado por consenso unánime, enfrentado con un grandilocuente Cagliostro. La calidad se impondría. La balanza terminaría por inclinarse a favor del campeón de una buena causa.
Abrió los ojos, llenos nuevamente de confianza. Encontraría el medio. Vio el perfil de Farelli y, previendo su inevitable derrota, se compadeció finalmente de aquel hombre…
En el curso de todas las conferencias de prensa a que había asistido el conde Bertil Jacobsson en años anteriores, y estas eran muchas, había saboreado invariablemente con complacencia las entrevistas que sostuvieron los periodistas con los laureados de Literatura. Las demás entrevistas, en las que intervenían los físicos, los químicos y los doctores en Medicina, siempre resultaron interesantes y ofrecieron cosas de valor y elevadas miras, pero por lo general el lenguaje que se empleaba en ellas tenía poco que ver con el mundo ordinario de los hombres. Se podía admirar a aquellas mentes privilegiadas, pero costaba sentirse identificado con ellas. ¿Quién era capaz de identificarse con un neutrón, con el principio de exclusión, con soluciones coloidales, enzimas, mecanismos aórticos o con el ciclo del ácido cítrico? En cambio, con la Literatura ya era otra cosa. Casi todo el mundo sabía leer y aunque se fuese un analfabeto, se podía apreciar lo que podía ofrecer una obra literaria a través de medios de difusión secundarios como la escena, el cinematógrafo y la televisión, sin mencionar la radio. Cualquier persona podía identificarse con un escritor, con un poeta o con un historiador, porque, aunque no se escribiesen libros, ¿quién no llevaba un diario, escribía cartas, notas y telegramas? Y, volviendo al analfabeto de marras, este contaba historias a su mujer o cuentos a sus hijos al llevarlos a acostar. Y en el caso del conde Bertil Jacobsson, escribía nada menos que sus preciosas Notas destinadas a la posteridad.
Estos eran los pensamientos que cruzaban por la mente de Jacobsson y que le hacían avivar el paso al abandonar la conferencia de prensa médica para dirigirse al salón particular, de más amplias proporciones, donde se celebraba la conferencia de prensa literaria. Otra cosa, se dijo Jacobsson: las interviús con literatos eran más amenas porque los escritores solían estar acostumbrados a presentarse en público, mientras que entre los científicos eran muy pocos los que habían salido de sus círculos profesionales. Esto confería mayor aplomo a los escritores en sus apariciones ante el público. Además, con excepción de una reducida minoría formada por literatos culteranos y diletantes preciosistas que casi nunca se veían galardonados en Estocolmo, la mayoría de autores eran locuaces, francos, combativos y sin miedo a la controversia. Con harta frecuencia los hombres de ciencia eran todo lo contrario. Se presentaban como los depositarios de la palabra de Dios y con su actitud intimidaban a los sobrecogidos periodistas. Esto no era siempre así, desde luego. A veces, eran los literatos quienes se mostraban como si en aquellos momentos estuviesen trabajando nada menos que en el Sermón de la Montaña, mientras que algunos sabios eran sencillos y polemistas. Pero la regla general era que los literatos resultasen los más amenos.
Al abrir la puerta de la sala, Jacobsson se preguntó a qué clase pertenecería Andrew Craig, el nuevo premio de Literatura.
Apenas había visto a Craig desde que el novelista llegó por la mañana. Su cuñada le pareció bastante atractiva aunque le recordó algo a la regañona Catalina de Padua que pinta Shakespeare. En cuanto a Craig, Jacobsson no tuvo tiempo de tratarlo lo bastante para formarse una opinión de él. Más tarde, cuando salieron del Grand Hotel, Krantz se apresuró a manifestar su desaprobación. Calificó el retraído silencio de Craig de altivez. De todos modos, a Krantz no le gustaban los norteamericanos, no había que olvidarlo. Por otra parte, Ingrid Pahl, que había almorzado con el novelista, demostró un entusiasmo ilimitado. Los elogios que solía prodigar Ingrid a otros escritores con frecuencia no eran justos, y estaban motivados por un sentimiento de lealtad profesional, pero esta vez, en opinión de Jacobsson, las razones que tenía para ensalzar a Craig eran más profundas.
Jacobsson entró en la sala durante un momentáneo intervalo. La conferencia de prensa había comenzado hacía una hora y diez minutos, y en aquel momento el escritor y los periodistas se tomaban un pequeño descanso frente a la cortina del fondo, que aprovechaban para beber unas copas. A diferencia de las otras salas improvisadas, en aquella se apiñaban de cualquier modo las sillas y sus ocupantes. La concurrencia, aún mayor que la que había reunido a su alrededor el profesor Stratman, constituía una reunión casi familiar, desprovista de toda ceremonia; la menos protocolaria de cuantas tenían lugar en la Casa de la Prensa sueca.
En el extremo más alejado de la sala, bajo la amplia ventana, Craig estaba sentado solo en un espacioso diván color crema. Con una copa de whisky en una mano, la pipa en la otra y sus largas piernas cruzadas, parecía una gigantesca garza real, de especie típicamente americana. Su rostro flaco y alargado, coronado por una desgreñada cabellera negra, parecía más demacrado que aquella mañana, según le pareció a Jacobsson, pues los músculos faciales se marcaban más en sus mejillas y quijadas. Está fatigado, pensó Jacobsson, pero tranquilo; aguantará bien hasta el final.
Alrededor de Craig, en semicírculos asimétricos, se hallaban los periodistas sentados en sillas plegables, fumando, bebiendo y charlando entre ellos. Jacobsson conjeturó que la eficiente señora Steen había dispuesto sin duda las sillas en hileras perfectas, pero que, en el curso del animado coloquio, los periodistas rompieron las filas, para ver y oír mejor al interviuvado.
Sólo unas cuantas sillas estaban desocupadas y Jacobsson eligió una, situada cerca de la salida, donde su presencia pasaría desapercibida. Sentándose sin hacer ruido junto a una joven que fumaba ininterrumpidamente, tocada con un sombrerito Robín de los Bosques y que parpadeaba sin cesar, esperó que continuase la conferencia de prensa.
—Perdóneme, señor. ¿No es usted el conde Bertil Jacobsson?
La pregunta le había sido formulada por la joven que tenía al lado y Jacobsson se volvió para mirarla bien a la cara. Esta parecía desprovista de humor y mostraba una expresión severa, que sin duda le confería el flequillo pardo rojizo perfectamente recortado que le cubría media frente y los labios pintados que ocultaban la inexistencia de unos labios definidos y carnosos.
—Sí, soy el conde Jacobsson —replicó.
Ella hizo pasar las cuartillas que sostenía en la mano derecha a la izquierda.
—Yo soy Sue Wiley —dijo, tendiéndole la diestra—. Me ha enviado Consolidated Newspapers, de Nueva York. Cuando bajé del avión con el matrimonio Garrett, me indicaron quién era usted.
Jacobsson inclinó la cabeza cortésmente.
—Tanto gusto en conocerla. Tenemos sus credenciales en la Fundación.
—Yo no he venido para hacer un solo artículo, conde Jacobsson. Mi misión es muy importante. —Su rostro brillaba de entusiasmo—. Escribiré catorce o quince artículos sobre los premios Nobel antiguos y presentes. Se publicarán en una cadena de cincuenta y tres periódicos. ¿Qué le parece?
—Me parece magnífico —repuso Jacobsson, tratando de recordar y situar Consolidated Newspapers. Después de rebuscar en su memoria, se acordó de pronto. Consolidated Newspapers era una agencia que funcionaba en Norteamérica y la Gran Bretaña, notable por su sensacionalismo, sus anécdotas escabrosas y sus escándalos periodísticos. Una vez publicaron un artículo, que por desgracia también se difundió en Suecia, en el que se daba a entender que el doctor Albert Schweitzer era un hombre arrogante y vano, que no sentía en el fondo ningún interés por los seres humanos, y que su hospital de Lambaréné era sucio y antihigiénico. Jacobsson se ofendió mucho al leer aquella infamia. El recuerdo que conservaba de Schweitzer, con quien cenó en Estocolmo antes de 1924, en una época en que aquel hombre tan universal daba recitales de órgano y conferencias para recoger fondos con destino a su hospital de África, era altamente favorable. En su presencia Jacobsson se sintió como solía sentirse ante los clérigos: lleno de inquietud al hallarse junto a un hombre que estaba en contacto con secretos metafísicos que ultrapasan nuestra comprensión, junto a un hombre que, pese a su engañosa apariencia humana, que lo hacía igual a nosotros, era un elegido de Dios. Jacobsson se esforzó por recordar quién había arrojado aquellos puñados de fango sobre aquel genio, sobre aquel nuevo San Francisco que reverenciaba la vida terrenal, pero únicamente pudo recordar que el artículo en cuestión fue difundido por Consolidated Newspapers de América. Si miss Wiley pertenecía a aquella misma agencia más valía que se pusiese en guardia.
—… sería imposible sin contar con su plena cooperación —ella estaba diciendo, y Jacobsson se dio cuenta de que no la había estado escuchando—. No quiero escribir un artículo periodístico más, de los que al día siguiente nadie se acuerda —prosiguió ella—. Quiero ser tan detallada, tan correcta en mis citas, que las personas que lo lean deseosas de instruirse, piensen que ya no hay nada más que decir sobre Alfredo Nobel, sobre su Fundación, la historia de los premios, las vidas de los numerosos ganadores, las ceremonias, etc. Quiero trazar el perfil completo de los ganadores actuales. Que todo el mundo hable de mis artículos. Para ello, desearía verlos personalmente a todos ellos. ¿Cree usted que podría conseguirme las entrevistas?
—Mucho me temo, miss Wiley, que esto caiga fuera de mi jurisdicción. ¿Por qué no los aborda usted directamente?
—Me gustaría hablar con usted también, y con todos los jurados y miembros de la Comisión Nobel. Esto sí que cae dentro de su jurisdicción, ¿verdad?
—Efectivamente. La única dificultad estriba en la falta de tiempo. Estoy seguro de que usted se hará cargo. Estamos en la semana de los Premios Nobel. Durante todo el año, esta semana constituye nuestro objetivo. Somos los anfitriones, y tenemos deberes muy importantes que cumplir hacia nuestros invitados. Esta explica que andemos muy escasos de tiempo.
—No se me ocurre pensar en nada más importante que en lo que yo me propongo hacer por ustedes.
Jacobsson le dirigió una fría sonrisa.
—Y se lo agradecemos, miss Wiley. Le ruego que no interprete mal mis palabras. Estamos aquí para complacerla. ¿Por qué no me telefonea usted mañana por la mañana a la Fundación? Después de las diez. Haré lo que pueda por complacerla. —Al oír su propia voz, Jacobsson comprendió que de nuevo se hacía el silencio en la sala. Levantó la mirada—. Creo que la entrevista va a reanudarse.
Enderezándose en su asiento, Jacobsson recordó una cosa por la que sentía curiosidad. Inclinándose hacia Sue Wiley, le preguntó:
—¿Cómo ha ido hasta ahora? ¿Qué tal se ha portado míster Craig?
Sue Wiley parpadeó, dio un bufido y apartó la vista.
—Ese hombre no me gusta —dijo—. Se muestra demasiado desdeñoso.
En el otro lado de la sala, Andrew Craig dejaba su copa en la mesita contigua al diván, dispuesto a soportar la última parte de la conferencia de prensa. A decir verdad, no sentía ninguna emoción parecida al desdén. Si algunos, como Sue Wiley, habían juzgado mal su actitud, considerándola desdeñosa, fundándose en sus respuestas demasiado rápidas, demasiado breves o en su actitud negligente y despreocupada, como si le molestase aquella muralla periodística y sus estúpidas preguntas, los que así habían juzgado a Craig por su actitud, puramente fortuita, se equivocaban del todo. A decir verdad, cuando Andrew Craig podía concentrar su atención en lo que sucedía a su alrededor, se mostraba muy favorablemente impresionado por la inteligencia de que hacían gala sus inquisidores y por la calidad de sus preguntas.
Lo que sintió Craig, a los pocos momentos de su llegada a la Casa de la Prensa sueca, no fue desdén por la sufrida profesión periodística, sino una profunda desesperanza. Si había confiado, con Leah y Lucius, que el cambio de escenarios y el alto honor que le había sido concedido despertarían de nuevo su interés por la vida y por la actividad creadora, se había equivocado, y ellos con él. El laureado Craig era una parodia del hombre que había sido. Aquella recepción y las muestras de adulación que se le prodigaban parecían también dirigidas a otro, a uno que había escrito El Estado Perfecto y Armageddon y no a él, que no era más que un impostor, un hombre que aquel día ocupaba el lugar del auténtico Andrew Craig. Su asistencia a la conferencia de prensa aún le parecía más fútil. Las preguntas que se le hacían se dirigían en realidad a otro hombre, y las respuestas que hacía eran prestadas. El otro tal vez hubiera sentido interés por aquello. A él no le importaba. Le parecía todo una pérdida de tiempo, como si fuese a dar datos para una novela que jamás se publicaría.
La copa que acababa de beber le sentó bien y, descruzando las piernas, se llevó la pipa a la boca y se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas y tratando de demostrar interés, decidido a hacer lo posible por aquel hombre que había escrito todos aquellos libros.
En la sala reinaba gran atención y se reanudaron las preguntas.
—Míster Craig —dijo un redactor del Dagens Nyeter—. ¿Es cierto que tiene usted treinta y nueve años únicamente?
—¿Únicamente? —repitió Craig con sorpresa—. ¿Y le parecen a usted pocos?
—Para obtener un Premio Nobel, treinta y nueve años son muy pocos. Creo que es usted el ganador más joven que hasta la fecha ha acudido a Estocolmo. El más joven antes que usted fue Rudyard Kipling. Tenía cuarenta y dos años cuando vino aquí en 1907. El segundo en juventud fue Albert Camus, que contaba cuarenta y cuatro años cuando fue premiado en 1957.
—Pues bien, yo les aseguro que no pienso haber establecido ningún récord —dijo Craig—. Con mucho gusto cedo la primacía, en cuanto a la juventud, a Rudyard Kipling. Kipling siempre ha tenido menos de cuarenta y dos años, y yo siempre he tenido más de treinta y nueve.
—Muchas gracias, en nombre del Imperio Británico —dijo el enviado de la Reuter.
Todos rieron y Craig sonrió como un muchacho, con lo que la jovialidad volvió a instalarse en la sala.
—Yo querría saber —dijo el redactor del Dagens Nyeter— por qué nuestros comités galardonan a tantos sabios jóvenes y a tantos escritores viejos. ¿Qué opina usted sobre ello?
—No sabía que ustedes premiasen a sabios jóvenes —dijo Craig—. Es algo que me cuesta mucho imaginar. Todas las fotografías que he visto de los sabios, los muestran arrugados y encogidos, como si hubiesen inventado la ancianidad para infundimos confianza en su magia.
—Nada de eso —insistió el redactor del Dagens Nyeter—. El físico que obtuvo el Premio Nobel de su especialidad en 1960, Donald Glaser, tenía treinta y nueve años. Chen Nin Yang y Tsung Dao Lee, ambos de su propio país, que compartieron el premio de Física en 1957, tenían treinta y cinco y treinta y un años respectivamente. El doctor Frederick Banting, del Canadá, que obtuvo el premio de Medicina en 1923, sólo tenía treinta y dos años. William L. Bragg, inglés, que consiguió el premio de Física en 1915, sólo tenía veinticinco años. Creo que es el récord. Pero usted es el primer ganador del Premio Nobel de Literatura que aún no ha cumplido los cuarenta. ¿Cómo explica usted esto?
—Yo diría que la razón hay que buscarla en la propia naturaleza de las recompensas —repuso Craig—. Ustedes conceden todos los premios científicos para reconocer un solo y único descubrimiento. Este descubrimiento puede realizarse cuando su autor es un hombre joven aún, de veinte y treinta años. Hay las mismas posibilidades de que lo realice entonces como cuando ya pase de la cincuentena. Pero el premio de Literatura no se da a una obra sola, sino a todo un historial literario. Hace falta mucho tiempo para escribir una cantidad considerable de obras, para edificar todo un monumento literario. Yo he necesitado treinta y nueve años para escribir cuatro novelas, y dice usted que soy el más joven. La mayoría de escritores son unos ancianos caballeros cuando han producido una obra global lo bastante importante para ser tenida en consideración. Además, según mi parecer, los escritores maduran más lentamente que los científicos. Un físico de talento puede mostrar su genio de repente, a una edad temprana. Para ellos, la experiencia es menos importante que una gran perspicacia e inspiración. Los escritores, por inteligentes que sean, están poco maduros y les falta experiencia durante su juventud. Las palabras no bastan. Hay que arrancar los materiales a la propia vida y, por lo general, ningún escritor vale lo suficiente si no ha vivido mucho. —Sonrió a medias y vivir mucho requiere tiempo.
—Aun admitiendo que es necesario acumular experiencia, ¿no cree usted que este premio se concede con excesiva frecuencia a escritores de edad? —preguntó el redactor del Dagens Nyeter—. Es la opinión de muchos de nosotros que Alfredo Nobel destinó estos premios a estimular a los jóvenes prometedores y a ayudarlos a abrirse paso en la vida, y no quería que su dinero se malgastase en hombres ancianos, que por lo general habían alcanzado ya una posición y que en muchos casos habían terminado su actividad productora. En una ocasión, Nobel dijo: «En general, me importan más los estómagos de los vivos que la gloria de los difuntos». En otra ocasión dijo que quería «ayudar a los soñadores, porque la vida es muy dura para ellos». ¿No le parece a usted que estas afirmaciones demuestran un interés por ayudar a los jóvenes artistas desprovistos de medios?
—Así lo creo —dijo Craig, divertido—. Sí, supongo que eso es lo que deseaba Nobel, porque, según ustedes opinan, yo soy joven y, según opino yo, estoy desprovisto de medios.
El redactor del Dagens Nyeter seguía en la brecha:
—Entonces, ¿por qué nuestros Comités se dedican a premiar a venerables ancianos, que no necesitan en absoluto esas recompensas en metálico? ¡El promedio de edad de los siete primeros galardonados con el Premio de Literatura, era de setenta años! Anatole France tenía setenta y siete años cuando se presentó aquí con paso vacilante para asistir a la ceremonia y recoger su cheque, y su compatriota André Gide contaba la respetable edad de setenta y ocho años. Sir Winston Churchill aún tenía un año más: setenta y nueve. ¿A qué se debe esta actitud de nuestra Academia Sueca? Yo no la encuentro justa. Desearíamos conocer su opinión, míster Craig.
—Esto se relaciona con la finalidad de la recompensa —dijo Craig, midiendo cuidadosamente sus palabras—, la cual nunca fue decidida por Nobel ni ha sido clara jamás. Yo no considero tan injusta la forma como se concede el premio de Literatura, como usted pretende dar a entender. No creo que se tenga en cuenta únicamente la edad, sino sólo el mérito, y los escritores de más edad, que han podido demostrar su valía, por lo general poseen más mérito y merecen mayores honores. Desde luego, esto puede ser un medio de asegurarse. Pero galardonar a hombres más jóvenes, sólo porque son jóvenes y prometedores, puede ser algo igualmente injusto. Hay la posibilidad de que no se perfeccionen ni se aguanten…, incluso de que decaigan. He oído decir que la Academia Sueca considera a Sinclair Lewis como uno de estos casos. Yo no soy una Poliana y no es propio de mí mostrarme adulador, pero, considerando bien las cosas, creo que la Academia Sueca obra acertadamente. Siento no estar de acuerdo con usted, pero este es mi criterio. Llame usted al Premio Nobel de Literatura una pensión para la vejez, si lo desea, pero creo que aun así, es mejor que convertirlo en un subsidio para los jóvenes.
Seguramente el Dagens Nyeter no le trataría con demasiada simpatía, se dijo, pero no le importaba. Su atención se dirigió hacia otra mano que se alzaba.
—¿Diga?
Un joven periodista de barba corta y tupida se levantó. Acto seguido se presentó como el enviado del Boletín del Librero sueco.
—Míster Craig, los últimos ganadores del Premio de Literatura han afirmado con frecuencia —ya fuese por honradez o por modestia— que merecían esta distinción menos que algunos de sus contemporáneos. Sinclair Lewis, en el discurso que pronunció aquí mismo en 1930, manifestó que, en su opinión, James Branch Cabell, Willa Cather, Theodore Dreiser y Upton Sinclair, todos ellos norteamericanos, merecían más el Premio Nobel que él. Seis años después, cuando se notificó a Pearl Buck que había obtenido el premio, ella lo consideró increíble y ridículo, afirmando que aquel honor pertenecía en realidad a Dreiser. En 1954, Ernest Hemingway dijo que Carl Sandburg, Bernard Berenson o Isak Dinesen merecían el premio mucho más que él. Tres años después, Albert Camus dijo: «Si yo hubiese formado parte del jurado, hubiera votado por Malraux». Esto nos lleva al caso de Andrew Craig. ¿Qué otro autor actual consideraría usted también merecedor, o más merecedor que usted, del galardón que acaba de obtener?
Craig sostuvo una breve lucha con su conciencia. Leah le había suplicado que no se rebajase. Pero su honradez natural le impedía contestar con una evasiva o guardar silencio. Con todo, le gustaba muy poco tener que mencionar nombres. ¡Había tantos! De todos modos, ¿por qué no mostraba franqueza, sin revelar plenamente su inferioridad?
—No puedo nombrar a un autor que merezca el premio más que yo… porque hay por lo menos medio centenar que debieran haberlo obtenido en lugar mío. Yo diría que hay unos diez en los Estados Unidos, tal vez quince entre Inglaterra y Francia, varios en el Japón y muchos en otros países. Se me ocurren algunos en Escandinavia y, desde luego, uno aquí, en Suecia.
—¿Podría usted decirnos cuál es el candidato sueco? —preguntó el joven del Boletín del Librero.
—No me gusta dar nombres…, pero he leído dos novelas del escritor sueco Gunnar Gottling y, a pesar de toda su irreverencia, procacidad y crudeza, lo considero un gran talento.
—Entre ciertos sectores no tiene muy buen aprecio.
—Yo no conozco los detalles —dijo Craig—, ni tengo el menor deseo de romper lanzas en favor de autores que deberían hallarse aquí, ocupando mi lugar. Usted me ha preguntado si hay otros escritores que yo creo debieran ocupar mi lugar, y yo le respondo que sí. Estoy seguro de que ningún escritor puede considerarse nunca solo y creer que está por encima de los demás y que sólo él merece la más alta recompensa literaria del mundo. Y, por otra parte, tampoco estoy seguro de que, pese a que el premio se concede todos los años, satisfaga totalmente los deseos del público.
El redactor de Svenska Dagbladet se había levantado:
—Míster Craig, supongo que conocerá usted la maquinaria del Premio Nobel. Los candidatos pueden ser designados por anteriores Premios Nobel. Otro tanto pueden hacer las Academias francesa, española y otras corporaciones reconocidas. También pueden presentar listas de candidatos los profesores de Literatura de las universidades. Y, desde luego, nuestra Academia Sueca está facultada para nombrar a los posibles ganadores. Estas designaciones se hacen personalmente, por cable o por correo. Estoy seguro de que usted conocía ya todos estos particulares…
—No —dijo Craig con sinceridad—. No tenía la menor idea de que existiesen todos estos preliminares.
—Naturalmente, le expongo todo esto para hacerle una pregunta —prosiguió el redactor del Svenska Dagbladet—. Le ruego que tenga la amabilidad de seguir escuchando un momento. Según mis noticias, en 1950 se recibieron más de un centenar de proposiciones de presuntos candidatos para el premio de Literatura. Muchas de ellas procedían de Norteamérica y ni una sola mencionó el nombre de William Faulkner, que entonces residía en Oxford (Mississippi). Por consiguiente, la Academia Sueca remedió la omisión presentando como su candidato a Faulkner y luego le concedió el premio de 1949, que había quedado vacante. También sé de fuente fidedigna, que usted ha obtenido el premio de manera similar. ¿Lo sabía usted ya?
—Pues la verdad, no.
—Su candidatura no fue presentada por sus compatriotas de Norteamérica ni por ninguna otra nación extranjera. Fue designado usted como candidato aquí en Estocolmo, por nuestra Academia Sueca, que más tarde le concedió el premio por mayoría de votos.
—Ta~poco puedo decir otra cosa como no sea que estoy muy agradecido… y ahora doblemente.
—Adonde yo quiero ir a parar es a lo siguiente… ¿Por qué tuvo que ser un jurado sueco, tan lejos de su patria, quién presentase su candidatura? En una palabra: ¿Por qué en su Norteamérica nativa le tienen tan negligido…, le aprecian tan poco, diría yo?
Craig movió la cabeza.
—Es una pregunta que se las trae. Bien, haré lo que pueda por responderla. Durante años, Faulkner permaneció en una relativa oscuridad porque el admirable condado de Yoknapatawpha donde él vivía, también era una región oscura y desconocida…, tanto a los ojos de los críticos como del público en general. Afortunadamente, el jurado sueco, que veía las cosas en perspectiva, no lo consideró tan oscuro. Mi obra ha sido hasta ahora poco conocida en mi propio país por razones similares.
—¿Oscuridad?
—Sí, es posible. En mis obras yo me ocupo del presente, pero lo hago valiéndome del pasado. Por su educación, la mayoría de norteamericanos creen que la novela histórica debe ser romántica y huidiza. Para ellos yo soy un bicho raro, que no encaja con la época. Mis novelas históricas no se adaptan al patrón popular. No es una literatura romántica ni de evasión, sino realista de una manera desconcertante, y que alude a la vida contemporánea. Esto les preocupa y llena de confusión. Como encuentran oscuro mi estilo, me vuelven la espalda. Por un motivo que no alcanzo a comprender, el jurado de la Academia Sueca ha comprendido mi propósito y ha demostrado admirarlo. He tenido la suerte de encontrar comprensión aquí, separado de mi patria por todo un océano y la mitad de una nación.
El enviado del Spectator londinense se puso en pie:
—Míster Craig, ha sido usted citado especialmente por El Estado Perfecto y Armageddon. La Academia denominó a estos libros «obras en apoyo de los ideales humanitarios». ¿Podría usted decirnos, con sus propias palabras, qué ideales humanitarios defienden estas dos obras?
—Con mucho gusto. En El Estado Perfecto, defiendo la tesis de que el gobierno comunal no puede dar resultado si antes no se cambia la naturaleza del hombre. Pero dudo de que esta pueda cambiar y, en el caso de que esto fuese posible, de su conveniencia. Afirmo en esta obra que el estado socialista —actualmente representado por el Comunismo— es fundamentalmente antihumano y no puede dominar al hombre, pues este luchará contra él y conseguirá sobrevivir. Digo que esto era cierto en los tiempos de Platón y también es verdad hoy día. En cuanto a Armageddon, no he hecho más que añadir mi voz a otras muchas, para recordar a los lectores de mi obra, de la magnitud de la catástrofe que podría abatirse sobre el planeta, y de su propia insignificancia y desvalimiento ante ella. Viene a ser como si las hormigas hubiesen inventado finalmente su propio insecticida. En este libro señalo que, en el mejor de los casos, el hombre es una criatura frágil y endeble, que subsiste de manera precaria e incierta sobre la Tierra, y que haría muy bien en meditar antes de querer competir con el Creador en el terreno de su propia destrucción. Quizás el Creador trató de intimidar al hombre con las catástrofes de Pompeya, Herculano, el terremoto de Lisboa y Krakatoa, pero sin borrarlo de la faz de la Tierra. Imitando a Dios, sin su sabiduría y misericordia, el hombre puede destruir a su especie para siempre con las armas nucleares, con sus Krakatoas de fabricación doméstica.
El enviado de La Prensa de Buenos Aires levantó la vista de sus cuartillas para hacer una pregunta:
—¿Tiene usted alguna otra obra en preparación, míster Craig?
—Por desgracia, hace demasiado tiempo que la tengo en preparación.
—¿Es la novela titulada Retorno a Itaca de la que hemos oído hablar recientemente?
—En efecto.
—¿Es también una novela de ambiente histórico?
—No, es moderna, contemporánea.
—¿Es la primera vez que usted escribe una obra moderna? ¿Qué le ha hecho cambiar?
Craig vaciló. Él siempre había deseado formar parte integrante de su época, a pesar del temor que sentía. Pero Harriet le dio alientos para que escribiese aquel libro. Sin embargo, Harriet pertenecía al pasado que había muerto, y los periodistas querían que les hablase del presente.
—No lo sé —contestó—. Lo único que puedo decirle, es que vi la obra de este modo. Posiblemente, como les sucede a muchos escritores, comprendí que iba en camino de amanerarme y deseé cambiar de ambiente. Quizá me cansé de mis bailes de máscaras, pensé que el Carnaval ya había pasado y quise quitarme el antifaz para mostrar mi verdadera cara al mundo. No estoy seguro. No hago más que repetir lo primero que me pasa por la cabeza.
—¿Podría usted decirnos, señor, de qué trata la nueva novela? —le preguntó un atildado caballero japonés del Yomiuri Shimbun.
—Pues trata de esto… de un Ulises del siglo XX, de sus errabundeos por el laberinto de la vida, defendiéndose de sus monstruos y sus peligros, rechazando toda clase de ataques —de dentro y de fuera— contra su libertad de palabra y de pensamiento, contra su derecho a rendir culto a dioses extraños o a ningún dios, contra su ética y su moralidad para evitar la pobreza. No es nada nuevo, desde luego, pero cada generación debe contar a su manera nuevamente esta historia. Confío en vivir lo bastante para escribirla.
Una señora del Aftonbladet tomó la palabra:
—¿Qué autores, considerados actualmente como clásicos, influyeron en usted?
—No quiero asegurar que existan influencias directas, pero les citaré unos cuantos autores que siempre me han interesado y conmovido. ¿Será esto suficiente? Pues bien. Las obras de Tolstoi, Stendhal, Flaubert y Sir Richard Burton siempre significaron mucho para mí. La vida de Shelley, más que su poesía, fue muy valiosa para mi formación.
—¿Sabía usted, señor, que Shelley era también uno de los autores favoritos de Alfredo Nobel?
—No, lo ignoraba.
—Oh, sí, sentía una gran admiración por la filosofía de Shelley y su actitud rebelde ante la vida. El único libro que publicó Nobel, una tragedia titulada Nemesis, se basaba en el mismo tema que Shelley utilizó para Los Cenci.
—Desde luego, me gustaría mucho leer la obra de Nobel —dijo Craig.
—Mucha me temo que le sea imposible —replicó la señora del Aftonbladet—. Después de su muerte, los familiares de Nobel quemaron hasta el último ejemplar de esta tragedia que pudieron encontrar. Como su tema era horripilante, consideraron que no era propio de un filántropo de la talla legendaria de Nobel. Creo que sólo subsistieron tres ejemplares.
Craig agradeció aquellas interesantes noticias con una inclinación de cabeza y luego indicó al redactor del Expressen que podía hablar.
—Míster Craig, según creo, no es esta la primera vez que usted visita Suecia.
—Efectivamente, estuve aquí después de la guerra.
—Siempre agradecemos las opiniones ajenas sobre nuestra país, ya sean buenas o malas. ¿Nos podría usted dar la suya?
—Verá, yo no me creo calificado para…
—¿Qué es lo que le gusta de Suecia?
A Craig le hacía gracia la insistencia del periodista.
—Bien, trataré de complacerle. Pues verá, me ha gustado… sobre todo me ha gustado la isla donde está la ciudad vieja. A esto podemos añadir la fuente de Carl Milles que se encuentra en la plaza del Mercado del Heno, la langosta con mayonesa, los almacenes llamados «Svenskt Tenn» y las actrices suecas Greta Garbo, Ingrid Bergman, Märta Norberg —especialmente esta… ¿por qué no hace más películas?— y… vamos a ver, ¿qué más me gusta? Ah, sí, me gustó mucho también el viaje a Uppsala en barco, los vidrios de Orrefors, vuestro movimiento cooperativo, la ausencia de pobres y, desde luego, Ivar Kreuger… Le ruego que me disculpe, pero la grandeza de este hombre me fascina. Podría decirles muchas cosas más.
—¿Y el reverso de la medalla, míster Craig…? ¿Qué es lo que no le ha gustado de Suecia?
—No me parece bien decirlo.
—Vaya, no nos hará usted creer que le gusta todo.
—Por supuesto que no. Bien. Voy a ser breve y directo. Creo que ustedes dan demasiada importancia a la conformidad, y atribuyen una excesiva virtud a la cortesía y los buenos modales. Por otra parte, gozan de una libertad sexual que despoja al amor de su romanticismo y cosechan los beneficios pero sufren las consecuencias de haber escogido el camino medio… ausencia de altibajos, excesiva blandura y también excesiva neutralidad. Suecia me encanta, pero estas son las cosas que me gustan menos de ella. Yo no las hubiera mencionado pero, ya que ustedes me preguntan, aquí tienen mi respuesta.
Craig pudo descansar medio minuto mientras los reporteros anotaban sus palabras. Dirigió la mano hacia su copa, pero estaba vacía. Entonces llenó su pipa y la encendió.
En el extremo opuesto de la sala estaba de pie una joven tocada con un sombrerito de trovador. Incluso desde tan lejos, Craig vio que parpadeaba nerviosamente.
—Soy Sue Wiley, de Consolidated Newspapers, de Nueva York —dijo con voz estentórea—. ¿Tiene usted objeciones que hacer a las preguntas de carácter personal, míster Craig?
—Muchas objeciones, se lo aseguro…
Varios periodistas rieron entre dientes.
—… pero reconozco su derecho a hacérmelas —continuó Craig—. Por el hecho de encontrarme aquí, supongo que pueden preguntar lo que quieran. Y desde luego, debo confesar que a mí también me interesan más las relaciones que sostuvo Carlos Dickens con Elena Ternan que sus heroínas de ficción. Y debo suponer que a sus lectores les sucederá lo mismo. Por lo tanto, a pesar de que soy un hombre reservado, miss Wiley, usted pregunte sin temor.
Sue Wiley permaneció de pie.
—Ya que hablamos de relaciones, ¿quién es esa señora que ha venido con usted a Suecia?
A Craig no le gustó ni su tono ni su retintín, y se incorporó para contestar:
—Es miss Decker, mi cuñada, una persona totalmente inofensiva y que, para que usted lo sepa, lo está pasando maravillosamente bien.
—Su esposa murió en un accidente de automóvil hace tres años. Como aquello era una afirmación y no una pregunta, Craig no consideró oportuno contestar. Pero los modales de fiscal de miss Wiley no le hacían ni pizca de gracia.
—¿Tiene usted el proyecto de contraer un nuevo matrimonio? —preguntó la joven.
Aquello era una impertinencia y Craig trató de contenerse.
—No. Pero aunque pensara volver a casarme, eso sería cuenta mía.
Aquella réplica no hizo mella en Sue Wiley, que continuó parpadeando como si tal cosa.
—¿Me permite que le haga unas preguntas sobre su forma de trabajar?
Esto le pareció mejor a Craig, cuya tensión disminuyó ligeramente.
—Pregunte usted —dijo.
—¿Cree usted que beber alcohol le estimula la imaginación?
Craig volvió a ponerse sobre aviso, sentándose completamente erecto en el diván. Esa zorra es lista e insensible, pensó. Iban a pelearse como dos perros callejeros, no tenía duda.
—Creía que la pregunta se refería a mi forma de trabajar —repuso con frialdad.
—Sí, míster Craig, y a eso me refiero precisamente. He hecho mis averiguaciones. Y no es ningún secreto, ¿verdad? Conozco escritores que acuden a las drogas como estimulantes mentales, e incluso he tratado a algunos. Ahí tiene usted a De Quincey, por ejemplo[16]. Según creo, usted bebe cuando trabaja.
No quería darle el gusto de hacer una exhibición pública de mal genio. Todas las miradas estaban fijas en él y se esforzó por sonreír:
—Miss Wiley, si bebiese mientras trabajo, no podría escribir ni una línea.
—Pero esta es precisamente la cuestión…, que usted no ha escrito ni una línea durante los últimos tres o cuatro años —replicó Sue Wiley con tono triunfal.
Aquella desvergonzada revelación, hecha en público por una periodista descarada que sólo buscaba sensacionalismo, hizo que Craig se sonrojase vivamente. Contenía su furia a duras penas.
—Vamos a ver, espere un momento, señorita… —empezó a decir.
Antes de que pudiese continuar, sin saber cómo terminaría el desagradable incidente, le interrumpieron.
—¿Me permite hablar un momento, míster Craig?
La solicitud, hecha en voz clara y confiada, procedía del conde Bertil Jacobsson, que acababa de ponerse de pie al lado de Sue Wiley.
Craig se mordió el labio inferior y se calló.
Jacobsson se había apartado de la procaz periodista norteamericana, para poder dirigir la palabra no sólo a ella sino al resto de la prensa.
—Cuando se hacen acusaciones infundadas, como las que acaba de hacer la señorita aquí presente, perteneciente a la Prensa, contra ilustres huéspedes extranjeros, creo que soy yo quien tiene el deber —y no nuestro invitado—, en mi calidad de anfitrión delegado por la Fundación Nobel y representante de Su Majestad, de intervenir para dar la adecuada contestación. —Jacobsson observó el silencioso auditorio con semblante imponente y patriarcal—. Deseo exponer de forma muy clara cuál es mi posición. Los miembros de la Fundación Nobel no juzgamos a nuestros candidatos o a nuestros laureados por su personalidad, su carácter o sus excentricidades. No nos interesa saber si nuestros premiados son aficionados a la bebida, morfinómanos o practican la poligamia. Nuestros juicios no se basan en su conducta humana. Esta tarea compete a las escuelas moralistas. Nuestra decisión, en Literatura, se basa únicamente en esto: si creemos o no que satisfacemos al deseo de Alfredo Nobel, de premiar «la obra más sobresaliente de tendencia idealista».
—¿Y qué me dice usted de la libertad de prensa y de lo que desea saber el público? —le preguntó Sue Wiley—. Nosotros, estamos al servicio del público. ¿Entonces, por qué nos invitó a esta conferencia de prensa?
—La invitamos a usted, y a todos los presentes —repuso Jacobsson con calma—, para que conociesen a un laureado, pero no para que le arrojasen el fango de sus malévolas insinuaciones, su baja chismorrería y sus preguntas fuera de lugar. Yo no conozco las costumbres de míster Craig y, lo que es más, no me interesan en absoluto. Pero sí me interesa su genio, y quiero que también le interese a usted, y por eso la he invitado aquí esta tarde. —Observó a los miembros de la prensa sueca y de pronto una sonrisa iluminó sus arrugadas facciones—. Y suponiendo que miss Wiley pudiese demostrar que, efectivamente, míster Craig es un borrachín de nota —aunque ustedes pueden ver que no lo es—, pero supongamos que ella lo demuestre, ¿qué supondría esto, después de todo? La mayoría de los aquí presentes somos suecos. Apostaría a que no hay un solo abstemio entre nosotros. ¿Qué verdadero sueco se atrevería a asegurar que en su vida no ha hecho el amor con unas copas de más, ya fuesen de snaps o de cerveza? ¿Somos unos niños acaso? ¿O bien poseemos la madurez y la tolerancia de que dio muestra Abraham Lincoln? La maledicencia de los envidiosos le dijo que su mejor general, Ulyses S. Grant, era un pobre imbécil que siempre estaba borracho. «Si supiese qué marca de whisky bebe», replicó Lincoln, «enviaría un barril a algunos otros generales que conozco».
Sonaron carcajadas en la sala y Sue Wiley parpadeó furiosamente.
Con aristocrática facilidad de palabra, Jacobsson prosiguió:
—Puedo hablarles con alguna autoridad de otros premios Nobel de Literatura, a quienes conocí personalmente y por los que siento un gran respeto. No hace falta que les diga que yo no juraría que todos ellos fuesen abstemios o partidarios de la prohibición. Recuerdo muy bien a un autor escandinavo que cuando le notificamos que había ganado el Premio Nobel, agarró una pítima que le duró dos semanas. Es absolutamente cierto. También es cierto que cuando Knut Hamsun vino de Noruega para recoger su premio de Literatura en 1920, estaba borracho como una cuba la noche en que se presentó a la solemne ceremonia. ¡Tiró de las patillas de un anciano miembro de la Real Academia Sueca e hizo chasquear la faja de la anciana Selma Lagerlöf!
Esta vez las carcajadas fueron homéricas. Los periodistas escribían furiosamente y, antes de que Sue Wiley pudiese abrir de nuevo la boca, Jacobsson se apresuró a añadir:
—Ya le hemos robado bastante tiempo a míster Craig y estoy seguro de que le hemos dado mucha sed. Mientras yo brindo con él por Knut Hamsun, me permito indicarles que escriban sus artículos. Det är allt. ¡La conferencia de prensa queda aplazada!
Más tarde, cuando la Casa de la Prensa se vio libre de periodistas y los esposos Marceau, Stratman, Farelli y Garrett se hubieron marchado con Krantz y los agregados, Andrew Craig se hizo el remolón. Como ya se habían llevado las bebidas, se apoyó en una pared del guardarropa y se puso a fumar la pipa, viendo cómo la señora Steen y el conde Jacobsson recogían sus papeles.
Cuando la señora Steen se hubo despedido, Craig se acercó al anciano conde.
—Muchas gracias —le dijo.
—¿Gracias, de qué? Todo cuanto les dije se lo repetiría a usted. Todo es cierto.
—Se ha arriesgado usted mucho por mí. ¿Y qué pasará si resulta que de veras soy un borracho? Le pondré a usted en ridículo.
—Estoy seguro de que no lo es. Y. aunque lo fuese, ¿cree que me importaría? Cada dos o tres años cae por aquí una arpía de la clase de esa miss Wiley, y hay que pararle los pies. Ese sensacionalismo es muy peligroso, pues oscurece todo cuanto verdaderamente importante se realiza aquí.
—Bien, de todos modos, en una cosa sí tuvo usted razón…, en lo de la sed. ¿Sabe dónde podría comprar una botella de licor para llevarme al hotel?
—Yo le indicaré. Nos iremos juntos.
Descendieron la escalera y salieron a la calle. La tarde estaba muy avanzada y la oscuridad invernal ya se había abatido sobre la ciudad. Un viento gélido ascendía del canal y ambos se abrocharon el gabán. Atravesaron la plaza juntos. Craig mordisqueaba su pipa apagada y Jacobsson balanceaba su bastón en un amplio arco, para golpear el pavimento de ladrillo. Así penetraron en Fredsgatan, pasando frente a la librería de Frize, «Proveedor de la Real Casa», según rezaba en un rótulo, y doblaron por la esquina de Malmskillnadsgatan, donde estaba la bodega.
Craig se puso al final de la cola que se extendía ante el largo mostrador de la tienda, y esperó pacientemente, observando los estantes del fondo medio vacíos. Cuando le llegó el turno, pidió tres botellas de Ballantine.
Luego, cuando regresaba al Grand Hotel por el borde del canal, Craig preguntó al conde Jacobsson si de veras era cierta la anécdota sobre Knut Hamsun. El anciano aristócrata respondió afirmativamente, añadiendo que él mismo lo había presenciado. Por un momento, Jacobsson se sintió tentado de revelar a Craig un incidente mucho más reciente: el del anciano ganador del premio de Literatura que se presentó en Estocolmo acompañado de dos rozagantes señoritas a las que presentó como su secretaria y su intérprete, aunque corría el rumor de que eran sus dos queridas de turno. Aquella situación estuvo a punto de desembocar en el escándalo, pero Jacobsson apelando a toda su diplomacia, consiguió ocultarla a las miradas indiscretas de la prensa.
Mas Jacobsson decidió no hablar de la sagacidad senil de aquel escritor. En lugar de ello, dijo a Craig que la anécdota en cuestión estaba registrada con todos sus detalles en sus Notas y luego le habló de ellas, sin ocultar la envidia que le producían los verdaderos escritores, capaces de escribir un libro. Habló con afecto de su estudio, situado sobre las dependencias de la Fundación Nobel, y de su museo particular, repleto de fotografías dedicadas y recuerdos de los anteriores premios Nobel. Esperaba que Craig tendría tiempo de visitar su museo y Craig, que cada vez sentía más afecto por el anciano caballero, respondió afirmativamente.
—¿Cree usted que las conferencias de prensa de hoy han sido un éxito? —preguntó Craig.
—De las mejores que hemos tenido en una década —repuso Jacobsson—. Yo estuve en todas ellas. ¿Ya le presenté al doctor Farelli?
—¿El médico?
—Sí. Hizo una observación muy interesante en el curso de su entrevista. Alguien le preguntó cuál era la omisión más grave a su juicio en la historia de los premios de Medicina. Él dio el nombre de Sigmund Freud. Naturalmente, él no podía conocer la verdad. Tal vez le haga gracia saberla.
—¿Cuál es?
—Sigmund Freud nunca fue designado oficialmente candidato para este premio. Esto es cierto. Pero, una vez fue presentado como candidato para el Premio Nobel de Literatura. ¿Lo sabía usted?
—¿Habla usted en serio?
—Absolutamente. Es cierto, se lo aseguro. Y si bien se mira, ¿por qué no había de serlo? No creo que estuviese menos calificado para recibir este premio que Winston Churchill. En la concesión de los premios literarios, también tenemos en cuenta a los aficionados de talento.
—¿Cuándo se presentó candidato Freud para el premio de Literatura?
—En 1936, cuando cumplió ochenta años. Tiene usted que saber que ya se lo habían predicho, pero más bien como una broma de mal gusto. En 1927, el psiquiatra Julius Wagner von Jauregg, obtuvo el premio de Medicina por sus inoculaciones del microbio del paludismo en el tratamiento de la parálisis. Pues bien, los freudianos, que no merecían en absoluto sus simpatías, se apresuraron a felicitarle y Von Jauregg les dijo: «Señores, algún día ustedes obtendrán todos el Premio Nobel… de Literatura». Y la profecía casi se cumplió. En 1936, Romain Rolland y Thomas Mann presentaron la candidatura de Freud para el Premio Nobel de Literatura. Aquel año Freud fue un candidato perfectamente reconocido, pero por último la Academia Sueca lo rechazó en la votación y eligió a Eugene O’Neill. Aquí tiene usted unos cuantos datos curiosos de la pequeña historia.
En estos momentos llegaron ante la entrada del Grand Hotel y Jacobsson se despidió. Al hacerlo, señaló el abultado paquete que formaban las tres botellas que Craig llevaba bajo el brazo.
—Que no le vea Sue Wiley —dijo, sonriendo. Para añadir, casi con excesiva dulzura—: Y no olvide que esta noche es usted un invitado del rey.
Mirando a Jacobsson, que se alejaba, Craig meditó acerca de la última observación del anciano caballero. ¿Sospechaba acaso lo que aquella desvergonzada de Sue Wiley ya sabía con certeza? ¿Había tratado, de manera indirecta y cortés, como era propio de él, de ponerle en guardia y advertirle de las consecuencias que podría tener un escándalo?
Qué demonio, se dijo Craig, nada le pasó a Knut Hamsun. Por lo tanto, ¿qué tenía que pasarle a él? Apretó aún más fuertemente el envoltorio. De momento se sentía seguro y aquellas tres botellas eran suyas. Pero bebería con moderación. Sintió no haber tranquilizado a Jacobsson. Hubiera deseado poder decirle que, aquella noche, sería digno de presentarse ante un rey.