Capítulo segundo

Era una tarde sin sol, fresca y plateada de Estocolmo. A aquella hora tan temprana de la tarde de aquel primer día de diciembre, el termómetro marcaba 15° C. El conde Bertil Jacobsson, vestido de etiqueta, con sombrero de seda y gabán, el bastón bajo el brazo y botines gris perla, salió de la Fundación Nobel, en Sturegatan 14, y se dirigió al «Cadillac» que le esperaba junto al bordillo.

El Ministerio de Asuntos Exteriores sueco había cedido uno de sus coches para aquella ocasión. Con la portezuela trasera abierta por un rubio chófer de uniforme, el automóvil aparecía rutilante. Cuando se aproximó Jacobsson, el chófer se inclinó respetuosamente, y se quitó la gorra. Jacobsson respondió con una ligera inclinación de cabeza y subió al coche. Se acomodó en un rincón del mullido asiento posterior, ocupado ya en gran parte por Ingrid Pahl y Carl Adolf Krantz. En el viaje de regreso, él y Krantz se sentarían en los asientos plegables y permitirían que sus invitados ocupasen el mullido asiento posterior, en compañía de Ingrid Pahl.

—Buenas tardes, buenas tardes —dijo el conde Bertil Jacobsson—. Qué día tan hermoso para nuestra inauguración, ¿eh?

—Hola. Sí, muy hermoso —dijo Ingrid Pahl, nerviosa.

Krantz, que siempre parecía preocupado, se limitó a murmurar «conde» por toda salutación.

El chófer cerró de golpe la portezuela delantera y se instaló en el volante. Inclinándose hacia él, Jacobsson hizo correr la divisoria de vidrio y dijo:

—Al aeropuerto de Arlanda, por favor. —Consultó su reloj—. Nos sobra tiempo. No hace falta que corra.

Cerró el vidrio divisorio y, cuando el coche se puso en marcha y se apartó de la acera, volvió a empotrarse en su rincón, volviendo la cabeza hacia sus compañeros.

—¿Por qué están ustedes tan solemnes, amigos míos? —les preguntó—. Yo siempre he encontrado muy estimulantes estos primeros encuentros. Estimulantes y distraídos.

—Yo nunca sé qué decir —dijo Ingrid Pahl.

—Nosotros somos unos privilegiados —prosiguió Jacobsson—. Tenemos la oportunidad de recibir y de tratar íntimamente a los mayores genios del mundo…

—A quienes nosotros mismos hemos hecho famosos —le interrumpió Krantz con acritud.

—Nada de eso, Carl, nada de eso. Todos ellos eran famosos antes de que nosotros reconociésemos y coronásemos públicamente su valía. —Reflexionó acerca de lo que había dicho, tratando de verlo objetivamente, y luego rectificó aquel juicio—. Bien, no siempre, pero por lo general, sí. —Miró un momento a sus compañeros—. Supongo que ninguno de ustedes lamentará formar parte, conmigo, del comité de recepción. No ha sido solamente mi parecer, sino el de las diversas Academias…

—Nos consideramos muy honrados —le atajó secamente Krantz. Después de mirar un momento por la ventanilla, agregó—: Quizás aún esté lamentando las votaciones. Excepto en el caso del profesor Stratman…

—Supongo que no presentará usted objeciones a que hayamos elegido al doctor Garrett y al doctor Farelli… Sus descubrimientos tuvieron al mundo en vilo.

—¡Es la prensa, la prensa! —dijo Krantz—. Nos vimos arrastrados por ella. Creo que deberíamos tratar de ser más ecuánimes. Es posible que ese injerto cardíaco, pese a sus limitaciones, sea el descubrimiento médico del siglo. Aunque, según como se le mire, no pasa de ser un número de circo. Creo que la comisión del Carolina debiera haber esperado aún otro año o dos, para ver más experimentos, más resultados. Y por lo que se refiere al matrimonio Marceau, tampoco me impresionan. ¿A quién le importan los espermatozoides congelados? Había media docena de descubrimientos más merecedores de recompensa. Y en cuanto el premio literario concedido a ese americano, ni siquiera voy a comentarlo…

La barbilla y la sotabarba de Ingrid Pahl temblaron de indignación.

Vas snäll och…, por favor, Carl, no te metas de nuevo en lo que no te importa. Tú eres un físico, no un crítico literario. Estoy segura de que ni siquiera has leído los libros de Craig…

—Leí uno, y ya tuve bastante.

—Vamos, hombre, la verdad es que tú no puedes opinar en estas cuestiones. Lo mismo que yo no me meto en tus decisiones sobre Química y Física, no me parece bien que tú quieras meter baza en lo que decide la Academia Sueca. Todos los años, lo mismo. Hiciste los mismos comentarios cuando votamos a Sinclair Lewis, Pearl S. Buck y Ernest Hemingway. ¿Por qué siempre presentas objeciones cuando se trata de americanos? ¿Por qué sólo estuviste contento cuando salieron elegidos Eucken, Heyse y Hauptmann, tus idolatrados alemanes?

Krantz apretó fuertemente los labios.

—Si llevamos las cosas a ese terreno, no quiero seguir discutiendo contigo.

Luego se volvió hacia la ventanilla. Ingrid Pahl abrió con irritación su bolso cubierto de perlas y buscó los cigarrillos y la boquilla para distraerse. Jacobsson, que había escuchado la discusión con disgusto, decidió no meterse en ella.

Cuando llegaron a los suburbios septentrionales de Estocolmo, después de haber recorrido la primera parte de su carrera de treinta y cinco kilómetros hasta el aeropuerto de Arlanda, Jacobsson comprendió que no podía permanecer al margen de aquella discusión, al menos interiormente. Le correspondía la misión, en su calidad de miembro más antiguo del comité de recepción de la Fundación Nobel, de velar por sus buenos modales y por su unidad de acción. Durante diez días, desde aquella tarde hasta la ceremonia que se celebraría la tarde del 10 de diciembre, los tres vivirían juntos, y convivirían con sus distinguidos invitados, los ganadores de los premios, que venían a recibirlos desde muy lejos. Cualquier nota de discordia o de disensión entre ellos, ante sus invitados, la prensa o el público, sería una desgracia. Jacobsson decidió que, en el caso de que surgiese otra discusión como aquella, él no se quedaría fuera de ella o al margen, sino que actuaría para terminarla en el acto.

Se censuró por haber influido cerca de las academias para que Krantz e Ingrid Pahl formasen parte con él del comité de recepción. Absorbido con los preparativos que tuvo que realizar durante los dieciséis días transcurridos desde que se cursaron los telegramas a Francia, Italia y Estados Unidos, olvidó el antagonismo que existía entre ambos. Como de costumbre, los preparativos representaron un trabajo abrumador. Por una parte, las cartas detalladas que se enviaron a los ganadores. Por otra, los horarios y los programas. Por último, las reservas de las mejores suites del Grand Hotel. ¡Ah! Y se olvidaba aún de la Prensa.

En medio de toda aquella febril actividad, correspondió a Jacobsson recomendar a las academias los nombres de dos de sus miembros que le acompañarían a recibir a los ganadores. Como no tuvo tiempo de someter el asunto a una madura reflexión, Jacobsson indicó los nombres de Krantz e Ingrid Pahl, que fueron los primeros que le vinieron en mientes. Su elección fue aprobada al instante. Cuando esto ocurrió, hacía algunas semanas, esta elección le pareció excelente, pues los consideraba a ambos por separado y no los vio en aquel momento como colaboradores entre sí y consigo mismo. Ambos eran sendas eminencias en sus respectivas disciplinas, o así le parecía.

Entonces, mirando con el rabillo del ojo a sus compañeros, tratando de hallar una confirmación al primer juicio que le merecieron, intentó verlos con los ojos de sus distinguidos visitantes extranjeros. Ingrid Pahl, sentada a su lado, daba enérgicas chupadas a un cigarrillo «John Silver» colocado en una boquilla de ébano. Un sombrero floreado ocultaba casi todo su cabello ceniciento. Su cara enorme, de facciones aplastadas y mofletudas, parecía un sonrosado montón de pasta aún no amasada. Bajo su sotabarba pendían muchos collares de diversas piedras de colores. Aquella mujer, semejante a un gran budín, tenía su cuerpo informe embutido en un vestido azul de las dimensiones de una tienda de campaña. Se parecía mucho, solía decirse Jacobsson con frecuencia, a Madame Helena P. Blavatsley, la teósofa rusa con quien su padre se fotografió en Londres a últimos del siglo pasado. Aunque su expresión de aquellos momentos era ceñuda, pues aún seguía bajo los efectos de su discusión con Krantz, solía ser de un natural agradable, casi bonachón, que respiraba la ingenua sencillez y dulzuras suecas.

Como Jacobsson quería que un miembro de su comité de recepción estuviese versado en literatura, como gesto de respeto hacia Andrew Craig, escogió a Ingrid Pahl sin vacilar. No sólo era una persona muy leída, sino que además era el único Premio Nobel sueco que aún vivía. Estos laureles —Ingrid ganó el Premio Nobel de Literatura— le conferían un gran valor propagandístico. Por otra parte, aquellos mismos laureles, como no dejaba de percibir Jacobsson con gran perspicacia, con mucha frecuencia la hacían sentirse humillada y oscurecida en compañía de eminentes huéspedes que habían obtenido el mismo premio en fecha más reciente. Pues la verdad era que Ingrid Pahl, que obtuvo por unanimidad el premio hacía más de una década, siempre se había sentido indigna de tan alta distinción. Sus novelas, bellos poemas en prosa consagrados a su amada Suecia, jugosos y frescos paisajes desprovistos de vida y en los que no se movían personajes, fueron distinguidas con preferencia a otras obras mucho más trepidantes y memorables por su vitalidad, debidas a la pluma de grandes autores internacionales. Aquella recompensa, según sabía Jacobsson, le produjo gran embarazo, y nunca consiguió librarse de la sensación de que la exhibían ante el mundo sin merecerlo ciertamente y cubierta de oropel.

Son los peligros del nepotismo nacional, se dijo Jacobsson. A veces se nos critica injustamente, pero a veces con mucha razón, y en tal caso las victimas son tanto el que da el premio como el que lo recibe. Una docena de autores escandinavos habían recibido el Premio Nobel de Literatura además de Ingrid Pahl…, mientras que Marcel Proust, George Meredith, Thomas Hardy y Joseph Conrad no alcanzaron en su vida el preciado galardón. Pobre Ingrid, pensó Jacobsson, que teme ahora conocer a Andrew Craig, cuyo espíritu creador admira y cuya causa defendió con tanto ardor.

La mirada de Jacobsson se posó en el tercer miembro del Grupo. Carl Adolf Krantz era en todos sentidos el polo opuesto de Ingrid Pahl. En lo físico, era un enano. Pero espiritualmente era un gigante. Como persona, era un hombre irritante, gruñón, pendenciero, desagradable, amigo de contradecir y rebosando acritud, lo cual no le impedía ser estimulante, interesante y brillante. Cuando estaba sentado, como entonces ocurría, parecía más pequeño que de costumbre. Su ralo cabello, teñido de negro y muy grasiento, permanecía pegado sobre su cabeza cuadrada. Sus ojos eran dos minúsculos orificios, su nariz un hocico en miniatura y tenía la boca fruncida como si acabasen de arrancarle un tapón. Su pulcro bigote en forma de cepillo era negro, lo mismo que su corta perilla puntiaguda. Siempre llevaba trajes demasiado apretados, con todos los botones abrochados, corbatas de pajarita y zapatos con suelas de dos dedos de grueso.

Poseía un aire algo rígido y oficioso completamente teutónico que era precisamente lo que él se proponía, aunque había visto la luz n la ciudad sueca de Sigtuna. Se enorgullecía de haber sido educad por su padre, un diplomático de segunda fila, en Alemania, nación que admiraba, fuese cual fuese su régimen político del momento. Esta admiración ilimitada se hacía extensiva al pueblo alemán. Los recuerdos más dichosos de su vida eran los de sus días de estudiante en las universidades de Gottinga y Wuzburgo. Cuando regresó a Suecia con sus padres, se sintió forastero en su propia patria, sentimiento que nunca le abandonó del todo. Después de trabajar diez años en la industria como físico —vanos de sus informes le granjearon cierta fama en el extranjero— le fue ofrecido un puesto en el Instituto de Física Teórica de la Universidad de Uppsala. Entonces empezó a dedicarse a la enseñanza y puso sus aspiraciones en la cátedra de Física de la Universidad. Con la subida de Hitler al poder, su espíritu se desvió de la Física a la política. La abyecta neutralidad de su patria le producía vergüenza y se identificó plenamente con el Reich que resurgía. Aprovechando un nimio Pretexto, visitó Berlín, parando en el Hotel Kaiserhof y alternando con Keitel, von Ribbentrop Y Rosenberg. Durante la segunda guerra mundial residió en Estocolmo, desde donde hizo una activa propaganda germanófila, oral y escrita…, dirigida a sus compatriotas que no habían conocido la guerra desde hacía casi un siglo y medio, y sin tener en cuenta que la supervivencia de Suecia como nación dependía de su estricta neutralidad. En aquellos años tan agitados Carl Adolf Krantz se convirtió en un personaje discutido y molesto para sus compatriotas. La caída del Tercer Reich significó en cierto modo, su propia caída.

En los medios científicos, más serenos, la valía de Krantz no sufrió menoscabo. Pero en las altas esferas cayó en desgracia. Durante la década anterior a la guerra, fue miembro de la Real Academia Sueca e Ciencias y era uno de los dos socios de la docta corporación que tenían derecho de voto para el Premio Nobel de Física y para el Premio Nobel de Química. Después de la guerra su situación en las comisiones del Premio Nobel no quedó alterada Sin embargo su situación en la Universidad se resintió de sus veleidades políticas.

Cuando finalmente la augusta cátedra de Física fue adjudicada, Carl Adolf Krantz, a pesar de su antigüedad en el escalafón fue postergado, ocupando la cátedra un hombre más joven que él. Esta bofetada en pleno rostro, esta reprimenda pública, no la pudo olvidar jamás, ni perdonarla. Inmediatamente presentó su dimisión apartándose de las tareas docentes. Y en los años que siguieron, consagró parte de su tiempo a su trabajo en el Instituto de Radiofísica de Estocolmo, dedicando cada vez mayor actividad a las tareas relacionadas con la Fundación Nobel.

A pesar del turbio pasado de Krantz y de su tornadiza personalidad, Jacobsson se fijó en él para el puesto de tercer miembro del comité de recepción, a causa de la amplitud y variedad de sus conocimientos. Olvidando diferencias políticas, Krantz fue el primero, y el único al principio, en proponer al Profesor Max Stratman para el Premio Nobel de Física. Y aunque Krantz se opuso a que se premiase la labor de los esposos Marceau, su posición como miembro del jurado de Química le hacía muy indicado para atender a los dos sabios franceses y conversar con ellos de una manera tan inteligente como lo haría con Stratman. Jacobsson pensó en solicitar al Instituto de Carolina que le cediese uno de sus miembros para formar parte del comité de recepción, pero un cuarto miembro convertiría al grupo en algo difícil de manejar, y su presencia parecía innecesaria teniendo en cuenta que Krantz poseía también muy amplios conocimientos de Fisiología y Medicina. Y así, fue Krantz el designado para formar el comité, junto con la señora Pahl y Jacobsson. Pero al observar entonces al quisquilloso y avinagrado físico, Jacobsson empezó a abrigar serias dudas sobre lo acertado de la elección.

Lanzando un suspiro entrecortado, se enderezó para ver su propia cara reflejada en el vidrio divisorio. Examinando su brillante y fantasmal efigie, pensó de pronto que probablemente él no se hallaba más calificado que Krantz o Pahl para representar la voluntad del fallecido Alfredo Nobel, o que, al menos, ellos no se hallaban más calificados que él. Sus ojos, sugestionados por su propia imagen, no se apartaban de ella, tratando de distinguir lo que verían en su cara los ilustres visitantes que iban a esperar. ¿Qué verían? Un venerable anciano. Una anticuada testa de aristócrata. Unas sensitivas facciones de erudito. Una cara como pergamino arrugado, de una tonalidad blanquiazulada, casi transparente. Su figura ya no era tan alta y erguida como antaño y llevaba sus frágiles miembros envueltos en gruesas ropas para dar mayor sensación de plenitud, de fuerza y de respeto. «Soy un misántropo, pero extraordinariamente bondadoso», escribió Nobel sobre sí mismo. Quizás aquella descripción también le cuadrase, pensó Jacobsson.

El anciano cerró los ojos, y la imagen desapareció. Recordó con sorpresa que su juventud había transcurrido en el siglo pasado. El mundo de aquella tarde era el mundo de los hombres del mañana. ¿Pertenecía realmente a él? ¿Sin embargo, quién tenía más derecho a aquel mundo que él mismo? Se dijo que él representaba la continuidad. Después de todo, ¿cuántos vivían aún que pudiesen recordar todos aquellos largos años, desde los primeros premios Nobel de 1901, Roentgen, Van’t Hoff, Behring, Prudhomme, Dunant, Passy, hasta los ganadores de aquel año, Stratman, los esposos Marceau, Garrett, Farelli y Craig? ¿Y quién podía citar aún las palabras, oídas personalmente, de Alfredo Bernardo Nobel, que ahora figuraban grabadas en la Fundación?

Cuando no era más que un impresionable adolescente que acompañaba a su padre en una misión protocolaria realizada por encargo de la Casa Real, tuvo el privilegio de hallarse en presencia de Alfredo Nobel por lo menos una docena de veces, primero en París y después en el solitario hotel de San Remo en 1896, año que fue el último de la vida de Nobel. En vista de que Jacobsson heredó una gran predisposición para las tareas de organización y la diplomacia, pasó a regir los destinos de la Fundación Nobel desde 1900 año que precedió al de los primeros premios.

En los últimos años, comprendiendo que su posición privilegiada poseía un valor único y considerando que quedaba en deuda con la posteridad, Jacobsson empezó a escribir sus Notas. En realidad se trataba de sus memorias del pasado, mezcladas con apuntes del presente, en las que refería las votaciones secretas de las distintas academias Nobel, impresiones, anécdotas y actividades de los diversos laureados, descripciones de los actos y ceremonias, todo lo cual constituía un conjunto inapreciable de datos para la Historia. Jacobsson empezó las Notas —que a la sazón constituían diecisiete cuadernos verdes llenos con su escritura apretada— no hacía muchos años, a decir verdad. Efectuó la primera anotación la noche siguiente a aquel día de noviembre en que la Academia Sueca, en sesión a puerta cerrada celebrada en la Ciudad Vieja, decidió otorgar el premio de Literatura a una oscura autora sarda llamada Grazia Deledda, en lugar de concederlo a Gabriele D’Annunzio, porque la mayoría de académicos presentó objeciones a los devaneos amorosos de D’Annunzio y al hecho de que se hubiese apoderado con malas artes de Villa Carnacco, la mansión que poseía en Italia una viuda danesa. Esto sucedió en 1927. Desde entonces, exceptuando los períodos en que estuvo enfermo, Jacobsson siempre anotó algo, algún detalle, algún nuevo chisme, todos los días. Siempre acarició la idea de convertir aquellas notas en un libro, un grueso y hermoso volumen que vería la luz pública y que en cierto modo serviría de justificación a su vida. Pero en los últimos años comprendió que ya no tendría tiempo de escribir un libro. Tendría que contentarse con haber aportado el material del mismo, bajo la forma de sus Notas, para que, más adelante, alguien lo escribiese.

De pronto, Jacobsson se arrancó a su ensimismamiento y volvió al presente, representado por Ingrid Pahl, Carl Adolf Krantz y el coche oficial. La escritora estaba ligeramente amodorrada a su lado. Krantz se hallaba concentrado en la tarea de resolver un rompecabezas metálico; siempre llevaba varios en el bolsillo.

Jacobsson miró distraídamente los suburbios de Estocolmo que pasaban ante sus ojos por la ventanilla del coche. A ambos lados de la carretera, las suaves colinas mostraban un retador tono verde bronceado, a pesar del frío. Aquí y allá aparecían y desaparecían rústicas casitas de madera, con aspecto de granero, casi todas de color beige, pero cubiertas con una techumbre de alegre y llamativo color rojo. ¡Cómo amaba aquella tierra, con sus lagos resplandecientes, sus abetos y bosques primitivos, con sus vastos espacios abiertos llenos únicamente por el cerúleo cielo escandinavo, soldado a la tierra verdeante en el infinito horizonte! A decir verdad, pensó, aquel era el dominio de Ingrid Pahl. En sus pequeños volúmenes, había reivindicado sus derechos mediante la adopción y el amor. En el fondo, él era un hombre de la ciudad, se dijo Jacobsson. Sólo dejaba el capullo urbano en diciembre, durante aquellas ocasiones, para experimentar siempre una renovada sorpresa ante la belleza de la campiña y el deleite que su contemplación le producía. Y todos los años, por diciembre, se prometía volver al campo, de excursión o de vacaciones, pero al llegar enero este firme propósito se había evaporado y él volvía a formar parte integrante de la metrópoli.

—Bertil.

La voz de Ingrid Pahl lo arrancó de sus sueños.

Se volvió al instante, prestando atención. La escritora ya se había despabilado e introducía un nuevo cigarrillo en la boquilla, para encenderlo a continuación. Él esperó a que hablase.

—Bertil —repitió ella, tosiendo a causa del humo—. Aquí estamos los tres, y yo ni siquiera conozco el programa. ¿Es muy agotador?

—¿Te refieres al programa de recepción? En absoluto. —Rebuscó en el interior de su gabán, luego en el bolsillo de su chaqueta y sacó una hoja doblada de papel cebolla. Mientras la desplegaba, observó que Krantz también demostraba interés—. Aquí está —dijo Jacobsson—. ¿Lo leo en voz alta?

—Sí, por favor —dijo Ingrid Pahl—. Yo no puedo leer en un vehículo en marcha.

Jacobsson se acercó la hoja abierta a la cara.

—Primero de diciembre. O sea, hoy. A las dos veinticinco de la tarde el doctor Claude Marceau, con su distinguida esposa doctora Denise Marceau. Por Air France, en el aeropuerto de Arlanda. Esta tarde a las siete, el doctor Carla Farelli y señora. Por las Líneas Aéreas Escandinavas. También Arlanda. Dos de diciembre. O sea, mañana. A las ocho de la mañana, el Profesor Max Stratman y…

—¡A las ocho de la mañana! —se quejó Ingrid Pahl.

—Se merece que vayamos a recibirlo a cualquier hora —barbotó Krantz.

—… y su sobrina —se apresuró a seguir leyendo Jacobsson—. En tren desde Göteborg. Estación Central. A las doce y treinta y cinco de mañana al mediodía, el doctor John Garrett y su distinguida esposa. Por las Líneas Aéreas Escandinavas. Aeropuerto de Arlanda. En el mismo avión de Copenhague vienen míster Andrew Craig y su cuñada.

Krantz refunfuñó:

—¿Su cuñada? ¿Y también tenemos que correr con todos sus gastos?

—Es viudo —respondió Ingrid Pahl con aspereza—. ¿Quieres que venga solo?

—Por favor —interpuso Jacobsson. Terminó de examinar la hoja, luego la dobló y la puso sobre sus rodillas—. Como he dicho, míster Craig vendrá en el mismo avión que los Garrett. Y estos son todos. Por lo tanto, Ingrid, nuestras tareas de recepción habrán terminado mañana a primeras horas de la tarde. —Volvió a guardarse el papel en el bolsillo interior de la chaqueta—. Desde luego, después tendremos que desempeñar algunas pequeñas misiones. Pero estoy seguro de que serán muy agradables. Y, como de costumbre, el Ministerio de Asuntos Exteriores nos cede a varios de sus más hábiles y enérgicos agregados para que nos echen una mano cuando tú y Carl queráis descabezar un sueñecito.

—El matrimonio francés que vamos a recibir ahora mismo, me son absolutamente desconocidos —dijo Ingrid Pahl—. ¿Puedes darme algunos datos, Bertil?

Jacobsson se encogió de hombros.

—No hay mucho que decir. Ambos esposos son químicos de gran renombre y valía. A pesar de lo que diga Carl, su descubrimiento ha merecido los plácemes de todo el mundo. Exceptuando los recortes de periódico de París —principalmente artículos sobre su obra e interviús con ellos— no tengo detalles sobre su vida particular. En cuanto a sus tareas científicas —indicó con la cabeza a Krantz— creo que eso es más de la incumbencia de Carl.

Por un momento, los gruesos dedos de Krantz dejaron de accionar el rompecabezas metálico.

—Sus nombres fueron propuestos el año pasado y el actual, entre otros quinientos. Después de la primera labor de cribado, nuestro comité de cinco miembros recomendó a los esposos Marceau, junto con otra media docena de nombres. Yo escuché los detallados informes de nuestros expertos en Química, y todos ellos fueron altamente favorables, como sabéis. Pero en estos informes, apenas se decía nada acerca de la personalidad de ambos ganadores. Por lo que he podido saber, ambos se hallan en la cuarentena. El tiene varios años más que su esposa. Llevan unos doce años o tal vez más de casados. Han consagrado seis o siete a esa estúpida investigación sobre la esperma, según creo. Trabajan en el Instituto Pasteur, aunque no tienen relación oficial con el mismo. No parecen tener otras aficiones fuera de su trabajo… caso muy corriente entre nosotros los científicos. Yo diría que, por el hecho de estar casados y colaborar en su trabajo, deben de ser inseparables, mostrándose siempre de acuerdo en todo. Aseguraría que resultarán muy aburridos.

—Permítame que ponga en duda esta última afirmación —dijo Ingrid Pahl—. A mí me fascinan esos matrimonios que colaboran en empresas comunes. Es un caso que se da mucho en las ciencias. ¿Por qué no ocurrirá también en las artes? ¿Os imagináis una comedia escrita por Ana y William Shakespeare? ¿O una novela debida a la pluma de Carlos Dickens y Catalina? ¿O un cuadro pintado por Mette Sophie y Paul Gauguin? Supongo que esto no ocurre porque, en las artes, la creación es algo más individual.

—Tonterías —masculló Krantz.

Jacobsson intentó nuevamente evitar que surgiesen conflictos.

—Sean cuales fueren los motivos, las ciencias han producido siempre algunos notables ejemplos de colaboración entre esposos. —Volvió mentalmente a sus Notas—. Los primeros que se me ocurren son, naturalmente, Marie y Pierre Curie. Ambos obtuvieron el premio de Física en… vamos a ver… sí, en 1903, junto con el Profesor Henri Becquerel, por sus investigaciones sobre los fenómenos de radiación. Según recuerdo, los esposos Curie obtuvieron una cuarta parte del premio para cada uno de ellos. Y Becquerel la otra mitad. Recuerdo la decepción que sentí al enterarme de que los esposos Curie se hallaban tan agotados por su exceso de trabajo, que no podrían asistir a la ceremonia. El embajador de Francia en Suecia acudió en su lugar a recoger la recompensa.

—¿No va esto contra la letra de los Estatutos? —preguntó Ingrid Pahl—. Yo creía que había que asistir personalmente o de lo contrario se perdía todo derecho al premio…

—En efecto, dentro del plazo de diez meses… «Si el ganador del premio no hiciese efectivo, antes del primero de octubre del año siguiente, el importe del cheque extendido por la totalidad del premio de acuerdo con las normas dictadas por el Consejo de albaceas, en tal caso el importe de dicho premio revertirá al fondo principal»… Así reza el reglamento —dijo Jacobsson—. Sin embargo, los Curie se presentaron el verano siguiente en busca del premio en metálico, cuando sus derechos aún no habían finiquitado. Ocho años después, como es sabido, cuando Marie Curie ya había enviudado, le concedimos otro premio, esta vez de Química… Creo que ella ha sido la única persona que ha obtenido dos premios Nobel.

—Este segundo premio —observó Krantz—, se le concedió por el mayor descubrimiento en Química, desde el oxígeno. Podríamos decir que con él nos dio el átomo, tal como lo conocemos.

—De todos modos, esta segunda vez, a pesar de hallarse enferma, Marie Curie asistió a la ceremonia —continuó Jacobsson—. ¿La recuerdas, Carl? Aunque no, eso ocurrió antes de tu época. Era una cuarentona, una mujer solitaria pero encantadora y consagrada a su carrera. Llegó aquí con su hermana y su hija y luego me dijo que la ceremonia de adjudicación de los premios le produjo una impresión inolvidable.

—También premiamos a la hija, ¿verdad? —preguntó Ingrid Pahl.

—Sí. En realidad, a la hija y a su marido. Irene Curie se casó con uno de los jóvenes ayudantes de su madre en el Instituto de Radium, un muchacho sin un céntimo que se llamaba Frédéric Joliot, que había terminado sus estudios en L’Ecole de París. Ahí tenéis otro matrimonio de sabios. Los esposos Joliot-Curie. Ambos obtuvieron el premio de Química en 1935. —Hizo una pausa—. Estoy tratando de recordar si hubo otros matrimonios…

—Los Cori, en 1947 —intervino Krantz con prontitud.

—Ah, sí —asintió Jacobsson—. Carl Cori y su esposa Gerty. Premio de Medicina. Procedían de Saint Louis, en el Missouri, y se partieron el premio con el argentino Houssay. Por algo relativo a las hormonas…

—Descubrieron la conversión catalítica del glicógeno —dijo Krantz con precisión.

—De todos modos, de vez en cuando bendecimos a los frutos del matrimonio —dijo Jacobsson—. Tengo gran interés en conocer a los Marceau.

—Yo lo encuentro muy curioso —dijo Ingrid Pahl.

Jacobsson pareció sorprendido.

—¿Curioso? ¿Qué es curioso?

—Que un matrimonio obtenga el Premio Nobel —explicó Ingrid Pahl—. En realidad, para el caso tanto da este premio como otro cualquiera, que tenga que ver con una labor realizada por ambos cónyuges. Esto presta una sola dimensión al matrimonio. El laboratorio se convierte en hogar y viceversa. No hay variedad, no hay cambio de lugar. Y existe una armonía excesiva. Además, ¿cómo queda después de esto el papel del varón? Este ha salido con un garrote en la mano en busca de un oso para la cena, que causará la admiración de su compañera, pero en lugar de eso, su compañera sale con él de caza y ambos tienen que compartir el mérito de haber dado muerte al oso. ¿Cómo queda él? ¿En qué situación le coloca esto? ¿Y a ella?

—Estoy seguro de que los esposos Marceau no piensan ni por un momento en establecer semejantes comparaciones —dijo Jacobsson con circunspección. Consultó su reloj y después miró por la ventanilla del coche—. Llegaremos puntualmente para recibirlos. Sólo faltan veinte minutos.

Los tres continuaron sentados en silencio —Krantz, que estuvo casado y se había divorciado hacía mucho tiempo, Pahl y Jacobsson, que eran ambos dos solterones impenitentes—, sumidos en sus propios pensamientos sobre el matrimonio y el premio…

Apenas cambiaron una frase o una palabra de cortesía desde que salieron de París en dirección a Estocolmo.

Reclinada en su butaca de cuero junto a la ventana oscurecida, sintiéndose incómoda en su traje sastre de mezclilla de lana blanca y negra, que se había hecho en el último momento según las nuevas medidas de su enflaquecida silueta, y desazonada por su forzosa proximidad a su marido, Denise Marceau dejaba vagar distraídamente su mirada por el lujoso interior del avión. Contempló por un momento las dos jóvenes azafatas francesas, con su rubio cabello peinado atrevidamente alto, llenas de aplomo con sus blusas blancas y sus ajustadas faldas azules, que recorrían el pasillo en ambas direcciones, pasando entre los pasajeros, seguidas en ocasiones por el camarero de chaqueta blanca. Luego observó a Claude, repantigado en el asiento contiguo, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo mientras pasaba las páginas de una novela de Emile Gaboriau.

No le miró de hito en hito, sólo con el rabillo del ojo, pues no se atrevía a mirarle a la cara. Ella no se llevó nada para leer, porque tenía más que suficiente para entretenerse con sus furiosos pensamientos.

Sacó del bolso un cigarrillo emboquillado, con la mayor discreción posible, porque no quería que Claude se lo encendiese ni verse objeto de ninguna de sus atenciones. Accionó a toda prisa el encendedor y lo aplicó al cigarrillo, alcanzando así otra pequeña victoria en su remota independencia fría y distante.

Muy pocas horas antes —tres, cuatro, cinco a lo sumo— fueron acompañados por la lisa autopista que unía París con el aeropuerto de Orly, por una comitiva compuesta por colegas del Instituto y pomposos funcionarios del Gobierno. Subieron en el reactor de la Air France, que hacía el vuelo 794, a las 10.40 de la mañana, entre las aclamaciones de sus amigos y periodistas y el estrépito de una charanga. Cuando ascendieron la escalerilla del avión, los fotógrafos gritaron que les dejasen impresionar una última placa. Ella permitió que Claude la tomase por el brazo —la fachada exclusivista del matrimonio— mientras posaban para los fotógrafos. En cuanto penetraron en el avión, ella se desasió bruscamente.

En el período silencioso y aislado que se inició cuando el aparato despegó para elevarse, sólo cambiaron algunos monosílabos. ¿Estás cómoda, Denise? Oui. ¿Quieres champaña? Non. ¿Te gustaría uno de mis libros? Non. Hermoso avión, ¿eh? Oui. La transparente barrera que se alzaba entre ambos, como la que separa a dos peces de pelea siameses, resultaba más soportable por el hecho de que, en realidad, ellos también se hallaban en un acuario, observados, atisbados, cuidados y, gracias a Dios, acompañados. Algunos pasajeros, conocedores de su fama y punto de destino, se acercaban a ellos para conversar con Claude. Siempre tenían cerca a una de las azafatas o al camarero, esperando sus órdenes. Varias veces uno de los pilotos acudió para saber si se encontraban bien atendidos.

Denise Marceau observó entonces que la azafata más alta se dirigía a ellos por el interfono. Habló primero en francés y después en inglés:

—Son las dos en punto —anunció—. Dentro de veinticinco minutos aterrizaremos en Estocolmo, según el horario previsto. Muchas gracias.

Al mirar a aquella azafata, bajo cuya blusa blanca se notaban sus pequeños sostenes, Denise sintió un furor inexplicable. O muy explicable, porque aquella joven anónima le recordó a Gisele Jordan, y el odio por su marido le formó un nudo en la garganta. Estuvo a punto de estallar en Copenhague, durante la breve parada en que no abandonaron el avión, pero finalmente consiguió continuar sentada, sin dar rienda suelta a sus sentimientos. A la sazón su ira y su resentimiento aún eran mayores. Dominada por su ciega furia, se volvió como una serpiente hacia Claude.

—¿Por qué demonios no dejas ese condenado libro y dices algo para justificarte? —preguntó, esforzándose por mantener baja la voz.

Claude se encogió instintivamente ante aquel brusco estallido destemplado y luego, con calma y muy despacio, puso una señal entre las páginas, cerró el libro y se enderezó en su asiento.

—¿Qué quieres que diga? —preguntó a su vez—. He tratado de sostener una conversación contigo una docena de veces. Pero tú insistes en castigarme con tu silencio.

—No debiera haber venido en este maldito viaje. No quiero que me vean contigo. Estuviste con esa zorra la noche antepenúltima…, no trates de negarlo.

Su compostura se le deshizo por un momento.

—¿Qué quieres decir? Denise, te advierto…

—Quiero decir que fuiste a verla deliberadamente, luego cenaste con ella, fuiste al piso de alguien y te acostaste con ella.

—Estás trastornada. Estás imaginando cosas que no…

—Basta. Basta, te digo. Lo sé todo.

Ella no quería revelarle cómo lo sabía, aunque probablemente él ya lo había adivinado. De todos modos, no quería que lo supiese por su boca. No deseaba hablar de aquello ni de otros pormenores de la humillación constante a que se había visto sometida durante las tres últimas semanas.

—Esta asquerosa aventura ya es bastante desagradable en sí —continuó—. No sé cómo aún puedo mirarte a la cara. Pero mentirme…, mentirme deliberadamente después de prometerme que estaba todo terminado…, haciéndome caricias y carantoñas…, asegurando que fue un desliz, un error pasajero… que no se repetiría… y luego continuarlo con el mayor descaro y desvergüenza…

—Denise —dijo él, con dificultad, mirando furtivamente a su alrededor para ver si los escuchaban—, no hubo nada más entre nosotros. Sencillamente, tenía que verla una vez más para…, para decirle…

—La viste más de una vez, y te acostaste con ella. Has perdido toda tu dignidad y tu prudencia. Yo te importo un bledo y tampoco te importa nuestra vida, nuestra reputación… Sólo vas a satisfacer tu antojo…, como un estudiantillo de la Place Pigalle que se enamora de una mujerzuela.

El vio que ella perdía el dominio de sí misma, y que, en su furor, era capaz de cometer cualquier desatino. Él no quería una escena allí y en aquel momento; especialmente, a bordo de aquel avión

—Por favor, Denise —suplicó—. Espera a que lleguemos a Estocolmo y estemos a solas. Entonces te lo explicaré todo. Esta es una cuestión que debe quedar entre nosotros dos. La resolveremos en privado.

—No…, ahora…

—He intentado hablarte una docena de veces en las últimas semanas —dijo él, exasperado—, pero tú te hacías la herida y la lastimada…, la mujer que sufría. No pude arrancarte una palabra. Ahora quieres que hagamos una escena aquí, en este avión lleno de gente. Mira, varias personas ya se vuelven hacia nosotros. ¿Dónde está tu sentido de la respetabilidad…, del decoro? Aún estamos casados…

—¿Ah, sí? —dijo ella con sorna—. Vaya, esto me gusta. Mira quién habla de decoro…, de respetabilidad…, manteniendo al mismo tiempo a una querida.

—Denise, te lo ruego. Nos están escuchando.

Esta vez ella atendió la súplica. Mordiéndose los labios, observó de reojo a los pasajeros que los rodeaban y luego se recostó en su asiento, encerrándose en un hosco silencio.

—Encontraremos la solución —dijo él mansamente, comprendiendo que no podría calmarla de momento—. Tan pronto como lo del Premio Nobel termine…

—Al diablo el Nobel —dijo ella—, y tú también puedes irte al infierno.

Retorciendo violentamente el cuerpo, le volvió la espalda, acurrucándose en el asiento con los brazos cruzados, fingiendo dormir.

Pero Denise Marceau no dormía. La obra que se representaba en su cabeza era la siguiente, bajo un título que le había puesto el caballero von Sacher Masoch: primer acto, el descubrimiento; segundo acto, la confirmación y la confrontación; tercer acto, su vida en común fue desgraciada después de aquello.

Primer acto. Dejó que los actores representasen la pieza, sin que ella los dirigiese. Ella era la primera dama. Para evitar todo efecto de ilusión y hacer mayor la realidad, su espíritu la arrancó del presente y la colocó en el escenario del pasado.

Cuando la lectura de su informe les aseguró el tiempo, Claude empezó a manifestar síntomas de inquietud y ella lo comprendió, porque experimentaba lo mismo. El reducido y atestado piso parecía particularmente vacío después de los años de absorbente labor en el laboratorio. Pero ella se adaptó rápidamente a la nueva Situación, ocupándose con las labores propias de su sexo y no tardó en hallar cierta satisfacción en ellas.

Claude seguía mostrándose poco sociable y taciturno, y cuando sus ausencias diarias del domicilio conyugal empezaron a hacerse más y más largas, ella no se preocupó. Había muchas maneras de recuperar el equilibrio espiritual perdido. Ella creyó haber obrado acertadamente al mostrarse tolerante, pues el entusiasmo natural de Claude no tardó en reaparecer, junto con su perdida vitalidad. La vida volvió a resultar soportable, incluso divertida. Aunque él parecía necesitarla menos bajo el punto de vista físico, ella se lo disculpó. Seis años de trabajo agotador tenían que pagarse de algún modo. Además, él se mostraba afectuoso y atento, lo cual le resultaba muy agradable. Un día, se dijo, cuando estuviese completamente restablecido de su agotamiento físico, podría darle más. A veces, al ver el buen humor que mostraba después de pasar la velada en un restaurante o en el club con algunos de sus amigos, ella pensó que Claude estaba acariciando un nuevo proyecto, una nueva empresa, que era lo que ella más ansiaba. Aunque no podía formularse claramente aquel pensamiento, su instinto le decía que en la colaboración científica ellos alcanzaban una unión más íntima, más apasionada y mejor que la del común de los mortales, que sólo tienen la baja unión de la carne.

Trató de reanudar antiguas amistades, que habían quedado negligidas invitando a algunas de sus antiguas amigas a merendar con ella en su casa, para charlar, yendo de compras con otras y obligándose a aceptar invitaciones para almorzar. Por lo tanto, no le sorprendió en lo más mínimo que una antigua condiscípula suya de la Sorbona con la que había revivido últimamente los antiguos tiempos, la telefonease para invitarla a tomar el te la tarde siguiente en «Rumpelmayer», establecimiento de moda de la Rue de Rivoli. Ella intentó aplazar la cita unos días, porque se hallaba muy ocupada escogiendo un nuevo mobiliario para el comedor, pero la insistencia de su amiga la obligó a capitular.

La tarde siguiente, a las cuatro en punto, Denise se encontró con su amiga, Madame Cecilia Moret, ante el mostrador de los dulces, en el vestíbulo de «Rumpelmayer». Cecilia Moret, una mujer delgada y enérgica que llevaba gafas de sol, se empolvaba en demasía sus mejillas marcadas por la viruela y llevaba acurrucado en sus brazos a un diminuto perro de lanas, tomó la delantera entre las mesas abarrotadas de elegantes señoras francesas e inglesas, hasta alcanzar un rincón relativamente aislado del fondo, donde encontraron una mesa desocupada. Cecilia ató la correa de su perrillo faldero a una pata de la silla, le dio un terrón de azúcar y le dijo algunas frases cariñosas. Después de quitarse el abrigo y encender sendos cigarrillos, pidieron té con tostadas para Cecilia y café con pastelillos de crema para Denise.

Cecilia llevaba la conversación, extendiéndose en alabanzas de una pintura al óleo de Bombois que había encontrado en la Rue de Seine y unos bolsos de mano para vacaciones que había descubierto en la Rue La Boétie, y Denise escuchaba con aburrimiento, preguntándose por qué habría cambiado el mobiliario del comedor por aquella insulsa conversación. En cuanto la camarera las hubo servido y se hubo alejado, el tono de Cecilia perdió su frivolidad para hacerse confidencial.

—¿Qué hace Claude estos días? —preguntó, exprimiendo su rodaja de limón sobre el pálido té.

—No gran cosa. Creo que está acariciando un nuevo proyecto.

—¿Hacéis algún trabajo juntos?

—A decir verdad, no. Nos tomamos una especie de vacaciones, después de seis años de haber estado colaborando estrechamente. Yo vuelvo a dedicarme a las labores domésticas. El sale mucho, para verse con antiguas amistades.

—Hum —dijo Cecilia Moret con un sutil escepticismo que hizo que Denise, sensible a los matices idiomáticos, la observase con súbito interés.

Cecilia se acarició pensativamente los labios con una servilleta de papel y, al dejarla, se quitó sus gafas oscuras como si quisiera revelar su expresión íntima, desnuda y sincera.

—Denise, tengo algo que decirte. Nadie se atrevería a hacerlo, estoy segura. Pero mi conciencia me obliga a dar este paso. Lo hago por ti, pensando únicamente en tu bien. Si yo no pudiese ser sincera contigo, ¿quién podría serlo? ¿Y para qué serviría la amistad?

Denise frunció el ceño, intrigada.

Cecilia continuó.

—¿Tienes algún motivo para sospechar de… de Claude?

—No tengo ni la menor idea de lo que quieres decir.

—Seré franca contigo, porque no me he avergonzado nunca de serlo en lo tocante a mis propios problemas…, al menos al exponértelos, como hago con estos. Hace ocho años, mi Gastón, en quien siempre había tenido absoluta confianza, cuando alcanzó la edad que ahora tiene tu marido tuvo una…, una vergonzosa aventurilla con una chica que conoció en el Lido. Yo me enteré de ella aquí mismo, tal como ahora yo te lo digo, por boca de una amiga mía de más edad, a la que nunca se lo agradeceré bastante. Puedes tener la seguridad de que terminé inmediatamente aquel estúpido asunto. Aunque no resultó agradable, puedes creerlo, hoy Gastón y yo estamos más enamorados que nunca y parece como si aquello nunca hubiese ocurrido. Debo nuestra felicidad a haber podido terminar a tiempo aquel desliz, antes de que llegase demasiado lejos.

Contuvo el aliento antes de proseguir.

—Ahora bien, en tu caso…

Denise sintió un súbito ardor en la mejillas.

—¿Adónde quieres ir a parar, Cecilia?

—Creo que Claude está jugando al tira y afloja. Tengo razones muy fundadas para creer lo que digo…

—¡Pero esto es terrible! ¡No puedo ni siquiera imaginarlo!

—Escúchame, Denise. El viernes pasado por la noche tuve que acompañar a algunos americanos, amigos de unos amigos míos, a la orilla izquierda del Sena, en calidad de cicerone, tarea bien engorrosa, puedes creerlo. Decidimos ir a pie, para que pudiesen ver mejor las cosas. Yo me disponía a llevarlos a Saint-Germain des Prés. Nos hallábamos en la Rue du Bac, andábamos despacio, sin dejar de charlar. Un taxi se detuvo junto a la acera opuesta, al pie del farol. Yo apenas le presté atención, hasta que vi a Claude apearse de él. Estaba vuelto hacia donde yo me encontraba. No me vio, pero yo a él sí. Se encontraba bajo el farol y no había confusión posible. Yo me disponía a llamarlo…, cuando salló una segunda persona del taxi. Una joven. No pude verla bien, observando únicamente que era alta, joven y extremadamente elegante en su porte y vestido. Claude pagó el taxi y este se fue. Entonces rodeó la cintura de la joven con su brazo, la besó en la mejilla y ambos entraron en la casa. Incluso anoté el número: el 53 de la Rue du Bac. No puedes imaginarte lo nerviosa que me sentí el resto de aquella noche. Era increíble… Claude, tan prudente y reposado, arriesgándose de aquel modo, sin tener en cuenta que ahora ya es un hombre famoso. Y entonces pensé en ti, y en lo que yo había pasado. Te aseguro que pasé un bonito fin de semana tratando de llegar a una decisión. ¿Se lo diría a Denise? ¿No se lo diría? Ahora ya sabes cuál ha sido mi decisión, y podrás actuar como yo actué entonces…

Denise escuchó todo aquel relato, paralizada por la impresión y la incredulidad. Parecía haberse quedado sin voz y no pudo responder.

—Faltaba poco para las nueve —agregó Cecilia—. ¿Salió Claude la noche del viernes a esa hora?

Muy nerviosa, Denise trató de recordar. El viernes a las nueve de la noche. ¿La despedida de soltero de Callaux? No. Eso fue el jueves por la noche. ¿El viernes por la noche a las nueve…, el viernes por la noche? Ah, sí. Fue al Pavillon d’Armenonville, en el Bois de Boulogne. A cenar con un antiguo colega de Lyon que realizaba unos trabajos sobre la estructura de las proteínas…

—Sí, esa noche salió —dijo Denise, con voz apenas audible—. Fue… fue a cenar con un investigador químico.

—Bien, debemos esforzarnos por ser justas. Tal vez esa joven que vi con él era el investigador químico.

—No. Ese amigo al que me refiero es un hombre de edad con barba.

—Y esa a la que yo me refiero no gastaba barba, te lo aseguro.

—No puedo creerlo, Cecilia —dijo Denise, afligida—. Claude no me ha faltado nunca. Somos felices. El… ahora que es famoso… bien, siempre suelen decirse cosas de los hombres famosos, que si son adúlteros, invertidos o aficionados a las drogas. Ninguno de ellos se escapa de la maledicencia. La gente no puede soportar a sus propios ídolos durante mucho tiempo sin rebajarlos a su propio nivel.

Cecilia comprendió que su amiga hablaba así bajo los efectos de aquella revelación y no se sintió ofendida.

—Denise —dijo con voz tranquila—, lo que te cuento no son chismes de segunda mano. Yo lo vi con mis propios ojos. Fui testigo presencial de ello.

De pronto, Denise apartó su silla.

—Salgamos de aquí. Quiero respirar un poco de aire fresco.

Caminaron bajo las arcadas de la Rue de Rivoli, precedidas por el perrillo de aguas, hasta la Rue de Castiglione, torciendo después a la derecha y recorriendo las dos breves manzanas que las separaban de la Place Vendôme. Denise no veía ni oía nada, sin percatarse de las lujosas tiendas, los transeúntes ni el monólogo que sostenía su amiga sobre Gastón, la doblez de los hombres en general y de los sinsabores de la vida conyugal.

En la Place Vendôme, mientras daban la vuelta hacia el Hotel Ritz, Denise sintió que se le doblaban las piernas y comprendió que no podría dar un paso más. Deseaba hallarse a solas en su dormitorio; para pensar.

—Tengo que volver a casa, Cecilia —dijo—. Hoy es el día libre de la doncella y tengo que preparar la cena para Claude.

—Bien, pero no olvides el nombre de esa persona; es una maravilla —dijo Cecilia.

Denise la miró sin comprender.

—¿El nombre de quién?

Cecilia movió la cabeza compasivamente.

—No me escuchabas. Pobrecilla. No te censuro. Recuerdo cómo estaba yo aquel día. Te decía que antes de cantarle las cuarenta a Gastón obtuve todos los datos e informaciones que necesitaba, para que él no pudiese negármelo. Me los consiguió ese detective particular, M. Jean Sarraut. Está cerca de la Etoile, en el Boulevard Haussmann. Es un hombre muy discreto y experto, que había pertenecido a la Sûreté Nationale. Es caro, desde luego. Sus servicios te costaran unos ciento cincuenta nuevos francos por día, según recuerdo. Trabajó para mí durante dos semanas. Los resultados constituyeron una revelación. Cuando saqué la cartera llena de informes de M. Sarraut, Gastón se quedó sin habla. Te aconsejo que utilices los servicios de ese detective para averiguar los hechos, y luego preséntaselos a Claude. Ganarás la partida, te lo aseguro. Dentro de algunos años, me darás las gracias.

Así llegaron a la parada de taxis.

—Cecilia, no puedo alquilar los servicios de un detective. Quiero decir que esto está muy bien en el cine…, pero con Claude… Es mi propio marido…

—Haz como te digo, o de lo contrario tal vez dejará de serlo.

Cuando Denise regresó al piso, hacía frío y encendió la calefacción. Estaba demasiado aturdida para cocinar. Durante una hora, se movió inquieta por el living, tratando de recordar cosas sucedidas en los últimos tiempos que corroborasen la fantástica historia de Cecilia, y hallando algunas tan intachables que tuvo que rechazarlas. A las siete, después de cambiarse, decidió empezar a preparar la cena. Antes de que pudiese hacerlo, sonó el teléfono. Era Claude. Le habló con tono dulce y de disculpa, diciéndole que se había encontrado casualmente con un antiguo conocido de la Universidad de Toulouse, que realizaba interesantísimas investigaciones en un nuevo sector de la genética, y que valdría la pena pasar la velada con él. Fingiendo un interés científico, Denise le preguntó de quién se trataba, y Claude repuso que era alguien a quien ella no conocía, un tal doctor Lataste. Con el tono más indiferente que le fue posible, Denise le preguntó dónde iban a cenar. Iban al «Méditerranée», contestó Claude donde les habían reservado una mesa, y después se irían al hotel del doctor Lataste, para continuar hablando en sus habitaciones. Haciendo un esfuerzo, Denise se obligó a preguntarle a qué hotel irían, y Claude replicó al instante que irían al «California», de la Rue de Berri.

Denise esperó una hora, fumando cigarrillo tras cigarrillo, y luego media hora más para asegurarse, y entonces telefoneó al «Méditerranée», sin saber qué diría si Claude acudía al teléfono. Cuando en el restaurante le respondieron, ella preguntó si tenían una mesa reservada a nombre del doctor Marceau o del doctor Lataste, para aquella noche. Le respondieron que no se había reservado ninguna mesa con aquellos nombres. Admitiendo pudiese haber habido algún error, pidió que llamasen al doctor Marceau. Tras una larga espera, le comunicaron que el doctor Marceau no se encontraba en el local.

Sin embargo, se dijo Denise, esto aún no era prueba suficiente. Con frecuencia ella y Claude habían cambiado de idea en el último momento, yendo a otro restaurante en lugar de aquel que habían escogido previamente. Esperó entonces otra hora, sin dejar de fumar, y entonces, con mano temblorosa, descolgó el teléfono y marcó el número del Hotel «California», pidiendo que la pusiesen con las habitaciones del doctor Lataste. Se produjo una espera interminable, durante la cual ella esperaba oír el timbre del teléfono llamando en la habitación lo cual hubiera calmado sus temores, pero el timbre no llamó. La aguda voz de la telefonista le dijo que en el registro del Hotel California no figuraba ningún doctor Lataste. Tras dar las gracias con voz ronca, Denise colgó el aparato.

La siguiente acción que realizó fue escueta. Y, sencilla. Tomó la guiá telefónica del octavo arrondissement, la hojeo, la devolvió a su estante y luego marcó el número de M. Sarraut, detective particular, sin que la sorprendiese que la pusiesen con él a aquella hora. Le pidió una cita para la mañana siguiente en su oficina, y el detective le comunicó la hora en que podía recibirla.

Todo esto sucedió el 8 de noviembre. Una semana después, con una precisión casi matemática, o sea el 15 de noviembre, M. Sarraut telefoneó. Con su voz neutra de bajo, dijo que tenía en su poder los artículos solicitados por la señora y deseaba saber si podía enviárselos dentro de media hora. Con el corazón latiéndole desordenadamente, ella contestó que aquella noche estaba sola y por lo tanto podía enviárselos al instante.

A los veinte minutos, el delgado sobre de papel manila, perfectamente cerrado y sellado, le fue entregado por un joven de rostro cetrino, al que Denise dio 200 antiguos francos de propina. Apenas el joven hubo desaparecido, ella cerro con llave y pasador la puerta del piso, se dirigió con paso incierto a la mesita de café donde le esperaba un whisky a medio terminar, se sentó en el borde del sofá y rasgó el sobre del detective. Este contenía tres hojas pulcramente mecanografiadas a un solo espacio redactadas en un estilo conciso y frío, pero que en esencia constituía el material para diez mil novelas.

Leyó y releyó el despiadado informe, y luego lo leyó de nuevo, balanceándose silenciosamente en el sofá como una anciana que de pronto se hubiese quedado viuda y desamparada, hasta que las frases se clavaron en su alma como puñales. «Seguido por cuatro agentes que se relevaron… en dos ocasiones durante seis días se encontró para cenar con la misma señorita en el restaurante Le Petit Navire de la Rue des Fossés-Saint-Bernard, y en ambas ocasiones se retiraron después de cenar al piso que dicha señorita ocupa en la tercera planta del número 53 de la Rue du Bac… La primera ocasión fue el 10 de noviembre. Se encontraron dentro del restaurante a las 7.22 de la tarde, para salir a las 8.47. Pasearon por el boulevard Saint Germain durante 17 minutos, cogidos de la mano. El hombre objeto de nuestra vigilancia llamó a un vehículo público. La pareja llegó a la Rue du Bac a las 9.21. Inmediatamente penetraron juntos en la casa. El hombre en cuestión sallo de ella a las 11.43 de la noche. Se dirigió a un quiosco, lo encontró cerrado y regresó a su casa en taxi…

»El segundo encuentro se realizó el 12 de noviembre. El hombre en cuestión llegó a Le Petit Navire, a las 7.50. La señorita llegó 8 minutos después. Ambos salieron juntos a las 8.59. Conversación en la calle y él la besó. Empezaron a pasear hasta la esquina del Quai de la Tournelle. Elle rodeaba la cintura con el brazo. Allí esperaron cuatro minutos hasta que encontraron un taxi. Llegaron al número 53 de la Rue du Bac a las 9.16. La puerta estaba cerrada y ella tocó el timbre para llamar al portero. Mientras esperaban, se abrazaron. Entraron en la casa a las 9.19. El hombre en cuestión salió solo a las 12.04. Sin duda había llamado a un taxi por teléfono. Esperó un momento y cuando llegó el vehículo se fue directamente a su casa…

»Por si fueren necesarios, he aquí los datos más importantes referentes a la señorita en cuestión, averiguados por nuestros agentes… Nombre: Mademoiselle Gisele Jordan. Lugar de nacimiento: Ruán. Edad: 27 años. Profesión: Maniquí. Lugar donde trabaja: Balenciaga, Avenida George V, cerca del Puente de Alma. Color del cabello: rubio. Estatura: 1,70 m. Peso: 51 kg. Otras dimensiones: Pecho: 80 cm; cintura: 58 cm; caderas: 85 cm. Estado: soltera. Datos complementarios: sale del trabajo diariamente a las 5.05, toma el autobús número 63 en el Puente de Alma, para apearse en la parada que hay en la esquina del boulevard Saint-Germain y Rue du Bac, para llegar a su casa por lo general a las 5.25. Tiene un contrato de alquiler por varios años, del piso separado de las habitaciones de la propietaria del inmueble. Paga un alquiler de 580 nuevos francos mensuales. El apartamento consiste en un living, dormitorio, baño, sin cocina. Radiador de calefacción de la casa. Decoración Luis XV… Si el cliente desea más información sobre dicha señorita, podremos procurársela con facilidad».

La amenaza que encerraban aquellos hechos fríos y escuetos dejó a Denise helada, en un estado próximo al estupor. Era como si hubiese sufrido una conmoción cerebral. Hasta aquel momento, había avanzado protegida por una segura satisfacción de irrealidad, segura en el fondo de que todo no era más que una vulgar serie de equívocos, y que por último todo se arreglaría y ella volvería a encontrarse en el mejor de los mundos. Pero allí ante ella, tan vitrificados como los espermatozoides en que ella y Claude habían trabajado por tanto tiempo, estaban los hechos. La otra persona era real, joven, atractiva, con dimensión. Los lugares de la cita eran también reales, como las horas y los intervalos sensuales que ella se imaginaba. Un enemigo superior llamado Gisele. ¡Y su propio Claude!

Las emociones de Denise recorrieron el ciclo acostumbrado que causan esta clase de descubrimientos. Se sintió sucesivamente asqueada, anonadada, horrorizada, agitada e intimidada. Mientras permanecía sentada y temblorosa, el ciclo completó su recorrido desde el asombro al llanto y al temor. Todavía no sentía compasión por sí misma, y por lo tanto no bebió. Se limitó a permanecer sentada en un estado comatoso, inmóvil, sin pensar, petrificada.

Nunca supo cuánto tiempo permaneció así. Mucho más tarde, cuando se dio cuenta de que el timbre sonaba, trató de hacer de tripas corazón, suponiendo que sería Claude, y preparando sus defensas. Pero cuando abrió la puerta, se encontró ante ella a un anciano caballero muy bien trajeado —le pareció que llevaba monóculo— con un ramo de rosas rojas y un telegrama. Se presentó como el embajador de Suecia en Francia. Según le dijo, le traía muy buenas noticias.

Aún le quedaba suficiente instinto social a Denise para hacerlo pasar al living. Tomando el telegrama que le ofrecía el distinguido caballero, lo leyó. Entretanto, le parecía escuchar las profusas felicitaciones de su visitante. Apenas se acordaba de nada más. El resto de aquella entrevista quedaría siempre en el misterio. ¿Contestó a sus palabras? ¿Le ofreció una copa de licor? ¿Demostró alegría? Todo se había borrado de su memoria. Quizás él sólo permaneció allí cinco minutos. Sin duda confundió su estado de aturdimiento por el de maravillado pasmo que suelen demostrar los premiados. El correcto y comprensivo embajador no quiso prolongar su estancia allí más de lo debido, y se esfumó discretamente.

Apenas se había marchado el diplomático, cuando empezó a sonar el teléfono. Figaro. France-Soir. Paris Match. New York Herald Tribune. No sólo telefoneaban para pedir datos, sino para saber si ella y su marido estaban en casa. Le anunciaron que pronto estarían allí media docena de reporteros y fotógrafos o más. ¡Y ella estaba sola!

La doctora Denise Marceau, la mujer dueña de sí misma que trabajaba en el laboratorio, nunca hubiera adoptado la decisión que ella tomó entonces. Pero Denise estaba turbada, desorientada, en un hogar no defendido. Tomó la guía telefónica y buscó en ella el nombre odiado. Cuando oyó la voz de la otra y se dio a conocer, su sensitivo espíritu fue hasta ella con las ondas sonoras y supo que él estaba allí. Y luego su propia voz de escolar sorprendido infraganti, confirmó su infidelidad…

Él tardó media hora en comparecer. Cuando llegó, ella se encontraba en el centro del sofá y había bebido lo suficiente para sentirse altiva y con bastante aplomo, rodeada por un semicírculo de periodistas y fotógrafos, a los que recitaba la letanía del laboratorio, que no requería ninguna concentración de su parte. Sin embargo, las preguntas empezaban a adquirir un cariz más personal y alarmante, y su fachada empezó a resquebrajarse. Claude llegó en el momento preciso, como las tropas de caballería de aquellas terribles películas del Oeste que producían los americanos, y ella se salvó a tiempo, sin cometer ninguna indiscreción.

Su mirada evitaba encontrarse con la de su marido, sabiendo que este la observaba, ansioso por conocer su estado de ánimo y sus probables reacciones. Permaneció muy quieta en el momento en que sus labios rozaron sus mejillas, que le produjeron náuseas, pero que tuvo que soportar en aras de los fotógrafos. Como un imán, Claude atrajo la atención general hacia sí, replicando a una nueva lluvia de preguntas de un modo vigoroso y pintoresco. Durante aquella parte de la interviú ella se tocó la frente y se retiró al dormitorio, pretextando jaqueca, agotamiento nervioso y cansancio. Cerró la puerta con llave por dentro y, una hora después, cuando él trató de abrirla, descubrió que su mujer no quería admitirlo en el lecho conyugal.

A pesar de que su sueño fue intranquilo, produjo en ella efectos reparadores, y a la mañana siguiente, cuando salió temprano del dormitorio, completamente vestida con suéter y falda, vio que él había pasado la noche en el sofá. Luego ambos se encontraron en el comedor y ella vio que él tomaba café con brioches y estaba estudiando su discurso. Mientras se vestía, ella pensó que podría mantener un completo dominio de sus emociones cuando le viese, pero durante la breve y violenta escena que se inició en cuanto ella penetró en el comedor, Denise tuvo que hacer esfuerzos desesperados para no perder su compostura y dejarse arrastrar por el histerismo. Las acusaciones que le lanzó a la cara reflejaban su orgullo herido y la infinita vergüenza que había experimentado. Él trató de reducir lo ocurrido a un pasajero desliz, que oprimió y estrujó hasta convertirlo en un pequeño error masculino, una insignificante caída que se produjo por accidente. Aunque no podía decir mucho en tales circunstancias, habló bastante estudiando y analizando su falta, que atribuyó a una momentánea debilidad, y todo cuanto dijo era lo que en el fondo ella deseaba oírle decir. Pero aquello la había herido profundamente. Como él se dio cuenta y lo sintió de veras, le prometió que aquel asunto quedaría terminado, a partir de entonces, de aquel mismo día y que, si ella quería creerle, no tendría que lamentarlo. Ella volvió al dormitorio con los ojos enrojecidos, él salió y así terminó la escena.

Durante las semanas que siguieron, la vida fue soportable para ambos gracias al Premio Nobel. Durante las tardes nunca estaban solos. Su living se convirtió en el punto de reunión de amigos y conocidos y toda clase de personas. Un día eran sus colegas y al siguiente, personajes oficiales. Otro, miembros de la Facultad. Otro, la Prensa. Por la noche se evitaban las escenas gracias al horario que habían calculado deliberadamente. Todas las noches, cuando él volvía, encontraba a Denise profundamente dormida, gracias a una buena dosis de somníferos. Por las mañanas, cuando él despertaba, ella ya estaba fuera, por la ciudad, dedicándose a diversos preparativos y compras con vistas al viaje a Estocolmo.

Para Denise, el informe entregado a días alternos por M. Sarraut se convirtió en la razón de su existencia. Recibió cuatro de estos informes en total, antes de la fecha de su partida para Estocolmo. El primero y el segundo demostraban que Claude mantenía su promesa. No había visto a Gisele. Con el tercero, las esperanzas de Denise aumentaron. Continuaba sin haber visto a Gisele. Sin duda alguna, aquello no fue más que un desliz masculino, por emplear las propias palabras de Cecilia. Y el desliz había terminado ya. El cuarto y último informe le fue entregado a Denise dos días antes de su partida hacia Suecia. Este informe cayó ante ella como una bomba.

Como siempre, la exposición que de la infidelidad de Claude hacía M. Sarraut era clara y concisa. Dejaba muchas cosas entre líneas, a la imaginación del lector, tanto, en verdad, que Denise sintió deseos de gritar. Durante los tres últimos días, Claude había faltado a su promesa no sólo una vez, sino dos veces. Ya no se veían en «Le Petit Navire», sino en dos oscuros bistrots de Montmartre. Y no iban luego al número 53 de la Rue du Bac, sino al piso de una amiga de la dama en cuestión. En cada uno de los casos, el hombre sometido a vigilancia había estado con aquella señorita durante más de tres horas en el piso citado.

La herida de Denise, que empezaba a cicatrizar, fue abierta y desgarrada de nuevo brutalmente, para quedar sangrante y palpitante de dolor. Esta vez, Denise pudo ver muy claramente a través de sus lágrimas: el alcohólico era incapaz de mantenerse apartado de la botella, sin atenerse a las consecuencias de su acción. Ya familiarizada con el dolor, fue esta vez más razonable y se planteó varias preguntas. ¿Era una atracción puramente carnal, o había además el amor de por medio? Tanto en un caso como en otro la respuesta no le proporcionaba ningún consuelo. Si Gisele sólo le atraía carnalmente —y las vívidas imágenes que este pensamiento despertó casi la hicieron desfallecer— ello no hacía más que subrayar su propia incapacidad en este terreno, haciéndole imposible soportar su fracaso. Tembló ante esta derrota puramente animal. Sin embargo, como solía decirse, esta era la menor de las derrotas. Los hombres podían terminar cansándose de aquel acto, cuando este perdiese la novedad, cansándose también de su protagonista, para volver a los brazos de la mujer legítima escarmentados e incluso purificados.

En todos, la derrota era primitiva y profunda. Pero sí además del atractivo carnal, era el amor lo que le empujaba hacia Gisele, entonces Denise comprendió que no tenía ninguna defensa. Si el que dominaba en aquel asunto era el corazón, ocupando sólo el amor físico un lugar secundario, ella podía darse por perdida. ¿Sabía Claude verdaderamente de qué clase de amor se trataba? Quizá todavía no lo supiese. Ella temía que lo llegase a descubrir. ¿Qué hacer? ¿Amenazar a Claude con la demanda inmediata de divorcio? ¿Qué ocurriría si él aceptase esta solución, sin importarle en absoluto el escándalo? ¿Qué pasaría si ella perdía la partida? La idea de abandonar sin lucha el campo de batalla, de renunciar a Claude después de tantos años de matrimonio, para entregarlo a aquella desvergonzada, joven, alta y bien parecida, no hacía más que aumentar su furor. Quedarse sola, completamente sola y estéril en el maldito laboratorio, con su apéndice cercenado, era una perspectiva insufrible. Pero seguir así, esposa sólo de nombre, objeto de la compasión de aquella mujerzuela y de Claude y —¿por qué no?— de sí misma, era algo igualmente imposible de imaginar. ¿Qué hacer? Por el momento, tenía bastante con odiar furiosamente a ambos. Y luego, añadiéndose a esto una palabra que proporcionaba un placer limitado…, desquite.

Más tarde, mientras se desnudaba perezosamente para acostarse, ya bajo los efectos de las píldoras, comprendió que ella era demasiado torpe para conseguir un desquite inmediato. Tenía que ingeniárselas para que ocurriese algo. ¿Cómo era posible que hubiese surgido aquella pesadilla? Precisamente a ellos, que habían colaborado tan íntimamente, trabajando los dos juntos, día y noche, durante tantos años, hallando tal gozo en su mutua colaboración y compañía, riendo en secreto, realizando tales maravillas. ¡Y les habían dado nada menos que el Premio Nobel! Todo aquello ocurrió porque terminaron su trabajo, porque se acabó su labor de equipo. ¿Adónde se puede ascender después de haber alcanzado la cumbre del Everest? El abismo donde cayeron se abría detrás de su mismo triunfo, que no era más que una victoria pírrica, el fin de todo objetivo, una sima de inactividad.

Una noche en la cama, soñolienta, acogiendo agradecida la falsa muerte de la noche, que ya se acercaba, trató de medir mentalmente al enemigo. ¿Qué decía el primer informe de M. Sarraut? Que era una modelo de Balenciaga, de 1,70 de talla y 80 cm de busto. Un palo, una tabla, una plancha de madera lisa y delgada. ¿Cómo era posible que Claude la abandonase por aquello? Y fue entonces, antes de quedarse dormida, cuando resolvió averiguarlo por sí misma.

Claude aún dormía a la mañana siguiente cuando ella lo preparó todo con una amiga… no con Cecilia, a quien no se atrevía a ver de nuevo después de lo que había ocurrido, sino con una amiga que gastaba mucho en vestir, muy al corriente de las últimas novedades de la moda… y a la que pidió una invitación para casa Balenciaga. Su amiga dijo que la ayudaría a escoger un traje de noche para la ceremonia que se desarrollaría en Estocolmo. Denise no necesitaba aquel traje, pues acababa de comprar uno con esa finalidad, pero sentía una desesperada necesidad de conocer a su rival, para descubrir todos sus puntos débiles.

En su ansiedad, Denise llegó diez minutos antes de la hora señalada para encontrarse con su amiga. Sin poder dominar su desazón, contempló las figuras de Indochina, cubiertas de piedras preciosas, que se exhibían en los escaparates de Balenciaga. Con gran consternación por su parte, aquellas figuras infundían a lo que allí se ocultaba una atmósfera de algo misterioso y desconocido. Finalmente Denise entró en la casa de modas y empezó a vagar entre las mesas Imperio cubiertas de pañuelos, guantes y medias, explicando a una dependienta vestida de negro que no necesitaba nada de la tienda y que sólo esperaba a una amiga.

Tan pronto como esta llegó, Denise entró con ella en el elegante ascensor forrado de cuero rosa. En la tercera planta, una madura y respetuosa vendedora, que había sido asignada a Denise por casa Balenciaga y que sin duda sabía perfectamente quién era su distinguida cliente, saludó a ambas señoras con la mayor deferencia, conduciéndolas al salón donde se exhibían los modelos, preguntando entretanto a Madame qué clase de vestido deseaba. Madame contestó que deseaba un traje de noche.

Sentada en una silla dorada frente al gran espejo, exactamente en el mismo lugar que ocupó el verano anterior cuando acompañó allí a sus amigos ingleses, Denise esperó que las maniquíes hiciesen su aparición. La embargaba una emoción casi insoportable. Había perdido casi cinco kilos desde que empezaron sus sinsabores y se sentía más presentable por esta causa, pero aún se notaba torpe, incómoda y cada vez más nerviosa.

Trató de sentir parte del aplomo que demostraría la señora de la casa que ha hecho comparecer ante ella a la afligida y asustada doncella a la que el señor se entretenía pellizcando. Pero cuando las distintas cortinas se abrieron y las exquisitas maniquíes avanzaron por el salón hacia ella —a cada una que salía, ella preguntaba a la vendedora en un susurro el nombre y el precio del modelo y, con tono indiferente, cómo se llamaba la famosa maniquí que lo exhibía— su confianza iba disminuyendo.

Hizo su aparición la cuarta maniquí, que se dirigió hacia ella con elegantes andares, y la vendedora le susurró que era Mademoiselle Gisele Jordan, cuya figura se había hecho muy conocida en las revistas de modas. Denise se irguió, muy rígida, esperando que se le acercase la alta figura de la maniquí, tocada con una tiara, con el cuerpo ceñido por un vestido de raso blanco muy escotado, unos guantes de color pastel hasta encima del codo. Pero Denise, cosa curiosa, sólo se fijó en los senos de la joven, que no se hallaban retenidos por ningún sostén bajo el vestido. Quizá su atención se fijó inconscientemente en esta parte de su anatomía, porque en ella se consideraba definitivamente superior.

Claude le había dado conciencia de esta superioridad desde el mismo día de su boda.

Desconcertada ante la pérdida de lo que consideraba su indiscutible ventaja, avergonzada de fijarse únicamente en aquel detalle, Denise concentró su atención en toda la figura de la joven que evolucionaba ante ella. Inmediatamente le cayó el alma a los pies. ¡Qué hermoso era aquel animal! Su cabello rubio ceniza, sus ojos de un azul pálido, sus pómulos elevados, aquellos condenados senos en forma de media luna, sus largas piernas y muslos, toda era la perfección misma. Antes de que la modelo se fuese, Denise comunicó a la vendedora que el traje de raso le interesaba. Gisele tuvo que evolucionar de nuevo por el salón y detenerse ante Madame.

Gisele, fría y ausente, tenía la vista perdida en el espejo, por encima de la cabeza de la cliente, con el espíritu muy lejos de allí. Denise, notando su rostro acalorado por la afluencia de sangre, examinó a su rival. Se esforzó por ser tan objetiva como cuando se hallaba en el laboratorio. Ante ella tenía un microscopio, por el que podía ver unas células vivas. ¿Qué veía Claude por aquel microscopio? En primer lugar, la juventud. La carne era tersa y elástica, y aún no estaba ajada por el tiempo. Pero yo también soy joven, se dijo Denise. Más de una vez le habían hecho proposiciones los jóvenes ayudantes del laboratorio. Pero entonces, con una punzada de dolor, recordó que aquello sucedió hacía quince años, y que su juventud había terminado hacía más de una década. Acercó de nuevo el ojo al ocular del microscopio. Las células se alejaron y sólo quedó la carne. El ejemplar era magnífico bajo todos los aspectos, lo que no podía decirse de ella. Era un ejemplar exótico, lo que tampoco se aplicaba a ella. Sin embargo, ¿qué tenía aquel ejemplar que ella no tuviese? Lo contempló con atención. ¿Qué podía hacer por Claude que ella no hubiese hecho ya? Las palabras que se podían pronunciar eran limitadas, así como el número de jadeos de placer, de movimientos, de posturas y, por último, se llegaba a la efusión del semen, del que ella había visto millares de muestras, todas distintas, pero todas iguales en los sentimientos que su expansión suscitaba.

Su mirada abandonó el microscopio para clavarse en lo que M. Sarraut llamaba discretamente la señorita en cuestión. El misterio del sexo, el enigma eterno. ¿Por qué, se preguntó Denise, vale más lo que ella le da que lo que le doy yo? ¿Porque es más joven? ¿Más fresca y rozagante? ¿Porque sus sentimientos son distintos? ¿O porque le atrae de un modo total, sin que su atractivo se halle localizado en un órgano determinado? ¿Porque es más interesante, más divertida, más vívida, más enérgica, más halagadora, más apasionada?

Contempló las largas y perfectas piernas que se marcaban bajo la funda de raso del lujoso traje, y la aborrecible imagen se impuso en su mente…, la imagen de Claude gozando aquel cuerpo superior de mujer, la imagen de Claude perdido, perdido para siempre. Denise se sentía deshecha, abrumada por su derrota. Un segundo más le hubiera resultado insoportable.

Hizo una seña para indicar que podían retirar el modelo y no tuvo ánimos para ver cómo se iba su rival triunfadora.

Oyó una voz femenina. Era la vendedora que le preguntaba:

—¿Qué le parece a Madame? ¿No lo encuentra encantador?

Oui —contestó ella—; pero no es para mí. Merci.

Se sentía gorda, desgarbada y vieja. Como una huérfana que nadie quiere. Volviendo a su amiga, le dijo:

Je ne veux rien acheter maintenant. Vámonos.

De pronto aquellos dolorosos recuerdos se interrumpieron y se dio cuenta de que no se encontraba en el salón de Balenciaga, sino en la cabina de un reactor que volaba hacia Suecia.

El amplificador carraspeó. Una azafata se dirigía a los pasajeros, primero en francés y luego en un inglés con mucho acento extranjero.

—Aterrizaremos dentro de cinco minutos. Les rogamos que se abstengan de fumar. Por favor, sujétense los cinturones. Por favor, sujétense los cinturones. Muchas gracias.

Denise, que estaba acurrucada en su asiento, se incorporó, alisándose su arrugado traje sastre. Por la ventanilla no se veía nada. Sólo una monótona extensión gris hierro, como la que servía de fondo a sus pensamientos.

Tomó los dos extremos del cinturón y, a los pocos momentos, lo había asegurado en torno a su cintura.

Vio que Claude había cerrado la novela que estaba leyendo —¿cómo podía leer el condenado en aquellos momentos?— y aplastaba la colilla de su pitillo en el cenicero. Luego también se aseguró el cinturón.

Entonces la miró.

—¿Has dormido?

—Como una niña inocente —respondió ella con rabia.

Él no preguntó nada más y metió el libro en la bolsa de mano de la Air France, corrió la cremallera y la puso bajo el asiento.

Muy erguida, esperando que el avión aterrizase, ella volvió a maldecirse por haber consentido en aquel viaje, que la obligaba a estar junto a él todo el tiempo. Un año antes, aquel honor hubiera sido el mayor acontecimiento de sus vidas. Hoy, aquella tarde, el honor le parecía vacío… No, peor que eso, un honor irrisorio, burlón. Estarían algo más de una semana en Estocolmo. Sólo le resultaría soportable en el caso de que estuviesen constantemente ocupados. Esto le evitaría hallarse a solas con Claude y le daría tiempo de recuperar su aplomo y pensar en el futuro inmediato. Dentro de quince días se hallarían de regreso, volverían a ser tres y ella tendría que tomar una decisión u otra.

Notó que el avión se inclinaba ligeramente al descender y experimentó un pánico momentáneo ante lo que la esperaba. Se esforzó por imaginarse lo que se exigiría de ellos. Se preguntó si tendría que asistir a todas las ceremonias en compañía de Claude. Temía tener que pasar por la prueba que representaban las fotografías de ambos, la ficción de su feliz matrimonio y de su constante armonía, que era lo que el mundo esperaba ver. El público esperaba y deseaba que fuesen unos nuevos esposos Curie. La ironía de la situación no le hacía ninguna gracia. Marie, Pierre Curie y Gisele Jordan.

Se oyó un desagradable rumor crujiente cuando el poderoso avión tocó tierra e inició el ruidoso proceso de frenar en la pista de cemento de casi tres kilómetros y medio de longitud. Por la ventanilla vio una faja de bosque, aviones aparcados y camiones, edificios modernos y un hangar de techumbre levantada en estilo futurista y sombríos grupos de gente. Era la gente lo que más le asustaba. Los periodistas habían inventado a una famosa química llamada la doctora Denise Marceau, fría, objetiva, abnegada y profunda, cuando lo que allí llegaba en realidad era una esposa engañada de media edad, llamada Madame Denise Marceau, turbada, inquieta, disgustada y deshecha. ¿A quién se le ocurriría pensar, de todos cuantos los aguardaban, que el Premio Nobel les había sido arrebatado por Balenciaga? Aquella prueba requería que apelase a sus últimas reservas, a sus últimas fuerzas. ¿Podría aguantar aquella semana, en que serían objeto de la atención general, sin terminar provocando un escándalo?

—Vamos —decía Claude en aquel momento—. Hemos llegado. Cuando descendieron por la escalerilla a la pista, fueron arrollados inmediatamente por una multitud vociferante. Claude le sujetaba el brazo, defendiéndola de los admiradores, y de pronto alguien le puso un ramo de flores en la mano. Como en una niebla, oyó los nombres de las personas que habían acudido a darles la bienvenida: el conde no-sé-qué Jacobsson, Ingrid no-sé-qué y no-sé-qué Krantz.

El conde no-sé-qué Jacobsson se interpuso entre Claude y ella, diciendo:

—Habíamos dejado la conferencia de Prensa para mañana. Queríamos hacer las cosas ordenadamente. Pero esos periodistas son el diablo…, lo han averiguado y han acudido a entrevistarles aquí. Ustedes no tienen obligación de responder a sus preguntas, sin embargo…, de momento.

Y les abría paso entre la multitud, mientras las cámaras los fotografiaban y los reporteros les gritaban preguntas en cuatro idiomas.

Avanzando apresuradamente, apremiada y guiada por el comité de recepción, todos ellos seguidos de muy cerca por la jauría de periodistas y fotógrafos, ella pasó dando traspiés la puerta del aeródromo para encontrar esperándolos un gran automóvil. El conde no sé qué Jacobsson le hablaba al oído:

—Reservado habitaciones… Grand Hotel… descansen hasta mañana… después…

Sin alientos, ella se dirigió a la portezuela abierta del automóvil. Cuando se inclinaba para entrar, oyó la voz de un periodista, más ronca que la de sus colegas, que le gritaba:

—¡Doctora Marceau! ¿Recomendaría usted a todos los matrimonios que realizasen una labor en común, colaborando más estrechamente… más…?

Dejó de oír la voz del periodista cuando se ocultó en el interior del automóvil, esforzándose por no romper en un llanto histérico. Claude se sentó a su lado, y no-sé-quién y no-sé-cuánto al lado de Claude, y dos no-sé-quiénes no-sé-cuántos en los asientos plegables. El automóvil arrancó y se puso en movimiento, aunque a Denise Marceau no le parecía un automóvil, sino la barca de Caronte, que se disponía a cruzar la tenebrosa laguna Estigia…

Después de que el comité de recepción del Premio Nobel hubo depositado a los esposos Marceau en su suite del Grand Hotel —«Estoy segura de que estuvieron muy contentos de vernos, a pesar de lo agotados y nerviosos que estaban», dijo Ingrid Pahl— y hubieron asignado un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores para que les atendiese, apenas quedó tiempo a sus miembros para ir a cenar y volver al aeropuerto de Arlanda para las siete, hora a la que tenía su llegada el Caravelle en el que vendrían de Roma el doctor Cario Farelli y su esposa Margherita.

Los tres miembros del comité estaban terminando de cenar en el restaurante «Cattelin», situado detrás del Palacio Real, en plena Ciudad Vieja, pero su conversación no giraba en torno a Farelli.

—¿A qué hora llega esta noche el barco del profesor Max Stratman a Göteborg? —quería saber Carl Adolf Krantz.

—No estoy seguro —contestó Jacobsson—. Pero creo que llega tarde. De todos modos, iremos a esperarle a la Estación Central mañana a las ocho de la mañana.

—Supongo que habrá tenido una buena travesía —musitó Krantz sobre su vaso de cerveza.

—¿A qué viene tanto hablar de Stratman? —comentó Ingrid Pahl, dirigiéndose a Krantz—. No te había visto tan nervioso por la llegada de un físico desde el año que vino Heisenberg de Leipzig. —Sonrió con maliciosa inocencia—. Después de todo, Stratman no es más que un norteamericano.

Krantz se tragó el anzuelo.

—Es alemán.

—Y además, judío —continuó Ingrid Pahl, que se divertía de lo lindo.

—Es alemán —repitió Krantz con terquedad.

—Pues la verdad es que se fue corriendo a Norteamérica a la primera oportunidad que se le presentó —dijo Ingrid Pahl, que no cabía en sí de gozo.

Krantz frunció el ceño.

—¡Ah, vaya! Me estás tomando el pelo. Por mi parte, no me importa dónde haya nacido… Sólo me importa lo que es…, y puedo asegurarte que hoy es el primer físico del mundo. ¿Tienes alguna idea de lo que ha hecho?

—Yo también leo los periódicos —repuso Ingrid Pahl—. Ha descubierto que el sol puede servir para algo más que para broncear la piel.

—No tienes remedio —refunfuñó Krantz, terminando su cerveza y volviéndose hacia Jacobsson—. Me disgusta que el profesor Stratman no encuentre a nadie para darle la bienvenida, cuando llegue a Göteborg. Cuando hayamos terminado con Farelli, me gustaría telefonear a Göteborg, para hablar con el profesor Stratman. ¿Tienen alguna objeción a esto?

—Haz como gustes —dijo Jacobsson.

—Sí —dijo Krantz—. Le daré la bienvenida por teléfono. —Se acarició la perilla—. Confío en que habrá tenido una agradable travesía.

Más tarde, y durante mucho tiempo, Emily Stratman recordaría aquella hora, las 6.18 de la tarde del 2 de diciembre, como un momento crucial en que se descubrió a sí misma. En efecto, así lo recordaría en sus años de madurez. De manera curiosa, siempre que pensase en ello, recordaría también haber leído en alguna parte que la mayoría de relojes utilizados con fines publicitarios por los joyeros norteamericanos señalaban las 8.18 en la creencia (equivocada) de que esta fue la hora en que murió Abraham Lincoln. La persistente asociación de estas dos ideas, según se vio obligada a reconocer finalmente, se debía a que ambas significaban el fin de la vida.

Pero aquel momento revelador, si bien próximo, aún no había llegado. Eran algo más de las cuatro de la tarde del 2 de diciembre, y el magnífico vapor blanco de la Swedish-American Line había dejado atrás hacía una hora la imprecisa costa de Noruega y a la sazón hendía las embravecidas aguas del mar en dirección al puerto sueco de Göteborg. Emily Stratman, con una chaqueta de piel sobre su camisa de lana color verdoso pálido, descansaba tranquilamente en un sillón de mimbre junto a la mesa de bambú de la cubierta superior A. A través de los vidrios de la galería, destacándose sobre el cerrado horizonte, podía ver a una solitaria yola pesquera con tres velas izadas. El cielo era sombrío y presentaba mal aspecto. A pesar del cariz amenazador del tiempo, ella no deseaba llegar aún a puerto. Los nueve días que pasó en el mar fueron lo más bello que recordaba en muchos años, y deseaba que no terminasen, para seguir poniéndose a prueba.

De manera inevitable, sus pensamientos volvieron a Mark Claborn. Ella lo esperaba. No se habían citado, pero la joven estaba segura de que vendría. Sin embargo, hubiera deseado haberse citado con él. Se contuvo y no pidió una bebida en espera de que él viniese.

Al oír pasos a su espalda se volvió rápidamente para acoger a Mark con una sonrisa. Pero quien llegaba era tío Max. Le fue difícil ocultar su decepción.

—¿Esperabas que fuese alguien más joven, Liebchen? —le preguntó el profesor Max Stratman con una sonrisa.

—Más joven, sí. Más guapo, no.

Ach, estás aprendiendo a decir piropos. —Se sentó en el sillón de mimbre frente a ella—. He estado hablando con el sobrecargo. Casi llegamos ya.

—¿A qué hora desembarcaremos?

—A las diez de la noche. El tren para Estocolmo sale a las once. Tendremos tiempo más que suficiente. —Levantó la mirada—. ¡Qué tiempo de perros! Me han dicho que está lloviendo en Göteborg. ¿Por qué darán los Premios Nobel en diciembre?

—Por el aniversario de la muerte de Alfredo Nobel —respondió Emily.

—Me alegro de que alguien en casa sepa Historia. —Se estremeció—. ¡Brrr…, qué frío! ¿Quieres que bebamos algo?

—Bien…, como tú quieras. —Pensó que si venía Mark podía tomar otra—. Sí. Snaps.

—¿Snaps? Veo que te estás convirtiendo en una sueca. ¿Ya sabes de qué está hecho?

—Sí, alcohol puro…, aromatizado con alcaravea. Dos snaps, y ya pueden echarte al mar con un peso en los pies.

—Si mi sobrina puede tomarlo, yo también.

Hizo una seña para llamar al camarero de cubierta, y le pidió dos snaps.

Cuando les sirvieron las bebidas, Emily no se bebió la suya de un trago, sino poco a poco, para aminorar su efecto. Stratman observaba su copa con un sentimiento de culpabilidad. Había visitado varios veces al doctor Fred Ilman antes de emprender aquel viaje, y el médico se opuso rotundamente a que fuese. Demasiado ajetreo, le dijo, demasiada gente, unos días demasiado agitados en los que comería y bebería con exceso. Stratman le explicó que una de las condiciones para recibir el Premio Nobel consistía en ir a recogerlo personalmente. El doctor Ilman le señaló que varias personas, especialmente John Galsworthy y André Gide, cobraron el premio sin ir a Estocolmo, pues su enfermedad les dispensaba del cumplimiento de aquella cláusula. Sin embargo, Stratman insistió en ir. Por diversos motivos, no quería que su delicado estado de salud se pusiera de manifiesto. La noticia preocuparía mucho a Emily, causándole una zozobra que podía resultar nociva. La pobrecilla ya había sufrido bastante. Además, la Sociedad de Investigaciones Básicas podría alarmarse, reduciendo de una manera drástica sus honorarios y asignaciones. No quería verse objeto de limitaciones cuando aún tenía tanto que hacer. Y prometió por su honor al doctor Ilman que se portaría bien y se cuidaría…, rehuyendo la agitación, el ajetreo y las bebidas.

Levantó su copa, a tiempo que brindaba:

Skol.

—Medio skol —replicó Emily, indicando que ya se había bebido la mitad de su copa.

Ambos bebieron y luego permanecieron sentados en silencio, como solían hacer a menudo, mecidos por el suave balanceo y cabeceo del barco. Al contemplar a su sobrina, tranquila y reposada, Stratman constató con satisfacción el beneficioso cambio que había producido en ella el viaje por mar. La joven, que hacía vida de reclusa, lo había deseado y temido, como él sabía muy bien. Pero en el lapso de tiempo que transcurrió entre su llegada al muelle 97 del North River neoyorquino la mañana del 24 de noviembre y su entrada en sus camarotes contiguos de la cubierta B, Emily pareció formar una decisión acerca de sí misma.

Mientras sostenía el snaps en la mano, el sabio se preguntó en qué términos se habría formulado ella aquella resolución. Nunca trató de averiguarlo, nunca intentó penetrar en su mundo privado, pero en nueve días de travesía, pudo observar cómo ponía en práctica su decisión. Desde el día en que rescató de Buchenwald a la única hija de su hermano, cuando la guerra tocaba a su fin, ella se mantuvo a distancia de los hombres sanos y normales. Él no podía recordar una sola excepción. Cuando estaba a su lado, intentaba mostrarse educada con los hombres, saliendo más airosa de este empeño cuando estos no estaban solos sino en grupos, pero él nunca supo que su sobrina se hubiese hallado a solas con un individuo del sexo opuesto. Como conocía el origen de esta anomalía, Stratman nunca intentó corregirla. Si aquel defecto tenía que vencerse, era la propia Emily quien tenía que hacerlo. Y a bordo de aquel barco sueco, no había duda de que ella se propuso conseguirlo.

Desde la primera noche rehusó encerrarse en su camarote, aunque esto le costó un esfuerzo. Se hallaba decidida a mostrarse tan sociable como uno cualquiera de los restantes 950 pasajeros. Todas las mañanas, participaba en las apuestas que se celebraban a bordo. Por las tardes, acudía a la llamada de la corneta que abría las carreras de caballos en cubierta, y seis veces sacó números premiados. Todas las noches se sentó a la derecha del capitán, con gran contento por parte de este, probando los vinos blancos y tintos y compartiendo las maravillas del smorgasbord[6] portátil. Por las noches, tomaba coñac en la sala de música o asistía a la proyección de una película en el comedor. Otras veces, subía después de cenar con otros pasajeros a cubierta, para tomar café y después, a las once, de nuevo el inevitable smorgasbord.

Con forzada alegría, que por último resultó auténtica, celebró en compañía de los demás pasajeros el paso frente a la isla de Cabo Sable, al tercer día de navegación, la vista de Cabo Race, en Terranova, a la cuarta mañana de travesía, la aparición de las islas Orcadas y la costa de Escocia al octavo día, y aquella mañana contempló arrobada con un grupo de amigos la costa de Noruega.

En su mayor parte, observó Stratman, con una sensación de orgullo y alivio mezclada de preocupación, los amigos que hizo Emily eran jóvenes de su edad, o sea de poco más de treinta años, u hombres que frisaban en la cuarentena. Ella se mostraba nerviosa en su presencia, y reservada. Sin embargo, valientemente, y aunque no se hallaba acostumbrada a aquel acicate, se mantenía en su lugar, sin emprender la retirada. No era extraño que los hombres de a bordo rivalizasen para conseguir su intimidad. Su rostro encantador, de facciones orientales, su pecho opulento que se marcaba bajo su apretado suéter, sus redondeadas caderas, despertaban la fantasía de los hombres que podían aspirar a ella. Si bien ella no podía saberlo, su doncellez había sido objeto de acaloradas discusiones. Sus modales tímidos y retraídos, el hecho de que no se identificase con la multitud aunque se encontrase entre ella, influyeron vivamente en la opinión general masculina. Así, esta fue casi unánime en lo tocante a su doncellez. Y esto no hizo más que redoblar su atractivo.

Stratman se enorgullecía del éxito alcanzado por su sobrina. Con toda justicia, pensaba, aquel viaje podía llamarse su primera salida en público. Él era la celebridad del barco, pero ella el éxito. Quizá, se dijo, las cosas cambiarían a partir de entonces.

Sentado entonces frente a ella, paladeando la bebida, contemplaba satisfecho su dulce perfil, pensando que Walther y Rebeca hubieran estado muy contentos. La joven tenía la vista perdida en el mar, cubierto de crestas espumeantes y de niebla, y él se preguntó qué estaría pensando.

En aquel momento, los pensamientos de Emily no estaban muy lejos de los que cruzaban por la mente de su tío. Ella también había estado evocando sus nueve días a bordo. No estaba descontenta con los resultados que había alcanzado en su esfuerzo por lograr cierto grado de normalidad. Pero tampoco podía decirse que estuviese totalmente satisfecha.

Había decidido demostrarse ante sí misma y ante los demás que ella era una mujer como cualquier otra, un miembro normal de su sexo, tan sano y tan femenino como todas sus contemporáneas. Lo consiguió en parte, pero no plenamente, y esto era lo único que la disgustaba. Por esto subió a cubierta a aquella hora, en que la mayoría de los pasajeros estaban descansando o vistiéndose. Quería hallarse a solas con un hombre que deseaba su compañía. Con qué finalidad, no lo hubiera podido decir exactamente. Pero de todos modos, aquello sería una verdadera hazaña. Y de nuevo acudió a su mente la imagen de Mark Claborn.

Ella le reconoció aunque quizá sería mejor decir que se percató de su existencia por primera vez, la tarde en que se hizo un ensayo general de salvamento. A ella se le hizo tarde y llegó cuando ya habían comenzado las instrucciones. Mientras se ponía en la fila, trató de ajustarse debidamente su chaleco salvavidas, pero terminó haciéndose un verdadero lío. El joven moreno que estaba a su lado se puso a reír y la ayudó, y pronto estuvo debidamente preparada para el caso de naufragio. Una vez terminado el simulacro, y cuando ella vio alejarse al joven, se dio cuenta de que era muy apuesto.

Después reparó con frecuencia en él, viéndole a veces jugando al tenis de mesa o al tejo con otros jóvenes, otras veces paseando con muchachas suecas o danesas y en dos ocasiones él la saludó con una cortés indiferencia. De todos los hombres que se hallaban a bordo, pensó Emily, él era sin duda el más atractivo. Era de talla media, de cabello ondulado tan negro como el suyo, facciones regulares en un rostro cuadrado y enérgico, de mandíbula y cuello musculoso. Tenía los hombros y el pecho de un atleta y unas caderas estrechas. Solía lucir camisas de sport de calidad y suéters caros, que llevaba negligentemente con pantalones de algodón.

Ella se preguntaba si llegarían a encontrarse, y al quinto día tuvo lugar el encuentro. Ella estaba sentada en cubierta a un lado de la colchoneta verde donde se hacían las carreras de caballos, con sus billetes en la mano y observando a dos pasajeros que se disponían a arrojar los dados, uno para el número del caballo de madera y el otro para el número de tiradas. Alguien se apoderó de la silla vacía contigua y se sentó en ella.

—¿No le importa? —dijo una voz masculina. Era él.

Emily se puso inmediatamente en tensión, como era propio en ella, mostrándose menos cordial de lo que se proponía.

—Es la tribuna pública —dijo, indicando a los demás pasajeros.

—Me llamo Mark Claborn —dijo él—. Soy abogado en Chicago.

—Mucho gusto.

Ella pensó si debía presentarse, pero antes de que pudiera hacerlo, él le resolvió el problema.

—Usted es Miss Emily Stratman, de Atlanta. Se dirige a Estocolmo para ayudar a su tío a cargar con el botín.

—Hombre, yo no lo diría exactamente así…

—Desde luego. Estoy bromeando. Su tío me causa una gran impresión. Es el único genio de verdad que he podido ver de cerca, aunque una vez, cuando yo no era más que un muchacho, me señalaron a Clarence Darrow que pasaba a mi lado al volante de su coche. Pero en cuanto a su tío… siempre trato de acercarme a él, cuando se encuentra rodeado de admiradores, para captar algunas de sus sabias palabras.

—¿Cómo sabía usted mi nombre?

—Se lo pregunté al sobrecargo. Este viaje es muy largo… para serle sincero, le diré que es la primera vez que me embarco, con excepción de un crucero por los Grandes Lagos que efectué hace dos años. Este también es su primer viaje por mar, ¿verdad?

Ella meditó antes de contestar:

—Hasta cierto punto, sí. Aunque en realidad, yo nací en Alemania…

—¿De veras? Nunca lo hubiera dicho.

—Porque me llevaron a los Estados Unidos cuando yo era todavía muy niña. —Sonrió—. Oh, ahora ya soy una norteamericana de pura cepa. He conocido la época de Truman, la de Tennessee Williams, la de Stan Musial… Rodgers y Hammerstein, el doctor Jonas Sálk, Rocky Marciano, Joseph McCarthy… ¿qué más quiere?

—¡Basta, basta! Ha sacado usted sobresaliente. —Hizo una pausa—. ¿Adónde irá después de Estocolmo?

—A casita.

Su cara reflejó cierto desencanto.

—Qué lástima. Yo no iré a Estocolmo, pero sí a Copenhague, París y Roma. Estoy de vacaciones. Por un momento tuve la esperanza de que volveríamos a encontrarnos.

—Mucho me temo que no.

Él desechó aquel pensamiento con un movimiento de cabeza, indicándole al mismo tiempo el tapete verde.

—Ha perdido esta carrera. ¿Me permite que le saque un billete para la siguiente? ¿Qué número quiere?

Después de este encuentro se vieron con regularidad, siempre con otras personas a su alrededor, pero no por ello de forma menos asidua. Fueron a beber al bar. Asistieron juntos a la proyección de una película. Pasearon por el barco. Jugaron al bingo. Compartieron el smorgasbord de la noche, el último que se servía a bordo. Ella lo encontró simpático y atento. Tenía sus defectos, desde luego. Apenas había leído nada, con excepción del Blackstone[7]. Muy raramente hablaba en serio. Le faltaba profundidad y sensibilidad. Pero era atractivo y divertido. Y a la sazón, en aquel último día de viaje ella quería estar a solas con él.

Al otro lado de la mesa, su tío apuró de pronto lo que quedaba en su copa, y se puso trabajosamente en pie.

—Tengo que llenar algunos formularios —dijo con expresión vaga.

Intuitivamente, ella comprendió los motivos de su marcha y, volviéndose, vio a Mark Claborn que se aproximaba.

—No hace falta que te vayas, tío Max.

—He estado calentando este asiento para ese joven, Emily. Nos veremos a la hora de cenar.

Saludó con un ademán a Mark, y se alejó.

Mark Claborn rodeó la mesa y se sentó en la silla de Stratman.

—Hola, Emily. Me preguntaba dónde podías estar. ¿Qué has estado haciendo?

—Mirando al mar, y pensando que tendré que dejar el barco, aunque no me guste. Con lo bien que estoy aquí… me gustan los días lluviosos y la noche.

—No eres lo que se dice un cascabel, vaya.

—Te equivocás. Lo soy. También me gusta el invierno. ¿Has leído algo de Cowper?

—Creo que no.

—A él le gustaba el invierno. —Tras una leve vacilación, se puso a recitar—: «Te corono rey de los íntimos deleites, de los placeres que se experimentan a la vera del fuego y de la dicha hogareña, etcétera».

—No estoy de acuerdo con ese Cowper. Para mí, el invierno equivale a resfriados nasales. —Miró hacia un lado—. Me he tomado la libertad de pedir unas bebidas. ¿Qué estás bebiendo?

Snaps.

—Eso mismo es lo que he pedido.

—Telepatía.

—No. Simpatía… a pesar de que no me guste el invierno. —Luego añadió—: Como llegamos tan tarde, la compañía nos ofrece una cena de despedida. Hay algunas mesas libres. ¿Qué te parecería si ocupásemos alguna de ellas?

—Pues, no sé… ¿No será una descortesía?

—El capitán nunca baja al comedor la última noche. Has cenado ocho veces con él. Supongo que podrás hacerlo una vez conmigo.

—Muy bien. Me encantará.

El camarero de cubierta trajo los snaps.

Mark Claborn levantó su copa.

—Vamos a hacerlo al estilo sueco. ¿No lo recuerdas?

Sí, ella lo recordaba. El barman se lo había enseñado. Levantaron solemnemente sus copas, sosteniéndolas ante el pecho. Mark brindó por su próximo encuentro. Ambos se miraron a los ojos y apuraron sus copas de un trago. Luego volvieron a acercar las copas vacías al pecho, sin dejar de mirarse a los ojos, y por último dejaron las copas vacías sobre la mesa.

—Me gusta esta costumbre —dijo Mark—. Un brindis vale por un millar de palabras.

—Sólo porque le deja a uno sin habla —dijo Emily—. Debe de ser una argucia de los fabricantes de snaps.

Notaba el calor de la bebida en las sienes y sentía que aquel ardor se extendía también por su pecho.

Durante la hora siguiente, tomaron dos copas más cada uno, hasta que Emily se creyó obligada a poner punto final.

—No estoy bebida —dijo—, pero no sabía que hubieses venido con un amigo. Más valdrá que lo dejemos. No quiero que tengas que llevarme en brazos al comedor.

—No desearía otra cosa.

—Prefiero ir por mi propio pie.

—No lo dudo. La cuestión, sin embargo, es saber si podrás —dijo él, zumbón.

—Pues no faltaba más —contestó ella, bizqueando para verlo mejor—. Mira.

Levantándose, se puso en posición de firmes.

—Me inclino ante tu estado, tan sereno —dijo Mark— pero no ante tu independencia. —Sonriendo, añadió—: Que se vaya al cuerno la Enmienda Diecinueve[8].

Dejó varios billetes sobre la mesa y luego la tomó por el brazo para acompañarla a su camarote situado en la cubierta B. Ninguno de los dos habló hasta que llegaron a la puerta del camarote.

—Pasaré a recogerte a las siete —dijo él.

Ella se apoyó en la puerta, algo achispada.

—Supongo que tendría que ofrecerte algo antes de la cena. Así lo exigen las normas de la hospitalidad sueca.

—Desde luego.

—Tengo una botella de Bourbon en el camarote. No sé quién me la envió. ¿Se puede mezclar con el snaps?

—Recuerda que esta es la Línea Sueco-Americana.

—Ven a las seis. ¿Tendrás tiempo de cambiarte?

—De sobra.

Cuando Emily entró en su camarote, permaneció indecisa en el centro de la pieza, notando el rítmico vaivén del barco y escuchando los crujidos de la madera. No estaba ebria, pensó, pero tampoco estaba serena. Trató de calcular su estado. Sentía un gran bienestar y ligereza irresponsable. Se notaba torpe, tanto de cuerpo como de espíritu. Se quitó de un puntapié las sandalias y se tiró sobre la cama. Tendida sobre la manta, trató de pensar de forma coherente. Imposible. Renunció a ello y se quedó dormida.

Cuando despertó, comprobó con sorpresa que había dormido. Miró el reloj de pared. Faltaban siete minutos para las seis. Dentro de siete minutos, ya no estaría sola. Lo más lógico hubiera sido ponerse de prisa y corriendo el traje de noche y maquillarse. Se sentía ilógica, riéndose del peligro y llena de osadía. Quería tomar una ducha, y la tomaría…

Balanceándose, sacó las piernas del lecho, se puso en pie, se quitó la blusa y descorrió el cierre de cremallera de su falda plisada. Luego desprendió sus medías de nylón y las enrolló. Por último se quitó el portaligas y lo arrojó sobre la silla. Con andar felino, penetró en el cuarto de baño, pensó por un momento en correr el rudimentario pasador de metal, pensó luego que esto era una tontería y acercándose entonces a la bañera, hizo girar los grifos hasta que la ducha funcionó con toda su fuerza. A continuación se desabrochó el sostén, se quitó los pantaloncíllos y dejó ambas prendas en el taburete de madera. Al dirigirse a la bañera, vio reflejada toda su figura en el espejo que ocupaba toda la puerta entreabierta. Aquello no era un acto de narcisismo, como el que siempre aparece en las novelas, se dijo, sino una forma de tranquilizarse que sólo conocía ella. Su desnudez era sin tacha. Cualquier hombre, Mark o el que fuese, que la hubiese visto así, hubiera convenido en que era el símbolo de la pureza.

Penetró en la bañera, corriendo protectoramente la cortina a su alrededor y luego metió todo su cuerpo bajo la fuerte rociada, con excepción de la cabeza. El castigo del agua le producía un gran placer y empezó a disipar los vapores del alcohol.

No oyó abrirse la puerta del camarote ni tampoco pudo oír su nombre.

Mark Claborn llamó con los nudillos y, al no recibir respuesta, empujó la puerta y la encontró abierta. No vio a Emily en ninguna parte, pero sus vestidos tirados desordenadamente por la estancia le dijeron que estaba allí. La llamó, y no obtuvo respuesta. Y entonces oyó el rumor de la ducha. Se acercó a la puerta del cuarto de baño y atisbó al interior de la pieza llena de vapor de agua. Vio su silueta tras la cortinilla húmeda, y ya tuvo bastante con esta invitación.

Sonriendo, regresó al dormitorio. En el reloj de pared vio que eran las seis y cinco. Ella lo había citado a las seis, prometiéndole ofrecerle algo. Había que ser idiota para no interpretar aquella invitación. Allí estaba lo que le había ofrecido. La invitación seguía en pie. Se quitó la chaqueta, se desprendió de la corbata y empezó a desabrocharse la camisa. Era un joven que tenía una considerable experiencia de aquellos casos. Aquel, desde luego, sería memorable.

Una vez desnudo de medio cuerpo para arriba, la excitación de Mark aumentó. Ella le esperaba. Se la imaginó. Penetró apresuradamente en el cuarto de baño, cerró la puerta, corrió el pasador y se acercó a la bañera. Apenas podía refrenarse. Tendió las manos hacia la cortina, encontró el extremo de la misma y la descorrió de golpe.

Emily estaba desnuda, vuelta de espaldas a él, mientras el agua corría a raudales por su cuerpo, arrastrando el jabón. Al oír aquel ruido, giró en redondo, perdiendo casi el equilibrio. Lo que vio a través del vapor la dejó petrificada: Mark, con una sonrisa lasciva, su pecho poderoso y velludo y su horrible torso hercúleo y palpitante.

—Hola, cielito —le dijo él a guisa de saludo—. Sabía que eras bonita, pero…

Ella trató primero de cubrirse los senos y luego una de sus manos descendió como una exhalación hacia abajo. Se había quedado sin habla. Abrió los ojos con incredulidad cuando vio que él se metía en la bañera.

Entonces lanzó un grito agudo:

—¿Estás loco? ¡Sal de aquí!

—¿Para perderme lo mejor?

Penetró bajo la ducha, tratando de abrazarla. Temblorosa, ella se desasió y saltó fuera de la bañera. Al caer sobre el piso del cuarto de baño, sus pies húmedos resbalaron y rodó sobre la esterilla, yendo a parar sobre los azulejos. Trató entonces de agarrar la esterilla para cubrirse.

Mientras intentaba ponerse la exigua esterilla alrededor de la cintura, notó la mano de Mark sobre el hombro, que la sujetaba contra el suelo.

—¡Suéltame! —chilló—. ¿Qué te propones?

—Vamos, mujer…, no hagas comedia.

Ella luchó resistiéndose y golpeándole, hasta que asombrado la soltó y con sus últimos restos de dignidad, él dio media vuelta, abrió la puerta y pasó al dormitorio.

Temblando, Emily se incorporó, se acercó a la puerta y agarró el picaporte. Oyó como él se vestía. Se disponía a cerrar la puerta, cuando él habló.

—Cielito, dime una cosa. Te prometo que quedará entre nosotros.

Ella esperó la pregunta.

—¿Eres virgen?

—Sí.

—Bien, esto lo explica en parte. —Hizo una nueva pausa—. Ahora me voy. Lo siento por los dos. No te guardo rencor. Nos veremos a la hora del smorgasbord.

Ella escuchó un portazo, esperó un momento, luego atisbó cautelosamente por la puerta entreabierta y vio que el camarote estaba vacío.

Presa de un completo agotamiento nervioso, cerró la ducha y luego se secó. Después de arreglar el cuarto de baño, pasó al camarote y se vistió maquinalmente, poniéndose las ropas que acababa de quitarse. Al cerrar la cremallera de la falda, notó que la cabeza le daba vueltas. Acercándose a la cama, se dejó caer en ella, apoyando la cabeza sobre la almohada, boca arriba y con las manos tapándose los ojos, pues la luz que brillaba en el camarote la molestaba. Veinte minutos después, al dirigirse a su camarote, Max Stratman creyó oír sollozos en el de su sobrina. Aplicando el oído a la puerta, su sospecha se confirmó. Abriéndola a toda prisa, entró en el camarote.

—¿Emily, um Himmels willen, qué te pasa?

—Nada, tío Max, nada…, te lo juro.

—¿A qué viene pues este llanto?

Ella trató de reprimir sus sollozos y consiguió reducirlos por último a un suave gimoteo.

—Ya no lloro…, ¿ves?

Él acercó la silla a la cama y se inclinó sobre su sobrina, como un buen médico rural.

—Algo te ha sucedido. Ya sabes que no puede haber secretos entre nosotros.

Ella dio la vuelta sobre el costado derecho y se puso a observar el cerquillo de cabello que rodeaba la enorme cabeza calva de su tío, los ojos preocupados que la miraban tras de las gafas con montura de acero, la angustia que se pintaba en su cara sabia, vieja y rubicunda. Aquel era uno de los mayores sabios del mundo, un genio querido y festejado y ella, una joven neurótica que no era nadie, le molestaba con sus ridículos problemas.

—No es nada —repitió sin convicción.

—Cuéntamelo, por favor. No me iré hasta que me lo digas todo. Ella trató de recordar a su padre, sin conseguirlo, y de pronto sólo vio la cara de tío Max, y quiso decírselo todo. Balbuciendo, rehuyendo su mirada, le relató los acontecimientos de la última hora, desde el momento en que Mark la acompañó hasta la puerta del camarote hasta aquel en que la dejó en el suelo del cuarto de baño, para vestirse y marcharse.

—¿Esto es todo? —preguntó Stratman, cuando ella hubo terminado—. ¿No omites nada?

—Te juro que no me tocó…

—¿No…, no intentó?

—Tío Max, te juro que no.

Stratman se levantó, muy agitado.

—De todos modos, es terrible. Nadie está seguro. Iré a ver al capitán inmediatamente.

—¡Oh, no! —Ella se incorporó y sacó ambas piernas de la cama. No quiero verle metido en dificultades.

—¿Tanto te importa ese hombre? ¿De veras te importa?

—No me importa en lo más mínimo —repuso Emily con vehemencia—. No significa nada para mí. Pero es que no creo que la culpa sea toda suya.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que…, yo bebí demasiado… lo invité a mi camarote…, y él interpretó mal mí invitación. Es algo que ocurre todos los días. —Su tono se ablandó—. No hagamos un escándalo, tío Max. Por nada del mundo, no lo hagamos. Sería muy embarazoso para mí. Más valdrá que lo olvidemos. Casi hemos llegado. Pronto abandonaremos el barco y no pensaremos más en ello.

—¿Estás segura de que la cosa es tan sencilla?

—Oh, sí. Naturalmente, yo me quedé muy trastornada. Pero ahora estoy bien; puedes verlo con tus propios ojos. No quiero provocar un incidente, esto es todo.

Ella miró.

—Creo que debía llamar al médico del barco, para que te pusiese una inyección que te calmase los nervios…

—No, no, ni siquiera eso. Déjame descansar únicamente y ven a buscarme una hora antes de la llegada. Ya estaré preparada. —Trató de cambiar de tema—. ¿Crees que nos harán una recepción cuando lleguemos a Göteborg?

—Lo dudo. Todos están en Estocolmo.

Ella fingió entusiasmo.

—Apenas puedo esperar. ¡Qué viaje tan maravilloso!

Se recostó en la almohada. Stratman permaneció en el camarote hasta cerciorarse de que ella se encontraba bien del todo.

—Si me necesitas, estaré a tu lado.

—¿Piensas cenar?

—No tengo apetito. Pediré al camarero que me traiga un bocadillo. Volveré en seguida. Entretanto, tú descansa.

El sabio regresó a su camarote, bastante agitado. De una manera que era incapaz de definir, sentía que había faltado a Walther. Lo que acababa de ocurrirle a Emily no tenía que repetirse. Había depositado una confianza excesiva en ella. En Estocolmo, no la dejaría sola ni un momento. Mientras paseaba arriba y abajo por el camarote, escuchó los latidos de su corazón. En los años anteriores, nunca se había percatado de su existencia, como no se daba cuenta de que respiraba. Pero últimamente se hacía escuchar con demasiada frecuencia. Notaba una pesadez en el lado derecho del pecho… no exactamente dolor, sino opresión. Abriendo la bolsa de tocador, sacó el frasquito de píldoras que le había dado el doctor Ilman y se tomó dos tabletas con medio vaso de agua.

Tocó el timbre para llamar al camarero y le pidió un bocadillo de jamón y queso. Cuando acudió el camarero, le dio dos sobres, cada uno de los cuales contenía quince dólares, diciéndole que diese uno a la camarera. Aquellas propinas eran muy espléndidas para su presupuesto, sabía Stratman, pero también sabía que el servicio dependía de estas propinas para ganarse la vida, especialmente en la travesía de Nueva York a Göteborg. Por otra parte, como el Premio Nobel significaba además una suma muy respetable de dinero, era natural que el servicio esperase que se mostrase generoso, al ser uno de los ganadores. Dejó que el camarero se llevase su equipaje. Cuando estuvo solo, Stratman se sentó para comer el bocadillo.

Como no podía dejar de pensar en Emily, volvió a su camarote.

La joven seguía en la cama, tal como él la había dejado, con los ojos cerrados y adormecida. Sentándose en la silla junto a su cabecera, se sacó del bolsillo del abrigo una edición popular alemana de una biografía de Manuel Kant, para continuar su lectura. Cuando llegó a la descripción de Kant que hacía Heine, la leyó de nuevo: «La vida de Manuel Kant resulta difícil de describir; a decir verdad, no tiene vida ni historia en el verdadero sentido de la palabra. Llevó una existencia abstracta, mecánica, propia de un viejo solterón, en una tranquila y apartada calle de Koenigsberg…».

Stratman meditó acerca de esta frase. Si no fuese por Emily, pensó, ese sería yo. Al compartir su vida, la joven había infundido en la «existencia de viejo solterón», de su tutor, un elemento de normalidad aunque, por una amarga ironía, ella había sido incapaz de conservar aquella normalidad para sí misma. El desagradable incidente de la noche le puso de manifiesto, de forma que no pudo explicar al doctor Ilman, de qué modo Emily dependía de él. Sin su sostén, una vez él faltase, ella se vería arrastrada por el torbellino del mundo en el que tendría que trabajar. Si alguna vez había pensado que la necesidad le infundiría fuerzas, el incidente de la noche acababa de disipar aquella falaz idea. Como ya había adivinado hacía mucho tiempo, Emily sucumbiría. No puede esperarse que una persona desprovista de brazos se procure el sustento. ¡Qué providencial había sido aquel Premio Nobel! Una vez tuviese el cheque en la mano, Emily ya estaría a cubierto de las asechanzas del futuro.

Leyó algunas páginas más de la biografía de su amado Kant, mientras su mente se enzarzaba en numerosas especulaciones e incluso dio algunas cabezadas, sin reparar en el paso del tiempo ni en que el barco había cesado de cabecear y apenas se movía ya.

Unos discretos golpes a la puerta le arrancaron bruscamente de sus ensueños y despertaron también a Emily.

—El camarero asomó la cabeza.

—¿Tendrá la bondad de darme el resto del equipaje, señor? Estamos llegando a Göteborg. Tardaremos menos de una hora en atracar.

Apenas se había alejado el camarero llevándose las maletas, cuando un botones uniformado de blanco, con un brazal de la oficina de Telégrafos, hizo su aparición para comunicar que se habían recibido cuatro conferencias de Estocolmo. Stratman preguntó si podían pasarlas al camarote de Emily. El botones se acercó al teléfono y desde allí establecieron comunicación con la cámara de oficiales. A los pocos momentos, ofreció el receptor a Stratman y se fue a toda prisa, después de aceptar muy agradecido la propina que este le dio.

La primera conferencia y las dos siguientes eran de periódicos suecos. Había estática en la línea y Stratman tuvo ciertas dificultades en oír a su comunicante. Respondió brevemente a las preguntas que pudo entender, de modo exacto y preciso, prometiendo a sus interlocutores que les concedería una entrevista más extensa en Estocolmo.

La cuarta conferencia era del doctor Carl Adolf Krantz. Stratman reconoció inmediatamente su nombre y se mostró muy amable, dando las gracias a Krantz por su bienvenida y sus efusivas felicitaciones, añadiendo que, efectivamente, la travesía había sido muy agradable y descansada. Luego dijo que él y su sobrina llegarían a las ocho de la mañana. Tendrían un gran placer en saludar a los señores que irían a recibirles y a participar en las ceremonias del programa.

Durante todas aquellas llamadas telefónicas, Emily, que se había lavado y aplicado un ligero maquillaje, estaba de pie junto a la portilla, compartiendo su atención entre lo que decía su tío y lo que veía en el exterior, bajo la lluvia nocturna. La embarcación del práctico se destacaba iluminada por los reflectores del barco, que también iluminaron después a otra lancha que se acercaba. El vapor avanzaba a media máquina entre lo que parecían ser docenas de islas y, aumentando cada vez de tamaño, se distinguía una constelación de luces brillantes que debían de ser los muelles y la ciudad de Göteborg.

A las 10.20, Emily se apartó de la portilla y se acercó a su tío, al oír un inusitado estrépito a la puerta. Inmediatamente quedaron rodeados por una nube de visitantes. Entre ellos se hallaba el sobrecargo, que les presentó al primer secretario del ministerio sueco de Asuntos Exteriores, que había venido en automóvil de Estocolmo con el fin de facilitarles los trámites aduaneros y acompañarlos al tren. Cuatro o cinco funcionarios municipales, en representación de Göteborg, les fueron presentados y, después de murmurar sus corteses salutaciones, se quedaron mirando a Stratman con el respetuoso temor con que en otro tiempo contemplaron a Wilhelm Roentgen.

Para Emily, que no se apartaba ni un instante del lado de su tío, lo que siguió fue un continuo torbellino de movimiento. Los condujeron a la sala de música, donde cuatro funcionarios suecos —dos hombres y dos mujeres— sellaban los pasaportes y comprobaban las declaraciones monetarias. Allí, Emily y su tío fueron recibidos con un silencio cortés y respetuoso, e inmediatamente se les hizo pasar. Desde la borda de la cubierta superior —la lluvia se había convertido en una simple llovizna—. Emily vio cómo el barco atracaba junto al enorme muelle, en el que se apiñaba un gran gentío que les esperaba con ramos de flores. También llegaron a sus oídos los compases de «La Bandera Estrellada».

Mientras seguía al primer secretario y a su tío por la pasarela, escoltada respetuosamente por los dignatarios de Göteborg, Emily se preguntó si volvería a ver a Mark Claborn. No hubiera deseado verlo y experimentó un gran alivio cuando llegó al final de la pasarela sin ver a nadie. En compañía de los demás seguidores, se abrió paso hacia el edificio de Aduanas, abarrotado de visitantes, mozos y funcionarios, para llegar al mostrador donde, bajo una enorme «S» se hallaban sus cinco maletas. El empleado de Aduanas sonreía. Ya había marcado su equipaje sin abrirlo. Con su sonrisa parecía decir que un hombre que había obtenido el Premio Nobel no podía ser un contrabandista.

—Será mejor que nos demos prisa —dijo el primer secretario, volviéndose a Stratman. Dos mozos les llevaban el equipaje y les siguieron por una escalera hasta la calle. Volvía a llover copiosamente. El «Mercedes» del primer secretario, guardado por dos policías, se hallaba a pocos metros de allí. Después de dar las gracias a los representantes del Ayuntamiento, Emily y Stratman cruzaron a toda prisa bajo la lluvia, cuya fuerza aumentaba, y se dejaron caer en el asiento posterior del automóvil.

El primer secretario se puso al volante y el coche arrancó. A través de la lluvia, Emily no pudo formarse ninguna impresión de Göteborg. Aquella ciudad portuaria, situada junto a la desembocadura del río Gota, contaba con una población de 400 000 almas. Esta cifra parecía increíble. Las calles mojadas y frías estaban desiertas. Se encontraban en la calle de Södra Hamngatan, y allí estaba la Fuente de Neptuno, de Milles, en el Götaplatsen, y más allá estaba el Museo Röhsska de Artes Aplicadas. A pesar de que su tío profería frases de alabanza, Emily sólo pudo ver dos parques que parecían atractivos, pero se veían tristes y desamparados bajo la lluvia, y las hileras de luces del barrio comercial.

Llegaron al primero de los dos trenes fluviales para Estocolmo, siete minutos antes de la hora fijada para su partida.

El primer secretario se desvivía por atenderlos. Los acompañó personalmente a sus dos compartimientos contiguos. Comprobó que su equipaje estuviese completo. Dijo algo en voz baja —explicando evidentemente qué personaje tan importante era Max Stratman— al revisor, que llevaba un brazal negro y amarillo en el que podía leerse Sovvagn[9]. Les estrechó las manos, primero la de Stratman y luego la de Emily, y les dijo que les vería al día siguiente por la noche en el Grand Hotel. Luego se fue a toda prisa y casi instantáneamente el tren con una sacudida empezó a moverse.

Antes de que Emily y Stratman pudieran abandonar el pasillo, el revisor, uniformado de negro, reapareció.

—Tienen ustedes las camas preparadas —les dijo en un inglés muy cuidadoso—. Lo siento, pero aquí no tenemos retretes particulares como en América. El único retrete se encuentra al extremo del coche. No tenemos un mozo en cada vagón, pero si ustedes tocan el timbre, vendrá en seguida. Pueden lavarse las manos en este lavabo plegable. Espero que estarán bien.

Cuando Emily penetró en su compartimiento, el ruidoso convoy avanzaba a velocidad de vértigo. El compartimiento era reducidísimo, pero sin duda muy lujoso bajo el punto de vista sueco. Todo parecía de madera, excepto la rutilante palanca de acero que aseguraba la puerta.

Estaba más cansada de lo que suponía. Abrió la bolsa donde guardaba sus artículos de tocador, que había puesto sobre la litera y luego desplegó el lavabo, encerrado en un pequeño armario. Tanto por el grifo del agua fría como por el del agua caliente salía agua fría, pero a ella no le importó. Con ayuda de un «kleenex» se quitó el maquillaje. Luego se lavó los dientes, la cara y se secó con una toalla que encontró sobre la litera. Metiendo de nuevo el lavabo en la pared, buscó un peine y se lo pasó unas veinte veces por sus cortos cabellos.

Se desnudó a toda prisa, se colocó su camisón blanco plisado, dejó la bolsa tocador en el suelo y se deslizó entre las apretadas mantas de la litera. Al apoyar la cabeza sobre la almohada, la encontró durísima y excesivamente alta. ¡Qué incómoda!, pensó. Buscando bajo la colchoneta, encontró una segunda almohada, un duro rollo de color marrón. Estos suecos son unos espartanos, se dijo. Resolvió dejar la almohada roja. Ella también adoptaría aquellas costumbres espartanas.

Cuando se disponía a bajar la luz, oyó la voz de su tío a través de la puerta del compartimiento:

—Emily…, wie geht es dir?

—Bien…, adelante.

Él entró, indeciso, y contempló el reducido compartimiento.

—¿Estás cómoda, Emily?

—Perfectamente —le mintió ella.

El sabio se apoyó en la pared, para sostener el equilibrio.

—¡Cómo corremos! —La miró bizqueando los ojos—. ¿No lamentas haber venido?

—Nada de eso, tío Max. ¿Cómo puedes pensar tal cosa? Me muero de impaciencia por llegar a Estocolmo. ¿Tú no?

Él trató de reforzar su entusiasmo.

—Creo que será una semana inolvidable. No tanto por lo del Premio Nobel y las ceremonias, como a causa de la emoción y las nuevas caras que veremos. Mi mayor deseo es que tú lo pases bien.

—Lo pasaré muy bien. No te preocupes. Anda, vete a descansar.

—Ya voy. —Pero no parecía muy dispuesto a irse. Contempló a su sobrina, tan pequeñita, tan niña en la inmensa litera—. Emily, siento mucho lo que ocurrió en el barco. —Se encogió de hombros—. Son cosas que pasan. Así es la vida. Sólo que hubiera deseado que no te ocurriera a ti. —Pareció vacilar—. Me decía…, me decía si no querrás contarme algo más…

—Te lo he contado todo, tío Max.

—Muy bien, Liebchen, muy bien. ¿Crees que podrás dormir?

—He tomado un «Butisol».

—Buenas noches. El revisor nos despertará a tiempo. —En la puerta se detuvo de nuevo—. Corre el pasador cuando yo me vaya.

—Sí, tío Max. Buenas noches.

Cuando él se hubo ido, ella no se molestó en echar el cerrojo. Bajó las luces y permaneció tendida de espaldas, con un brazo detrás de la cabeza. El tren traqueteaba terriblemente, pero no era eso lo que le impedía conciliar el sueño. Por primera vez en diez años se puso a pensar en el pasado, en los años anteriores a su llegada a América, en su niñez. Luego pensó en el período curiosamente árido y plácido en que se fue haciendo mujer en su patria de adopción. Sus pensamientos rozaron de paso la resolución adoptada al embarcar, la determinación de convertirse en una mujer completa, y del modo como había fracasado lastimosamente. Aquella resolución ponía a los sucesos de aquella misma noche bajo su verdadera luz.

Aquel pobre joven que conoció a bordo, se dijo, no fue más que su conejillo de Indias, aunque él no podía saberlo. Apenas se acordaba ya de su nombre. Pero de todos modos se merecía otro trato. Nunca sabría para qué sirvió y hasta qué punto su experimento terminó en fracaso. Ella había conocido a varios psiquiatras, había leído a Freud y Adler, y a veces era lo bastante objetiva para aplicarse sus enseñanzas. A la sazón le resultaba clarísimo, de una claridad meridiana que, de manera inconsciente, fue ella misma quien provocó todo el incidente. Había bebido en exceso de una manera deliberada. Lo mismo podía decirse de la invitación para las seis. Del hecho de que a aquella hora se hallase completamente desnuda en la ducha, con ambas puertas abiertas. Había provocado la consumación del acto final, sin saber que lo hacía, y había supuesto que él vendría como lo hizo, ignorando también que lo suponía. Al propio tiempo —por enrevesado que pareciese— su yo consciente, más juicioso y equilibrado, no había deseado aquel acto, que sólo le inspiraba temor y desprecio. El resultado era inevitable. Y lo sería siempre según ella sabía muy bien.

El cuerpo, la mentira de aquel cuerpo provocativo, de aquella figura extendida bajo ella, aislada de sus meditaciones, era su propio cuerpo y ella no podía renegar de él, harto lo sabía. No lo quería, ni aquella noche ni ninguna de las noches que podía recordar. Era un inválido por dentro y estaba mancillado por fuera, y ella hubiera deseado que no fuese su cuerpo, del mismo modo como ella había visto en Atlanta a algunos negros que querían ser blancos y no podían comprender a un Dios que demostrase de aquel modo su descontento. Como aquellos negros, ella se consideraba víctima de la maldición de Cam y aspiraba a la normalidad —fuese esta cual fuese—, una normalidad que significase identidad, aceptación y ausencia de temor.

Eran las 6.18 cuando aquel joven salió de su camarote de lujo. Aunque nadie lo comprendería, aquella fue la hora exacta en que murió lo último que quedaba vivo de Emily Stratman. ¿Ya sabían los miembros de la Fundación Nobel que el hombre que había conseguido el premio de Física llegaba acompañado de un cadáver? El célebre profesor Max Stratman y cadáver. Estocolmo. Jugó a hacer asociaciones de ideas. ¿Qué significa la palabra Estocolmo para usted, miss Stratman? Vamos, de prisa, ¿qué significa? Y ella contestaba, sin detenerse a pensar: trepidación, miedo, ansiedad, temor, hombres. Todo era una sola cosa para ella y todo, finalmente se reducía a esto: hombres.

Estoy chiflada, se dijo, mientras su mente se hacía cada vez más perezosa. Maravilloso «Butisol», anda, actúa de una vez. ¿Cuándo me dormiré…?

A últimas horas de aquella soleada mañana del 2 de diciembre, Carl Adolf Krantz, el conde Bertil Jacobsson e Ingrid Pahl se encontraban sentados de nuevo, por segunda vez aquella mañana y por cuarta en el espacio de dos días, en el asiento posterior de un coche del Ministerio de Asuntos Exteriores, que les conducía al aeropuerto de Arlanda. Como a las 12.35 llegaban otros dos premiados y sus familiares —el doctor John Garrett y su esposa Saralee, con míster Andrew Craig y su cuñada Leah Decker—, en el mismo avión de las Líneas Aéreas Escandinavas de Copenhague, otro coche oficial fue despachado media hora antes hacia el aeropuerto.

Para hacer más soportable aquella carrera de setenta minutos, Jacobsson se colocó deliberadamente entre Krantz e Ingrid Pahl. Estaba harto de discusiones. No quería que sus compañeros anduviesen a la greña en el momento en que se disponían a recibir a huéspedes tan distinguidos.

Con todo, Carl Adolf Krantz no estaba de humor para peleas aquella mañana. Se hallaba de un talante muy animoso, sus ojillos brillaban y su perilla temblaba de júbilo, mientras proseguía el monólogo que inició después de almorzar con Stratman y su sobrina y de dejarlos en el Grand Hotel.

Se había volcado en alabanzas de los descubrimientos de Stratman relativos a la energía solar, y en aquellos momentos ensalzaba la cultura y el carácter del físico premiado.

—¿Han conocido ustedes alguna vez a un hombre más notable? —preguntó. Sin esperar respuesta, añadió—: La sabiduría resplandece en su cara. Lo mismo que su auténtica modestia, tan rara en un hombre famoso. Una de las señales de la grandeza, diría yo, es la humildad, la humildad que hace confesar: «Sí, hasta aquí he llegado, pero hay velos que descorrer, por lo tanto prosigamos, prosigamos más allá». Les digo a ustedes que no puedo recordar a ningún otro premiado que me haya impresionado tanto.

—Desde luego —dijo Ingrid Pahl.

—Sí, a mí también me gustó ese hombre —convino Jacobsson—. Confío en que no le molestó que nosotros nos quedásemos también para acompañarle a la mesa.

—Estoy seguro que no —repuso Krantz.

—Yo no lo aseguraría tanto. Me pareció que estaba fatigado…

—Ya no es joven —observó Krantz— y ha hecho un viaje muy largo. Además, no fue cansancio lo que yo observé, sino más bien la actitud del genio, cuyo espíritu sigue trabajando activamente. No olvidemos que, según nos dijo, continúa ocupándose en sus investigaciones solares. En realidad, no ha hecho más que empezar. Lo que hemos hecho nosotros, ha sido interrumpirle cuando…

—Me pareció un hombre correctísimo —le interrumpió Ingrid Pahl—. En cambio, su sobrina… la encontré algo rara.

—¿Y cómo es eso? —preguntó Jacobsson curioso.

—Me pareció distante y como…, si… estuviese asustada. —Ingrid Pahl meditó antes de proseguir—. La primera vez lo noté en la estación, cuando se separó un momento de él al acercarse los fotógrafos. Parecía dominada por un miedo cerval. Vi muy bien su cara. Y esto es sólo un detalle. Después, siempre se mantuvo apartada. No sé… como si no formase parte del grupo, como si fuese una extraña, una forastera…

—Lo es —dijo Krantz.

—De todos modos, me pareció una joven muy interesante. Tiene una cara perfecta. Producirá una verdadera conmoción en nuestro mundillo social. —Ingrid Pahl se inclinó hacia Jacobsson—. Y no se parece en nada al doctor Stratman —agregó, dirigiéndose a Krantz.

—No hay motivo alguno para que se le parezca —observó Krantz—. Es hija de su hermano.

—¿Y qué fue de ese hermano? —preguntó Ingrid Pahl.

—¿Cómo demonios voy a saberlo? —refunfuñó Krantz.

Ingrid Pahl abrió su voluminoso bolso y sacó sus cigarrillos «John Silver» y la boquilla.

—Bien, estos ya están instalados, gracias a Dios. Ahora, Bertil, háblame del que llega este mediodía. Estoy muy bien informada sobre Andrew Craig. Pero sobre este doctor Garrett…

—¿No leíste la nota mecanografiada que te di? —le preguntó Jacobsson.

—La leí dos veces. Se refiere únicamente a su obra. ¿Pero, qué puedes decirme del hombre? ¿Qué clase de persona es?

—No puedo decirte gran cosa —contestó Jacobsson—. Vive en una población próxima a Los Ángeles y tiene tres hijos. No era conocido en los círculos académicos hasta que él y el doctor Farelli realizaron sus injertos de corazón. No creo que sea un hombre rico, pero goza de una posición desahogada, probablemente. He leído extractos de sus discursos en la Prensa. Parecen bastante rutinarios. Yo me imagino a un hombre obsesionado por una sola idea, a la que consagra todas sus energías, sin interesarse apenas por nada más…

—Un tipo aburrido, en una palabra —comentó Ingrid Pahl.

El rostro de Jacobsson asumió una expresión apenada. Para él, ningún ganador del Premio Nobel podía ser aburrido.

—Preferiría no llamarlo así. Yo más bien diría que es un hombre que sólo vive para su obra. Tal vez no posea una personalidad tan pintoresca como el doctor Farelli; más bien es un exponente típico del práctico y activo hombre de ciencia norteamericano que ha colaborado para producir una maravilla destinada a aliviar los sufrimientos de la Humanidad.

Ingrid Pahl enarcó las cejas.

—¿Qué ha colaborado, dices? No sabía que él y Farelli hubiesen trabajado juntos…

—No, no, nada de eso. —Jacobsson se apresuró a rectificar su afirmación—. He empleado ese término en su más amplio sentido. Investigaron por separado e hicieron sus descubrimientos, idénticos en su naturaleza, de manera independiente pero simultánea. Esto no es nuevo en la Ciencia, como Carl podrá decirte muy bien. Como tal vez recordarás, el doctor Farelli confesó que no conocía al doctor Garrett ni nunca le había escrito.

—¿Así, ahora se encontrarán por primera vez aquí, en Estocolmo? —dijo Ingrid Pahl, saboreando la situación de antemano—. Me gustaría oír lo que tengan que decirse…

—Se pasarán horas enteras hablando del mecanismo de defensa —dijo Krantz— y de la posibilidad de crear bancos de corazones, páncreas, hígados y otros órganos. Interesantísimo.

—De todos modos, tal vez ambos tendréis ocasión de escucharles —dijo Jacobsson. Se inclinó hacia el lado de Krantz para mirar por la ventanilla—. Ya no estamos lejos. Supongo que el doctor Garrett y míster Craig habrán tenido ocasión de conocerse en esta última hora de vuelo desde Copenhague. Ojalá sea así. Nos ahorrará el trabajo de las presentaciones…

El reactor «Caravelle», de fabricación francesa, que había despegado del aeropuerto Kastrup, en Copenhague, a las 11.20 de la mañana, ya llevaba veinticinco minutos de vuelo y le faltaban otros veinte para llegar a Estocolmo.

Eran exactamente las 12.14, según el reloj de pulsera de platino de Saralee, regalo de John con motivo de su reciente decimoquinto aniversario de boda. Ella deseaba vivamente que ya fuesen las 12.25 y que hubiesen aterrizado. Ansiaba ver a ambos arrastrados por el ajetreo de las actividades sociales, para que su marido no continuase dando vueltas y más vueltas a lo que ya era una verdadera obsesión. Menudita y delgada como un colibrí, el exterior de Saralee no permitía sospechar su resistencia interna. Pero la última hora pasada en compañía de John casi resultó más de lo que ella podía soportar. Por el rabillo del ojo miró a su marido, que releía por enésima vez los tres periódicos de Copenhague, y pudo observar que su furor no había decrecido.

A decir verdad, el doctor John Garrett estaba hecho una furia. Ni siquiera quería permitirse el consuelo de tenderse en el asiento extensible y dormitar sobre el suave cuero de la butaca. Por el contrario, se inclinaba hacia adelante dominado por una gran tensión, en la actitud de un púgil que acecha a un enemigo formidable y espera la ocasión de encajarle un golpe. Atosigaba nerviosamente los tres periódicos que tenía sobre las rodillas, como si fuesen la personificación de su rival y, a decir verdad, lo eran, pues las sonrientes y petulantes facciones latinas del doctor Farelli parecían burlarse de él desde una fotografía publicada en la primera plana de cada periódico.

Desde aquella tarde, hacía diecisiete días, en que se sintió transportado a las nubes por la noticia de que el Instituto Carolina de Estocolmo acababa de reconocer su obra con el más preciado galardón, para caer después en la más profunda sima de abatimiento cuando supo que tenía que compartir aquel premio con su archienemigo que no conocía, el estado mental y patológico del doctor John Garrett se caracterizó por el más furioso resentimiento.

Las grandes muestras de consideración que le prodigaron sus colegas de Pasadena, de Los Ángeles, de toda la nación, los actos que se sucedieron para celebrar la adjudicación del premio, no fueron bastante para calmarlo completamente. En todo momento, las alabanzas se vieron disminuidas por el reconocimiento de que su victoria era compartida con otro. Desde luego, la revista Life publicó las fotografías de Farelli y la suya en sendas medias páginas, pero Time y Newsweek, a pesar de que en el texto de sus artículos se ocuparon con igual extensión de ambos, sólo publicaron fotografías de Farelli. Y aún era peor, mucho peor, lo que pasó con Science News Letter, el Scientific American y Science. Estos asignaron a sus enviados especiales la misión de entrevistarlo en el Centro Médico Rosenthal de Pasadena. Los enviados de aquellos periódicos se mostraron corteses y pacientes. Garrett charló por los codos, dándose aires de vencedor, convencido de que sus visitantes habían quedado deslumbrados por su elocuencia. Sin embargo, cuando aparecieron sus artículos —que para él eran importantísimos, pues se publicaban en las revistas de más circulación de su especialidad—, resultó que entre el 70 y 80 por ciento de su texto se ocupaban de la obra realizada por el doctor Cario Farelli. En cada uno de aquellos artículos —aunque posiblemente su sensibilidad fuese exagerada tuvo la impresión clarísima de hacer el papel del pariente pobre.

Una y otra vez se preguntó: ¿Por qué? Era casi imposible mostrarse objetivo en la situación en que se hallaba. Sin embargo, trató de analizar los resultados conseguidos por ambos con la mente desapasionada de un auténtico investigador. En primer lugar —con una franqueza que quizá le hubiese sido inyectada por su analista, el doctor L. D. Keller— reconoció que él era menos interesante, físicamente, que su rival. Sencillamente, él era demasiado corriente, demasiado vulgar, demasiado próximo en su apariencia al tipo medio. Su cabello castaño, unido a sus gafas Truman, contribuían a dar la ilusión del hombre llano y sencillo. Por otra parte, como demostraban las fotografías hasta la saciedad, Carlo Farelli era la encarnación del genio excéntrico. Sus rebeldes y enmarañados cabellos rizados, negros como ala de cuervo, ocultaban a medias su anchurosa frente. Sus ojos penetrantes de faquir, su clásica nariz romana, su sonrisa despreocupada que le permitía exhibir una blanca dentadura, su quijada de Habsburgo, quedaban realzados por sus mejillas algo chupadas, su tez olivácea y sus anchas facciones.

En segundo lugar, los antecedentes de Garrett resultaban demasiado caseros y vulgares. Nacido en Illinois, estudió en Massachusetts para realizar su labor de investigación en California. En cambió, Farelli había nacido en Milán, había estudiado en Ginebra, Londres y Heidelberg y realizó la mayoría de sus experimentos en Roma. El pobre Garrett comprendió que aquel historial cosmopolita era irresistible. Por último, todos los sensacionales injertos de Garrett se realizaron en pacientes anónimos de la clase media. Casi la mitad de los veintiún injertos cardíacos de Farelli se realizaron con pleno éxito en pacientes que, para decirlo como los periodistas, eran «noticia»: un cardenal del Sacro Colegio Cardenalicio, un estadista austríaco, una actriz francesa muy famosa a comienzos de siglo, un anciano dramaturgo inglés… Si Garrett se veía como un nuevo William Harvey, un Joseph Lister, o al menos como un Ambroise Paré, veía a Farelli como una pálida copia de sí mismo al papel carbón que sólo era legible, por llamativa que fuese, gracias a los métodos de Phineas T. Barnum. El hecho de que el mundo, o al menos la prensa mundial, no viese esto tan claramente como él, llevaba a Garrett al borde mismo de la paranoia.

Antes de partir hacia Suecia, realizó una nueva visita al grupo que asistía a las sesiones terapéuticas del doctor Keller, en su consultorio de Wilshire Boulevard. Lo que aquel día buscaba no era iluminación, sino una corroboración de lo que él creía a pies juntillas. Durante aquella visita, la primera que hacía después de ganar el Premio Nobel, el recibimiento que se le hizo fue muy cordial y efusivo. Por una vez, miss Dudzinski dejó a su madre en paz, mistress Zane limitó el relato de su gimnasia con el jefe de su marido a diez acalorados minutos y Adam Ring se mostró desusadamente callado y respetuoso (pues sin duda había llegado a la conclusión de que su diploma de la Academia de Arte Dramático se había visto finalmente igualado y superado por la distinción otorgada a otro miembro del grupo).

Presa de una insólita agitación, Garrett acusó al Instituto Carolina de Estocolmo de parcialidad al despojarlo de la mitad del honor que le correspondía y concederlo a un saltimbanqui italiano. Atacó airadamente las tácticas publicitarias de Farelli, su falta de escrúpulos morales, su monstruoso egoísmo al acceder a compartir un premio al que no tenía ningún derecho. El doctor Keller, tan parco en sus manifestaciones por lo habitual, hizo esfuerzos sobrehumanos para calmar a Garrett y hacerle entrar en razón. El psiquiatra le señaló que si Farelli se había aprovechado del genio creador de Garrett para efectuar su propio descubrimiento, algún día se sabría y, a los ojos del mundo, todo el mérito del descubrimiento recaería en Garrett. Por otra parte, siguió diciendo, convenía no olvidar que la valía de Farelli había sido determinada por las averiguaciones de los mejores expertos que poseía la Fundación Nobel. Como hombre juicioso, Garrett tenía el deber de inclinarse ante aquel veredicto. Aquel año había sido distinguido entre todos los médicos de la Tierra. Desde luego que en aquella cumbre que ahora ocupaba, había a su lado lugar para otro. No por ello el mérito dejaba de ser menos suyo, y debía enorgullecerse de la aportación que había realizado a la mejora y a la longevidad de la especie humana.

Y Adam Ring, desde las profundidades de su poltrona, remachó el clavo a su manera:

—Si a mí me diesen un Oscar, doctor Garrett, no haría preguntas. Es la medalla de oro para toda la vida. Durante el resto de sus días, usted será el Premio Nobel. Es como recibir un título de nobleza. A nadie le importará un ardite que hubiese dos ganadores o uno. Lo único que la gente sabrá es que usted dio en el blanco. Más vale eso que una pensión vitalicia. De ahora en adelante, se ha terminado esperar en las colas, se han acabado los informes bancarios, para averiguar su solvencia y se ha terminado tener que demostrar nada a nadie. Ya no puede ascender más arriba; ya ha llegado. Que sea dichoso. Yo me cambiaría por usted ahora mismo, gratis y sin hacer preguntas.

Garrett salió de la sesión algo ablandado.

Cuando subió con Saralee en el reactor DC-8 de las Líneas Aéreas Escandinavas del Aeropuerto Internacional de Los Ángeles a las 11.30 de la mañana del día anterior —a pesar de los amigos de Pasadena que acudieron a despedirles—, Garrett se puso nuevamente de un talante sombrío, dominando a duras penas su resentimiento. La monotonía del vuelo transpolar contribuyó mucho a calmarlo, como Saralee esperaba. Las trece horas de vuelo sobre el Canadá, el Labrador, Islandia y Noruega, interrumpidas únicamente por una breve parada para repostar, las ocuparon en la lectura, la conversación, el almuerzo, la comida (cordero asado), la cena y diversas copas de «Bourbon» y «Martini».

Durmieron con sobresaltos, desayunaron muy temprano y el reactor aterrizó rugiendo en la pista de cemento del aeropuerto de Kastrup a las 8.59, hora de Copenhague. Un subsecretario de la Embajada de los Estados Unidos, un radiante caballero colegiado que no llegaba a la media edad, les estaba ya esperando para darles la bienvenida. Como faltaban aún algo más de dos horas para que el «Caravelle» les permitiese cubrir la última etapa hasta Estocolmo, la Embajada había preparado un breve recorrido por la ciudad y sus alrededores. Visitaron el Raadhuspladsen y luego, desde el centro de la ciudad, recorrieron en automóvil la populosa avenida conocida por el nombre de Stroget. Vieron la estatua de Cristián V en Kongens Nytorv, y después el canal de Nyhavn, el Rigsdag, el Castillo de Rosenborg y, finalmente, al final del paseo Langelinie, surgiendo del agua, contemplaron la escultura de tamaño natural que representa a la «Sirenita» de Hans Christian Andersen. Antes de regresar al aeropuerto tomaron bocadillos de smorrebrod[10] en la animada terraza del café del Hotel d’Angleterre, en plena acera de la concurrida calle.

Garrett, que era un hombre muy receptivo, quedó considerablemente calmado y apaciguado a causa de la impresión inicial que le produjo el bullicioso Copenhague. Casi por primera vez, parecía darse cuenta de que estaba de viaje y en un país extranjero. Cuando regresaron al aeropuerto de Kastrup, diez minutos antes de que el avión despegase, casi se había olvidado de que existiese un hombre llamado Carlo Farelli. Pero entonces, cuando se disponía a cruzar la puerta que conducía a las pistas, y al pasar frente a un puesto de periódicos, Garrett reparó en la portada de un periódico danés de la mañana, Politiken. En una página a tres columnas aparecía Farelli descendiendo de un avión, con su rostro cetrino contraído en una sonrisa y el brazo derecho alzado en ademán de salutación.

El acompañante de la Embajada Estadounidense compró el periódico a petición de Garrett, junto con otros dos, sin hacer caso de las débiles protestas de Saralee. Los tres periódicos mostraban en primera plana la fotografía de Cario Farelli. Mientras se dirigía al «Caravelle», Garrett pidió al funcionario de la Embajada que le tradujese los pies de las fotografías y los artículos, y este lo hizo, con la mayor inocencia. Al escuchar lo que decían los corresponsales daneses en Estocolmo —«El italiano que salva el corazón humano», «El genio que tiene un corazón», «El Premio Nobel de Medicina llega triunfalmente a Estocolmo»— Garrett se puso pálido como un muerto mientras Saralee sufría al ver sus facciones contraídas por la ira.

Antes de subir al avión, Garrett arrebató los periódicos a su acompañante, sin darle apenas las gracias por su amabilidad, y a los pocos instantes se hundió en su butaca. En la hora que llevaban de vuelo desde Copenhague, Saralee observó que había tenido constantemente los periódicos sobre las rodillas, sin apartar su mirada de ellos ni del odiado semblante de Farelli.

Por último Saralee se decidió a romper el hechizo.

—John, ni siquiera has mirado el interior del avión. ¿No te parece divina la decoración de las paredes? Adoro el pastel.

Garrett no alzó su torvo semblante. No sentía el menor interés por los colores al pastel en aquellos momentos.

Saralee no quería dar su brazo a torcer.

—Aún tenernos veinticinco minutos de vuelo. ¿Por qué no bebes algo? A mí me gustaría beber algo, si no te importa. Pidamos unas copas de auténtico champaña francés.

—Si tú insistes…

—Sólo pienso en que eso puede beneficiarte. Además, hay que festejar esta ocasión. Casi hemos llegado. Pronto te darán el Premio Nobel.

—Muy bien, Saralee, como tú quieras. Sí, me parece una buena idea.

Ella se levantó de su asiento.

—Haz el favor de llamar a la azafata. Y nada de flirtear con ella aprovechando mi ausencia. Las he visto, y están muy bien. Voy un momento al tocador. Quiero estar presentable. —Al salir al pasillo, chocó con las rodillas de Garrett y tiró los periódicos al suelo. Vuelvo en seguida.

Garrett recogió los periódicos y los colocó de nuevo sobre sus rodillas. Sacó un cigarro del bolsillo interior de su chaqueta —últimamente se había acostumbrado a fumar habanos, de acuerdo con su nueva posición social—, humedeció la punta del mismo y la arrancó de un mordisco, y aplicó su encendedor al otro extremo. Dando chupadas con aire descompuesto, estiró el cuello para mirar por la ventanilla. Sólo pudo ver una extensión de cielo azulado. Recordó entonces que estaban a 8500 metros de altitud. Aquello sólo servía para demostrar que se podía ser tan desgraciado cerca del cielo como a ras de tierra.

Le pareció que alguien pronunciaba su nombre y se volvió hacia el pasillo, tratando de ver a través de la nube de humo que él mismo había lanzado. Descubrió a una joven de expresión seria de pie junto a su asiento, dedicada a la tarea de examinarlo. Dejando aparte su extravagante peinado y su cerquillo, demasiado infantil, con el resto de su cabellera parda rojiza recogida verticalmente en un estilo indescriptible, la muchacha poseía cierto atractivo. Su cara era juvenil y su edad debía oscilar entre los veinticinco y los veintiocho años, según juzgó Garrett, y la impresión inmediata que causaba era la de ser afilada como un hacha. Los brillantes ojos pardos eran largos y estrechos, la nariz semejante a un pico y la boca pequeña y labios delgados. El cuello parecía desmesuradamente largo, produciendo el efecto de que su poseedora atisbaba sacando la cabeza por una portilla, ilusión creada tal vez por el cuello acampanado de su traje de mezclilla, tan grueso, que ocultaba por completo su figura.

—¿El doctor John Garrett? —repitió la extraña joven.

—Usted dirá —contestó él, volviéndose de lado y sin saber si debía levantarse o no.

—Soy Sue Wiley, de CN… Consolidated Newspapers, de Nueva York.

—Encantado de conocerla —dijo él, cortésmente.

—Llegué a Copenhague esta mañana. Estaba en Berlín haciendo un reportaje sobre la prisión de Spandau, cuando recibí orden de ir a entrevistarle a usted… —Indicó el asiento vacío de Saralee—. ¿Me permite que me siente un momento?

—No faltaba más. Espere…

Levantándose, se instaló en el asiento de Saralee, permitiendo que Sue Wiley ocupase su butaca.

—Tengo que escribir una serie de artículos en exclusiva sobre el Premio Nobel para CN. Estoy segura de que usted habrá visto la explotación.

Él no tenía la menor idea de lo que significaban aquellas palabras, pero hizo un vago ademán de asentimiento.

—Catorce artículos de mil palabras cada uno —dijo ella—. La serie se publicará durante dos semanas en una cadena de cincuenta y tres periódicos. Es algo muy importante; empezará a aparecer inmediatamente después de las ceremonias de adjudicación. Usted es de Los Ángeles, ¿verdad?

—No, de Pasadena —dijo él en aras de la exactitud.

—Da lo mismo. Los artículos se publicarán en Los Ángeles, Frisco[11], Chicago, Nueva York, en todas partes. La pena es que cuando subí a este avión, no me podía figurar que usted estuviese aquí y perdí lastimosamente una hora haciéndome la manicura. Pero al servirme una bebida hace un momento, el camarero me dijo que había uno de los ganadores del Premio Nobel en el avión. Casi me desmayé. Suponía que todos ustedes ya estaban en Estocolmo.

—Como usted puede ver, no es así —repuso él cautelosamente—. En realidad, tengo la impresión de que llegamos más pronto de lo debido. En los años anteriores, casi todos los ganadores se presentaban pocos días antes de la ceremonia de clausura. Pero según me han dicho, este año han querido que fuésemos antes. Tienen un programa muy repleto.

Ella parpadeó. Garrett no tardó en descubrir que aquello era un tic inconsciente y desconcertante de la joven, que prosiguió con tono risueño:

—Qué suerte he tenido de encontrarlo aquí… No pensaba sacar papel y lápiz hasta mañana. Pero así adelantaremos mucho.

—Sólo tenemos quince minutos, miss Wiley. ¿No sería más prudente esperar?

—Míster Garrett…, perdone, doctor Garrett…, no quiero pecar de inmodesta, pero si me lo propongo, puedo aprovechar quince minutos como si fueran quince horas. Y no le haré daño, se lo aseguro.

—¿Qué quiere usted saber?

—Empecemos desde el principio. No me interesan las vulgaridades de siempre. Pienso sacar mucho partido a este tema y, como ya le he dicho, mis artículos alcanzarán una enorme divulgación. Quiero que desembuche todo lo que tenga en su interior. Después de todo, usted no tiene nada que ocultar. Ya sabe: el dios visto como un simple mortal. Y pienso hacer lo mismo con los demás participantes en las ceremonias del Premio Nobel. ¿Qué pasa en esas salas llenas de humo de tabaco? Yo trataré de averiguarlo. —Abrió su bolso, para sacar el cuaderno de apuntes y un lápiz—. Empecemos.

Pero, en su fuero interno, Garrett ya había tomado una decisión. Fuera del laboratorio era un hombre muy poco imaginativo, que no tenía por costumbre transgredir las normas preestablecidas. En la larga carta de la Fundación Nobel, firmada por el conde Bertil Jacobsson, se le daban precisas instrucciones acerca de sus relaciones con la prensa. Si bien en su país natal podía hablar libremente con los periodistas, la Fundación confiaba que cuando se dirigiese a Suecia y cuando se hallase en este país, evitaría los contactos individuales con la prensa, en la medida de lo posible. Si se viese obligado a contestar preguntas mientras se encontraba en Copenhague o en Estocolmo sin acompañantes oficiales, se le rogaba que sus comentarios fuesen intrascendentes y breves. Los motivos de esta actitud se hallaban en que, durante los años anteriores, las declaraciones hechas de manera imprudente en el curso de interviús incontroladas, dieron por resultado la publicación de artículos sensacionalistas. Escarmentada por este recuerdo, recientemente la Fundación Nobel organizó una serie de entrevistas oficiales con la prensa que los premiados del año actual celebrarían en Estocolmo la tarde del 3 de diciembre. Estas conferencias de prensa estarían vigiladas por miembros de la Fundación, y así podía garantizarse que sus resultados serían favorables.

—Lo siento muy de veras, miss Wiley, pero temo no poder decirle nada de momento —dijo.

La joven volvió con rapidez la cabeza hacia él. Sus ojos parpadeaban furiosamente.

—¿Bromea usted? ¿Desde cuándo los sabios son como las prima donnas?

—Por favor, compréndalo usted, Miss Wiley —se apresuró a replicar Garrett—. Es que tengo que ajustarme a las normas.

—¿Qué normas? —preguntó ella retadora.

El médico trató de explicarle las limitaciones impuestas sobre él y sus colegas por la Fundación Nobel.

—Ni que fuesen la Gestapo —estalló Sue Wiley, cuando él hubo terminado—. Quieren amordazar a los demás, para que los periódicos suecos se lleven la mejor tajada. Nosotros somos norteamericanos —usted y yo— y tenemos otros principios, ¿no es verdad? Sólo le haré una docena de preguntas. ¿Por qué no empezamos ahora? Desde luego, usted…

Su insistencia le irritó.

—No —dijo con firmeza—. Lo siento mucho, pero no puede ser. Espere a mañana, durante la conferencia oficial…

—Que se vaya al cuerno ese circo —dijo ella, mirándole de hito en hito—. ¿De veras no quiere usted prestarme su cooperación?

—Por Dios, no lo diga usted de ese modo.

—No hay otro. ¿Dónde queda la libertad de palabra? Vamos, doctor Garrett, limitémonos a charlar un rato.

—No.

Ella cerró de golpe el bolso, demasiado ruidosamente, y se enderezó en su asiento, mirándole fijamente con sus ojos entornados.

—¿Ya se da usted cuenta de lo que hace? Ya le dije que no se trataba de uno de esos vulgares artículos. Yo escribiré algo muy importante, de carácter personal, entre bastidores. —Hizo una pausa de mal agüero—. Me disgustaría mucho tener que aludir a otras fuentes de información, en lugar de obtenerla directamente de usted. Dispongo ya de esa información por supuesto. Nuestras agencias de todo el país podrían facilitármela. Y es abundante. Pero no me gusta utilizar materiales de segunda mano. Me gusta obtenerlo de boca del propio interesado. Eso es buen periodismo. Así es como trabajaba Nellie Bly. —Se interrumpió por segunda vez—. ¿Quiere, pues, que obtenga el material de otras fuentes?

Él se encogió de hombros.

—No sé qué decir más. Cuando me sea posible, cuente usted con mi cooperación, pero es que ahora no puedo.

—Muy bien, doctor Garrett —dijo la periodista, levantándose—. Pero creo que ni el doctor Keller ni su pandilla de pacientes que se dedican a la terapéutica colectiva aprobasen su conducta.

Le dirigió una imperceptible sonrisa, salió al pasillo y se fue.

Garrett continuó sentado con la expresión de desconcierto de un hombre al que se ha entregado una bomba de mano dos segundos y medio después de tirar del anillo, y que no sabe dónde ponerla. Su incapacidad de actuar era total. Su cerebro se esforzó por interpretar el mensaje que acababa de recibir. Lo del doctor Keller era un secreto, lo mismo que las sesiones de terapéutica colectiva. Garrett nunca se había sentido suficientemente liberado de sus complejos para hablar de aquel tratamiento con nadie a excepción de su esposa. ¿Quién estaba enterado de que él acudía a aquellas sesiones? Su médico de cabecera, que le recomendó a un psiquiatra, quien a su vez lo envió al doctor Keller. Y Saralee, por supuesto. ¿Pero quién más? Entonces se dio cuenta de que eran muchos los que compartían aquel secreto: míster Lovato, mistress Perrin, míster Ring, mistress Zane, míster Armstrong, miss Dudzinski. ¿Cuál de ellos se había ido de la lengua? ¿Por qué artes misteriosas Sue Wiley, o su red periodística, se había procurado aquella información de carácter tan particular?

Trató de analizar racionalmente el brete en que se hallaba. ¿En realidad qué le importaba a él que se airease públicamente la cuestión de la terapéutica colectiva y de su asistencia a aquellas sesiones? Mas por lo visto aquello no sólo le importaba a él sino a Sue Wiley. Ella se lo dijo como una amenaza, como una especie de chantaje. Y él lo había considerado como algo explosivo y destructor. ¿Era destructor, en realidad? ¿Qué consideración merecería su estrella a los dirigentes del centro de investigación de Pasadena, cuando supiesen que formaba parte de un grupo de terapéutica colectiva? ¿Qué pensaría el Comité del Premio Nobel? ¿Y el público en general? Y lo peor de todo, ¿qué pensaría su archienemigo, Carlo Farelli? Aquello podía dar el triunfo a Farelli, al quedar descalificado Garrett por enfermedad mental. La infalibilidad y la competencia de Garrett se verían reducidas…, dejaría de ser un genio. ¿Podía imaginarse que Paré, Harvey o Lister hubiesen asistido a sesiones de terapéutica colectiva en compañía de una esposa infiel, un actor medio impotente y un invertido agobiado por sus sufrimientos? No, no se lo podía imaginar.

Consultó el reloj. Faltaban diez minutos para llegar a Estocolmo. Se había acobardado; se daba cuenta y no le importaba. Es más, se hallaba dispuesto a rendirse, si aquel era el precio de la discreción. Se levantó precipitadamente cuando Saralee volvía del tocador.

—¿Adónde vas, John? —le preguntó su esposa.

No pudo reprimir su impaciencia:

—Hay ahí una periodista…, le prometí decirle algunas cosas… Tú siéntate y espera.

Pasó junto a ella, rozándola, avanzó por el pasillo, sin reparar en los demás pasajeros, y encontró a Sue Wiley mirando con expresión ausente por la ventanilla. Ocupaba el último asiento y, como si ya lo esperase, la butaca contigua estaba vacía. Él se sentó a su lado y ella lo recibió con su delgada y rectilínea sonrisa.

—Le agradezco mucho que haya venido —le dijo.

—¿Cómo se enteró usted de… de eso? —le preguntó Garrett.

—¿De la terapéutica colectiva? Oh, tenemos nuestras fuentes de información.

—¿Pero, cómo lo supo?

—No sería correcto decírselo, ¿no le parece? Y a conoce usted el viejo proverbio: los periodistas nunca revelan sus fuentes de información. Si no pudiesen contar con la confianza de sus informantes, nunca sabrían ni la mitad de las cosas que saben. A decir verdad, míster Garrett —doctor Garrett— se me hizo objeto una vez de un proceso célebre a este respecto. Precisamente en su hermosa ciudad. Fui a una casa donde se fumaba marihuana, atestada de estrellas de cine, y publiqué un artículo sobre aquella edificante reunión, sin dar nombres. La brigada dedicada a la represión del tráfico de estupefacientes me detuvo y me pidió los nombres de los asistentes a la reunión. Yo dije que me habían invitado a condición de no mencionar nombres, y no consiguieron hacerme hablar. El juez me sentenció a un mes, pero Consolidated Newspapers y todos los periódicos del país se pusieron de mi parte, y me soltaron a los cinco días. ¿Responde eso a su pregunta?

Garrett sustituyó el instinto de conservación por la altivez.

—Supongo que no irá usted a publicar esos… esos chismes sobre mi terapéutica, ¿eh?

La reacción de Sue Wiley fue de sorpresa… de una ingenua sorpresa:

—Creía que a la mayoría de personas que acuden al psiquiatra les gustaba hablar de ello. Esto siempre es señal de mejoría, ¿no es verdad? ¿De qué puede usted avergonzarse míster Garrett?

—No tengo nada de qué avergonzarme —dijo él con animación—. En primer lugar, es una cuestión particular, que sólo me concierne a mí y a nadie más. En segundo lugar, se prestaría a falsas interpretaciones. El público no tiene criterio para juzgar estas cosas. Creen que todos los que se tienden en el diván —y yo no me tiendo en el diván, se lo aseguro— todos los que acuden al psiquiatra están…, bien…, más o menos desequilibrados o enfermos.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Y usted no lo está?

—¡Claro que no! Necesitaba cierta… orientación, eso es todo. Pero si usted exagera la cosa, sacándola de sus verdaderas proporciones…

No supo cómo continuar.

Ella vino en su ayuda.

—Mis lectores creerían que a usted le falta un tornillo, ¿no es eso? Y que tal vez sería mejor no fiarse de usted en un trasplante de corazón. Y que no sería digno de compartir un Premio Nobel con el doctor Farelli.

—Sí, más o menos es eso, pero no tendría ningún fundamento, como usted sabe muy bien. En cuanto a Farelli, nadie cree que yo sea menos digno de recibir el premio que él. A decir verdad, son muchos los que consideran que el premio sólo debiera haberlo recibido yo.

Mientras escuchaba, los ojos de Sue Wiley brillaban más que antes. Olía algo mejor, mucho mejor, y quería descubrirlo lo antes posible. A toda prisa adoptó una nueva personalidad. Esta era todo suavidad, comprensión y simpatía.

—Mire usted, míster, perdón, doctor Garrett, ¿quién cree que soy? ¿Una Madame Defarge o algo parecido? Yo no me propongo causar daño a un gran hombre como usted. Nada más lejos de mi intención. Puede usted estar seguro de que no mencionaré su historial médico particular, si usted no desea que lo haga. Sólo se lo mencioné para que pudiera formarse una idea de lo concienzudos que somos en nuestra profesión. Si usted no quiere que escriba una palabra sobre esas sesiones de terapéutica, no la escribiré.

Garrett sintió deseos de besar a aquella joven, que de pronto le pareció encantadora.

—Le quedaré muy agradecido si se esfuerza por olvidarlo.

—Desde luego. Olvidado. ¿Está contento?

—Se lo agradezco mucho.

—Yo sólo deseaba que me concediese unos cuantos minutos, para no cometer ninguna inexactitud en mis artículos.

—Tendré mucho gusto en ayudarla y en facilitarle datos; es decir, si usted no comete indiscreciones con los miembros de la Fundación Nobel.

—Ya le dije que sabemos ser discretos.

—Muy bien —dijo Garrett, animado y experimentando un gran alivio—. ¿Qué clase de artículos piensa escribir?

Por una fracción de segundo, estuvo tentada de decírselo. Se moría de ganas por contárselo a alguien. Se sentía orgullosa de su idea, suya y de nadie más, pero una señal interior, que por lo general ella desoía, le advirtió esta vez que anduviese con cautela y tuviese cuidado, y ella la atendió. El éxito de su serie de artículos dependía de lo que consiguiese arrancar a los diversos ganadores de los Premios Nobel. Un error cometido con uno de ellos, Garrett por ejemplo, podía ponerlos a todos en contra suya, y entonces su misión se haría muy difícil. Si sabía manejar bien al primero de ellos, podía convertirlo en su espejuelo para atraer a los demás.

Su instinto periodístico, que casi nunca solía fallar, le dijo que aquella misión tendría una importancia decisiva en su carrera. Pero antes de que pudiese contestar a lo que él le había preguntado, vio que Garrett se ponía en pie y que una azafata le presentaba a dos suecos, ambos pertenecientes a la profesión médica, que deseaban presentar a su ilustre colega a sus respectivas esposas. Con un ademán de disculpa, Garrett pidió a Sue Wiley que le disculpase por un momento, y se alejó con los médicos suecos por el corredor.

A pesar de que el tiempo que le quedaba era precioso, Sue Wiley no se sintió molesta por la interrupción. La importancia de la misión que tenía entre manos hizo que agradeciese aquel intervalo para reflexionar y pasar revista a las circunstancias —la triunfal profesión de los últimos años— que la había llevado a aquel momento crucial de su vida.

Sue Wiley, nacida y educada en aquel dudoso oasis de Wyoming que se llama Cheyenne, era el producto de unos padres faltos de amor y de su unión dominada por el odio mutuo. Llegó a la adolescencia en una atmósfera de tacañería y penuria. En su casa nadie la quería y en la escuela hacían caso omiso de ella. Sólo empezó a conocer elogios y atenciones en su último año de instituto, cuando demostró poseer dotes para la redacción y el periodismo. Durante aquella época leyó también la vida de Nellie Bly, hecho que quizá no fuese casual. Como ella, Nellie Bly procedía de una pequeña población y siguió una carrera para procurarse un medio de sustento. Denunció los terribles talleres de Pittsburg, donde se explotaba al obrero, se fingió loca para ingresar en el manicomio de Blackwell’s Island y escribir sobre las condiciones que en él reinaban, y alcanzó la notoriedad y 25 000 dólares anuales dando la vuelta al mundo vestida con un gorro de montaña y un ruso a cuadros. De este modo efectuó un viaje de 40 000 kilómetros en setenta y dos días, siguiendo los pasos de Phileas Fogg y subvencionado por The New York World. Nellie Bly se convirtió para Sue Wiley, alentada por el éxito que alcanzaron sus composiciones del último año, en madre, padre y divinidad, todo de una pieza. Para Sue Wiley la suerte ya estaba echada.

Luego se sucedieron una serie de años grises, que ella apenas recordaba, en que hizo de gacetillera, escribió reportajes, fabricó chismorrerías y algún que otro artículo, hasta que se le abrieron las puertas de Consolidated Newspapers. En esta empresa, Sue Wiley vio ascender su estrella de la noche a la mañana. Sólo contaba veintiocho años. La fórmula que empleó no era una novedad, pera representó el perfecto resultado de la conjunción de su carácter con la prensa de aquellos días. Su fórmula fue de una sencillez juvenil: impresionar y llamar la atención diciendo no, cuando todos dicen sí. La hubiera llenado de pasmo saber que le interesaba menos la verdad que la sensación.

Para Sue Wiley, insensible a todo lo que se refería a sí misma, y con la vista fija en la primera ocasión que se presentase, la verdad era algo que inspiraba muy poca confianza. El que busca la verdad no suele hallar ningún tesoro, sino una serie de hechos contundentes y aburridos, que no demuestran nada ni sirven para nada. Cerró los ojos al valor de la verdad, porque las recompensas que esta ofrecía no podían predecirse. Sus lectores no parecían apreciar demasiado la verdad. Incluso esta parecía causarles cierta desazón. La clarividencia no era una virtud en sí misma. Aburría y ofendía. Y a fin de cuentas, ¿a quién le importaba? ¿A ella? ¿A la persona sobre la que versaba su artículo? Sí, tal vez…, pero lo que servía para medir el éxito era la oscura masa de los lectores. Estos querían variedad, chismorreo, emoción, por superficial que todo esto fuese. «Hay que hacerles decir ¡caray!». Leyó una vez esta consigna en el periódico mural de una redacción de la cadena Hearst, y así era, en efecto, y al diablo los hechos. Un rumor más o menos fundado, una anécdota apócrifa, una cita falseada, un escándalo susurrado, aunque fuese medio cierto, o menos de medio, eran preferibles a la verdad escueta, si esta hacía que se durmiesen los lectores. La cuestión era interesar, crear comentarios, vender números del periódico.

Sue Wiley no era una mujer inmoral, pero sí amoral. Se hallaba demasiado absorbida en su tarea para pensar si hacía daño o preocuparse por este después de infligirlo. No era una persona deliberadamente mal intencionada, aunque a veces su técnica hacía daño. Era el compendio de su propia cultura y de su público que la alentaba, la recompensaba y la terminaba de descarriar imponiéndole sus propios valores equivocados.

Sue Wiley perfeccionaba su técnica leyendo biografías. Con anterioridad, no había sentido mucha inclinación por la lectura, con excepción de la prensa diaria, pero en las biografías se comparaba con otros modelos, subrayando y copiando lo que más le llamaba la atención. Lo que le encantaba, por ejemplo, no era enterarse de las campañas de Julio César, sino saber que este llevaba una corona de laurel para ocultar su incipiente calvicie. Las victorias de Napoleón le dejaban fría, pero la noticia de que poseía unos «Órganos reproductores» excepcionalmente pequeños la fascinaba. No le interesaba el hecho de que el autor de «La Bandera Estrellada» fuese Francis Scott Key, sino que este no tuviese oído musical. Y fue un día memorable para ella aquel en que supo que Daniel Webster fue procesado por no haber pagado la cuenta del carnicero. Por aquella época también leyó la queja del doctor William Lyon Phelps: «En lugar de escoger a un personaje, los biógrafos modernos eligen a una víctima. A causa de ellos tantas personas excelentes tienen miedo de morirse». La queja del doctor Phelps no hizo mella en Sue. Únicamente pensó que hubiera sido muy mal periodista.

Como su ídolo Nellie Bly, descubrió su propio estilo: crear las noticias, no esperarlas. Electrizar al público y captar su atención. En un millar de redacciones diez mil redactores encadenados a la mediocridad y pudriéndose con un mísera salario, bebiendo mala cerveza y comiendo bocadillos rancios, sueñan despiertos en los grandes artículos, las novelas y las comedias que nunca escribirán. Sue Wiley no quería ser uno de ellos, y en Consolidated decidió demostrar su valía a los ojos de todos.

La Cruz Roja Internacional era una vaca sagrada. Sue Wiley utilizó el uno por ciento de defectos que presentaba aquella organización, para condenar a la Cruz Roja en su totalidad. Los Boy Scouts de América eran algo inviolable. Sue Wiley les dio una buena azotaina. No había institución más sagrada que el Día de la Madre. Sue Wiley lo profanó. Poco a poco fue convenciendo a Harold Finnegan, director de Consolidated, para que le permitiese dirigir sus tiros cada vez más lejos y más altos. Durante un viaje alrededor del mundo reveló los escándalos y las inmoralidades de los cruceros en transatlánticos de lujo, la incapacidad de las embajadas norteamericanas y las estafas que cometían numerosos funcionarios de Aduanas. También sacó trapitos al sol en Tahití, Israel, Ghana y Lourdes. Durante aquel mismo viaje se apuntó su tanto más importante. Abusando de las cartas de presentación que le habían dado para el doctor Albert Schweitzer, al que fue a visitar en Lambaréné, poblado del África Ecuatorial Francesa, hizo totalmente caso omiso de la inmensa valía y abnegación de le Grand Docteur durante las dos horas que permaneció con él. Más tarde, cuando lo describió a los lectores de Consolidated, lo pintó como un egoísta tirano teutónico que administraba muy mal un insalubre hospital en plena selva.

Sus emolumentos actuales eran muy crecidos y su reputación corría pareja con sus ganancias. Lo que ella quería entonces era otro escándalo internacional de proporciones ingentes, que le valiese un contrato que haría de ella una columnista sindicada. «Abajo con los Altos», o algo parecido, es como titularía a su artículo. Y a la vuelta de su viaje, mientras ordenaba sus notas sobre Schweitzer, se dio cuenta de que el exolímpico obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1952. Esto hizo que se pusiese a pensar en las posibles debilidades de otros Premios Nobel y en la misteriosa aureola de santidad que rodea a los premios en general. El Nobel era la más alta recompensa que ofrecía la Humanidad a sus mejores representantes. El público aceptaba sin rechistar aquella declaración de inmortalidad, aquel veredicto emitido por un grupo de suecos y noruegos. Luego, el público miraba a los premiados como si fuesen unas divinidades. Sin embargo, ¿se había aplicado alguna vez el escalpelo del periodismo al Premio Nobel, de una manera implacable y sin falsos sentimentalismos? ¿Se había hecho alguna vez la disección de jueces y juzgados? ¿Nunca se había atrevido nadie a desafiar aquel sagrado cenáculo? ¿Cuál era la verdad —en versión tic Sue Wiley— que se ocultaba tras el Premio Nobel?

Ardiendo de excitación, Sue obligó al desconcertado Harold Finnegan a que almorzase con ella en un bar de moda de la calle Cuarenta y Siete. Parpadeando incesantemente y hablando de manera atropellada, Sue expuso su idea y Finnegan vio al instante las posibilidades que encerraba. La puso en contacto con los jefes de las agencias que Consolidated tenía esparcidas por toda la nación. Antes de quince días, tenía una nota biográfica detalladísima sobre la mesa de su despacho de Nueva York de todos los ganadores del Premio Nobel pasados y presentes. Luego Finnegan la despachó a Suecia, después de proveer generosamente a todos sus gastos.

Y a la sazón, después de efectuar un breve movimiento diversivo en Berlín, se aproximaba a Estocolmo en un silencioso reactor, sentada junto a un auténtico Premio Nobel que temblaba en su presencia. ¡Qué lejos quedaba Cheyenne y qué seguro le parecía ya el porvenir! Aquello le abriría definitivamente las puertas de la fama.

Con un pequeño sobresalto, vio que Garrett había vuelto a su lado para continuar disculpándose, pero sonrojado de placer por aquel intermedio tan halagador para él. Ella se esforzó por recordar qué le había preguntado el médico antes de que los interrumpiesen. ¿Qué motivó su búsqueda interior? Sí, ya lo recordaba. Le preguntó qué clase de artículo pensaba escribir.

Garrett, más que fumar su habano, le daba nerviosos mordiscos, y ella se sintió agradecida hacia el pobre hombre y decidió tratarlo con ternura.

—Como ya le dije, doctor Garrett, serán una serie de artículos muy importantes. Si bien se mira, es un tema de una importancia capital. El público desea saber cómo funcionan los jurados, cómo se conceden los premios y a quiénes se adjudican, y yo quiero ocuparme de todo ello. Resultarán altamente favorables para ustedes, qué duda cabe. Hemos realizado a fondo una encuesta acerca de todos ustedes, porque queremos publicar retratos completos de ídolos humanos, no vacías parrafadas sobre dioses pétreos e insensibles. No escribiré una sola palabra sobre usted que usted no se sienta orgulloso de enseñar a sus propios hijos.

Garrett no podía ocultar la satisfacción que estas frases le producían.

—Me alegro de que así sea. Puede usted hacer una labor muy útil, que alentará a muchos sabios en ciernes. ¿Qué puedo decirle yo? ¿Quiere saber cómo conseguí realizar el descubrimiento?

—Ya me lo contará en otro momento. Tendremos tiempo de hablar de ello con detalle. Hábleme de ese conductor de camión llamado… Henri M., ¿no es eso?

Garrett saltó de emoción al oír esto y, pisando ya terreno seguro y sólido, empezó a relatar, en frases bruñidas por su frecuente repetición, el drama humano que se desarrolló en aquella noche histórica. Sue Wiley escuchaba a medias, tomando alguna que otra nota al desgaire en su cuaderno, mientras dirigía furtivas miradas a su reloj de pulsera. Le quedaban seis minutos y veinte segundos.

Acababa de injertar el corazón de la ternera y el médico se disponía a continuar, radiante, cuando ella hizo una rápida jugada.

—Muy interesante. Luego lo repasaré todo con usted. —Entonces, como de manera casual, siguió aquel primer indicio que él le había dado por inadvertencia—. A propósito, hábleme de ese italiano… Farelli, con el que va a partirse el pastel. ¿Cómo empezó su colaboración? ¿Trabajaba con usted?

Garrett estuvo a punto de tragarse el anzuelo, pero luego pensó que aquello no era el consultorio del doctor Keller. Hizo un ademán de negación.

—No. Ni siquiera nos conocemos personalmente.

—¡Oh! Yo pensaba que eran íntimos colaboradores.

—En absoluto. Yo realicé el descubrimiento por mi cuenta. Unos días antes que él, a decir verdad.

Con ademán distraída, Sue siguió tomando notas taquigráficas, mientras sus ojos parpadeantes e inquisitivos no se apartaban de él.

—Me dijo usted antes que hay muchos que creen que el premio le correspondía sólo a usted. ¿Y usted lo cree también así?

—No soy yo quien debe decirlo.

Pero su cara era más que elocuente.

—Como es natural, usted y el doctor Farelli se verán en Estocolmo…

—Es de presumir. Al menos, en los actos oficiales.

—¿Piensa usted… realizar alguna investigación con él, en el futuro? En fin, como ambos son…

—Lo dudo —la interrumpió Garrett—. Yo tengo mi trabajo y mis métodos, y él los suyos. No obstante, me propongo ver a otros médicos especializados en la cuestión, durante este viaje. A uno del Instituto Carolina de Estocolmo en particular: el doctor Erik Ohman. Es un valioso investigador, muy joven, que ha realizado numerosos trasplantes de corazón y cuyas ideas son compatibles con las mías. Se sintió atraído por mis escritos y me escribió. Desde entonces hemos mantenido una asidua correspondencia. Como le digo, ha realizado ya con pleno éxito varios injertos cardíacos —por el «método Garrett», según su propia expresión— y, según me comunicó recientemente, tiene tres nuevos casos en estudio. Tengo mucho interés en ver lo que ha realizado, sobre el terreno, y ayudarle con mis consejos. A decir verdad, si usted desea información sobre mí, lo mejor que puede hacer es dirigirse al doctor Erik Ohman. Él le podrá decir mejor que yo lo más importante sobre mis trabajos. A mí me resulta… un poco violento hablar de ellos. Ya me entiende usted.

Sue Wiley no quería de ningún modo verse desviada hacia el doctor Ohman. Tal vez aquello fuese una maniobra diversiva de Garrett, aunque ella dudaba que fuese tan listo. Quien le interesaba era Farelli, y quería saber más cosas sobre este, sobre este y Garrett, o sobre la rivalidad latente que intuía entre ambos.

—Muy interesante, muy interesante —dijo—. Permítame que volvamos a Farelli por un momento. Este hombre me fascina, como por lo visto fascina a toda la prensa mundial. ¿Cómo fue que intervino en esto? Cuéntemelo. Como usted dice, y como creo que todo el mundo sabe, fue usted el primero que consiguió realizar con éxito un trasplante de corazón. ¿No se aplica en la Ciencia lo que es válido en otros campos de la actividad humana… o sea que el primero es el primero o, dicho de otro modo, el premio es para el primero que llega?

—Parece que así debiera ser. Pero sin duda usted habrá leído lo que dice el doctor Farelli, ya que parece estar tan documentada. No es un hombre de esos que… prefieren permanecer en la sombra.

—¿Quiere decir usted acaso que pudo haber influido en la decisión del jurado?

Él fingió horror ante este pensamiento.

—¡Ni por asomo! Yo sólo diría que… se trata de su personalidad particular… es de esos hombres que llaman la atención. Es muy pintoresco.

Ella resolvió aguijoneado un poco más.

—Es usted demasiado modesto para defenderse. Eso salta a la vista. Pero yo también puedo ver que, en nuestra época los hombres de ciencia callados, humildes y abnegados, entregados sólo a su trabajo, de una vocación magnífica, suelen pasar desapercibidos. A veces quedan postergados por otros científicos más egocéntricos, parlanchines y teatrales. —Ella no le preguntó si él también lo creía así. Con el mayor descaro, dio por supuesto que ambos eran del mismo parecer—. Es vergonzoso… ¿No cree? Es una pena cómo se engaña a veces al público.

Garrett sonrió con modestia, reconfortado por la notable perspicacia de aquella joven.

—Sí, es una pena.

El altavoz del avión carraspeó. Ambos levantaron la mirada. La voz de una de las azafatas se dirigió al público:

—Llegaremos a Estocolmo dentro de cinco minutos. Sírvanse apagar los cigarrillos. Sujétense los cinturones, por favor.

Todos los pasajeros del avión rebulleron en sus asientos. Garrett levantó las palmas de las manos con ademán desvalido y dijo a Sue Wiley:

—Me parece que ya no tendremos más tiempo para seguir charlando.

Pero ella ya tenía lo que quería, y era bastante. En Estocolmo averiguaría más cosas y hundiría más profundamente la cuña.

—No sé cómo agradecérselo —dijo—. Los menores detalles son a veces útiles. Gracias a esto, podré empezar ya mi artículo de una manera maravillosa. Su primer caso, o sea el del conductor de camión, es un tema magnífico.

—Es usted muy amable —dijo Garrett.

—Y discreta —añadió, para sellar más aún su acuerdo tácito.

Él se levantó.

—Entonces, nos veremos en Estocolmo.

—Así lo espero.

Garrett volvió a su asiento y se sujetó el cinturón. Su mujer se quedó pasmada al verlo tan alegre y de buen humor.

Cuando el «Caravelle» se posó en la larga pista del aeropuerto de Arlanda, frenando ruidosamente, una voz masculina resonó en el interfono.

—Les habla el capitán. Acabamos de aterrizar en Estocolmo. La hora local es exactamente las doce horas y treinta y seis minutos.

Los Garrett fueron casi los últimos en abandonar el avión. Descendieron por la escalerilla detrás de los restantes pasajeros para confundirse con una multitud de personas. Estrecharon las manos del conde Bertil Jacobsson, de Ingrid Pahl, de Carl Adolf Krantz y Saralee agradeció efusivamente el ramo de flores con que la obsequió miss Pahl. Luego posaron para los fotógrafos, mientras Jacobsson mantenía a raya con energía a los periodistas suecos.

Se disponían a dirigirse a los coches oficiales, cuando de pronto Jacobsson reparó en que faltaba alguien.

—¿Dónde está míster Andrew Craig? —dijo, tirando de la manga de Garrett—. El Premio Nobel de Literatura que venía en el mismo avión. Míster Craig. ¿No le ha visto?

Garrett hizo un movimiento negativo de cabeza. No lo había visto. Ni a él ni a nadie. Naturalmente, no mencionó a Sue Wiley.

Mientras Krantz y Pahl acompañaban a los Garrett a su coche, que esperaba frente a la puerta principal, Jacobsson se precipitó entre los demás pasajeros, buscando a Craig sin conseguir encontrarlo. Por último abordó al capitán del avión y a una azafata. Con ellos examinó la lista de pasajeros, repasándola atentamente, nombre por nombre. No figuraban en ella Andrew Craig ni Leah Decker.

Completamente desconcertado, Jacobsson regresó a los coches oficiales. Aquel anciano era un hombre escrupuloso y metódico. Solía decirse que sus dotes de organizador eran incomparables. Esta facultad era para él motivo de orgullo. Las últimas noticias, recibidas pocas horas antes, decían que Craig llegaba en un aparato de las Líneas Aéreas Escandinavas que aterrizaría en Copenhague a las nueve de aquella mañana. Era el vuelo 912, él lo recordaba perfectamente en Copenhague tenía que tomar aquel mismo avión para Estocolmo, que tenía la hora de salida a las 11.20. ¿Era posible que el vuelo 912 hubiese sufrido algún retraso? Jacobsson estaba seguro de que se lo hubieran comunicado. Aquello era un verdadero misterio. Era la primera vez, según podía recordar, que un laureado no llegaba de acuerdo con el horario previsto.

Despidió al segundo coche y subió en el primero, ocupando el asiento plegable al lado de Krantz, resuelto a no hacer partícipes al célebre doctor Garrett y su esposa del problema que le preocupaba.

Pero durante el regreso a Estocolmo, no dejó de preguntarse qué le podía haber ocurrido a Andrew Craig.

Eran cerca de las cuatro y media de la tarde, cuando llegó la solución del misterio que obsesionaba al conde Bertil Jacobsson.

Él fue el único de los que formaban parte del comité de recepción, al que se había agregado después un representante del Ministerio de Asuntos Exteriores, que se impacientó durante el interminable almuerzo ofrecido a los Garrett en el Grand Hotel. Sentía gran ansiedad por regresar a su despacho de Sturegatan 14 para tratar de localizar por teléfono al laureado desaparecido.

Por fin, hundiendo con nerviosismo su bastón en la alfombra verde del corredor de entrada de la Fundación, pudo dirigirse hacia su despacho. El golpeteo apagado del bastón anunció su llegada y su secretaria, Astrid Steen, se materializó en el umbral de la oficina de recepción, tendiéndole un sobre.

—Ha llegado este telegrama para usted, señor.

Tomándolo en las manos, lo rasgó con nerviosismo y lo desplegó. Vio al instante que procedía de Copenhague.

Acto seguido leyó el texto:

DEBIDO A CAUSAS IMPREVISTAS ANULADO VUELO A ESTOCOLMO STOP DEBO PERMANECER TODO EL DIA EN ESTA CIUDAD STOP TOMO EXPRESO DEL NORTE ESTA NOCHE Y LLEGARE CON MI CUÑADA A LAS OCHO CUARENTA Y CINCO DE MAÑANA STOP RUEGO DISCULPE MOLESTIAS HAYA PODIDO CAUSARLE STOP SALUDOS ANDREW CRAIG

Oyó que mistress Steen le preguntaba:

—¿Malas noticias, señor?

—No… no…, no es nada. Míster Craig se ha retrasado. Llegará mañana por la mañana.

Entró en su despacho, se quitó el abrigo y esta vez se olvidó de saludar a su viejo amigo el rey Gustavo.

Se acomodó en la butaca giratoria colocada ante su mesa, alisó el telegrama sobre el papel secante y lo leyó de nuevo. El misterio se había aclarado, aunque no del todo. Andrew Craig había perdido el avión por «causas imprevistas». ¿Qué causas eran estas? ¿Y por qué las llamaba imprevistas?

¿Qué le podía haber sucedido a Andrew Craig?

El conde Bertil Jacobsson se hallaba dominado por la inquieta e indefinible sensación de que las cosas no iban tan bien aquel año como el anterior o el antepenúltimo. El programa aún no había comenzado y ya empezaba a fallar. Esto no le gustaba a Jacobsson. No le gustaba nada.