Capítulo primero

Aquel día la noche septentrional había llegado pronto a Estocolmo. Esto significaba que el otoño tocaba a su fin y el oscuro invierno se aproximaba.

Aquella estación llenaba de dicha al conde Bertil Jacobsson, que cruzaba con paso lento el parque de Humlegarden iluminado por los faroles. Su bastón pardo con puño que representaba una cabeza de león, apenas rozaba el césped endurecido. Sí, aquella estación era para él la mejor época del año. Conocía la promesa que encerraba aquella noche fría y prematura: vendrían los vientos y barrerían las nieblas del lago Mälaren, trayéndolas a la capital, y con ellas vendrían también la nieve y el hielo; y no le remordería la conciencia por encerrarse en su abarrotado y acogedor pisito, para invernar entre sus amados recuerdos de medio siglo, y trabajar en sus notas enciclopédicas.

Al salir del parque, el conde Bertil Jacobsson llegó finalmente a la acera de Sturegatan[1]. Había terminado el paseo higiénico de todas las noches y pronto tendría lugar lo que colmaría de emoción el final de aquella velada…, la culminación de diez meses de intensa y agotadora actividad. Por un momento, casi con tristeza, volvióse para contemplar el parque. A cualquier otro, aquella extensión que hasta hacía tan poco tiempo estuviera verde y lozana, hubiera parecido yerma y desnuda a la sazón, con los árboles desprovistos de follaje y destacándose grotescamente bajo la luz artificial como retorcidos símbolos del fin de la vida en una pintura surrealista. Pero la peculiar visión de Jacobsson transformó la escena, merced a alguna alquimia especial, en una especie de iniciación a la vida, en una natividad en la que renacía la naturaleza y el año viejo entregaba por último su vida prístina. Había llegado de nuevo su estación favorita, se dijo, y la noche, aquella noche, sería memorable.

Volviéndose de nuevo hacia la calle, mirando maquinalmente a derecha e izquierda, hasta cerciorarse de que no había tránsito, el conde Bertil Jacobsson empezó a cruzar la calzada con un paso casi vivo, balanceando su bastón en un amplio arco. Cuando llegó a la acera opuesta, se detuvo frente al estrecho edificio de seis pisos que ostentaba el número 14 de Sturegatan.

Tiró de una de las dos altas puertas metálicas —cada vez había sido necesario hacer más fuerza para abrirlas en los últimos años—, penetró en el edificio de la Fundación y, como siempre, experimentó una cálida sensación de seguridad en el oscuro vestíbulo que conducía a su despacho, que era su hogar, su museo y su vida. Continuó avanzando, escuchando sus propias pisadas, que resonaban en el piso de mármol, hasta detenerse brevemente, como tenía por costumbre, ante el gigantesco busto de Alfredo Nobel. Examinando aquel rostro barbudo sensitivo y cubierto de arrugas, Jacobsson volvió a sentirse inseguro. ¿Era aquel el aspecto que había tenido el anciano, el aspecto que él recordaba, cuando Nobel era muy viejo y él era muy joven? Por último, lanzando un suspiro, giró a la izquierda, pasó frente a la placa de la pared en la que podía leerse NOBELSTIFTELSEN[2], y ascendió con esfuerzo la escalinata de mármol que conducía a lo que los visitantes norteamericanos se empeñaban erróneamente en llamar el segundo piso.

Después de abrir y cerrar una de las puertas vidrieras, Jacobsson se encontró en el corredor de recepción, con su familiar alfombra verde y sus hileras de mesas y sillas. Avanzando por el corredor miró distraídamente a las librerías colocadas a ambos lados. Una estaba abarrotada de periódicos financieros (a los que él presentaba constantes objeciones, por más que le dijesen reiteradamente que la finalidad primaria del consejo de administración era financiera) y la del lado opuesto contenía colecciones lujosamente encuadernadas de las obras en español, francés, alemán e inglés que habían obtenido el Premio Nobel en las anteriores décadas para sus autores.

Vio a Astrid Steen, su rolliza secretaria, de pie ante un archivador; abierto, tras el mostrador de la oficina de recepción y vuelta de espaldas a él.

—Señora Steen…

Ella se volvió con presteza, obedientemente, y Jacobsson leyó en su cara la misma emoción que aumentaba por momentos en su interior.

—¿Están preparados los telegramas? —le preguntó.

—Sí, señor…, los tiene sobre su mesa.

—¿Dónde están todos?

—Arriba en el piso. Me temo que se estén bebiendo su whisky.

Él sonrió. Todos los años pasaba lo mismo.

—Para ellos, el trabajo ha terminado —comentó la señora Steen.

—Aun no…, aun no…

—Han telefoneado del Ministerio de Asuntos Exteriores. No tardará en llegar un agregado.

—Muy bien. Yo estaré en mi despacho.

El conde Bertil Jacobsson entró en el despacho del director, lamentando que su superior se hubiese puesto enfermo, pero secretamente complacido de que, en su calidad de subdirector, la tarea recayese por entero en él. Cruzó a toda prisa el pequeño despacho y penetró en el suyo, aún más pequeño, que se hallaba en la habitación contigua.

Después de quitarse el sombrero de fieltro y el abrigo de lana, y de dejar cuidadosamente el bastón en un ángulo, Jacobsson hizo un alegre guiño al retrato de su amigo, el viejo rey Gustavo V, suspendido en la pared opuesta. Vio el expediente de papel manila sobre su mesa, se apresuró a tomarlo y luego se dejó caer pesadamente en el mullido sofá azul.

Con creciente emoción, lo abrió. Estaba muy contento de que aquel año, atendiendo a su indicación —no podía recordar que aquello hubiese ocurrido antes—, la Real Academia de Ciencias, el Instituto de Carolina, la Academia Sueca y el Comité Nobel del Parlamento noruego, hubiesen accedido a comunicar simultáneamente su veredicto a todo el mundo. Jacobsson había argüido que esto infundiría mayor emoción al asunto, y sabía que los hechos demostrarían que estaba en lo cierto.

De pronto frunció el ceño, mientras estudiaba el contenido del expediente abierto en sus manos. Hojeó rápidamente los telegramas mecanografiados, buscando el que faltaba, hasta que de pronto se acordó. El Parlamento noruego había informado a la Fundación Nobel que, como había hecho en otras dieciséis anteriores ocasiones, aquel año tampoco concedería un premio a la paz. Al recordar la decisión que le fue transmitida la víspera, manifestó nuevamente su aprobación inclinando la cabeza. Nuestra época se presta a muchas cosas, pero no para dar abrazos en público a los pacifistas. Delicada y amorosamente, sostuvo el borrador del primer telegrama y sus labios se movieron mientras lo leía para sí:

EN RECONOCIMIENTO DE… EN FAVOR DE LOS IDEALES HUMANITARIOS… LA FUNDACION NOBEL DE ESTOCOLMO EN NOMBRE DE LA ACADEMIA SUECA TIENE EL GUSTO DE INFORMARLE QUE HA SIDO USTED ELEGIDO HOY PARA EL PREMIO NOBEL DE ESTE AÑO… SIGUEN DETALLES STOP NUESTRAS MAS CORDIALES FELICITACIONES STOP…

Llamaron a la puerta con los nudillos. Jacobsson levantó la mirada cuando la señora Steen asomó la cabeza.

—Y a está aquí el agregado, señor. ¿Puedo entregarle los telegramas?

—Sí…, sí…, un momento…

Apresuradamente, el conde Bertil Jacobsson contó los telegramas los leyó y los releyó para comprobar que se hallaban en el orden correspondiente y, por último, se levantó para entregarlos casi a regañadientes a la señora Steen.

—Bien, ahora ya pueden enviarlos.

Cuando la puerta se hubo cerrado, Jacobsson, que al haberse quitado aquel peso de sus hombros aún parecía más frágil, cruzó lentamente frente a su mesa para dirigirse a la ventana. Contempló Sturegatan, vio el automóvil oficial con chófer que esperaba, y luego dirigió de nuevo su mirada al parque vacío y desierto.

El 15 de noviembre, pensó. Fecha memorable, ciertamente. Consultó su reloj y vio que eran las 9.10 de la noche. Demasiado tarde para que comenzase un día memorable, pero él sabía que, si bien era tarde en Estocolmo, era temprano, mucho más temprano, en París, Roma, Atlanta y Pasadena, y aquel lugar llamado Miller’s Dam, en el Estado de Wisconsin.

Vio entonces cómo el chófer salía a toda prisa del automóvil cerrado, le daba la vuelta y abría una portezuela trasera. Estirando el cuello, Jacobsson pudo distinguir la elevada silueta del agregado que se aproximaba, con una cartera en la mano, se inclinaba para penetrar en el coche y desaparecía de su vista.

A los pocos instantes el motor del automóvil rugió y los telegramas partieron hacia el ministerio sueco de Asuntos Exteriores, situado en Gustaf Adolfs Torg. Antes de una hora serían cursados a las embajadas suecas de tres naciones, las cuales los harían llegar a sus destinatarios, los ganadores de los premios.

Los ganadores de los premios, se dijo Jacobsson. Se sabía ya sus nombres de memoria, porque los había escuchado repetidamente durante los meses que siguieron a su designación como candidatos y durante las encuestas, debates, discusiones y votaciones. ¿Pero quiénes eran en realidad, aquellos hombres y mujeres que él conocería personalmente antes de un mes? ¿Cuáles serían sus sentimientos y reacciones al recibir la noticia? ¿Qué hacían en aquellos momentos, en aquellas horas grávidas de significado, antes de que llegasen los telegramas y antes de que su valía se convirtiese en gloria y riquezas?

Pensó de nuevo en sus notas, donde dejaba constancia de lo que habían estado haciendo otros Premios Nobel en el momento de recibir la notificación: Eugene O’Neill estaba durmiendo, y lo sacaron de la cama para que se enterase de la noticia; Jane Addams iba a ser anestesiada, para someterse a una grave operación; el doctor Harold Urey estaba almorzando con varios profesores universitarios en el club de su Facultad; Albert Einstein recibió la noticia a bordo de un barco en el que regresaba del Japón. ¿Y los nuevos? ¿Dónde y cómo les encontraría el premio? Jacobsson hubiera deseado ir con los telegramas, del primero al último, para ver qué ocurría cuando llegasen a su destino.

¡Ah!, esto no son más que fantasías de un viejo, se dijo al fin. Nog med detta. Basta de esto. Tenía que reunirse con sus colegas en el piso de arriba, para brindar con ellos por la perfecta labor realizada. Sin embargo, qué no hubiera dado él, a pesar de todo, por ir con aquellos telegramas.

El telegrama de Estocolmo llegó a la Embajada de Suecia en Paris a las 8.22 de aquella noche. El sonrosado y huero secretario del embajador, que aún estaba muy atareado escribiendo a máquina las notas sobre la mediación en la cuestión africana, abrió el telegrama por rutina. Pero paseó su vista por el contenido, abrió los ojos desmesuradamente, y se sintió intimidado.

La primera parte del telegrama estaba dirigida al propio embajador: SIRVASE ENTREGAR EN MANO LO SIGUIENTE A LOS DESTINATARIOS STOP FELICITELES PERSONALMENTE EN NOMBRE DEL GOBIERNO STOP.

El telegrama temblaba en manos del secretario, mientras este continuaba leyendo. Se esforzó desesperadamente por recordar dónde había dicho que iba el embajador. A su casa no, ciertamente. Ni a la Opera. Tampoco al Palacio de Justicia. Ya estaba…, a un cóctel, en la residencia de un diplomático, pero no le dijo cuál. Y mas tarde iría a cenar al «Lapérouse» en el Quai des Grands-Augustins. El secretario recordó entonces haber reservado él mismo la mesa para las diez.

Su mirada se dirigió al reloj de pared. Aún transcurriría hora y media antes de que pudiese comunicar al embajador la importante noticia. Durante aquel periodo, el trascendental secreto, la noticia tan codiciada, era suyo. Aquella idea no dejaba de complacerle.

Se recostó en su silla, como un niño que acabase de ver a Papá Noel, y releyó el mensaje que el embajador tenía que transmitir:

POR SUS INVESTIGACIONES EN LA ESTRUCTURA DE LA ESPERMA Y SU DESCUBRIMIENTO EN LA VITRIFICACION DEL ESPERMATOZOIDE PARA LA CRIA SELECTIVA LA FUNDACION NOBEL DE ESTOCOLMO EN NOMBRE DE LA ACADEMIA SUECA DE CIENCIAS TIENE EL GUSTO DE INFORMARLE QUE HOY HA SIDO ELEGIDO USTED PREMIO NOBEL DE QUIMICA DE ESTE AÑO STOP EL PREMIO CONSISTE EN UNA MEDALLA DE ORO Y UN CHEQUE POR DOSCIENTOS CINCUENTA Y UN MIL QUINIENTOS NUEVOS FRANCOS STOP LA CEREMONIA DE ADJUDICACION TENDRA LUGAR EN ESTOCOLMO EL DIEZ DE DICIEMBRE STOP SIGUEN DETALLES STOP NUESTRAS MAS CORDIALES FELICITACIONES STOP

El telegrama iba dirigido al DOCTOR CLAUDE MARCEAD Y LA DOCTORA DENISE MARCEAD SESENTA Y DOS QUAI DORSAY PARIS FRANCIA…

No eran más que las ocho y media y, exceptuando a los dueños y los camareros, ellos eran los amos del restaurante.

En realidad, el doctor Claude Marceau y Gisele Jordan ya habían terminado los postres, gateau de riz, aunque a decir verdad era Claude quien había terminado, y se dedicaba a observar cómo Gisele recogía delicadamente con su cucharilla los últimos restos de su flan de arroz con salsa de vainilla. La cena fue deliciosa, soupe de poisson, seguida por la spécialité de la velada, Le Jésu de la Marquise, consistente en saucisson chaud, pistaché, truffé, salade de pommes a l’huile d’olive et romarin, pero las pommes apenas llegaron para los dos.

A Claude le disgustaba cenar tan temprano. Aquello era una barbaridad. Nunca lo había comentado con Gisele, pero la necesidad era obvia y ambos la comprendían tácitamente. Así no corrían peligro de que los descubriesen. A aquella hora, las probabilidades de ser vistos eran mínimas. Y habían elegido aquel restaurante, «Le Petit Navire», descubierto durante un paseo que dieron al principio de sus relaciones, porque se encontraba en aquella oscura y perdida callejuela lateral, la Rue des Fossés-Saint-Bernard. Si bien gozaba de la preferencia de alguno de los más exigentes gourmets y seguidores de restaurantes de París, que lo visitaban de vez en cuando, su clientela principal estaba formada por la gerencia y los empleados mejor pagados de la Halle aux Vins, situada en la acera de enfrente. Y tanto Claude como Gisele confiaban en que ninguno de los parroquianos podría reconocer en ellos a un distinguido químico del Instituto Pasteur y a una maniquí de Balenciaga.

Gisele había terminado el postre. Se llevó la servilleta a la boca.

—¿Café? —le preguntó Claude.

Ella denegó con la cabeza.

—No. Pero dame un cigarrillo.

Él sacó del bolsillo la fina pitillera de plata, extrajo de ella dos cigarrillos ingleses, encendió uno, luego el segundo con el primero y ofreció este a la joven. Ella se lo llevó a los labios y aspiró profundamente.

—Perfecto —dijo.

—Porque lo he besado primero —observó él.

Ella sonrió y tendió con ademán impulsivo su mano izquierda y fina por encima de la mesa, para tocar la suya. Él volvió la mano con la palma hacia arriba y la unió a la de ella.

—Te amo, Gisele.

—Yo también te amo —replicó ella con voz queda, aunque su cara llevaba la máscara pública y profesional de belleza desprovista de emociones e indiferente en apariencia, que siempre hacía que él se sintiese inseguro de momento.

Ansioso porque ella lo tranquilizase, por consumir las ceremonias de ritual que lo llevarían al momento exacto de certidumbre, le dijo:

—¿Vamos a pasear?

—Después del cigarrillo.

—Muy bien.

Ambos continuaron sentados en silencio, mientras Gisele jugueteaba con la caja de cerillas, mirándola con expresión inescrutable, y él se sentía incapaz de apartar la mirada de su cara, que era del público. Sus facciones eran increíblemente encantadoras, pensó de nuevo, y ahora le pertenecían. Observándola, se permitía felicitarse. Su cabello era rubio ceniza y lo llevaba ahuecado, las cejas pitadas muy altas y oscuras, y sus ojos eran de un azul pálido y helado y estaban muy separados entre sí. Tenía una nariz recta, que le confería un perfil semejante al de las estatuas griegas del Louvre, y una boca de labios carnosos, sensuales, suaves y de un rojo profundo. Tenía los pómulos elevados, que producían bajo ellos sendos huecos ensombrecidos. Los grandes pendientes de brillantes que siempre llevaba, contribuían a dar un aspecto aún más alargado a su rostro.

De pronto aplastó lo que le quedaba del cigarrillo, apartó la silla y se levantó. Tomando su bolso, dijo:

—Vuelvo en seguida. Espérame.

Te esperaré siempre.

La siguió con la mirada mientras cruzaba el comedor. Vio que los tres camareros también la observaban. Andaba como una modelo, con gracia fluida, alta y esbelta, de gráciles caderas y largas piernas, deslizábase con altiva elegancia. Al andar extendía las piernas muy juntas, en movimientos provocativos, con los zapatos puntiagudos vueltos ligeramente hacia fuera, mientras ondulaba sus suaves nalgas a la manera de todas las modelos experimentadas. Por último, desapareció con una pirueta detrás de un recodo y se perdió de vista. Parecía salida de las páginas de Elle o de L’Officiel, pensó Claude Marceau, toda ella alta costura, figurines, cara, silueta, toda ella glacial, sin una arruga, y no una hembra mortal. Quizá fue aquello lo que a él le atrajo, el deseo de hallar lo que había detrás de lo que era o parecía inaccesible, desprovisto de emociones y tan próximo a la perfección.

Sí, esto fue lo que primero le atrajo, desde luego, y lo que por último lo retuvo, contra toda su prudencia y cautela de sabio; no fue su presencia exterior, sino su conducta privada. Desde el primer momento, ella se convirtió en una persona distinta. Hacía quince días que —aquello le excitó más que todo cuanto había experimentado hasta entonces— ella se desnudó ante él, atrevida, casi de una manera ofensiva, al principio lentamente, empezando por los zapatos, las largas y finas medias, el vestido… y se convirtió en un puro animal. Con su atavío arrojó toda la vanidad y estudiada afectación. No quedó ni un solo artificio, no retuvo nada, convirtiéndose en el prototipo de la cortesana francesa, exhibiendo crudamente su deseo.

Aunque Claude la poseyó media docena de veces en aquellos quince días, la expectación de aquello —la transformación— surgió de nuevo ante él con mayor anhelo que nunca, y deseó que regresara cuanto antes para salir en seguida con ella. Mientras pedía la cuenta al camarero, seguía pensando en el milagro de su unión. Aquella aventura le inspiraba cierta dosis de orgullo. No se trataba sólo de que ella era una mujer evidentemente deseable y hermosa, pues esto, después de todo, él no podía exhibirlo ante el mundo, sino de que además ella gozaba en su compañía.

Claude tenía cuarenta y seis años y ella veintisiete. Él había sido un intelectual y un hombre de ciencia desde su juventud. Llevaba demasiado tiempo consagrado a los tubos, a los frascos y los mostradores que olían a ácidos, y demasiado entregado a la introspección para considerarse como un hombre elegante o atractivo, aunque a decir verdad, en aquellas últimas semanas se había sentido lo último. Tenía el cabello gris y enmarañado, su cara de anchas facciones aún no era mofletuda, sino que conservaba cierta regularidad, exceptuando sus estrechos ojos y su aguileña nariz francesa. Su cuerpo tendía a engordar y un periodista lo calificó una vez de «grueso», pero aún era fuerte y robusto y seguía jugando al tenis una vez por semana y a la petanca en el Bois dos veces por semana. Ella hubiera podido encontrar a hombres más jóvenes que él, más alegres, más ricos y desde luego solteros. Pero le había querido a él y no deseaba a otros. Este era otro misterio de la química que él y Denise debían investigar.

Comprendió al punto que había pensado de manera subconsciente en el nombre de su esposa. Como esto era poco delicado lo borró al instante. No quería pensar en ella aquella noche. No estaba de humor para meditar acerca de su culpabilidad.

Trató nuevamente de verse a través de los ojos de Gisele y de pasar revista a sus méritos. En su haber figuraban: inteligencia, sensibilidad, una cierta fama. Y en su debe: la edad, cierta propensión a engordar y el hecho de que era un hombre casado.

Cuando se disponía a continuar en sus divagaciones, Vio aproximarse a Gisele, con su peinado impecable, la curva de los labios de color vinoso, sus largas piernas marcándose alternativamente bajo su apretada falda lila, al compás de sus perezosos pasos. Intentó levantarse de la manera más juvenil que le fue posible, abriendo su cartera y contando los francos necesarios y dando una generosa propina al servido —que entendería el soborno— a pesar de que en la nota rezaba service compris.

Tomó su largo abrigo marrón de visón natural, lo sostuvo galantemente como una capa, y ella se lo puso con un ademán lleno de gracia, para quedar fríamente envuelta por las pieles que realzaban su belleza.

En la fragante noche parisién, ambos se detuvieron en la callejuela oscura, dándose las manos y contemplando la gran Halle aux Vins, rodeada por una verja.

—Me gustaría ir ahí una noche para catarlos todos —dijo Claude.

—No necesitamos hacer eso —observó ella, oprimiéndole la mano.

—¿Sigues con ganas de dar un paseíto?

—Oh, sí. Vamos al Sena.

Había cierto peligro en esto, pensó él, pero aquella noche de noviembre era como la noche de septiembre en que se conocieron… de verdad. Así es que accedió.

Ella lo tomó del brazo y ambos se dirigieron sin prisas por la Rue des Chantiers hacia el Boulevard Saint-Germain, echaron una ojeada al café de la esquina, para ver si había algún conocido, luego cruzaron la calle y siguieron toda la manzana hasta el Quai de la Tournelle. Cruzaron de nuevo hasta el bajo parapeto de piedra que dominaba el Sena, pasaron frente a varios puestos de librero cerrados y se pararon a contemplar las mansas aguas del río. Por ellas se aproximaba, como una lámpara flotante, uno de los bateaux-mouches, con su curiosa cúpula de cristal brillando a la luz de la media luna. Más allá, las luces de la ciudad ofrecían un bello espectáculo y hacia la izquierda podían ver la imponente masa iluminada de Notre Dame.

Él indicó con un gesto de cabeza a la embarcación destinada a dar paseos por el río.

—Nunca he estado en un bateau-mouche. ¿Y tú?

—Varias veces. Es muy divertido.

—Yo siempre había pensado que era para los turistas…

—Antes que para nadie, es para nosotros, teniendo en cuenta cómo está el Sena.

—Sí. Alguna noche lo tomaremos. Yo casi me siento ya como un turista… Todo me parece nuevo…

Volvieron a mirar la embarcación y entonces, maquinalmente, sin cambiar una palabra ni un apretón de manos, continuaron su paseo hacia Notre Dame. El aire parecía más fresco y esto recordaba a Claude la noche en que conoció a Gisele. A decir verdad, ya la conocía de vista. La vio a últimos de verano.

Fue en unos días en que su vida estaba falta de dirección y llena de monotonía y se hallaba dominado por una nerviosa inquietud. Los seis años precedentes fueron distintos, pues su vida tuvo un luminoso objetivo y estuvo totalmente consagrada a alcanzarlo. Reviviendo aquellos seis años, recordó que aquel objetivo surgió de una observación casual que Denise hizo un mediodía.

Él y Denise se interesaron por la genética —posiblemente como reacción inconsciente a su propia incapacidad de tener hijos—, en los procesos biológicos de la perpetuación de la especie, y concretamente en los efectos que pudieran tener las reacciones químicas en los cromosomas y los genes. Como tantos otros científicos lo hicieran antes que ellos, realizaron experimentos con la mosquita del vino o Drosophila. Trataron de producir cambios artificiales en los genes, como medio para predeterminar o regular el futuro sexo de la prole. Esta obra en el terreno de las mutaciones no llegó muy lejos ni era original, y Claude y Denise sintieron que el alma se les caía a los pies el día fatídico en que almorzaron con otros varios investigadores, reunidos en el despacho contiguo al laboratorio. Durante la colación, alguien mencionó una comunicación rusa que versaba sobre los adelantos conseguidos en la trasplantación del óvulo femenino, y esto dio por resultado una acalorada discusión sobre la herencia, los espermatozoides y los óvulos fecundados. Denise, que se hallaba de un talante caprichoso (lo cual no era frecuente en ella y sólo le ocurría cuando sentía una desesperación interna), observó con tono zumbón:

—¿Qué ocurriría sí fuese posible conservar vivos los espermatozoides de un Carlomagno o un Erasmo, o el óvulo sin fecundar de una Cleopatra, para activarlos hoy, por medios modernos, muchos siglos después de que sus donantes hubiesen muerto?

Aquella fantasía resultó electrizante. Claude y Denise continuaron haciendo cábalas y conjeturas sobre aquel tema, primero en el terreno de la pura novela y por último científicamente.

Durante los primeros años trabajaron como unos negros recogiendo datos. Merced a aquel puñado de datos pudieron elaborar una hipótesis de trabajo, a la que siguieron toscos experimentos con animales inferiores. En el curso de aquellos experimentos efectuaron un descubrimiento sorprendente, cuya validez quedó pronto confirmada por las estadísticas elaboradas a partir de gran número de experimentos. Tras la publicación de su comunicación conjunta, que alcanzó una amplía publicidad en la prensa y una acogida muy favorable en los medios científicos, Claude y Denise ocuparon por unos días el pedestal de la publicidad, para encontrarse después y de manera repentina en un curioso callejón sin salida de la existencia.

Aquellos seis años de absoluta concentración en un tema, sin ninguna clase de vida o relaciones sociales fuera de las del laboratorio y las que sostenían entre ellos y los espermatozoides, les dejaron física y mentalmente exhaustos, agotados hasta la medula, y sin la posibilidad de sentir un nuevo interés por nada. Cansados de su trabajo después de alcanzar la victoria, dejaron que otras mentes ansiosas esparcidas por el mundo se encargasen de la rutinaria tarea de desarrollarlo. Ellos descansaban ya en el vacío de la realización. Después de comentar varios proyectos nuevos, que fueron prontamente descartados, accedieron por mutuo consentimiento a descansar, atender las demandas normales que pudieran llegar relacionadas con su descubrimiento, y esperar a que llegase otra mística inspiración. Por primera vez en muchos años, Denise se ocupó del viejo piso en que vivían, escogiendo unas cosas, reparando otras, cambiando las de más allá, y poniéndose al día en su atrasada correspondencia con su familia y los pocos amigos que les quedaban. Claude encontró más difícil de llenar su propio vacío: tenía el tenis y la petanca, por supuesto, los almuerzos en la orilla derecha del Sena, algunas conferencias, averiguaciones para hallar inversiones provechosas o la lectura de libros que deseaba leer desde mucho tiempo. Pero todo aquello resultaba aburrido y no era una ocupación digna de un hombre.

Resultó que por aquella época varios de sus colegas ingleses llegaron de visita a París, procedentes de Oxford, y como el mes de julio estaba muy avanzado y las cincuenta casas de modas de París estaban muy atareadas exhibiendo sus nuevas colecciones, la esposa de uno de aquellos colegas ingleses manifestó su deseo de asistir a un desfile de modelos. Teniendo en cuenta que Claude se había convertido en uno de los hombres del día, no tuvo dificultad alguna en procurarse las invitaciones necesarias. Estas eran para asistir a un desfile de modelos de Balenciaga, que se celebraría en el edificio de piedra rosada que poseía el gran modisto frente a los Campos Elíseos. Como no tenía otra cosa que hacer, Claude acompañó a regañadientes a Denise (quien tampoco había asistido nunca a semejante acontecimiento social) y a sus amigos ingleses.

Claude entregó las invitaciones a la vendeuse principal de la tercera planta y luego pasó en compañía de su mujer y sus amigos al gran salón. En él se hallaban distribuidas dos hileras de sillas de madera dorada, colocadas junto a las paredes. Claude y su grupo se sentaron ante el gran espejo del fondo. De pronto se encendieron las deslumbradoras luces del techo Y rincones y una docena de lámparas ocultas en el centro del techo, lo cual fue la señal para que el público asistente al desfile lo considerase como la introducción al esperado desfile.

Inmediatamente comenzó el desfile. Claude contemplaba con escaso interés a las maniquíes, diez de las cuales se hallaban siempre sobre la pasarela, saliendo por detrás de una cortina del fondo, para desfilar por el salón cubiertas con sus extremados abrigos, chaquetas y vestidos, sosteniendo en la mano derecha una cartulina con el número de su modelo, para girar luego y regresar hacía el fondo, pasando ante las tres ventanas y salir por una puerta lateral.

Para Claude, al principio, aquello fue una bobería pesada e insulsa hasta que de pronto, sin darse cuenta de lo que hacía, todo su cuerpo se enderezó sobre el borde de la silla dorada. Súbitamente todos sus sentidos se sintieron cautivos y se encontró mirando fijamente a una maniquí cuya arrebatadora belleza, su chic y altivos modales, dominaban aquella sala moderna y funcional. Según sabría después, aquella joven era Gisele Jordan.

Apareció una y otra vez con sus nueve compañeras, y Claude se sentía hipnotizado por ella. Una vez, quizás en su duodécima salida, andando desdeñosamente ante su grupo, haciendo elegantes evoluciones ante las señoras y mientras balanceaba las pieles de su atrevido vestido de cóctel, la mirada de sus ojos azules se cruzó con la suya. No contenía ninguna promesa; sólo era desafiadora. O así le pareció a él. Después, mientras regresaba a su casa, recordó aquel momento, evocándolo con complacencia y viviéndolo de nuevo, hasta que su positivismo científico lo arrinconó. Aquel momento era una pura ilusión, nacida de su deseo, por lo que coligió terminantemente que se había engañado y se había conducido como un colegial.

Pero dos meses después, cuando aún seguía dominado por aquella calma chicha y tomaba el fresco airecito de los Campos Elíseos al atardecer, supo que no todo había sido una simple ilusión. Al pasar frente al restaurante Fouquet, miró distraídamente a las caras de las personas sentadas ante las mesas, y a una de ellas la reconoció en seguida. Nunca supo de dónde le vino el atrevimiento que le permitió abordarla. Pero lo hizo. Se detuvo, se dirigió a su mesa y se presentó. Ella denotó inmediatamente en su cara haberlo reconocido… sí, recordaba haberle visto en aquel desfile celebrado hacía varios meses, y le conocía de nombre debido a su reputación. Le invitó a tomar asiento junto a ella, él aceptó y Gisele se puso a hablar con facilidad. Él se percató entonces de que Balenciaga estaba muy cerca, en la Avenida George V, y esto explicaba que ella fuese con frecuencia a Fouquet para beber una copa de champaña después del trabajo y antes de cenar. Casi siempre iba sola, pero a veces se encontraba allí con su agente para las revistas de modas, M. Favre, un esbelto y atildado homosexual en potencia que sentía por ella un amor egoísta y representaba un papel muy importante en su progreso social y en su carrera de modelo.

Conversaron animadamente y dos horas después cenaron juntos en «Le Taillevent», restaurante de la Rue Lamennais, cerca de los Campos Elíseos, para dar luego un paseo, salpicado de frecuentes palabras por todo el Faubourg Saint-Honoré hasta la Madeleine. Era casi medianoche cuando él la dejó en un taxi. Después recorrió a pie la distancia que le separaba de su casa, en un estado de espíritu juvenil, rebosante de alegría y con la mente sumida en un torbellino. Denise estaba escuchando la radio, nada preocupada porque regresara tan tarde y él buscó una excusa improvisada con habilidad y rapidez. Luego se mostró alegre y bromista con su mujer y, por primera vez en un año, no sintió el menor cansancio ni depresión.

En las semanas que siguieron, primero una vez por semana y luego dos veces, se encontraron discretamente, con la espontaneidad de un encuentra casual, inseguros el uno del otro, y sin poder olvidar la presencia en sus vidas de Denise y M. Favre. Pero después de seis semanas de estas relaciones, ambos comprendieron simultáneamente, de manera instintiva, que las conversaciones íntimas, las confesiones, los apretones de mano y los besos no eran bastante. Y así ella cedió por último al inevitable clímax sin que él tuviese que apremiarla, y lo invitó a su pequeño apartamiento de dos piezas, exquisitamente decorado (el mobiliario del living procedía de las mejores tiendas de antigüedades del Marché aux Puces), de la Rue du Bac, no lejos del Boulevard de Saint-Germain. Y allí, con muy pocos preliminares, ella se reveló a Claude, completamente derretida bajo su glacial superficie, y aquella noche él se sintió estimulado, viril y atractivo de nuevo. Aquella noche, por primera vez en seis años, no dedicó un solo pensamiento a los espermatozoides, al menos bajo el punto de vista químico…, ni a Denise, su colaboradora.

Reviviendo de nuevo todo aquello, mientras caminaba a orillas del Sena, olvidó por un momento la presente realidad. La voz de Gisele, introduciéndose en sus pensamientos, constituyó una sorpresa para él.

—Claude —le dijo—. ¿Por qué andas tan ensimismado?

—¿Ensimismado? Nada de eso. Estaba recordando… cómo nos conocimos.

Ella le apretó el brazo de una manera más posesiva.

—Yo nunca pienso en eso. Sólo en el presente.

Él asintió.

—Es preferible —dijo.

Frente a ellos distinguió a un taxi del que se apeaban elegantes damas y caballeros, que se dirigían a un punto de cita del gran mundo —«Tour d’Argent»— y él sabía que aquella zona populosa ofrecía peligro para ellos, y que no podían continuar sin arriesgarse.

Él se detuvo en seco.

—Vámonos, Gisele. Te necesito.

Ella contuvo el aliento.

—¿Ahora mismo?

—Lo antes posible.

—Sí. Yo también lo deseo.

Esperaron pacientemente junto al bordillo y él hizo una seña al primer taxi libre que partió de la «Tour d’Argent». Una vez en su interior, dio al taxista las señas de la Rue du Bac. Ella se sentó a cierta distancia de él, según su modo circunspecto de comportarse en público, y se estrecharon las manos sobre el asiento.

Él miraba distraídamente por la ventanilla del taxi, viendo pasar velozmente las viejas y estrechas callejuelas de la orilla izquierda del Sena. Se preguntó cómo terminaría aquello. Le era imposible imaginarse la vida sin ella, pero también le era imposible imaginarse que pudiese divorciarse de Denise después de doce años de matrimonio. Aunque, se preguntó, ¿por qué no? Denise y él no tenían hijos, con lo que este problema quedaba anulado. El descubrimiento les había colocado en una situación desahogada, con lo que el dinero tampoco era un problema. Denise podía bastarse a sí misma, demasiado, pensaba con frecuencia. Ella tenía la capacidad de sobrevivir y adaptarse. No era femenina en el sentido peyorativo del término… lo que para él quería decir que no era una histérica dominada por sus emociones, ni una mujer que necesitaba apoyarse constantemente en el hombre, ni una neurótica obsesiva.

Sin embargo, ¿por qué le daba tanto miedo que ella se enterase de su infidelidad? Examinó la cuestión. ¿Era acaso porque él era demasiado sensible para causar daño a una antigua compañera? ¿O tal vez sería… porque ella era algo más que una simple compañera y esposa? ¿Sería porque era una colaboradora en su obra, y por lo tanto esencial para él? ¿Podría Beaumont haber sido Beaumont sin Fletcher? ¿O Gilbert haber sido Gilbert sin Sullivan? ¿O Chang haber sobrevivido sin Eng? Quizás en aquellos doce años ellos se habían convertido en unos hermanos siameses, y la separación de uno podría significar la muerte para ambos.

Posiblemente, el divorcio sería una equivocación. ¿Por qué no continuar aquel statu quo? Posiblemente, como Víctor Hugo, él podría pasar la vida exactamente del mismo modo, con su mujer en casa y una Juliette Drouet en cualquier otra parte. ¿Por cuántos años Víctor Hugo llevó abiertamente aquella doble vida? Claude calculó rápidamente: Hugo conoció a Juliette en 1833, cuando él tenía treinta y un años y Juliette veintisiete (¡la misma edad de Gisele!), y continuó siendo su amante el resto de su vida, que fue larga, pues ella no falleció hasta 1883. Fue su amante durante cincuenta años, y a su muerte él observó: «Los muertos no están ausentes; sólo son invisibles». ¿Peto era Gisele una Juliette Drouet? ¿Y Denise una Madame Adèle Hugo? ¿O bien todo tendría que terminar por un divorcio y un escándalo? ¿Pensaron alguna vez los Curie en el divorcio? Preguntas, sólo preguntas. Que se fuesen al diablo. Era preferible pensar en aquella noche y en que tenía a Gisele a su lado, y esto era todo y la única realidad. Dirigió su atención a la ventanilla del taxi. Acababan de embocar la Rue du Bac…

En cuanto estuvieron en el living de Gisele, Claude la tomó en sus brazos, estrechándola fuertemente y besándole el cuello, la oreja, el cabello, la frente y los labios. Temblorosa, sintiendo el deseo imperativo de él y el suyo propio, ella lo apartó y, sin pronunciar palabra, penetró a toda prisa en el dormitorio.

Claude cerró la puerta con llave y luego se acercó a la botella de coñac colocada sobre la superficie de mármol de la vieja cómoda de madera. Se sirvió un poco de coñac y sostuvo la copa entre sus dedos, haciéndola rodar suavemente para calentar el fluido ambarino con su cálida palma. Luego, sin prisas, paladeó el coñac. Entretanto, su vista se paseó por la estancia. Esta tenía un aire de elegancia no rebuscada. El buen gusto de Gisele era evidente al contemplar el antiguo secreter de sicomoro embutido con placas de porcelana, los pies de la lampara y ceniceros Luis XV procedentes del Marché aux Puces, y en las páginas iluminadas de manuscritos colocados en marcos sobre las paredes.

No pudo por menos que comparar el encanto de aquel interior con su propio e insípido living, espacioso, indefinido, desordenado, en el que los sofás y las sillas de terciopelo producían un efecto estridente juntó al papel de las paredes, que imitaba a un modelo del Directorio, todo ello obra de Denise. Para ser justos, era preciso reconocer que Denise no había dispuesto de más tiempo que él para dedicarse a la decoración. Como su esposo, sus tareas científicas la ocupaban por entero. Pero su mal gusto se hacía extensivo también a su vestido. Pensó en los impecables vestidos y trajes de Gisele, y sólo pudo recordar a Denise vistiendo una manchada bata de químico o, en el mejor de los casos, blusas ordinarias, faldas arrugadas y zapatos de tacón bajo, que además arrastraba al andar. Al pensar en el modo de vestir de su esposa, recordó la descripción que hacía Jonathan Swift de la mujer que llevaba sus ropas como si se las hubiesen arrojado encima por medio de una horca.

El coñac le inspiró nuevas comparaciones, por odioso que resultase hacerlas. Gisele tenía una silueta demasiado escueta, huesuda, casi esquelética. Era la figura que debían poseer las maniquíes que ganaban 20 000 francos a la semana, él lo sabía perfectamente, pues su cuerpo no tenía otro fin que el de lucir los modelos. Completamente vestida, era incomparable. Denise era más baja, más llena y redondeada. Sus deficiencias se ponían especialmente de manifiesto en su cabello, que llevaba rapado a estilo masculino, sólo con una corta cola de caballo, en su nariz, algo respingona y en sus caderas demasiado amplias. Vestida no producía una impresión de mujer soignée, y tenía demasiados bultos y protuberancias para poseer el chic de una maniquí. A decir verdad, y esto Claude tuvo que admitirlo incluso entonces, tenía a su favor la ventaja representada por sus senos, que hasta la fecha, a sus cuarenta y dos años cumplidos, se mantenían firmes y enhiestos.

¿Sería correcto seguir llevando la comparación hasta la cama? Tomó un sorbo de coñac. No estaba bien hacerlo, pero a pesar de todo, en su mente se proyectaron las imágenes.

El recuerdo de lo que pronto iba a repetirse lo arrancó a sus divagaciones. Terminó el coñac y luego se desvistió rápidamente, dejando traje y ropa interior sobre una silla y metiendo los calcetines en los zapatos, que dejó en el suelo. Se acercó al armario, sacó de él el batín de seda marrón que Gisele le había comprado recientemente y se lo puso, anudándose el cordón flojamente.

Cuando entró en el dormitorio y se detuvo junto a la coiffeuse, ella acababa de salir del cuarto de baño. Apagó todas las luces, exceptuando la lamparilla colocada detrás del teléfono, sobre un estante junto a la cabecera del lecho, que esparcía una tenue luz, y se le acercó.

Estrechamente abrazados, oyeron el agudo repiqueteo del teléfono, que los dejó a ambos helados, y tan rígidos e inmóviles como un sátiro y una ninfa de mármol representados en un fresco pompeyano.

Ambos prestaron oído. El timbre del teléfono sonó por segunda vez, más fuerte, y por tercera, como un trueno.

—Deja que toque —susurró él.

—No —dijo ella de pronto—. Puede ser M. Favre…

Buscó con mano torpe el receptor, lo encontró al cuarto intento y lo acercó a su cara arrebolada.

—¿Diga…?

—¿Mademoiselle Jordan? —dijo una voz femenina—. Soy Madame Marceau. ¿Podría hablar con mi marido?

Gisele se quedó petrificada, contemplando aturdida la cara de Claude, que tenía sobre la suya. El teléfono estaba esperando. Trató de recuperar la voz.

—Pero…, verá…, aquí no hay nadie que…

—Dígale que se ponga. ¡Es algo muy importante!

La voz era imperativa.

Gisele se quedó sin habla, completamente desconcertada. Había perdido todo su aplomo. Tapó con la mano el micrófono y dirigió una mirada implorante a Claude.

—Es tu mujer…, lo sabe todo…

—No, no puedo ponerme. Dile algo —suplicó él.

Gisele no se atrevía a hablar de nuevo por el teléfono.

—Dice que es algo muy importante…

Aquella larga demora los había delatado, y Claude así lo comprendió. Apabullado, separó su cuerpo del de Gisele, tomó el teléfono acusador y se sentó en la cama con las piernas cruzadas.

—¿Eres Denise? Oye, escúchame…

—Escúchame tú, so marrano… Ponte los pantalones y ven a casa. Pronto vendrá la prensa…, acaban de darnos el Premio Nobel.

El reloj señalaba las 5.07 de la tarde cuando el telegrama de la Embajada de Suecia en Washington repiqueteó a través de la máquina eléctrica de la oficina de Telégrafos, situada en West Peachtree Street de Atlanta, en el Estado de Georgia.

La muchacha de pelo ratonil y ojos tiroides que manejaba el aparato en aquellos momentos, tiró del mensaje con un grito de rebeldía.

—¡Mira quién ha ganado el Premio Nobel! —exclamó. Las otras dos empleadas abandonaron a toda prisa sus asientos, y su gozosa algarabía incluso atrajo a los tres mozos de reparto que estaban jugando a los dados en el fondo de la sala.

Por último, las exclamaciones y el alborozo atrajeron también a míster Yancey, el jefe, haciéndolo salir de su acogedor cubículo. Estaba leyendo el Constitution, diario de Atlanta, y bebiendo una coca-cola junto a la estufa, lo cual constituía su ocupación favorita en tardes grises y lluviosas como aquella.

Apareció abrochándose la parte superior de sus pantalones y apretándose el cinturón que rodeaba su fláccida panza. Luego preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿A qué viene todo este griterío?

Una de las chicas pasó la tira del telegrama a míster Yancey, este la leyó y una amplia sonrisa plegó sus labios.

—Vaya, vaya, este es un gran día para la capital del Sur.

Aunque el premiado había nacido a cerca de cinco mil kilómetros de Atlanta, y sólo había fijado su residencia en aquella población hacía tres años, el medio millón de habitantes del Estado, anhelosos de poseer un héroe, consideraban suyo al gran hombre haciéndolo hijo adoptivo de Atlanta.

—Es lo más gordo que ha pasado aquí desde que el viejo J. S. Pemberton inventó la coca-cola —dijo míster Yancey—. Más gordo aún que lo de Margaret Mitchell[3].

—Déjeme ir a entregarlo —dijo uno de los jóvenes repartidores con vocecita aflautada.

—Nada de eso, hijo mío, nada de eso —dijo míster Yancey—. Se trata de una ocasión solemne. Esto es algo que hará personalmente míster Yancey.

—Lo que pasa es que usted quiere ver otra vez a esa Miss Emily —dijo la chica de cabellos de ratón, con atrevimiento.

—Ten cuidado, nena —la reprendió míster Yancey—. Este telegrama es demasiado importante. Anda, prepáralo en seguida.

Blandió la tira de papel.

—Vaya, vaya —dijo y luego, antes de entregar la tira a la empleada, la leyó de nuevo.

EN RECONOCIMIENTO DE SU DESCUBRIMIENTO E INVENCION DE UNA CONVERSION FOTOQUIMICA Y SISTEMA PARA ALMACENAR LA ENERGIA SOLAR Y SU APLICACION PRACTICA DE DICHA ENERGIA A LA PRODUCCION DE CARBURANTES SINTETICOS SOLIDOS PARA COHETES LA FUNDACION NOBEL DE ESTOCOLMO EN NOMBRE DE LA REAL ACADEMIA SUECA DE CIENCIAS TIENE EL GUSTO DE INFORMARLE QUE HOY HA SIDO ELEGIDO USTED PREMIO NOBEL DE FISICA STOP EL PREMIO CONSISTE EN UNA MEDALLA DE ORO Y UN CHEQUE POR CINCUENTA MIL TRESCIENTOS DOLARES STOP LA CEREMONIA DE ADJUDICACION TENDRA LUGAR EN ESTOCOLMO EL DIEZ DE DICIEMBRE STOP SIGUEN DETALLES STOP NUESTRAS MAS CORDIALES FELICITACIONES STOP

El telegrama iba dirigido al DOCTOR MAX STRATMAN MIL CUARENTA Y CUATRO AVENIDA PONCE DE LEON ATLANTA GEORGIA…

Para Max Stratman, de sesenta y dos años de edad, era siempre un placer, que muy pocas personas entenderían, tenderse sobre la dura mesa de la habitación sumida en la penumbra, al lado del complicado equipo electrocardiográfico, mientras una eficiente y antiséptica enfermera le frotaba el pecho, los brazos y las piernas con la pasta antes de aplicarle los electrodos con sus cinco hilos conductores: uno en el pecho, dos en los brazos y dos en las piernas. Aquella experiencia, que él realizaba dos veces al año por mandato del gobierno de los Estados Unidos, lo calmaba, lo dejaba descansado y siempre aclaraba sus pensamientos.

Aquella tarde, empero, mientras Max Stratman permanecía tendido sobre la mesa, con el pecho, los brazos y las piernas desnudos, viendo con el rabillo del ojo cómo la alta y agraciada enfermera, que usaba gafas, le sujetaba los fríos electrodos a la epidermis, su placer, por primera vez en todo el tiempo que podía recordar, se vio ligeramente teñido de aprensión. Se dijo que la aprensión que le causaba aquel ECG se debía a que la prueba de hoy revestía una especial importancia.

Durante los tres años anteriores, desde que aceptó la proposición del Gobierno para colaborar con los eminentes investigadores de la Sociedad de Investigaciones Básicas que existía en las afueras de Atlanta, se sometió a aquellas revisiones, una en enero y otra en julio, que se realizaban de una manera rutinaria. Pero a la sazón estaba mediado el mes de noviembre y aún faltaban dos meses para la próxima revisión. Sin embargo, allí estaba él, tendido en posición supina sobre la mesa, con el cuerpo cubierto de electrodos e hilos. No era una revisión rutinaria, sino como voluntario para una prueba.

Max Stratman era tan pragmático como sus antepasados teutónicos por rama paterna. Muy raramente sometía a análisis racional cualquier posición, sino que se lanzaba de cabeza hacia ella. Sabía exactamente por qué telefoneó la víspera al doctor Fred Ilman, del Hospital General Lawson, situado a kilómetro y medio del edificio de la Sociedad, para pedirle una entrevista inmediata. En primer lugar, había la cuestión de aquella sorprendente y estimulante oferta que le había llegado de Washington. Aquella oferta tenía una importancia crucial para Stratman porque, proyectada sobre los dos años próximos, podría resolver plenamente un problema personal, cierta responsabilidad que le había abrumado en los últimos tiempos con su peso. Sin embargo, él tuvo que comprender que la aceptación de aquella oferta significaría un cambio en su vida, y mayor tensión para su organismo viejo, maltratado y que a veces se negaba a funcionar. Con todo, aquel cambio era de desear, un don providencial, que aliviaría su mayor preocupación. La pregunta que se había planteado, después de recibir la llamada del Departamento de Defensa, era esta: ¿podía atreverse a afrontar aquel cambio?

Esta pregunta no hubiera surgido si él no hubiese recordado los resultados del último cardiograma que le hicieron en verano. A la sazón, el doctor Ilman le informó alegremente, desplegando la tira de papel cuadriculado sobre la que estaba trazada la curva de sus palpitaciones cardíacas, que se había apreciado una pequeña irregularidad en el trazado. Pero el doctor Ilman se apresuró a añadir que no tenía importancia y que nada significaría si Stratman no cambiaba radicalmente su modo de vida. Si Stratman continuaba viviendo como una marmota, sin altibajos emocionales, sin excesivas actividades ni largas horas de tensión, podría continuar su rutinaria forma de vida —su régimen caprichoso, sus vasos de cerveza diarios, sus chupadas a la pipa de espuma de mar y su falta de ejercicio— con el resultado de que quizá seguiría viviendo eternamente.

—Después de todo, tú ya no eres joven, Max —le dijo Fred Ilman en aquella ocasión—. Si fueses mucho más joven, y yo te notase esta pequeña irregularidad, te pondría a un régimen especial por lo que pudiera venir. Ya puedes figurarte, comer menos y pocas grasas, quitarte de beber, no fumar tanto y hacer un ejercicio moderado. Pero tú tienes sesenta y dos años e introducir ahora cambios radicales, que te zarandearían, sería peor que dejar que vayas vegetando a tu pasito, como haces ahora. De manera que vuélvete a tu mesa de dibujo, a todas esas tonterías sobre los porcentajes y a tus juegos de manos solares, y no me molestes hasta enero. Sigue como ahora, sin preocuparte, y dale recuerdos a Emily.

Pero entonces se presentó una necesidad urgente de zarandear su reposada vida, y Max Stratman se sometió a un ECG en noviembre y no en enero, porque su decisión tenía que estar tomada a fines de semana.

La enfermera terminó de aplicar el electrodo al primer punto del pecho y se volvió al aparato del ECG.

—Vamos a empezar, profesor Stratman —dijo—. Sólo es cuestión de unos minutos.

El aparato colocado detrás de su cabeza empezó a emitir un zumbido. La tira de papel en la que quedaba registrada la biografía superficial de su corazón físico, empezó a salir con su historia escrita en código. Con la cabeza vuelta sobre la almohada, Stratman la contempló un momento, extrañamente satisfecho de que la enfermera le hubiese llamado «Profesor», al anticuado estilo europeo, y no «Doctor» a la manera norteamericana, más vulgar. Él había sido siempre Her Professor hasta 1945, año en que Walther lo llevó junto a los americanos antes de que las autoridades rusas lo llamaran. Sin embargo no le importaba la despreocupación de los norteamericanos porque estos compensaban sus deficiencias sociales con su sincera amistad, su apreciación de su pequeño genio y, sobre todo, porque lo llevaron a un maravilloso clima de libertad. Le parecía que ni una sola vez, desde que lo sacaron de Alemania como por arte de birlibirloque, había vuelto la cabeza para ver si alguien escuchaba a sus espaldas.

La enfermera manipulaba el electrodo de su pecho, moviéndolo de una parte a otra como una pieza sobre un tablero de ajedrez, y Stratman la observó en silencio. Al poco rato se cansó de mirarla y entonces fijó la vista en el blanco techo y en la lámpara que de Él pendía. Sus preocupaciones habían sido siempre mentales, de hombros para arriba, y apenas se había preocupado nunca de su cuerpo. En aquellos momentos notaba su existencia y se daba cuenta de que su cerebro había permanecido eternamente joven, mientras su cuerpo traidor había envejecido.

Aferrándose a esta última idea, Stratman trató de recordar si alguna vez había pensado que su cuerpo era tan joven como su cerebro y le resultó difícil encontrar un solo ejemplo. Hasta que de pronto recordó varios. Se sintió joven aquel día de Navidad en Francfort, cuando se deslizó por la nieve en seguimiento de su padre, para descubrir al nuevo caballito temblando tras el cobertizo de la destilería paterna. Y también se sintió joven después, cuando la familia habitaba en la casa de madera de las afueras de Berlín, y una tarde mágica fueron en la calesa a un granero, en cuyo interior se alineaban asientos improvisados y en una pantalla se proyectaban imágenes que bailaban, mientras todos se deshacían en alabanzas de aquel nuevo invento llamado cinematógrafo. Y también se sintió joven aquel día en la Kurfursterdamm, en que, sujetando la mano de Walther y atisbando entre las hileras de personas que tenían delante, distinguió fugazmente al resplandeciente Kaiser cabalgando un caballo blanco y seguido por los soldados de cascos de acero que avanzaban gallardos y presuntuosos.

Después de aquello, según le parecía, siempre había sido viejo, especialmente en el Gimnasio y en la Universidad de Berlín, y no podía recordar que hubiese sido distinto a como era entonces, a como se veía en aquellos momentos, tendido sobre aquella mesa. Dirigió una furtiva mirada por encima del pecho al resto de su anatomía y sonrió para sus adentros: era una marsopa embarrancada, a la que estaban haciendo un ECG.

Sus numerosas fotografías que habían aparecido en los periódicos y revistas de Norteamérica no le producían la menor inquietud, a pesar del modo como ponían en evidencia su fealdad. A decir verdad, hubiérase dicho que los norteamericanos preferían que fuese así. Él era la imagen que ellos tenían de un Herr Professor —o Doctor, si el lector lo desea así— de la vieja escuela. Max Stratman tenía 1,70 m. de estatura, pero parecía más bajo, más diminuto, porque era muy cargado de espaldas. Tenía una cabeza maciza, demasiado grande para su cuerpo, y la frente parecía retroceder hacia el infinito porque, con excepción de un erizado cerquillo de cabellos grises que le rodeaba el cráneo, era calvo como una bola de billar. Tenía la cara redonda, rubicunda y arrugada, y una nariz perfectamente bulbosa. Usaba gruesas gafas bifocales de montura de acero cuando trabajaba en su despacho, y bizqueaban sus ojos miopes cuando no las llevaba. Sus facciones no eran formidables, sino sabias y simpáticas, y sonreía con mucha facilidad, pues casi todo le hacía gracia, empezando por él mismo. Era regordete y vestía con desaliño —«dijérase que lleva las ropas que hubiesen pertenecido a un espantapájaros tres veces mayor que él», había observado recientemente una revista de actualidad.

Así es como él se veía en sus años de Universidad, y continuaba viéndose del mismo modo. Al parecer, nada más había envejecido en él durante aquellas décadas, salvo la posible excepción de su corazón. Tal vez fuese así, Ach!, se dijo, veremos.

Oyó la voz de la enfermera a su lado.

—Ya está, profesor Stratman —dijo la joven, sacando la tira de papel del aparato y colocándola enrollada sobre una mesita.

—Muchas gracias —dijo Stratman cortésmente.

—Ha sido un honor para mí, profesor —dijo ella, mientras le quitaba los electrodos del pecho, brazos y piernas y le limpiaba el cuerpo de los restos de pasta.

Él la observó con curiosidad. De qué modo tan respetuoso había dicho que había sido un honor para ella. Él creía que allí ya estaban todos acostumbrados a su presencia. La miró bizqueando los ojos y se dio cuenta de que aquella enfermera era nueva en el Hospital General de Lawson, o al menos no la había visto con el doctor Ilman, cuando le hicieron la revisión el verano pasado. Era nueva, en efecto. Admiró su alta estatura, su cabello corto, su cara avispada e inteligente y su inmaculado uniforme blanco. No era como Emily, por supuesto, pero de todos modos él admiraba la arrogante belleza de las jóvenes norteamericanas, especialmente las del Sur.

Cuando ella volvió junto al electrocardiógrafo, él indicó con un gesto de cabeza el instrumento.

—Un juguete muy interesante y valioso, gnädiges Fräulein —dijo—. Llegará un día en que habrá mejores aparatos, mayor exactitud en las pruebas, desde luego, y mayor seguridad. Pero, a pesar de sus limitaciones, este aparato es bueno. ¿Sabe usted que yo conocí muy bien al hombre que inventó el ECG?

—¿De veras lo conoció usted?

La enfermera se mostró tan impresionada como si le hubiese dicho que conoció a Pasteur.

—Desde luego. Era Willem Einthoven, un holandés. En una ocasión, pasé varias semanas con él en Rotterdam. Le dieron muchos premios por su invento…, incluso el Nobel.

—Estoy segura de que usted ha conocido a muchos grandes hombres, profesor. El doctor Ilman dice que incluso conoció a Einstein.

—Es cierto. Conocí muy bien a Albert. Le vi por primera vez en Berlín —ach!, qué tiempos, qué tiempos aquellos— y después seguimos viéndonos de vez en cuando en Princeton. Una terrible pérdida, no sólo para la ciencia, sino para la humanidad. Tiene usted que saber, Fräulein, que los hombres buenos no abundan —la mayoría de los hombres son buenos, en efecto, pero siempre por un motivo u otro— en cambio Albert era un hombre bueno, pura y simplemente, sin motivo alguno que inspirase su bondad.

—¿Le entendía usted, cuando hablaba?

—¿Que si le entendía? —dijo Stratman, incorporándose—. Un niño de la escuela de primeras letras lo hubiera entendido, si hubiese prestado atención. Recuerdo que una vez, alguien, una persona vulgar y corriente, le rogó que le explicase su teoría de la relatividad, del tiempo, por qué todo el movimiento que se produce en el universo es relativo y no absoluto. ¿Quiere usted saber qué le respondió Albert? Pues le dijo: «Amigo mío, cuando usted se sienta junto a una linda joven durante una hora, cree que sólo ha pasado un minuto…, pero si se sienta sobre una estufa durante un minuto creerá que ha transcurrido una hora. ¡Esto es la relatividad!».

La enfermera y Stratman rieron al unísono y luego él le pidió su pipa y la bolsa del tabaco. Mientras la enfermera las buscaba en los bolsillos de su arrugada chaqueta, Stratman prosiguió:

—Le contaré un chiste sobre Albert Einstein para que usted lo repita a sus amigas. Había un tal míster Goldberg que quería conocer la teoría de Einstein, y cuando se la explicaron, se limitó a hacer un gesto de asentimiento, diciendo: «Ya. ¿Y con esto se gana la vida?».

La enfermera rió de buena gana y Stratman soltó una risita, sin poder dominar su contento. Por último se puso en pie, a pesar de que estaba descalzo, y empezó a llenar la pipa.

—Ahora, si no le importa, basta de Albert Einstein. Hablemos de Max Stratman. ¿Le importará que me vista?

—No, por favor, profesor… —dijo la joven, tomando la tira del ECG—. Primero el doctor Ilman tiene que ver los resultados. A veces nos obliga a repetir la prueba. ¿Le importa esperar un momento como está, hasta que yo le haya enseñado esto? Discúlpeme…

La enfermera salió. Max Stratman se encogió de hombros, arrimó una cerilla encendida a su baqueteada pipa de espuma de mar, y sintió frío en los pies. A pesar de lo que le había ordenado la enfermera, resolvió sentarse y ponerse los calcetines y los zapatos. Mientras lo hacía sin prisas, sentado en la silla junto a la mesa, pasó revista con precisión a los acontecimientos de la víspera.

La llamada de Washington procedía del Secretario de Defensa. No perdieron mucho tiempo en cortesías. El Secretario le preguntó a quemarropa si querría encargarse de una misión más importante y vital, por la que percibiría unos honorarios dobles de los que actualmente cobraba en la Sociedad. Aunque Stratman era una figura de renombre internacional, el sueldo que percibía a cambio de pensar y especular al servicio de la Sociedad de Investigaciones Básicas era relativamente modesto. La nueva cifra que se le citaba era para él abrumadora e inmediatamente vio que con ella podría saldar por completo su deuda con Walther y resolver su problema con Emily. No pudo ocultar el interés que le producía aquella oferta tan tentadora.

—Y a sé que está usted muy enfrascado en nuevas investigaciones sobre las posibilidades que encierra la energía solar —le dijo el Secretario—, lo que me parece muy prometedor… No olvide que he visto sus informes…, pero se trata de una cuestión a largo plazo.

Stratman creyó que debía romper una lanza a favor de la investigación básica en general.

—Todas las investigaciones son un sueño enfocado hacia el futuro señor Secretario. Los cohetes no fueron en un principio más que algo del mañana, lo mismo que la escisión nuclear. E incluso mi trabajo para convertir y almacenar el calor del sol bajo la forma de energía, fue en su tiempo algo del futuro. Pero si no me hubiesen permitido ocuparme de la cuestión hace unos años…

El Secretario no deseaba seguir por aquel camino.

—Ya lo sé, profesor Stratman —dijo—. Sus métodos de trabajo cuentan con nuestra plena simpatía. Sin embargo, la realidad es que usted ha dominado la energía solar. Esto es incontrovertible. Nos ha dado una maravillosa herramienta. Pero queremos seguir avanzando. Queremos sacar partido de nuestro descubrimiento antes de que lo hagan nuestros enemigos…

Stratman suspiró al pensar en aquellas imposiciones dictadas por las circunstancias, pero entonces se acordó de la enorme suma que le ofrecían, y ya no volvió a interrumpir al Secretario.

Este continuó hablando de una manera concisa. Dijo que en toda nación, un ejército de físicos muy competentes trabajaba día y noche para desarrollar aún más el reciente descubrimiento de Stratman. El Departamento de Defensa había estudiado el programa y opinó que era demasiado inconexo y desordenado, y que la falta de dirección y cohesión podía causar un fatal atraso en la tarea. Se sometieron estos hechos al Presidente, y fue este mismo quien recomendó que se nombrase a Max Stratman coordinador de aquel vasto programa y que se le pagase con fondos disponibles del presupuesto de Defensa.

Impresionado, Stratman preguntó:

—¿Y cuál sería exactamente mi misión?

—Viajar constantemente por todo el país. Podría usted establecer su cuartel general en el Pentágono. Pero querríamos que fuese a Palo Alto, Boston, Key, West, el Valle de la Muerte, Phoenix, El Paso, también a Libya, de Azizia, a todos los lugares donde se trabaja en investigaciones solares, para hacer que quienes se ocupen en ellas lo hagan a pleno rendimiento, comprobar que van por el buen camino, rectificarlos cuando sea necesario, indicarles atajos y soltarles discursos para estimularlos. Usted ya sabe como son esos físicos y sabe también que usted es la única persona del mundo a la que querrán escuchar. Eso podría acelerar nuestro programa y ser una verdadera aportación a la labor que realiza el Gobierno. Usted sólo tendría que responder ante el Presidente y enviarle informes todos los meses.

—¿Por cuánto tiempo necesitarían mis servicios?

—Durante dos años.

Aquel empleo no le gustaba a Stratman. No se dejaba engañar. En realidad, se trataba de actuar como corredor de un artículo, por más que enalteciesen su misión. Aquel trabajo podría realizarlo igualmente y tan bien como él un político, un militar, o un pedagogo. Lo que el Gobierno quería en realidad era su nombre, posiblemente para impresionar a los jóvenes que colaboraban en el proyecto, o tal vez para arrancar más dinero al Congreso. Querían utilizar su nombre, pero él quería —nein, necesitaba— su dinero. Era un dilema. Y lo era porque la labor que realizaba en la Sociedad, que ellos no podían comprender hasta que la viesen convertida en algo tangible y utilitario, era mucho más importante. Se hallaba a punto de descubrir nuevos medios para la conversión de la energía solar pero como no podía facilitarles una fecha concreta, aquello no tenía valor para ellos. Además, encerrado en su despacho de la Sociedad, podía vivir a su manera, sin que nadie le molestase, libre de respirar y pensar. La nueva tarea requeriría unas energías y una vitalidad que él no poseía. Fue esto último lo que le hizo recordar su visita de aquel verano al doctor Ilman, y al punto comprendió que su decisión dependía no de sus deseos, sino del oráculo representado por el electrocardiograma que saliese del aparato del doctor Ilman.

—Necesito lo que queda de semana para llegar a una decisión —dijo por último al Secretario de Defensa.

—Tenemos que saberlo el sábado a lo más tardar —repuso el político.

—Lo sabrán.

—Le ruego que no olvide que fue el propio Presidente quien le indicó a usted para esta misión, profesor.

—Lo tengo muy en cuenta, señor Secretario.

Cuando colgó el receptor, comprendió que debía aceptar la oferta. Fue entonces cuando tomó de nuevo el aparato para telefonear al doctor Fred Ilman, pidiéndole una cita inmediata.

De pronto se dio cuenta de que la puerta lateral se había abierto y de que la enfermera estaba de pie en el umbral.

—Puede usted vestirse, profesor —le dijo—. El doctor Ilman le espera en su consultorio.

Escrutó las suaves facciones de la joven tratando de averiguar algo, pero su rostro era inexpresivo. Levantándose, descolgó su camisa de la percha y empezó a vestirse.

Pocos minutos después entraba en el pequeño y gris consultorio del doctor Ilman. El médico estaba inclinado sobre su mesa escribiendo en una hoja de papel. Aquel fuerte y esbelto missouriano que frisaba en los cincuenta años, de cabello cortado casi al cero, ojos penetrantes y que gozaba de la reputación de ser un hombre muy franco, apenas era más alto que el propio Stratman. Aunque ya no pertenecía al ejercito, seguía trabajando para él como cirujano ortopédico en el Hospital General de Lawson, uno de los principales centros para mutilados de la nación, y varios días por semana actuaba como facultativo, visitando personal del Gobierno en el hospital, así como los genios de la cercana Sociedad de Investigaciones Básicas.

Apenas Stratman hubo franqueado la entrada, el doctor Ilman dejó la pluma, se puso rápidamente en pie y le tendió la mano.

—¿Qué tal estás, Max?

Stratman le devolvió su cordial apretón.

—Eso eres tú quien tiene que decírmelo, Fred.

El doctor Ilman indicó con un ademán la silla de respaldo duro que había frente a su mesa.

—Siéntate, enciende la pipa, y lo arreglaremos todo.

Stratman se sentó, acercó un fósforo a su pipa apagada y el doctor Ilman se acomodó en la silla giratoria del otro lado de la mesa.

—Siento curiosidad, Max, una gran curiosidad, por saber qué te ha traído hoy aquí. No te esperaba hasta enero. ¿Por qué has pedido que te hiciésemos hoy un cardiograma? ¿No te encuentras bien? ¿Has tenido dolores en el pecho? ¿Qué te pasa, hombre?

—Creo habértelo dicho por teléfono. Quería someterme a una revisión.

—Pero ¿por qué? ¡Tiene que haber una razón para ello!

En principio, Stratman no se había propuesto exponer sus motivos al doctor Ilman. No deseaba verse obligado a dar explicaciones, a mencionar cuestiones familiares y miseras. Sin embargo, Ilman era amigo suyo —se reunían con Ilman y su mujer al menos una vez por mes— y además un hombre listo y penetrante, por lo que Stratman comprendió que sería perder el tiempo andarse con rodeos.

—Ya veo que no puedo venirte con evasivas, Fred —dijo por último—. Sí, en efecto, hay una razón concreta.

El doctor Ilman esperaba pacientemente.

Stratman prosiguió:

—El Gobierno me ha ofrecido un empleo más importante y mejor. Se trata de dirigir un proyecto y tendré que viajar mucho. Tan pronto tendré que estar en un punto como en otro y mi cargo, además, significará un aumento en mi trabajo y en mis responsabilidades. Me pareció conveniente hacerme una revisión antes de aceptar…

—¿Para qué necesitas ese empleo, Max? Estás cargado de honores…

Ach, honores… Mucho don y poco din. Se trata de dinero, Fred. Me ofrecen una cantidad doble de la que ahora gano, y no puedo rehusarla, porque la necesito.

—Suponía que no te faltaba nada…

—Lo que gano no es bastante. Tengo que pensar en el mañana…, en Emily.

—En mi opinión, te has portado más que bien con tu sobrina. Y cuando tú faltes, estoy seguro de que ella sabrá arreglarse muy bien. Ya supongo que tiene sus problemas, sean estos cuales fueren, pero es una joven competente, atractiva —más que atractiva— y lo bastante joven para abrirse paso por sí misma, como y cuando esto sea necesario. Por más que lo miro, no veo por qué tienes que basar tus decisiones actuales en el futuro de Emily.

El doctor Ilman esperó, pero comprendió que Stratman no se hallaba dispuesto a contestarle de momento. En lugar de tratar de arrancarle una explicación, el doctor Ilman buscó un cigarro en el cajón inferior de su mesa, le arrancó la punta de un mordisco y con la mayor flema empezó a hacer los demás preparativos para fumarlo.

Entretanto Stratman permanecía sentado, sumido en sus pensamientos, tratando de atisbar a través de las persianas, hipnotizado por la lluvia, que repiqueteaba contra la ventana, para convertirse en arroyuelos que luego goteaban lentamente sobre el alféizar. Pensaba cómo podría explicar la verdad a su médico que era simplemente un amigo suyo y no uno de su misma sangre.

¿Podría referir a Ilman los sucesos de 1943? Tanto él como su hermano mayor Walther se consideraban un par de agnósticos. Aunque su idolatrada madre era judía de religión, el padre de Stratman era un luterano. Stratman pasó su infancia y su adolescencia entre ambas creencias, o, para mantenerse ecuánime, al margen de ellas, con el resultado de que sabía tan poco del Protestantismo como del Judaísmo. Al alcanzar la mayoría de edad, no se afilió a ninguna religión determinada ni sintió interés por otra que no fuese la Ciencia. No creía en un Creador de un universo ordenado, más bien creía que si el universo mostraba una apariencia de orden, ello se debía a un mero accidente de las fuerzas naturales. Consideraba que atribuir el origen del universo, de los planetas, la tierra y el hombre, a una Causa primera, ponía únicamente en evidencia la falta de imaginación del hombre. La humanidad, que andaba a tientas, había inventado palabras como «principio». ¿Por qué tenía que existir un principio? ¿No podía haber existido siempre el universo? ¿No podía hallarse su propia existencia más allá de la comprensión y del alcance del débil entendimiento y del lenguaje humanos? Si había que buscar explicaciones sólo podía buscarlas la Ciencia. Entretanto, que los místicos se diesen por satisfechos con sus juguetes espirituales…, libros sagrados, reliquias, iglesias, templos, Yave, Zeus, Buda, Quetzalcoatl, el Hijo del Hombre, el Profeta y todo el resto de tranquilizadores.

Pero en 1943, el pensamiento de Max Stratman experimentó cierto cambio. De un científico puro, se convirtió en un científico judío a causa del fanatismo desplegado por el Nacionalsocialismo hitleriano. Averiguaron que era un elemento impuro pero como aún seguía siendo de valor para el Estado, lo apartaron de su cátedra de la Universidad de Berlín para transferirlo al Instituto del Kaiser Wilhelm de la misma ciudad. En aquel Instituto los más eminentes físicos, ingenieros y químicos de Alemania trabajaban tratando de conseguir la escisión del uranio. Stratman recibió la misión de trabajar con el agua pesada importada de la fábrica de hidrógeno por electrolisis Norsk Hydro, que se hallaba en la ocupada población noruega de Rjukan, con el propósito de construir una pila para la reacción en cadena. Su hermano mayor Walther, que era un ingeniero nuclear menos imaginativo y más metódico que él (cuyo único merito, insignificante a decir verdad, y un mero pasatiempo juvenil, consistía en un artículo científico sobre la peste bubónica o la epidemia conocida por el nombre de la Muerte Negra en la historia), fue separado de la industria particular para trabajar en una tosca máquina de uranio —en Norteamérica la llamaban ya un reactor nuclear— en el cobertizo que había detrás del Instituto. Rebeca, la mujer de Walther, y su joven hija Emily, tuvieron menos suerte y fueron deportadas al Campo de Concentración para Mujeres de Ravensbruck, que fue construido para albergar a dos mil enemigos del Reich y que entonces contenía ya a veinticinco mil personas. Max y Walther Stratman fueron advertidos de que mientras prestasen su cooperación al programa de investigaciones atómicas alemanas, nada les ocurriría a Rebeca y Emily, y por lo tanto ellos cooperaron en grado mínimo, viéndose recompensados por una breve carta mensual de Rebeca Stratman.

A la sazón, tanto tiempo después de aquello, mientras permanecía sentado y miraba parpadeando la lluvia que corría por la ventana de aquel hospital de Georgia, Stratman se preguntaba si sería conveniente que hablase a Ilman de los acontecimientos de 1945. Con Berlín en llamas y el cadáver de Hitler rociado con gasolina frente al refugio de hormigón situado a la sombra de la Puerta de Brandemburgo, las unidades avanzadas del ejército ruso recibieron la misión de descubrir y capturar a los sabios alemanes. Registraron el Instituto del Kaiser Wilhelm y pusieron a sus ocupantes bajo arresto domiciliario en una granja de las afueras de Berlín, en espera de la llegada de las autoridades soviéticas.

Entretanto, Walther estableció contacto en secreto con una unidad de vanguardia norteamericana de un tipo similar, conocida por el nombre cifrado de ALSOS y que poseía una lista, hallada en Estrasburgo, en la que figuraban los nombres y las señas de todos los sabios alemanes. Walther comunicó a los miembros de ALSOS que ni él ni su más ilustre hermano Max Stratman deseaban seguir trabajando bajo una segunda dictadura. Inmediatamente, y a pesar de los grandes riesgos, los agentes norteamericanos de ALSOS accedieron a rescatar a los hermanos Stratman de sus custodios comunistas. Max Stratman sabía que podrían ser rescatados ambos al mismo tiempo…, pero la noche fatídica, en el momento crucial, sólo se pudo salvar a uno de ellos. Max Stratman se negó a ser él el elegido, pero finalmente consiguieron persuadirlo para que escapara, después de arrancar a sus salvadores la promesa de que Walther le seguiría poco después. Sólo más tarde supo que nunca existió la menor probabilidad de salvar a Walther, y que este insistió en ceder su lugar a su hermano, pues creía que Max podía ofrecer mucho más que él a la Ciencia y al mundo libre.

A partir del momento del sacrificio de Walther, Max Stratman comprendió que si podía vivir en la tierra como un hombre libre gracias al sacrificio de su hermano, tenía hacia este la misma obligación que contrajo Charles Darnay hacia Sydney Carton. Después de esto, a causa de su apasionada insistencia, pudo quedarse en la zona de ocupación americana de Alemania, mientras las autoridades le ayudaban a buscar a Rebeca, la mujer de Walther, y a Emily, la hija de ambos. Los rusos, que habían penetrado en Ravensbruck, comunicaron que ni Rebeca ni Emily se encontraban allí, y Stratman temió que hubiese ocurrido lo peor. Continuó sus pesquisas y a las pocas semanas Emily, que acababa de cumplir dieciséis primaveras, apareció del modo más inesperado en Buchenwald… Y decimos inesperado porque Himmler había ordenado que se efectuase una depuración en Ravensbruck, haciendo enviar a todos los internados judíos en vagones de ganado a Auschwitz, el horrible campo de exterminio situado al sudoeste de Varsovia. Por razones que Stratman había de saber más tarde, Emily fue la única judía que sobrevivió entre los que fueron transferidos a Auschwitz, siendo enviada en los últimos días de la guerra a Buchenwald. Rebeca Stratman fue menos afortunada. Varios meses antes de la liberación, fue llevada a Auschwitz con su tira de papel rosado, para contarse entre los tres millones de mujeres, niños y hombres que perecieron desnudos en las cámaras de gas que trabajaban activamente en el campo de la muerte.

Y, por lo tanto, la joven Emily quedó sola y al único cuidado de Max Stratman y de su conciencia, y tanto más a causa de lo que supo Stratman, por un psiquiatra del ejército norteamericano, que se apoderó de los archivos intactos del campo de concentración, acerca de su existencia en aquel infierno femenino que fue Ravensbruck. Emily estaba dañada irreparablemente en su psiquismo, según supo Stratman —de una manera que ni incluso en la actualidad se sentía capaz de evocar— y no sólo necesitó a su tío entonces, sino en la actualidad, del mismo modo como Stratman sabía que necesitaría la seguridad que él pudiese ofrecerle después de su muerte.

Después de recuperar a su sobrina, Stratman pasó a residir, junto con otros sabios alemanes rescatados, en Farm Hall, una antigua mansión rural inglesa cercana a Cambridge, donde todos ellos vivían en una semi detención. Fue allí donde se enteró de la triste muerte de su hermano Walther, ocurrida algunos meses antes, en un campo de trabajo siberiano, donde fue internado cuando se supo la parte que había tenido en la fuga de Stratman. En la actualidad, Emily no tenía a nadie más que a su tío, sólo él y nadie más que él, como Max Stratman sabía muy bien.

Aquellos sucesos ocurrieron hacía mucho tiempo, pero los resultados traumáticos de aquellos hechos tan lejanos continuaban presentes.

Sólo habían transcurrido un par de minutos, mas para Stratman fueron dos décadas. Apartó su vista de la ventana y su mirada se cruzó con la del doctor Ilman.

—Estaba divagando —dijo para disculparse—. Quizá sea ya un defecto senil. No recuerdo lo que me preguntabas, Fred.

El doctor Ilman depositó con cuidado su habano en el cenicero. Luego habló con voz afectuosa:

—Sólo te preguntaba…, por qué te importa tanto cambiar de vida…, ganar más dinero…, para el futuro de Emily. Pero debes de tener tus buenas razones para ello…

—En efecto —señaló con un gesto de cabeza el enrollado electrocardiograma que estaba sobre la mesa del médico—. Aún no me has dado los resultados del cardiograma, Fred.

—No, no te los he dado. —El doctor Ilman tomó la tira de papel, la desenrolló y paseó su mirada por el trazado—. Max, no te permito que realices ningún nuevo trabajo que te obligue a viajar, que te produzca excitación y preocupaciones, por más dinero que te ofrezcan. —Levantó la mirada—. Puedes vivir aún muchos años, y tengo la obligación de impedir que te busques una muerte prematura.

Stratman señaló el electrocardiograma con un ademán.

—No me pongas acertijos, Fred. Yo no soy una de esas ancianas señoras que tú visitas y a las que hay que irles con tapujos. ¿Quieres decirme qué me pasa?

El doctor Ilman se enderezó en su butaca. Su voz adquirió un tono vivo y profesional.

—Se observan cambios en las ondas T de este electrocardiograma —las ondas T invertidas— que indican claramente una insuficiencia coronaria precoz. ¿Entiendes?

—Creo que sí.

—Pero no te asustes. Cuídate, y vivirás años más que suficientes para descubrir diez aplicaciones más de la energía solar. Pero si aceptas ese nuevo cargo… Escúchame, Max…, apostaría lo que quisieras a que no durarás más de un par de años.

Stratman guardaba una absoluta inmovilidad…

—No necesito más de dos o tres años, Fred —dijo quedamente.

—Necesitas toda tu vida, como cualquier ser humano —dijo el doctor Ilman con aspereza—. Créeme, Max, es más importante para Emily tenerte a ti de carne y hueso que la herencia que puedas dejarle cuando te mueras.

Stratman denegó con la cabeza.

Verzeihung… Fred, tú no lo entiendes, ni lo sabes. —Se levantó con cierto trabajo—. Gracias. ¿Quieres verme de nuevo?

—Con regularidad. Para empezar, la semana que viene.

Stratman sonrió débilmente y se encaminó a la puerta. Al llegar a ella, escuchó la voz del doctor Ilman.

—Y en cuanto a esa oferta, Max, ¿qué piensas hacer?

—Pensar en ella.

—Pues bien, piensa, pero piensa también que es preferible ser un vegetal feliz y contento que un trotamundos muerto.

Una vez fuera del consultorio, Stratman caminó apresuradamente bajo la lluvia hasta el aparcamiento, donde el chófer de color le esperaba dentro del coche oficial. Le ordeno que volviese al edifico de la Sociedad. Mientras cruzaban fugazmente ante la interminable hilera de barracones de madera, bajos y tétricos, que constituían el Hospital General de Lawson, Stratman pensó en lo extraño que era que aquel fuese el único lugar donde Emily podía tener contacto con los hombres. A la sazón la joven tenía treinta años y pico y él nunca la había visto salir con un muchacho, ni en el Instituto o la Universidad ni en los años que vivieron en Nueva York. Y mucho menos aún en Atlanta, donde vivía más recluida que nunca, con sus libros, sus discos, el piano, la costura y la televisión. Era algo verdaderamente increíble, se dijo, porque era una joven físicamente encantadora y de una despierta inteligencia.

Mientras el automóvil avanzaba bajo la lluvia, trato de imaginarse a Emily, la hija de Walther, que ahora era su Emily, vista a través de los ojos de las personas de su edad. Tenía el pelo castaño, brillante y lo llevaba recogido hacia atrás y un poco ahuecado, pero por delante le cubría media frente y unos rebeldes rizos se escapaban hacia sus mejillas. Sus facciones poseían un delicado y exótico aire oriental, impresión que se veía reforzada por sus ojos glaucos y ligeramente oblicuos, cuya mirada solía bajar púdicamente cuando hablaba con un desconocido, su naricilla respingona y una tez pálida y etérea. Su fragilidad parecía contradecir su ascendencia alemana, pero Stratman estaba seguro de que en algún punto del árbol genealógico de la familia, había un inmigrante siamés. Su cuerpo era esbelto pero más lleno y substancial de lo que prometían sus facciones… el pecho juvenil y turgente, y la cintura de avispa exageraba sus rotundas caderas. La rodeaba un aura de recato, de alma al margen de los torbellinos mundanales, que no estaba herida ni señalada por la vida y que poseía la intacta e inútil perfección de una muñeca nueva de tamaño natural. Su espíritu y su ingenio eran originales y rápidos, pero ella raramente mostraba su espíritu y su alambicado humor parecía excesivamente medroso para salir con frecuencia a la superficie. Stratman no dejaba de darse cuenta de que fascinaba a los hombres, que la deseaban. Pero Emily, por su parte, no los deseaba. Sus defensas eran múltiples. Cuando la asediaban con exceso, huía ágilmente, como una corza. Cuando la conversación con ellos se hacía demasiado íntima, se encerraba en una concha de silencio o a veces recurría al sarcasmo. Estaba hecha para los hombres, pero los hombres no estaban hechos para ella.

Su único contacto con el sexo opuesto tenía lugar en el Hospital General de Lawson. Poco después de su llegada a Atlanta, llevó a su tío a visitar al doctor Ilman. Mientras este reconocía a Stratman, la enfermera del doctor la llevó a recorrer aquel centro de mutilados. Varios meses después, se ofreció para hacer prácticas de enfermera en Lawson, tres veces por semana, y aún seguía haciéndolas. Aprendió el lenguaje de los mutilados, tullidos y lisiados. Aprendió a llamar «prótesis» a los miembros artificiales, supo que un brazo era una «extremidad superior», un «BK» un soldado cuya pierna había sido amputada por debajo de la rodilla[4], un «syme» era uno que había perdido el pie, pero no el talón, y que «guillotinar» significaba la amputación a lo vivo de un miembro en el campo de batalla. Alternaba con los jóvenes hospitalizados, con sus camisas militares, pantalones cortos y engorrosas prótesis de cuero y metal, para trabajar con ellos, conversar solemnemente con ellos, con el resultado de que estos la adoraban y ella les correspondía, sin sentir la menor repulsión en este caso. Si Emily no entendía la causa de su devoción por Lawson o no quería ver sus verdaderos motivos, su tío la comprendía totalmente. Aquellos muchachos no eran hombres para ella, ni ella se sentía como una hembra. Eran mutilados —inválidos— y ella también era una mutilada —una inválida psíquica y por lo tanto, era natural que existiese armonía entre ellos.

—Hemos llegado, profesor —dijo el chófer. El coche se detuvo ante el edificio de la Sociedad. Stratman se arrancó de sus divagaciones, abrió la puerta y vio que la lluvia había cesado. Examinó por un instante el cielo plomizo, luego cerró la portezuela, subió los cuatro peldaños de piedra y penetró en el vestíbulo del edificio.

Así que estuvo dentro, oyó pronunciar su nombre. La telefonista se quitó los auriculares.

—Profesor Stratman… su sobrina ha llamado tres veces. Parece terriblemente ansiosa por hablar con usted.

Stratman sintió que el corazón le daba un brinco en el pecho. Emily había llamado tres veces. Esto era algo insólito y de mal agüero. Pidió a la chica que le diese línea y cuando se dirigió a la cabina telefónica notó que el corazón le continuaba latiendo tumultuosamente y que esto no le gustaría al doctor Ilman, porque las ondas T aparecían invertidas y él estaba «delicado». Encerrándose en la cabina, descolgó el receptor y escuchó. Estaban comunicando. Abrió la puerta y asomó la cabeza con expresión interrogativa.

La telefonista se encogió de hombros.

—Comunican.

Stratman salió de la cabina.

—Insista —le dijo.

Durante diez minutos, mientras Stratman medía con sus pasos el piso entarimado, la telefonista trató de llamar a su casa, pero siempre encontraba la línea ocupada. Stratman estaba preocupadísimo: sin duda su sobrina se había desmayado, dejando el teléfono descolgado; alguien utilizaba el aparato para llamar a una ambulancia; o era la Policía que llamaba, para dar la alerta a todos los coches patrulla.

Por último, no pudo soportar por más tiempo la incertidumbre.

—Llame a mi coche —dijo a la telefonista.

A los pocos minutos tenía el automóvil a la puerta. Había casi veinticinco kilómetros desde el edificio de la Sociedad hasta el bungalow de cinco habitaciones situado en la Avenida Ponce de León que Emily y él ocupaban, yendo por la carretera de Peachtree. Para Stratman, parecieron cincuenta kilómetros, especialmente teniendo en cuenta que el chófer se negó a acelerar por el mojado y resbaladizo asfalto de la carretera.

Transcurrieron veinticinco minutos antes de que viese el bungalow. Entonces, cuando se aproximaron, vio a Emily. Estaba de pie bajo el pequeño pórtico, con un pañuelo en torno a la cabeza, un chaquetón de cuero sobre su blusa y su falda. Sintió que se le deshacía el nudo que le oprimía la garganta. Estaba viva. Estaba bien. Esto era lo que importaba.

Cuando el coche se detuvo ante el bungalow, él rechazó la ayuda del chófer para apearse. Cuando salió del automóvil, vio que Emily bajaba corriendo hacia él por el sendero.

—¡Tío Max…! —exclamó.

Stratman cerró la portezuela de golpe y esperó, de nuevo preocupado. Pero vio que ella estaba radiante, y esto también era algo insólito.

—¡Tío Max! —Llegó sin aliento junto a él y apenas pudo pronunciar las palabras siguientes—: ¡Te han dado el Premio Nobel!

Él torció la cabeza a un lado, sin comprender.

—¿Cómo? ¿Qué? Yo no… wiederhole, bitte.

—¡Te lo han dado! ¡El telegrama ha llegado hace una hora!

Rebuscó en los bolsillos del chaquetón, lo encontró y se lo tendió.

Él lo sostuvo con ambas manos, acercándolo a su nariz, porque tenía las gafas en el bolsillo.

—¡Oh… tío Max… imagínate… el Premio Nobel!

—No… no puedo creerlo —murmuró.

—Pues es verdad. Ya lo saben los periódicos. Tenemos el living lleno de reporteros y fotógrafos… dicen que se lo comunicaron desde Estocolmo por teléfono.

Él se esforzó nuevamente por leer el telegrama.

—Cincuenta mil trescientos dólares —musitó—. Gott im Himmel.

—Eres rico…

—Somos ricos —le corrigió él meticulosamente. Y al instante comprendió que podía llamar al Secretario de Defensa mañana mismo para rechazar el nuevo empleo… que ya no le era necesario, pues dejaría a Emily asegurada para el resto de sus días y Walther podría descansar en paz, mientras él podría conservar su guarida de viejo sedentario, con todas sus promesas y dichas… y por último, sabía también que el doctor Ilman estaría muy contento.

De pronto se le ocurrió preguntar:

—¿Dónde entregan el premio? ¿En Estocolmo?

—Naturalmente. Tienes que ir a recogerlo. Así lo han dicho los periodistas. El reglamento dice que el ganador tiene que cobrar el importe del premio dentro del plazo de un año —excepto si está enfermo— o de lo contrario pierde todo derecho al mismo. Algunos alemanes no pudieron recogerlo dentro del plazo fijado, por culpa de Hitler, y más tarde no pudieron cobrarlo.

Estocolmo estaba muy lejos, pensó Stratman. El viaje, el ajetreo y las ceremonias serían agotadoras. La prudencia le aconsejaba consultar antes al doctor Ilman. Pero entonces recordó lo que le esperaba en Estocolmo, y vio el entusiasmo retratado en la cara de Emily, y comprendió que ningún ataque cardíaco, por inminente que fuese, podría impedirle que acudiese en busca del premio que lo resolvería todo.

Asió fuertemente a Emily por el codo y se dirigió con ella hacia la casa.

—Dime, liebes Kind —dijo risueño—. ¿Qué vestido te pondrás cuando tengas que ir a saludar al Rey?

Era la 1.51 de una tarde cálida y soleada cuando el telegrama de la Embajada de Suecia en Washington se mecanografió automáticamente en la cinta que salía del aparato receptor de la oficina de Telégrafos de Colorado Street, en la población californiana de Pasadena.

La gorda y cansada muchacha que atendía el aparato apenas leyó el mensaje, mientras lo sacaba de la máquina. Expertamente, manejando el cortador con el dedo, dispuso el telegrama en líneas cortas, las encoló y las pegó pulcramente sobre el papel azul. Una vez preparado el telegrama para la entrega, y al tenerlo ante ella, comprendió de pronto la importancia de su contenido.

—¡Atiza! —exclamó—. ¡Veinticinco mil dólares!

Los dos hombres inclinados sobre el mostrador oyeron su exclamación. Uno de ellos, un joven macilento vestido con un uniforme azul deshilachado y que era un empleado de Telégrafos, apartó su mirada de las palabras escritas con lápiz que estaba contando y preguntó:

—¿A quién le ha tocado la lotería?

El cliente, situado al otro lado del mostrador, un hombre de media edad con gafas sin montura y que parecía el jefecillo de un Banco, también mostró cierto interés.

La joven gorda se levantó de la silla lanzando un gruñido.

—Aquí dice que… uno que vive en Pasadena —nunca oí hablar de él— ha ganado el Premio Nobel.

Se acercó al mostrador para exhibir el telegrama ante los ojos de su flaco compañero. Este lo leyó y dejó escapar un silbido. Luego lo pasó al cliente, quien se ajustó bien las gafas y dijo:

—En su lugar, yo no esperaría a entregar un telegrama de esta importancia. Informaría de su contenido por teléfono al destinatario.

Con tono solemne, empezó a leer el telegrama:

POR SU PARTICIPACION EN EL DESCUBRIMIENTO DE SUBSTANCIAS ANTIRREACTIVAS QUE PERMITEN VENCER LA BARRERA INMUNOLOGICA QUE SE OPONE A LA TRASPLANTACION CARDIACA Y SU INTRODUCCION DE LA TECNICA QUIRURGICA PARA REALIZAR CON EXITO INJERTOS CARDIACOS DIVERSOS EN EL ORGANISMO HUMANO LA FUNDACION NOBEL DE ESTOCOLMO EN NOMBRE DEL REAL INSTITUTO MEDICO QUIRURGICO CAROLINA DE SUECIA TIENE EL GUSTO DE INFORMARLE QUE HOY HA SIDO ELEGIDO USTED PREMIO NOBEL DE FISIOLOGIA Y MEDICINA STOP SU PARTE EN EL PREMIO CONSISTE EN UNA MEDALLA DE ORO Y UN CHEQUE POR VEINTICINCO MIL CIENTO CINCUENTA DOLARES STOP LA CEREMONIA DE ADJUDICACION TENDRA LUGAR EN ESTOCOLMO EL DIEZ DE DICIEMBRE STOP SIGUEN DETALLES STOP NUESTRAS MAS CORDIALES FELICITACIONES STOP.

El telegrama iba dirigido al DOCTOR JOHN GARRETT NUMERO CUATRO HILLSIDE TERRACE PASADENA CALIFORNIA…

Como de costumbre, el viaje en automóvil desde Pasadena hasta Miracle Mile, barrio de Los Ángeles, por las carreteras siempre atestadas, le requirió al doctor John Garrett más tiempo del que suponía. Y lo que aquella tarde hizo el viaje aún más lento fue el hecho de que Garret se hallaba profundamente enfrascado en sus pensamientos, que giraban en torno al nuevo discurso que pensaba pronunciar aquella noche, que no le acababa de satisfacer del todo.

Cuando llegó a la Western Avenue y el Wilshire Boulevard, y hubo aparcado su «Jaguar» negro (el primer artículo de lujo que había adquirido a plazos, después de convertirse de pronto en una eminencia), en el puesto de gasolina familiar, formó su propósito de presentar el nuevo discurso sin enmiendas ni supresiones, dijese lo que dijese el doctor Keller.

Mientras recorría a pie la media manzana que lo separaba del edificio médico de siete pisos, Garrett observó su imagen reflejada varias veces en los vidrios de los escaparates. Y lo que vio no le disgustó, ciertamente: un joven atractivo, lleno de fuerza y resolución. Casi olvidó el placer que su contemplación le producía, diez años antes, cuando Saralee le mostró un artículo basado en una encuesta realizada por el Instituto Americano de la Opinión Pública sobre el varón norteamericano de tipo medio, y él vio que se adaptaba casi exactamente a la norma. Según las estadísticas, el norteamericano medio tenía 1,75 m de estatura, pesaba 71 kg y medio, tenía cabello castaño, llevaba gafas, pillaba entre uno y un resfriado y medio en invierno, fumaba cigarrillos rubios, bebía licores en sociedad, prefería las morenas a las rubias, exigía a su esposa que fuese más bien una buena compañera que una buena cocinera, prefería el béisbol a cualquier otro deporte, le gustaban los bistecs con patatas fritas más que cualquier otro plato, se levantaba a las seis y media los días laborables para acostarse a las diez de la noche, y prefería vivir en California a cualquier otro lugar de la Tierra. Por increíble que pudiese parecer, John Garrett descubrió que aquellos datos estadísticos lo describían a él casi hasta el último detalle…, con la única excepción de que él prefería la cebolla frita a las patatas fritas.

Con todo, durante los dos últimos años John Garrett no se había sentido tan orgulloso de considerarse como un exponente del americano medio, con gran pasmo por parte de Saralee ante este cambio repentino experimentado por la línea del partido. Cada vez con mayor frecuencia, Garrett gustaba de considerarse como un ser único, especial, distinto y algo distanciado de los ejemplares ordinarios de Homo americanus. Él no hubiera podido decir si esta rebelión personal contra el tipo medio se debía al reciente renombre que había alcanzado en los medios profesionales, o a sus liberadoras sesiones con el doctor Keller. Por otra parte, su mujer, Saralee, hubiera podido decir, pero lo decía únicamente para su capote: John merece ser alguien por una vez, porque ha descubierto algo que ayudará a «la comunidad humana» —era lo último que había leído en una revista—, pero a sus ojos, y por lo general también a los de él, según ella sospechaba, John Garrett continuaba siendo un hombre de 1,75 m de estatura, 71,5 kg de peso, cabello aún castaño a sus cuarenta y nueve años, y tan inseguro, indeciso y dependiente de ella como siempre, gracias a Dios.

Cuando llegó al portal que era su punto de destino, John Garrett avivó el paso, subió con rapidez por el único tramo de escaleras, y se encontró cara a cara con la puerta vidriera que ostentaba el rótulo negro de L. D. Keller, Médico. Como siempre, se extrañó de que los psicoanalistas no pusieran PSIQUIATRA en lugar de MEDICO junto a sus nombres, pero entonces pensó que mientras subsistiese tanta prevención temerosa y la resultante hostilidad hacia los analistas, más valía ser discreto que sincero.

Abriendo la puerta, Garrett penetró en el consultorio y luego cerró tras él suavemente la puerta. Atravesó la dorada sala de espera, vacía en aquellos momentos, y penetró en el espacioso consultorio, con la mayor discreción posible. Vio en seguida que se hallaban todos presentes, sentados, obedientes y neuróticos, en las mismas sillas de siempre, y que la sesión se hallaba en pleno desarrollo. Nadie se volvió para saludar a Garrett cuando este se acercó de puntillas a su asiento, porque era corriente que llegase tarde («el retraso puede ser a menudo una resistencia ante el embarazo que produce comentar temas que se consideran tabú en presencia de otras personas», observó una vez el doctor Keller), pero en esta ocasión el psiquiatra, atrincherado detrás de su mesa de roble, saludó su llegada con un levísimo parpadeo.

Garrett permaneció sentado muy rígido por un momento y luego consultó el reloj. La sesión terapéutica colectiva duraba siempre una hora y veinte minutos exactos. Como Garrett pagaba diez dólares por asistir una vez por semana, esto significaba que pagaba el minuto a doce centavos y medio. Por haberse retrasado dieciséis minutos, sólo podría estar allí una hora y cuatro minutos. Su retraso le había costado dos dólares. Sin embargo, todavía le quedaban ocho dólares de tiempo. Él necesitaba parte de aquel tiempo para sí, especialmente hoy, pero había otros seis que también lo necesitaban. Tal vez un atento escrutinio de las caras de sus compañeros le diría si sus casos eran tan urgentes como el suyo.

Estaban sentados en semicírculo ante la mesa del doctor Keller, y Garrett empezó a examinarlos de izquierda a derecha. En el diván beige del extremo izquierda estaban sentados míster Lovato y mistress Perrin. Míster Lovato, un artista delgado y homosexual con una creciente reputación, ganada con sus pinturas de niños en el estilo acaramelado propio de Thomas Gainsborough, permanecía con las piernas cruzadas desmañadamente. Garrett recordó que, al asistir a su primera sesión de terapéutica colectiva cuatro meses antes, míster Lovato se sentaba con las rodillas muy juntas, como una recatada colegiala. Pero hacía un mes, al parecer algo liberado por el análisis, empezó a cruzar las piernas de una manera más masculina. Mistress Perrin, una arrogante matrona de cincuenta años bien cumplidos y cabello gris violáceo, permanecía sentada con los labios apretados, estrujando un pequeño bolso entre sus manos. Estaba reponiéndose de una neurastenia aguda. Aunque estaba casada con un rico ciudadano de Van Nuys, su problema consistía en una incapacidad neurótica de gastar un centavo, ni siquiera para lo más necesario de la vida, para la colada o el pan. Tan sencillo acto la trastornaba sobremanera. Apenas pronunciaba palabra, y sólo rompía su mutismo quizás un vez cada tres semanas, pero cuando hablaba, lo hacía para referirse a su pequeño triunfo, representado por una compra que le había costado cincuenta centavos o un dólar.

Garrett desplazó su mirada al siguiente enfermo, el joven y apuesto Adam Ring, el astro de la escena que asomaba ya sobre el horizonte y que entonces estaba reclinado perezosamente en una poltrona, balanceando monótonamente un amuleto que no era otra cosa que una pata de conejo. Ring, cuyo bronceado perfil parecía el de una cabeza acuñada sobre una moneda griega, se hallaba en manos del psiquiatra a causa de una aberración sexual que sufría. Hablaba de ella en tono festivo y ligero, pero el doctor Keller no se dejaba engañar. Adam Ring era un temible Don Juan cuando se dedicaba a seducir a jóvenes extranjeras o de distinto color de piel —orientales, indias, mejicanas o negras—, pero su virilidad dejaba mucho que desear y salía muy poco airosa cuando tenía que conquistar a una blanca.

A la misma izquierda de Garrett, en una silla, estaba sentada la increíble mistress Zane. Era un ama de casa de aspecto vulgar y cara pecosa de unos treinta y cinco años de edad, aficionada a la guinga y a los corpiños y de un aire algo desvalido. Mientras Garrett formó parte del grupo, por lo menos, ella no hizo más que quejarse de los excesos sexuales que le obligaban a cometer. Católica y con cinco hijos que aún asistían a la escuela primaria, reveló que su cruz consistía en un marido económicamente inepto y demasiado incompetente para conservar un empleo durante más de un mes. Por último, y por pura casualidad, aquella perla de marido obtuvo un empleo bien remunerado en un taller de vestido de confección. Cuando se vio que también iba en camino de perder aquel empleo, mistress Zane se esforzó desesperadamente por impedir la catástrofe invitando a cenar al patrono de su marido y a la mujer de aquel. El resultado de ello fue que el patrón, que hacía mucho tiempo que había perdido todo interés por su compañera y al que le aburrían el golf y las altas finanzas, se sintió suficientemente atraído por mistress Zane para hacer de ella su pasatiempo de las horas libres. En lugar de verse de patitas en la calle, míster Zane fue ascendido a jefe de ventas, con un sueldo más elevado, y su patrono lo envió fuera de la ciudad cuatro veces al año en viajes cada vez más extensos. A cambio de ello, aunque nunca llegó a decirse con toda claridad, se esperaba que mistress Zane no se mostrase esquiva a las atenciones del amo de su marido. Ella, joven complaciente y generosa a la postre, no se resistió. Durante el año anterior recibió con regularidad al patrono de su esposo y como se trataba de un hombre insaciable, la opinión que ella se formó de él era curiosamente horizontal. Sus culpas mantenían muy ocupado al confesonario de la iglesia, y sus dudas terminaron por llevarla al doctor Keller.

John Garret se divertía escuchando a mistress Zane, pero aquel día no estaba de humor para oírla. Ella aparecía muy cavilosa, como si tuviese mucho que decir, y esperaba con gran desazón que le llegase el turno de hablar. Garrett comprendió que le resultaría difícil disponer del tiempo que necesitaba. Ladeándose ligeramente, su mirada se posó en míster Armstrong, el robusto tahúr, impulsivo y con frente de escarabajo, que se mecía lentamente, perdido en sus propias cavilaciones. Garrett siempre había considerado a aquel jugador profesional como un Branwell Bröntë poco afortunado y víctima de las circunstancias. Le gustaba considerar a Armstrong como si fuese un personaje de serial: ¿Aplastaría mañana al sindicato de Nevada, con su nuevo sistema para la ruleta? ¿Salvaría su situación por los pelos? ¿Conseguiría rescatar su casa hipotecada? ¿Conquistaría al fin el respeto de su infeliz esposa, de su hijo y de su familia? ¿Se salvaría de las deudas y de la destrucción? Entre todos ellos, solamente míster Armstrong anotaba por escrito sus fantásticos sueños nocturnos, para leerlos después en voz alta.

Al lado de míster Armstrong, e inclinada hacia adelante con expresión de gran interés, se sentaba Miss Dudzinski, que tenía cara de yegua y un cuerpo de puros huesos, y que charlaba con la rapidez del que teme verse interrumpido. Miss Dudzinski frisaba en la treintena y desde luego iba para solterona. Vivía en un piso de tres habitaciones con su madre endeble e hipocondríaca, que sufría del corazón y la vejiga y ejercía la salvaje tiranía propia de los débiles y los viejos. Miss Dudzinski cubría las necesidades de ambas trabajando como taquígrafa en una gran compañía inmobiliaria. Asistía a aquellas sesiones de terapéutica colectiva porque se encontró formando parte de un triángulo… Los personajes del drama eran un joven tímido y soltero, empleado en una droguería y que se sentía lo suficientemente solo para considerar hermosa a Miss Dudzinski; esta misma, cuya vida entera había consistido en la búsqueda de un joven tímido y soltero que estuviese empleado en una droguería, y mistress Dudzinski, que disfrutaba de su cuadragésimo año al borde de la muerte.

Mientras Miss Dudzinski sentía y conjuraba la abrumadora visión de alguien que desease acostarse con ella, y luego entrar en acción, John Garrett se percató de pronto que si Miss Dudzinski se inclinaba hacia adelante de aquella manera, era porque estaba hablando y probablemente lo estaba haciendo desde hacía rato. Haciendo un esfuerzo, porque él tenía sus propios problemas, un poco menos triviales que aquellos, Garrett intentó prestar oído.

—… Pues verá, como le digo, doctor Keller, la cosa ya llegaba a extremos insostenibles. Ya no sé hacia dónde volverme. —Miss Dudzinski hablaba atropelladamente y sus palabras parecían perseguirse unas a otras, pisándose los talones—. Es un verdadero dilema. Clarence me dijo anoche sin ambages que no piensa esperar otros seis meses a que yo me decida a casarme con él. Se mostró bastante elocuente para ser un introvertido. Dijo que si yo no le daba una contestación inmediata…, pues bien, dejaría su empleo y se volvería a Cleveland. Añadió que debía escoger entre mi madre y él, o algo por el estilo, pero en el fondo eso es lo que dijo. Yo le dije que esto es muy fácil de decir, pero que yo tengo mis responsabilidades hacia mamá, que al fin y al cabo es un ser humano, y que no puedo abandonarla por las buenas, para irme, casarme y pensar sólo en mí. ¿Qué sería de mamá? Si se muriese, jamás me lo perdonaría. El remordimiento me acompañaría hasta la tumba. Pero, por el otro lado, está Clarence…

Paseó su mirada por la habitación, con expresión casi implorante, observando a sus compañeros, y antes de que ninguno de ellos pudiese hablar, prosiguió, dirigiéndose tanto al grupo como al doctor Keller:

—Todos ustedes me conocen. No tengo necesidad de mentir ni de engañarme. Ya sé que no soy muy agraciada y sé además que esto no es lo que más importa, porque por encima de todo está el espíritu. Pero todos sabemos que los hombres se fijan más en la apariencia que en las verdaderas cualidades y Clarence —no siento vergüenza en admitirlo, creo que ya lo he dicho— es el primer hombre que se me ha declarado, y además es muy buen chico y muy formal y yo quiero tener un marido respetable, como lo desean todas. —Tragó saliva—. Pero ¿qué hago con mamá?

Se recostó en su silla y miró a sus compañeros con expresión esperanzada. El doctor Keller se enderezó, dejó el lápiz y se pellizcó su ancha nariz.

—Pues verá usted, Miss Dudzinski, esta ansiedad…

Antes de que el analista pudiera continuar, Adam Ring, desde las profundidades de su poltrona y sin dejar de balancear su pata de conejo, intervino diciendo:

—Le voy a decir lo que tiene que hacer con mamá. Ahóguela.

Miss Dudzinski dio un respingo y Ring se quedó muy satisfecho, porque le gustaban las salidas de tono como aquella. Este era su modo, además, de llamar la atención, y el cinismo constituía su barrera protectora, como el doctor Keller le había dicho varias veces. Antes de que Miss Dudzinski pudiera protestar, Adam Ring prosiguió:

—Su mamá no es distinta de las otras, Miss Dudzinski. La tiene a usted bien atada y no le permite cortar la cuerda. ¿Por qué tendría que hacerlo? Usted es su cupón de racionamiento. Además es su enfermera y quien le hace compañía constantemente. Escúcheme. Deshágase de ella. Métala en un asilo…, su marido le pagará la estancia para perderla de vista. En el fondo, ella aún estará mejor y usted se casará con ese chico. Recuerde que usted misma ha dicho que no es ninguna Venus de Milo. Hay por lo menos un hombre para cada mujer de la Tierra. Usted ha encontrado el suyo, y de ese no pasa. Échele el guante. No le deje escapar. Si lo suelta, ¿qué le quedará? El Día de la Madre para el resto de su vida.

Míster Lovato hizo aletear su mano derecha y habló con una voz linda y afeminada.

—Aunque opino que míster Ring lo ha expuesto con excesiva crudeza, incluso de una manera amenazadora, estoy totalmente de acuerdo con sus sentimientos. Como el doctor Keller nos ha dicho repetidamente, no podemos guardar el pastel y comérnoslo al mismo tiempo. Creo que tiene usted que enfrentarse con su decisión de una manera fría y lógica, Miss Dudzinski. Si usted abandona a su madre para quedarse con su novio, su madre aún tiene una solución. Puede buscar a otra señora de edad para que le haga compañía o trasladarse a un asilo, o hacer cualquier otra cosa. Además, ella ya ha vivido plenamente y no tiene derecho a sacrificar su vida, que es lo mismo que puede hacer conmigo mi madre. Por otra parte, si usted renuncia a ese joven, no tiene ninguna otra alternativa. Lo más probable será que muera soltera. Sencillamente, creo que sólo puede hacer una cosa: actuar como le aconseja nuestro amigo y dar el sí a su novio.

John Garrett decidió también echar su cuarto a espadas en el asunto exponiendo su propia opinión, que no difería de las propuestas, aunque él sólo lo hacía para utilizarla como medio de pasar a sus propios problemas y de este modo asegurarse de que dispondría del tiempo necesario para debatirlo. Pero cuando se disponía a hablar, mistress Zane, desde su izquierda, se le adelantó con destreza:

—No creo que sea tan fácil como todos ustedes pretenden —dijo—. Es natural que unos hombres solteros como míster Ring y míster Lovato le aconsejen que elija a Clarence y se olvide de su madre… Pero la madre de miss Dudzinski constituye una responsabilidad a la que esta tiene que hacer frente, una responsabilidad humana que no puede rehuir. Como todos ustedes saben yo puedo hablar con fundamento de causa, porque puedo ver ambas partes. El problema de miss Dudzinski es completamente similar al mío. Yo también me encuentro entre dos personas… ¿Creen ustedes que eso es fácil? ¿Creen que me gusta verme obligada a mantener relaciones sexuales con el jefe de mi marido todas las noches, mientras mi marido está fuera de la ciudad?

—¿Por qué no dejarlo reducido a dos días por semana? —intervino Adam Ring con tono zumbón.

—Por favor, míster Ring —replicó mistress Zane—, que no estoy para bromas. Ya sé que usted me considera una mujer que se entrega a todos…

—La única objeción que presento a eso es que usted no disfrute también —dijo Ring, sonriendo—. Ardo en curiosidad por saber lo que se oculta bajo sus prendas íntimas. Me gustaría una demostración práctica cuando usted tuviese tiempo…

—¡No le querría ni regalado, impotente egoísta! —le apostrofó mistress Zane. Luego se volvió hacia la mesa—. Doctor Keller, ¿por qué me trata siempre con tanta hostilidad?

El doctor Keller, que mantenía los ojos cubiertos con la mano, permaneció imperturbable y Adam Ring conservó su sonrisa estereotipada.

Mistress Zane volvió la cabeza.

—Sé que usted también piensa lo mismo, doctor Keller. Usted me ha dicho claramente que debería esforzarme por dominar mis acciones exteriores durante mi tratamiento, y cree que sólo incremento mi vida sexual como un desafío a sus órdenes.

—La considero a usted demasiado inteligente para tratar de engañarme así, mistress Zane —dijo el analista con voz suave—. No trate de hablar por mí. Cuando sea necesario por su bien, por lo que es mejor para usted, cuando sea necesario que yo exponga ante usted ciertas emociones que usted no comprende, seré menos impersonal, y entonces hablaré. Ahora…, ¿qué decía usted, mistress Zane?

—Decía que esta situación me atormenta constantemente. —Se dirigió a los demás pacientes con ademán implorante, mientras su cólera se aplacaba—. Todos ustedes conocen mi calvario. Me domina la misma ansiedad que a Miss Dudzinski. ¿Qué debo hacer? ¿Qué es lo justo? Si no sigo complaciendo a ese hombre, mi marido perderá el empleo. Lo sé sin ninguna duda. Quedará deshecho. Si continúo…, me abruma la sensación del pecado. Por las noches no puedo dormir y no hago más que plantearme todas esas preguntas. ¿Soy infiel a mi marido? ¿O verdaderamente trato de ayudarle a costa de un gran sacrificio? Rezo al Señor, con la esperanza de que algún día Él contestará a mis ruegos. Como Dios sabe muy bien, ese acto no me produce el menor placer. Ya veo cómo se ríe míster Ring…, pero les aseguro que ese acto no me gusta. Estoy exhausta. Tengo cinco hijos y un marido…, y además a su jefe, todas las noches. Les daré un ejemplo. Permítanme que les cuente lo que sucedió anoche…

John Garrett se dio cuenta de que mistress Zane había puesto en práctica la treta que él pensaba emplear, consistente en interrumpir al que hablaba para quedarse ella en el escenario. Su admiración se hallaba teñida de disgusto. Le impacientaban las prolíficas y sudorosas acrobacias de mistress Zane, sus placeres secretos y sus sentimientos de culpa y remordimiento, y hubiera querido pregonar la urgencia de sus propios problemas inmediatos. Consultó de nuevo su reloj. Faltaban treinta y cuatro minutos para acabarse la sesión. ¡Ojalá los devaneos a que se entregó mistress Zane la noche anterior hubiesen sido breves y silenciosos! Aunque lo dudaba.

Mientras esperaba que le llegase el turno, se entretuvo pensando cómo había llegado a meterse en aquel grupo de chiflados. La cosa empezó con sus crecientes períodos de depresión y las persistentes jaquecas, aquellas presiones contra la frente y el occipital que se presentaban todos los días con regularidad, molestándole en su trabajo, en sus actividades y en su vida doméstica. Visitó a su médico, después a un otorrinolaringólogo y luego a un neurólogo, sometiéndose a todas las pruebas que le hicieron, que no revelaron nada patológico. Finalmente, por indicación de su propio médico, fue con cierta repugnancia a visitar a un psicoanalista de Pasadena.

Perdió ridículamente tres meses tendido en el diván. Hasta que una mañana, el psicoanalista le recomendó que se sometiese a la psicoterapia colectiva. Las razones que le dio para justificar este cambio, y que a Garrett le parecieron muy endebles, fueron que las personas como él, que detestaban y rehuían la vida social, que hacían muy mal papel en sociedad, podían conseguir grandes beneficios sometiéndose a la terapéutica de grupo. Además, según supo Garrett, la hostilidad que sentía hacia el psicoanalista (una nueva forma que había revestido su antiguo resentimiento hacia su padre, al que su madre había idolatrado y al que se consagró por entero), hacía que la terapéutica directa entre el médico y su paciente ofreciese en su caso ciertas dificultades. Garrett supo también que, formando parte de un grupo cuyos miembros sufriesen similares hostilidades y complejos, sus coléricos sentimientos se apaciguarían y podrían realizarse mayores progresos. El psiquiatra de Pasadena le facilitó entonces la dirección del doctor Keller, de Los Ángeles, que era uno de los mejores especialistas en este campo. Y así, después de una semana de indecisión, Garrett se unió a aquel grupo.

A decir verdad, después de varios meses de psicoterapéutica colectiva, a pesar de la vergüenza que le producía sacar sus trapitos al sol en público, y la irritación que le causaba a veces que los demás le robasen su precioso tiempo, junto con la atención y la aprobación del doctor Keller, las cefalalgias se hicieron más irregulares, desapareciendo a veces durante varios días seguidos. Pero el origen de aquellas cefalalgias seguían siendo en parte un misterio para él. A pesar de que el doctor Keller solía opinar lo contrario, Garrett se sentía inclinado a creer que sus molestias empezaron a manifestarse cuando el doctor Carlo Farelli entró en su vida.

Ciertamente, en el período que precedió a la aparición de Farelli, John Garrett había alcanzado el apogeo de la dicha, la cúspide de la satisfacción, que nunca hubiera soñado en conseguir. En aquellos momentos, mientras pensaba en el consultorio del doctor Keller, no tuvo la menor dificultad en retroceder hacia el pasado reciente, para evocar los acontecimientos que condujeron a su triunfo y el hecho que motivó su declive y su caída. Bastaba con oprimir un botón en la memoria para deslizarse hacia el pasado…

Sabía que él era (a la sazón ya podía permitirse cierta franqueza consigo mismo) un gris, incoloro y retraído investigador del Centro Médico Rosenthal de Pasadena. A decir verdad, una verdadera bestia de carga de la Medicina. Poseía los títulos académicos, junto con el conocimiento y las técnicas que le permitieron obtenerlos, pero no era un hombre imaginativo ni creador. No tenía nada que destacase. Un millar de sus colegas se hubieran mostrado de acuerdo en que hubiera bastado una sola palabra para su epitafio: Competente.

Sin embargo, por alguna causa psicológica, inexplicable, se interesó por un aspecto muy teatral de la Medicina… El que se refería al injerto de tejidos vivos, a la técnica para reemplazar las partes perdidas o lesionadas del organismo humano por otras nuevas. Revisando viejas publicaciones médicas, Garrett descubrió que aquella cuestión no era nueva en absoluto. Casi dos mil años antes, un cirujano hindú llamado Susruta empleó piel de la mejilla para dar narices nuevas a sus pacientes. En época más reciente, en 1870 para ser más exactos, el doctor J. L. Reverdin, de París, introdujo el moderno injerto de piel, sin apelar a la técnica del colgajo, como los hindúes, sino empleando trozos de piel aislados. A principios del siglo actual, el doctor Charles Guthrie, de Saint Louis (EE.UU.), consiguió injertar con éxito la cabeza de un perro a otro, con el resultado de que obtuvo un can de dos cabezas.

A Garrett, llevado por su primer entusiasmo, todo le parecía posible en aquel terreno. Pero cuando dejó sus lecturas y participó en experimentos reales, comprendió plenamente el carácter de los obstáculos que dificultaban el avance. Los obstáculos no eran de carácter quirúrgico, pues el progreso alcanzado por las técnicas de la Cirugía ya permitían sustituir a un órgano viejo y moribundo del cuerpo humano por otro nuevo y viviente. El obstáculo era de carácter bioquímico. Como defensa contra los gérmenes patógenos, el organismo humano creaba una barrera inmunizadora, representada por los anticuerpos, que no sólo impedía la penetración de las enfermedades, sino también destruía los tejidos extraños, aunque su injerto pudiese resultar beneficioso.

Cuando comprendió la verdadera naturaleza del problema, Garrett dedicó cada vez mayores energías y tiempo a su estudio. En sentido figurado, Saralee enviudó y sus hijos se quedaron huérfanos, debido a su trabajo. Sus colegas solían darse por satisfechos con ocho horas consagradas a la investigación, pero Garrett no: él tenía que entregarse a ella durante doce, catorce o dieciséis horas. Su laboratorio médico se convirtió en su Santa María, su Pinta y su Niña, todas de una pieza, y él se entregó con tanto ardor a su exploración como el Almirante de las tres carabelas se entregara a la suya.

No tardó en conocer a la perfección el mecanismo de defensa o inmunidad del organismo humano. Este mecanismo consistía en el sistema reticuloendotelial. Estaba formado por los anticuerpos y las potentes células blancas llamadas linfocitos, que circulaban con el torrente sanguíneo y protegían al hombre matando las bacterias, virus y todas las células extrañas que penetran en el cuerpo. Este sistema de defensa era el amigo del hombre, pero Garrett llegó a considerarlo como su enemigo personal. Porque si bien este sistema de defensa eliminaba las células enfermas, también suprimía a las células nuevas y sanas, pues era incapaz de diferenciarlas. Aquí, pues, residía la dificultad. Si un paciente se moría por falta de nuevos riñones, o de un intestino delgado, o de pulmones, o de corazón, no se podía trasplantarle un nuevo órgano vital sano en sustitución del enfermo, porque el sistema de defensa, enemigo de cualquier tejido extraño, lo aniquilaría, junto con el paciente que se intentaba salvar.

El mecanismo de defensa se convirtió en el objetivo de Garrett. Lo que lo confirmó en este propósito fueron las excepciones a la regla. Al trabajar codo con codo con sus colegas en el Centro Médico, vio que los injertos de fragmentos de arterias, de secciones óseas, de la córnea del ojo eran práctica corriente y no tenían nada que ver con el mecanismo de defensa. La nueva córnea colocada en lugar de la antigua sobrevivía porque ni los anticuerpos ni los fagocitos podían llegar a ella. En cuanto a los injertos de vasos sanguíneos y huesos, no necesitaban sobrevivir porque se limitaban al papel de simples andamiajes, sobre los que podía crecer tejido normal.

Lo que interesó aún más a Garrett fue otra excepción al mecanismo de defensa. Hubo caso tras caso de trasplante orgánico coronado por el éxito entre mellizos. Desde el punto de vista químico, los mellizos eran una misma persona. Ambos provenían del mismo óvulo fecundado. Sus tejidos orgánicos no eran extraños entre sí. El riñón de un mellizo podía injertarse a su hermano gemelo y el injerto tendría buen resultado, porque el mecanismo de defensa no advertiría la diferencia y lo dejaría en paz. Pero en cuanto se intentaba la misma operación entre seres humanos no idénticos, el riñón, o cualquier otro órgano, moría.

Durante el año 1958 se intentó en Boston una arriesgada operación de trasplante en circunstancias desesperadas. Una joven de Ohio había perdido su único riñón y se estaba muriendo. Un animoso equipo de cirujanos tomaron el riñón sano de un niño de cuatro años y lo injertaron en la joven. Para anular el mecanismo de defensa, los médicos sometieron a la paciente a un tratamiento intensivo de rayos X. La joven vivió durante veintiocho días con su nuevo riñón. Efectivamente, el mecanismo de defensa pudo ser neutralizado, pero la excesiva radiación le fue fatal.

Durante un breve período, Garrett se sintió dominado por el desaliento. Entonces se realizó un descubrimiento importantísimo. Sir Macfarlane, en Australia, y el doctor Peter B. Medawar, en Inglaterra, demostraron simultáneamente que podía enseñarse al mecanismo de defensa del ser humano a que aceptase injertos de tejidos ajenos, en determinadas circunstancias. Los experimentos hechos con roedores demostraron que si en un embrión de ratón se inyectaban células de otro ratón no idéntico, más tarde, cuando el embrión fuese adulto, podría aceptar injertos de piel del mismo donante, sin rechazarlos. Por estos trabajos, Burnet y Medawar obtuvieron el Premio Nobel en 1960.

Esto hizo concebir esperanzas a John Garrett y a cientos de especialistas, de que pronto sería posible efectuar injertos de pierna, riñones, pulmones y corazón.

Durante aquellos días de optimismo, el doctor Robert A. Good, de la Universidad de Minnesota, afirmó: «Aunque aún harán falta muchas más investigaciones fundamentales, el primer injerto de un órgano entre seres humanos no idénticos podría realizarse con éxito mañana mismo, si la suerte nos acompañase». Y Garrett dijo una noche a Saralee, cuando ambos estaban acostados: «Estoy absolutamente convencido de que es posible…, y yo seré quien lo haga… con un corazón vivo».

Fueron pasando los días en su desfile incesante, sin que él se diese cuenta de la fecha, la semana o el mes en que vivía. Le parecía estar dando vueltas en su jaula como una ardilla. Se aisló de sus colegas, porque no tenía tiempo para conversaciones baladíes o para descansar. Avanzó solo hacia el enemigo, tratando de hallar un arma que le permitiese vencer la barrera inmunizadora, el mecanismo de defensa. Realizó experimentos con el tratamiento intensivo a base de rayos X, con esteres, empleando mostaza de nitrógeno. Todos sus experimentos le conducían a un callejón sin salida. Por ligeras o radicales que fuesen las modificaciones que introducía, aquellas armas, si bien neutralizaban efectivamente el mecanismo de defensa, también impedían la reproducción de fagocitos, despojaban al organismo de su inmunidad ante las enfermedades y lo mataban de diversas maneras, a pesar de que él se proponía salvarlo. El problema continuaba siendo igualmente considerable y consistía en descubrir un tratamiento o un suero que fuesen selectivos, que no destruyesen todos los mecanismos reactivos o de defensa y que neutralizasen los agentes que rechazaban un injerto extraño, dejando incólumes los que protegían de la enfermedad al organismo.

Un día en que se hallaba deprimido a causa de la dificultad de salir de aquel laberinto, Garrett pensó en que podía intentar rodearlo. Se le ocurrió que podía hacer caso omiso del mecanismo de defensa, soslayándolo, inventando un corazón artificial de plástico, que pudiese injertarse en el interior de la cavidad torácica y que el organismo aceptaría porque no reaccionaría ante sus defensas. Durante meses, aquella idea lo embargó. Un corazón de plástico que sustituyese a un corazón cansado o enfermo en el interior del cuerpo humano daría a su poseedor un nuevo plazo de vida, que podría ser muy prolongado.

Metódicamente se puso a estudiar todos los corazones mecánicos existentes a la sazón. Estos iban desde la bomba cardíaca y el oxigenador inventados por el doctor Clarence Dennis en 1851, hasta una bomba de dos cámaras accionada por baterías, que mantuvo vivo a un perro durante nueve horas y que fue producida por un equipo de la Universidad de Illinois. Garret vio que todos aquellos aparatos mecánicos cardiopulmonares poseían un rasgo en común: se utilizaban fuera del cuerpo del paciente para mantener a este vivo durante las operaciones de corazón. Lo que Garrett quería era un aparato que se pudiese colocar dentro del cuerpo, para sustituir al corazón natural por el artificial, y colocado en el lugar exacto que aquel ocupaba: trasplante ortotrópico, con una fuente de energía externa.

Pero aquí también surgían incógnitas, no siendo la menor de las cuales la de saber cómo se podría conseguir que la bolsa de plástico situada entre ambos pulmones se contrajese y se distendiese sin cesar y sin el menor fallo. Con el tiempo tal vez podría resolverse, concluyó Garrett, pero él prefería enfrentarse con lo presente y lo probable.

Muy alicaído, volvió a meterse en su laberinto. Tenía que hallar su camino en el campo de batalla dominado por su familiar enemigo, que él ya conocía tan bien, y que no era otro que el mecanismo de defensa que impedía el trasplante de un corazón vivo, ya fuese animal o humano. Abandonó el tratamiento por rayos X, las mostazas de nitrógeno, y se metió por desconocidos vericuetos. Y entonces lo descubrió, de manera tan sencilla y poco teatral como la acción de despertarse, de pasear o de reír.

Ocurrió muy avanzada una mañana. Había estado trabajando con sus animales de laboratorio —ratones, perros, terneras— haciendo comprobaciones, tomando notas una y otra vez, introduciendo modificaciones, cuando descubrió la nueva sustancia que al parecer —sí, era evidente, no cabía duda— neutralizaba el mecanismo de defensa sin destruir al propio tiempo toda la inmunidad. Durante una semana, Saralee y sus hijos sólo se enteraron de su existencia por el teléfono. Después de aquella semana casi estaba seguro. Había encontrado un suero —el suero— y con una sencillez digna de un Lincoln lo bautizó con el nombre de Sustancia Antirreactiva S.

Una vez tuvo el suero, y después de probar sus efectos en mamíferos inferiores, pues aún no se atrevía a hacerlo en el hombre, estudió con igual intensidad las técnicas quirúrgicas de injertos orgánicos. Examinó todos los aspectos del injerto homogéneo —o sea de un órgano trasplantado de un ser humano a otro— y lo rechazó como demasiado difícil. Más lógico, más probable era el injerto heterogéneo, o sea el trasplante de un corazón animal a un hombre vivo. En esto, sus bulliciosos ratones, sus bondadosos canes, sus trepadores monos parecían darle la razón. Siguieron unos meses jubilosos y por último se decidió por el corazón de una ternera, pues esta pesaba aproximadamente lo mismo que pesaría el posible paciente. El corazón de la ternera, pues, era el que ofrecía mayores probabilidades de éxito.

Por dos veces injertó corazones de terneras en perros. Uno de los canes murió y el otro vivió por un tiempo. Después de introducir más modificaciones en el suero y en la técnica quirúrgica, una negra y amedrentadora noche de invierno en Pasadena —ya había telefoneado a Saralee para decirle que no iría a cenar y que no era necesario que lo esperase— se dispuso a realizar su tercera trasplantación del corazón de una ternera en la cavidad torácica de un enorme perro. Contaba con ayudantes y a las ocho todo estaba preparado. El corazón de la ternera se hallaba sometido a perfusión y congelación. El perro había sido tratado con la sustancia antirreactiva S, en una versión mejorada, y ya estaba conectado el aparato cardiopulmonar de transferencia. Lo único que quedaba por hacer era la operación quirúrgica, de una importancia crucial. Pero Garrett no llegó a realizarla jamás, al menos en el perro.

En otra sala del Centro Médico, un anciano conductor de camión —que más tarde fue conocido en los artículos científicos por el nombre de Henry M.—, acababa de ser ingresado de urgencia en el hospital, víctima de una grave oclusión de la coronaria. Transportado inmediatamente al quirófano, el corazón empezó a fallarle y se perdieron las esperanzas de salvarlo. En aquellos sombríos minutos, y gracias a la influencia del cirujano de guardia (que era un admirador de Garrett), los llorosos familiares del paciente accedieron a que John Garrett intentase realizar su trasplante del corazón de ternera en aquel tórax humano que de pronto se ponía a su disposición, en lugar de hacerlo en el del perro.

La responsabilidad de la operación era abrumadora. Garrett nunca había introducido la sustancia antirreactiva S en el organismo de un semejante suyo, y mucho menos había intentado un injerto de aquel calibre. Pero a la sazón se hallaba dominado ya por una fe fanática en sus descubrimientos, cuya eficacia sólo había comprobado hasta entonces en parte. El ímpetu nervioso que lo animaba para efectuar el experimento con un can, se transfirió entonces de manera automática hacia el inerte conductor de camión. A Garrett le resultaba indiferente que la masa de tejidos orgánicos que yacían sobre la mesa de operaciones bajo su escalpelo fuese de un hombre o de un perro. Su conciencia se hallaba en sus dedos. Puso una inyección de la sustancia antirreactiva S a Henry M., que se hallaba entre la vida y la muerte. Conectaron el paciente al aparato cardiopulmonar de derivación. La operación comenzó. A pesar de toda su complejidad, el injerto se realizó de un modo seguro y rápido. Y entonces se alzó el gran interrogante. ¿Viviría el paciente?

Cuando fueron quitadas las pinzas y los catéteres, la mente de Garrett volvió a una antigua información que había leído. En 1934, el fisiólogo ruso doctor S. S. Briukhonenko, aplicó un corazón y un pulmón mecánicos a un suicida, a un individuo que se había ahorcado, y el aparato resucitó al hombre. Este abrió los ojos, se dio cuenta del médico y los cirujanos que lo rodeaban, y luego volvió a cerrarlos para siempre. Aunque este caso era distinto, pues había de por medio el importantísimo suero y el corazón de un mamífero superior, Garrett temía que ocurriese lo mismo con el conductor de camión. Pero este abrió los ojos al amanecer y parpadeó con estupefacción, para manifestar luego su agradecimiento.

Los ojos de Henry M. no volvieron a cerrarse y a partir de entonces siguió viviendo con su robusto corazón de ternera, que no se vio afectado por el mecanismo de defensa. En los círculos médicos y muy pronto en la prensa, Garret fue saludado como un nuevo Jesús, que había hecho salir a Lázaro de la tumba.

A los pocos meses Garret ya había descubierto que sólo uno de cada veinte pacientes cardíacos poseía la sangre adecuada y los tejidos aptos para aceptar el sensacional suero que neutralizaría el mecanismo de defensa y haría que el organismo aceptase aquel injerto radical. Sin embargo, alentado por el caso de Henry M., Garrett consiguió injertar nuevos corazones en otros diecisiete seres humanos, cuya sangre y tejidos habían sido analizados de antemano. Todos ellos sobrevivieron. Esto abría unos fantásticos horizontes a la Medicina.

Cuando Garrett leyó la comunicación definitiva sobre su método en la Asociación Quirúrgica Occidental de Denver, halló un eco entusiasta entre los médicos y cirujanos de todo el mundo. A pesar de las limitaciones que presentaba su descubrimiento, todos parecían intuir que el primer paso de gigante hacia la longevidad, e incluso la inmortalidad, ya había sido dado. Era como si un nuevo Ponce de León hubiese descubierto finalmente la Fuente de la Juventud y embotellado sus aguas. De un Don Nadie que acariciaba un sueño descabellado, John Garrett se había convertido en un bienhechor incomparable del género humano. Ocupó su posición única exactamente diez días. Al llegar al décimo, le pidieron que se apartase, para dejar sitio a otro, que tenía que compartir con él la fama y los honores.

Las agencias de noticias norteamericanas transmitieron el largo y dramático artículo desde Roma, y las cadenas de periódicos de toda Norteamérica lo reprodujeron en las primeras páginas de sus publicaciones. Del artículo se desprendía que el doctor Cario Farelli, un eminente cirujano italiano, acababa de publicar una brillante información en la que reivindicaba y demostraba el mismo descubrimiento que había hecho Garrett. Farelli también había descubierto un suero que, como la sustancia antirreactiva S, hacía posibles los injertos heterogéneos, y había trasplantado con éxito corazones de mamíferos en veintiuna personas. Las operaciones se habían realizado en Italia, Suiza y Austria.

El mundo manifestó su júbilo. John Garret se quedó de una pieza. Si bien su fama no quedaba menoscabada, su gloria quedaba algo empañada al tener que compartirla. La clase médica en general no sólo pedía datos a Garret, para ampliar sus estudios en aquel terreno, sino también a Farelli. La prensa los citaba a ambos, pero con más frecuencia al italiano, porque este era un hábil propagandista además de un gran hombre de ciencia, y se hallaba mejor preparado que el reticente John Garrett para difundir sus ideas entre los legos.

Algunos meses después de la entrada en escena de Farelli, las cefalalgias de John Garrett comenzaron.

Aquí he terminado, se dijo, volviendo de nuevo al consultorio del psiquiatra, del que se había ausentado en imaginación, para darse cuenta de que el interminable relato que hacía mistress Zane de su libidinosa historia tocaba a su fin.

—… hasta que al fin se quedó dormido —decía mistress Zane con voz ronca—. ¿Pero se imaginan ustedes? ¡Dos veces en una noche! La verdad, a mí eso no me importaría, porque aún no soy tan vieja, pero cuando una tiene que cuidar a cinco criaturas durante todo el día, bueno, llega un momento que ya hay bastante. Sea como fuere, me vestí y tomé un taxi, pero había llegado ya la medianoche cuando finalmente terminé de lavar los platos y pude cambiar las sábanas de la cama de Joanie —aún las moja de noche— y pude irme a dormir. Ya no sé qué puedo decir más, como no sea que ese hombre me parece el ser más depravado del mundo.

Su voz se extinguió en un murmullo al decir estas últimas palabras y volvió a acomodarse en su silla, después de haber exorcizado aquella sórdida historia de infidelidad, y con sus facciones más serenas, como si hubiese aliviado su tensión interior.

—Hallará usted su camino, mistress Zane —murmuró el doctor Keller, mientras tomaba algunas notas en una hoja de papel—. Está usted más adelantada de lo que se figura.

Sus ojos brillaron bajo sus tupidas cejas y su poderoso tórax se alzó cuando respiró profundamente, mientras observaba al grupo. Nadie hablaba. Era como si acabase de terminar la principal atracción, y nadie desease seguirla con un número de calidad inferior.

John Garret comprendió que, si no hablaba entonces, ya no tendría oportunidad de hacerlo. Levantó la mano derecha tímidamente, como un colegial inseguro de sí mismo. El doctor Keller advirtió el ademán, e hizo un gesto de asentimiento.

—Perdóneme, doctor, pero es que tengo cierta prisa —dijo Garrett. Luego hizo una cortés inclinación de cabeza a mistress Zane, como disculpándose—. Tal vez no es tan…, tan emocionante como lo que acabamos de escuchar, pero no por ello es menos importante para mí. —Su mirada se cruzó de nuevo con la del psiquiatra—. Como usted sabe, esta noche tengo que pronunciar un discurso en el United Forum. Me han dicho que habrá lleno completo y que asistirá la prensa. Para mí esto constituye una oportunidad única de que me oigan y de exponer mis opiniones sobre mi… mi problema. Ahora bien, yo he escrito el discurso, como usted me aconsejó. Pero sigue en pie la cuestión de si pronuncio mi nuevo discurso y digo lo que quiero decir, o bien repito el que he pronunciado en ocasiones parecidas…, ya sabe usted, el de «Hipócrates y el corazón humano». ¿Qué opina usted, doctor?

—No creo que me corresponda la decisión en este caso —repuso sin pérdida de tiempo el doctor Keller—. Usted ya conoce los procesos analíticos. Si yo tomase una decisión en lugar de usted, usted no ganaría nada con ello. Debe aprender a decidirse por sí mismo y a llegar a sus propias conclusiones.

Garrett frunció el ceño ante lo que consideraba una reprimenda, aunque en el fondo sabía que no lo era. El psiquiatra no se cansaba de repetir que las personas deben llegar a comprenderse a sí mismas por ellas mismas. Él no era más que un guía, un catalizador, en ocasiones un intérprete. Una vez dijo que con frecuencia solía aconsejar a los pacientes que tomaban un camino errado después de dos o tres visitas. Pero aquel conocimiento no tendría ningún valor para el paciente, si este no aprendía a descubrirlo por sí mismo. Con frecuencia, esto hacía el camino tortuoso, pero a la postre la labor de consolidación era más eficaz y permanente.

—Creo que ya he llegado a una decisión —dijo Garrett—. Probablemente ya la había tomado antes de venir aquí. Supongo que quería oír primero lo que usted tuviese que decirme. —Hizo una pausa—. He decidido pronunciar el nuevo discurso. Voy a mandar al cuerno a Farelli.

Miró a derecha e izquierda y luego al doctor Keller, en busca de señales de aprobación. Todos demostraban interés por su decisión, pero no dieron indicios de un apoyo decidido.

—Sí —dijo, ateniéndose al proverbio de que quien calla otorga—, creo que tengo que hacerlo. He hecho un descubrimiento. He realizado una cosa importante en mi vida, por mis propios medios, única y exclusivamente gracias a mí, y no estoy dispuesto a tener que compartir el mérito con el primer Cagliostro extranjero que aparezca y que se dedique a la piratería y al plagio.

—¿Está usted seguro de que el doctor Farelli se dedicó en este caso a… como usted dice… la piratería y el plagio? —inquirió benévolamente el doctor Keller.

—Poseo pruebas de ello, y además detalladas. Muchos jurados han condenado a veces a un hombre por menos. Como ya les he dicho varias veces, el nombre de ese Farelli no me era totalmente desconocido, pero no sabía nada concreto acerca de él. Jamás había publicado nada, ni una sola comunicación, ni un artículo, hasta que publicó aquella copia exacta —bien, casi exacta— de mi información. Luego me enteré de que es más un vulgarizador que un científico puro. Su mayor descubrimiento ha consistido en hallar nuevos medios de hacerse publicidad. Desde luego, admito que creó un suero antirreactivo similar al mío, y que realizó esos injertos y que alcanzó todos esos éxitos de los que tanto se vanagloria. Todo esto está comprobado. Pero la cuestión es saber cómo llegó a realizar su descubrimiento. ¿Y quieren ustedes saberlo? Pues voy a decírselo: he averiguado que posee todo cuanto he publicado sobre la materia… es decir, los informes sobre mis trabajos de la primera época y todos los posteriores. Además, los médicos extranjeros que visitaron mis laboratorios de Pasadena y que regresaron a Europa, le revelaron lo que yo hacía y cómo lo hacía, a propósito o por inadvertencia.

»Voy a darles una analogía. Nosotros inventamos la bomba atómica. Tarde o temprano, Rusia también la hubiera inventado. Pero más bien hubiera sido tarde que temprano. Lo que aceleró sus trabajos en ese sentido fueron los datos que les transmitieron los espías… los Rosenberg, Fuchs y muchos otros. De una manera mucho más descarada, Farelli se enteró también de mis trabajos, lo que le permitió sacar sus propias conclusiones y cuando yo expuse mi descubrimiento al mundo… resultó que él también lo tenía. Yo afirmo que esto es actuar de mala fe, incluso inmoral, y que es preciso denunciarlo».

Se había dirigido al doctor Keller con vehemencia, arrebatado por sus emociones, y cuando terminó estaba sin alientos. El psiquiatra golpeó suavemente el papel con el lápiz y aprovechó aquella ocasión para hacer un comentario.

—Su presunción puede ser correcta, doctor Garrett. Eso tengo que reconocerlo. Pero, por otra parte, no veo nada que acuse de verdad al doctor Farelli. Usted sabe mejor que todos nosotros que lo más frecuente es que los grandes descubrimientos científicos no se efectúen de una manera brusca y teatral, en un abrir y cerrar de ojos, como el caso del tan pregonado «Eureka», que dicen que gritó Arquímedes. Esto también ocurre, pero es más frecuente en las películas y en la televisión que en la vida real. Casi todos los descubrimientos se realizan de una manera lenta y gradual. Docenas de hombres, en el transcurso de los años, van realizando sus pequeñas aportaciones y sus valiosísimos hallazgos, hasta que un día un hombre o un equipo, aprovechando toda esta labor previa de preparación, juntan todas las piezas sueltas en un conjunto armónico, y ofrecen un nuevo descubrimiento al mundo. Muchas veces usted mismo, en esta sala, ha reconocido lo que debe a sus predecesores Briukhonenko, Dennis, Clarke, entre otros, en lo referente a la cuestión cardíaca, y de Medawar, Burnet, Billingham, Brent, Owen, Merrill, Woodruff, el pionero Guthrie, Shumway, Kaplan, Nossal, y muchos otros, en lo tocante a los injertos de tejidos y los mecanismos de defensa orgánica. Usted pudo consultar todos los trabajos de estos investigadores. Hasta cierto punto, ellos fueron sus colaboradores silenciosos, a pesar de que sea usted quien ha realizado la labor final y más espectacular. ¿No le parece razonable admitir que el doctor Farelli también tuvo acceso a la obra de estos predecesores, y fue guiado por ellos lo mismo que lo fue usted? ¿No le parece que esto puede ser muy posible?

—No, no es posible —dijo Garret con vehemencia, tembloroso y agitado y poniéndose a la defensiva—. Yo nunca he pretendido haberlo hecho todo, sin deber nada a nadie. Claro que debo mucho a la obra de mis predecesores. Siempre ha sido así. Pero por lo que respecta a Farelli es diferente. La coincidencia de su método es flagrante, y son muchos los que están de acuerdo conmigo. Si este hombre fuese un pintor, lo considerarían un plagiario, y la sociedad lo arrojaría de su seno. No creo que deban permitirle que injerte mi cerebro en el suyo y gracias a ello conquiste la fama y las adulaciones.

El doctor Keller conservaba la calma, pero no daba su brazo a torcer.

—Desde que usted empezó a exponernos su idea obsesiva, o sea este Farelli, me impuse la obligación de documentarme un poco en lo referente a la historia de las ciencias. Sólo para estar informado. —Sonrió a mistress Zane y a míster Lovato, agregando—: A decir verdad, siempre que lo considero necesario, hago lo mismo en todos los casos que estudio. —Volvió su atención a Garrett—. Considere el descubrimiento de la insulina para la diabetes humana. ¡Qué notable descubrimiento! En 1923, Frederick Banting y John Macleod se llevaron el mérito del descubrimiento y obtuvieron conjuntamente el Premio Nobel. ¿Pero cuál era la realidad de los hechos? En 1901, L. V. Sobolev ya realiza estudios sobre la cuestión. Basándose en sus trabajos, Banting y Macleod, así como C. H. Best y J. B. Collip, prosiguieron aquel estudio. De momento ya tenemos a cinco nombres. En 1923, sólo dos de aquellos cinco investigadores compartieron los honores y el premio en metálico correspondiente. ¿Les parece esto justo? A Banting no le pareció. Le molestaba que Macleod se llevase la mitad de la gloria y del dinero, pues este ni siquiera estuvo presente en el momento en que se realizó el experimento decisivo. Con objeto de manifestar su oposición al veredicto, Banting cedió la mitad del premio a Best, que no fue tenido en cuenta. Para responder a este gesto, Macleod hizo lo propio, entregando la mitad de su premio a Collip, que tampoco había sido mencionado. Pero todos ellos se olvidaron de Sobolev. Desde luego, este caso no se ajusta exactamente al suyo, doctor Garrett, pero estoy seguro de que se da usted cuenta adónde quiero ir a parar… La cuestión del crédito científico es un verdadero nudo gordiano…

—¿Quiere usted decirme que no pronuncie mi discurso esta noche?

El doctor Keller movió la cabeza, soslayando hábilmente la trampa que Garrett le tendía.

—No. Le repito que esa decisión sólo a usted corresponde tomarla. Sencillamente, trato de hacerle ver las ramificaciones que presenta la cuestión. Usted puede causar un escándalo de alcance internacional, esgrimiendo lo que muchos considerarán pruebas poco convincentes. Me esfuerzo porque sea usted lo más objetivo posible en lo que toca a Farelli, y no lo utilice como cabeza de turco a causa de unos motivos y unas neurosis que pueden tener una raíces mucho más profundas que una simple sospecha de plagio. Farelli no es su padre, doctor Garrett.

—Usted me desconcierta, doctor…

—Ojalá fuese así —dijo el doctor Keller con dulzura—. Pero quiero que piense…, que medite antes de actuar.

—Pronunciaré ese discurso.

—Muy bien, allá usted.

Garrett, trémulo y desorientado, guardó un hosco silencio. El doctor Keller paseó su mirada por la estancia. Adam Ring se había erguido en su poltrona, y empezó a hablar:

—Ojalá mis preocupaciones se redujesen únicamente a un latino más o menos moreno —dijo el actor—. Les confieso que me encantan los latinos. Las chicas suelen tener un físico despampanante y yo me iría al fin del mundo con ellas. No diría otro tanto respecto a las americanas… —Volvió la cabeza, apretó los puños y prosiguió—: Durante el último semestre, doctor, me he estado viendo con la chica de Nueva York de que le hablé. Ella había perdido el seso por mí y no hace falta que le diga que, por lo que a mí respecta, me gustaba un horror. Allí estaba yo, y allí estaba ella, tan desnudos como cuando vinimos al mundo y —lo ha adivinado usted— en el marcador, cero. Si no fuese tan estúpido, me haría reír. Dos horas después, con el rabo entre las piernas, me fui a ver de nuevo a mi amiguita la cantante japonesa. Estuve bárbaro. Pregúnteselo. Es un verdadero enigma, se lo aseguro, y de momento aún no veo que estas sesiones me sirvan de nada. Pero estaba pensando en algo que usted me dijo la semana pasada. Hablamos de cuando yo tenía siete u ocho años… y aquella señora…

John Garrett apenas escuchaba el profundo y monótono zumbido de la voz del actor. Sufría en silencio a causa de lo que consideraba un reproche del psiquiatra. Sabía que pronunciaría aquel discurso, pero ya no estaba tan seguro del terreno que pisaba. Trató de analizar las razones de su resentimiento hacia Farelli. ¿Por qué aquel desconocido y distante romano lo sacaba de quicio hasta tal punto? Recordó de pronto una anterior afirmación de Keller, y la luz se hizo en su mente. Su cólera no se dirigía sólo contra Farelli, sino contra lo que este representaba. Garrett nunca había tenido nada en su vida que fuese exclusivamente suyo. Había tenido que compartir sus remotos progenitores con nueve hermanos y hermanas. En la universidad, cuando se hicieron elecciones en su curso, salió elegido con otro para tesorero y tuvo que compartir el cargo con su condiscípulo. Incluso su mujer, Saralee, había estado casada anteriormente. Y luego resultaba que el único momento de inspiración genial que tuvo en su vida —¿cuántos momentos de inspiración como aquel se podían esperar en una vida?—, que le valió tantos plácemes y honores, se vio ensombrecido por un lejano ladrón que vivía en Italia. Y luego vino el golpe de gracia. Cuando finalmente se vio obligado a acudir a un psiquiatra, este le obligó a someterse a tratamiento dentro de un grupo. Como siempre, como durante toda su vida, no pudo ser un hombre único y completo. Aunque aquellos análisis colectivos eran lo que menos importaba. Lo que le dolía en lo más vivo era Farelli, el símbolo de la falta de identidad de Garrett. Era medio hombre, y no había derecho a que esto sucediese. Pero esta vez, se dijo, no se dejaría dominar ni se sometería. Devolvería golpe por golpe y recuperaría todo lo que le habían arrebatado, honores e identidad.

Sus reflexiones fueron interrumpidas por la voz del doctor Keller, que resonaba fuerte y clara:

—Ha terminado la sesión. La reunión ha sido muy provechosa. Espero verles a todos ustedes la semana próxima.

Los demás ya se habían levantado y se disponían a marcharse. Garrett fue el último en abandonar su asiento. Siguió a sus compañeros hacia la puerta. Cuando salía, oyó sonar el teléfono del doctor Keller. Siempre sonaba al terminar la sesión. Sin duda alguna, la telefonista esperaba aquel momento para comunicar las llamadas que se habían recibido, a las que el doctor Keller respondería durante los diez minutos libres que le quedaban.

Una vez fuera, en la acera frente al edificio, los distintos miembros del grupo se despidieron. Míster Lovato, mistress Zane y miss Dudzinski permanecían juntos, despidiéndose de los demás. Luego se dirigieron, como era su costumbre, aunque esto iba contra los deseos del doctor Keller, a la cafetería de aquella misma manzana, donde tomarían café con alguna pasta sentados en una mesa, para continuar sus análisis y autopsias los tres juntos. Mistress Perrin se dirigió a toda prisa hacia la parada del autobús, pues aún no se hallaba lo suficientemente curada para tomar el taxi que podía muy bien permitirse. Míster Armstrong se fue a pie a su caótico bungalow de alquiler, que sólo estaba a poco más de tres kilómetros de allí. Adam Ring tenía su rutilante «Aston-Martin» aparcado en la calle.

—Que tenga suerte esta noche —dijo a Garrett—. Mande a freír espárragos a ese latino.

Aunque la expresión empleada no fue muy del agrado de Garrett, el apoyo que le manifestó el actor le devolvió su buen humor.

—Lo mismo le digo —contestó, pues sabía que Ring iba a reunirse con una mulata que le esperaba en un piso de Sunset Boulevard. El actor se introdujo en su auto de importación, hizo un ademán de despedida y se fue. Garrett se dirigió lentamente hacia el puesto de gasolina.

Esperaba junto al bordillo a que el semáforo le diese paso para cruzar, cuando oyó que le llamaban por su nombre.

—¡Doctor Garrett…!

Volviéndose, vio al doctor Keller que corría hacia él. El doctor Keller era un hombre macizo, de aspecto soñoliento, y resultaba extraño verlo corriendo de aquel modo.

Cuando el psiquiatra llegó junto a él, Garrett observó que su cara estaba tan excitada como un signo de admiración.

—Su esposa está al teléfono —dijo jadeando—. Tiene que comunicarle una noticia maravillosa… ¡Acaba usted de ganar el Premio Nobel de Medicina!

Garrett dejó que aquellas palabras penetrasen lentamente en su consciencia, sin que su impacto le causase un efecto excesivo y una sorpresa exagerada, pues en el fondo hacía mucho tiempo que esperaba que llegase aquel momento. Pero de súbito la emoción llegó al fondo de su alma, y sintió que se le ponía carne de gallina en los brazos y que la sangre afluía a sus mejillas.

—¿Está usted seguro? —preguntó con incredulidad.

—Absolutamente seguro. Su esposa tiene el telegrama de la Embajada de Suecia. —Le ofreció su mano carnosa—. ¿Me permite que sea el primero en felicitarle?

Garrett, aturdido, estrechó la mano del psiquiatra, para soltarla al instante.

—No sé qué pensar —dijo, sin volver de su asombro—. ¿Cómo debo interpretarlo?

—Como un reconocimiento oficial del mérito extraordinario de su descubrimiento. Su fama es ya segura.

—El Premio Nobel —dijo, más para sí mismo que para su interlocutor, saboreando las palabras.

—Vamos, corra, su esposa está al teléfono…, no la haga esperar. Ambos emprendieron el camino de regreso, abriéndose paso con rapidez entre las señoras que iban de compras. Una vez dentro del edificio, subiendo de nuevo las escaleras, la mente metódica de Garrett empezó a analizar lo que aquella recompensa significaba. Un premio en metálico, un viaje y sobre todo —sí, sobre todo— el reconocimiento internacional de su trabajo. Por esta vez, Farelli se quedaría con un palmo de narices. Por último le habían concedido plenamente y con carácter exclusivo los honores que merecía. El amor que sentía por aquellos anónimos suecos, que tuvieron el talento de ver la verdad y ofrecerla al mundo en bandeja de plata, era ilimitado.

Una vez arriba, el doctor Keller empujó a Garrett al interior de su consultorio mientras él se quedaba discretamente en la sala de espera, fumando un pitillo.

Garret se abalanzó a la mesa del psiquiatra y acercó a su oído el auricular descolgado.

—¡Saralee!

—¡Eres tú, querido! ¿No te parece maravilloso?

Su voz por lo general dulce y modulada era aguda y destemplada por la emoción.

—¿No es posible que se trate de un error?

—¡No, aquí lo dice! Han telefoneado desde la oficina de Telégrafos. De momento pensé que se trataba de una broma y pedí que me enviasen el telegrama. Lo hicieron inmediatamente, y aquí lo tengo. Traté de llamarte, pero la telefonista del doctor Keller no quiso ponerme contigo hasta ahora. ¡Es verdad! Han telefoneado dos periódicos de Los Ángeles.

Sin duda ella lo tenía en la mano, porque lo leyó inmediatamente. Garrett escuchó, sin atreverse a respirar, y luego le pidió que lo leyese de nuevo, más lentamente.

Cuando Saralee hubo terminado, dijo él:

—Tendremos que ir a Estocolmo. ¿Pero, qué haremos con los niños?

—Podemos dejarlos con tía Mae. ¡John, esto es maravilloso! No sabes cómo lo había soñado. Nunca me atreví a decírtelo. Pero tú lo mereces, y ahora nadie podrá ya arrebatártelo…

—No, claro…

—Ha telefoneado Dean Filbrick. En la facultad y en la escuela, y también en el hospital, ya lo saben todos. Esta noche quieren celebrarlo…, aunque sea de una manera improvisada…, después de tu discurso…

Garrett se había olvidado del discurso. Trató de concentrar su atención en él.

Pero Saralee interrumpió sus pensamientos:

—Un momento, llaman a la puerta.

—Deja que llamen…

Pero ella ya había dejado el teléfono. Con el auricular en la mano, él paladeó las mieles del éxito. Aquel día sería único en su vida, tan totalmente, tan plenamente suyo.

Saralee estaba de nuevo al aparato.

—Es otro telegrama. —Oyó crujir un papel mientras ella lo desdoblaba, luego una pausa interminable y finalmente la voz extrañamente cambiada de su esposa, de nuevo—: Es… es un cable de Roma… Italia…

Su voz se desvaneció.

—¿De quién es? —gritó Garrett, tratando de llamar la atención de su esposa.

—Te lo leeré: «Acaban de informarme de la Embajada de Suecia de que nos han concedido conjuntamente el Premio Nobel de Medicina de este año. Me complace ver que nuestra obra ha merecido tal reconocimiento público y me siento aún más honrado por compartir este premio con un colega norteamericano a quien respeto. Ruégole acepte mis más sinceras felicitaciones. Espero el momento de conocer personalmente a mi otra mitad en Estocolmo. Felicidades». Está firmado por «Carlo Farelli».

Garret se quedó muy quieto. Ya no había en él ira, ni furor, sólo una abrumadora sensación de derrota en aquel momento de triunfo. Su desengaño no podía expresarse con palabras. Por último comprendió que se vería unido a aquel despreciable italiano de por vida y ante la posteridad. Volvió en espíritu a sus años juveniles y a su gran afición por el béisbol… y recordó la inmortal combinación de juego doble que realizaban Tinker y Evers…, aunque ambos se detestaban y no se hablaban, se veían obligados a continuar cooperando en público y manteniendo una fachada de armonía ante el mundo, en aras de sus vidas de jugadores profesionales.

La voz de Saralee le llegó apenas perceptible por el receptor.

—John, esto no tiene que estropear nada…

No, se dijo, él no permitiría que esto estropease nada. Iría a Estocolmo para gozar de su medio triunfo y conocer a Farelli y convertir aquel triunfo en algo total y exclusivamente suyo. Por último el comité del Premio Nobel y el mundo sabrían la verdad y se enterarían de quién era el genio y de cuál era el usurpador. Mas por último comprendió que no era posible hacerlo aquella noche, la noche de un día como aquel.

Dejó escapar un suspiro. Tendría que guardarse el nuevo discurso. Y de nuevo, aquella noche, hablaría de «Hipócrates y el corazón humano». Pero el mes próximo, en Suecia, habría una noche muy distinta, en la que desenmascararía al impostor, estaba seguro de ello…

Eran exactamente las 4.30 de una tarde en extremo desapacible cuando el telegrama de la Embajada de Suecia en Washington llegó al antiguo almacén de mercería, contiguo a la redacción del Weekly Independent, que en la actualidad hacía las veces de oficina de Telégrafos en el villorrio de Miller’s Dam, en el Estado de Wisconsin.

Pero habían transcurrido ya cuarenta y cinco minutos y el telegrama, junto con varios otros, seguía aún en el aparato eléctrico receptor, no visto todavía por ojos humanos, no tocado por manos humanas, sin que nadie conociese su contenido.

Durante ocho horas al día estaba de servicio en la oficina Eldora Fleischer, una muchacha de dieciocho años, hija del dueño de una vaquería, que dividía sus horas de guardia en Telégrafos entre la lectura de novelas en rústica y revistas de cine o soñando en hacer sensación en Milwaukee o Chicago, donde un riquísimo y principesco galán la encontraría y la convencería pará que se fugase con él. A veces, cuando estaba de talante más prosaico, sus sueños asumían otra forma. Ella estaba trabajando en la oficina y de pronto entraba él, muy contrariado. Resultaba que su «Continental» tenía una avería en el motor que le obligaba a demorarse en aquel villorrio y tenía que enviar un telegrama…, probablemente al Gobernador o a alguien igualmente importante. Él era riquísimo y principesco, además de joven y apuesto y, al ver a Eldora, se olvidó de que tenía que poner un telegrama. Víctima de aquel flechazo, pidió su mano. Al principio Eldora se mostró altiva y desdeñosa, pero finalmente se dejó persuadir por los apasionados suspiros del enamorado. Y ambos huyeron en el «Continental» —reparado por arte de magia—, en romántica fuga que dejaría pasmados a los reyes y a los príncipes del Viejo Mundo. Siempre preparada a ver convertirse su sueño en realidad, Eldora se acicaló para representar dignamente su papel. Llevaba recién oxigenados sus largos cabellos, la cara sabiamente maquillada y el carmín perfectamente aplicado. En una palabra, estaba lista para aparecer ante las cámaras. Lucía además sus mejores vestidos, los más apretados y vaporosos, que se ponía para ir a la oficina aunque hiciese un frío endemoniado, y con escotes de lo más atrevido. Eldora, era bajita, lechosa, rolliza, definitivamente afrodisíaca, y trabajaba y esperaba armándose de paciencia.

Pero a las 4.15 de aquella tarde se cansó de esperar. La semana anterior había conocido a un chico nuevo que había llegado al pueblo. Tenía el pelo ondulado y era bastante bien parecido a pesar de su cara granujienta, y era de una estatura impresionante. Procedía de Beloit —que, después de todo, podía considerarse una metrópoli— y tenía veintidós años. Para más señas, trabajaba en una tienda de ultramarinos, pero tenía aspiraciones. Su nombre de pila era Roger. Su apellido no había quien fuese capaz de pronunciarlo. Lo importante de aquel caballerete era lo siguiente: cuando Eldora lo veía, un delicioso hormigueo recorría todo su cuerpo, y esto a ella le gustaba.

A las 4.15, él se dejó caer en la oficina de Telégrafos. Era su día de asueto. Contó algunos chistes muy divertidos e invitó a Eldora a fumar. Como esta no se atrevía a fumar en público, por temor a que la viese algún amigo de su padre, sugirió a Roger que fuesen al pequeño almacén que había detrás de la oficina. A aquella hora apenas acudía nadie a Telégrafos, y si así fuese, la campanilla que había sobre la puerta advertiría a Eldora de que tenía visitas.

Eran ya las 5.15 y Eldora aún seguía en el almacén con Roger. Ella había fumado dos cigarrillos y él tres. Ni una sola vez sonó la campanilla para interrumpirlos. Hablaron y finalmente él se la sentó en las rodillas, balanceándose de manera precaria en la vieja mecedora. Le besó el cuello y la hendidura que dividía sus pechos, hasta que a ella le pareció que se iba a morir de éxtasis. Luego él deslizó arteramente la mano bajo sus vestidos.

—Espera —dijo ella—, espera, Roger…

Saltó de sus rodillas, corrió a la puerta del almacén, la cerró y pasó el cerrojo por el interior. No podría oír así la campanilla, pero ya buscaría cualquier excusa y, por otra parte, no le importaba. Volvió a sentarse en las rodillas de Roger y cerró los ojos. Con mayor atrevimiento, la mano del joven se deslizó bajo sus ropas, ascendiendo por sus gruesos muslos, hasta que sus dedos tocaron el borde de sus pantaloncillos.

La puerta de entrada se había abierto y la campanilla sonó, sin que ninguno de los dos la oyera. Jake Binninger, el rechoncho, miope y voraz reportero, autor de comidillas, coleccionista de periódicos recibidos en intercambio y jefe de publicidad del Weekly Independent había entrado en la oficina.

Tenía como siempre un aspecto frenético, pero en aquellos momentos parecía presa de una agitación y entusiasmo aún mayores de lo acostumbrado. Blandía en la mano una tira de teletipo, que le proporcionaba una agencia nacional de noticias. Trató de encontrar a Eldora, pero no la vio por parte alguna.

—¡Eldora!

No obtuvo respuesta. Pensó al punto que debía haber salido a tomar una taza de café. Sin embargo, se hallaba decidido a no dejar sin confirmación el increíble despacho que tenía en la mano. Según el mismo, la notificación había sido enviada a Miller’s Dam por telégrafo. Tenía que existir copia del telegrama. Jake Binninger quería confirmación… La noticia era la más gorda que había ocurrido en el pueblo desde el asesinato de Pike’s Creek, ocurrido hacía diez años y, de ser cierta, quería conocer el texto exacto del telegrama.

Dio una vuelta por la oficina, encontró la lista de entregas de Eldora… Sólo se habían repartido seis telegramas aquel día, y ninguno de ellos era el que buscaba, y entonces, de repente, se le ocurrió leer los mensajes que aún había en el aparato.

Lo encontró inmediatamente, lanzó una exclamación de alegría y, sacando a toda prisa un lápiz, copió el texto del telegrama al pie de la hoja del teletipo.

EN RECONOCIMIENTO DE SU PODEROSA Y SIGNIFICATIVA LABOR LITERARIA EN FAVOR DE LOS IDEALES HUMANITARIOS Y TENIENDO ESPECIALMENTE EN CUENTA SUS NOVELAS EPICAS EL ESTADO PERFECTO Y ARGAMEDDON LA FUNDACION NOBEL DE ESTOCOLMO EN NOMBRE DE LA ACADEMIA SUECA TIENE EL GUSTO DE INFORMARLE QUE HA SIDO USTED ELEGIDO HOY PARA EL PREMIO NOBEL DE LITERATURA DE ESTE AÑO STOP EL PREMIO CONSISTE EN UNA MEDALLA DE ORO Y UN CHEQUE POR CINCUENTA MIL TRESCIENTOS DOLARES STOP LA CEREMONIA DE ADJUDICACION TENDRA LUGAR EN ESTOCOLMO EL DIEZ DE DICIEMBRE STOP SIGUEN DETALLES STOP NUESTRAS MAS CORDIALES FELICITACIONES STOP.

El telegrama iba dirigido a MISTER ANDREW CRAIG SETENTA Y SIETE WHEATON ROAD MILLERS DAM WISCONSIN…

Eran las 5.20, y ellos ya llevaban dos horas charlando y jugando a los naipes, cuando Lucius Mack vio que su compañero iba a desmayarse.

Los largos dedos de Andrew Craig asieron convulsivamente los naipes, desplegados al azar en abanico en su mano, y luego, con excesivo cuidado, depositó las cartas boca abajo, buscó desmañadamente la botella de Scotch y vació sus últimas gotas en su vaso, chocando ligeramente con el borde del mismo y vertiendo parte del licor sobre la mesa. Dejó la botella, levantó después el vaso con sus dos dedos de licor y lo examinó con expresión ausente.

Lucius Mack vio que Craig estaba demasiado ebrio para llevarse el vaso a los labios.

—Creo que ya hemos jugado bastante, Andrew —dijo Mack con tacto—. Mañana reanudaremos esta partida. Yo tengo que volver a la imprenta.

Craig levantó la cabeza no sin esfuerzo y trató de enfocar la mirada de sus ojos vidriosos en su amigo.

—Alguien tiene que… tiene que… hacer girar las ruedas de la industria —dijo con voz pastosa. Levantando la botella, consiguió tragar las últimas heces que quedaban en ella.

Mack apartó su silla y se levantó.

—¿No te gustaría echarte un poco?

—No deseo otra cosa, Florence Nightingale[5] —dijo Craig—. No juguemos más. Estoy como una cuba, los dos lo sabemos y… me gusta estarlo.

Mack rodeó la mesa disponiéndose a ayudar a Craig a levantarse, pero con un ademán lleno de dignidad, Craig apoyó ambas manos en la mesa y se enderezó penosamente. Una vez de pie, empezó a tambalearse en precario equilibrio, y se apoyó con una mano en la pared para no caerse.

Entornó los ojos para ver a Mack y después sonrió.

—Eres muy buen chico, Lucius… muy bueno. —Se acordó de sus deberes como anfitrión—. ¿Ya has bebido bastante?

—Demasiado, para la noche de trabajo que me espera.

—Algún día me gustaría también… me gustaría decir también eso… «Demasiado, para la noche de trabajo que me espera».

—Lo dirás, Andrew, puedes creerme.

Craig apartó su mano de la pared e intentó dar un paso hacia la cama, pero se tambaleó. Mack lo sujetó firmemente por el brazo, sosteniéndolo. Craig se vio obligado a admitir su derrota.

—Estoy algo mareado. He bebido más de la cuenta.

Mack acompañó muy despacio al escritor hasta la cama y luego lo ayudó a sentarse. Así que estableció contacto con el colchón, Craig se dejó caer hacia atrás sobre la almohada. Con facilidad y soltura, como había hecho tantas veces hasta entonces, Mack levantó del suelo las largas piernas de su amigo y las puso sobre la cama. Luego quitó a Craig sus mocasines de piel y los colocó cuidadosamente bajo la mesita de noche.

De pie junto a Craig, lo examinó por un momento. La postrada figura del escritor, alta y sorprendentemente membruda para un hombre tan empeñado en su propia destrucción, estaba vestida con una vieja camisa gris de franela y unos pantalones de pana. Mack decidió que su amigo estaría más cómodo así que en pijama. A pesar del calor que irradiaba la rejilla del horno, colocada en el piso, el frío otoñal se insinuaba por los resquicios de la ventana y Craig necesitaba calor.

Lucius Mack volvió a la mesa y se puso a limpiarla… Leah, la cuñada de Craig, que estaba abajo, no toleraría que dejase el cuarto hecho una leonera. Mack reunió todos los naipes desparramados y luego metió la baraja en su estuche. Tiró la botella vacía de whisky junto a la otra que ya estaba en el cesto de los papeles. Se llevó los dos vasos al cuarto de baño, los enjuagó y los enjugó, y luego volvió a depositarlos sobre el archivador verde de Craig.

Una vez hecho esto, Lucius Mack permaneció de pie en el centro de la estancia, y paseó su mirada por ella. Le gustaba aquel cuartito estrecho, pardo y acogedor, situado bajo el alero de la casa de madera, que consideraba tan suyo como las habitaciones que ocupaba en la casa de huéspedes de Perkins. Su mirada se detuvo en el escritorio de cierre enrollable y en la máquina de escribir tapada, que llevaba tanto tiempo ociosa, y en los cinco estantes de libros, casi todos de consulta e historia, con el estante superior reservado para las cuatro novelas de Craig en sus ediciones americana, inglesa y en lenguas extranjeras.

Lucius Mack conocía a los Craig, o a Craig, desde hacía más de cinco años, y durante más de dos de ellos fue amigo íntimo de Craig. Apenas parecía que hubiesen pasado ocho años desde que Andrew Craig y Harriet —él con aspecto tan juvenil, sólo con dos novelas publicadas y una tercera planeada— llegaron a Miller’s Dam, para fijar su residencia en la pequeña población. Compraron la casa Hartog, aquella misma en que entonces se encontraba, de Wheaton Road, la renovaron y al principio vivieron sólo para ellos mismos, como si estuviesen aún en plena luna de miel. Lucius Mack conoció a Harriet Craig una mañana, durante el primer mes de su residencia, cuando ella acudió al periódico para poner un anuncio por palabras ofreciéndose para trabajar de día en labores domésticas. Los recuerdos suelen hacerse confusos por el paso de los años, pero Mack aún recordaba vívidamente lo que más le impresionó entonces de ella: su cabello rubio combinado con una tez oscura, sus modales tranquilos y seguros, su cara eslava agradable, casi risueña, de facciones anchas pero regulares… Conjeturó que sus antepasados debían de ser lituanos. La joven era de talla algo superior a la media y sólo se la veía pequeña al lado de Craig, cuyo cuerpo larguirucho casi alcanzaba los dos metros. La naturaleza se había mostrado muy generosa con ella, haciéndola plenamente mujer bajo todos los aspectos, con cierta solidez que encajaba muy bien con el paisaje de Wisconsin.

Una semana después, Mack escribió a Craig para solicitarle una entrevista, y casi inmediatamente Craig acudió personalmente a la redacción. Por aquella época, Mack era el nuevo propietario del Weekly Independent. Se atenía a la insoslayable regla de todos los periódicos de provincias…, mencionar el nombre de todos los habitantes del pueblo en letras de molde al menos una vez al año, y, a ser posible, más. Esto resultaba difícil teniendo en cuenta que la mayoría de personas que formaban aquella pequeña comunidad eran gentes de vida gris y sin ningún interés. La llegada de alguien del Este, especialmente tratándose de un autor conocido cuya reputación iba en aumento, proporcionó ocasión a Mack para infundir nueva vida a las páginas de su periódico.

Lo que el director-editor recordaba más de la primera visita de Craig eran sus desgreñados cabellos y sus ojos vivos, risueños, que todo lo veían, el indudable cinismo de su media sonrisa y la impresión general de unas facciones alargadas, hundidas y pensativas. Craig resultó ser un tema magnífico y un conversador fácil y cautivador. Él y Harriet llevaban cinco años de casados y realizaron su viaje de bodas por el extranjero, de Escandinavia a Italia. Luego fueron al Este, donde ella tuvo un aborto, y vivieron en Long Island durante cinco años y fue allí donde Craig escribió sus dos primeras novelas. Una vez, durante un viaje a Madison, en cuya universidad estudiaba Leah, hermana menor de Harriet, pasaron por Miller’s Dam. Más tarde ambos decidieron, por mutuo acuerdo, adquirir una casa en aquel pueblecito tan apacible para establecerse allí, algún día, cuando dispusiesen de ahorros suficientes. Continuaron viviendo en Nueva York a pesar de que aquella existencia comprimida y tumultuosa les era insoportable —«millones de personas juntas que están solas», dijo Craig, citando a Thoreau—, pues los Craig eran ambos oriundos del Midwest. Fue entonces cuando el segundo libro de Craig mereció la suficiente consideración por parte de su editor para que este le hiciese un anticipo considerable, que le permitió poner en práctica su idea. Sin la menor vacilación, Andrew Craig y Harriet se trasladaron a Miller’s Dam.

Al evocar aquella primera entrevista, Lucius Mack recordó que Craig era un conversador extraordinario. La mayoría de los hombres poseen una o dos especialidades, varias aficiones a lo sumo y exhiben una vasta ignorancia y desinterés por todo lo demás. Andrew Craig no era de esos. Demostró hallarse interesado por todo como quien dice, y sabía las cosas más dispares y extrañas. Durante aquella primera entrevista, y a su manera viva y pintoresca, habló de los jesuitas franceses que subvencionaron al padre Marquette, la trayectoria de la bola curva de tres dedos de Brown, la sexualidad de la querida de Alexander Hamilton, o sea mistress María Reynolds, el genio peculiar de Charles Ford, las joyas de la piramidología, y la verosimilitud de la teoría de Kazantvez, según la cual la explosión meteórica ocurrida en el río siberiano Tunguska, en 1908, fue en realidad una explosión nuclear producida al desintegrarse una astronave extraterrestre.

Todo aquello fue ocho años atrás. ¿Y ahora, qué?

De pie en el centro de la habitación, Lucius Mack dirigió una mirada de compasión a la figura de su amigo, tendida desgarbadamente en el lecho; observó su pesada respiración y su profunda modorra. Exceptuando las marcadas ojeras que su vida disipada habían hecho aparecer bajo sus ojos, y las arrugas que cruzaban sus mejillas, Craig parecía el mismo de entonces, a pesar de que a la sazón ya tenía treinta y nueve años. Olvidándose de que tenía dieciséis años más que él, Mack se sintió inmediatamente su igual, su contemporáneo, sin que entre ambos se extendiese un puente de años. Quizá descubrieron ambos que eran unos buenos compañeros durante aquella primera entrevista, porque eran muy parecidos, ya que sus espíritus galopaban por la Tierra y el universo próximo, a diferencia de los demás, limitados por el tiempo, de estrechas miras a ras de tierra, preocupados sólo por el precio de los cerdos y del trigo, por el aislamiento de las praderas y los mejores métodos de cultivo.

Casi todas las semanas, durante sus primeros tiempos de estancia en el poblado, Craig entró con su paso desgarbado en la redacción del periódico para beber una o dos copas con Mack, hablando y escuchando alternativamente. Pero después de la desgracia que se abatió sobre Craig, después de la lesión, su hundimiento moral y su rendición, Mack se acostumbró a visitar a su amigo cuatro o cinco veces por semana. Solía acudir por las tardes, antes de que Craig hubiese bebido demasiado. Se instalaban en el cuarto de arriba, con la botella entre ambos. Por cada copa que bebía Mack, Craig se echaba seis al coleto, y así conversaban como antes, tal vez con mayor desparpajo, dejando volar más la imaginación a medida que iban bebiendo. A veces, pero no de manera fija, sino cuando les venía en gana, echaban una partida de naipes. Esta vida ya duraba desde hacía casi tres años y aquellas tardes terminaban, durante los períodos de depresión de Craig, tal como había terminado la de aquel día.

Suspirando, Lucius Mack recogió su paquete de cigarrillos, que estaba al lado de la tabaquera de Craig. Oyó cómo este se agitaba inquieto en la cama y lo miró sin ninguna preocupación. Craig se había vuelto para tenderse de costado, estirando uno de sus flacos brazos y doblando las piernas, para quedarse dormido como un tronco. Mack se preguntó si su amigo soñaría. Confiaba en que no le sería posible.

Mack salió de la habitación sin hacer ruido y bajó con cuidado los dos tramos de la escalera de madera. El living estaba muy bien iluminado, pues el día era sombrío, y Leah Decker, mostrando en su cara la familiar desaprobación que era propia de ella en aquella hora del día, estaba sentada en un extremo del mullido sofá a cuadros, haciendo calceta con gran aplicación.

Cuando Mack entró en la estancia, ella levantó la mirada.

—¿Cómo está?

—Durmiendo.

—¿Ha bebido mucho esta tarde?

—No, sólo unos dedos.

—¡Vaya!

Con ademán paciente, Mack encendió una cerilla y la acercó al cigarrillo que tenía entre los labios. Aspiró el humo y luego echó una bocanada, tirando la cerilla en un cenicero de cerámica.

—Mira, Leah —dijo sin exasperación en su voz—. Ya te lo he dicho una y otra vez… Andrew ha pasado lo suyo, ha sufrido mucho, y esta es su manera de evadirse. No es como los demás hombres. Él es un creador, lleno de sensibilidad…

—Esto no le autoriza a portarse como si fuese Edgar Allan Poe. Aunque consiguiera demostrar que es Poe en persona. Hace muy mal en pasarse el día bebiendo, para terminar borracho todas las noches…

—Vamos, Leah, tú ya sabes que esto no es siempre así…, que le viene a rachas…

—Cada vez está peor —dijo ella con énfasis—. Antes solía estar dos semanas sereno y dos semanas borracho. Ahora está tres semanas borracho y una sereno.

—Por el momento tenemos que soportarlo. Cuando un hombre que amaba a su esposa como él la quería, la pierde, la impresión…

Leah puso su labor a un lado.

—Fue él quien mató a Harriet bebiendo de ese modo, y ahora trata de matarse él. Me repugna ser testigo de dos asesinatos. —Levantándose, se frotó las manos, vuelta de espaldas a Mack; luego se volvió para mirarlo cara a cara—. Por amor de Dios, Lucius, ¿te figuras que yo no sé lo que es eso? Ella era mi hermana… además de su mujer. Pero tú no me verás, ni nadie me verá, haciendo estas locuras, bebiendo sin freno y sin tasa noche y día, viviendo medio aturdida por la bebida, los sedantes y la depresión. La pérdida de Harriet significó también para mí un terrible golpe, pero después de llorada como era debido, y de acordarme de ella, supe encontrarme a mí misma. Por Dios, que de eso ya hace tres años. La vida continúa. No se para. La vida es para los vivos. Aunque, de todos modos, apenas pueda llamarse vida a esto. A todos nos llegará el turno, no lo dudes. —Se interrumpió—. ¿Quieres café?

Siempre tomaban café los dos juntos, cuando él volvía de visitar a Craig.

—Sí, gracias.

Leah Decker se metió en la anticuada cocina y Mack fue tras ella, sentándose en una silla junto a la mesa donde solían comer. Se puso a seguir con el dedo el dibujo de flores pintado sobre la mesa de madera de arce y luego miró cómo Leah preparaba el café. Era una mujer muy agraciada bajo cualquier punto de vista, se dijo. Quizá con los años perdiese su atractivo, pero a la sazón era una espléndida belleza. Poseía las mismas facciones eslavas de Harriet, con la diferencia de que eran más firmes y acusadas. Su cabello, castaño y no de un rubio oscuro, como fuera el de su hermana, estaba peinado hacia atrás, muy apretado y recogido en un moño. Era más alta y erguida que Harriet y su silueta era agradable, aunque más rígida e inflexible. No poseía nada de la alegría o el humor de Harriet. Era una mujer práctica, juiciosa y —últimamente con excesiva frecuencia— de carácter regañón. Mack le perdonaba este último rasgo, porque su suerte no tenía nada de envidiable. Después del accidente, vino para el entierro de Harriet y se quedó para cuidar de Craig y atender a las labores domésticas. A pesar de todos sus defectos, sentía una abnegada devoción por Craig y en su presencia siempre se mostraba más dulce y femenina que de costumbre. Sus modales más bruscos y sus quejas quedaban reservados para los demás.

Mack sabía que allí ella se sentía muy sola. Craig estaba muy raras veces sereno, en disposición de salir o de conversar. Y Mack comprendía además que su vida no era fácil desde el punto de vista económico. En la actualidad, los escasos ahorros de Craig ya debían de haberse volatilizado, dejándole innumerables deudas y escasas esperanzas de salvación. Craig tenía cien páginas de una nueva novela, Retorno a Itaca, pero en seis meses sólo había aumentado aquel número en unas cuantas páginas más. Luego se le presentó la ocasión de ingresar como profesor en el Colegio Joliet, que estaba a seis kilómetros y medio de Miller’s Dam, hacia el norte. Un solemne y erudito profesor de Literatura en aquella institución docente, un tal Alex Inglis, un escritor frustrado que rebasaba la cincuentena y sentía una profunda admiración por la obra de Craig, tocó las teclas pertinentes a fin de conseguir para su ídolo una plaza de profesor en el Colegio. Pero aquella esperanzadora gestión terminó en agua de borrajas cuando, con intención de impresionar favorablemente al Consejo de Administración de la escuela, Inglis organizó una conferencia literaria que debía pronunciar Craig en Joliet, y el escritor se presentó allí borracho como una cuba, con el resultado de que fue incapaz de pronunciarla.

Si Craig conseguía ir aún subsistiendo, se debía, en opinión de Mack, a las economías que hacía Leah, que se esforzaba por administrar además lo que quedaba del prestigio literario de Craig. Los derechos de autor que arrojaban las ediciones en rústica de sus novelas, las traducciones de las mismas a otros idiomas y las adaptaciones para la televisión, no se habían agotado del todo, y Leah sacaba el mayor partido posible de aquellos escasos ingresos. También se esforzaba por mantener vivo el limitado culto de Craig en todo el país y el interés por su obra, respondiendo a las cartas de todos los admiradores, manteniendo correspondencia con los críticos y pidiéndoles que se ocupasen de Craig y, por último, sugestionando al desesperado agente literario del escritor, para que no cejase en sus esfuerzos por obtener reediciones y nuevas ediciones de sus cuatro libros. De este modo conseguiría mantener a Craig —y mantenerse a sí misma— a flote. Pero ¿por cuánto tiempo?

¿Y por qué? Esta última pregunta era la única que interesaba a Lucius Mack. ¿Por qué Leah Decker, una mujer tan atractiva que sólo tenía treinta y cuatro años, se había entregado a aquella existencia? ¿Lo hacía por compasión hacia su cuñado? ¿Sería porque la proximidad a una figura literaria de la que antaño se esperó tanto era un estímulo para su vida gris y la enriquecía? ¿Sería por masoquismo? ¿O bien sería —y Mack había hecho frecuentes cábalas acerca de este punto— porque deseaba en secreto al marido de su hermana, la futura seguridad y prestigio que le podría proporcionar, e incluso su amor? Mack no sabía a qué carta quedarse.

—No tardaré más de un minuto —dijo Leah sin volverse, mientras sacaba los panecillos del horno.

—No hay prisa.

Mirando a Leah, Mack se hizo también otra pregunta. Cuando Mack u otros amigos íntimos se hallaban presentes, y Craig no se encontraba con ellos, Leah siempre se quejaba de que su cuñado bebía tanto. Se hacía la buena hermana, y su actitud siempre despertaba simpatía y admiración. Pero Mack tenía sus dudas. Nadie sabía cómo, siempre había algunas botellas de whisky nuevas en la habitación de Craig, y este no las compraba. La verdad era que siempre se las arreglaba para beber antes y después de verse con Mack. Mack se preguntaba si era Leah quien, de una manera solapada, fomentaba la inclinación de Craig a la bebida, o al menos hacía la vista gorda ante ella, a fin de reducir su potencia viril. De esta manera podía tenerlo sometido a su voluntad actuando en parte como enfermera, en parte como madre y en parte como esposa. Sin beber, sobrio como estaba antes, Craig podía irse de Miller’s Dam, abandonando su casa y a Leah y esta se quedaría sin él, en una vida vacía y desamparada de solterona. Sin embargo, había argumentos que se oponían a semejante conducta por parte de Leah, como el hecho de que el estado permanente de embriaguez significaba su anulación como artista creador, lo cual lo empobrecía y redundaba en perjuicio de Leah. ¿Cuál era la verdad sobre Leah? Mack se perdía en cábalas y conjeturas.

Ella depositó dos tazas de humeante café sobre la mesa y luego, trayendo los panecillos calientes y la mantequilla, se sentó frente a Lucius Mack.

Mientras revolvía el café con la cucharilla para deshacer el azúcar, ella dijo:

—Como tú sabes, he tratado de hablar con él varias veces estas últimas semanas. Es decir, me he esforzado por decirle que escribiese un poco todos los días…, que hiciese algo. —Su mirada permanecía fija en la cucharilla—. Me gustaría que tú también se lo dijeses. A ti te escucharía.

Mack echó nata en su café y luego lo paladeó.

—Hemos hablado de esto muchas veces, Leah. ¿De qué crees que hablamos allá arriba? Un día esto se resolverá, estoy seguro. Ahora se encuentra atrapado por esta idea obsesiva de destruirse a sí mismo. Pero en el fondo, es demasiado resistente para matarse. No olvides que es un escritor y que posee un cerebro privilegiado. Un día, estos factores se impondrán, él se despertará de esto como de un mal sueño, la botella le parecerá algo extraño y desconocido y se dirá… Jesús, ¿dónde he estado? Y añadirá… ahora me toca continuar viviendo. Y después volverá a ser como antes.

—Pero a veces esto no ocurre nunca. Poe…

—Bah, tonterías. No pienses en Poe.

—Sí, yo también espero que llegue ese día. Tres años es mucho, muchísimo tiempo. —Empujó el plato de panecillos hacia Mack. Toma uno. Tienes que comer.

Como para subrayar el consejo dietético de Leah, el timbre del teléfono, colocado en la cocina, empezó a tocar.

En aquellos días había muy pocas llamadas y Leah se apresuró a descolgar el auricular. Escuchó un momento y, decepcionada, dijo al que llamaba que esperase y luego tendió el aparato a Lucius Mack.

—Es para ti —dijo—. Jake Binninger te llama desde la redacción.

Poniéndose en pie, Mack se acercó al teléfono. Sosteniendo el receptor entre el hombro y la barbilla, como tenía por costumbre, se dispuso a escuchar.

Sentándose de nuevo ante la mesa, Leah absorta en sus propios pensamientos, dejó de prestar atención a Mack. Pero casi vertió el café que bebía cuando oyó la súbita exclamación de este. Levantó la vista con sorpresa para ver su cara arrugada dilatarse con una amplia sonrisa, mientras la sangre teñía de rojo sus mejillas.

—¿Estás seguro, Jake? —dijo por el teléfono—. ¿No será un bulo? Vuelve a leérmelo…, todo…, despacio…, ya puedes empezar.

Sólo se escuchaba en la cocina el zumbido de la nevera, mientras Lucius Mack se mantenía con la oreja pegada al teléfono, observado con curiosidad por Leah.

Mack rompió aquel silencio para decir:

—Muy bien… basta… ¡qué día! Ahora escúchame, Jake, déjalo todo y ven en seguida, trayéndolo contigo.

Colgó de golpe y se volvió.

—¡Leah, es sensacional…, acaba de llegar la noticia… Andrew ha ganado el Premio Nobel de Literatura!

Ella mostró una expresión de desconcierto.

—¿Qué quieres decir? No te entiendo…

Mack la agarró por los hombros, levantándola a medias y zarandeándola en su entusiasmo.

—¡El Premio Nobel!

—¿El de Suecia? —preguntó atónita.

—El mayor del mundo. ¡Más de cincuenta mil pavos para Andrew Craig!

—Explícate, Mack. No lo comprendo. Estoy hecha un lío.

—Ya sabes, mujer…, ya sabes…, el premio anual que se da al mejor escritor de la Tierra… y acaban de anunciarlo desde Estocolmo… Lo han concedido a Andrew.

—Oh, Dios mío… —Ella se quedó sin habla—. ¿Es cierto?

—Jake ha recibido un cable de la Associated Press. Inmediatamente lo comprobó. El telegrama de Estocolmo acaba de llegar a Telégrafos.

—¿Y ahora qué haremos? —preguntó ella, con tono desvalido.

—Haremos que Andrew se levante inmediatamente. La Associated Press y la United Press International envían por avión a sus representantes desde Chicago. Time, Life y Newsweek hacen lo propio. Esta noche llegarán todos aquí. Y los diarios de Milwaukee y Madison nos envían corresponsales especiales. Todos han comprobado la veracidad del telegrama llamando a nuestra redacción. ¡Vaya notición, Leah! ¡Esto sí que es gordo!

—Pero Andrew… no se halla en estado…

—Haremos que se halle —dijo Lucius Mack. Asiendo a Leah por el codo, empezó a empujarla fuera de la cocina, cuando de pronto se detuvo—. No, espera. Tú prepara varios litros de café bien cargado, mientras yo lo despierto. ¡Tenemos que conseguir ponerle sereno, al menos en parte!

Leah movió la cabeza en un gesto maquinal de asentimiento y regresó a la cocina. Mack atravesó corriendo el living, subió las escaleras de dos en dos y penetró como una tromba en la habitación de Craig.

El eminente escritor se encontraba entonces tendido de espaldas, con los brazos extendidos, ocupando toda la cama como un crucificado. Su respiración era nasal y dificultosa.

Conteniendo el aliento, Mack se acercó a él y se sentó al borde del lecho.

—Andrew… Andrew

No obtuvo respuesta. Tomó a Craig por los hombros y lo sacudió.

—Despierta, hombre…

Craig se debatió y luego abrió sus ojos inyectados en sangre. Escrutó la cara de Mack, tratando de orientarse, para saber quién era el que estaba a su lado, dónde estaba y en qué condición. Se pasó la lengua por los labios resecos.

—¿Qué pasa? —murmuró—. Por el amor de Dios, déjame en paz…

Volvió la cabeza sobre la almohada, pero Mack le tomó la cara con ambas manos y le obligó a mirarle de nuevo.

—Andrew, es algo muy importante…

—Quiero dormir…

—No, escucha… ¡Escúchame, hombre de Dios…! ¡Acabamos de recibir una noticia! ¡Te han dado el Premio Nobel…!, ¡de veras, hombre, no bromeo! Menciona El Estado Perfecto, Argameddon y tu obra a favor de los «ideales humanitarios». ¡Andrew, es verdad, y el premio son cincuenta mil machacantes!

Andrew Craig permanecía quieto, como muerto, con los ojos abiertos y fijos en un punto situado más allá de Mack, esforzándose por que aquellas palabras penetrasen hasta su embotado cerebro.

—¿No oyes lo que te digo, Andrew?

—Sí, lo oigo. —Pero no se movió—. Supongo que es broma, ¿eh?

—Es absolutamente cierto. Jake Binninger viene ahora de la redacción con el telegrama y la confirmación de la Associated Press. ¡Dentro de un par de horas tendrás aquí a los representantes de toda la prensa nacional!

—¿Por qué me lo han dado, precisamente a mí? —preguntó Craig de pronto, más sereno—. No he publicado nada en cuatro años…

—No sé por qué…, la verdad, no lo sé… Únicamente puedo decirte que así ha sucedido. El viejo Zeus ha bajado del Olimpo para coronar a su elegido. Andrew, ¿te das cuenta de lo que esto significa…, de lo que hoy ha sucedido? ¡Hoy has obtenido el Premio Nobel…, eres otro de los inmortales…, de los escritores de primera línea!

—No sé qué decir.

—Pues será mejor que lo vayas pensando, y de prisa. Tendrás que hablar mucho, para el mundo entero, esta misma noche.

—Lucius, estoy borracho.

—Y a te pondremos sereno. Ahora Leah está en la cocina.

—¿Y qué ha dicho ella?

—Se ha quedado sin habla.

—Me alegro por ella. —Intentó incorporarse sobre un codo, gruñendo y apoyando la cabeza en la mano, pero terminó dejándose caer de nuevo sobre la almohada—. ¡Uf! Vaya tablón que he pillado. Lucius, no puedo levantarme. Déjame dormir un poco.

—No. Ni pensarlo. Ahora ya no eres sólo de Miller’s Dam. Perteneces al mundo y a la posteridad. ¡Levántate!

Mack tiró del brazo de Craig, este se apoyó en el lecho y finalmente consiguió incorporarse, pero trastornado y tembloroso. Luego sacó las piernas de la cama. Arrodillándose, Mack le calzó los mocasines.

—Ya está.

—¿Tendré que vestirme?

—No creo que haga falta. Tú ahora eres un escritor famoso y puedes permitirte el lujo de vestir como te dé la gana. Lo único que quiero es verte sereno. ¿Por qué no te echas un poco de agua a la cara y te peinas?

Lanzando gruñidos, Craig consiguió mantenerse en pie, sujetándose la cabeza entre las manos, como si quisiera mantenerla atornillada al cuello. Poniendo con vacilación un pie delante del otro, avanzó haciendo eses para desaparecer en el cuarto de baño. Después de dejar correr un poco el agua, regresó al cuarto mejor arreglado, pero sufriendo aún horrores.

—No sé, Lucius. En lugar de un Mack, veo a tres, y todos se parecen a Simon Legree. La cama se ha convertido en dos camas gemelas y yo quiero dormir en ambas. —Con mano temblorosa, tomó su pipa de la mesa y luego la bolsa, muy baqueteada y medio llena. Miró a Mack por un momento—. ¿El Premio Nobel? ¿Y eso a qué equivale?

—Y a te lo he dicho. A más de cincuenta mil dólares.

—No…, eso me parece bien, pero… ¿Qué tendré que hacer?

—Pues verás, esta noche, rueda de prensa. Y dentro de tres semanas, tendrás que ir a Estocolmo…

—¿A Estocolmo? Imposible.

—¿Por qué no?

—Porque no. Ya estuve allí una vez…, pero fui con Harriet —dijo con voz casi inaudible—. Ahora estoy solo. —Intentó salir de la habitación, pero se le doblaron las rodillas y tuvo que sujetarse en Mack. Sonreía de un modo que daba pena—. Creo que necesito un colaborador, Lucius. Ayúdame a bajar.

Ambos descendieron juntos por la escalera y cruzaron lentamente el living, hasta llegar por último a la cocina. Jake Binninger acababa de llegar, con la chaqueta de piel de cordero abrochada de cualquier modo. Estaba limpiando los gruesos vidrios de sus gafas, mirando al propio tiempo cómo Leah leía el telegrama y el cable que acababa de entregarle.

Andrew Craig entró en la cocina y Jake Binninger saltó hacia él. Apoderándose de la inerte mano del escritor, se la sacudió alborozadamente.

—¡Míster Craig, esto es maravilloso! ¡Me siento orgulloso de ser su amigo! ¡Un millón de felicidades!

—Gracias, Jake.

Leah ya había conseguido reponerse de su emoción. Cuando el periodista se apartó, ella se acercó a Craig y, poniéndose de puntillas, rozó su mejilla con los labios.

—Estoy contenta por ti —dijo.

—Gracias, Lee.

—Aquí está la confirmación.

Y le tendió el telegrama y el cable llegado por teletipo.

La mano de Craig temblaba al tomar las hojas y tanteó a su alrededor, en busca de una silla. Cuando la encontró se sentó con el mayor cuidado.

—Apestar a vino —le dijo ella—. Esto no me parece bien…, en tu posición actual. Quiero que bebas café bien cargado, una docena de tazas…

Él estaba leyendo el telegrama.

—Ahora no —dijo con expresión ausente.

—¡Y con esa facha! —prosiguió ella—. Un Premio Nobel con una camisa sudada, tirantes y unos mocasines mugrientos… Piensa que te fotografiarán.

Lucius Mack, que aún estaba en la puerta de la cocina, le interrumpió.

—Yo le dije que ya estaba bien, Leah. El público se imagina a los escritores así.

—Pero con aspecto digno. —Volviéndose a Craig, le dijo con tono más cariñoso—: Por favor, Andrew…

—Lee, me veo incapaz de subir de nuevo esas escaleras. Y si subiese, ya me quedaría arriba. —Tiró el telegrama y el cable sobre la mesa—. Parece una noticia oficial. Pero no sé nada de Estocolmo. —Dirigió una mirada suplicante a su cuñada—. Lee, no podré aguantar lo de esta noche sin algo que me dé fuerzas. Hay una botella en la alacena.

Leah no se movió.

—Café, he dicho.

—Bueno, mujer, como tú quieras… Dame café, pues…, lo que sea.

Cuando Leah se acercaba al fogón, el teléfono de la pared empezó a tocar. Ella tenía la cafetera en la mano e hizo una seña con la cabeza a Jake Binninger, quien se precipitó hacia el aparato.

Era una conferencia puesta por el editor de Craig desde Nueva York, y aquel era su primer contacto desde hacía un año. Las felicitaciones del editor eran sinceras y cordiales. Además, tenía buenas noticias para Craig. Al día siguiente empezaría a preparar una edición de lujo que contendría tres de las cuatro novelas de Craig —«Aprovecharemos los antiguos estereotipos, con papel Biblia y, esta vez, con ilustraciones»— que sería llamada la «edición Premio Nobel» y cuya impresión se aceleraría para poder incluirla en el catálogo de primavera.

El editor, que desde hacía mucho tiempo había dejado de pensar en Craig, en cómo tenía este su siguiente novela y en la mismísima novela, sentía entonces gran ansiedad por saber si Craig había continuado escribiendo.

—Sí en vez de eso me preguntase sí he dejado de beber, le diría que no —le espetó Craig por toda respuesta.

El editor consideró esta salida como una broma y reafirmó su fe en Craig. Prueba tangible de ello sería un cheque que le enviaría por correo antes de una semana, como anticipo sobre la edición de lujo y anticipo adicional sobre la nueva novela. Se sentía orgulloso de haber publicado las obras de un Premio Nobel. Confiaba en ver a Craig antes de que este fuese a Estocolmo a recoger sus laureles. Craig se limitó a contestar con monosílabos y colgó tan pronto como le fue posible, murmurando: «¡Valiente sinvergüenza!». Leah reprendió a Craig, diciéndole que el editor estaba en su perfecto derecho de haberse portado como se portó, entonces y antes. ¿Qué actitud hubiera adoptado Craig, de haberse hallado en lugar del editor, ante un escritor que aceptaba su dinero y no escribía ni una línea? El buen humor de Craig reapareció por un breve instante.

—Rectifico mi comentario —dijo—. Pobre sinvergüenza.

Antes de que pudiera apartarse del teléfono, este sonó de nuevo. Esta vez era conferencia de Connecticut; el agente literario de Craig, con el que este no se relacionaba desde hacía meses, pero con el que Leah mantenía una asidua correspondencia. Ceñudo, Craig escuchó aquel chaparrón de felicitaciones y albricias. El agente también tenía noticias para él. Había recibido tres llamadas de guionistas neoyorquinos que trabajaban para el cine, sondeando las posibilidades de llevar a Hollywood alguna obra de Craig cuando este regresara de Suecia. Al parecer, todos querían a Craig, pero también querían saber cómo seguía de salud. Craig se sentía más divertido que irritado.

—Dígales —comunicó al agente— que trabajaré para Hollywood por cinco mil dólares y cinco cajas de Ballantine por semana.

La risa que llegó desde Connecticut no era muy sincera.

Diez minutos después, cuando Craig había terminado su taza de café y Leah se la llenaba de nuevo, hubo una tercera conferencia, esta de Boston. Craig tomó el receptor que le ofrecía Jake Binninger, para encontrarse conectado con el más famoso organizador de conferencias de la nación. A diferencia de los demás, este era un hombre brusco que iba derecho al grano.

—Este Premio Nobel —dijo a Craig— le convierte a usted en un artículo de gran venta. Podemos contratarle por todo un año, para que hable en clubs femeninos, en círculos selectos, etcétera, por un precio bruto de cien mil dólares. Nuestra comisión será la mitad de esa suma. El resto será suyo, naturalmente. Correremos con todos los gastos de viajes, hoteles, manutención, publicidad. Cuente con ello, si le interesa, con una sola condición. —La voz de Craig era incisiva, cuando preguntó cuál era aquella condición—. Los clubs femeninos son muy susceptibles —prosiguió el organizador de conferencias—. Nosotros nos comprometemos a entregarles serenos a nuestros conferenciantes. He oído decir que usted suele empinar el codo. ¿Es esto cierto? —A Craig aquel hombre le iba gustando, por su modo directo y franco de hablar.

—Sí, es cierto —repuso con la misma franqueza.

Su interlocutor era un hombre realista.

—Bien, cuando deje de beber, ya me avisará. De todos modos, le felicito. Ahora está usted en el camino ascendente.

De nuevo sentado a la mesa, Craig sintió que sus últimas energías le habían abandonado. Era incapaz de coordinar sus ideas. Tomó la segunda taza de café casi hirviente, contemplado por los que le rodeaban.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Lucius Mack.

—Muy mal. Medio borracho aún, y medio con resaca. ¿Crees que es así como se sintió Ulysses S. Grant en Appomattox?

El carillón de la puerta sonó. Había alguien que quería entrar.

Leah se retorció las manos con nerviosismo y fue a abrir. Lucius Mack le cerró el paso.

—Espera un momento. —Tocó el hombro de Craig—. ¿Qué dirás, Andrew, si son periodistas? ¿Te ves capaz de afrontarlos?

—No —contestó Craig.

—Muy bien. —Se volvió entonces a Leah—. Si son los chicos de la Prensa, entretenlos. Diles que tiene fiebre, la gripe, y que tal vez podrán verlo mañana por la mañana. Entretanto, diles que me alegraré de llevarlos al periódico para darles detalles, anécdotas, la vida de Craig, etcétera. ¿Me has entendido?

—Si has conseguido manejar a Andrew Craig durante tres años, puedes manejar a quien sea —dijo ella muy animada, y salió inmediatamente.

Mack observó a Craig por un momento. El escritor cubría la taza de café con la mano y se balanceaba suavemente en la silla, con los ojos cerrados. Mack hizo una seña a Jake Binninger.

—Jake —le dijo—, esto es un notición para nosotros y para todos los diarios que representamos. Vete ahora mismo a la biblioteca y búscame todos los datos sobre el Nobel que puedas encontrar, y tráemelos a la redacción lo antes posible. Tan pronto como Andrew se sienta en disposición de hablar, le sacaré lo que necesito. Tiene gracia, se puede conocer a uno durante años, e ignorar detalles tan importantes como su fecha de nacimiento, etcétera. Ni siquiera sé dónde nació.

—En Cedar Rapids —dijo Craig desde la mesa.

—Pues no lo sabía —dijo Mack. Se volvió hacia su reportero—. Ahora vete a hacer lo que te he dicho, y más tarde nos veremos.

Cuando Binninger hubo salido por la puerta trasera, Mack aguzó el oído para escuchar las voces que le llegaban desde la puerta de entrada. Esperó con cierta aprensión y luego oyó unas pisadas ahogadas sobre la alfombra. Apareció Leah, seguida por Alex Inglis, el profesor del Colegio Joliet. Inglis, con sus facciones anglosajonas sonrojadas por el frío, y una expresión de asombro permanente, mezclado de temor, entró en la cocina como hubiera podido hacerlo en el gabinete de trabajo del conde León Tolstoi en Yasnaya Poliana.

—No era la prensa —dijo Leah a Craig—. Es Alex Inglis, del Colegio…

Craig abrió los ojos y parpadeó, al ver a su admirador. A toda prisa, desmañadamente, sin quitarse su grueso abrigo negro ni su tapabocas, Inglis tomó asiento en una silla frente a su ídolo.

—No sabría decirle hasta qué punto la emoción nos embarga —dijo Inglis respetuosamente—. Todo el Colegio anda de cabeza. Imagínese, un Premio Nobel bajo nuestras propias narices…

—Gracias —murmuró Craig.

—Son tan pocos los autores norteamericanos que han obtenido este galardón —prosiguió Inglis—. Sinclair Lewis, Pearl S. Buck, Eugene O’Neill, William Faulkner, Ernest Hemingway, Thomas Stearns Eliot —si queremos considerarlo norteamericano— y ahora, Andrew Craig.

Este no demostró ninguna reacción e Inglis buscó con la mirada el asentimiento tácito de Leah y Mack, para continuar después con pedantería:

—Pensemos lo que es esto. Míster Craig está ahora en compañía de Kipling, Rolland, Anatole France, Thomas Mann, Galsworthy, Churchill…

—Añada usted a Gjellerup y Pontoppidan —murmuró Craig—. ¿No los conoce? Lo ganaron en mil novecientos…, vamos a ver…, diecisiete. Llámeme Gjellerup y aguántese bien antes de pronunciarlo.

—Por favor, Andrew… —dijo Leah.

Inglis estaba desconcertado.

—¿No se encuentra usted bien, míster Craig?

—Profesor Inglis, estoy borracho.

—Ah, vaya…, pero no se lo censuro, no, señor… Tiene usted perfecto derecho a celebrarlo. —Tragó saliva con dificultad—. He venido, en primer lugar, para felicitarle…

—Discúlpeme —le interrumpió Craig—. Ya sabe que le tengo aprecio, Inglis.

—… Pero también para traerle otras buenas noticias adicionales.

Estaba con el presidente del Consejo de Administración cuando nos enteramos. Tengo su permiso para decirle lo siguiente: hemos recibido una sustanciosa donación para aumentar —en proporciones inmensas— la Sociedad Histórica de Midwest, la cual funcionará con completa independencia del Colegio. Esto ya será totalmente una realidad en verano. Habrá una vacante para un conservador —algo parecido a la posición que ocupaba Archibald MacLeish en la Biblioteca del Congreso—, un puesto ideal para usted, míster Craig. Digo ideal, porque en realidad será un cargo honorífico, destinado únicamente a dar lustre a la Sociedad y fomentar los donativos y la entrega de colecciones. La verdadera labor correrá a cargo de un grupo de bibliotecarios. Sólo tendrá que asistir a una reunión al mes, y tal vez hacer algún que otro discurso en nombre nuestro. Por lo demás, usted tendrá total independencia para trabajar en sus novelas en su propia casa. Los honorarios serán quince mil dólares anuales. Aunque, desde luego, ya sé que con todo ese dinero del Nobel…

—En enero todo el dinero del Nobel ya se habrá evaporado —dijo Craig, que bizqueaba los ojos para ver mejor a Inglis—. Por lo tanto, esta oferta me parece buena.

—Me encanta oírselo decir. El Consejo de Administración ve con muy buenos ojos su nombramiento. El Premio Nobel les ha causado mucha impresión. Aunque, naturalmente…

Se interrumpió vacilante y Craig, serenándose por un momento, miró a su visitante de hito en hito.

—Naturalmente… ¿qué?

—El Consejo está dispuesto a dar carácter definitivo al nombramiento después que haya tenido lugar la ceremonia de entrega del Premio Nobel…, es decir, cuando usted haya recibido esa distinción y haya pronunciado su discurso de gracias.

—¿Por qué no me nombran ahora, Inglis? ¿Tienen miedo que los ponga en ridículo…, que se produzca otro fracaso…, como aquella vez que tenía que hablar en el Colegio? Apuesto a que esos barbas no creen que sea capaz de subir suficientemente sereno al estrado, para recibir el Premio Nobel en Estocolmo. Temen un escándalo, ¿verdad?

Inglis pareció desaparecer en el interior de su enorme gabán, dominado por el embarazo.

—No es eso, míster Craig…

—¿Qué otra cosa puede ser, cuerno? Me tienen a prueba. Ve a Estocolmo, Craig, preséntate ante el mundo, exhibe dignidad académica, demuestra que estás curado, limpio, regenerado…, y vuelve a nosotros, no sólo con tus laureles, sino convertido en un nuevo hombre. Estoy a prueba…, en observación. ¿No es eso, Inglis?

—Deja de molestarlo, Andrew —dijo Leah—. Hace lo que puede. Está de tu parte, como todos. Lo único que sucede, es que ahora todos esperamos más de ti.

—Pues yo soy como soy —dijo él con tono belicoso. Sus ojos se posaron de nuevo en Inglis, y su talante cambió como por ensalmo—. Es una buena proposición, y se lo agradezco a usted y a ellos. Tal vez conseguiré esa plaza…, pero será mejor que no apuesten por mí.

—Míster Craig, estoy seguro de que lo conseguirá. Usted es un gran hombre. He leído El Estado Perfecto ocho veces. Sé que no decepcionará a nadie en Estocolmo.

Craig cerró los ojos y empezó a frotarse la frente. Ya no escuchaba.

Leah hizo una seña a Inglis y este se levantó en silencio, para salir de puntillas de la cocina tras ella. Mack se fue detrás de ambos.

Andrew Craig se quedó solo.

Se sentía cansado, como si tuviera mil años, con la cabeza embotada y pesada. Sus nervios entumecidos y empapados deseaban la inconsciencia. Cruzó los brazos sobre la mesa, apoyó la cabeza en los brazos y trató de no pensar en los recientes acontecimientos. Pero su fatigado cerebro no dormía y pensaba: Yo sólo intentaba morir lenta y apaciblemente, sin molestar a nadie, como una vieja planta olvidada a la sombra. ¿Por qué esos suecos me descubren y me humillan, obligándome a morir en público? En las historias de la Literatura ya soy un inmortal, pero yo soy tan débil y mortal ahora, como cuando me desperté esta mañana. Recordó la sardónica observación de George Bernard Shaw, cuando le dieron el Premio Nobel a los sesenta y nueve años de edad: «Este dinero es un salvavidas arrojado a un nadador que ya ha llegado a la orilla». Y, por último, pensó: Aunque en mi caso yo lo diría de otro modo: un salvavidas arrojado a un hombre que ya se ha ahogado. No tiene remedio.

Luego no pensó nada más.

Andrew Craig dormía la mona.