NOS alejamos del escritorio. Berta se quedó mirando el telegrama.

─Llegará en cualquier momento. Hay un avión que llega esta mañana de Nueva York. No dice cuál tomará. Richmond debe ser el punto donde se detuvo en su viaje al Norte.

─No… Dice en el primero que pueda. Es porque en estos días hay mucha aglomeración.

─Cuando venga hablaremos.

Berta tomó una brusca resolución y a su estilo.

─Tienes razón al querer hablarlo todo. Berta se va a Los Ángeles en avión. Si el señor Hale pregunta algo le dices que es porque tiene un trabajo de guerra que necesita su presencia allá. ¿No le hablarás de lo que ha sucedido esta mañana?

─No.

─Eso es todo lo que quiero saber.

─¿Quieres que te acompañe al aeropuerto?

─No. Me envenenas. Tú eres el que quiere hacerle frente a Hale porque crees que te engaña. Es asunto tuyo. Manda las invitaciones y espera a los invitados. Berta se va a comer unos barquillos y luego sale de viaje.

─Quiero una llave del apartamento ─dije─, y…

─Estará en la puerta. Haré mi maleta y dejaré la llave en la cerradura. Adiós.

Se dirigió a la puerta y la vi subir en un coche sin volverse a mirar atrás.

Cuando se fue pasé por el comedor y pedí un buen almuerzo. Subí a mi habitación y me tendí en un sillón con los pies sobre otro. Y me puse a leer los diarios de la mañana, mientras esperaba a Hale.

Él llegó después de las diez.

Le tendí la mano, diciendo:

─Bueno, hizo un viaje en redondo.

Hale dejó aparecer su característica sonrisa.

─Así es en realidad ─admitió─. No me había dado cuenta de que esto marcharía a todo vapor con dos trabajadores como ustedes. ¿Qué le sucedió a la señora Cool? Pregunté por ella y me dijeron que se había ido.

─Sí, regresó a Los Ángeles por un asunto de urgencia… trabajo de guerra.

─¡Oh! ¿Ustedes trabajan para la FBI, entonces?

─No he dicho eso.

─Por lo menos lo dejó vislumbrar.

─No estoy familiarizado con esa clase de negocios, pero no creo que estemos en eso.

─¿Si lo estuviera no querría admitirlo? ─y él rió.

─Tal vez no.

─Es todo lo que deseaba saber. Sin embargo, siento que ella no esté aquí.

─Dijo que ya no tenía nada que hacer en Nueva Orleans. Habiendo localizado a Roberta, lo demás son simples detalles.

─Hasta cierto punto eso es verdad. Ustedes trabajan demasiado rápidamente. Me dijeron en el despacho que la señora Cool se había ido anoche del hotel. ¿No salió en seguida para Los Ángeles?

─No. Esta mañana.

─Pero ¿se fue del hotel?

─Es cierto. Tomó un apartamento en el barrio francés. Pensó que era más cómodo para nuestra investigación.

─Comprendo. ¿Dónde es ese apartamento?

─No lo puedo decir exactamente. Es uno de esos apartamentos en que usted entra por una calle, da media docena de vueltas y sale por otra. ¿Conoce el barrio francés?

─No.

─Ahora verá este apartamento. Es típico.

─Así que la señora Cool se ocupa en trabajos de guerra. No me lo dijo.

─¿Usted se lo preguntó?

─No.

─Ella informa poco de sus asuntos a los clientes.

Me lanzó una rápida mirada. Yo conservé mi rostro tranquilo.

─¿Entonces no habló con la señorita Fenn?

Yo demostré la más grande sorpresa.

─Pero según su telegrama, comprendimos que usted deseaba que esperáramos su llegada y que sería usted quien hablaría con ella.

─Bueno… No era eso exactamente. ¿Dice usted que vive en los Gulfpride Apartments, en Saint Charles Avenue?

─Sí.

─Vamos a verla.

─¿Quiere que yo esté presente cuando hable con ella?

─Sí.

Llamamos un taxi y le dimos la dirección de los Gulfpride Apartments.

A mitad de camino el chófer bajó el vidrio y dijo:

─¿Es el sitio donde hubo un crimen esta mañana?

─¿Qué sitio?

─Los Gulfpride Apartments.

─No comprendo. ¿Quién ha muerto?

─No le conozco. Un hombre llamado Nostrander.

─Nostrander ─dije como recordando─. No creo que conozca a nadie con ese nombre. ¿Qué era, qué hacía?

─Un abogado.

─¿Está seguro de que fue asesinado?

─Así dicen. Alguien le atravesó el corazón con un treinta y ocho.

─¿Vivía allí?

─No. Fue encontrado en el apartamento de una dama.

─¿Sí?

─La muchacha trabajaba en un Banco.

─¿Y ella?

─Ha desaparecido.

─¿No recuerda su nombre?

─No. Yo… Espere. Uno de los muchachos me dijo algo. A ver. Era un nombre corto. Pen…; no, no era así. Espere. Fenn. Roberta Fenn. Ése era el nombre.

─¿La Policía cree que ella lo mató?

─No se cuál será la teoría oficial. Todo lo que sé es lo que me dijo un charlatán que estaba en la parada. Que habían mandado buscar un fotógrafo para tomar una fotografía del cuerpo. Dijo que aquello era un desorden. Aquí es. Está lleno de vehículos.

Hale iba a decir algo. Yo le gané de mano.

─¿Qué le parece si vamos primero a la otra cita y volvemos más tarde para nuestra entrevista en el Gulfpride, cuando haya desaparecido todo este barullo? No me gusta conversar de negocios mientras la gente corre de un lado al otro, subiendo y bajando las escaleras, haciendo ruido, y…

─Me parece una buena idea ─contestó Hale.

Le dije al chófer:

─Muy bien. Llévenos a Saint Charles y Napoleón, y nos deja allí.

Me recosté en los almohadones y dije en voz alta:

─Por otra parte, nuestro personaje en Gulfpride no va a tener ganas de hablar de negocios en este momento. Estará haciendo comentarios con los inquilinos.

─Tiene razón. Volveremos más tarde.

Después de esto guardamos silencio hasta que el conductor nos dejó en el sitio indicado.

─¿Desean que los espere?

─No. Probablemente tardaremos un par de horas.

Tomó la propina y se fue.

—¿Qué hacemos? —preguntó Hale.

─Esperemos un tranvía para volver a la ciudad.

Mi acompañante demostró alguna excitación.

─Necesitamos averiguar todo lo posible sobre este asunto. Mire, Lam, usted es un detective. Le será fácil comunicarse con la Policía y enterarse de todo.

─No hay la más mínima probabilidad ─le interrumpí con firmeza.

─¿La Policía y las agencias privadas no trabajan juntas?

─La contestación se encierra en una sola palabra. Es ésta: ¡No!

─Pero esto desarregla todos mis planes. ¿Está seguro de que esa mujer es la misma Roberta Fenn cuyos retratos le mostré?

─Sí.

─Me pregunto dónde está ─murmuró.

─Probablemente la Policía se está haciendo la misma pregunta.

─¿Cree que podremos encontrarla otra vez, Lam?

─Es posible.

Su rostro se iluminó.

─Quiero decir, ¿antes que la Policía?

─Tal vez.

─¿Cómo lo haría?

─Todavía no puedo decírselo.

Esperamos el tranvía. Hale estaba nervioso y a cada momento miraba su reloj. Vino uno y subimos. Me di cuenta de que el hombre había tomado una decisión sobre algo y buscaba la ocasión de decírmelo, pero yo no se la daba. Sencillamente miraba por la ventanilla sin ocuparme de él.

Alargamos nuestros cuellos cuando pasamos delante de los Gulfpride Apartments. Todavía quedaban algunos coches delante de la puerta. Un grupo de hombres conversaba en la acera.

Aquello dio a Hale su oportunidad. Tomó aliento y dijo:

─Lam, me voy a Nueva York. Lo dejo a usted encargado de todo.

─Lo mejor que puede hacer ─le contesté─ es tomar una habitación, encerrarse y dormir. No puede seguir yendo y viniendo todo el tiempo de Nueva York.

─Temo no poder descansar mucho.

─El apartamento de Berta Cool está desocupado. Puede dormir allí. Eso no es un hotel. Allí nadie le incomodará. No tiene más que echar la llave a la puerta.

Vi que la idea le agradaba.

─Y lo que es más ─agregué─, encontrará el apartamento interesante por otra razón. Roberta Fenn vivió en él varios meses. Lo ocupaba bajo el nombre de Edna Cutler.

Se enderezó, y sus párpados enrojecidos por la falta de sueño se abrieron con un manifiesto interés.

─¿Así es cómo la encontró? ─Parecía un poco mortificado─. Es asombroso cómo descubre las cosas, Lam. Es una verdadera lechuza.

Yo reí al oír aquello.

─Y lo que es más ─dijo─, estoy seguro de que sabe mucho más sobre la señorita Fenn.

─¿No quería que la encontrara?

─Sí.

─Bueno. La he encontrado. Nosotros tratamos de los resultados y no fastidiamos a nuestros clientes informándoles de nuestros métodos.

Él volvió a recostarse contra el asiento.

─Usted es un joven extraordinario. No comprendo cómo ha podido saber tantas cosas en tan poco tiempo.

─Bajaremos aquí ─le dije─, y seguiremos a pie. Hay cinco minutos de camino.

Hale se interesó mucho en el moblaje y en las viejas habitaciones de altos techos. Salió al balcón, miró las plantas y a uno y otro lado de la calle. Volviendo a entrar, probó el colchón de muelles de la cama, diciendo:

─Muy bonito. Creo que aquí podré descansar. Así que Roberta Fenn vivía en él… Muy interesante.

Yo le dije que tratara de descansar, y dejándolo, salí a la calle en busca de una cabina telefónica donde pudiera hablar sin ser oído.

Necesité media hora para conseguir comunicarme con una agencia de detectives en Little Park y descubrir que 935 Turpitz Building, la dirección dada por Edna Cutler a Roberta, era únicamente para recibir correspondencia. Era una gran oficina donde una muchacha alquilaba despachos a pequeños comerciantes, hacía trabajos de estenografía y despachaba la correspondencia.

Ella odia mandarle cualquier carta a Edna Cutler, pero la dirección actual del cliente era confidencial… secreta.

Le dije al hombre de Little Rock que la agencia le enviaría un cheque y entonces me puse a buscar una agencia comercial. Pregunté al jefe:

─¿Podría copiarme un borrador y hacerme mil copias en el mimógrafo?

─Sí, señor.

─¿Puedo dictar una carta a una mecanógrafa?

La muchacha me sonrió, tomando el lápiz.

─Puede empezar cuando quiera.

─Muy bien ─y le dicté:

«Querida señora:

»Una íntima amiga suya dice que usted tiene lindas piernas. Nosotros deseamos que sea cierto.

»Usted ahora no puede comprar… las medias de seda que antes usaba, en los Estados Unidos.

»Podríamos hacer un arreglo para proporcionárselas hasta que termine la guerra. Cuando el ataque a Pearl Harbour, un vapor japonés entró en un puerto mejicano y nosotros hemos conseguido toda su carga a mitad de precio. Son medias de seda que serán traídas para nuestro uso de aquel país. Todo lo que usted tendrá que hacer será abrir el paquete y ponérselas y usarlas durante treinta días. Si al cabo de ese tiempo está satisfecha de ellas, nos gira el importe de lo que pagaba por unas iguales hace un año. Si alguna de esas medias se corre o tiene fallas o defectos, devuélvalas.

»No tiene más que poner su nombre y dirección en la tarjeta adjunta y echarla al buzón. Eso sin ningún compromiso».

─¿Qué más? ─preguntó la muchacha, levantando la vista.

─Eso es todo ─contesté─. La firma es Compañía Importadora de Artículos De Seda. Tendrá que conseguirme un muestrario de colores y tarjetas.

─¿Cuántas quiere?

─Un millar. Después que tenga la copia hecha, quiero una o dos pruebas antes de hacer las mil.

─Muy bien. Pero ¿qué es todo este enredo? ─Yo la miré sin decir nada. Ella continuó─: Vea… hubo un embargo de sedas, pero fue mucho antes de Pearl Harbour. Y después, ¿desde cuando han venido medias del Japón?

Yo me eché a reír.

─Si las personas que han de recibir esas cartas fueran tan inteligentes como usted, yo no tendría ninguna probabilidad. Soy un detective privado. Se trata de una tontería. Quiero descubrir a alguien que se esconde detrás de una falsa dirección.

Ella me miró de arriba abajo. Pude ver con extrañeza que su mirada se volvía respetuosa.

─Muy bien ─dijo─. Casi me desconcierta. ¿Así que usted es un detective?

─Sí. Y no me diga que no lo parezco. Estoy cansado de oírlo decir.

─Es un buen oficio; debería estar orgulloso de él. ¿Y la realidad en lo que se refiere a las cartas? ¿Cuántas quiere?

─Sólo dos. No se esmere mucho. Hágalas borrosas, de manera que parezcan las últimas copias. Puede poner la dirección en los sobres. La primera a Edna Cutler, novecientos treinta y cinco Turpitz Building, Little Rock, Arkansas, y la otra a Berta Cool, Drexel Building, Los Ángeles.

La muchacha sonrió, y sacando la máquina de escribir de un lado del escritorio, dijo:

─Es un buen cebo. Venga dentro de media hora y las tendré listas.

Puso la hoja de papel en la máquina y empezó a escribir.

Dije que volvería y salí; compré el primer diario de la tarde y me senté junto al mostrador del restaurante a leer el informe del crimen.

Todavía los diarios no traían todos los detalles, pero hablaban de las cosas más importantes.

Pablo G. Nostrander, un conocido y joven abogado, había sido encontrado muerto en el apartamento de Roberta Fenn. Ésta había desaparecido. Era secretaria del gerente de un Banco de la ciudad y no se había presentado a trabajar. Después de revisar prolijamente el apartamento, la Policía estaba convencida de que, si había escapado, no llevaba ni sus ropas, cremas, cepillos de dientes, ni siquiera el bolso. Éste estaba cerrado sobre el tocador del dormitorio. No sólo contenía su dinero, sino también las llaves del apartamento. Según el razonamiento de la Policía, estaba sin dinero y sin llaves para entrar en su propia casa. Esperaban encontrar su cadáver de un momento a otro, o su presentación a la justicia. Había dos teorías. Una, era que el asesino había matado al joven y obligado a la muchacha a seguirlo, apuntándola con el revólver. La otra, que el asesinato había sido llevado a cabo en ausencia de Roberta Fenn y ella, al volver y encontrarse con eso, en un momento de pánico había escapado. Existía naturalmente, una tercera posibilidad: que Roberta Fenn hubiera disparado el tiro.

Pero la Policía se inclinaba más hacia la primera teoría.

Ellos buscaban a un joven bien vestido, con un traje cruzado, a cuadros, que había esperado la noche antes a Roberta a la salida de su trabajo. Varios testigos los habían visto juntos subir a un taxi. La Policía tenía sus señas.

Estatura: cinco pies y cinco pulgadas y media. Peso: ciento treinta libras. Cabello negro, ondulado; ojos grises, agudos. Edad: veintinueve años. Traje gris cruzado. Zapatos de deporte castaño y blanco.

Nostrander ejercía desde hacía cinco años. Tenía treinta, y entre los abogados sobresalía por su ingenuidad lo mismo que por su rapidez mental al estudiar un caso. Era soltero. Sus padres habían muerto y tenía un hermano mayor que él, que era jefe de una gran Compañía. Por lo que se sabía, el abogado muerto no tenía enemigos y sí un grupo de amigos que estaban muy impresionados por su muerte.

El crimen había sido cometido con una pistola especial de Policía, calibre 38. Sólo se había disparado un tiro. Los médicos decían que la muerte había sido instantánea. La posición del cuerpo y la distancia que mediaba entre la mano del muerto y la pistola caída, hacían imposible considerarlo como un suicidio. También investigaban la teoría de que el asesinado pudiera ser parte de un extraño suicidio y que Roberta, demasiado nerviosa y asustada para realizar la suya hubiera huido.

Se calculaba que el crimen había sido cometido entre las dos y dos y media de la madrugada, El ruido del tiro había sido apagado por un almohadón. Una sola persona lo había oído. Ésta era Marilyn, empleada en el «Jack O’Lantern Club», que regresaba a su casa. Tenía el apartamento enfrente del de Roberta Fenn. Había oído un tiro cuando metía la llave en la puerta de la calle. Dos amigos esperaban en un auto a que ella entrara. Se volvió a preguntarles si habían oído y le contestaron que no. La Policía daba mucha importancia a este detalle, porque indicaba que la almohada había ahogado el tiro lo suficiente para no poder ser oído con el motor en marcha.

Los amigos la convencieron de que era una puerta que se había golpeado. Ella subió a su apartamento, preocupada por esto y miró la hora en su reloj de pulsera. Eran las dos y treinta y siete minutos.

El diario no hablaba de cómo había descubierto el crimen la Policía. La noticia de la llamada telefónica había sido deliberadamente suprimida. Decía que la Policía había tropezado con aquel crimen al hacer una simple «recorrida de inspección».

Leí las noticias de la guerra y volví a la agencia.

Ethel Wells había hecho una copia de la carta.

Yo la leí.

─¿Cree que dará resultado? ─pregunté.

─A mí me llamó la atención, como usted lo habrá observado.

─Lo vi ─ella se echó a reír─. Usted era toda ojos mientras hacía el escrito. Necesito una dirección para la Compañía Importadora de Artículos de Seda.

─Tres dólares por mes le dan derecho a usar esta oficina como dirección de Correos. Puede hacerse mandar aquí tantas cartas como quiera.

─¿Puedo confiar en su discreción?

─Lo cual es una manera muy amable de decirme si puedo quedarme con la boca cerrada si alguien viene a hacer preguntas…

─Sí.

─¿Y si es un inspector postal?

─Dígale la verdad.

─¿Cuál es la verdad?

─Que no conoce mi nombre ni nada de lo que a mí se refiere.

Ella lo pensó un momento y luego dijo:

─Es una idea. ¿Cuál es su nombre?

─En los libros será dinero. Usted ha agregado tres dólares a sus rentas y el precio de las copias.