BERTA pareció sorprendida al ver acercarme al coche cuando éste paró junto al bordillo de la acera, a las siete.

Sus brillantes y duros ojos miraban enojados al mundo.

─¿Has dormido bien?

─¡Dormir! ─dijo con tono enconado.

─¿Vas a dejar el apartamento? ─inquirí.

─¡Dejarlo! ─exclamó Berta─. ¡No seas loco! ¡Con el alquiler pagado!

─Lo sé, pero después de todo no vale la pena quedarse en un apartamento donde no se puede dormir.

Los labios de Berta se volvieron una línea.

─A veces me dan ganas de quitarte los dientes de un golpe. Uno de estos días tus malditas extravagancias van a echar a perder nuestra asociación.

─¿Vamos a la ruina?

─Felizmente no volveremos a tomar ese camino ─dijo ella─; has tenido suerte. Pero algún día dejarás de tenerla. Entonces vendrás llorando a pedirme dinero para negociar, para sacar a la sociedad de algún mal paso. Entonces sabrás lo que vale Berta Cool y no lo olvidarás.

─Es una idea tentadora ─dije─. Casi deseo la posibilidad de una bancarrota.

Volvió la cabeza pretendiendo mirar hacia Saint Charles Avenue. Después de un momento, dijo:

─¿Tienes un fósforo?

Se lo di y encendió un cigarrillo. Y seguimos en silencio hasta llegar a los Gulfpride Apartments.

─Será preferible que el coche nos espere. Por aquí es muy difícil conseguir otro. Y no vamos a tardar ─dije.

─Vamos a estar un largo rato ─contestó Berta─. Más de lo que te imaginas. No vamos a dejar un taxímetro corriendo mientras conversamos.

Berta despidió al chófer, diciéndole:

─Espere hasta que hayamos llamado. Si subimos se va. Si no, volveremos con usted.

El chófer miró los diez centavos de propina que ella le había dado.

─Bueno, señora ─y se sentó a esperar.

Berta oprimió el botón, que estaba junto al nombre de Roberta, con bastante fuerza como para hacerlo saltar.

─Con toda seguridad que todavía no se ha levantado ─dijo burlona─. Sobre todo si salió anoche.

Y ella volvió a oprimir el botón.

De pronto crujió la puerta y se abrió sola. Berta, volviéndose, le hizo la señal al chófer de que se fuera.

Subimos las escaleras, Berta llevando con energía sus ciento sesenta y cinco libras, yo siguiéndola.

─Cuando lleguemos, querido, me dejas hablar a mí ─me indicó Berta.

─¿Sabes de qué vas a tratar?

─Sí. Sé lo que él quiere que averigüe. Me parece que Nueva Orleans tiene las escaleras más altas del mundo…

─Es el segundo a la izquierda.

Berta subió los últimos escalones y se internó por el corredor e iba a llamar cuando se dio cuenta de que la puerta estaba abierta.

─Quiere que entremos directamente.

Entonces o alcancé a ver los pies de un hombre en una posición muy rara. Al quedar del todo la puerta abierta, vimos un cuerpo tirado en una silla. La cabeza tocaba al suelo y los pies enganchados en los brazos del sillón. Un siniestro arroyo manaba de una herida que tenía en el pecho y corría por encima de la chaqueta formando un charco en el suelo. Un almohadón medio chamuscado demostraba que con él había sido ahogado el ruido del tiro.

─¡Que me frían como a una ostra! ─exclamó Berta con voz ahogada dando un paso hacia atrás.

Agarrándola del brazo la hice retroceder.

─¿Qué piensas hacer? ─me preguntó. Yo no le contesté.

Pareció furiosa, pero entonces vio la expresión de mi rostro y sus ojos se abrieron de asombro.

Con un tono de voz más bien fuerte, dije:

─Bueno. Creo que no hay nadie en la casa.

Y sin soltarla la arrastré hacia la escalera. Cuando comprendió lo que pasaba, caminó más aprisa. Salimos silenciosamente por el corredor alfombrado, empujándola yo cada vez que se detenía.

Llegamos como pudimos a la calle y empecé a caminar ligero por Saint Charles Avenue. Ella sólo atinó a seguirme.

─¿Qué idea tienes? ¿Qué te pasa? Deberíamos avisar a la Policía.

─Avísales tú si quieres ─dije─. No serás tan tonta para creer que podías haber entrado en aquella habitación y salir con vida.

Ella se detuvo mirándome.

─¿De qué estás hablando?

─¿No comprendes? ─dije─. Alguien nos abrió la puerta para que pudiéramos entrar. Luego dejó la puerta entreabierta.

─¿Quién?

─Hay dos suposiciones. O la Policía estaba allí esperando que apareciera alguno, lo cual me parece imposible, o el asesino esperaba pacientemente a su segunda víctima.

Sus ojos pequeños y duros me miraban brillantes por la intensidad del pensamiento.

─Creo que tienes razón, tonto.

─Sí que la tengo.

─Pero es imposible que nos esperara a nosotros.

─Sí; una vez que hubiéramos entrado en la habitación no podía dejarnos salir… después de haberlo visto.

Y Berta cambió de color al darse cuenta del peligro corrido.

─¿Y por eso dijiste que no había nadie dentro?

─Claro. Hay un restaurante en la acera de enfrente. Hablaremos desde allí a la Policía y vigilaremos para ver si no sale nadie.

─¿Quién era la persona? ¿Conoces… al muerto?

─Lo he visto antes.

─¿Dónde?

─La otra noche. No podía dormir. Salí al balcón. Y él salía justamente de un bar. Dos mujeres le acompañaban y alguien los estaba esperando en un automóvil.

Lo de la noche pasada volvió a la memoria de Berta.

─¿Sería uno de los componentes de esa brigada de tocadores de bocinas?

─El peor de todos.

─Estoy contenta de que haya muerto.

─¡Cállate! Es peligroso jugar con esas cosas.

─¿Y quién dice que hablo en broma? Lo digo en serio. ¿No tendríamos que avisar a la Policía?

─Sí ─le dije─. Pero a mi manera.

─¿Cuál es?

─Ven y te lo mostraré.

Entramos en el restaurante. Yo pregunté bien fuerte si el propietario no podía pedirme un taxi por teléfono o si podía hacerlo yo mismo.

Me señaló la cabina telefónica y me dio el número de la Compañía de coches. Me aseguraron que dos minutos después tendría uno allí.

Desde la cabina podía vigilar el apartamento de Roberta.

Esperé hasta oír la bocina del coche delante del restaurante, entonces eché una moneda, marqué el número del Departamento de Policía y muy naturalmente dije:

─¿Tiene un lápiz?

─Sí.

─Los Gulfpride Apartments, en Saint Charles Avenue.

─¿Qué hay con ellos?

─Piso dos, apartamento cuatro.

─Bueno. ¿Qué pasa? ¿Qué desea?

─Informar que ha sido cometido un asesinato allí. Si envían rápido un coche de Policía, pueden detener al asesino que está esperando otra victima.

─Diga, ¿quién habla?

─Adolfo.

─¿Adolfo qué?

─Hitler. Y no pregunte más.

Colgando el receptor salí fuera. Berta estaba en el coche y yo subí detrás de ella sin ninguna prisa.

─¿Adónde? ─preguntó el chófer.

Berta iba a dar la dirección del hotel, pero yo la interrumpí, diciendo:

─Almacén Unión. No hay prisa. Vamos despacio ─y nos recostamos en los asientos.

Berta quería hablar, pero yo le clavaba el codo en las costillas cada vez que trataba de hacerlo. Por fin se calló y me miraba con impotente furia.

Despedimos el coche en el almacén. Hice entrar a Berta por una puerta y dimos unas vueltas, saliendo por otra.

─Hotel Monteleone ─le dije a otro chófer.

Otra vez obligué a Berta a guardar silencio. Me sentía como si estuviera apretando la válvula de seguridad de una olla a vapor. No sabía en qué momento se produciría la explosión.

Llegamos al hotel. Seguí a Berta hasta un grupo de cómodos sillones, la instalé en los profundos almohadones y me dejé caer a su lado diciéndole amablemente:

─Ahora habla. Habla de todo lo que quieras… menos de lo que acaba de suceder.

Berta me miró.

─¿Quién eres tú para decirme a mí cuándo debo hablar y cuándo no?

─Cada paso que hemos dado hasta este momento será seguido. Lo que haremos desde ahora es lo que cuenta.

─Si nos siguen hasta aquí, nos seguirán hasta el fin.

Yo esperé que el empleado del escritorio mirara hacia nuestro lado. Entonces me acerqué sonriendo amablemente y le dije:

─Creo que el autobús del avión viene a buscar a los pasajeros que van hacia el Norte, ¿verdad?

─Sí. Llegará dentro de unos treinta minutos.

─¿Podemos esperarlo aquí? ─y mostré un aire tímido.

─¡Cómo no! ─me aseguró, sonriendo.

Volví al lado de Berta. Cuando la atención del empleado fijóse en otra parte, me dirigí al quiosco de las revistas y periódicos. Un momento después le hacía señas a Berta de reunirse conmigo. Luego fuimos hasta la entrada de una farmacia. Me detuve a echar unas monedas en la máquina de pinball y después seguimos nuestro camino.

─¿Adónde vamos? ─preguntó Berta.

─Al hotel primero… el tiempo suficiente para hacer el equipaje y pagar la cuenta.

─¿Y luego?

─Probablemente al apartamento.

─¿Los dos?

─Sí, aquel diván del estudio puede servir de cama.

─¿Cuál es tu idea? ─dijo Berta─. Estás escapando como si fueras tú el asesino.

─No estés muy segura de que la Policía no lo crea así.

─¿Por qué?

─Roberta Fenn estaba trabajando en un Banco. La Policía le preguntará al banquero lo que sabe. Él le dirá que ayer por la tarde un hombre fue a verla alegando estar haciendo una investigación para arreglar una herencia. Roberta Fenn habló con él. Después el joven la esperó delante del Banco cuando ella dejó su trabajo. La hizo subir a un coche y se fueron. El joven estaba allí cuando el hombre asesinado había venido a verla la noche anterior. Estaba celoso.

─¿Y dónde está Roberta ahora? ─preguntó Berta Cool.

─Roberta ─dije─, o es la que apretó el gatillo o está tendida en el suelo un poco más lejos, en la misma habitación, o es la víctima que el asesino esperaba.

─Creo que será mejor tomar un coche e ir a la Policía y decirles todo este asunto.

Yo me detuve, la llevé hasta el borde de la acera y señalé un coche estacionado al otro lado de la calle.

─Allí hay un coche ─dije─. Sube.

Berta titubeó.

─¿No lo piensas así, Donald?

─No.

─¿Por qué no?

─Por un montón de razones.

─Di alguna.

─Esto echa muy mal olor.

─¿El qué?

─Todo el asunto.

─¿Por qué?

─Hale vino a Los Ángeles ─dije─. Nos contrató para venir a Nueva Orleans a buscar a Roberta Fenn. ¿Por qué no encargó ese trabajo a una agencia de detectives de Nueva Orleans?

─Porque tenía confianza en nosotros. Le habíamos sido recomendados.

─Así que en vez de contratar a una agencia de Nueva Orleans para un trabajo tan corriente, nos paga un precio fantástico y gastos de viaje de Los Ángeles hasta aquí.

─Tú estabas en Florida. Pareció muy contento cuando le dije que podrías estar aquí dos días antes que nosotros.

─Muy bien. Se alegró. Nos contrató para trabajar en este caso porque nos tenía confianza. Y él durante todo ese tiempo sabía dónde estaba Roberta Fenn.

Berta me miraba como si yo hubiera hecho algo incomprensible, tirar un ladrillo contra la vidriera de la farmacia que estaba detrás nuestro, por ejemplo.

─Ésta es la verdad.

─¡Donald! Estás completamente loco. ¿Por qué iba a hacer todo ese viaje a Los Ángeles para contratarnos por cincuenta dólares diarios y otros veinte de extra para gastos, para encontrar en Nueva Orleans a una mujer que él decía perdida, lo que no era cierto?

─Ésa es la razón por la cual no subo a ningún coche, ni voy al Departamento de Policía. Tú puedes ir si quieres. Ahí está el coche; y conociéndote como te conozco, creo que tendrás bastante dinero para el gasto.

Yo eché a andar hacia el hotel.

Berta me siguió a grandes pasos.

─¡No necesitas hacerte el independiente!

─No lo soy. Sólo quiero tener las manos libres.

─¿Qué vas a decir cuando la Policía te detenga y haga las cosas más desagradables por el hecho de no haber informado del crimen?

─Le di el informe.

─Por lo mismo no le va a gustar a la Policía tu proceder.

─No le he pedido su opinión.

─Cuando te encuentren ─previno Berta─, vas a pasar un mal rato.

─A menos que les proporcionemos algo para distraer su atención.

─¿Y qué va a ser ello?

─El asesino que estaba en aquella habitación… o tal vez otro caso de asesinato. Algo que les interese.

Ella dijo al fin:

─Donald, estás loco con respecto al asunto Hale.

─¿A qué te refieres?

─A lo que dices de que él sabe dónde está Roberta.

─Lo sabe muy bien.

─¿Qué te hace pensar así?

─El camarero del «Bourbon House» le vio salir del «O’Leary’s».

─¿Estás seguro?

─En lo posible. Él me dio las señas y me dijo que parecía que le molestaba algo en la boca.

─¿Cuándo fue eso?

─Hace un mes, poco más o menos.

─¿Entonces ella sabe quién es Hale?

─No. Es Hale el que la conoce. Ella cree que se llama Archibald C. Smith, de Chicago.

Berta suspiró.

─Esto es demasiado complicado para mí. Es como esos rompecabezas chinos que tanto te gustan a ti. A mí no me hables de ello.

─No estoy loco por este asunto. Aunque no es cuestión de que nos guste o no. Es algo en que estamos metidos hasta el cuello…

─Bueno ─dijo Berta─. Voy a comunicarme con Hale para que nos explique. Yo…

─No vas a hacer semejante cosa ─la interrumpí─. Recordarás que Hale nos dijo que no deseaba que investigáramos otra cosa que lo que nos había encargado. Encontrar a Roberta Fenn.

Berta seguía reflexionando,

─Bueno. He resuelto una cosa.

─¿Qué?

─Nosotros hemos encontrado a Roberta Fenn. Para eso nos contrataron. Y hemos ganado honradamente el cheque. Ahora tengo que volver a Los Ángeles. El asunto de esas construcciones es importante. Ése es un trabajo de guerra.

─Por mí puedes hacerlo.

Berta entró en el escritorio, diciendo:

─¿Cuándo sale el primer tren para California?

El empleado dijo, sonriendo:

─Si lo pregunta en la portería… Espere un momento. ¿Es usted la señora Cool?

─Sí.

─Usted vivía aquí. ¿Se fue anoche?

─Es cierto.

─Esta mañana llegó un telegrama para usted. Nosotros lo devolvimos a la Compañía. Hace un momento. Tal vez no ha salido todavía. No, aquí está.

El hombre lo tomó, entregándoselo a Berta. Ésta rasgó el sobre y sostuvo el mensaje para que yo pudiera leerlo por encima de su hombro.

Estaba fechado en Richmond la noche antes y decía:

Después de hablar con usted por teléfono, vuelvo a Nueva Orleans en el primer avión que salga.

EMORY B. HALE.