NOS sentamos en la habitación del hotel esperando la llamada. La central había informado que no había nadie en la oficina de Hale y que no contestaban.

Berta dijo al telefonista:

─No sabemos a la hora que llegará a su casa. Pero será por la noche. Siga tratando de conseguir la comunicación.

─Mientras esperamos ─le dije a Berta─, quiero comer. Es la hora de mi cena.

Berta no quería dejarme salir.

─Necesito que estés aquí cuando llame. Pide que te traigan algo.

Yo le contesté que probablemente no hablaría antes de medianoche, pero pedí que un camarero me trajera la comida.

Ella decidió que también tomaría un combinado con camarones mientras yo comía mi asado.

─Sabes que no puedo estar aquí mirándote comer ─me dijo.

Yo asentí.

─¿Sólo un combinado? ─pregunté.

─¿Y qué son esas ostras Rockefeller?

─Ostras al horno ─le contesté, con el rostro iluminado de entusiasmo─. Las colocan sobre una piedra caliente con sal, un poquito de perejil y una salsa especial. Éste es un secreto. Entonces las ponen al horno en sus conchas.

─Debe ser bueno ─dijo Berta─. Voy a probar media docena… no, mejor una docena. Y traiga un poco de pan francés bien tostado, mucha manteca y un jarro de café con una gran taza de leche. Y azúcar.

─Sí, señora.

Berta me miró, radiante.

─Café puro ─gritó.

─Bien, señora. ¿Algún postre?

─Veré. Después que haya comido esto.

Se fue el camarero y Berta me miró esperando algún comentario de mi parte. Cuando vio que yo no decía nada, ella habló.

─Total, uno puede no preocuparse por el peso durante un día entero. No veo la razón para que tenga que contar hoy las calorías.

─Es tu vida. ¿Por qué no vivirla a gusto?

─Es lo que voy a hacer.

Hubo unos minutos de silencio y luego dijo en voz baja:

─Mira, querido, hay algo que deseo decirte.

─¿Qué?

─Que tú eres muy inteligente, pero no entiendes nada de dinero. Es Berta quien ha de manejar las finanzas.

─¿Y a qué viene eso ahora?

Berta expuso, algo asustada, su argumento:

─Después que dejaste Los Ángeles, nos hemos metido en un nuevo negocio.

─¿De qué se trata?

En el rostro de Berta apareció esa mirada astuta que tenía cuando ocultaba algo.

─De la Compañía de Construcciones B. Cool. Yo soy la presidenta, y tú el gerente general.

─¿Qué construimos?

─Por el momento estamos trabajando en alojamientos militares. Es algo en pequeña escala que está dentro de nuestras posibilidades. No tendrás que preocuparte mucho. Es un subcontrato.

─No lo comprendo ─dije yo.

─Pensé ─murmuró Berta─ que no deberíamos tener demasiados huesos en una sola canasta. Uno nunca sabe lo que puede suceder. Pueden liquidar las agencias de detectives o paralizarlas o cualquier otra cosa.

─Pero ¿por qué elegir este trabajo de construcciones?

─¡Oh! Vi perfectamente clara una oportunidad de hacer algo.

─No me convence.

Berta tomó aliento y dijo:

─Maldición. Creo que tengo derecho a ser patriota como cualquiera. Soy bastante hábil en los negocios. Desde que entraste como socio, siempre he estado pescando hondo. Sentada en la orilla he pensado muchas veces en los jóvenes que mueren porque nosotros los viejos no hemos tomado nuestra parte de responsabilidad… No te preocupes. Vamos a ocuparnos en el negocio de construcciones eso es todo. Yo recurriré a ti de tiempo en tiempo, pero el asunto lo dirigirá Berta.

El teléfono sonó antes que pudiera contestarle.

Berta levantó rápidamente el receptor y lo aplicó a su oído, diciendo:

─¡Hola…! ¡Oh, hola! He estado tratando de encontrarle. ¿Dónde está usted…? No, no. Yo estaba tratando de hablar con usted… Y usted llamó. Qué curioso, ¿verdad? Dígame primero lo que tenía que decirme… ¡Oh, muy bien…!, si usted insiste. Tenemos algunas noticias interesantes… Está muy bien. La hemos encontrado. En los Gulfpride Apartments, en la Saint Charles Avenue… No. Gulfpride, G˗u˗l˗f˗p˗r˗i˗d˗e. Sucede que… ¡Oh, es un secreto profesional! Nosotros tenemos nuestro método. Era un viejo rastro y lo hemos seguido como perros de presa. Se sorprendería si le dijéramos el número de pistas que hemos seguido… No, no he hablado con ella todavía. Donald si lo hizo… Sí, mi socio Donald Lam.

Hubo un intervalo durante el cual pude oír el sonido de la voz saliendo del transmisor. Berta escuchaba.

─Bueno ─dijo─, sí… creo que puedo.

Me miró y, colocando la palma de la mano sobre el emisor, dijo:

─Quiere que vaya y la vea mañana temprano.

─¿Por qué no?

─Sí, señor Hale. Comprendo. ─y volvió a taparlo de nuevo, murmurando─: Quiere que me trate con ella, que me gane su confianza.

─¡Cuidado! ─le aconsejé─. La muchacha no es tonta. No le prometas nada.

Berta siguió hablando.

─Bueno, está bien, señor Hale. Trataré de hacerlo lo mejor posible… Sí, iré con Donald. Iremos por la mañana temprano. No va a trabajar hasta las nueve. Podremos esperarla y recogerla en el coche. ¿Qué quiere que le diga?

Hubo otro intervalo durante el cual las instrucciones apenas se oían. Entonces Berta dijo:

─Muy bien, se lo comunicaré. ¿Quiere que le telegrafíe o…? Comprendo. Muy bien. Bueno. Gracias. Se lo agradezco. Nosotros también nos creemos muy buenos… Sí, ya le dije que era bajo y de poco peso, pero que tenía mucho cerebro. Cuando le llamen de mi parte diga que la conferencia queda anulada. Tienen la costumbre de hacer pasar dos llamadas por una. Yo también voy a prevenir que la anulen, pero no se deje engañar creyendo que es otra llamada. Adiós.

Berta volvió a levantar el auricular llamando a la operadora.

─¡Hola, hola! ¡Hola, operadora! Soy la señora Cool, en la habitación del señor Lam… Sí, muy bien, la habitación del señor Lam… No, dejé mi habitación e hice llevar mi equipaje a la del señor Lam. Muy bien. Tengo una conferencia pedida con Nueva York. Anúlela. Eso mismo. No, acabo de hablar con él… Fue él quien llamó… ¡Qué demonio! Anule esa conferencia y déjese de averiguar… ─Berta colocó la comunicación y se volvió hacia mí, diciendo─: ¡Dios mío! La Compañía Telefónica debe despedir a estas muchachas cada vez que se anula una conferencia. Parecía que le quitasen el pan de la boca. Su avión había bajado no sé dónde. No comprendí el nombre. ¿Y nuestra comida dónde…?

El camarero llamó directamente en la puerta.

─Entre ─dije.

Esto fue hecho con toda elegancia. Había dos camareros que se movían con suave eficiencia poniendo el mantel sobre la mesa, trayendo fuentes, cubiertos, copas, cubos de hielo, agua, manteca y todos los preliminares.

Luego apareció la comida.

A Berta no le gusta hablar mientras come. Yo dejé que lo hiciera en silencio.

─¿A qué hora quieres ver a Roberta Fenn? ─le pregunté cuando retiró su plato.

─Vendré al hotel a las siete. Debes estar en el vestíbulo listo para salir. No quiero esperar con el taxímetro en marcha. En cuanto me veas subes al coche. A las siete. ¿Comprendido?

─Al pie de la letra ─le dije.

Berta se recostó con aire y sonrisa de satisfacción, echando el humo hacia el techo.

El camarero apareció con la minuta en la mano.

Berta ni siquiera se tomó el trabajo de mirarlo.

─Tráigame un helado doble de chocolate con frutas.