BERTA Cool revisó el apartamento, buscando en los sitios más raros, como lo hace sólo una mujer.

─Buen moblaje antiguo ─dijo Berta. Como yo no lo le contestara, prosiguió─: Para el que le guste ─fue hasta el balcón y miró hacia afuera, luego volvió a observar los muebles─. A mi no me gustan.

─¿Por qué?

─¡Dios mío! Donald, piensa con la cabeza. Durante años pesé alrededor de doscientas setenta y cinco libras. Me invitaban a comer y me hacían sentar en una silla Luis XV con patas de araña, un asiento angosto y la sombra de un respaldo ovalado.

─¿Te sentabas en ellas?

─¿Sentarme en eso? Llevaban a la concurrencia al comedor y entonces yo miraba el sitio donde tendría que colocar mi polisón. Y la dueña de casa, de cortos alcances, me observaba a mí y luego a la silla. Parecía que entonces se daba cuenta de que yo tenía que sentarme para comer. Una de ellas me dijo más tarde que había temido que yo me ofendiera si decía a la criada que trajera un sillón.

»Le contesté que más desagradable era para mí sentarme en una silla de ésas y sentirlas ceder bajo mi peso como un acordeón. Detesto esa clase de muebles.

Recorrimos detenidamente todo el apartamento. Berta descubrió un diván, lo probó con cuidado, se recostó en él y sacando un cigarrillo de su bolso, dijo.

─Veo que no estamos más cerca de descubrir algo que al principio.

No le contesté. Frotó un fósforo en la suela de su zapato y me miró con aire batallador.

─Ella vivió aquí ─le dije.

─¿Y eso que importa?

─Conocemos dónde vivía. Sabemos qué nombre usaba. Durante el tiempo que estuvo aquí, llovió mucho en Nueva Orleans. Debía comer afuera bastante a menudo y en tiempo lluvioso no iría muy lejos. En estas dos manzanas hay dos restaurantes. Vamos a recorrerlos y veremos lo que podemos encontrar.

Había una escalera de ruidosos peldaños que bajaba a un patio, luego un largo corredor. Doblé en ángulo recto, crucé otro patio y salí a Royal Street. Caminé hasta la esquina y vi una bandera que decía: «Bourbon House». Entré.

Era el típico restaurante del barrio francés… no lleno de adornos para atraer a los turistas, sino un sitio tranquilo donde los precios eran muy bajos y la comida buena. Poca ostentación y clientela regular. Cualquiera que viviera por allí cerca lo frecuentaría enseguida.

Entré por la puerta al bar, donde había un par de máquinas automáticas de juegos y música.

─¿Desea alguna cosa? ─me preguntó el hombre que estaba detrás del mostrador.

─Una taza de café y unos níqueles para la máquina de pinball ─dije tirando cuatro monedas sobre el mármol.

Me dio el cambio me sirvió a continuación el café bueno de veras.

Alrededor de una cie las máquinas varios hombres jugaban. La máquina musical empezó a funcionar. Una voz femenina dijo: «Les ruego que me escuchen. Esta canción está dedicada al auditorio». Se oyó Way Down upon the Swrannee River.

Saqué del bolsillo las fotografías que Hale me había dado. Al mirarlas lancé una exclamación de fastidio.

─¿Qué pasa? ─preguntó el hombre que estaba detrás del mostrador─, ¿tiene algo el café?

─No ─dije─. Son estas fotografías ─él miró desconcertado pero con simpatía─. El fotógrafo me las ha dado equivocadas. Me pregunto dónde estarán las mías.

En ese momento no había nadie junto al mostrador. El hombre se inclinó por encima de éste para mirar y yo volví las fotografías para que pudiera verlas.

─No tengo ninguna probabilidad de encontrarlas ─exclamé─. Deben haber cambiado los negativos.

─Tal vez han confundido las papeletas y esa joven tiene las suyas.

─Esto no tiene arreglo. ¿Cómo voy a encontrarla?

─Espere ─dijo de pronto─. Yo he visto a esta muchacha. Creo que hubo un tiempo que venía a comer aquí. Voy a preguntarle a uno de los muchachos ─llamó a uno de los camareros de color y dio una de las fotografías─. ¿Recuerda a esta señorita?

El camarero tomó el retrato, lo acercó a la luz y dijo instantáneamente:

─No conozco su nombre, pero hace dos o tres años comía aquí todos los días. Ahora ya no viene.

─¿Ha dejado la ciudad?

─No. No lo creo. La he visto en la calle hace como cosa de un mes.

─Bueno ─le dije─. Tal vez el fotógrafo conozca su nombre. Parece haber llevado hace poco este rollo de película a revelar. Todas son de ella.

─Le diré dónde la he visto ─dijo el muchacho de color─. Salía del O’Leary’s. Alguien estaba con ella.

─¿Hombre?

─Sí, señor.

─¿Usted le conoce?

─Yo no. Era un hombre alto con manos enormes y llevaba una maleta.

─¿De qué edad?

─Cincuenta o cincuenta y cinco años. No lo recuerdo bien. Para mí era un extraño. A la que recuerdo muy bien es a la muchacha. Yo siempre la servía.

─¿No podría decirme algo más sobre ese hombre?

El camarero pensó un momento.

─Sí, señor.

─¿Qué?

─Parecía como si estuviera sosteniendo algo en la boca.

No llevé más lejos mi investigación. Pagué el café y me quedé un rato en pie mirando a los jugadores. Un momento después me fui.

Entré en el O’Leary’s. A esa hora había poca gente. Trepé a un taburete y pedí un gin.

El barman me trajo la bebida, atendió a otro cliente y volvió a mi lado.

─¿Qué es este retrato? ─le pregunté mostrándole la fotografía.

─¿Qué?

─Estaba aquí junto al taburete, cerca de mí. Creía que era un papel arrugado, pero vi que era una fotografía.

Él la miró detenidamente y frunció el ceño.

─Ella debe haberla olvidado ─dije─ o alguien que estuvo sentado en el taburete.

El hombre meneó la cabeza contestando:

─No. No ha estado hoy aquí, pero la conozco. Me pregunto cómo ha llegado esta fotografía. Hace tiempo que no viene.

─¿La conoce?

─La reconozco cuando la veo, pero no sé su nombre.

Me guardé el retrato. El hombre titubeó un momento como reflexionando y luego se alejó.

Terminé la bebida y salí, deteniéndome en la esquina mientras reflexionaba.

Recordé la ocupación de la muchacha… peluqueros, manicura, tintorería, limpieza.

Había una casa de belleza en la acera de enfrente al terminar la calle. Una mujer que parecía muy amable vino hacia mí cuando me vio tocar el pestillo.

─¿Qué pasa?

─Estoy tratando de descubrir algo sobre una mujer ─le dije─. Es una cliente suya ─y le mostré el mejor de los retratos.

La reconoció enseguida, diciendo:

─Creo que hace algo así como dos años que no viene. Antes lo hacía regularmente. No recuerdo su nombre, pero era una buena cliente… había venido de Boston o Detroit, de algún punto del Norte. La primera vez que vino creo que buscaba trabajo, pero después no se preocupó más.

─Tal vez lo encontró.

─No. Porque venía entre semana y durante el día. La veía ir a almorzar algunas veces a las once, otras después de mediodía.

─¿Usted no sabe si está en la ciudad?

─No lo creo porque habría venido. Éramos muy amigas… Bueno, a ella le gustaba mi trabajo, y conversar conmigo. Creo que era… Y dígame usted, ¿por qué quiere saber?

─Yo… Era una hermosa muchacha. Tiene mucha importancia para mí… no debí nunca perder su rastro.

─¡Oh! ─ella sonrió─. Quisiera poder ayudarle, pero no sé nada. Tengo un cliente allí dentro. ¿En caso de que aparezca, quiere dejarle algún mensaje?

Yo sacudí la cabeza.

─Si está en la ciudad la encontraré ─y sonriendo agregué─: Creo que así será mejor.

─Lo creo ─dijo la mujer.

Seguí andando hasta una tintorería. Era mitad casa, mitad tienda con un mostrador en medio del local. Le mostré el retrato y dije:

─¿Conoce a esta joven?

La encargada del establecimiento lo miró y dijo:

─Sí. Nos traía mucho trabajo. ¿No es la señorita Cutler?

─Sí. ¿Sabe dónde está ahora?

─No… Es decir no sé dónde vive.

─Pero ¿está en la ciudad?

─¡Oh, sí! La vi en la calle… déjeme pensar; creo que hará unas seis semanas. Yo no voy muy seguido al centro. Mis obligaciones no me lo permiten. No puedo dejar el establecimiento más que cuando alguien…

─¿En qué calle? ─pregunté.

─En Canal Street. Era… deje que recuerde, era alrededor de las cinco de la tarde y ella iba por allí. No creo que me reconociera. Yo tengo muy buena memoria para las fisonomías y encuentro muchos clientes cuando salgo ─sonrió─. Muchas veces ellos no pueden conocerme porque están acostumbrados a verme detrás del mostrador. Yo nunca les hablo a no ser que ellos lo hagan.

Le di las gracias y volví al apartamento.

Berta Cool estaba hundida en el sillón, fumando, con un vaso de whisky con soda en una mesita a su lado.

─¿Cómo te ha ido? ─preguntó.

─Regular.

─Es buscar una aguja en un pajar. Dios mío, Donald, he encontrado el restaurante más maravilloso.

─¿Dónde?

─En esta misma calle.

─Creí que no comías más que una vez al día. Ignoraba que estuvieras hambrienta. Vine a ver si querías ir a comer.

─Ahora no, querido. Me encuentro mejor cuando paso hambre. Necesito comer algo para quitarme el apetito.

Asentí, esperando. Una mirada de satisfacción apareció sobre su rostro. Apenas movió los labios.

─Quingombó con arroz ─dijo─. Yo pensaba que sería ligero.

─¿Y lo era?

─Era una comida… pero ¡qué comida!

─¿Estás satisfecha? ¿No quieres ir ahora conmigo a comer otro poco?

─¡Por favor, no me hables más de comida! Por hoy tengo bastante. Esta noche tomaré un poco de té con tostadas, eso será todo,

─Bueno, me voy a comer algo y seguir trabajando.

─¿Qué puedo hacer yo?

─Nada todavía.

─No sé por qué estoy aquí ─dijo Berta.

─Tampoco lo sé yo.

─Este abogado insistió en que le acompañase. Decía que después que la encontraras yo podía conversar con ella mejor que tú. Y como me invitaba pagando los gastos, decidí ir.

─Muy bien.

Berta agregó.

─Sería lindo que nos ganásemos la prima.

─¡Ya lo creo!

─¿Qué aspecto tienen las cosas?

─No puedo decirte nada todavía. Me voy.

Volví a Royal Street y caminé hacia Canal Street a lo largo de las aceras hechas hace años y años con grandes piedras desiguales, unidas con cemento. Las había que se movían ligeramente, otras que sobresalían.

El aspecto era artístico, pero no se podía andar por ellas con los ojos cerrados.

Estaba a mitad del camino cuando se me ocurrió una idea. Fui a un teléfono público y empecé a llamar a las escuelas comerciales.

La segunda me dio los informes necesarios. No, ellos no conocían a ninguna señorita Edna Cutler, pero una joven llamada Fenn había seguido un curso, y como era muy buena alumna, habían conseguido emplearla. Estaba en un Banco. Era secretaria del gerente. Me dieron la dirección.

Resultó todo muy sencillo.

Al gerente, que era un buen muchacho, le dije que estaba buscando unos informes por un asunto de una herencia y le pregunté si podría conversar con su secretaria. Contestó que me la mandaría enseguida.

Roberta Fenn era tal como la mostraban sus retratos. Tendría tal vez veintiséis años, como decían sus papeles, pero representaba veintidós. Tenía una simpática sonrisa, ojos claros y vivos y una voz bien modulada y agradable.

─¿Qué desea saber? ─preguntó─. El señor Black me ha dicho que usted está tratando de recobrar unos bienes.

─Así es. Soy detective. Estoy tratando de descubrir algo sobre un hombre relacionado con una familia llamada Hale.

Sus ojos me dijeron que no recordaba nada.

─Tiene un pariente ─agregué─ cuyo nombre ignoro, pero creo que está relacionado con usted.

─¿No conoce el nombre?

─No.

─Yo no tengo muchas relaciones en Nueva Orleans.

─Es un hombre alto. Tiene la frente ancha, cejas tupidas y manos muy delgadas y dedos largos. Sus brazos también lo son. Debe tener unos cincuenta cinco años.

Ella frunció el ceño con aire pensativo como buscando en su memoria.

Yo la observaba de cerca y dije:

─Yo no sé si es una costumbre o que los dientes no le sientan bien, pero cada vez que se ríe…

Vi cambiar la expresión de su rostro.

─¡Oh! ─dijo y rió.

─¿Usted sabe a quién me refiero?

─Sí. ¿Y por qué ha venido a buscarme a mí?

─Oí decir que él había venido a Nueva Orleans y que tenía que verse con usted por un asunto de negocios.

─Pero ¿no conoce su nombre?

─No.

─Se llama Archibald Smith. Viene de Chicago. Es corredor de seguros.

─¿Tiene usted su dirección de Chicago?

─Aquí no. La tengo anotada en casa.

─¡Oh! ─murmuré con expresión de desaliento.

─Puedo traérsela mañana.

─Eso estaría muy bien. ¿Hace mucho tiempo que le conoce, señorita Fenn?

─No. Vino a Nueva Orleans hace tres o cuatro semanas y se quedó dos días. Una amiga le había dado una carta para mí… me pedía que le hiciera conocer la ciudad, y entonces lo llevé a algunos de los sitios más típicos… ¿cómo le diré…?, restaurantes, bares, en fin todo lo que un turista desea conocer.

─¿El barrio francés?

─¡Oh, sí!

─Supongo que no les llamará la atención a ustedes los que viven aquí, pero es interesante para los que están de paso.

─Sí ─contestó sin hacer más comentarios.

─Me gustaría encontrarme con el señor Smith. Estoy seguro que ha de tener que ver algo con la persona que busco. ¿Y esta misma noche no podría darme su dirección?

─Sí… pero cuando vuelva a casa.

─¿Tiene teléfono?

─No. Hay uno en el edificio, pero es muy difícil hablar desde allí.

Miré mi reloj de pulsera y esto le hizo recordar que era una empleada y le estaba robando su tiempo al Banco. La vi moverse inquieta, ansiosa de interrumpir aquella entrevista.

─No quiero insistir ─murmuré─. ¿Su domicilio queda cerca de aquí?

─No. Bastante lejos, hacia Saint Charles Avenue.

Y de pronto dije:

─Déjeme esperarla en un taxi cuando salga de su trabajo. Podría llevarla hasta su casa y usted me daría la información que deseo. Irá más rápida que en tranvía y…

─Muy bien ─dijo la joven─. Salgo a las cinco.

─¿Cierra el Banco a esa hora?

─Sí.

─¿Dónde la encontraré… si el Banco no está abierto?

─Delante de la puerta que da a esa calle.

─Muchas gracias, señorita Fenn, y aprecio mucho todo lo que hace por mí.

La saludé, salí del Banco, fui al hotel, puse el letrero «No incomodar», delante de mi habitación, llamé a la telefonista y le pedí que me despertara a las cuatro y media.

Luego me eché en la cama para dormir un par de horas.