LEÍ el final de todo el asunto en el diario cuando me acercaba a San Francisco, en un tren lleno de jóvenes americanos que iban a pelear.

Hale lo había confesado todo en cuanto se dio cuenta de que no iba a ser colgado por asesinato. Él había estado siguiendo a Nostrander. Todo le había fracasado. Quería que éste confesara que lo de la presentación de los papeles a otra mujer era un infundio. Lo encontró en el departamento de Roberta Fenn, pero Nostrander estaba borracho. Hale estaba dispuesto a ofrecerle un millar de dólares y como no deseaba que lo encerraran por estafa en caso de que Nostrander los rechazara, se había preparado una coartada que lo hacía aparecer como saliendo esa noche para Nueva York, en avión.

Marilyn Winton había sido detenida. La policía la acusaba. Marilyn había estado tratando de que Nostrander se casara con ella. Éste era el famoso asunto amoroso que la hacía mirar al mundo con encono.

Marcos Cutler había confesado el asesinato de Craig, pero insistía en que aquel revólver había sido puesto allí por la policía. Alegaba que el arma del crimen él la había escondido en Nueva Orleans, en el departamento de Roberta Fenn.

Cuando el tren entró en San Jorge, donde se detenía veinte minutos, le mandé un telegrama a Berta. Decía:

«Edna Cutler aceptará una cuenta de diez mil dólares porque hemos aclarado las cosas. Las medias de seda no se fabrican en el Japón. Te mandaré una flor de cerezo. Cariños».

El empleado de la Western Union contó las palabras, tomó el dinero y dijo:

─¿Desea poner dirección, señor Lam, para la respuesta?

─Envía: la Armada de Estados Unidos, Tokio ─contesté muy serio.

Y el funcionario así lo puso.