EL avión bajó rugiendo desde el cielo; luego las ruedas tocaron la pista de cemento y el enorme expreso transcontinental aterrizó, y reduciendo su velocidad, giró en ancho círculo, deteniéndose casi delante de la puerta de salida.
Emory C. Hale fue el segundo en bajar. Venía conversando con un individuo de aspecto más bien distinguido, con bigotes grises y monóculo. Tenía demasiado aspecto de banquero para serlo en realidad.
Hale tenía el aire de buen humor, como si hubiera hecho un viaje maravilloso. Cuando nos vio, vino hacia nosotros con las manos tendidas y con su característica sonrisa.
Su saludo para Berta fue apresurado. Toda su atención era para mí.
─¡Lam, estoy encantado de verle! Deseaba que viniera a mi encuentro… Pero perdóneme, estaba olvidando la educación. Señora Cool, ¿puedo presentarle al teniente Pellingham, de la fuerza de policía de Nueva Orleans? Y éste es Donald Lam, teniente.
Nos dimos las manos.
Hale parecía gozar con su papel de maestro de ceremonias.
─El teniente Pellingham es un experto en balística. Se ocupa de casi todo el trabajo técnico del Departamento de Policía de Nueva Orleans. Ha traído aquel revólver, Lam. Yo le conté que usted estaba conmigo cuando lo encontramos y que discutimos si debía ser entregado a la policía o esperar que usted hiciera una investigación en Los Ángeles para saber el estado exacto del caso del asesinato de Craig.
Hale me miró significativamente, como tratando de hacerme comprender que esta conversación preliminar me indicaba la conducta que debía seguir y no contradecir sus declaraciones.
Yo asentí con la cabeza, diciendo:
─Ya me he puesto al habla con el sargento Rondler en el Cuartel General.
─¿Usted no le habló del revólver? ─preguntó Hale.
Me hice el sorprendido.
─¡No! Comprendí que debía investigar el asesinato y luego, si se hablaba que el crimen había sido cometido con un arma de ese calibre, avisarle para que usted previniera a la policía.
─Es cierto ─dijo Hale, radiante─. Así es como quedamos. Pero usted estaba conmigo cuando lo encontramos, y eso es lo que le interesa al teniente Pellingham. Desea que compruebe la evidencia.
Yo me volví hacia el policía.
─El señor Hale estaba revolviendo el escritorio. Había unos papeles que se notaba que habían caído por detrás de una separación. Cuando empezamos a sacarlos, apareció el revólver.
─Naturalmente que usted pudo identificarlo ─preguntó el teniente Pellingham.
─Era un treinta y ocho de acero ─aclaré─. No recuerdo de qué fábrica. Este…
─Ése no es el punto que interesa. A lo que voy es a que usted pueda identificar «el revólver que vio allí».
Yo lo miré impávido.
─Yo no puedo decirle con certeza la clase de revólver que era.
─¿Pero no puede decirme si la pistola que tengo en la mano es la misma?
─Naturalmente que es la misma ─dijo Hale.
Yo titubeé un instante, diciendo luego:
─Es claro que ninguno de los dos tomamos el número de la serie, ni nada de eso. Lo vimos simplemente y luego lo volvimos a dejar allí, y si Hale dice que es el mismo, yo estoy de acuerdo.
─Naturalmente que es el mismo ─protestó Hale─. Eso puedo asegurarlo.
Pellingham observó:
─Lo que necesitamos es alguien que lo asegure ante un jurado.
─Podemos hacerlo ─dijo Hale, confiado.
Yo murmuré, dirigiéndome a Pellingham.
─Si usted lo tiene, tal vez yo pueda identificarlo. Y si es así podríamos ponerle las iniciales.
─Es una excelente idea ─dijo el otro─, y cuando usted esté en el banquillo de los testigos, se guarda muy bien de decir que lo tiene marcado. ¿Me comprende?
─No estoy seguro.
─El fiscal de distrito expondrá sencillamente: «Señor Lam, aquí tenemos un revólver que lleva grabadas las iniciales D. L. ¿Sabe quién las puso?». Entonces usted dirá: «Yo». Le preguntarán: «¿Por qué?». Y usted responderá: «Para poder identificarlo». Entonces dirán: «¿Es éste el revólver que usted vio en un escritorio de un departamento de Nueva Orleans?», etcétera, etcétera.
─Comprendo.
─¡Espléndido! ─dijo Hale─. Los dos grabaremos nuestras iniciales.
Pellingham nos llevó a un rincón de la sala de espera.
─Lo haremos en seguida ─murmuró─, pues yo voy a ir inmediatamente al departamento de policía, para tirar unas balas de prueba y compararlas con la que mató a Craig.
Nosotros lo observamos mientras ponía una pequeña maleta sobre sus rodillas y la abría sacando de ella una cajita de madera. Levantó la tapa, y sujetó por el mango con cordones que pasaban por los agujeros hechos en la madera, estaba el revólver de calibre treinta y ocho que la agencia me había proporcionado unos meses antes.
─Aquí está ─dijo Hale enfáticamente─. Éste es el que se encontraba allí. Y apostaría uno contra diez a que ésta es el arma que mató a Craig.
─Grabe sus iniciales ─dijo Pellingham, pasándole un cortaplumas.
Hale lo hizo en la culata del revólver.
Pellingham me lo tendió.
Yo lo miré por todos los lados.
─Me parece que es el mismo. Naturalmente que yo no tomé el número de la serie. Pero por lo que puedo ver…
─¡Pero, Lam! Naturalmente que es el mismo. Usted lo sabe bien.
─Creo… bueno, lo parece…
Pellingham me indicó:
─Ponga sus iniciales. ─Y me entregó el cortaplumas.
Berta miraba el arma y me miraba a mí. Su expresión era un estudio.
Hale estaba radiante.
─Ahora usted ha identificado este revólver ─dijo Pellingham─. No se retracte y no deje que ningún abogado lo confunda cuando se haga la comprobación.
Por medio de un altavoz dijeron:
─Un telegrama para el teniente Pellingham de la fuerza de policía de Nueva Orleans. Diríjase a la taquilla, por favor.
─Discúlpenme ─dijo éste, y cerrando la maleta, fue a la ventanilla.
─Me alegro de que haya identificado ese revólver ─dijo Hale─. Debimos haber tomado el número de la serie cuando lo encontramos.
─Me sorprende que no hayas pensado en eso, Donald ─me reprochó Berta.
─Es una sabia lechuza, señora Cool, pero hasta ellas alguna vez cierran los ojos. Es el único paso en falso que ha dado.
Hale se echó a reír.
─Las lechuzas no parpadean ─lo interrumpió Berta, mirándome fijo.
Pellingham se acercaba apresuradamente con un telegrama en la mano.
─Lam, ¿tomó usted un avión desde Fort Worth, el sábado por la noche?
─¿Por qué? ─pregunté.
─¿Lo tomó usted?
─Sí.
─Muy bien, Lam. Le voy a pedir que venga al cuartel general conmigo… ahora mismo.
─Lo siento ─dije─. Tengo otras cosas que hacer. Y son importantes.
─A mí no me importa lo que tenga que hacer. Va a seguirme.
─¿Tiene autoridad para eso?
Pellingham metió la mano en su bolsillo del pantalón. Yo creí que iba a mostrarme una estrella. Pero sacó una moneda.
─¿Ve esto? ─dijo─. Es mi autoridad.
─¿Diez centavos?
─No. Cuando deje caer esta moneda en un teléfono, pague y llame al cuartel general de policía, tendré toda la autoridad necesaria para que me apoye en todo lo que haga.
Sentí que los ojos de Hale me abrasaban, vi que los de Berta brillaban de intensa concentración y la fría determinación de los grises ojos de Pellingham.
─¿Va a venir conmigo ahora? ─preguntó.
─Empiece por echar su moneda ─le contesté, dirigiéndome hacia la salida.
Berta Cool y Hale se quedaron como petrificados, mirándome como si yo hubiera dejado caer una máscara y fuera ahora un extraño.
Pellingham lo tomó como una cosa muy natural. Debía esperarlo, ya que había empezado a hablar. Tranquilamente se dirigió a la cabina telefónica.
Afuera estaba el coche de la agencia. Yo salté en él. Tuve que dar un rodeo para perderme; subí por Burbank hacia Van Nuys, luego bajé por el bulevar Ventura, después por Sepúlveda hacia Wilshire y llegué a Los Ángeles. Sabía que Pellingham me haría cerrar todos los caminos, dando las señas del coche de la agencia.