EL hombre de la oficina del reclutamiento naval no me hizo muchas preguntas. Me dio un cuestionario para llenar. Cuando lo hice, me dijo:

─¿Cuándo quiere ir al examen médico?

─Lo más pronto posible.

─Ahora, si lo desea.

─¡Cómo no!

Fui escoltado hasta una sala interior y me quité la ropa. Me examinaron… y me aceptaron.

─¿Cuánto tiempo necesita para arreglar sus asuntos, señor?

─Veinticuatro horas.

─Muy bien. Vuelva el martes a la una de la tarde preparado para partir.

Le dije que estaría allí y me fui hasta la agencia. Berta echaba fuego de impaciencia.

─¿Dónde demonio te has metido?

─He estado aquí dos veces durante la mañana, pero tú no estabas y yo tenía algo que hacer.

─¿Qué…? ─gritó─. Me imagino que echando a perder todo el asunto.

─Espero que no.

Me tendió un telegrama, el cual decía:

«Felicitaciones para su lechuza. Llego en el avión de las ocho treinta. Espéreme en el aeropuerto».

La firma era «Emory G. Hale».

─Lo sé ─dije─. Yo le telefoneé.

─¿Qué le dijiste?

─Que había encontrado a Roberta Fenn.

─Creía que no querías decírselo.

─Antes no. Ahora sí.

─Los diarios de la tarde ─dijo Berta─ insertan estos titulares: «Se busca aquí al autor del crimen de Nueva Orleans». Todos hablan de Roberta Fenn. Han desenterrado el hecho de haberse encontrado envuelta en el asesinato de Howard Craig, el muchacho que fue muerto por Rixman; el salteador de enamorados.

─Sí.

─No pareces sorprendido.

─No.

─Lograr de ti información es desesperante ─dijo Berta, enojada─. Uno ha de dar más de lo que recibe. Estoy tratando de decirte que ella está en peligro. Si sabes dónde está o si la has escondido, te vas a quemar los dedos.

─¿Qué tal anda el asunto de las construcciones de guerra?

Instantáneamente Berta púsose a la defensiva. Desapareció su manera agresiva. Fue amable.

─Berta tendrá que hablar de eso contigo, querido.

─¿Sobre qué?

─Si alguien te hace preguntas recuerda que, aunque no conoces los detalles, eres la cabeza. Berta no se siente bien desde hace un tiempo. Creo que es el corazón. Tendrá que descansar en ti. Berta ha firmado un contrato; hay mucho dinero en él si vigilamos con atención y no nos dejamos engañar por los carpinteros. Vas a tener que ocuparte de toda la dirección.

─¿A causa de tu corazón?

─Sí.

─No sabía que te molestaba.

─Yo tampoco lo sabía hasta que me vino un gran cansancio y… no creo que sea nada serio, pero me incomoda.

─¿Cómo es eso?

─Palpitaciones después de comer.

─¿Has visto al médico?

─Cuando estoy acostada los latidos hacen temblar la cama.

─Pero dime: ¿has visto al médico?

─¡Demonios, no! ─exclamó Berta, enojada─. ¿Por qué me iba a hacer mirar por uno de esos alacranes que no hacen más que manosearla a una?

─Creía que ellos eran los que podían saber algo.

─Nada de eso.

─Podrías tener necesidad de un certificado médico.

─Cuando llegue ese momento ya veremos. No te preocupes por eso.

─¿Y que tendré que hacer yo en esa empresa de construcciones?

─Berta se ocuparía de eso junto contigo, querido. Pero ahora terminemos con el caso presente. Por si alguien te llega a hacer preguntas, recuerda que yo no puedo soportar ningún esfuerzo, que estoy amenazada de algo muy grave, y que tienes que encargarte de todo el negocio de esas construcciones.

─¿Pero por qué tengo que decir eso?

─¡Maldición! ─clamó enojada─. No me fastidies. Dices eso… ─Se contuvo a tiempo, y luego prosiguió con naturalidad─ porque tú no puedes abandonar a Berta, sobre todo en un momento en que ella ha abarcado demasiadas cosas en su afán de hacer algo por la patria.

─¿Patriotismo?

─«Todos tenemos» que poner nuestra parte ─murmuró suavemente.

─Muy bien ─dije─. ¿Quieres ir conmigo al encuentro de Hale?

─¿Crees que debo hacerlo?

─Sí.

─Muy bien, querido, lo que tú digas.

Yo me puse en pie bostezando.

─Bueno, tengo cosas que hacer. Vendré a las ocho menos cuarto.

─Estaré esperando ─prometió Berta─. Quiero ver el correo de la tarde. Espero un paquete. Cuando lo reciba te mostraré algo bueno. Y entonces verás si Berta no sabe comprar. Mercancía que ya no se consigue, y barata… medias de seda pura. Te quedarás sorprendido.

Me fui a la biblioteca pública y me pasé el resto de la tarde revisando un viejo archivo de diarios (todos los que se referían al asunto del salteador) y especialmente el caso Craig.

Salí a las cinco y media para dirigirme hacia el hotel, pero en Fifth Street entré en un limpiabotas. Compré un diario de la tarde y me puse a leerlo mientras me lustraban los zapatos.

Los encabezamientos daban alentadoras noticias de la guerra. En la primera página estaban todas las buenas. La segunda era la reservada para las malas, más barcos hundidos… los aliados estaban «volando» las fuerzas del Eje. Éstos «tiraban algunas bombas» sobre los aliados. Y entonces llegué a los avisos personales.

«Rob. Estoy en Los Ángeles. Tengo que hablar contigo. A pesar de lo que puedan haberte dicho, me preocupo por tus intereses. Habla Herman 6˗9544 y pregunta por mí. Edna C.»

El hombre que estaba lustrándome los zapatos se quedó sorprendido al verme saltar del banquillo y pagarle, diciendo:

─Basta por ahora.

Un taxi me llevó al hotel. Tomé la llave y subía mi habitación. La criada había pasado por allí. Todo estaba arreglado. Pero Roberta había desaparecido. Se veía que había salido a hacer compras, porque encima de la cama había un camisón color azul durazno y dos pares de medias del mismo tono. A los pies de la cama había un paquete y una pequeña maleta sobre la silla. Aquélla estaba vacía y aún tenía el precio. En el suelo había un diario.

Volví a mi habitación y llamando por teléfono dije a la muchacha:

─Mi hermana ha telefoneado a una amiga y ha ido a verla. Me dio el número, pero lo he perdido. ¿Podría mirar en el registro y decirme cuál es el último que se pidió desde esta habitación?

─Espere un momento.

En seguida me lo dio.

─Herman, seis, nueve, cinco, cuatro, cuatro.

─Ése es el número ─repetí─. ¿Quiere hacerme el favor de pedirlo de nuevo?

Un momento después dijo una voz:

─Palm View Hotel.

─¿Se aloja ahí Edna Cutler, de Nueva Orleans?

─Espere un momento.

Otros cinco segundos y obtuve la información. La señorita Cutler se había ido hacía unos veinte minutos. No había dejado dirección.

Corté la comunicación, y bajando por el ascensor, fui a una tienda de efectos de viaje y compré una maleta. Volví a subir y metí en ella todas mis cosas. Guardé el paquete que estaba sobre la cama de Roberta, sin abrirlo. También el camisón y las medias. Las cremas y artículos de tocador conseguí meterlos en el maletín que ella había comprado.

Humedecí una toalla y la pasé por todas las partes para quitar las impresiones digitales, por los pestillos de las puertas, espejos, encima del tocador… por todo lo que pensé que ella pudiera haber tocado.

Al terminar, llamé a recepción para que vinieran a buscar el equipaje. Bajé y pagué la cuenta y expliqué al empleado que mi madre había muerto de repente, que nos íbamos a vivir con otra hermana que vivía en Venecia y que estaba desesperada, y no queríamos dejarla sola.

Tomé un taxi hasta Union Deport; después de despedirlo registré el equipaje, puse la póliza en un sobre estampillado, y escribiendo la dirección de mi oficina, lo eché al buzón. Miré el reloj y vi que sólo me quedaba el tiempo justo para ir a buscar a Berta y salir para el aeropuerto.