DORMÍ la mayor parte de la tarde. Alrededor de las seis llamé a la puerta que comunicaba con la habitación de Roberta.
Sí ─dijo ella─. ¿Qué hay?
Yo abrí una rendija.
─¿Hambre?
Entré. Estaba cubierta con una sábana. Por la ropa que había sobre la silla, adiviné que la sábana era lo único que tenía sobre ella. Me sonrió, diciendo:
─Ésta es mi «robe de chambre», Donald. Tengo que conseguir alguna ropa. He usado un bolso de maletín y un baúl y me siento un poco abandonada.
»El establecimiento de abajo me proporcionó cremas, peine, cepillos y artículos de tocador, pero no un peinador. Quería ponerme ropa limpia. Como es domingo, las tiendas están cerradas. Usted vive aquí, ¿verdad?
─Sí.
─Debe tener una habitación llena de cosas. ¿Por qué no va a buscarlas?
Yo sonreí meneando la cabeza.
─¿Usted piensa… que la policía…?
─Donald, lo siento. Soy yo la que lo he envuelto en este asunto.
─No. Usted no. No hay ningún barullo.
─¿Adónde iremos? ─Y ella sonrió al preguntarlo.
─Hay una media docena de sitios donde podremos comer y tal vez bailar un poco.
─Donald, me gustaría eso.
─Muy bien. Vístase.
─He lavado mi ropa interior y la dejé colgada en el baño. Creo que estará seca.
─¿Cuánto va a tardar?
─Diez o quince minutos.
─Muy bien. Hasta luego.
Retrocedí, cerrando la puerta, y me recosté encendiendo un cigarrillo.
Quince minutos después, ella se reunió conmigo y pasada media hora estábamos sentados en uno de los clubs menos elegantes con los combinados en la mesa y habiendo ordenado una cena especial de marcado lujo.
El emborrachar a una muchacha es un asunto arriesgado. Uno no sabe qué puede hacer o decir cuando pierde su natural reserva. Y lo que es más, uno no sabe si va a despertarse con un terrible dolor de cabeza para adivinar que su víctima lo ha emborrachado hasta dejarlo debajo de la mesa.
Yo sugerí un segundo combinado. Roberta lo tomó. Me rechazó el tercero, pero admitió que podíamos comer con vino.
Yo pedí «Burgandy».
Era un lugar donde la gente iba a comer, charlar, reír, hacer proposiciones y recibirlas. Los camareros andaban alrededor, pero jamás trataban de servir a los que cenaban en menos de una hora media.
Nuestra cena había llegado a la segunda botella.
Roberta empezaba a estar embriagada. Yo mismo me sentía bastante mareado.
─No me contó lo que le dijo su socia.
─¿Berta?
─Sí.
─Sus delicados oídos no podían oír aquel lenguaje.
─Usted se sorprendería de lo que han oído mis delicados oídos. ¿Qué le preocupa?
─Todo.
Ella se inclinó sobre la mesa. Sus dedos se cerraron sobre mi mano.
─Usted me está protegiendo, ¿no es cierto, Donald?
─Tal vez.
─Ya lo sé. Su socia quería que me buscara y me entregara, y usted no quiere hacerlo, ¿verdad?
─¿Escuchó detrás de la puerta? ─pregunté.
Sus ojos brillaron indignados.
─No, por cierto.
─¿Sólo poder de deducción?
Asintió lentamente con una seria solemnidad que caracteriza a la mujer que se está diciendo a sí misma: «Estoy embriagada, pero nadie debe darse cuenta. Debo tener cuidado para que mi cabeza no vaya a caer sobre mi regazo».
─Berta está ahora muy tranquila. Olvídese de ella. Estaba un poco batalladora al principio, pero esto no tiene importancia… y menos con Berta.
─Donald, supóngase que hubiera sido la policía. ¿Qué hubiésemos echo?
─Nada.
─Si me detienen, ¿qué debo hacer?
─Nada.
─¿Qué quiere decir?
─Sólo eso. No hablar. No hacer ninguna declaración. No darles ninguna información sobre nada hasta que haya visto a un abogado.
─¿Qué abogado?
─Yo le conseguiré uno.
─Usted es demasiado bueno conmigo.
Sus palabras se volvían pastosas. Había un gran esfuerzo de concentración en su mirada, como si deseara estar segura de retenerme en un sitio para que no fuera a desaparecer del campo de su visión.
─¿Sabe una cosa? ─me dijo de pronto.
─¿Qué?
─Que estoy loca por usted.
─Olvídese de eso. Está mareada.
─Tiene razón. Estoy embriagada, pero lo mismo me siento chiflada por usted. ¿No lo sabía en el hotel cuando lo besé?
─No. No he pensado en eso.
Sus ojos eran enormes.
─Tendrá que pensarlo alguna vez.
Yo me incliné sobre la mesa, aparté las fuentes para dejar un sitio vacío sobre el mantel.
─¿Por qué dejó Los Ángeles?
─No me haga usted hablar de eso.
─Deseo saberlo.
La pregunta pareció hacerla reaccionar. Miró su plato un momento y dijo:
─Podría fumar un cigarrillo. ─Le di uno y se lo encendí─. Se lo diré, Donald, aunque no quisiera hacerlo. Usted puede obligarme a hacer lo que quiera.
─Deseo saberlo, Rob.
─Fue en el año mil novecientos treinta y siete.
─¿Qué sucedió?
─Había salido con un hombre en automóvil. Andábamos dando vueltas por el parque y luego nos detuvimos en uno de los caminos y…
─¿Se abrazaron?
─Sí.
─¿Entonces?
─En aquella época se hablaba mucho de un salteador, un muchacho que estaba siempre en acecho de los autos. Creo que conoce el procedimiento.
─Dígalo.
─Quitaba el dinero a los hombres y luego…
─Prosiga.
─Fuimos atacados.
─¿Qué sucedió?
─Este hombre hizo un gesto hacia mí y mi acompañante no pudo soportarlo. El bandido tiró sobre él… y escapó.
─¿Se sospechó de usted?
─¿Se sospechó de qué? ─preguntó con los ojos muy abiertos.
─De tener algo que ver en el asunto.
─¡Cielos, yo! Todo el mundo fue muy amable y comprensivo. Pero… eso me hizo mucho daño. Naturalmente, la gente con quien trabajaba lo supo. Y hablaron. Una vez salí con un muchacho compañero de una de las chicas de la oficina. A ésta no le gustó y me dijo que un hombre había dado su vida para proteger mi honor, cuando en realidad lo vendía muy barato.
─¿Qué hizo usted?
─Quise abofetearla. Todo lo que pude hacer fue sonreír y darle las gracias.
»Dejé mi trabajo y me fui a otra parte. Dos meses después habían descubierto todo lo que a mí se refería. Y así sucedió en los diferentes trabajos que encontré. Supongo que debo ser una persona despreciable. Yo no amaba a ese hombre. Me gustaba, salía con él de cuando en cuando, pero lo mismo hacía con otros compañeros. No tenía intención de casarme con él. Y no deseaba que él diera su vida por mí. Fue una acción noble… y algo quijotesca.
─Yo creo que cualquier otro hombre hubiese hecho lo mismo en tales circunstancias.
─Las estadísticas prueban lo contrario ─dijo sonriendo. Y yo sabía que ella tenía razón─. Bueno ─prosiguió─. ¿Qué podía hacer con todas mis amigas murmurando a espaldas mías? ¿Y con el recuerdo de la tragedia en el fondo de mi conciencia…? Decidí viajar. Fui a Nueva York. Después de un tiempo encontré trabajo como modelo para anunciar lencería. Por unos meses todo fue bien, luego la gente empezó a reconocer mis fotografías. Mis amigas empezaron a murmurar otra vez.
»Me gustaba la independencia. Aquello duró más de un año. Yo sabía lo que era ser una persona común y desconocida, afortunadamente libre de vivir su propia vida a su manera.
─¿Desapareció otra vez? ─pregunté.
─Sí. Me di cuenta de que mi idea era buena, pero había cometido el error de entrar en una profesión en la que tenía que ser fotografiada. Decidí probar en otro sitio lejano y empezar de nuevo otra viga.
─¿Nueva Orleans?
─Sí.
─¿Y entonces?
─Usted sabe el resto.
─¿Cómo conoció a Edna Cutler?
─No recuerdo bien cómo fue. Creo que la conocí en una lechería o en el restaurante… tal vez en el «Bourbon House». Me parece que fue allí. Usted sabe que es un sitio medio bohemio. La mayoría de gente se conoce. Algunos conocidos escritores, autores y actores comen allí cuando vienen a Nueva Orleans. Es un lugar sin pretensiones, pero con un ambiente auténtico de la época.
─Lo conozco.
─Bueno. Allí la conocí. Adiviné que ella también andaba escapando de algo. No le había sido tan fácil como a mí. Así le ofrecí tomar su nombre por un tiempo y la dejé desaparecer.
─Estoy ansioso porque esto se aclare, Rob ─dije─. «¿Usted se ofreció a ella?».
Lo pensó un momento y dijo:
─Bueno. Ella preparó el camino. Creo que fue idea suya.
─¿Está segura?
─Sí. ¿Puedo beber otra vez, Donald? Usted me ha devuelto el juicio al hablarme de eso. No quiero estar sobria esta noche. Deseo tocar los timbres de las puertas y divertirme.
─Primero quiero saber algo más, pequeños detalles. Por ejemplo, qué hizo cuando se enteró del asesinato de Nostrander.
─Imagínese. Un crimen fue cometido junto a mí. Yo estaba huyendo de la publicidad. Bueno… cuando esto sucedió, yo… me dejé dominar tontamente por el pánico. Y me escapé.
─No era suficiente, Rob.
─¿Qué es lo que no era suficiente?
─Esa razón para desaparecer.
─Pero lo hice así.
Yo la miré a los ojos, diciendo:
─Usted tenía razón, Rob. Nadie pensó que podía estar complicada en el asesinato de aquel joven con el cual iba en auto en el año mil novecientos treinta y siete; pero dos asesinatos en la vida de una muchacha son demasiado y no le harían las mismas preguntas que cinco años antes.
─Sinceramente, Donald, jamás pensé en eso. Pero, bueno, es un punto que cabe considerar. Algo muy complicado.
─Volvamos al salteador. ¿Lo detuvieron?
─Sí.
─¿Confesó?
─Ese crimen, no. Siempre negó haber tenido algo que ver con eso. Confesó otros.
─¿Qué hicieron con él?
─Le colgaron.
─¿Le vio usted alguna vez?
─Sí. Me llevaron para ver si le podía identificar.
─¿Lo consiguió?
─No.
─¿Lo vio solo o en hilera?
─En hilera. En una de esas celdas de inspección donde una persona se coloca en una especie de estrado con un montón de luces cayendo sobre él y con un telón blanco delante para que no lo vean a uno.
─¿Y no pudo distinguirlo entre los otros?
─No.
─Entonces, ¿qué hicieron?
─Lo llevaron a un cuarto oscuro donde había una ligera claridad y le pusieron un sobretodo y un sombrero, como iba vestido en el momento del asalto y me preguntaron si lo reconocía.
─¿Pudo hacerlo?
─No.
─¿El hombre que mató a su amigo llevaba una máscara?
─Sí.
─¿Observó algo en él?
─Sí.
─¿Qué?
─Cojeaba cuando salió del matorral. Después de los tiros, al escapar, no lo hacía ya.
─¿Le dijo eso a la policía?
─Sí.
─¿Tuvo esto algún significado para ellos?
─No lo creo. ¿No podemos dejar de hablar de esto y beber algo?
Yo llamé al camarero.
─¿Lo mismo? ─le pregunté a ella.
─Estoy cansada del vino. ¿No podemos tomar otra cosa?
─Dos Scott con seltz ─dije─. ¿Le parece, Rob?
─Muy bien. Y ahora haga algo por mí, Donald.
─¿Qué?
─No me deje beber más.
─¿Por qué?
─No quiero sentirme mareada, descompuesta y dormirme para despertarme mañana con un fuerte dolor de cabeza.
El camarero trajo las bebidas. Yo tomé la mitad y luego me disculpé dirigiéndome al cuarto de aseo. Di una vuelta, fui a una cabina telefónica, tomé un par de billetes, los cambié en monedas y llamé a Emory G. Hale al hotel de Nueva Orleans.
Tuve que esperar como tres minutos hasta que la operadora me dio la comunicación. Entonces oí la voz de Hale.
La Central me dijo suavemente que echara veinticinco centavos en monedas y éstas empezaron a contar dentro de la caja.
Oí la voz impaciente de Hale.
─¡Hola, hola, hola! ¿Quién llama? ¡Hola!
─¡Hola, Hale! Soy Donald Lam.
─¡Lam! ¿Dónde está usted?
─En Los Ángeles.
─Bueno. ¿Por qué demonios no me avisó? Estuve desesperado por usted preguntándome si no estaría bien.
─He estado muy ocupado y no tuve tiempo de llamarle. He localizado a Roberta Fenn.
─¿De veras?
─Sí.
─¿Dónde?
─En Los Ángeles.
─Un aplauso para usted. Así me gusta que se hagan las cosas. Nada de excusas ni coartadas. Sólo resultados. Usted ciertamente merece…
─¿Todavía tiene las llaves del departamento? ─le interrumpí.
─Naturalmente.
─Muy bien. Roberta Fenn vivió allí. La encargada identificará su fotografía. Ha habido una trampa en un juicio de divorcio. Ella llevaba el nombre de Edna Cutler. Ésta vive en Shreveport, en una casa de departamentos llamados River View. Ella dio dinero a Roberta para escapar de Nueva Orleans.
»Póngase al habla con Marcos Cutler. Lo encontrará en uno de los hoteles de Nueva Orleans. Dígale que vaya al departamento y allí asegúrese de que él encuentre el arma y los viejos recortes de los diarios.
»Luego llame a la policía. Deje que las autoridades de California vuelvan a abrir el caso del asesinato de Craig. En cuanto haya hecho eso, tome un aeroplano y véngase a Los Ángeles. Yo estaré en dicha ciudad con Roberta Fenn.
Burbujas de amabilidad salieron de él como el vapor del café de una cafetera eléctrica.
─Lam, ¡eso es una maravilla! ¿Roberta Fenn está ahora ahí?
─Sí.
─¿Sabe dónde?
─Sí.
─¿En qué sitio?
─La tengo escondida.
─¿Puede decirme exactamente dónde?
─En este momento está en un club nocturno, preparándose para salir.
─¿Hay alguien con ella? ─preguntó vivamente.
─En este momento, no.
─Y no la pierda de vista.
─La estoy vigilando.
─Eso es espléndido… ¡Maravilloso! Donald, usted es un hombre entre un millón. Cuando dije que era usted una lechuza, yo realmente…
La Central interrumpió diciendo: «Sus tres minutos han pasado».
─Adiós ─dije, y colgué el receptor.