EL corredor hacía un recodo a unos veinte pasos de la puerta de Edna. Sin soltarle la muñeca la llevé hasta allí.
─¿Pero qué…? ─dijo ella─. ¿Por qué…?
─¡Chist! ─murmuré─. Espere.
Se oían pasos en la escalera.
─Si es un hombre ─le dije─, esperamos aquí. Si son dos nos escapamos.
Eran dos. Se acercaban por el corredor con pasos pesados. Los oímos golpear en la puerta de Edna.
Los espié y vi dos anchas espaldas y alcancé a distinguir el rostro pálido de Edna, luego los hombres entraron en la habitación. Esperé que se cerrara la puerta y entonces le hice seña a Roberta.
Ella me siguió.
En la escalera me preguntó:
─¿Por qué debíamos esperar si era uno solo?
─Porque ellos siempre van de dos en dos. Si hubiese subido uno, significaría que el otro lo esperaba en el coche. Estando los dos ya en la habitación de Edna, el campo está libre. Por lo menos esperemos que así sea.
Bajamos las escaleras. Abrí la puerta y la hice pasar primero a ella. El coche de la policía estaba estacionado delante de la casa de los departamentos. Estaba vacío.
─Vamos ─dije.
Y salimos a la calle.
─No camine demasiado aprisa.
─Me siento como si alguien me empujara. Quisiera correr.
─No haga eso. Míreme a mí y ríase. Más despacio. Detengámonos y miremos este escaparate.
Nos detuvimos un instante y luego seguimos nuestro camino. Lentamente la llevé hasta la esquina.
─¿Conoce aquí a alguna otra persona?
─No.
─Muy bien ─dije─. Vamos a comer a un restaurante. ¿Ha cenado?
─No: Íbamos a salir a hacerlo cuando usted llamó. Edna acababa de bañarse.
Continuamos. Dos o tres veces trató de hacerme preguntas. Le dije que esperara. Encontramos un restaurante de buen aspecto en el que había gabinetes reservados; entramos y tomamos uno en un rincón tranquilo lejos de la entrada. El camarero trajo la lista y yo pedí dos combinados.
El camarero se alejó.
─Hable en voz baja ─dije a la joven─. Dígame lo que sabe sobre el plan de Edna.
─Nada ─me contestó─. Todo fue como usted lo contó; sólo que yo no sabía nada de la citación.
─¿Por qué estaba Nostrander tan ansioso por encontrarla?
─Estaba enamorado de mí ─dijo ella─. Me perseguía.
─No querrá usted decir que abandonó el departamento y cambió de manera de vivir sólo porque un hombre que usted no quería, la molestaba.
─Bueno… eso exactamente, no.
─¿Por qué, entonces?
─No hablemos de eso.
Yo meneé la cabeza.
─No puede ser.
─Bueno, para decirle la verdad; estaba cansada de la vida que llevaba. No trabajaba. Tenía todos los gastos pagados, nada más que por estar allí y llevar el nombre de Edna Cutler. No me levantaba hasta las once o las doce. Iba a desayunarme, paseaba un poco, compraba unas revistas y volvía a leer y dormitar toda la tarde; a las siete salía a comer algo, volvía, me bañaba, me ponía mis mejores cosas. Luego, si tenía algún compromiso o iba a un bar… Bueno, usted sabe lo que se hace en Nueva Orleans. Es diferente de cualquier otra ciudad de la tierra. Una muchacha se sienta en una mesa y los hombres se le acercan. Ellos lo encuentran lo más natural y la muchacha lo mismo. En cualquier otra parte, uno se preguntaría quién es el joven… Bueno, pero Nueva Orleans es Nueva Orleans.
Nos sirvieron las bebidas.
Brindamos tomando el primer sorbo.
El camarero, delante de la mesa, esperaba nuestras órdenes.
─¿Podría traernos unas ostras con salsa, algunos rábanos y limón? ─le pregunté─. Luego algo caliente, camarones picantes, sopa de cebolla, un bisté de tres pulgadas de grueso, algunos entremeses raros, cebolla frita a la francesa, patatas fritas, finas como pajas. Corte pan francés, póngale mucha manteca, lo espolvorea con un poquito de perejil y lo pone al horno hasta que se derrita la manteca y se tueste el pan. Ponga en hielo una botella de Burgandy y después de todo eso nos trae helados con crema, café y la cuenta.
El camarero ni pestañeó.
─Muy bien, señor.
─Y usted, ¿qué dice? ─preguntó a Roberta.
─Que estoy de acuerdo.
Despedí al criado, esperando hasta que la cortina verde volviera a su sitio y entonces le dije de pronto a Roberta:
─¿Dónde estaba usted el martes a las dos y media de la madrugada?
─Si le dijera lo que sucedió aquella noche, no me creería.
─¿Tan malo es?
─Sí.
─Cuéntelo entonces.
─Me escondí de Nostrander. Él no sabía que aún estaba en Nueva Orleans, hasta que me encontró. Usted estaba delante cuando eso sucedió y oyó lo que él dijo. Era la primera vez que le volvía a ver después de dos años. Yo no tenía ganas de que me hiciera una escena delante de usted. La última vez que lo había visto estaba loco por mí. Tenía unos celos terribles. Era una de las cosas en él que más me desagradaban. Si yo salía con otra persona, se enfurecía… y de verdad. Era un hombre muy interesante, pero con un carácter muy variable. ¡Pobre de la mujer que se hubiera casado con él! No hubiese dejado entrar en la casa ni al lechero.
─¿Por eso se lo llevó hacia el corredor la noche que apareció en su casa?
─Sí. Yo sabía que llevaba algún arma y tenía miedo de que fuera a cometer un disparate. Cuando le vio a usted, casi sacó el revólver. Estaba loco de celos. Yo le dije que era la primera vez que le veía y que venía por negocios. No quiso creerme. Al encontrarlo allí, pensó que usted era el elegido. Sacó su arma. Dijo que me mataría y se mataría si no salía por la noche con él y empezó así con todas sus amenazas. Entonces le dije que ésa era la razón por la cual me había escondido, y que si volvía a guardarse el revólver en el bolsillo y dejaba esos celos locos, iría a cenar con él.
─¿Quería saber todo lo que a mí se refería? ─pregunté.
─Naturalmente.
─¿Y usted qué le contó?
─La verdad. Que usted era un detective que estaba tratando de averiguar algo acerca de un hombre llamado Smith, por un asunto de bienes.
─¿Le preguntó quién era Smith?
─Naturalmente. No había más que mencionar el nombre de un hombre y saltaba encima como un gavilán sobre su presa. Quiso saber todo lo que se refería a él, quién era, de dónde venía, cuánto tiempo hacía que le conocía y todo lo demás. Y le conté que Smith era amigo de Edna.
─¿Y todo eso allí, en el corredor?
─No. Entonces le dije que no tenía tiempo para estar allí discutiendo. Que tenía que despedirle a usted si quería que saliera yo con él. Y así consintió en esperar.
─Ése es el punto que me interesa. ¿Dónde esperó?
─Me dijo que esperaría afuera y que volvería cuando usted se hubiese ido.
─¿Y así lo hizo?
─¿Qué?
─¿Volver después que me fui?
─Sí. Vino enseguida.
Ella vio la expresión de mi rostro.
─¿Qué le pasa? ¿Qué le preocupa?
─Estoy tratando de recordar ─aclaré─. ¿En ese edificio sólo hay una hilera de departamentos, éstos quedan encima de un depósito y el corredor tiene todo el largo del edificio, con departamentos en ambos lados?
─Sí.
─¿No hay entradas o recodos donde pudiera esconderse un hombre?
─No.
─Al salir no lo vi allí.
─Se habría ido hasta el fondo, escondiéndose en la oscuridad para poder vigilarle a usted. Era su manera de hacer las cosas. Era callado y le gustaba espiar a la gente. ¡Dios mío, si cuando yo vivía en el barrio francés era como si yo hubiera sido un extranjero enemigo y él toda la FBI! Siempre andaba por allí mirando mis ventanas con anteojos de larga vista. Si yo salía con alguien me esperaba para saber a qué hora volvía; yo ni me atrevía a hacer subir a un amigo para tomar algo fresco…
Apareció el camarero con la bandeja y puso los platos sobre la mesa. Empezamos a comer.
─¿Quiere saber lo demás? ─me preguntó unos minutos después.
─Cuando terminemos de cenar ─le contesté─. Ahora comamos. Tengo apetito.
Comimos. Yo veía que ella se iba tranquilizando. El vino y la comida provocaban una expansiva simpatía.
─¿Sabe una cosa, Donald?
─¿Qué?
─Creo que puedo confiar en usted. Le voy a decir toda la verdad.
─¿Por qué no?
Retiró su plato, aceptó uno de mis cigarrillos y se inclinó para encenderlo. Con sus dos manos sostuvo la mía, que tenía el fósforo. Las suyas eran suaves y cálidas.
─Pablo y yo salimos a comer ─dijo─. Quería matarle a usted. Estaba borracho y otra vez loco de celos. No quería creer que fuera un detective. Por último, me sentí herida; le dije que en dos años no había cambiado, que ya una vez había desaparecido con sólo mudarme de casa, pero que ahora le iba a ser difícil encontrarme, que no quería verlo más, ni tener nada que ver con él. Que si volvía a interponérseme lo denunciaría.
─Y entonces, ¿qué hizo él?
─Hizo algo que me asustó al mismo tiempo que me hizo reír.
─¿Qué?
─Me quitó el bolso.
─¿Por qué? ¿Para que no tuviera dinero?
─En ese momento lo creí así, pero ahora comprendo para qué era.
─¿Quiere usted decir que quería su llave?
─Sí.
─¿Dónde estaban ustedes cuando le quitó el bolso?
─En «O’Leary’s», en el barrio francés. Era su lugar acostumbrado.
─¿Qué hizo usted?
─Yo le dije que estaba cansada de su manera de ser, que no podía soportar sus celos de loco y que no lo volvería a ver.
»El bar empezaba a llenarse. Yo no sé lo que él hubiera podido hacer, pero me di cuenta de que si sacaba un arma o me amenazaba, había bastante gente a nuestro alrededor como para sujetarle antes de que hiciera nada. Y aunque no hubiese habido nadie, yo ya estaba cansada de vivir dominada por el terror hacia ese hombre. Hasta que se enamoró de mí, era encantador.
─¿Usted le conoció por medio de Edna?
─Sí.
─¿Qué sentía él por ella?
─Yo creo que era… Bueno, tal vez le divertía. Creo que la llevaba al «O’Leary’s» y que durante un tiempo anduvieron siempre juntos; luego Edna le confió sus disgustos y él preparó ese plan mediante el cual ella podría luchar contra su marido. Así debió haber sido la cosa. Ahora me doy cuenta.
─¿Pero Edna nunca se lo dijo?
─No. Jamás me confió la verdadera razón de por qué deseaba que yo me instalara en el departamento. Sólo me dio las mismas explicaciones que le dio a usted. No me hizo saber dónde se encontraba. El único que lo sabía era Pablo Nostrander, pero él decía que «no» era así. Él era el encargado de darme todos los meses el dinero para cubrir mis gastos, departamento, vestidos, comida, cuidados de belleza y todo lo demás.
─¿Usted le envió a su compañera Edna la citación que le entregaron?
─No. Él no quiso encargarse de ella. Dijo que no tenía derecho. Que Edna sólo le había encargado de darme el dinero de un fondo que le había dejado. Y alegaba que él no sabía dónde estaba, ni tenía medios de comunicarse con ella. Que ella le había entregado mil quinientos dólares para mis gastos y que ya habían sido gastados casi todos.
─Muy bien. Usted le dijo a Nostrander que iba a desaparecer y él le quitó el bolso. ¿Y entonces?
─Salió sin decir una palabra.
─¿Pagó la cuenta?
─No las hay en el «O’Leary’s». Las bebidas se pagan en el momento de pedirlas.
─¿Así que se fue, dejándola allí?
─Sí.
─¿Qué hizo usted?
─Me quedé un momento y una pareja de soldados que andaban por allí, aburridos, empezaron a sonreírme y yo pensé «¿por qué no?». A esos muchachos los embarcarían pronto. Tenían derecho a divertirse. Así que les contesté la sonrisa. Se acercaron y lo pasamos muy bien. Eran unos buenos muchachos y no conocían nada en Nueva Orleans. Aquélla era la primera noche que pasaban en la ciudad. Venían de Milwaukee. Los llevé a hacer un recorrido y bebieron hasta que ya apenas podían sostenerse; entonces los dejé.
─¿Qué hizo usted?
─Me volví a pie.
─¿No tomó un coche?
─No. No tenía bolso ni dinero.
─¿Y cómo pensaba entrar si no tenía la llave?
─Me había llevado una, pero tenía otra en el fondo de mi buzón. Yo siempre la dejaba allí para un caso de necesidad. Figúrese, la puerta tenía un pasador y a veces, cuando iba hasta la tienda de la esquina, me olvidaba de llevar la llave y por eso dejaba esa otra en el buzón.
─¿A qué hora se separó de los soldados?
─Alrededor de las dos, o poco más o menos a esa hora.
─¿Qué hora era cuando llegó allí?
─Exactamente las dos y veinte.
─¿Cómo está tan segura de la hora? ─le pregunté─. ¿Oyó el tiro?
─No.
─¿Qué oyó?
─No oí nada. Vi.
─¿Qué vio?
─A mi amigo Archibald C. Smith.
Yo me quedé reflexionando, luego dije:
─Espere. Usted no «pudo» haberlo visto. Aquella noche estaba en Nueva York.
Ella sonrió.
─Pero yo le vi.
─¿Qué le dijo él? ¿De qué hablaron?
─No hablé con él. No me vio.
─¿Y dónde fue eso?
─Delante de mi casa.
─¿Cuándo?
─Acabo de decírselo: a las dos y veinte.
─Prosiga. ¿Qué sucedió?
─Yo llegaba cuando él pasó en un taxi. Bajó de él y, subiendo los escalones de la puerta, llamó a mi departamento.
─¿Está segura de que era el suyo?
─Casi segura. Por la posición de sus dedos. No podía distinguir el botón exacto que tocaba, pero… debía ser el de mi casa.
─¿Y qué hizo después que no la encontró?
─No lo sé.
─¿Cómo? ¿Al volverse no la vio?
─No.
─¿Qué hizo él?
─Entró.
─¿Quiere usted decir que entró en la casa de departamentos?
─Sí.
─¿Cómo lo hizo?
─Alguien le abrió desde dentro.
─¿Y usted?
─Primero había creído que Pablo Nostrander me había quitado el bolso para dejarme sin dinero y tener él tiempo de entrar en mi casa y… ver si encontraba algunas memorias, o alguna carta suya. Yo no le quitaba los ojos de encima.
─¿Y después que oyó abrirse la puerta?
─Comprendí para qué estaba allí. Había entrado con mi llave y me esperaba.
─Una manera muy delicada de acercársele ─dije.
─No era eso precisamente. Había estado toda la noche acusándome de andar en relaciones con alguien. Se lo hacía pensar mi desaparición. Me había buscado por los diarios, poniéndome durante dos años un aviso permanente.
─Lo sé. Lo he visto.
─Naturalmente, pensó que me había ido con algún hombre. Yo sabía que sólo era cuestión de tiempo el que me encontrara con él en la calle, pero me parecía que cuanto más tardara en suceder, más probabilidades tendría de que se hubiera enamorado de alguna otra, olvidándose de mí. Pero era uno de esos hombres que se encaprichan con lo que no pueden conseguir. ¿Usted los conoce?
Yo asentí.
─Estaba allí, en mi casa ─prosiguió ella con amargura─, armado y probablemente medio borracho, sentado sobre la cama, esperándome y resuelto a descubrir si trataba a alguien con bastante intimidad como para ir a mi domicilio. Se le había puesto en la cabeza que yo, para alejarle a usted, le había prometido dejarlo venir por la noche y… bueno, usted sabe cómo son esas cosas.
─Entonces ─seguí─, ¿Archibald C. Smith llamó al timbre a las dos y veinte… se encontró en medio de aquella situación?
─Sí… debió de subir hasta allí.
─¿Y usted cree posible que Archibald C. Smith pensara que usted estaría en su casa a esa hora de la noche y que iba a abrirle?
─A lo mejor se le ocurrió que el timbre me despertaría. Lo razonable hubiera sido suponer que yo tomaría el teléfono preguntando quién era.
─¿Oyó «usted» algún tiro?
─No.
─¿Hubiera podido oírlo claramente si alguien hubiese hecho fuego?
─No lo creo; y menos si fue ahogado con una almohada.
─¿Qué hizo usted?
─Crucé la calle. Traté de mirar la ventana de mi departamento. No pude ver nada porque la persiana estaba cerrada.
─¿Y entonces?
─Me volví hacia la ciudad.
─¿Qué hora era?
─Debían ser las dos y media. Cuando llegaba a la esquina me crucé con Marilyn Winton. Venía en un auto con otras dos personas… Un hombre y una mujer.
─¿Usted la conoce?
─Sé quién es y nos hablamos al encontrarnos en el vestíbulo. Su departamento queda frente al mío.
─Entonces, ¿qué hizo usted?
─Fui a uno de los pequeños hoteles del barrio y tomé un nombre falso, por miedo a que él hablara en todos los establecimientos.
─¿Y entonces?
─Poco antes de las nueve salí para mi casa. Quería buscar mi bolso y algunos artículos de tocador y luego tomar un taxi para ir a mi trabajo. Me encontré con una gran aglomeración; y un hombre que estaba en el borde de la acera me dijo que habían cometido un crimen, que un abogado había sido encontrado muerto en el departamento de una mujer y que ésta había desaparecido. Que la policía la buscaba.
─¿Y luego qué hizo usted?
─Como una tonta, en vez de explicarlo todo mientras podía hacerlo, me entró pánico y volví al hotel. Le envié un telegrama a Edna, diciéndole me mandara dinero en seguida, y que era para evitar que me identificaran, que el giro fuera remitido al nombre con el cual me había inscrito en el hotel.
─¿Telegrafió?
─Sí.
─¿Trató usted de hablar por teléfono?
─Sí.
─¿Lo consiguió?
─No, ella no estaba.
─¿Contestó el telegrama?
─Esta tarde. Hice que el hotel cobrara el giro y tomé un tren para Shreveport.
El camarero vino a retirar los platos, trajo los helados y el café.
─¿Podía confiar en Edna? ─le pregunté.
─Creía que sí. Ahora no estoy tan segura. Se ha portado de una manera extraña, incomprensible…
─Para Edna, es una suerte que haya desaparecido Nostrander.
─Sí. Comprendo… ahora.
─Ése era un motivo de asesinato.
─¿Quiere usted decir que ella podría haberlo matado?
─Así lo podría pensar la policía.
─Pero ella estaba en Shreveport.
─Cuando usted le telefoneó, no.
─¿Era tarde cuando le mandó el dinero?
─Sí.
Terminamos los helados y nos quedamos allí sentados, saboreando el café y fumando cigarrillos. Ninguno de los dos decía nada. Los dos pensábamos.
─¿Qué tengo que hacer? ─preguntó ella.
─¿Tiene algún dinero?
─Algo del que me envió Edna. Dígame, Donald, ¿qué «debo» hacer?, ¿ir a la policía y hacer mi declaración?
─Todavía no, y menos ahora.
─¿Por qué?
─Es demasiado tarde. Ha perdido el barco.
─¿No podría explicar el…?
─Ahora no; no podría hacerlo.
─¿Por qué?
Yo pregunté de pronto:
─¿Usted no le mató?
Ella me miró como si le hubiera tirado algo a la cara.
─Muy bien, pero alguien lo hizo. Y ese personaje no querrá nada mejor sino que la policía eche todos los cargos contra usted.
─¿No sería mejor estar allí para impedirlo?
─No lo creo.
─¿Por qué?
─Si usted desaparece por un tiempo, el verdadero asesino tratará de hacerla pasar por la oveja negra, presentando pruebas con falsas declaraciones y cosas así. Entonces se podrá saber quién es. Suelte mucha cuerda y verá si no colgamos a alguno.
─Espero que no sea a mí.
Encontré sus ojos y, levantando la taza de café, dije:
─Lo espero.
Pagué la cuenta y pregunté si había cabina telefónica. Me encerré en ella y llamé al aeródromo de Nueva Orleans.
─Habla el detective Donald Lam desde Shreveport. ─Y para que no empezaran a preguntarme si pertenecía a la policía de Shreveport o si era detective privado, agregué rápidamente─: El miércoles a mediodía tuvieron ustedes un pasajero de Nueva York. Éste volvió a irse casi en seguida, regresando después a Nueva Orleans. Su nombre era Emory G. Hale.
La voz dijo del otro lado de la línea:
─Un momento, que voy a consultar con los registros.
Esperé un rato, durante el cual pude oír el roce de los papeles.
─Es cierto. Emory G. Hale. Nueva York, ida y vuelta.
─¿No podría darme sus señas?
─No. No lo recuerdo. Espere un momento.
Le oí preguntar:
─¿Alguno recuerda haber vendido el miércoles un billete de ida y vuelta a Nueva York a un hombre llamado Hale? Llama la policía de Shreveport… No; lo sentimos mucho, pero ninguno lo recuerda.
─Cuando anotan un pasajero, ¿no lo pesan?
─Sí.
─¿Cuál era el peso de Hale? ─pregunté.
─Un momento. Aquí lo tengo. Pesaba… veamos… sí; aquí está. Pesaba ciento cuarenta y seis libras.
Le di las gracias corté la comunicación.
Emory G. Hale debía pesar alrededor de doscientas libras.
Salí de la cabina telefónica.
─¿Qué pasa? ─preguntó Roberta─. ¿Malas noticias?
─¿Quiere ir a California? ─le dije.
─Sí.
─Creo que podríamos alquilar un auto que nos llevará hasta Fort Worth y de allí un aeroplano nos dejará mañana en Los Ángeles.
─¿Por qué a California?
─Porque este Estado es muy, pero muy peligroso para usted.
─¿No vamos a llamar la atención?
─Sí. Y cuanto más lo hagamos mejor.
─¿Qué quiere usted decir?
─La gente se interesa por una pareja desconocida ─le dije─. Lo que hay que hacer es que nos vean. Trabar relación con todo el mundo, desde el conductor del auto de alquiler hasta los pasajeros del aeroplano. Seremos marido y mujer. Hemos dejado Los Ángeles para venir al Este en viaje de bodas. Acabamos de recibir un telegrama de su madre, avisando que le ha sobrevenido un ataque al corazón y por eso volvemos. Es una luna de miel interrumpida. La gente nos tendrá simpatía. Si la policía manda sus señas, buscándola por asesinato, a nadie se le ocurrirá relacionar ese asunto con la pobrecita recién casada que va tan preocupada por su madre.
─¿Cuándo salimos? ─preguntó ella.
─En cuanto pida un auto por teléfono. ─Y volví a la cabina telefónica.