ERAN alrededor de las ocho de la noche cuando toqué el timbre del departamento en la dirección dada en la carta de Edna Cutler.

Una voz femenina llegó por el pequeño teléfono.

─¿Quién es, por favor?

Yo acerqué el transmisor a los labios.

─Un representante de la Compañía Importadora de Artículos de Seda.

─Yo creía que ustedes eran de Nueva Orleans.

─Tenemos sucursales en todo el país… con un cuerpo especial de agentes.

─¿No podría venir mañana?

─No; estoy haciendo un recorrido por esta parte del Estado.

─Bueno. Esta noche no puedo atenderle.

─Lo siento ─dije con aire indiferente.

─Espere un momento. ¿Cuándo podrá venir?

─En la próxima gira.

─¿Cuándo?

─De aquí a dos o tres meses.

Hubo una exclamación de desengaño.

─¡Qué fastidio! ¡Me estoy vistiendo! Espere un momento y suba. Voy a echarme algo encima y abriré la puerta.

Subí las escaleras, siguiendo luego por un largo corredor, mirando el número de las puertas.

Edna Cutler, vestida con un peinador azul, estaba allí en pie esperándome.

─Yo creía ─dijo─ que las mandaban por correo.

─Así lo hacemos.

─Bueno. Entre. ¿Por qué viene usted personalmente?

─Tenemos que estar en regla con la CFI.

─¿Qué es la CFI?

─La Comisión Federal de Importación.

─No comprendo.

Yo sonreí al decir:

─Mi querida jovencita, tenemos una multa de diez mil dólares y doce meses de prisión si vendemos a alguien que no sea un particular. No podemos ofrecérselas a comerciantes ni tampoco a ninguna persona que vaya a revenderlas.

─Ahora me lo explico ─dijo más suavemente.

Era morena, aunque no tanto como Roberta. Exuberante. Sus cabellos, sus cejas, la curva de sus pestañas, el esmalte de las uñas, todo demostraba ese exceso de cuidado que requieren tiempo y dinero. Las mujeres derrochan en esa clase de cosas solamente cuando saben que son una propiedad en la cual vale la pena hacer una inversión. Yo la miré detenidamente.

─¿Bueno? ─preguntó, sonriendo con tolerancia al ver cómo la miraba.

─Todavía no empecé.

─Yo no le conozco a usted.

Parecía una joven que sabía por dónde caminaba. Sentada allí, en su departamento, con un peinador que dejaba ver bastante sus piernas desnudas para demostrar que era merecedora de tener prioridad sobre las medias, no estaba nada desconcertada. Por lo que a ella se refería, yo no era un ser humano, sino seis pares de medias a buen precio.

─Desearía ver las muestras ─observó bruscamente.

─La garantía la protege.

─¿Cómo lo sé?

─Porque usted no paga nada no sólo hasta que haya recibido las medias, sino hasta haberlas usado treinta días.

─No creo que puedan hacer eso.

─Podemos hacerlo teniendo una lista muy seleccionada. Vamos a terminar el negocio. Tengo que ir a seis sitios más. Su nombre es Edna Cutler. ¿Usted desea las medias para su uso particular?

─Naturalmente.

─Ya veo que usted no tiene ningún negocio. ¿Es seguro que estas medias no serán vendidas?

─Le he dicho que las quiero para mí.

─¿Tal vez alguna amiga?

─¿Qué quiere decir?

─Necesitamos el nombre de sus amigas. Es la única manera de poder conservar el permiso de importación del Gobierno.

Ella me observaba con curiosidad.

─Esto me está pareciendo un engaño.

Yo me eché a reír y dije:

─En estos tiempos todo anda mal. Para tratar de hacer algún negocio con mercancía importada hay mil historias.

─¿Cómo consiguió esas medias?

─Es un secreto.

─Me hubiera gustado saberlo.

─Un barco japonés traía una carga de medias ─dije─. Los japoneses atacaron en Pearl Harbour. El barco, como casi todos los que venían de allá, traían mercancías para comerciar en tiempos de paz, pero ahora su misión era otra. El capitán desembarcó en México, en la parte de la Baja California. Eligió un sitio arenoso, cavó una zanja y enterró el fardo de sedas. Mi socio conocía aquello… él tenía también algo que sacar de Méjico. Bueno… usted comprende.

─¿Quiere decir que las robaron?

─La Suprema Corte de México nos ha dado todos los derechos. Podemos traerle una copia del fallo.

─Pero si ustedes tienen una cantidad de artículos de seda que los reciben en tales condiciones, ¿por qué no los traen y los venden a los grandes establecimientos?

Yo expliqué con paciencia:

─No podemos hacer eso. Según el permiso, tenemos que vender sólo a particulares.

─Su carta no lo decía.

─No. Es el reglamento de la CFI. De otra manera no podríamos introducirlas en el país.

Yo saqué mi libreta y un lápiz del bolsillo.

─Ahora, si usted tiene la bondad de indicarme los nombres de sus amigas íntimas, a las cuales piensa pasarles algún par.

─Las quiero para mí. Ya se lo he dicho. Sin embargo, podría darle la dirección de una amiga que podría comprarle algunas.

─Muy bien. Usted decía…

La puerta del dormitorio se abrió y Roberta entró como un huracán. Era evidente que acababa de vestirse.

─¡Hola! ─dijo─ ¿Es usted el hombre de las medias? Yo estaba justamente, en este momento, contándole a mi amiga que…

Al reconocerme se quedó inmóvil. Sus ojos se volvieron enormes y sus labios se entreabrieron. Edna se volvió vivamente alcanzando a ver la expresión de su rostro, y alarmada, se puso a gritar:

─¡Rob! ¿Qué pasa?

─Nada ─dijo Roberta, respirando profundamente─. Que es un detective.

Edna se volvió hacia mí, y en su indignación había algo de temor. Era la instintiva defensa del criminal acorralado.

─¿Cómo se atreve a venir aquí de esa manera? Podría hacerlo arrestar.

─Y yo podría detenerla a usted por ocultar a una persona que está acusada de un crimen.

Las dos mujeres se miraron. Roberta dijo:

─Es alguien muy inteligente, Edna. De esta manera no vamos a llegar a nada.

Ella se sentó.

Edna Cutler titubeó un momento y luego hizo lo mismo.

─Fue una trampa muy hábil ─dijo Roberta─. Edna y yo nos preguntábamos cómo habían conseguido nuestra dirección. Luego pensamos que el correo probablemente tomaba las direcciones de las cartas y vendía las listas.

─No hablemos más de esto ─dije.

─Fue una hábil trampa ─repitió Roberta, mirando significativamente a Edna Cutler.

─Hay media docena de trampas que hubiera podido emplear con el mismo resultado. Si yo la encontré una vez, la policía también podría hacerlo. Lo sorprendente es que no lo haya hecho más pronto.

─No creo que la policía me encuentre ─dijo Roberta─. Yo creo que usted rebaja sus habilidades.

─No discutiremos sobre eso. Tenemos algo más importante de que hablar. ¿Quién fue Pablo Nostrander?

Sus miradas se cruzaron.

Yo miré el reloj de pulsera.

─No tenemos mucho tiempo que perder.

─No le conozco ─dijo Edna Cutler.

Miré a Roberta y sus ojos evitaron los míos. Me volví hacia Edna.

─Veamos si puedo refrescar su memoria. Usted estaba casada con Marcos Cutler. Él quería pedir el divorcio y usted no lo aceptaba si no aumentaba la pensión para los alimentos. Desgraciadamente, sin embargo, usted ha sido indiscreta.

─Eso es mentira.

─Bueno. Dejémoslo así. Él tiene testigos que jurarían que usted ha sido indiscreta.

─Y ellos mentirían.

─¡Muy bien! No me interesan los méritos o faltas de su divorcio. No me importa que Marcos Cutler tenga testigos falsos o las pruebas sean contra usted. O que él pueda nombrar setenta y cinco corresponsales y se olvide de una docena.

»Lo que yo busco y deseo establecer definitivamente es que él deseaba conseguir el divorcio y que usted no quería y no tenía ninguna defensa.

─Prosiga desde ahí. Yo no admito nada. Ni tampoco lo niego. Escucho.

─Su maniobra es una obra de arte.

─Sea amable y dígame lo demás.

─Usted se fue a Nueva Orleans. Y se lo hizo saber a su marido. Le dejó creer que se había escapado de California porque no deseaba que las cosas que había hecho fueran conocidas. Marcos Cutler pensó que ya estaba todo arreglado y que usted había hecho lo que él quería. Que él le había cerrado la boca y no tendría que pasarle nada para alimentos.

»He aquí donde usted se apresuró. Le hizo saber que había tomado un departamento y le dio la dirección. Luego buscó a alguien que tuviera cierto parecido con usted. Cualquiera que la viera con Roberta Fenn no las encontraría iguales, pero las señas correspondían. Podía tomárselas a una por la otra.

─Si tiene algo que decirme, dígalo de una vez ─dijo Edna Cutler.

─Esto sencillamente exponiendo con claridad sus fundamentos.

─Hable aprisa. No tenemos toda la noche disponible. Usted mismo dijo que tenía prisa.

─Creo que mis palabras fueron que no había tiempo que perder. Si usted cree que estoy perdiendo el tiempo, usted está loca.

Roberta Fenn sonrió y Edna me desafió.

─Prosiga.

─Usted encontró a Roberta Fenn. Estaba desocupada. Usted tenía un poco de dinero. Le cedió el apartamento y le ofreció pagarle algo con la única condición de que tenía que llevar su correspondencia, enviársela y decirle a todo el que preguntara que ella era Edna Cutler. Usted podría haberle dicho que esperaba una notificación de su divorcio, pero tal vez no se lo dijo.

»Su marido cayó en la trampa. Fue a ver a sus abogados. Éstos le sugirieron que presentara una demanda estableciendo suficientemente los hechos para constituir una causa de divorcio. Y si usted luchaba, ellos sacarían a relucir todas las cosas sucias que se les ocurriera. Preguntaron a su marido dónde estaba usted y él les dio la dirección de Nueva Orleans. Los abogados, siguiendo las etapas legales de su profesión, concentraron toda su atención en jugar la vieja treta de presentar una demanda corriente, pero haciéndole saber que si se defendía, caerían sobre usted cubriéndola de fango.

La simple enunciación de estos hechos hizo brillar los ojos de Edna.

─¿Y usted cree que era justo?

─No. Es un ardid conocido. Los abogados lo emplean siempre.

─Lo que querían era privarme de toda oportunidad de defenderme.

─Usted debió seguir adelante y luchar… si tenía armas para hacerlo.

─Pero hubiera salido perjudicada.

─Lo sé. No vamos a discutir el caso. Estoy sólo imaginando lo que ha sucedido. Los abogados enviaron los papeles del proceso a Nueva Orleans. Aquí un agente de éstos subió un día las escaleras, golpeó la puerta, encontróse con Roberta, le preguntó si era Edna Cutler y entregó la notificación. Usted estaba muy lejos de allí.

─Usted lo arregla como si fuera una conspiración. En realidad yo no sabía absolutamente nada del divorcio hasta hace poco.

Yo me volví hacia Roberta.

─¿Fue debido a que usted ignoraba la dirección de la señora Cutler por lo que no envió la notificación?

Ella asintió.

─Fue una maniobra bastante hábil ─dije─. Es una manera muy sencilla de cambiar una derrota en triunfo. Marcos Cutler creyó que había obtenido el divorcio. Se fue a México sin esperar el decreto final y se casó. Usted esperó bastante tiempo para que pareciera que usted procedía de buena fue. Entonces escribió a Roberta que fuera amable con un hombre que era amigo suyo. Fue ésta la primera vez que Roberta conoció su dirección. Ella le contestó diciéndole al mismo tiempo que después que usted se había ido, le habían presentado una citación de divorcio y que recordando su juramento, ella había dicho que era Edna Cutler. En seguida le pidió a Roberta que le mandara la tal citación y eso le permitió a usted jurar que era la primera noticia que tenía de su propio divorcio.

»En otras palabras. Lo había pescado y tendría que pagarle todo lo que le hiciera. Él no se animó a hacérselo saber a su esposa. Y usted conseguirá todo lo que quiera de él.

Yo dejé de hablar mirándola. Por fin murmuró:

─Usted lo explica todo como si yo hubiera tenido una gran idea. En realidad no pensé en otra cosa que en alejarme de todo eso. Mi marido me había difamado, y sometido a toda clase de humillaciones. Yo no sabía si era porque estaba resuelto a difamarme de tal manera, que no pudiera levantar mi cabeza entre mis relaciones o porque creía que lo había engañado. Él había contratado detectives privados y les pagaba sumas fantásticas para que le proporcionaran pruebas y éstos amontonaban las mentiras y Marcos creía que me tenía en sus manos.

Ella se detuvo mordiéndose los labios. Se veía que trataba de dominarse.

─¿Y entonces? ─proseguí.

─Entonces, cuando me dijo lo que tenía en su poder y me mostró los informes de los detectives, cuando me leyó aquel paquete de mentiras, casi enloquecí.

─¿Usted no las admitió?

─¡Admitirlas! Le dije que eran las mentiras más infames que había oído. Y tuve un ataque de nervios. Estuve dos semanas en tratamiento y fue mi médico el que me aconsejó que viajara. Que me alejara de todo esto por un tiempo. Que desapareciera.

─¿Un doctor simpático? ─pregunté sonriendo.

─Muy comprensivo.

─¿Le dio su consejo por escrito?

─¿Cómo lo sabe?

─Lo preguntaba solamente.

─Bueno. En realidad así lo hizo. Fui a San Francisco. Mientras estaba allí le escribí una carta. Le conté que no me sentía con deseos de volver y le preguntaba qué le parecía que debía hacer. Me contestó que lo que yo necesitaba era un reposo absoluto.

─Y naturalmente, usted guardó esa carta.

─Fui a Nueva Orleans y todo pasó muy bien durante tres semanas. Estaba en el hotel mientras buscaba departamento. Entonces ocurrió algo.

─¿Qué sucedió?

─Encontré a alguien en la calle.

─¿A alguien que conocía?

─Sí.

─¿De Los Ángeles?

─Sí. Y decidí desaparecer.

─No es una razón muy convincente. Si usted se encuentra en las calles de Nueva Orleans una persona que conoció en Los Ángeles, también puede encontrar otra persona en las calles de Little Rock, Arkansas, Shreveport o Tombuctú.

─No. Usted no comprende. La amiga quiso saber dónde vivía. Tuve que decírselo. Yo sabía que ella se lo diría a sus amigas y todo el mundo se enteraría de que estaba en Nueva Orleans. Yo no deseaba que la gente supiera nada de mi vida anterior; pero quería tener un sitio en esa ciudad para venir algunas veces. Encontré a Roberta. Ella también tenía sus propias preocupaciones y quería escapar a su identidad. Le propuse que cambiáramos los nombres. A ella le agradó la idea. Le pedí que buscara un departamento bueno al que yo pudiera ir después, y que yo le pagaría.

─¿Qué nombre tomó usted? ─pregunté.

─El de Roberta.

─¿Por cuanto tiempo?

─Por dos o tres días.

─¿Entonces, qué?

─De pronto me percaté de qué endiablada prueba les estaba dando. Si los abogados de mi marido lo descubrían, podrían alegar que me había escapado que vivía bajo nombre supuesto. Aquello hubiera sido una confesión de culpa. Así volví a tomar mi nombre, lo cual significaba que había dos Edna Cutler. Una de ellas era Rob, que vivía en Nueva Orleans, y la otra la verdadera Edna Cutler.

─Muy, muy interesante. Esto haría llorar al más duro de los jueces ante los libros de leyes.

─Yo no pido simpatía. Sólo quiero justicia.

─Muy bien. Ahora dejemos de lado la comedia. Usted no lo ha pensado.

─¿Qué quiere decir?

─Que usted no ha preparado toda esta trama para dejar que su marido golpee el cubo y descubra que está vacío.

─No lo comprendo.

─Yo he conocido montones de abogados. Creo que sólo tres o cuatro podrían haber preparado una trampa así, pero el caso es que corresponde al abogado el hacerla y hay que ser muy hábil para eso.

─Pero ya le he dicho que no fue una comedia. Yo no lo pensé.

─Eso es lo que nos lleva a nuestro amigo Pablo G. Nostrander.

─¿Qué hay de él?

─¿Usted le conocía?

Ella titubeó un instante. Yo sonreí mientras buscaba respuesta adecuada. Luego proseguí, diciendo:

─Usted no esperaba esta pregunta, ¿no es cierto, Edna? No tenía preparada la respuesta.

─No ─dijo ella con desconfianza─. No le conocía.

Vi que el rostro de Roberta demostraba sorpresa.

─Es aquí donde usted comete una lamentable equivocación.

─¿Qué quiere decir?

─El secretario de Nostrander recordará que usted estuvo en el estudio. Probará con sus libros que por lo menos una vez usted hizo un pago. La gente del «O’Leary’s» dirá que nos vieron allí juntos. La acorralarán por perjurio. Su marido gastaría una fortuna para descubrir este asunto. Llevaría eso a los Tribunales y un juez tomaría nota de que usted había simplemente…

Ella me interrumpió.

─Muy bien. Lo conozco.

─¿Cuándo?

─Lo… lo he consultado.

─¿Y qué le contestó él?

─Me contó que lo único que me quedaba que hacer era no preocuparme y… ─ella siguió triunfante a medida que se daba cuenta de la fuerza del argumento─ que no hiciera nada hasta que me presentaran la notificación. Que cuando la recibiera le avisara.

─Está bien. Nostrander ha muerto. Él no puede contradecirla.

Ella se contentó solamente con mirarme, pero no lo negó.

Yo miré a Roberta.

─¿Usted le conoce?

─Sí.

─¿Cómo le conoció?

Edna dijo rápidamente:

─Está tratando de hacerte decir que yo te lo presenté. Lo encontraste en un bar. ¿No es cierto, Rob?

Roberta no decía nada.

─Hay otro punto en su relato que es algo débil, Edna. Creo que ya le ha dicho bastante a Roberta.

─Si yo no le he dicho nada…

─Dejemos eso. No necesita mentir si tiene miedo de ofender a Edna ─le dije a Roberta─. Puede callarse. ¿Por qué evitaba usted a Nostrander?

─¿Qué quiere usted decir?

─Usted se alojaba en aquel departamento. Vivió en el barrio francés casi un año. Comía en el Bourbon House. Era vista muy a menudo en el «O’Leary’s». Según el relato de Edna, usted debía tomar el departamento y quedarse allí hasta que ella volviera.

»Pero de pronto usted se mudó. Se fue al centro de la ciudad, tomó lecciones de estenografía. Y nunca volvió a sus antiguos barrios. Con todo cuidado evitaba encontrar a Nostrander. No volvió por el barrio francés hasta que Edna le dio una carta de Archibald Smith para usted. Pensó que después de tanto tiempo no tenía nada que temer. No fue así. Alguien le dijo a Nostrander que usted había sido vista por allí. Entonces Nostrander inició su labor de detective. Cómo, no lo sé, pero hizo el mismo trabajo que yo. La encontró. La había buscado durante dos años.

»Ahora, ¿por qué dejó usted tan bruscamente el barrio francés?

─No tienes por qué contestar a esa pregunta, Rob ─dijo Edna.

─Ninguna de ustedes dos tiene nada que contestar… por ahora. Pero cuando la policía les haga esas preguntas van a tener que contestarlas.

─¿Por qué quiere que la policía nos haga las preguntas? ─murmuró Edna.

─¿No lo comprende?

─No.

─¿Dónde estaba usted el martes a las dos y media de la madrugada? ─pregunté.

─¿A quién habla? Me está mirando a mí. Pero se refiere a Roberta, ¿no es cierto?

─No. A usted.

─¿Qué tiene eso que ver con este asunto?

─La policía aún no ha reunido los diferentes pedazos del embrollo, pero lo hará. Usted tenía un plan para robarle el triunfo a su marido. Nostrander estaba mezclado en eso. Lo mismo Roberta Fenn. Ella no conocía los detalles. Pero Nostrander sí. Él había planeado todo el asunto.

»Era un lindo plan. Todo salió a las mil maravillas. Su marido hubiese pagado sin chistar. Pero su marido resultó ser de materia dura. Se vino a Nueva Orleans y descubrió lo de Nostrander. Éste sería el testigo principal. Si el abogado era denunciado, hablaría. Si hablaba, usted perdía. Si no hablaba, usted defendería su posición. Había un medio de asegurarse el silencio de Nostrander. Éste era una bala del treinta y ocho en el corazón. Mujeres más nobles que usted han sucumbido a la tentación.

─¿Usted está loco?

─Ése es el razonamiento que va a hacerse la policía.

Ella miró desamparada a Roberta.

─¡Si ahora me dijera cómo conoció a Archibald Smith!… ─Su sorpresa parecía sincera─. Y por qué le dio una carta para Roberta…

─¡Smith! ¿Qué tiene que ver ese viejo fósil con todo esto?

─Eso es lo que quisiera saber.

─Ahora sí que está usted loco. Él nada tiene que ver con eso.

─Bueno. ¿Cómo lo conoció? ¿Qué es…?

Sonó el timbre de la calle.

─Vea quién es ─indiqué a Edna.

Ella fue al teléfono, oprimió el botón y dijo:

─¿Quién es?

Mirando su rostro, comprendí por su expresión de temor cuál era la contestación.

─¿Tiene aquí todas sus cosas? ─pregunté a Roberta─. ¿Una maleta, ropas?

Ella meneó la cabeza.

─Dejé el apartamento sin nada. Telegrafié a Edna y ella me mandó el dinero para venirme. No he podido comprar nada. Yo…

─Recoja todo lo que tiene. Todo lo que puede indicar su presencia aquí y vamos.

─No comprendo ─dijo.

Le indiqué a Edna:

─Oprima el botón que abre la puerta de la calle. Recoja todas estas puntas de cigarros y tírelas por la ventana. Haga como si se estuviera poniendo ese peinador cuando ellos lleguen a la puerta.

Vi la mano de Edna que tocaba el botón.

─¿Quién es? ─preguntó Roberta.

Edna se volvió hacia ella. Sus labios temblaban y no podía hablar.

─La policía, naturalmente ─dije yo, y tomando a Roberta de la mano la llevé hacia la puerta.