─¡QUÉ sitio tan original! ─dijo Hale.
─Es como todos los clubs nocturnos de Nueva Orleans… es decir, los del barrio francés.
Un camarero se acercó.
─¿Desea una mesa?
Asentí.
Le seguimos hasta que nos indicó una, y nos sentamos.
─¿Marilyn Winton trabaja aquí? ─preguntó Hale.
─Sí. Es aquella muchacha vestida de seda crema.
─Una figura maravillosa ─comentó Hale, en tono comprensivo.
─Así, así.
─Estoy pensando si podríamos arreglar… bueno, usted sabe, una ocasión para hablar con ella.
─Ya vendrá.
─¿Qué le hace pensar eso?
─Tengo un indicio.
Marilyn estaba tan acostumbrada a ese juego que en cuanto los ojos de los hombres perforaban sus espaldas, ella se volvía instintivamente.
Marilyn sonrió y luego se acercó.
─¡Hola! ─me dijo.
Yo me puse en pie, murmurando:
─¡Hola, Marilyn, éste es un amigo, el señor Hale!
─¿Cómo está usted señor Hale? ─Y le dio la mano.
Éste se había levantado y la miraba. La expresión de su rostro era la de un chicuelo que mira detrás de los cristales de una vidriera a Santa Claus dos días antes de Navidad.
─¿No quiere sentarse? ─le pregunté.
─Gracias.
No había acabado de hacerlo cuando el camarero ya pedía órdenes.
─«Whisky» y agua clara ─dijo ella.
─«Gin» y «coke» ─pedí.
Hale se humedeció los labios, pensativo.
─Veamos. ¿Tiene algún buen coñac?
Yo contesté por el camarero.
─No. ¿Ya que está en Nueva Orleans, por qué no tomar una bebida de la región? ¿«Gin and Seven˗up», «gin y coke» o «Bourbon y Seven˗up»?
─¿«Gin y coke»? ─preguntó como si le hubiese sugerido probar un combinado de cloruro de calcio─. ¿Quiere decir usted que los mezclan?
─Tráigale uno ─dije al camarero.
Éste se alejó. Marilyn me dijo:
─¿Por qué se me escapó la otra noche?
─¿Quién se lo dijo?
─Un pajarito… y después tengo ojos.
─Diré que los tiene.
─¿Cuál es su nombre?
─Donald.
─La próxima vez no haga que una muchacha se interese por usted para luego desaparecer.
Hale me dijo:
─¿Usted había hablado con la señorita Winton?
─No. Había deseado hacerlo, pero… bueno, no resultó bien la cosa.
─Los corazones débiles nunca ganan las mujeres hermosas. No se deje retener en este aspecto por nada, Donald.
El camarero trajo las bebidas. Hale pagó. Levantó su vaso con austera expresión de desaprobación, dispuesto a criticar el líquido en cuanto lo probara. Pero vi sorpresa en su rostro. Tomó otro trago y dijo:
─¡Cielos, Lam, qué bueno es esto!
─Ya se lo dije.
─Me gusta. Es una bebida deliciosa. Mucho mejor que el clásico «whisky» con seltz. Y espeso, sin ser demasiado empalagoso.
Marilyn bebió su té frío y dijo:
─Me gusta este «Bourbon» con agua. Es una rica bebida… cuando uno tiene sed.
Hale la miró asombrado y dijo:
─¿Bebe mucho?
─¡Oh! De cuando en cuando.
Sus ojos buscaban en ella los signos de una gran disipación.
─¿Un cigarrillo? ─le preguntó a la muchacha.
─Con mucho gusto.
Le di uno. Hale tomó un cigarrillo. Los encendimos.
─¿De dónde vienen ustedes, muchachos? ─nos preguntó ella.
─Mi amigo de Nueva York ─dije.
─Debe ser una gran ciudad. Nunca he estado allí. Creo que me asustaría el ir.
─¿Por qué? ─le preguntó Hale.
─¡Oh, no lo sé! Las grandes ciudades me dan miedo. No podría encontrar mi camino.
Hale, obligado a cumplir su papel cosmopolita, dijo:
─Creo que Nueva York es una ciudad en la que es muy fácil orientarse. Chicago y San Louis son más complicadas.
─Todas son demasiado grandes para mí.
─Si alguna vez va a Nueva York, hágamelo saber y cuidaré que no se pierda.
─¿O que me roben? ─preguntó risueña.
─Sí.
─¿Y en cuanto a descarriarme?
─Eso ─y Hale deliberadamente me miró con una sonrisa burlona en la comisura de sus labios─, si usted va conmigo no se descarriará demasiado.
─¿N˗o˗o˗o? ─preguntó ella, manejando hábilmente sus ojos.
Hale rió como si hubiera recibido una descarga de vitaminas.
─Me gusta esta bebida, Lam. Me gusta mucho. Estoy muy contento de que la haya pedido para mí. Y me gusta este estilo de los clubs nocturnos de Nueva Orleans, tan familiares, tan íntimos, tan típicos del barrio francés. Hay una cierta naturalidad en el ambiente que no se encuentra en ninguna otra parte, ¿no es cierto?
Yo le hice un guiño a Marilyn, diciendo:
─Apostaría cualquier cosa de quién es el que lo está pasando mejor esta noche.
─No creo que sea usted.
─¿Por qué?
─No lo ha dicho.
─¡Yo soy un tipo silencioso y enérgico!
Rosalinda pasó por nuestro lado. Marilyn la miró como el perro guardián mira la trampa. Rosalinda no me hizo ninguna seña. Marilyn miró para el otro lado y yo pesqué una rápida e imperceptible sonrisa. Luego su rostro quedó otra vez impenetrable.
Dejé mi cigarrillo en el cenicero, metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y con disimulo vacié el paquete, dejando un solo cigarrillo.
─Es una de las bebidas más deliciosas que he probado ─dijo Hale.
Marilyn tomó el resto de su te frío.
─Si usted toma dos o tres seguidos se siente realmente bien, pero nunca se marea. Da justo un poco de alegría.
─¿Es así?
Ella asintió.
─Me gusta esto ─continuó Hale.
─Vamos, sea amable y termine. Marilyn desea que pidamos otra cosa.
Sus ojos me acariciaron.
─¿Cómo lo sabe usted?
─Soy psicólogo.
─Creo que lo es.
Su mano vino por encima de la mesa a descansar sobre la mía.
El psicólogo era el camarero que apareció delante de la mesa sin que lo llamaran.
─Llene otra vez los vasos ─dije.
Saqué el paquete de cigarrillos y le ofrecí uno a Marilyn.
─¿Quiere otro?
─Gracias. ─Y lo tomó.
Yo busqué otro en el paquete.
─Creo que era el último ─dijo ella.
Sacudí, riendo, el paquete, y dije:
─Está bien. Compraré otro.
─El camarero se lo traerá.
─No, gracias. Allí veo una máquina.
Hice como si no tuviera cambio y fui hasta el bar a buscar monedas; después de sacar los cigarrillos me detuve delante del «pinball» y jugué un partido. Mientras lo hacía deslicé la mano en el bolsillo, y retirando los cigarrillos que había sacado del paquete los tiré al suelo.
Terminé el partido ganando el derecho a otros dos gratis. Miré hacia la mesa. Marilyn me observaba, pero Hale, inclinado hacia delante, le murmuraba algo al oído. Las tres nuevas bebidas estaban sobre la mesa.
Yo saludé gritando:
─Va sobre ruedas ─y seguí jugando.
Rosalinda se acercó a la máquina de los cigarrillos y, mientras revolvía su cartera buscando monedas, murmuró:
─No levante la vista. ─Yo seguí mi partido─. Podría costarme mi empleo. Ella se interesa por usted. Cuando se le escapó estaba alarmada. Pero… no se tire al agua.
─¿Por qué?
─Lo sentiría.
─Gracias.
Me volví a mirar por el espejo hacia el mar. Marilyn observaba a la muchacha con la fría mirada de la serpiente cuando ve un pajarito que acaba de posarse en el suelo.
Seguí tirando las pelotas en la máquina terminando mis dos juegos. Y volví a echar otras dos monedas.
Hale iba llegando a puerto. Demostraba ahora un gran entusiasmo, hacía gestos con la mano y miraba a Marilyn a los ojos dejando bajar su mirada hasta sus hombros desnudos.
Yo volví a la mesa.
Emory Hale estaba diciendo:
─…enormemente fascinadora.
Marilyn lo miraba tranquila.
─Estoy contenta de que piense así porque yo encuentro a los hombres maduros mucho más interesantes que a los jóvenes de mi edad. Estos pueden retener mi atención pero al fin me aburren, ¿por qué será, Emory? ¿Hay algo que anda mal en mí?
Él estaba radiante. En aquel momento ninguno de los dos podía verme ni volverse.
─Prosiga ─suplicaba ella─. Si conoce la causa, dígamela.
Yo aclaré la garganta, pero ninguno de ellos levantó la vista.
─Es, querida mía, porque usted tiene un bello espíritu no le interesa la trivial conversación de un adolescente. A pesar de su bello cuerpo juvenil, se ve que usted…
Yo retrocedí unos pasos, tosí con fuerza y me encaminé hacia la mesa.
─Pensábamos que se había perdido ─dijo Marilyn.
─Fui a comprar cigarrillos.
─Aceptaré uno ─murmuró ella.
Hale la seguía mirando con intensidad mientras yo abría el paquete.
─¿Cómo le fue con el «pinball»? ─preguntó Marilyn.
─Muy bien. Gané unos cuantos tantos.
─¿Los guardó?
─No. Jugué otra vez.
─Yo siempre hago eso. Es una tontería. Debería guardar las ganancias.
─No veo la diferencia…
─Si usted no lo hace, la máquina acaba por despojarlo.
─Lo hará de cualquier manera.
Ella se quedó pensando en eso.
Emory aclaró su garganta.
─Como iba diciendo, es muy raro que uno encuentre un espíritu capaz de comprender la madurez y…
─¡Oh! ─dijo ella─. Ahí está el camarero mirando hacia aquí. Creo que ha visto mi vaso vacío. Es un muchacho tan gracioso… Si me ve sentada en una mesa, se quedará allí mirándonos hasta hipnotizarnos. Pero usted no ha tocado su bebida, Donald.
─Debí habérmela llevado a la máquina de «pinball». Bueno, por los días felices.
─Pero yo no tengo con qué responderle.
─Tendremos que remediarlo.
Hale dijo:
─Creo que sus cabellos son lo más maravilloso.
─Gracias… Joe, quiero otro «whisky» con seltz.
El camarero se volvió hacia Hale.
─Tráigale otro «coke y gin» ─le dije.
El hombre lo miró y luego a mí me preguntó:
─¿Y para usted?
─Ya tengo bastante.
─Tiene derecho a otra bebida sin pagar, cuando tiene una muchacha en su mesa…
─Ya lo sé. Traiga esas bebidas antes que esta gente se muera de sed en medio de este refugio nocturno.
Marilyn se echó a reír.
Hale empezó a mirar a su alrededor. Marilyn dio una chupada a su cigarrillo y dijo con naturalidad:
─Lo encontrará pasando aquella arcada en el cuarto de al lado.
Hale pareció desconcertado.
─Perdón.
─Es allí.
─¿Qué?
─Lo que busca.
Hale carraspeó y, retirando su silla, dijo con dignidad:
─Discúlpenme un momento.
─Creo que no lo soporta muy bien ─dije cuando ella lo miraba cruzar la sala.
─Estos viejos calaveras son muy poco resistentes. Es un buen tipo, ¿verdad Donald?
─Regular.
─No lo dice con mucho entusiasmo.
─¿Qué quiere que haga? ¿Llamar la atención saltando sobre las mesas y agitando una bandera?
¬No sea tonto. Yo sólo dije que era un buen muchacho.
─No sea tonta usted. Yo también dije que lo era.
Ella se quedó un momento mirando la mesa, luego, de pronto, se volvió a mirarme, sonriendo con cierta intimidad.
─No me interprete mal, Donald. Quiero decir que es un buen sujeto, pero… Usted sabe cómo son las cosas. La juventud pide juventud…
─Termine eso ─le dije al ver que se quedaba en un punto muerto─. ¿Y qué atrae en la edad?
─Nada.
Yo me reí.
─Es una verdad que existe desde el principio del mundo. La mujer vieja busca hombres jóvenes, y los viejos desean «flappers».¹ Si los hombres maduros pusieran un poco de atención en las mujeres de su edad, todo el mundo sería feliz. ─Ella clavó sus ojos en los míos─. En cuanto a mí, «yo» deseo juventud.
Alargó su mano por encima de la mesa y palmeó la mía.
─¿Qué le contó aquella muchacha?
─¿Qué muchacha?
─La que se acercó a la máquina… Rosalinda. Usted la convidó a beber la última vez que estuvo aquí, ¿recuerda?
─Al pronto no la conocí. Creo que está ofendida. Y pasé el tiempo mirándola a usted mientras estaba con ella. Y eso la enfureció.
─¡Oh!
─¿Se entiende con Emory?
─¡Oh, sí, muy bien! ¿Por qué?
─Estaba pensando en su juicio sobre los viejos que buscan la juventud.
Ella sonrió diciendo:
─¡Oh, «es» muy diferente! Es tan cumplido… tan a la antigua… Me parece un padre. ¿Qué hace?
─Es un abogado de Nueva York.
─¡Un abogado! ¿De fama?
─Tiene dinero para gastar y no es de esos viejos corridos que conocen todas las tretas. Es realmente como un niño en medio de los bosques.
─¡Qué gracioso! Yo pensé que había algo en su vida… ¡Oh, usted sabe lo que quiero decir! Una aureola de pena. Tal vez es desgraciado en su matrimonio. Podría ser eso. Disgustos domésticos.
─No creo que haya nada de eso. Tengo la impresión de que es un viudo rico.
─¡Oh!
─Ahí viene ─dije─. Mire cómo camina. Va poniendo los pies con cuidado, uno delante del otro.
Ella rió al decir:
─Otro «coke» con «gin», y sus pies no tocarán el suelo. Mire, Donald ─dijo apresuradamente─. ¿Usted recuerda la muchacha de la que estaba hablando?
─¿Rosalinda?
─Sí.
─¿Qué le pasa?
─Está completamente loca por usted. Y cuando en un sitio como éste una muchacha se enamora de un hombre como ella lo está de usted, hiere enormemente el verlo sentado con otra. ¿Por qué no habla unas palabras con ella?
─Porque no. Yo creía que ni me recordaba.
─¡Olvidarlo! ¡Le digo que esta loca por usted!… Oh, ¿ya está de vuelta Emory? A tiempo llega para tomar su bebida. Joe se la va a traer. ¿Cómo se encuentra?
─Espléndidamente.
─Allí está Rosalinda ─murmuró Marilyn─. Es una hábil jugadora de «pinball» Ensaya durante el día, cuando hay poco trabajo.
Ella me miró significativamente y sonrió.
─Discúlpeme ─dije. Me puse en pie y fui hacia el aparato automático. Vi que con disimulo le hacía una seña a Rosalinda. Había tirado la tercera pelota cuando ésta estaba a mi lado.
─¿Qué le hizo? ─me preguntó.
─¿Por qué?
─Me hizo una seña para que se lo quitara de encima.
─Le hice creer que tenía al alcance de sus manos a una especie de fábrica de billetes.
─¿Lo es?
─Tal vez.
─¿Amigo suyo?
─De cierta manera. ¿Por qué?
─Por nada. Deseaba saberlo.
Yo terminé el partido, volví a echar una moneda y, apretando la manija, le dije:
─¿Quiere probar?
Ella empezó a tirar las pelotas. Joe se acercó.
─Un par de bebidas ─ordené─. ¿Qué quiere usted? ─le pregunté a Rosalinda.
─Lo de siempre. Este muchacho es muy inteligente, Joe. No te molestes con todo eso. Tráeme el té frío tú te tomas la mezcla.
─¿Y usted? ─me preguntó Joe riendo.
─«Gin» con «seven˗up».
Rosalinda y yo terminamos nuestras bebidas delante de la máquina de «pinball».
─¿Vuelve a la mesa?
─Tal vez.
─Marilyn desea que esté con usted.
─¿Por qué no? Venga, le voy a presentar a Emory.
─¿No está ofendido?
─¿De qué?
─¡Oh… Marilyn! ¿Usted… no le interesaba?
Yo le hice una mueca burlona.
─Venga. Siéntese con nosotros.
─Usted hizo un buen trabajo con Marilyn.
─¿Por qué?
─Hasta hace un momento sus miradas eran como dagas cuando creyó… Ahora me hace señas de que siga adelante.
─Las circunstancias han alterado la situación.
─Donald, usted es muy misterioso. ¿Qué es lo que busca?
─Nada que pueda hacer mal a nadie.
Fuimos hacia la mesa. Marilyn dijo con naturalidad:
─¡Hola, Rosalinda! Éste es Emory, mi amigo, el señor Emory… Smith.
Y se volvió a Hale, haciéndole un rápido guiño.
Rosalinda saludó.
─¿Cómo está usted, señor Smith?
Hale se puso en pie e hizo una reverencia. Le acerqué una silla a Rosalinda y nos sentamos.
Marilyn rogó a Hale:
─No me gusta hablar de eso. Conversemos de otra cosa.
─¿De qué no le gusta hablar? ─pregunté.
─De lo sucedido esta mañana ─aclaró Hale.
─¿Qué sucedió?
─Marilyn oyó el tiro que mató al abogado. ¿Recuerda que lo leyó en los diarios?
─¡Oh! ─dije yo.
─Ella volvió a las tres de la mañana ─prosiguió Hale.
─A las dos y media ─corrigió Marilyn.
Hale frunció el ceño.
─Creí que me había dicho entre las dos y media y las tres.
─No. Yo miré el reloj. Debe haber sido unos segundos después de las dos y media.
─¿Un reloj de pulsera? ─preguntó Hale.
─Sí.
Inclinándose sobre la mesa, tomó su muñeca en la mano y miró el reloj incrustado de diamantes.
─¡Qué preciosidad!
─¿No es cierto?
─Apostaría a que la estimaba mucho el que le dio esto. ¿Puedo mirarlo?
Ella lo desprendió y Hale lo volvió entre sus dedos.
─Es un reloj muy hermoso ─dijo─, muy hermoso. ¿Qué hacen todos allí, en este sitio? ¿No bailan? ─le preguntó a Rosalinda.
─No. Hay una atracción.
─¿Cuándo?
─Ahora mismo.
Marilyn rió al decir:
─Joe está mirando tu vaso vacío, Rosalinda.
─Espere un momento ─dijo Hale─, y mirará el mío también. ─Se bebió el resto y, batiendo las manos, dijo─: ¡Oh, Joe!
El camarero llegó en seguida.
─Llénelos otra vez de lo mismo ─le ordenó mientras seguía con el reloj de Marilyn entre los dedos.
Joe trajo las bebidas. Las luces se oscurecieron. Marilyn dijo:
─Empieza la atracción. Le gustará.
Las sillas se movieron cuando apareció la muchacha de perfil; era una especie de egipcia con unos shorts cubiertos de jeroglíficos y un corpiño con la misma decoración. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, haciendo ángulo con sus manos y codos. La recibieron con grandes aplausos. Un hombre con turbulenta hilaridad se acercó al micrófono y cumplió su número, terminando dentro de un círculo azul. Recibió un aplauso ensordecedor. Luego la bailarina egipcia, vestida de juncos y con un hibisco artificial en los cabellos, entró en el mismo círculo de luz. El pajarraco que había dicho antes el monólogo tocó el «ukelele» y ella cantó su versión del hula.
Cuando volvieron las luces Hale le dio a Marilyn su reloj de pulsera, con el cual había estado él jugando durante la atracción.
─¿Eso es todo? ─preguntó.
─No ─dijo Marilyn─. Es sólo la introducción. Hay otro número de aquí a unos minutos. Mientras tanto, podremos llenar nuestros vasos.
Así lo hizo Joe.
Hale sonrió desde el otro lado de la mesa.
─Agradables muchachitas ─dijo. Voy a traer por aquí a todos mis amigos para hacerles probar las ricas bebidas de Nueva Orleans. Hacen que uno se sienta feliz, pero no emborrachan.
─Es cierto ─observé.
Marilyn se abrochaba su reloj. Después dijo, mirándonos a mí y a Rosalinda:
─¿No nos divertimos?
Empezó la segunda atracción. El hombre que había tocado el ukelele apareció vestido de etiqueta y bailó una serie de danzas con la bailarina egipcia. En cuanto se encendió la luz Joe estuvo otra vez a nuestro lado.
─¿Cuántos Joe hay aquí? ─le pregunté a Marilyn.
─Uno. ¿Por qué?
─Parecen mellizos.
─¿Usted ve dos? ─preguntó Hale, solícito.
─No ─le contesté─. Sólo veo uno, pero ya el otro está en el bar preparando las bebidas. Cuando venga con ellas ya el otro está haciendo las nuevas mezclas. Un hombre solo no puede ser tan activo.
Joe me miró con sonrisa de simpatía y con una expresión de contento en su mirada. Hale se echó a reír. Lo hacía cada vez más fuerte, tanto que yo creí que se iba a caer de la silla.
Marilyn agitó su mano.
─Lo mismo que en todas partes.
Bruscamente rechacé la silla, poniéndome en pie.
─Me voy ─dije.
─¡Oh, Donald, si acaba de llegar! ─exclamó Rosalinda.
Le tomé la mano y la retuve lo suficiente para deslizar un par de billetes doblados.
─Esta última bebida no me ha hecho bien.
Hale volvió a reír ruidosamente.
─Debe ser «gin con coke». Eso puede beberlo toda la noche. Es una cosa maravillosa. Y no hace daño. Ustedes los jóvenes no soportan nada. Nosotros lo sabemos, ¿no es cierto, Marilyn?
La miró por encima de la mesa, con labios voluptuosos y ojos brillantes de alcohol. Tenía el rostro enrojecido. Marilyn alargó su mano dejándola un momento sobre la de él. Cuando la retiró, humedeció la servilleta en el vaso de agua y se frotó la piel.
─Buenas noches a todos ─dije.
Hale me miró. Por un momento la risa abandonó su rostro. Fue a decir algo y luego cambió de idea. Se volvió y dijo:
─Es un pájaro astuto. No lo mire.
─¿Qué clase de ave? ─preguntó ella─. ¡No es un pichón!
─No ─dijo Hale, no comprendiendo la alusión─. Es un mochuelo… ¿sabe? Muchacho inteligente… Yo siempre he dicho que parece una lechuza, que todo lo ve.
La idea le hizo gracia. Al salir oí que reía tan fuerte que se ahogaba. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
Me fui al hotel. Berta había llegado a Los Ángeles. Allí estaba el característico telegrama suyo:
«¿Qué idea es ésa? Tenemos bastante poco personal para emplearlo en buscar viejos asesinatos, prescriptos después de tres años. ¿Qué clase de pájaro crees que eres?».
Bajé a la oficina de Telégrafos y me sentía bastante exaltado como para mandarle el telegrama que merecía.
«Un asesinato nunca prescribe. Hale dice que soy un mochuelo».
Y mandé el mensaje pagadero a su destino.