VOLVÍ al hotel y subí a mi habitación. Abrí un paquete de cigarrillos y, sentándome cerca de la ventana, me puse a pensar.
Berta Cool estaría mitad de camino entre Nueva York y Los Ángeles. Elsie Brand estaba sola en la oficina y me pareció el mejor momento para conseguir la información que deseaba.
Descolgué el receptor, hice una llamada de estación a estación. Tardé cinco minutos en conseguirlo. Luego oí la voz de Elsie Brand, nerviosa y comercial, que decía:
─¡Hola!
─¡Hola, Elsie! Habla Donald.
La voz se suavizó.
─¡Oh, hola Donald! El operador me dijo que hablaba Nueva Orleans y pensé que era Berta. ¿Qué novedades hay?
─Es lo que quiero preguntarte a ti.
─¿Sobre qué?
─Berta me ha dicho que se va a ocupar de un trabajo de guerra.
─¿No lo sabías?
─No. No sabía nada hasta que ella me lo dijo.
─Ha estado trabajando en eso desde hace seis semanas. Creí que te lo había dicho.
─No. ¿Cuál es su idea?
Ella rió, incómoda.
─Creo que quiere ganar dinero.
─Escucha, Elsie: hace bastante tiempo que soy socio de Berta como para observarte que no pago una comunicación a larga distancia por el placer de oírte dar rodeos. ¿Cuál es su idea?
─Pregúntaselo a ella, Donald.
─Te prevengo que me vas a hacer perder la paciencia ─la amenacé.
─Pero piensa un poco ─dijo ella de pronto─. Debes tener cerebro. ¿Para qué va a querer Berta ocuparse en un trabajo de la Defensa? Imagínate tú mismo y deja de pedirme que te lo diga. Tengo mucho que hacer y tú no eres más que uno de los socios.
─¿Es para poder hacer una reclamación que me exceptuaría del servicio militar? ─hubo un silencio del otro lado de la línea─. ¿Es eso?
─Hemos tenido muy buen tiempo por aquí ─dijo Elsie─, aunque no debo decírtelo porque es un secreto militar.
─¿Lo es?
─¡Oh, sí! Suprimiendo toda observación sobre el tiempo, hemos dado un gran paso para ganar la guerra. Una de las cosas que nos faltan es papel de diario. La Cámara de Comercio de Los Ángeles gastaba tanto papel sobre el tema de plantar densos bosques en una superficie de nueve mil seiscientos ochenta y siete acres, calculando que los árboles tuvieran un término medio de dieciocho pulgadas de diámetro y crecieran a una distancia de dieciséis pies, midiendo desde el centro del árbol. Eso significa que los árboles tendrían una altura…
─Los tres minutos han pasado ─oyóse; y la operadora cortó la comunicación.
─Ganaste ─le dije a Elsie─. Hasta la vista.
─Adiós, Donald. Buena suerte.
Oí el clic del conmutador al otro extremo de la línea.
Me recosté con los pies sobre una silla mientras reflexionaba.
El teléfono llamó. Levanté el receptor diciendo:
─¡Hola! ─y oí una voz de hombre que decía con precaución:
─¿Es usted, señor Lam?
─Sí.
─¿Usted es un detective que tiene oficina en Los Ángeles… un miembro de la firma Cool y Lam?
─Eso mismo.
─Deseo verle.
─¿Dónde está usted?
─Abajo.
─¿Quién es?
─Nos hemos encontrado antes.
─Su voz me es vagamente familiar, pero no lo recuerdo…
─Lo hará en cuanto me vea.
Yo me eché a reír y le dije con cordialidad:
─Suba.
Dejé el receptor en su sitio, tomé el sombrero, el abrigo, el sobretodo y el maletín; me aseguré que tenía la llave de la habitación en mi bolsillo, cerré la puerta y desaparecí por el corredor. Me agaché al pasar por delante de la caja del ascensor, seguí más allá, hasta donde aquél daba la vuelta, y esperé.
Le oí llegar. Me puse en acecho. Era solamente un hombre. Se alejaba en dirección a mi cuarto. Tenía algo en la manera de mover sus hombros que me era conocido, y eso me sorprendió. Yo hubiera apostado diez contra uno que aquella llamada venía de la Policía para estar seguros de que yo estaba en el hotel antes de rodear la plaza. El hecho de que este hombre viniera solo y de que realmente lo conocía, fue una agradable sorpresa. Pero no me moví de mi escondite hasta haberle reconocido y esto sucedió cuando él se volvió hacia la izquierda.
Era Marcos Cutler. Esta vez venía sin Goldring.
Golpeaba mi puerta por segunda vez cuando me acerqué.
─¡Oh, buenos días, señor Cutler!
─Creí que estaba en su habitación ─dijo al volverse.
─¡Yo! Pero si ahora llego.
Miró el sombrero, el abrigo y el maletín, y dijo:
─Hubiera jurado que había reconocido su voz. Llamé a su habitación hace un momento.
─Le han dado mal el número.
─No. Yo le dije a la operadora muy bien con quién deseaba hablar.
Me retiré de la puerta, y bajando la voz dije:
─¿Y alguien contestó al teléfono?
Él asintió, y yo pude ver una brusca aprensión en su rostro.
─Puede no ser tan sencillo como parece ─dije, tomándolo del brazo y alejándome de aquel sitio─. Vamos a ver al detective del hotel.
─¿Usted quiere decir…? ¿Usted cree que es un ladrón?
─Podría ser la Policía registrando mi habitación. ¿Usted no dio su nombre?
Esta vez pude ver temblar el músculo de su ojo izquierdo.
─No… Salgamos de aquí.
─Vamos ─dije.
Empezamos a caminar.
─Me pareció que su voz era un poco rara ─dijo.
─¿Cómo me encontró?
─Es una historia bastante original.
─Oigámosla.
─Busqué a la dueña de aquel apartamento y le dije que cuando usted lo dejara me gustaría instalarme en él. Que yo no quería quitárselo a usted, pero que sólo me quedaría una semana, que le pagaría el doble y…
─Pase por alto los detalles ─dije.
─Le expliqué que mi esposa Edna había vivido en él. Me contestó que ella había estado allí varios meses hacía tres años, que podría mirar en sus libros la fecha exacta. Y le dije que tal vez la necesitaría como testigo. Saqué del bolsillo el retrato de Edna y se lo mostré. Dijo que aquella no era la mujer. Entonces se volvió desconfiada y quiso saber de qué se trataba. Al correr de la conversación salió a relucir que usted había aparecido en escena unos días antes y le había mostrado un retrato de la persona que tenía alquilado el apartamento y que ella la reconoció en seguida.
»Naturalmente que esto me preocupó. Usted comprenderá por qué. Fui al apartamento a buscarlo y no estaba allí. Seguí golpeando y un hombre me dijo que lo dejara tranquilo. Tanto insistí que, gruñendo, abrió la puerta. Yo esperaba encontrar a usted o a la gruesa dama. Ese hombre me resultó una sorpresa.
─¿Qué le dijo él?
─Le conté lo sucedido y que yo estaba buscando algún testigo para poder probar que ciertos papeles le habían sido entregados. Que necesitaba hablar con usted.
─¿Y qué le contestó?
─Que creía que podría encontrarlo en el hotel. Que usted no le había dicho nada, pero si necesitaba un buen detective privado podía dirigirme a usted. Creo que trataba de conseguirle algún trabajo. Lo puso por las nubes.
»Cuando más lo pienso, más raro me parece todo esto. Empiezo a creer que usted… Bueno…
─¿Estoy tratando de ocultar algo?
─Sí.
─¿Entonces qué?
─He venido a verlo.
─¿Eso es todo?
─¿No es bastante?
El ascensor se detuvo.
─Probablemente, no ─dije─. Hablaremos abajo, en el vestíbulo.
─¿No hay demasiado público?
─Sí.
─Entonces, ¿por qué hablar allí?
─Precisamente. Porque es un sitio público.
─¿Y qué hace con quien esté en su habitación?
─Le hablaré al detective del hotel.
Cutler no quedó muy tranquilo con la idea de ver a éste. Esperó mientras yo le llamaba y le explicaba lo sucedido. Que un amigo llamó a mi habitación y un desconocido había contestado y yo creía que alguien andaba revolviendo mis cosas. Le di la llave para que subiera a ver. Luego me volví a Cutler.
─Muy bien. Ahora hablemos.
Éste estaba asustado.
─Mire, Lam, supóngase que es la Policía.
─¿La que está en lo cierto?
─Sí.
─Si es la Policía, está bien. En esta ciudad la Policía a veces sospecha de los detectives privados y quiere averiguar las cosas. Es algo a lo que estamos acostumbrados. Uno tiene que estar preparado a esto, y gustarle.
─Pero si es la Policía, vendrán a buscarlo aquí, se lo llevaran, y encontrándome a mí con usted…
Le interrumpí con una carcajada.
─Eso demuestra lo poco que entiende usted de esto.
─¿Qué quiere decir?
─Si es la Policía, le dirán al detective que vuelva y diga que en la habitación no hay nadie. Y él vendrá con aspecto indiferente y sonriendo a decirme que todo está bien.
─¿Y la Policía?
─Por el momento, desaparecerá. No les gusta que los encuentren revisando una habitación sin una orden del juez.
Cutler parecía desconfiado.
─Quisiera creerle.
─Puede hacerlo. Yo he pasado por estas cosas otras veces. Es un procedimiento corriente… trabajo de todos los días.
Él se quedó pensando.
─No quiero que la Policía intervenga en mis asuntos. Se trata de algo privado y voy a arreglarlo a mi manera.
─Muy natural.
─Pero si la Policía empieza a interrogarle, saldrán a relucir cosas que no quiero que se hagan públicas.
─¿Tales como qué?
─Ese divorcio, por ejemplo.
─Ese divorcio está legalmente hecho. Es cosa pública. Todo el proceso se guarda en los archivos.
─Ya lo sé ─dijo con enfado.
─Prosiga. ¿Qué es lo demás?
─Mi esposa.
─¿Qué le pasa?
─Usted no comprende.
─No. Creía que me había dicho que no sabía dónde estaba.
─No esa esposa.
─¡Oh, oh! ¿Se casó otra vez?
─Sí.
─¿Se dejó enredar?
─No se puede decir precisamente eso.
─Parece interesante. Cuénteme algo más.
─Edna me dejó y se vino a Nueva Orleans. Yo me divorcié de ella y me tomé un plazo prudencial. Esas cosas llevan tiempo. El amor no espera. Conocí a mi esposa actual. Nos fuimos a México y nos casamos. Debería haber esperado el fallo. Esto es una complicación.
─¿Lo sabe su nueva esposa?
─No. Saltaría hasta el techo si lo sospechara. Si Goldring entregó la notificación a otra mujer… Bueno, usted entiende de estas cosas. ¿Qué se le ocurre?
─Nada que pueda ayudarlo.
─Podría pagarle mucho dinero para encontrar algo que pudiera sacarme de este trance.
─Lo siento.
Se levantó.
─Recuérdelo. Si en su investigación tropieza con alguna cosa que pueda ayudarme, seré muy, pero muy generoso.
─Si Cool y Lam hacen algo por usted, no tendrá necesidad de ser generoso. Usted recibirá una buena cuenta.
Rió al oír esto y se puso de pie, diciendo:
─Muy bien; quedamos en eso.
Nos dimos la mano y él dejó el hotel.