11. Frente al atrio

Nueva Guatemala de la Asunción,

jueves 15 de noviembre de 1877

La exuberante marcha que la banda de la Guardia de Honor interpreta por las calles de la ciudad tiene melodías y acentos nunca antes escuchados en este lejano confín. La locuacidad de los pífanos, la alegría de los clarinetes y los bombardinos, los retumbos de las cajas y la cachaza del trombón ensamblan una jubilosa parada que los músicos interpretan al paso por el incómodo empedrado de la Calle Real.

Los dirige el señor Emilio Dressner, de treinta y tan tos años, recién llegado al país, alto, rubicundo, de barba escindida y rizosa, quevedos de plata y un uniforme con entorchados que delata su origen prusiano. El señor Dressner ha tenido que reducir a menos de ciento veinte pasos por minuto el ritmo de la Marcha Radetzky para que los músicos puedan marchar sin apuros sobre tan irregular pavimento, cosa que no resulta fácil. Pero la banda suena bien y tiene la virtud de provocar una no disimulada euforia en quienes se detienen a escucharla.

El inspirado y frondoso alarde quiere ser una especie de bálsamo para los espíritus afligidos, luego de nueve días sin retretas, pasacalles ni dianas por instrucciones venidas de arriba. El presidente no ha querido oír, ni ha dejado que se oiga, música en varios días, quién sabe si como expiación personal o para que la ejemplaridad de las ejecuciones penetre hasta en las conciencias más obtusas. Pero la vida debe volver a su cauce. Y hoy el mandatario ha dispuesto dar por concluido el duelo y ha ordenado al señor Dressner que despliegue sus destrezas musicales por las calles de la ciudad.

Bajo uno de los toldos que protegen las aceras, Néstor Espinosa se detiene a contemplar el paso de los cuarenta músicos que alegran la mañana a los viandantes. El atabal retumba en sus tímpanos y los bajos de los trombones golpean su plexo solar. La mañana es algo fría, pero el cielo, azul y sin nubes, invita al entusiasmo y la esperanza.

Pasa la banda marcial, sus cadencias se pierden rumbo a la Plaza de Armas y Néstor dirige sus pasos hacia el bufete de don Ernesto Solís. Hay un pleito por una propiedad del que su viejo protector quiere hablarle, pero quizás sea tan sólo una excusa. Don Ernesto no tiene hijos, se siente viejo y alguna vez le ha insinuado a Néstor la posibilidad de ser socio del bufete.

Al llegar a San Francisco, encuentra el atrio desierto. No hay vendedores ni chuchos, tenderetes ni mengalas. Las puertas del templo están abiertas a los fieles, pero el convento es ahora el edificio del Correo.

La memoria le induce a volver la mirada hacia el extremo sur de la Calle Real, donde se alza la Iglesia del Calvario. Pero no ve ningún toro. Un mundo ha desaparecido y, con él, muchos de sus símbolos, sus juegos y sus liturgias. Gira el rostro hacia el atrio y, durante los breves momentos que dedica a contemplar las paredes encaladas del conjunto, evoca con nostalgia los días en que trabajaba en la oficina de don Ernesto, las visitas de Clara Valdés, su risa lozana y joven y el perfume que dejaba en el despacho cuando se iba.

Cruza la calle, entra en el bufete y encuentra a don Ernesto Solís en el vestíbulo, inclinado sobre la mesa de un pasante y haciendo correr su índice izquierdo por las líneas de una escritura.

—Mi querido amigo —le saluda, tendiéndole la mano—, sea bienvenido. Pase a mi oficina, por favor, y tome asiento. Enseguida estoy con usted.

Néstor empuja la puerta entreabierta y penetra en el despacho cuya ventana da al atrio de San Francisco. Junto a ella hay una mujer de espaldas, vestido de luto riguroso y mirando a la calle.

—Perdone —dice Néstor, dando un paso atrás y volviéndose hacia la puerta.

—No, por favor —dice la mujer—. No se vaya.

Néstor queda paralizado por la voz.

—Por favor… —insiste la mujer, en tono de súplica.

Néstor se vuelve hacia ella y sólo cuando escucha a sus espaldas el chasquido del pestillo de la puerta repara en la celada que le ha tendido don Ernesto.

Clara Valdés está muy pálida, lo que resalta la profundidad y viveza de sus ojos. Y la negrura de su vestido la envuelve en el poderoso y sensual atractivo que el luto transmite a toda mujer en el esplendor de la edad.

—No encontré mejor sitio para hablarle, perdone —vuelve a disculparse—, pero necesitaba hacerlo.

Clara se lleva un pañuelo a la boca. Se ve que le cuesta hablar y que hace grandes esfuerzos para que la emoción no la haga prorrumpir en sollozos.

—Ayer tuve noticias de Joaquín. Está a salvo y entre amigos. Ha perdido la vista de un ojo —gime—, pero me dicen que pronto estará bien.

Néstor le señala una silla, pero Clara permanece inmóvil, mirándole intensamente a los ojos, como si quisiera leer en ellos.

—He venido a darle las gracias.

Cuando Néstor abre la boca con gesto de extrañeza, Clara da un paso adelante y le cruza con un dedo los labios.

—Sé que fue usted quien lo hizo. No sé cómo, pero lo hizo. Salvó la vida de Joaquín y, en nombre de él y de mis hijas, quiero expresarle mi gratitud.

En el rostro de Néstor no hay atisbos de querer aceptar el hecho. No se siente cómodo jactándose de algo que nadie debería saber. Y al reparar que le llama la atención el luto, Clara le explica:

—Visto así por consejo de don Ernesto. Salgo todos los días a la calle para que la gente me vea de negro y nadie sospeche que Joaquín está vivo. En nuestro panteón familiar hay una tumba con su nombre, pero el cadáver es de alguien a quien no conozco.

Toma entonces una mano de Néstor y, con los ojos arrasados en lágrimas, le dice:

—Nunca le podré agradecer lo suficiente.

—No sé de qué me habla, Clarita.

—Sí lo sabe, pero no insistiré en algo de lo que no quiera hablar. Le diré una cosa, sin embargo. Aunque no sea verdad, aunque no haya arriesgado su vida para salvar la de Joaquín, lo cual no creo, necesitaba hablar con usted. Salgo mañana con mis niñas para reunirme en El Salvador con él, pero no podía irme sin antes pedirle perdón.

Néstor ha sentido en las manos de Clara un estremecimiento apenas perceptible y ahora es él quien lleva un dedo a los labios de ella. Y al sentirlos como ascuas, todo su hieratismo y toda su resistencia se derrumban.

—Soy yo quien debe pedirle perdón.

—No, no, se lo ruego. Me equivoqué. Pensé que había dejado de amarle. No era verdad.

Néstor mueve la cabeza.

—Fui yo el culpable de todo. Me dejé llevar por pasiones menos importantes que el amor que sentía por usted y me culpo a mí mismo de ello.

Un embarazoso silencio se alza entre los dos y a la mente de ambos acude por primera vez la idea de que, acaso, la culpa no haya sido de ninguno, sino del brutal episodio que desgarró sus vidas.

—Imaginamos uno del otro virtudes que no teníamos —dice Néstor—, y nos faltó tiempo para conocernos mejor.

Clara separa los labios como si estuviese a punto de llorar.

—La vida le sabrá agradecer su gesto del modo que yo nunca podré —le dice, colocándole con suavidad una mano en la mejilla—. Que sea muy feliz, se lo merece.

Luego sin poderse contener, le abraza y, por instantes, Néstor vuelve a sentir el mismo vértigo y el mismo impulso de besarla que había sentido años atrás, la madrugada en que partió hacia el exilio, cuando buscó en sus labios un beso furtivo, impulso que ahora también le provoca el cuerpo de Clara Valdés apretado al suyo. Pero Clara, probablemente movida por una emoción idéntica, se separa con rapidez y, murmurando un turbado adiós, abre la puerta y abandona el despacho.

Desde la ventana, Néstor la ve alejarse calle abajo y, presa de una súbita melancolía, discurre que éste, quizás, debería haber sido el principio de todo. No fueron compatibles entonces, quizás lo fuesen ahora.

Pero ahora es ya demasiado tarde.