En la vida social de la ciudad-estado, las visitas son una liturgia de la que no se puede prescindir. Y aunque el tiempo se emplea también en ritos más virtuosos, como asistir a misa y al rosario, hacer costura o charlar en el peladero, las visitas constituyen la esencia de la vida provinciana. Visitas para dar el pésame, visitas para felicitar un cumpleaños, visitas de despedida, visitas de bienvenida, visitas para divulgar una calumnia, visitas para devolver visitas. Incluso inducir a una taltuza a que salga de su madriguera puede ser una buena razón para visitar a los amigos.
Néstor no se ha impuesto la tarea de descubrir al traidor. Ni siquiera desea saber quién es. Sólo pretende que sea su emisario. Le basta con que La Taltuza pique en el anzuelo y le lleve el cebo a Fernando Córdova.
Pero cada visita deviene un sinsabor. A Néstor le repugna pensar que detrás de éste o aquel amigo pueda haber un hombre para quien la amistad tiene un valor accesorio. Y, sin embargo, debe hacerlo. Su plan se funda en la verosimilitud que pueda imprimir a sus gestos y a su voz. Y al señuelo que ha ideado. Así que les habla de asuntos triviales, primero, luego de la situación y las detenciones, para, con la mayor naturalidad, ir derivando la plática hacia la carnada, adornándola con certezas aparentes y seguridades fingidas.
Hay según me cuentan un plan, les dice, para que el resto de los implicados en la conspiración contra el presidente puedan huir de la ciudad. Tienen miedo y están desesperados. El cerco se ha ido estrechando en torno a ellos y temen que alguno de los que están ya detenidos confiese o, peor aún, que algún traidor los delate.
—Me recuerda tanto otros tiempos —comenta con retintín—, gente escapando de la ciudad en globo, huyendo por los barrancos o evadiendo los gendarmes. Pero esta vez se les ha ocurrido algo más ingenioso.
Y siendo que todos ellos han pasado por un trance parecido, ninguno escapa a la curiosidad de conocer la astucia de que se valdrán los conspiradores para burlar la vigilancia que el Gobierno ha desplegado en los potreros y en las garitas que controlan las entradas y salidas de la capital.
—Huirán en la caravana de carretas que sale el martes a medianoche hacia el puerto de San José —dice en tono distraído—. Irán vestidos de dril, arreando bueyes y mezclados entre el centenar de indios que convoyan las carretas.
Lucio, el sastre, herido de guerra, hombre minucioso y preciso, quiere saber cuántos son los conjurados.
—Sólo ocho o diez, pero son los importantes, las meras cabezas de la conspiración.
Néstor echa una ojeada al desordenado taller donde una veintena de mujeres cortan y cosen. Guerreras y pantalones militares se amontonan junto a las costureras que se afanan en modernas máquinas de coser Grower and Baker.
—Pero yo he venido a hablarte de otro asunto —dice Néstor, apartándose del tema—. ¿Aún puedes hacer una levita en doce horas?
—Ahora que coso uniformes, te la puedo hacer en siete.
—No te creo.
—Sé lo que piensas —dice Lucio, señalando al taller—. Esto es un desmadre, pero te aseguro que en siete horas la tienes lista.
—¿Cómo puedes trabajar así, en un patio cubierto? Cualquiera podría entrar aquí de noche.
—Es verdad, pero, ¿quién querría robar uniformes? ¿A quién se los iría a vender?
El sastre toma a Néstor por un brazo.
—Me mudaré a un lugar en condiciones dentro de unos días. Lo tengo ya casi listo. Ahora dime, ¿cómo la quieres?
—¿Qué cosa?
—La levita.
—Negra, corta y con las solapas muy anchas.
—¿Como la que ha puesto de moda el presidente?
—Cabal así.
—Eso está hecho. Ahora mismo te tomo las medidas. Por cierto, ¿has sabido algo de Joaquín?
A Basilio y a Hiram los encuentra en el viejo obrador de candelas. El lugar apesta a sebo y a sosa cáustica y en el corredor se apilan varias bateas de madera con el jabón ya cuajado, pero sin cortar.
Néstor les cuenta la misma historia que a Lucio y adelanta una conjetura:
—Hay un coronel implicado, por lo visto.
—¿Sabes su nombre? —pregunta Hiram.
—No. Pero, según parece, es el tipo que nos delató en Tacaná y Retalhuleu.
—Hijo de su madre.
Basilio habla poco y no hace bromas. Néstor piensa que está avergonzado por su conducta en casa de Andreu y de lo que, al calor de los tragos, había dicho de Joaquín.
—Hay también una lista —les dice.
—¿De los que quieren escapar?
—Sí.
Hiram demuda la expresión.
—¿Y se conocen los nombres?
Su desazón es desconcertante, pero Néstor no puede creer que un liberal y masón, hijo de liberales y masones, sea el oreja de Leocadio Ortiz. Llevado por su curiosidad, sin embargo, o acaso su desasosiego, Hiram continúa haciendo toda clase de preguntas. ¿Son personas de familias conocidas? ¿Adonde piensan huir? ¿Quién ha puesto la plata para que escapen?
Dos empleados comienzan a cortar el jabón y a echar los pedazos en un canasto.
—Parece queso. Dan ganas de comerse un pedazo —dice Néstor.
Luego, jugando con la ambigüedad, le pregunta a Basilio:
—¿Tú qué harías?
El otro le mira extrañado.
—No me refiero a que si te comerías el jabón —ríe Néstor—, sino a si denunciarías la fuga a Sixto Pérez.
—¿Hablas en serio? —replica, irritado, Basilio.
—No te enfades. ¿O es que sólo tú tienes derecho a bromear?
Néstor observa sus reacciones, los movimientos de sus ojos, sus gestos. Estudia cada frunce de cejas, los matices de las voces, el sentido oculto de las preguntas. Se siente como el sembrador de la parábola, con la sola diferencia de que, en vez de trigo, esparce cizaña. Es un triste papel, sí, y se odia por ello, pero su ingenio no da para tender a La Taltuza una trampa más sagaz y sólo espera que la cizaña germine donde vive el roedor.
En Saint-Just, sin embargo, encuentra un hueso.
—No tienen ninguna opción —le dice el cirujano—. Las carretas son revisadas una a una antes de salir de la ciudad.
—Las carretas, no las personas. Ahí está el quid. No les será difícil pasar el Guarda Nuevo a esa hora y, de noche, todos los gatos son pardos.
—Eso no es más que un refrán. Esos estúpidos van a caer con los pies fríos en las garras del Gobierno. Ahí vas a ver.
A Néstor le parece improbable que Saint-Just sea el soplón. En los últimos años ha descubierto que, tras su carácter desapacible, oculta un fondo de nobleza. Basilio habría dicho de él lo opuesto. Y quizás también Sarastro. Pero Saint-Just se le hace el menos sospechoso de todos, pues sólo de un radical puede esperarse a veces honradez y coherencia.
El juego de imaginar el lado innoble de personas por las que se siente afecto es corrosivo y, a medida que la siembra avanza, Néstor se va sintiendo presa de una creciente ansiedad. No sería extraño que algunos sospecharan de él. ¿En qué asuntos anda éste? ¿Por qué divulgará una información que pone en peligro la vida de los conjurados? ¿Qué daño le ha hecho esa gente?
El riesgo es grande y la apuesta alta. Néstor no desea que la cizaña germine en ninguno de sus amigos, pero, al mismo tiempo, si eso no llegara a ocurrir, si ninguno de ellos corriera a dar el soplo al Gobierno, Joaquín no tendría salvación. Necesita que uno de ellos dé el soplo y cuente el cuento, y a la vez, que todos los demás lo callen.
De Turgot, cuya defensa de Rufino días atrás implicaba que sus intereses y los de la destilería para la que trabaja están por encima de idealismo alguno, también sospecha que podría ser el delator. Pero le cuesta creerlo. No es propio de un hombre tan racional prestar oídos a tales rumores. Algo parecido le sucede con Eneas, persona introvertida y poco amigable, quizá debido a que está demasiado inmerso en su arte. Daniel, el profeta, en cambio, tiene un estanco de licor, lo que le relaciona con muchas personas a quienes se les va la lengua. Néstor tiene tantos motivos para sospechar de él como de Juliano, para quien el regreso de los conservadores al poder haría peligrar la libertad de cultos que defiende. Y una y otra vez debe decirse, para no entrar en ese laberinto de sospechas, que no es su interés averiguar quién es La Taltuza, sino que muerda el anzuelo.
Con Sebastián, proveedor de riendas y hebillajes para el Regimiento de Caballería, Néstor echa mano del mismo recurso que ha utilizado con Lucio, tentar su interés. Ambos podrían estar inclinados a denunciar la fuga al Gobierno, que es quien les da de comer. Pero en el caso de Sebastián, el juego toma un giro inesperado.
—¿Tú le irías a contar al Gobierno lo de la huida de esos tipos? —le pregunta a Néstor.
—¿A qué te refieres?
—A que los conjurados son cachurecos. Y puedes no estar de acuerdo con Rufino, pero, ¿te gustaría que volvieran los conservadores?
Sebastián le ha vuelto la oración por pasiva y esta habilidad para ver el forro de las cosas enmudece a Néstor.
—¿Lo harías? —insiste Sebastián—. ¿Le irías a hablar a Córdova o a Sixto Pérez?
—No sé qué decirte, Sebastián. No lo he pensado.
Sebastián no parece muy satisfecho con la respuesta, pero, antes de que haga una nueva objeción, Néstor se adelanta y bromea:
—Mientras lo pienso, hazme un favor. ¿Tienes botas de montar, de esas con ribete oscuro en la parte alta de la caña?
—Sí, claro.
—Quisiera un par.
—Ahora mismo te lo traigo.
—-También quiero un fuete de ésos que tienes ahí.
—Elige el que más te guste mientras vuelvo con las botas.
El último en visitar es Sarastro, secretario particular del padre Arroyo, mano derecha del Administrador de la Mitra, ya que la ciudad sigue sin obispo. Convertido ahora en el muy respetable e influyente padre Vidal Sanabria, Sarastro ha dejado de ser el cura comprometido que fue un día, lo que le ha apartado de Néstor y de los viejos amigos.
—Conoces la situación en que se encuentra Joaquín, ¿verdad?
—Pensé que no os hablabais —responde el clérigo.
—¿Hace falta que nos hablemos para que me interese por él?
—Claro que no, pero, por lo que me ha dicho el padre Arroyo, es poco lo que puede hacerse. El presidente se niega a indultar a los implicados y va a haber ejecuciones.
—¿Y cuándo va a ocurrir eso?
—No lo sé.
—¿Sabes si Joaquín estaba metido en la conjura?
El padre Vidal Sanabria guarda un silencio reticente, como si temiera revelar algún secreto.
—A ti te lo puedo contar —dice, al fin—. No, no lo está. Cayó por casualidad en este desaguisado y, desgraciadamente, no creo que se salve.
—Sólo que el azar le ayude.
—¿Qué quieres decir?
—Te seré franco. Me extraña que nadie mueva un dedo por él y por los demás. Hace años lo hicieron por nosotros las Damas del Amor Hermoso y los liberales que dieron la plata para que pudiéramos huir, gente que ni siquiera conocíamos y sin otro interés que librarnos de la cárcel o algo peor. Tú mismo te jugaste el pellejo por los amigos que estaban en aquella lista. ¿Qué nos ha pasado, Sarastro? ¿Por qué nadie hace ahora nada por nadie? ¿Por qué la Iglesia no sale en ayuda de quienes aspiran hoy a restaurar el viejo orden?
—La Iglesia no puede, lo siento —murmura—. Hoy pensamos de otro modo. Dejamos de ser un Estado dentro de otro Estado y ahora sólo somos una institución fuera del Estado. Con alguna influencia en Rufino, sí, pero no la suficiente. El momento es además muy delicado para nosotros. Estamos tratando de llevar una convivencia civilizada con el Gobierno. Por eso no podemos hacer nada. Espero que comprendas.
—Pues no, no lo comprendo.
Es odioso decírselo así, con mala cara, pero Néstor no encuentra otra manera de hacerlo, salvo endilgarle a Sarastro aquello de que quien se excusa se acusa.
—¿Sabías que algunos implicados en la conspiración intentan escapar del cerco que les ha puesto Sixto Pérez?
El padre Sanabria alza bruscamente la cabeza. Parece desconcertado.
—No, no lo sabía.
—¿Y que piensan hacerlo mañana por la noche, ocultos en la caravana de carretas que sale hacia el puerto de San José?
Néstor escruta el rostro de su amigo como si contara los hilos de un lienzo. No ha olvidado que el clérigo fue incapaz de explicarle a satisfacción por qué su nombre no estaba en la lista de Leocadio Ortiz.
—Arriesgado, ¿no? —responde Sarastro, con gesto de inocencia.
—Tú también te arriesgaste un día. Por mí y por los demás.
—Todo cambia: la gente, la edad, los tiempos.
—Y el corazón, mi querido amigo. También cambia el corazón.
Néstor se pone de pie.
—Se me hace tarde, tengo que irme. Y a propósito, ¿qué harías tú?
—¿A qué te refieres?
—¿Denunciarías a los que planean escapar el martes por la noche?
—Sabes que nunca haría eso.
—¿Acaso no habéis denunciado a los que están detenidos, violando incluso el secreto de confesión?
—No eches sobre mis espaldas una culpa que no es mía —replica, indignado, el clérigo.
—En una organización como la tuya, nadie está exento de tener que hacer lo que no quiere.
—Eso es verdad, pero yo no soy de ésos. Nunca lo seré.
Néstor se dirige a la puerta con expresión de desaliento.
La siembra ha concluido, pero no abriga muchas esperanzas de que la semilla fructifique. Demasiadas conjeturas, demasiadas hipótesis, demasiadas sospechas.
—¿Me avisas, si puedo hacer alguna cosa por Joaquín? —le escucha decir a Sarastro.
—Reza por que la Providencia lo haga —contesta Néstor, mostrando una sonrisa cínica—. Sólo ella o el azar pueden salvar a Joaquín Larios.
El martes 5 de noviembre, poco después del mediodía, Néstor visita el almacén de Chico Andreu.
—Me he metido en un buen enredo y usted es la única persona en quien puedo confiar —le dice.
—Soy todo oídos.
—Tengo una idea para sacar a Joaquín Larios de prisión. No le diré cómo pienso hacerlo, para no comprometerle, pero necesito su ayuda.
—Usted me dirá.
—Quiero saber dónde puedo localizar a cinco hombres de los nuestros, de los que estaban de nuestro lado y sirvieron al general. Hombres fieles, de confianza.
—Yo se los busco. Hoy mismo les envío recado para que vayan a verle.
—Que estén mañana por la noche, a las nueve, en el potrero de la Recolección.
—Descuide.
—Montados y armados.
—Yo me encargo de eso.
—Necesito también un caballo para mí. Usted tiene amistad con los Samayoa. ¿Podría conseguirme uno blanco, el más grande y vistoso que tengan?
—Cuente con él.
—Y con el secreto de la transacción.
—Desde luego.
—Gracias, Chico.
—No hay por qué. Tengo con usted una deuda que un Remington de cinco tiros no podrá nunca pagar. Sólo le pido una cosa. Espere aquí.
Andreu sale al patio del almacén y regresa con una jaula hecha con bolillos de madera.
—Es una de mis favoritas —dice señalando la paloma que aletea en el interior—. La uso para enviar mensajes a mis sucursales en Amatitlán y Escuintla. Suéltela, si sale con bien. Ella sabe cómo regresar y yo estaré más tranquilo. Si todo sale como espera… como esperamos, ¿hay alguien más que lo deba saber?
—Elena Castellanos. Envíele un mensaje a la farmacia, pero mi nombre deberá quedar en secreto.
—Así se hará.
Néstor estrecha la mano de Andreu.
—Es usted un hombre muy generoso —le dice.
Chico Andreu retiene la mano de Néstor y, mirándole a los ojos, le pregunta:
—¿Por qué lo hace?
A Chico le cuesta entender, sin duda, los motivos que Néstor abriga para jugarse la vida por Joaquín, luego de haber sido testigo de un duelo en el que fue imposible la conciliación.
—No estoy muy seguro —responde Néstor, con una sonrisa—. Quizá no quiera perder la capacidad de sublevarme.
Néstor Espinosa llega a la barbería Pompadour, hij xxx m y esmero, cuando las agujas del reloj de pared que presidía el local indican las cuatro menos veinte. Toma un ejemplar de La Guasa y se sienta cerca del sillón donde don Hermógenes Márquez tijeretea el cuello de un parroquiano.
Don Hermógenes es platicador y bienhumorado. Y le encanta la política. No está de acuerdo con la marcha de la revolución y dice en tono pontifical que los dioses suelen castigar a los hombres concediéndoles sus más íntimos deseos, máxima con la que pretende retratar a quienes, habiendo creído que la revolución haría de Guatemala un paraíso, se consumen hoy en un infierno.
A Néstor le tienta interrumpir a don Hermógenes. Tiene la suficiente confianza con él para corregir sus críticas. Pero antes de que pueda abrir la boca, el muchachito que lustra los zapatos de los clientes entra gritando:
—¡Han cerrado la Plaza de Armas! ¡Dicen que va a haber una ejecución!
Néstor arroja el periódico a una silla y sale a la calle. La barbería está a dos cuadras al norte de la plaza y corre hacia allí con toda la energía que le dan las piernas. Pero le cuesta llegar. En la esquina que, viniendo de Jocotenango, desemboca en la Plaza de Armas, no sólo se ha congregado la plebe, sino también damas, damiselas y caballeros con sombreros de copa, pues el morbo es un animal que se saborea con el dolor ajeno y la cercanía de la muerte, sin hacer ascos a la clase social que lo alimenta.
Cuando alcanza la fachada trasera del ayuntamiento, oye una descarga, después algunos gritos y, luego, el silencio propio de la noche. Se detiene jadeando. El estrépito acelera sus pulsos, y su amor propio se duele con una honda sensación de impotencia. Si Joaquín es uno de los ejecutados, el plan no tendrá ya ningún sentido.
Una segunda descarga provoca otra gritería semejante a la anterior. A la tercera andanada, hay mujeres que esconden el rostro entre las manos, y hombres que se tapan la boca con el ala del sombrero. Y cuando suena la cuarta, un grito desgarrador hace a Néstor volver la cabeza.
A pocos pasos de donde se halla, hay un corro de gente por entre cuyas piernas descubre el cuerpo de una mujer tendido sobre el empedrado.
Néstor reconoce a Clara Valdés. Elena Castellanos la sostiene mientras grita:
—¡Eulalio, Eulalio!
Una quinta descarga de fusilería sobrecoge a la gente del corro, la cual se agacha, asustada, como si los disparos hubiesen sido dirigidos a sus cabezas.
Néstor se abre paso entre los mirones, toma a Clara en sus brazos y pregunta a Elena:
—¿Dónde está el carruaje?
—Aquí cerca. Yo le indico.
Caminan a paso ligero hacia el victoria, justo en el momento en que los soldados abren los accesos a la Plaza de Armas y el gentío se precipita para ver de cerca los cadáveres de los cinco ejecutados que yacen inmóviles, cubiertos con una capucha negra.
Elena trata de mantener el paso de Néstor.
—Le advertí que no viniera —dice, entre jadeos—, que no debía venir. No me hizo caso, pero lo entiendo. Es su esposo. Oyó los disparos y se desmayó.
Néstor no hace comentarios. Su mente y su memoria están en una mañana de abril, en el bufete de don Ernesto, cuando, tras los embistes y cornadas de un toro suelto en el atrio de San Francisco, sostenía, como ahora, el desmadejado cuerpo de Clara Valdés, y no puede evitar sentir la misma sensación de entonces: la calidez de su cuerpo apretado al suyo, el perfume de su piel, el roce de sus cabellos.
Cuando llegan al victoria, ve a Eulalio venir hacia él.
—Vaya, a la plaza —le dice— y vea si puede averiguar quiénes son los ejecutados.
Deposita el cuerpo de Clara en uno de los asientos, se sube al pescante y fustiga el caballo. Minutos después, se detiene en la casa de Clara. La toma de nuevo en brazos y la lleva a su alcoba. En el camino recuerda sus risas la noche de los perejiles, su mirada encendida y, sobre todo, aquel beso en el zaguán, al día siguiente, y aquel susurrado te quiero la mañana en que partió. Y siente que el tiempo no ha transcurrido y se ve todavía en el zaguán, esperando a que Clara regrese de su cuarto y le entregue un pañuelo rojo donde estaba bordada la palabra liberté.
—Traiga toallas y una palangana con agua —ordena Elena a la sirvienta.
Néstor deposita a Clara Valdés en el lecho y la observa, compungido. Su piel parece translúcida, pero a los ojos de Néstor, esa palidez satinada que acaricia con los ojos sólo resalta la belleza madura, más deseable si cabe que cuando era más joven.
Eulalio entra en la pieza. Se acerca a Elena y murmura unas palabras. Elena se vuelve a Néstor con expresión radiante.
—¡Joaquín no estaba entre los ejecutados!
Néstor desahoga un suspiro y hace intento de abandonar la habitación.
—No se vaya, se lo ruego —le dice Elena.
Todo ser humano es un enigma. Nadie sabe qué puede haber tras el rostro de un hombre, pero en el de Néstor ha asomado un gesto de templada resolución que no escapa a la perspicacia de Elena Castellanos.
—Lo siento, señora. Tengo cosas importantes que hacer.
En la barbería Pompadour, higiene y esmero, don Hermógenes está a punto de cerrar cuando Néstor empuja la puerta, visita que el barbero agradece, pues no tiene con quien desahogarse.
—¡No me diga, no me hable! ¡Qué horror, qué horror! No tengo palabras, Néstor. Esos infelices… He oído que la excusa para ejecutarlos ha sido por asesinos y ladrones, fíjese usted. Nada de conjuras, ni de rosarios negros. Por bandoleros, ha dicho el pregón.
Néstor guarda un desabrido silencio. Su mirada está clavada en el espejo de la barbería, observando su larga cabellera y su barba espesa y oscura.
—Córteme el pelo a punta de tijera.
—Eso está muy bien. Era hora de que fuese usted más a la moda. Parecía un pordiosero.
Por espacio de quince minutos, don Hermógenes no para de hablar. Los fusilaron junto a la fuente de piedra, dice, y apenas se podían tener en pie. Estaban desfigurados, fíjese. Los pusieron en una silla y se los tronaron. Sin juicio legal ni defensa. Y sin comprobar si les habían o no acusado en falso. Una atrocidad. Hay otros doce en capilla, me cuentan, y los perros de Sixto Pérez continúan buscando. ¡Dichoso el hombre al que una patria floreciente alegra y fortifica el corazón!, concluye en tono dramático, haciendo uso de una máxima que acaba de leer en el periódico.
—¿Cómo quiere que le arregle la barba? —dice cambiando de tono.
Néstor se pasa la mano por la cara y responde, como al descuido:
—Quiero que me deje la perilla.
—¿Larga, corta?
—Una en forma de candado.
Don Hermógenes moja la brocha y enjabona el rostro de Néstor. Afila la navaja en una correa a la que el tiempo y el uso han dado el color de una rienda desgastada y comienza a rasurarle las mejillas.
Cuando termina la tarea, don Hermógenes da un paso atrás y observa con mirada de artista la cabeza y el rostro de Néstor.
—¿Sabe una cosa? Así como se ve ahora, con la perilla bien negra y el pelo bien corto, se da un cierto aire al presidente. Sólo faltaría que sus párpados fueran un poco más abultados.
Néstor le dirige una mirada furibunda.
—Es broma, es broma —ríe el barbero.