7. Ajuste de cuentas

Sábado,

3 de noviembre de 1877

Sangra el día por el ocaso. Un viento racheado e imprevisible revuelve las hojas secas de la Plaza de Armas. La solitaria fuente de piedra, la arquería del ayuntamiento y el monótono empedrado del recinto se atezan con las últimas luces del día y, pegadas unas a las otras, las palomas zurean, ateridas, en las cornisas de la catedral. Nada a esta hora de la tarde —gentes, caballos, carruajes— anima la desoladora estampa que el presidente observa desde la ventana de su despacho.

Lleva ya un buen rato ahí, de pie, sopesando en soledad el curso de sus acciones, lo que ha hecho, lo que piensa hacer. Ha sembrado el terror, ha torturado, ha estremecido a la ciudad con amenazas, allanamientos y detenciones, pero no tiene modo de averiguar ni de saber qué se mueve bajo el agua. Desconoce aún los alcances de la trama para asesinarle y no puede descartar que ese negro rosario de intrigantes y de Judas sea más extenso de lo que aparenta.

Y eso le tiene intranquilo. Las ejecuciones serán un aviso para todo filibustero que pretenda abordar por sorpresa la nave del Estado, pero si no acierta con los verdaderos culpables, el escarmiento servirá de poco.

El mandatario alza la mirada a un cielo donde agoniza la luz. Su gobierno carece de capacidad para obtener información que proteja su vida, la de su familia y la seguridad del Estado. Por ese orden. Sabe además que, si él muere, la revolución se derrumba. Y eso es algo que no puede consentir. Juarista y garibaldino a un tiempo, con toques de bonapartista, el presidente es un hijo de su siglo y, además de reformar su país y encauzarlo por la senda de la modernidad, tiene un sueño que pocos conocen. Y es el de la reunificación de la América Central, dividida desde hace más de medio siglo en cinco republiquitas sin grandeza. El mandatario quiere reunificarlas, hacer de nuevo una sola. Centroamérica será la nación, y cada una de sus provincias, la patria de cada quien. Pero «el rostro lívido de Vanderbilt», el magnate norteamericano de los ferrocarriles, se ha vuelto hacia la región y desea construir en Nicaragua un canal que comunique el Pacífico con el Atlántico a través de los Grandes Lagos. Y el presidente quiere llegar a Nicaragua antes que Vanderbilt y evitar que Estados Unidos divida Centroamérica en dos.

Antes, sin embargo, debe aglutinar su país, indisciplinado, rebelde y disperso. Y para eso no queda más alternativa que la vara de membrillo. Y la red. Y las ejecuciones públicas. A un pueblo joven e ignorante, le sucede lo que al árbol joven: hay que sujetarlo con un palo hasta que crezca y pueda sostenerse por sí mismo.

Oculto tras el visillo que adorna la ventana del despacho, el presidente ve salir del Portal del Comercio a un grupo de hombres y, cuando éstos doblan la esquina y desaparecen, baja la mirada al suelo. De pronto ha recordado algo, una frase, algo así como más vale en el Infierno gobernar que ser esclavos del Cielo.

Eso es, ésa es la sentencia que mejor describe la nueva realidad del país. Y nadie podría haberlo expresado mejor que el hombre que acaba de pasar frente a su ventana, atado por los codos y custodiado por Fernando Córdova.

O acaso fuese el poeta ciego que la había escrito. El país puede ser ahora un infierno, pero se acabó el cura-cacique y el militar caduco, se acabó el obispo monárquico y la aristocracia servil. Los oligarcas se han plegado a la voluntad del presidente: unos por interés, otros por miedo. La esclavitud a la teocracia ha fenecido. El ejército se profesionaliza a marchas forzadas. Y él no permitirá que el país regrese al viejo orden, aunque le vaya en ello la vida.

El presidente deja de cavilar sobre sus obsesiones y sus planes. Su mente calcula ahora el tiempo que el grupo tardará en llegar a su despacho, una estancia en penumbra, decorada con austeridad: escritorio modesto, algunas sillas, la nueva enseña del país, el escudo nacional tallado en caoba, una alfombra de petate, algunas fotos en las paredes y una vitrina donde guarda el sable que enarboló en Tacaná.

Cuando tocan a la puerta, dice adelante sin volverse.

—Desátenlo —ordena en voz baja.

Uno de los hombres corta la cuerda que inmoviliza los brazos de Néstor Espinosa.

—Déjennos solos.

Fernando Córdova sale del despacho, seguido por sus hombres. Sólo entonces, el presidente se vuelve y observa al detenido con curiosidad.

Hace cinco años que no ve al licenciado y la última conversación que tuvo con él concluyó de manera poco grata, suceso que parece reflejarse en la expresión del presidente quien puede ser una persona arbitraria y sin talento administrativo, pero que, entre otras virtudes cuenta con una memoria temible. Por su mente acaba de pasar su difícil relación con este abogado que se frota con suavidad las muñecas y los codos. Y al reparar en su expresión, ahora más serena y madura, no puede por menos de recordar el respeto que sentía por él, lo que les unía, lo que les separaba y lo que finalmente les distanció.

Tiene, no obstante, una duda, un escrúpulo que quiere esclarecer cuanto antes y que le impide tratar a Espinosa como un viejo camarada, y no como uno de los asesinos que pretendía acabar con su vida, la de su mujer y la de sus pequeños hijos. Así que con timbre oscuro y amenazador, como quien se dirige a un desconocido, inquiere con brusquedad:

—¿Qué tiene usted que ver con Leocadio Ortiz?

El presidente se concentra en las facciones del detenido quien sabe que es lo bastante sagaz como para haberse percatado de que alguien vigilaba a la joven que le esperaba frente al almacén de los Ascoli y que ambos habían sido seguidos hasta la herrería de Ortiz por los hombres de Fernando Córdova. Con lo que no había contado seguramente el licenciado, a pesar de su listeza, era con que el presidente ordenara soltar a Ortiz a fin de vigilar a todos los que entraban y salían de su casa.

—Tengo que ver muy poco, señor presidente —responde Néstor—. A Leocadio Ortiz le conocí ayer. Me pidió que fuera a verle para hablarme de un viejo asunto.

El tiempo ha alterado el aspecto y la presencia de Espinosa, pero es su personalidad la que el presidente nota más cambiada. El licenciado parece más seguro, más dueño de sí. Puede que esté mintiendo, pero, en caso de que sea verdad, no se le nota. Siempre fue un buen comediante que imitaba personajes y fingía voces, y además carece de un defecto que el mandatario percibe en quienes se dirigen a él: el servilismo que nace del miedo.

—Digamos, licenciado, sólo digamos, que le creo por un momento —dice, dejando escapar una sonrisa impía—. Acepto que no conoce a Leocadio Ortiz y que no forma parte de ninguna conspiración para asesinarme.

Se vuelve al escritorio, toma un papel que yace sobre la carpeta donde firma sus decretos y se lo muestra a Espinosa.

—¿Para qué, entonces, solicitar una audiencia, licenciado? ¿Para interceder por Ortiz?

—La carta tiene otro propósito, señor presidente.

El mandatario asiente con gesto socarrón. Ha dispuesto no pasarse, de momento, con el detenido y ser solamente el provocador de siempre, el experto en aguijonear a los demás para sacarles información. Así que se acerca muy despacio a Espinosa, quien, de pie en medio del salón, observa cómo el personaje de barba de candado y manos a la espalda, traza un círculo en torno a él y, en tono de piadoso inquisidor, le dice:

—Usted es hombre de derecho, licenciado. Sabe que puedo, que debo dudar, y que es mi obligación como hombre de Estado hacerlo, ¿me equivoco?

El abogado asiente con expresión perpleja. Ni las intenciones ni los rodeos del presidente están claros y, conociéndole como le conoce, guarda un silencio entre atento y curioso.

—Usted me dice que nada tiene que ver con Leocadio Ortiz y eso le otorga, digamos, sólo digamos, cierto crédito. Ahora bien, si no es para ayudar a Ortiz por lo que quiere verme, ¿cuál es el «importante asunto» que menciona en su carta y del que necesita hablarme «con suma urgencia»?

—Es acerca de un amigo.

—Ya. ¿Y cómo se llama ese amigo?

—Joaquín Larios.

—¡Ah, Joaquín Larios! —dice Rufino con sorpresa reverente, abriendo desmesuradamente los ojos y fingiendo la expresión de quien escucha una verdad revelada—. Lados, Larios… me suena. ¡Sí, claro! Ahora me acordé. Uno de los implicados en la sedición para asesinar al presidente, a sus niños y a su esposa. ¡Cómo no había caído antes!

Espinosa no parece comprender, pero el sarcasmo de Rufino le inquieta. O se le ha ocurrido alguna perversidad u oculta algún dato que desconoce, misterio que empieza a descifrar cuando el presidente, moviendo con pesadumbre la cabeza, exclama:

—¡Con qué facilidad, licenciado, pierde la gente su crédito! Hace apenas un minuto, le concedí un adelanto. Digamos que le creí. Y creer viene de crédito. ¿Me equivoco, licenciado? —recalca en tono zumbón—. Bueno, pues usted ha despilfarrado el suyo. Es falso que el licenciado Espinosa no esté implicado con la partida de cabrones que me querían asesinar. Por eso ordené que lo detuvieran —le sisea al oído—. Usted es el quinto misterio del Rosario Negro. Sí, usted, un liberal renegado que se asocia a Joaquín Larios, un cachureco vinculado al clero y a la vieja aristocracia, a un ex militar conservador llamado Leocadio Ortiz, a un coronel polaco a mis órdenes, llamado Kopetzky, y a un teniente coronel que se apellida Rodas.

A pesar de la creciente carga emotiva que el presidente ha puesto en sus últimas palabras, Néstor no pierde la serenidad.

—No veo la relación. Eso es como decir que, porque acaban igual, son lo mismo queso, seso, beso y hueso.

Al señor presidente le encocora la respuesta y, en un súbito cambio de humor, replica:

—¡No me venga con sus babosadas! ¿Qué mejor prueba de que su nombre esté ligado al de esos malditos?

—Conozco a Ortiz y a Larios, pero si ellos forman parte de una conjura para matarle a usted, yo soy del todo ajeno a ella y usted carece de pruebas para acusarme de ese delito, señor presidente…

—¡Déjese de plantas y llámeme Rufino!

—Señor presidente, llevo cinco años dedicado a mis cosas. Estoy totalmente apartado de la política, usted lo sabe. Nada tengo que ver en este lío. Sólo pretendía ayudar a un amigo en problemas. Pero si quiere utilizarme como chivo expiatorio, le va a costar probarlo. A usted, quiero decir, porque a sus hombres les resultaría muy fácil. Sólo tienen que entrar en mi casa, traerle mi cuchillo de monte, un garrafón de jerez y unos gramos de morfina.

—No se pase de listo, licenciado.

—Me costaría mucho, señor presidente. Conozco mis limitaciones y respeto sus poderes. Pero le repito: a Ortiz le conocí ayer y con Larios no me trato. Del primero no podría poner la mano en el fuego, pero, respecto del segundo, pensé que podría interceder por él, averiguar cómo está, qué le sucede.

El presidente pasa ante Espinosa sin mirarlo y se dirige rápidamente a la puerta.

—¡Yo le voy a decir qué le sucede! —dice sin volver el rostro.

Abre la puerta de un tirón y grita:

—¡Fulgencio!

—No está, señor presidente —dice uno de los dos centinelas que cuidan la entrada—. Tuvo que ir un momento al palacio.

—¡Siempre lo mismo, la gente nunca está cuando se la necesita! ¿Y tú? Sí, tú, quién va a ser. ¿Cómo te llamas?

—Eclesiástico, señor presidente.

—¿Cómo que Eclesiástico? Será Escolástico.

El centinela deja escapar una sonrisa humillada, pero insiste en su identidad.

—No, señor presidente. Es Eclesiástico. Soy huérfano de padre y madre y el cura que me recogió me dio ese nombre.

—Nombrecito… —murmura el mandatario—. Muy bien, Eclesiástico, se va ahorita a la Comandancia hecho pistola y le dice al general Cuevas que llego ahí en el término de la distancia. Que tenga a los prisioneros listos. El ya sabe a quiénes me refiero. ¡Vamos, vamos, qué espera! ¡Y usted —le ordena a Néstor—, venga conmigo!

Salen de la Casa Presidencial, seguidos por cuatro escoltas, y cruzan la calle de Mercaderes. Advertidos por Eclesiástico, el general Cuevas y Sixto Pérez esperan al mandatario a la puerta del cuartelillo situado a espaldas de la Comandancia de Armas, y minutos después el grupo enfila el oscuro y estrecho pasillo que conduce a los calabozos.

El pasadizo desemboca en un patio cubierto al que se abren media docena de puertas. Los carceleros han sacado de las celdas a dos hombres que apenas pueden sostenerse en pie. Uno de ellos, Joaquín Larios, yace desplomado en el suelo.

Néstor acude en su auxilio. Hinca una rodilla en tierra y le alza por los hombros. El rostro de Joaquín es una llaga. Sus labios tienen un color cetrino, sus tobillos y espinillas están cruzados de laceraciones, sus párpados tienen un aspecto pulposo y, por los dislocados movimientos de su cabeza, da la impresión de que no puede ver. Erráticos temblores estremecen su cuerpo y los amoratados pulgares de las manos hacen suponer que ha sido colgado de ellos.

—¿Reconoce a este hombre? —pregunta con impaciencia el presidente.

Sin apartar la mirada del despojo humano que tiene ante sí, Néstor Espinosa murmura:

—Sí, es Joaquín Larios.

—¿Y a este otro?

Néstor se vuelve a la figura que, de rodillas, las palmas de la mano en el suelo y la cabeza hundida entre ambos brazos, respira con dificultad.

Un sayón le coloca una vara bajo el mentón y le alza el rostro.

Néstor cierra los ojos en un gesto de aflicción. Se trata de Leocadio Ortiz a quien, por lo visto, han vuelto a detener. La mirada que el ex militar le dirige a Néstor no parece la de un hombre vivo.

—También le conozco. Es Leocadio Ortiz.

El señor presidente se engalla.

—Usted me preguntó qué sucede con ellos, licenciado.

Y la respuesta es sencilla. Estos dos caballeros han confesado que usted es su cómplice en la conjura para matarme.

—Eso no es verdad, no puede ser verdad.

—¡Cierre la boca, insolente! —le grita el general Cuevas.

El mandatario da un empujón a Néstor y lo introduce en uno de los calabozos.

—¡Déme una buena razón para no fusilarlo! —grita el presidente hecho una furia—. ¡Dígame que no es su compinche! ¡Dígamelo a la cara, de hombre a hombre!

Néstor Espinosa no puede distinguir las facciones de Rufino, ahora una silueta oscura recortada en el vano de la puerta. Sólo percibe sus movimientos y escucha su respiración. Ambos son de estatura y complexión parecidas, pero la voz airada, los jadeos y la sombra del presidente le causan un efecto parecido al de estar frente al mismísimo motzoc y su juicio titubea. Sabe que en lugares como éste, el cerebro humano deja de funcionar con normalidad. Y piensa que, por encima de todo, debe mantener la sangre fría ante el monstruo que le acecha desde lo oscuro. No tiene frente a sí a Rufino, ni siquiera al señor presidente, sino a un ser con los sentimientos exasperados. Llevarle la contraria ahora, como ha hecho otras veces, podría ser peligroso: la fiera está herida y puede matar en el siguiente embiste. Necesita enviarle un mensaje capaz de aplacar momentáneamente su ira. Recuerda entonces la actitud de Córdova, su frialdad, su gesto impasible cuando le detuvo. Y en ese tono decide dirigirse al presidente.

—Veo que está muy enfadado y créame que le comprendo —empieza a decir en tono cortés.

—¡Usted no puede saber cómo me siento, así que déjese de pajas y responda a mi pregunta! ¿Es usted o no compinche de estos dos asesinos?

—Le responderé enseguida, pero nada de lo que yo pueda explicarle tendría sentido si antes… ¿se acuerda usted del piojoso?

Ha sido una iluminación, una ocurrencia. Mencionar al delator es el único salvavidas que se le ha venido a las mientes mientras encuentra una salida al asedio. Y si bien es verdad que la historia del piojoso no tiene ninguna relación con lo que Rufino quiere averiguar, la pregunta le ha desconcertado. Lo adivina por su silencio y porque ha ladeado la cabeza, como quien observa una pintura cuya geometría y contenido no alcanzara a entender. Su enojo parece haber sido atrapado por los encantos de la curiosidad y, si no otra cosa, el gesto sugiere que está dispuesto a escucharle.

—Siempre se refería usted a él como el piojoso, ¿recuerda? Fue el tipo que nos delató en Villahermosa, en Chiapas y más tarde en Tacaná y en Retalhuleu. Se infiltró en el Estado Mayor del general García Granados y allí tuvo acceso a la información sobre las armas. Sabía la fecha de llegada de Nueva Orleans, cuánto habían costado, cuál iba a ser nuestra ruta. Tenía contactos con mensajeros de Cerna en México e informaba al Gobierno desde la frontera.

Néstor se interrumpe unos momentos. No sabe si ha logrado desviar la ira hacia el cuije, pero, de momento, Rufino escucha. Su silencio es señal de que está interesado en la historia y Néstor aprovecha ese cambio de ánimo para intentar evadir la oscuridad de la bartolina que no le permite, entre otras cosas, el contacto de la mirada y la gestualidad imprescindible para ser más persuasivo.

—¿No cree que estaríamos mejor afuera?

—¡Déjese de tonterías y siga!

—Fue el piojoso quien intentó comprarnos las armas en Frontera a Chico Andreu y a mí, utilizando como intermediario a Tom van Tolosa. Era más barato comprarlas que combatir contra ellas. El holandés lo intentó de nuevo en Villahermosa, pero al ver que resistíamos el canto de sirenas, puso en marcha el plan que le había ordenado el piojoso: robarnos los rifles y matarnos. Compró a algún remero o al dueño de los lanchones para que le dijeran nuestra ruta por el río y contrató una banda de salteadores. Allí acabaron los días de Tom y no pudimos averiguar quién era el traidor porque usted lo remató en las cercanías de Teapa. El gobierno de Cerna intenta entonces que sea el Gobierno mexicano el que se quede con las armas. Y el piojoso viene e informa al gobernador de Chiapas que una banda de contrabandistas intenta vender rifles a los indios que se habían sublevado el año antes en San Juan Chamula, muchos de los cuales deambulaban dispersos por Los Altos. Y el gobernador, que no había sofocado del todo la rebelión, nos manda a detener aquella noche cerca de San Cristóbal Las Casas… Aún me duele cuando me río.

Néstor hace una pausa en espera de que la broma haya hecho efecto o, cuando menos, haya provocado alguna reacción amistosa. Pero Rufino es un hombre tozudo y difícil de convencer, y su silueta continúa inmóvil, recortada contra el débil reverbero de luz que llega del otro lado de la puerta.

—El piojoso informa al Gobierno de la emboscada que habíamos preparado en Tacaná a la tropa de Búrbano, y más tarde al corregidor y al alcalde de Retalhuleu, de que nos proponíamos tomar la villa. Y usted sospecha entonces, como yo, como todos, que un traidor había dado el soplo. La revolución no terminó ese día de milagro. Nos salvamos gracias a su pericia y a que convenció al general de que cambiara el rumbo de la marcha hacia La Antigua, y el Altiplano, a fin de reclutar más gente. Y el alacrán que teníamos en la camisa ya no pudo inyectar más veneno ni comunicarse con Cerna.

La sombra continuaba inmóvil y su respiración era más calmada. Quizás estaba sorprendida por las palabras de Néstor y eso había desviado su obsesión por obligarle a confesar que formaba parte de una conspiración contra él.

—Pues bien, señor presidente, creo saber quién es el piojoso y cómo encontrarlo.

La voz de Rufino suena otra vez calmada y socarrona.

—Cree, luego no está seguro.

—No, no estoy seguro.

—Y quiere que yo le crea.

—Sí.

—Pruébelo y le creeré.

—No puedo probarlo. La única persona que puede hacerlo, el único testigo que podría identificar físicamente al «delator» está ahí fuera de rodillas. Se llama Leocadio Ortiz. Ésa es la razón de que fuera a hablar con él. El piojoso me debe cosas: un exilio que no deseaba, la muerte de un amigo y haber perdido el rumbo de mi vida. Y Ortiz tenía una pista para averiguar quién es.

Néstor ha ido improvisando su historia de la misma forma que lo había hecho años atrás en la oficina de Maghnus Dougall, mezclando emociones con verdades a medias, pero dando en todo momento la impresión de coherencia.

Pero Rufino no es Maghnus Dougall ni, al parecer, Néstor ha sido muy convincente.

—Me quiere babosear para salvar el pellejo y el de esos dos hijos de tantas que están ahí fuera —dice, volviéndose a encender—. Si no puede probar quién fue el traidor, todo lo que me ha contado es un cuento chino.

—Usted me conoce. No sería capaz de mentirle.

—¡Ja! Le creo capaz de eso y más. Pues menudo comediante es usted. Pero aunque fuese verdad lo que me ha contado, ¿qué me puede importar un traidor a estas alturas? Hubo tantos en nuestras filas como en las de ellos, gente que desertó para volverse a sus casas o que, después de jurar lealtad al ejército libertador, se pasó a las filas del Gobierno. La traición es la rueda de la historia, licenciado, ¿a que no sabía eso?

La frase es de Saint-Just, pero Rufino la ha hecho suya y al parecer no le molesta admitir el sórdido mensaje que lleva implícito, salvo cuando la traición es contra él.

—Todo eso es agua pasada. No me interesa. Lo que cuenta es el presente. Y el presente es que usted no puede darme una explicación de por qué su nombre está vinculado al Rosario Negro y a esos dos que están ahí fuera.

—Se equivoca —dice Néstor—. El presente es ese traidor que ahora trabaja para Córdova y a quien ha proporcionado información falsa.

Rufino retrocede los dos pasos que le separan de la puerta de la celda y la voz de Néstor desfallece.

—Le solicité audiencia de buena fe, para ayudar a un amigo, pero veo que no quiere escucharme. En tal caso, déjeme pedirle algo que jamás hubiese pedido para mí.

—No está en posición de pedirme nada, licenciado —rezonga la sombra desde la puerta.

—Tiene una deuda conmigo.

—¿Y qué puedo yo deberle a usted?

—Una vida.

Rufino guarda silencio. Su memoria ha debido de articular el recuerdo de Retalhuleu y, cuando después de una larga pausa, vuelve a dirigirse a Néstor, su tono es más desabrido.

—¿Y qué es lo que quiere a cambio?

—La vida de Joaquín Larios.

Rufino suelta una carcajada.

—¡Le creía a usted más listo! Mi deuda es con usted, no con ese delincuente. Usted salvó mi vida. En cambio, Larios me la quería quitar. No mezcle el sebo con la manteca, lie. Esa deuda no puede ser endosada.

Néstor concluye que hablar con Rufino es como cruzar la madera con el acero: siempre saltan astillas o acaba uno con el arma rota. Y una aguda ansiedad le sobreviene cuando ve que la sombra del presidente desaparece de la puerta. Oye pasos en el corredor, algunos susurros, luego una orden ininteligible y, de nuevo, pasos de alguien que regresa al calabozo.

En el vano de la celda han aparecido dos hombres con el torso desnudo. Entre ambos toman a Néstor por los brazos y lo arrastran fuera de la bartolina. Allí repara que, de los tendales de pino cepillado que cubren el patio, penden dos redes de maguey y que en una esquina hay dos soldados con sendos tambores.

Uno de los sayones hinca la punta de la vara en las costillas de Néstor, para que se mueva en dirección a las redes, mientras otro ordena a un compañero que baje una de ellas al piso. Pero Néstor se resiste a caminar. El hombre que ha bajado la red de la viga se abalanza sobre él, lo toma por los cabellos y durante breves instantes sólo se escuchan en el patio los apagados gemidos de los esbirros para arrastrarlo a la red y los de Néstor para evitar ser ensacado en ella.

Los golpes le llueven sobre la espalda y las piernas hasta que, vencido por el dolor, se deja introducir en la malla que sostienen otros dos verdugos. Un brusco tirón le atrapa en la urdimbre de maguey y un par de jalones más le dejan colgando a metro y medio del suelo.

Su posición es cercana a la de un feto en el vientre de su madre. Tiene los brazos inmovilizados, a causa del peso del cuerpo, un pedazo de la soga le cruza la cara y su rodilla derecha le presiona el tórax y le dificulta la respiración. El más pequeño movimiento para acomodarse sólo se traduce en un nuevo dolor. Sus articulaciones crujen y no puede hacer palanca en nada sólido.

Advierte entonces que los sayones se han colocado a ambos lados de la red, con sendas varas de membrillo en las manos, justo cuando los timbaleros inician un poderoso redoble que tiene como propósito impedir que los gritos de los torturados se oigan en la calle.

Uno de los palos silba en el aire y cae sobre la espalda de Néstor quien exhala un aullido de dolor. La saliva se le espesa y su respiración se vuelve angustiosa, pero antes de que pueda retomar el aliento, un nuevo verdascazo en Lis rodillas le hace exhalar otro grito y un tercero le lacera los nudillos de las manos con las que se aferra a la red. Hace un esfuerzo para girar y acomodarse. Pretende evitar que el siguiente azote no caiga en el mismo lugar, pero los golpes le empiezan a caer como granizo y, finalmente, se resigna a recibir inmóvil los hirientes estallidos de las varas.

De manera sorpresiva, empero, los palos y los redobles se detienen. Néstor entreabre los ojos y descubre que Rufino ha regresado al patio. Su mano izquierda hace una seña a los sayones y éstos proceden a bajar la red al suelo.

Néstor se pone en pie con dificultad. La súbita circulación le produce una reacción inesperada. El dolor, concentrado hasta ese momento en brazos y piernas, corre ahora enloquecido de un lado a otro del cuerpo y le hiere aquí y allá como un diluvio de agujas. Doblado sobre sí, temeroso de no poder andar o de perder el equilibrio si lo hace, deja que el ardor se acomode y pierda fuerza.

—Podría fusilarlo, licenciado —le dice el presidente—. Podría ponerle contra la fuente de la plaza, como voy a hacer con los que pretendieron matarme, y dejar que le reventaran ahí los sesos.

El presidente lleva un habano entre los dedos y habla con la displicencia de quien disfruta una sobremesa con amigos.

—Pero no lo haré. Le perdono la vida, licenciado. Deuda saldada. Estamos en paz. Ahora, váyase de aquí. ¡Váyase antes de que me arrepienta!

Néstor Espinosa se yergue con la mayor dignidad que le es posible y, sin mirar a Rufino, abandona trastabillando el patio de torturas. Endereza sus pasos con alguna sensación de alivio, pero sin dejar de sentir a sus espaldas las miradas burlonas y el peso del ultraje. Se siente como una escupidera repleta de babas y no puede desprenderse de ese asco.

Creía conocer a Rufino. Incluso alguna vez llegó a pensar que, cuando hablaba con él, se constituía en su conciencia. Qué ridículo se siente ahora. Y qué estúpido. Conmover la conciencia de este hombre es como pretender que el agua se encienda.

Cuando sale del cuartelillo, una inquietante sensación de irrealidad le envuelve. El cambio de la celda al aire fresco es tan brusco que por instantes le cuesta identificar el lugar donde se halla. No sabe si es el limbo de los justos, donde moran los inocentes y los que nunca se enteran de lo que sucede en el mundo, o el de los que sufren la pena de daño, ese dolor real, aunque no físico, mayor del que uno se merece y propio de quienes se desesperan por no alcanzar nunca lo soñado.

Se alza las solapas de la levita y apresura el paso en dirección a su casa, pero el recuerdo de Joaquín Larios, sus llagas y sus heridas, le provoca dos secas y violentas arcadas que le obligan a detenerse en la esquina del Portal del Señor.

Cuando se repone, observa que la banda marcial se ha formado frente a palacio. Poco después, la Plaza de Armas se estremece con el toque de retreta, la orden de quietud y de silencio que envolverá a la ciudad hasta la aurora. Y Néstor discurre entonces que, en los últimos años, su vida no ha sido más que eso: un tiempo de silencio y retirada, de aquiescencia inútil, de vida trivial sin poso ni esencia.

Llega a su casa dolorido. Los golpes le arden más ahora y no se atreve a desvestirse. Tampoco toca la cena frugal que le ha preparado Josefa. Su estómago sólo puede soportar un par de sorbos de agua y sospecha que el dolor no le dejará dormir. No podría hacerlo después del trance que ha vivido ni menos aún soportar una nueva visita de sus muertos. No son ellos, además, quienes le desvelan hoy, sino los vivos. Así que empieza a caminar en torno al patio, acompasado por el trac-trac del viejo reloj de pared que llega hasta él desde el comedor.

Al cabo de dos o tres vueltas, una ardiente, indignada tentación comienza a devorarle el cerebro, un espejismo, un plan disparatado al que la fantasía enriquece, seguramente desbordada por la cólera que le abruma. Es como si la racionalidad, no habiendo sabido darle una respuesta para salvar a Joaquín, cediera su puesto a la imaginación, esa hechicera que se mueve a saltos y no tiene la consistencia de la lógica. Néstor la sujeta por los pelos y no la deja escapar. Algo se le ocurre ahora; algo, momentos después, y nada en los siguientes minutos, para luego de una pausa, detenido y distraído contemplando el cielo y la noche, verse atrapado por otra ocurrencia. Se ríe. Entra a la casa. Se sirve una copa de anisado y vuelve al corredor, a dar vueltas, sintiendo a cada paso el vértigo anticipado de quien se arroja al abismo creyendo que, en algún momento de la caída, le van a brotar las alas, pero sin tener la seguridad de que tal cosa suceda. La imaginación es también memoria, pues las cosas no suelen ser como en realidad han sido, sino como las recordamos. Y lo que recuerda ahora Néstor es el rostro de Rufino, sus ademanes, su voz, su corte de pelo, sus manos a la espalda, su vestimenta. En su cerebro y sus oídos se produce entonces un fenómeno curioso. La memoria y la imaginación asociadas quizás al anisado de Mallorca, o acaso al dolor y a la vergüenza por la humillación sufrida, le han inspirado una maquinación audaz. Y con ella han venido también unas notas musicales que no había articulado hasta ahora. Son cuatro y se corresponden con el aleluya de Beethoven, el que escuchó en Nueva York, en el Spring Garden Theater, el día que descubrió que sacrificarse por los demás no causa dolor, sino júbilo, y que la mayor virtud del que salva no es pensar en sí mismo, sino en aquellos a quienes desea hacer felices. El pesar de los sueños no realizados, se dice entonces, no es el peor de los pesares; lo es el de las cosas que no hicimos o el de las injusticias que se cometieron ante nuestros ojos sin haber hecho nada por evitarlas. Y esa idea estimula y hace bailar con más brío su imaginación, la cual le muestra ahora el artificio completo, el fantástico simulacro que ha ido alzando ante él piedra a piedra. Todo cuanto tiene que hacer es decorarlo con lo que ha aprendido de la vida, del amor y de la muerte. Y también de los perversos, los canallas, los mentirosos, los sabios, los picaros, los hombres de bien y los actores.