6. El esbirro

Viernes, 2 de noviembre de 1877,

8.35 p.m.

La Plaza de la Victoria no es precisamente un solar glorioso. Tampoco un ágora para filosofar o erigir un monolito o una estatua. Debe su nombre a un importante triunfo del gobierno conservador, pero el ayuntamiento no ha mostrado nunca mayor interés en su decoro. Debido a la creciente influencia francesa en la ciudad, los liberales quieren rebautizarla con el nombre de Plaza de la Concordia, pero de momento sigue siendo un basurero oculto tras el zacate y las cañas. Los más desaprensivos la tienen por mingitorio y defecatorio públicos y, llegada la noche, el lugar se vuelve repelente y siniestro.

Fernando Córdova, inquisidor y esbirro del señor presidente, ordena a sus escoltas esperarle en el atrio de San Francisco, en tanto él se dirige a la cita que tiene en la mal llamada plaza con un oreja de espejuelos oscuros y cubierto con un sobretodo que le recuerda al perrero de la catedral, un sacristán mal encarado cuya misión consiste en espantar con una vara a los chuchos que pretenden invadir el templo.

El soplón no se deja ver en forma asidua. Toma muchas precauciones y tiende cortinas de humo en torno a su identidad. Cuando tiene alguna información que vender, envía a Córdova un mensaje con un niño, indicándole el lugar y la hora. Allí le da la información, cobra y no lo vuelve a ver durante un tiempo. Y cuando es Córdova quien lo necesita, éste cuelga a la puerta de su casa una bandera nacional. El esbirro del mandatario, hombre conocedor de su oficio, sabe que la policía no es tan inteligente como pudiera parecer y que la información que maneja no se debe tanto a su capacidad para investigar como a los soplos que por interés, rencor o plata les llevan. Y ése es el caso de este individuo disfrazado de pordiosero cuya capacidad para la intriga y la sugerencia es incluso mayor que para la pesquisa.

Con todo, Fernando Córdova está hoy que se sube por las paredes. El cuije le ha hecho de chivo los tamales. De las personas que, según el soplón, habían instigado la conjura contra el presidente ninguna tiene visos de ser un conspirador y Córdova lo ha pagado con varios fustazos del mandatario. Y para colmo le cita en uno de los lugares más repulsivos de la ciudad.

—No le pego un tiro aquí mismo, porque soy persona devota —le espeta de entrada, en cuanto localiza al oreja—. ¿Qué basura de información me dio usted? ¿De dónde sacó esos nombres?

El oscuro personaje no contesta y Córdova tiene la inquietante sensación, una vez más, de estar jugándose el pellejo. El soplón lleva siempre las manos en los bolsillos, donde acaso oculte un revólver o una daga, y toma todo género de precauciones para que no le esperen ni le sigan. Está atento a cuanto sucede a su alrededor, a cualquier movimiento, a cualquier ruido. Y aunque el esbirro del presidente está habituado a estos juegos, no puede dejar de sentir una ominosa aprensión cada vez que se cruza con tan torvo sujeto en lugares como éste y a estas horas.

—De la mejor fuente posible, ¿de dónde la voy a sacar? —dice el otro, en voz baja—. De los círculos más escogidos del conservadurismo, de los liberales inconformes, de la gente que pagó a los militares para que mataran al presidente.

—Se sacó esos nombres de la manga, cabrón, y me hizo quedar mal ante mis jefes.

—Usted me ofende, señor.

—¡Y usted ha puesto en peligro mi vida!

—¿Y qué me dice de Leocadio Ortiz? ¿Cómo es posible que haya dejado en libertad a ese hijo de su madre? No fue eso lo que pactamos.

—¿Para eso me ha citado esta noche? ¿Para reclamarme la liberación de Ortiz?

—Justamente.

—A Leocadio le dimos cien palos en una noche y no dijo esta boca es mía. Lo mismo ha ocurrido con los otros. Y nadie aguanta cien palos sin cantar. Nadie. No digamos cuatrocientos.

—Se lo dije, señor. Hay entre ellos un pacto de sangre y morirán antes de decir una palabra.

Córdova observa al soplón, sus espejuelos oscuros, su sombrero hasta las cejas, y le dan ganas de arrojarse sobre él y patearlo.

—Necesito más pruebas, más nombres —dice, conteniéndose.

—Cuántos.

—Quince o veinte. Y nombres que sean sonados. Gente que se opone al Gobierno o que se sepa que habla mal del presidente.

—Usted debe de creer que esto de dar nombres es como recortar muñequitos de papel.

—¡Mire con quién está hablando y no me caliente los cascos! Tiene hasta el domingo. ¡Quince nombres! ¡Ni uno menos!

—Máteme si quiere, ahora y aquí. Pero eso que me pide es imposible. Si quiere credibilidad, necesito tiempo.

—¡El domingo, le digo!

—Tendrá que ser el martes. Tómelo o déjelo.

—No sea estúpido —ríe el esbirro con sorna—. Usted no puede imponer condiciones.

El soplón ignora el comentario.

—Tiene que detener a Leocadio Ortiz otra vez.

—No me pida imposibles. El general Cuevas le protege.

—Entonces no hay trato.

—¿Cómo que no hay trato, desgraciado?

Córdova ha sacado un revólver y se lo ha colocado al oreja en el entrecejo, pero éste no se inmuta.

—Le puedo dar una lista de gente desafecta al Gobierno, gente que ustedes conocen, nada nuevo, pero ninguno de ellos es un conspirador y nadie le creerá a usted ni al señor presidente —dice con frialdad.

—¡Usted consígame los nombres y deje que yo me encargue del resto!

El oreja exhala un largo suspiro.

—Haré lo que pueda, pero no le prometo nada.

—¿Cómo que no me promete nada? ¡Usted me trae el domingo la lista o su vida termina en un barranco, con los brazos por un lado y los pies por otro!

—El martes —replica, firme, el oreja.

Córdova resopla, airado. No puede con este tipo, pero también es poco lo que puede hacer sin él. La dictadura ha roto toda comunicación con los conservadores y cuesta muchísimo obtener información del enemigo. A diferencia de los demás soplones, éste sabe de lo que habla y maneja como pocos un oficio al que no se le da la importancia debida. ¿Por qué nadie en el Gobierno entiende que la inteligencia política es una actividad esencial a la que se debería asignar más presupuesto y más hombres, para no depender de personajes como éste?

El esbirro baja el arma y la enfunda.

—Es la última vez, se lo advierto —dice en tono amenazador—. Otra metida de pata, un error más, y le juro que lo paga con la vida.

—No se preocupe —dice el oreja, en tono conciliador—. Tendrá su lista el martes.

—¡Y ni un hojalatero más, ni un cafetalero ni un tendero! ¿Está claro?

—Está claro, señor, no se preocupe.

—¡Y no vuelva a citarme en este sitio de porquería!

Sábado 3 de noviembre de 1877

Son las once de la mañana. El mesón de San Agustín, un lugar oscuro cargado de humo y amueblado con mesas de mármol, está repleto de gente. El piso ha sido espolvoreado con aserrín y hay un fuerte olor a limón y a chicharrones.

Néstor Espinosa busca con la mirada a sus amigos, se incorpora a algunos corros, habla, inquiere. Está preocupado. No ha recibido respuesta a su carta dirigida al presidente ni hay novedad alguna sobre la suerte de los detenidos en la Comandancia de Armas. Todo son suposiciones, y bolas.

Pasadas las doce, se dirige a la vieja casa familiar, donde ahora vive su hermana. Almuerza con ella y con su esposo, juega un rato con los sobrinos y, luego de una distendida sobremesa, dormita una hora en la hamaca del corredor.

Regresa a su casa después de las cinco. El frío ha llegado al valle. El viento azota las ramas de los árboles que sobresalen por encima de los patios y arroja a las calles una llovizna de hojas secas, briznas de pino y palitroques. Por el cielo deambula una cohorte de esperpentos grises y los cerros de poniente se acicalan con un halo carmesí.

Llega a su casa, toca el portón, pero nadie responde. Espera un tiempo prudencial y sacude la aldaba con más fuerza. El resultado es el mismo. Va a hacerlo por tercera vez, cuando aparece su ama de llaves. Sus ojos, muy irritados, evidencian el paso de las lágrimas.

Néstor Espinosa se pone lívido.

—¿Qué le ha ocurrido, Josefa? ¿Qué sucede?

Josefa no llega a responder. Un hombre de negra levita y bombín negro aparece tras ella y la hace a un lado con brusquedad.

—¿El licenciado Espinosa? —pregunta.

Néstor no conoce al personaje, pero sí puede identificar a quienes le acompañan: cuatro soldados de la Guardia de Honor.

—Soy Fernando Córdova… —empieza a decir.

—¡Y yo la Bella Durmiente! —le interrumpe Néstor—. ¿Qué está haciendo en mi casa? ¿Y qué le ha hecho a esta mujer?

Córdova no responde. Su rostro tampoco se altera. Se limita a enderezar el cuerpo y en esa posición permanece unos segundos, muy callado, tiempo con el que, aparentemente, pretende que Néstor tome conciencia de la situación en que se halla.

Pero Néstor Espinosa no da muestras de entender.

—¡Haga el favor de salir de mi casa, ahora mismo!

—Con mucho gusto me iré, pero usted se viene conmigo, licenciado —responde Córdova, muy sereno.

—¿Quién, yo? ¿Por qué motivo? ¿Tiene acaso la orden de un juez?

Córdova sonríe.

—No sea ingenuo. Haga lo que le digo y no me obligue a usar la fuerza.

—Dígame al menos de qué se trata y a dónde me lleva.

—Es sólo una formalidad.

—No le creo. Para eso no necesita venir con cuatro hombres armados.

Del estupor inicial, Néstor ha ido dando paso a la preocupación. Teme ser víctima de alguna sórdida maniobra, aunque no se explica de quién, e insiste ante la estatua vestida de levita y sombrero.

—Usted se ha equivocado de persona.

—No, licenciado. Sabemos muy bien quién es usted.

Néstor, quien ha permanecido en el umbral del portón, da un paso atrás. Córdova hace una seña y los soldados amartillan sus Winchester de repetición.

—Por favor, licenciado, no sea necio.

El sonido metálico de los mecanismos ha paralizado a Néstor. Podría echar a correr, calle abajo, pero no pasaría de la esquina. Por lo que ha podido percibir, el enlutado personaje no tendría ningún empacho en dar orden de disparar. De otro lado, se ha dado cuenta de que no puede convencerle. Tendrá que confiar en su oficio para resolver la situación y, resignado, permite que dos de los hombres le aten los codos a la espalda al tiempo que, adusto e inexpresivo, y sin alzar un ápice el tono de voz que ha usado hasta este momento, Fernando Córdova recita:

—Queda usted arrestado por conspirar contra la vida del señor presidente de la República, la de su esposa y sus hijos.