5. La taltuza

Viernes, 2 de noviembre de 1877,

Día de Difuntos

Néstor Espinosa toma un pliego de papel color marfil y redacta la solicitud con rápidos trazos. Es una carta sencilla, formularia, sin los recargamientos al uso ni la empalagosa cascada de elogios con que se suele pedir audiencia al presidente. Su nombre bastará para llamar la atención de Rufino. Le ha costado convencerse de que debe interceder ante el mandatario, pero, al fin, ha dispuesto hacerlo. No por Joaquín, sino por Clara, como le había dicho Elena Castellanos. Esa inteligente mujer lo había notado. Aún ama a Clara Valdés, su fantasma, su amor inacabado, su herida abierta.

A punto de firmar la carta, tocan a la puerta del despacho. Dice sí alzando al voz y el rostro solícito del pasante asoma para preguntar:

—¿Puedo irme, licenciado?

—Un minuto, Galisteo —responde sin levantar la vista del papel.

Rubrica el documento, espolvorea arenilla encima, lo dobla, lo mete en un sobre y se lo entrega a su asistente.

—Me hace el favor de entregarlo en Casa Presidencial.

—Claro, licenciado. ¿Alguna otra cosa?

—Tómese la tarde libre. Nos vemos el lunes, Galisteo.

Poco antes de que en el reloj de la catedral suenen las doce, Néstor abandona el bufete. Toma la calle Mercaderes y sube hacia la Plaza de Armas. Es un día tranquilo y sin apuros. Por el centro de la calle se mueven carretas de bueyes con toneles de madera y costales de brin. Mulas y caballos llevan a la grupa fardos de azúcar y sal e indios de largos cabellos y calzón a la rodilla portan en sus hombros redes con ollas, verduras, mazorcas de maíz, carbón.

Pasa ante el Mercado Nuevo y, antes de llegar a la Plaza de Armas, gira a su izquierda y toma la calle del Comercio. En el número 8 hay un letrero que reza: E. Ascoli & Co., Establecido en 1870. A un lado, otro rótulo más pequeño anuncia: Grande y variado surtido de mercaderías e hilos, telas de algodón, lino, seda y lana. Y más abajo, un texto en letra menuda advierte que la firma tiene casa propia en Manchester.

Néstor se vuelve a la acera opuesta. Detenida en el vano que separa dos escaparates de un almacén de cuchillería, cubiertos y agujas para tejer hay una mujer de unos veintitantos años y aspecto de mengala, si bien no peina largas trenzas ni trae refajo blanco ni usa blusa de colores. Lleva el cabello recogido en un sombrero de casquete y luce un vestido azul oscuro salpicado con diminutas flores blancas que le baja del cuello a los pies. Néstor cree percibir en la joven un amago de familiaridad. La carta anónima le advertía que la persona con quien había de encontrarse era de su conocimiento, pero tiene dudas de que pueda ser esta mujer, pues su rostro le resulta extraño. No obstante, cruza la calle y, cuando llega a la altura de la joven, ésta le dice con voz afable:

—Buenos días, don Néstor.

El respetuoso saludo es el de una persona más modesta de lo que revela el atavío. Néstor lo atribuye al carisma de la joven. La mezcla de sangres ha dibujado en sil rostro una belleza perturbadora. Pero es el hecho de ir vestida a la francesa, junto con el marcado exotismo de sus facciones, ojos grandes, ligeramente rasgados, nariz pequeña, pómulos altos, piel atezada y labios prominentes, lo que llama su atención. Su memoria quiere identificar en la voluptuosidad que la joven despliega una reminiscencia lejana que trata infructuosamente de fijar en algún lugar y algún tiempo. Hasta que, al fin, una sonrisa cómplice de la muchacha le retrotrae la imagen de la adolescente que servía a la mesa de su casa y con la que cruzaba de vez en cuando la misma mueca de picardía jovial que ella sostiene en sus ojos.

—¿Cata? ¿Eres tú, Catalina?

La joven asiente, acentuando la sonrisa de sus labios, en tanto él, incapaz de reprimir la alegría y la sorpresa, exclama:

—¡No puedo creerlo! ¡Dios mío, qué linda y qué cambiada estás!

En nueve años, la mengala de caderas rectilíneas, hombros caídos y pechos apenas insinuados se ha convertido en una señora. Sus manos cuidadas lo dicen, al igual que la peineta, los pendientes de coral y los zapatos de hebilla plateada. Catalina ha dado un visible salto social, sin duda, y es posible que su tentador atractivo haya sido en buena parte responsable.

Néstor habla y ríe a la vez, pero ella no parece estar por la conversación. Sus ojos se mueven inquietos a un lado y otro de la calle.

—Disculpe, don Néstor —le dice, interrumpiendo la cháchara—. No podemos hablar aquí. Es peligroso. Iré delante de usted. Sígame a una distancia prudente y, cuando me vea entrar a una herrería que se llama La Fragua, pase por el taller sin detenerse y entre en la vivienda.

Y esto dicho, Catalina le da la espalda y echa a andar en dirección Sur. Néstor la sigue por la acera contraria, sugestionado aún por el encuentro, pero a la vez intrigado por el misterio que le ha llevado hasta la joven.

Unas cuadras adelante, el trajín comercial disminuye y la ciudad vuelve a adquirir la atmósfera callada y provinciana que le es tan peculiar. Catalina pasa ante casas silenciosas, alguna sastrería, pensiones de medio pelo, una modesta fábrica de chocolates y uno que otro estanquillo de aguardiente. Las viviendas están más descuidadas y en el centro de las calles asoma la lechuguilla, esa mala yerba que se nutre de aguas inmundas.

La joven camina a buen paso, sin darse respiro ni mirar atrás. Al llegar al callejón del Carrocero, dobla la esquina y, media cuadra adelante, se adentra en un corralón donde, bajo un cobertizo de teja, media docena de hombres atizan una fragua, tunden rejas y balcones, los pintan de negro y los apilan al sol.

La joven cruza el taller y pasa bajo un arco de mampostería más allá del cual se alza una vivienda de fachada encalada. Allí espera a Néstor Espinosa y, con un gesto, le invita a entrar.

Atraviesan un pequeño vestíbulo y siguen por un corredor hasta alcanzar un patio trasero donde, bajo la sombra de un frondoso guachipilín, hay un hombre de torso desnudo, sentado en un taburete. Cuando Néstor se acerca, repara que tiene los hombros y el pecho enrojecidos por lo que parecen latigazos que le han abierto la piel.

A su lado, sobre una mesita, hay un par de toallas limpias y una palangana de peltre con agua de color violeta. Atrás del herido, quien tendrá unos cincuenta años, una sirvienta le aplica en la espalda un paño húmedo que moja de vez en cuando en la palangana de la que emana un tenue olor a vinagre de Castilla.

Cuando ve a Catalina y a Néstor, el hombre se endereza a medias con un gesto de dolor, besa en la mejilla a la joven y le extiende la mano al visitante.

—Gracias por venir, licenciado. Dios me lo bendiga. Disculpe que le reciba así, pero no soporto nada en la espalda. Me llamo Leocadio Ortiz, teniente coronel Leocadio Ortiz.

Catalina se ha movido hacia el militar y Néstor observa, al descuido, que en las manos de la joven no hay anillo de casada. Sin duda vive al amparo de este hombre, el enigmático L.O. de la nota y quien se ha vuelto a sentar en el taburete.

—Del ejército perdedor, por supuesto —sonríe el hombre con un rictus cínico—. ¿Quiere tomar algo, licenciado? ¿Agua, limonada? No le ofrezco de este veneno —dice señalando una botella de aguardiente—, pero si lo desea…

—No, gracias, señor.

—Rara vez tomo esta basura, pero es lo único que me alivia un poco los dolores y la vergüenza.

—Entiendo. No se preocupe.

—Uno sabe que envejece cuando deja de odiar y de envidiar, pero yo no soy todavía lo bastante viejo para conformarme. Por eso le envié la nota.

—Pues aquí estoy. Usted dirá.

—Me sacaron de mi casa la noche del jueves, me llevaron al cuartelillo de la Comandancia de Armas y me recetaron cien palos con varas de membrillo. Querían saber de una conspiración contra el presidente. Imagínese, un herrero metido a conspirador. Están enfermos. Tuve suerte, sin embargo. Entre soldados guardamos lealtades que no caducan, sin importar quién esté en el Gobierno.

Y gracias al general Cuevas, viejo amigo mío, me soltaron. Cuevas y yo fuimos compañeros de armas durante el gobierno de Cerna. Él cazaba liberales y yo dirigía los Servicios de Información, o de Inteligencia, como se dice ahora. Pero, al término de la guerra, él se volvió liberal y ahora es un hombre importante en el Gobierno. Yo, en cambio, formé parte del grupo de oficiales que se resistía a entregar el palacio a los liberales. Una delegación del cuerpo diplomático nos convenció de que no lo hiciéramos y desde entonces soy persona sospechosa, a pesar de que sólo me dedico a majar y fundir fierros…

Leocadio Ortiz, quien ha venido haciendo pausas prolongadas, debido a que le cuesta respirar, se ha detenido de repente. Un gesto de dolor le ha dejado mudo y ahora trata de recuperarse, aspirando aire con la boca entreabierta y dejándolo escapar como quien exhala el humo de un cigarro.

—Perdone… me quebraron una costilla. No se puede imaginar lo que es esto.

—Tengo alguna experiencia en costillas rotas. No se preocupe, tómelo con calma.

—Catalina me ha hablado de usted. Dice que es buena persona. Yo le creo, pero soy hombre a quien no le gusta recibir algo a cambio de nada. Por eso, y antes de que usted decida si me echa o no una mano, voy a darle la información que le ofrecí en la nota.

El militar ahoga un incómodo suspiro, se reacomoda en el taburete y prosigue su relato.

—Cuando Cuevas me liberó, le pedí que me dijera quién me había denunciado. Me dijo que un informador de Fernando Córdova.

—Disculpe, ¿quién es Fernando Córdova?

—La sombra del presidente, su informador privado, su espía y su esbirro. Cuevas habló con Córdova y le convenció de que tenía que ser un error, que me conocía bien y que respondía por mí. Alguien debía de haberme denunciado por motivos que nada tenían que ver con el atentado contra el presidente. Cuevas no conocía el nombre del soplón, pero por algunos indicios supe que se trataba de él.

—¿De él? ¿Quién es él?

—El único hombre que desearía hacerme daño, un tipejo que, en el río de la revolución, ha sabido nadar entre dos aguas sin mojarse y todavía lo sigue haciendo. Es un doble agente, como de la edad de usted, a quien conozco desde los días de Cerna y quien, además de darme información muy valiosa sobre los movimientos de los liberales, se había infiltrado en una sociedad secreta llamada La Hermandad del Gorro Frigio. Le suena, ¿verdad?

Néstor no niega ni asiente. Prefiere esperar a que Ortiz señale el camino por el que desea llevar la conversación.

—De todos mis informantes, era el más huidizo —prosigue el ex militar—. Y el más astuto. Yo le llamaba La Taltuza porque me recordaba ese roedor de ojos atrofiados que abre galerías subterráneas, se come las raíces de los cultivos y uno sólo sabe que ha estado ahí cuando descubre el daño. Pero ése era mi trabajo: abrir túneles a escondidas para acechar y escuchar desde ellos. Y La Taltuza era el mejor de mis topos. Poseía una rara habilidad para sonsacar información valiosa que otros, incluidos mis hombres, eran incapaces de obtener. Debía de tener buenas relaciones y dedicaba, supongo, buena parte de su tiempo a husmear vidas ajenas. Pero no era un informador regular. Aparecía de pronto y desaparecía por largos períodos de tiempo. Para que no le delataran sus rutinas, ¿sabe? Nos veíamos de noche y siempre en lugares distintos, por la misma razón.

—¿Sabe su nombre?

—Nunca se lo pregunté. Y no creo que me hubiese dado él verdadero.

—¿Qué aspecto tenía?

—Era un hombre sin mirada. Llevaba unos espejuelos ahumados, de esos que usan los ciegos, y un sombrero de ala ancha hasta las cejas. Vestía un sobretodo largo, parecido a los que llevaban hace años los serenos y los mozos de escalera, lo que le daba un aire a aquellos frailes desaseados y barbudos que, antes de la revolución, iban por las calles metiendo miedo a la gente con los suplicios del infierno. Hablaba muy poco y en voz baja para no delatar su timbre de voz. Nunca enseñaba las manos y, cuando lo hacía, las llevaba ocultas en unos guantes. Tenía aspecto inofensivo, aunque, por algunos comentarios que le escuché, pocos, para serle sincero, me pareció siempre un hombre poco amigable, de carácter amargado y seco.

»Cierto día de marzo de 1869, La Taltuza se acercó al palacio para dejarme un escrito con una información importante, cosa extraña, porque siempre nos veíamos de noche, como le digo. Yo no estaba en el despacho. Había tenido que ir a San Pedro las Huertas a hacer unos mandados. Regreso como a las diez, entro a los soportales de palacio y, mire qué casualidad, por el otro extremo veo venir al oreja, con sus espejuelos ahumados, su sombrero y su capote. Llega antes que yo a los centinelas de la entrada, saca de los pliegues del ropón un sobre y se lo entrega a uno de los centinelas de la puerta. Creo que alcanzó a verme, porque, de pronto, dio media vuelta y se dispuso a desandar con rapidez el camino por el que había llegado. Le di un grito y no le quedó otra que detenerse. Cuando le tuve enfrente, noté que estaba nervioso. Me dijo que había entregado en el cuerpo de guardia una nota con información de suma importancia, pero que debía irse. Yo procuré retenerlo. Era la primera vez que lo veía a la luz del día y tenía curiosidad por examinar a mi animalito de cerca, aunque no pudiera verle los ojos, que son el espejo del alma, y no el rostro, como dicen. Pero él se resistió alegando que tenía una urgencia que atender. Yo insistí y, aparentemente resignado, entró al palacio conmigo. Y una vez en mi despacho, me relató con apremio lo que había escrito en la misiva.

»La gente del partido liberal, me contó, había dispuesto movilizarse esa noche, así como otros grupos opositores al Gobierno, entre ellos el que se reunía en Las Acacias. Sabían que el presidente iba a asistir al teatro y querían organizar allí un bochinche. Lo que no me supo decir fue el motivo de la movilización, pero algo grave se estaba cocinando, cosa que no pude comprobar hasta bien entrada la tarde, cuando me llegó una carta del coronel Búrbano, corregidor de San Marcos, anunciándome que el brigadier don Serapio Cruz había cruzado la frontera con el decidido propósito de derrocar al gobierno de Cerna.

»No quisiera ofenderle, licenciado, pero en aquellos días ustedes no suponían ningún peligro. Los teníamos por gente idealista, de mucha cháchara y poca ópera. La Taltuza llevaba infiltrado en su grupo varios meses y sabíamos de lo que hablaban, que no era nada importante. No al menos para nosotros, pues todo se reducía a idealismos y pajas, dicho sea con perdón.

»Yo tenía un arreglo con mi informador. Mientras sólo se reunieran a despotricar y desahogarse, no haríamos nada contra ustedes. Preferíamos la información a tenerlos encerrados. Y sólo si de las palabras pasaban a las acciones, debía avisarme. Ese era el arreglo. Pero tratándose de un plan orquestado como parecía el de esa noche, no podíamos permitir que en la capital se alzara nadie y que la ridícula invasión de Cruz se convirtiera en un motín urbano y éste, a su vez, en un alzamiento. Ya sabe usted lo contagiosos que son a veces estos desórdenes. Así que le dije al oreja que reprimiríamos cualquier alboroto que los liberales pretendieran organizar esa noche y que mandaría un pelotón a Las Acacias para detener a los miembros de La Hermandad del Gorro Frigio. Los encerraríamos en el Castillo de San José y los soltaríamos unos días más tarde con las nalgas bien calientes. No obstante, le dije a La Taltuza, sería muy útil que me diera una lista con los nombres de todos los miembros del club, por si alguno lograba huir.

»El tipo no respondió. Parecía dudar. Yo busqué tras los cristales ahumados de sus gafas algún indicio que me permitiera descubrir qué era lo que pasaba por su mente, mas, por esas blanduras que le vienen a uno de vez en cuando llegué a pensar que tal vez no era todo lo desalmado que yo suponía y que los lazos afectivos que había creado con los miembros del club le impedían cometer esa perfidia.

»Estaba equivocado. La Taltuza no dudaba, calculaba. En medio de su silencio, volvió la mirada a las monedas de oro que yo había depositado sobre la mesa en pago a la información que me había suministrado (en aquellos días circulaban más que las de plata) y, sin levantar la vista de ellas, dijo: Eso le va a costar otro tanto.

«¿Qué mejor respuesta podía yo esperar? Volví a abrir la gaveta, saqué otro pucho de monedas y las empujé hacia donde estaban las otras. El tipo las guardó con avidez. Después acercó una silla y, tomando papel y pluma, comenzó a escribir los nombres que le había solicitado. Llevaría diez o doce escritos, cuando…

—Se habló de que el delator había sido un jesuita, ¿es eso cierto?

—Sí, es verdad, se habló de un jesuita. Pero déjeme que le explique esto primero.

—Disculpe.

—Llevaría el cuije, como digo, diez o doce nombres escritos, cuando, de la Plaza de Armas, llegaron varios disparos. Al tipo le brincó la pluma del susto, de tal suerte que el nombre que escribía, y que era justamente el de usted, terminó en un garabato.

»En eso se abrió la puerta y apareció un asistente para decirme, todo azorado, que un toro andaba suelto por la plaza y que el oficial de guardia había ordenado matarlo. Pero La Taltuza no esperó a que mi hombre terminara de contar lo que ocurría afuera y se escabulló de mi despacho. Corrí tras él, pero no logré darle alcance y, cuando llegué a la plaza, se había perdido ya entre la multitud que se arremolinaba en torno a un toro despatarrado al pie de la fuente.

»Esa tarde confirmé que, en efecto, Serapio Cruz había cruzado la frontera. Corrí al teatro para avisar al señor presidente, quien asistía a un recital de ópera, y envié un pelotón a Las Acacias con órdenes de detener a los muchachos de la hermandad. Pero, si bien logramos dispersar la manifestación frente al teatro, la operación de Las Acacias se hizo con una torpeza deplorable, y de nuevo, usted perdone.

»La mayoría de los muchachos logró huir, como bien sabe. Hubo un muerto en el potrero del Tuerto y varios heridos en el teatro, donde un terrorista entró disparando un revólver y creó un pánico entre el público que no causó ninguna desgracia porque el manto de la Virgen del Rosario es muy grande. Logramos detener a algunos miembros del partido liberal, declaramos el estado de sitio, ordenamos registros en las casas, en fin, un relajo. Y todo para no sacar nada en limpio.

y>La Taltuza se zurró esa noche. Todos los soplones son así, más cobardes que las ratas. Y como a eso de las once de la noche, apareció con los soldados en palacio.

encabezada por los embajadores de Inglaterra y España, nos disuadió de no hacerlo. Comprendimos sus razones y entregamos el palacio de Gobierno antes de que los rebeldes entraran en la capital.

»Yo estaba bastante tranquilo. No había matado ni torturado. No debía ni me debían. Mi trabajo se había limitado a dar y recibir información. Con todo, quise asegurarme de no ser chivo expiatorio de ningún listo que quisiera salvar su pellejo a mis costillas. Así que reuní dos cajones con documentos que contenían la información necesaria para protegerme. Ya sabe: órdenes comprometedoras, informes secretos, nombres de infiltrados, expedientes de crímenes oficiales. Y entre el montón de legajos (mire usted cómo Dios hace las cosas) estaba la lista de los muchachos que había delatado La Taltuza. Fue una casualidad. Y sé que carece de valor. ¿Qué importancia puede tener una lista de nombres sin fecha, en un papel sin membrete ni sellos? Sólo una persona como usted, licenciado, puede darle su verdadero valor.

—¿Qué ocurrió con el oreja, después del 30 de junio? ¿Volvió usted a verlo? ¿Podría identificarlo, si lo viese?

—No, licenciado. Ni volví a saber de él ni volví a verle.

—¿Podría describirlo?

—No, salvo por las señas que le he dado de él.

—Pero una vez le vio de frente, a plena luz del día.

—Es verdad, pero quítele a una persona la mirada y se queda en una estatua de mármol. ¿Sabe usted cómo cambia un hombre cuando le pone encima un sombrero gacho, un sobretodo y unos espejuelos oscuros?

—Algo sé, pero dígame una cosa, ¿por qué ese deseo suyo de caerle al tipo?

—Soy la única huella que dejó su delación al partido liberal, cuando éste aún no estaba en el poder. Por su culpa se fueron al bote ministros del Gobierno actual, como Don Chema Samayoa. Otros fueron vareados, perseguidos o fusilados. La Taltuza tiene miedo de que yo le identifique, que se lo diga a Sixto Pérez o a Cuevas y se lo despachen sin más.

Leocadio Ortiz se detuvo y cerró los ojos. Los dolores, sin duda, se le habían agravado, y otra vez le costaba respirar.

—Licenciado, éste es un juego peligroso donde el precio de la traición es muy alto. El tipo ha debido de pensar que ésta era la ocasión propicia para eliminarme. Así que me ha denunciado, aprovechando la confusión de la conjura, y no se detendrá hasta verme frente al pelotón de fusilamiento.

—Pero a usted le han dejado libre.

—No me fío, licenciado.

—¿Y qué quiere que yo haga?

—Que identifique a La Taltuza. En estos momentos ha de estar moviendo Roma con Santiago para que me vuelvan a detener. Ayúdeme y ayúdese usted a sí mismo.

—Si usted no puede identificarlo, ¿cómo voy a hacerlo yo? Sólo tiene una sospecha, unos espejuelos ahumados y un sombrero. ¿Recuerda algún rasgo característico, algún olor especial, a cuero, a sebo, a bálsamo? —dice señalando la pomada que Catalina extendía en esos momentos sobre la espalda de Ortiz.

—No que yo recuerde.

—¿Le conocía alguna afición, alguna amante?

—La gente que lleva una doble vida es muy discreta con esas cosas.

Catalina termina de extender la pomada y Ortiz le toma una mano y la besa. Néstor observa con simpatía el gesto, pero no se fía de Ortiz. No se llega a jefe de los servicios secretos del Gobierno por ser buena gente. Nadie que tenga por oficio vigilar a las personas y escarbar en sus vidas puede serlo. A saber a cuántos había detenido y enviado a las cámaras de tortura para que los molieran a palos. Leocadio Ortiz pertenecía, sin duda, a la misma ralea que el soplón, un hombre de doble vida y dos caras, alguien que sabe evadir las respuestas directas, contener ademanes y gestos, hablar tras una máscara de flema helada y ser lo bastante aplomado como para mentir con absoluta sinceridad.

—Cree que le engaño, ¿no es así?

La pregunta sorprende a Néstor. Leocadio Ortiz posee una penetración y un alcance poco comunes y, si no le ha leído el pensamiento, ha intuido que dudaba. Pero lo cierto es que a Néstor no le interesa saber a estas alturas quién fue el traidor que desniveló su vida. Ni abriga sentimientos de venganza. En cambio sí hay algo en lo que Ortiz puede ayudarle.

—Hay un detenido que conozco. Se llama Joaquín Lados. ¿Qué sabe de él? ¿Por qué lo han detenido?

—Estaba en la celda vecina a la mía. No sé mucho más.

Néstor se pone de pie.

—No quisiera engañarle —le dice a Ortiz—, pero no creo que le pueda ayudar. El tipo que busca es una sombra sin nombre. No podría identificarlo. Ni siquiera usted, que lo tuvo frente a sus ojos, puede hacerlo.

—Pero usted sí, licenciado. Es uno de sus amigos, el hombre que le traicionó y que le cambió la vida. Yo sé que puedo ayudarle. He conocido a muchos delatores: ricos y pobres, analfabetos y cultos, clérigos y seglares, soldados y civiles. Es gente de mala entraña que se nutre del resentimiento y la envidia. Se creen poco valorados por el prójimo, por sus amigos o por su país. Y utilizan tanto la traición como el engaño para demostrar que son superiores a quienes envidian y odian. Soy más inteligente que tú, vienen a decirle al traicionado, y ahí tienes la prueba, estúpido. ¿No que eras tan listo? Te engañé y ni te diste cuenta. Pero hay otros que te hacen daño en secreto, sin aparentes motivos y sin que uno conozca siquiera el agravio, simplemente por hacer el mal. Son tipos como la taltuza, que destruye y arruina los sembrados sin que la vean. Este hombre pertenece a esa casta y le tiene sin cuidado que la información que vende pueda o no perjudicar a quienes le tienen por amigo. Lo único que le importa es obtener un provecho personal.

Ortiz se lleva al rostro la mano de Catalina, quien se acuclilla ante el militar y le acaricia. En los ojos de la joven, vueltos hacia Néstor Espinosa, hay una expresión de súplica que no se atreve a poner en palabras.

—Voy camino de la edad provecta, licenciado. No hago otra cosa que barandas y balcones, pero he logrado ser feliz en estos años de mi vida. Yo le ruego que me ayude. Sólo usted puede hacerlo. Descubra a ese alacrán y lléveselo al presidente. Don Rufino tendrá en sus manos al desleal que le causó tantos muertos al ejército libertador. Usted sabrá quién fue el causante del daño que recibieron usted y su familia. Y yo me libraría de ser detenido otra vez o, incluso, de ser ejecutado.

Néstor guarda un largo silencio. No sabe cómo explicar a Ortiz que cualquier persona con unos espejuelos y un sombrero de ala ancha podría haber sido La Taltuza. Que, en el teatro y en la vida, una cosa es el actor, la persona real, y otra el personaje que interpreta. Y que él, Leocadio Ortiz, había sido víctima de la poderosa imagen que el soplón arrojaba sobre el policía, la de una sombra sin identidad y sin nombre, pero tan sugestiva, tan teatral, que en la mente de Ortiz se había convertido en personaje, o lo que es lo mismo, en una ficción sin relación alguna con la persona que lo interpretaba.

—Eramos más de treinta en el club —le dice—. Y hubo muchos a los que traté muy poco. Su lista los reduce a doce, pero cualquiera pudo haberlo hecho. ¿Cómo saber quién fue, cuando ha pasado tanto tiempo?

—Sé que es doloroso aceptarlo, pero alguno de ellos debió de tener un motivo para delatarles, alguna inclinación bastarda, el dinero, qué sé yo. Quizá le ayude pensar que el culpable merece castigo, en vez de sufrir cavilando quién pudo ser el culpable. La traición es algo que todos maldicen y que muy pocos perdonan. Pero no le pido que tome venganza, sino sólo que haga justicia.

Néstor se encoge los hombros.

—No sabría cómo desenmascararlo. Carezco de sagacidad para estas cosas. Y para hablarle con franqueza, no estoy seguro de querer hacerlo.

—Entiendo. Usted debe de ser de esas personas que no cree tener enemigos.

—No que yo sepa.

—Grave error, licenciado. Siempre hay más de uno en la sombra, alguien que nos odia en secreto, sin que le hayamos hecho ningún mal. Suele ser el que menos sospechamos, pero está siempre al acecho, como la taltuza está lista para saltar sobre usted, si mete la mano en su cueva.

Las últimas palabras de Leocadio Ortiz impresionan a Néstor. Hace memoria, busca enemigos en ella, pero no encuentra ninguno. No en este momento de su vida.

—Tiene que obligarla a salir —dice Ortiz con voz fatigada.

—No sé qué quiere decirme.

—A pesar de que vive bajo tierra, la taltuza necesita salir de vez en cuando a la superficie para respirar aire fresco. Póngale una trampa para que se asome.

—Soy un mal trampero, coronel.

—Poner trampas es sencillo. Inténtelo. Debe tener cuidado, sin embargo. Ese animalito no ve, pero tiene un olfato tan agudo que detecta el engaño a distancia, y unas mandíbulas tan potentes y unos colmillos tan afilados que le puede cortar varios dedos de un mordisco o destrozarle la yugular.