A las tres de la mañana, el presidente aparta la colcha y se sienta al borde del lecho. Está vestido porque no se ha desnudado y apenas ha dormido unas horas. Podría tratar de conciliar el sueño, pero debe levantarse. Necesita crear la impresión de movimiento, de estar en todos lados y en ninguno, para que nadie sepa con certeza dónde se halla.
Se dirige al lavamanos de peltre y se mira en el espejo. Observa sus marcadas ojeras, su frente fruncida y la perilla en forma de candado a la que le han nacido algunas canas. Se la retocará más tarde, cuando haya luz. Por ahora, sólo se lavotea la cara, se calza unas botas a la rodilla y se ajusta un cinturón del que cuelgan dos revólveres.
No le espera un día fácil. Desconoce todavía cuán extensa pueda ser la maraña tejida en su contra, pero ya ha tomado la decisión de que no habrá juicios, sino sentencias dictadas por el juez supremo del país que es él. Su conciencia no se lo reprocha. Hace lo que debe y punto. Y para tener más libertad de acción, ha alejado a su familia unos días. Así no tendrán que ver el trajín que él se trae, ni sabrán de los interrogatorios, ni de los suplicios ni de las ejecuciones.
El mandatario tiene virtudes, no obstante, que compensan sus excesos. Es frugal a la hora de comer, nunca prueba el alcohol y ha nacido para ser padre. De hecho, a la edad de cuarenta y dos años, tiene más de cincuenta hijos ilegítimos desperdigados por toda la República, a más de otros tres nacidos de su matrimonio legal. El hijo del pueblo, como le gusta llamarse, se ha casado con una aristócrata, lo que tampoco le molesta demasiado. Siempre ha asumido sin pesar sus contradicciones. Haber unido su sangre mestiza con la de una joven blanca no ha sido óbice para seguir acosando a la clase que ha perseguido, flagelado y ejecutado desde que llegó al poder. La joven tiene ahora diecinueve años, se casaron cuando ella tenía dieciséis, y juntos han procreado dos niñas de uno y dos años, respectivamente, y un varón recién nacido. Y sólo pensar lo que les hubiera podido ocurrir de haber tenido éxito la sedición, le tiene desquiciado. El presidente nació para ser padre, sí. Y ahí están las pruebas. Pero que no le pidan ternuras. Antes de que acaben con él, se llevará por delante a cuanto desgraciado se oponga a sus designios. Se llama Justo Rufino, pero no le gusta que le digan Justo. Sabe que para su generación no lo es, pero eso tampoco le importa. Serán las generaciones próximas quienes lo decidan. También sabe que no es elocuente ni sutil. ¿Y qué? Su poder y su carisma provienen de su genio y su carácter, y de su habilidad para sobrevivir y para leer a la gente. Y de la energía que despliega en días como éstos, practicando el juego de la ubicuidad, moviéndose con sigilo a horas extrañas y sorprendiendo a centinelas y generales con apariciones súbitas que todos esperan angustiados como si se tratara del Juicio Final.
El presidente abre la puerta de su cuarto y sale al corredor.
—Buenos días, Feliciano —le dice a su secretario en tono frío y distante.
—Buenos días, don Rufino —responde Feliciano, quien espera a su jefe desde hace media hora, sentado en una silla.
En la casa ya hay luces encendidas, así como sirvientes que se mueven por los corredores donde una docena de soldados con la nuca tiesa se van cuadrando al paso del mandatario.
Cuando sale a la calle, un hombre emerge de las sombras, uno de los pocos coadjutores que, con Feliciano García, sigue la agenda de presidente.
—Buenos días, don Rufino.
—Buenos días, Fernando.
El hombre se apellida Córdova. Viste de negro riguroso y, en las sombras de la noche, parece un zope descomunal.
—¿Qué noticias me tiene, Cordovita?.
—No muchas, don Rufino. Hemos detenido a otros seis sospechosos, pero es difícil probar nada.
—Cordovita, se lo tengo dicho. No necesita tener los pelos de la mula en la mano para decir que es parda. Usted me trae una mula. Y ya veré después lo que hago con ella, ¿me explico?
—Sí, señor presidente.
—Pues no me obligue a repetírselo.
El mandatario cierra la plática ahí. Todo lo que le interesa de momento es saber si alguno de los detenidos ha cantado, después de suavizarle con mimbre las espaldas y las nalgas.
—Apúrese, Feliciano. No se me quede atrás.
—Sí, don Rufino.
El trío pasa ante la puerta principal de la Comandancia de Armas, dobla la esquina sur del edificio y entra en el cuartelillo trasero donde reside la compañía de soldados que se ocupa de la seguridad del palacio y sus inmediaciones.
Cuando los centinelas ven llegar al presidente, se produce un gran revuelo. El cabo de guardia comienza a dar gritos y del interior del barracón sale un teniente a medio vestir. Detrás aparece el general Cuevas, hombre joven y de aire marcial, abrochándose el correaje del uniforme y, pocos pasos atrás, Sixto Pérez, jefe de la guardia pretoriana del presidente, rebautizada no hace mucho con el nombre de Guardia de Honor.
Córdova, Pérez y Cuevas conforman la temida trinca del mandatario. Ellos son, respectivamente, el espía, el inquisidor y el verdugo encargados de desentrañar la conjura y castigar con todo el peso del poder a sus autores.
El presidente pasa ante sus hombres sin devolverles el saludo.
—¿Ya confesaron? —pregunta.
—No, señor presidente —responde Pérez, hombre de catadura siniestra—. Los seis se resisten a hacerlo.
—Hijos, Sixto, voy a tener que cambiarlo por alguien más eficaz.
—Son duros, señor presidente. Juraron morir antes de delatarse entre ellos.
Seguido por varios soldados, el grupo se adentra por el pasillo que conduce a los calabozos. El lugar es oscuro y lúgubre y las candelas de sebo que cuelgan de las paredes sólo alcanzan a esbozar una procesión de sombras.
A un gesto imperativo de Pérez, un soldado descorre los cerrojos de las gruesas puertas de madera reforzadas con tirantes de hierro. Las celdas son pequeñas, de unos tres pasos de ancho por cuatro o cinco de largo y carecen de ventanas. Sus paredes están ennegrecidas y apestan a orines y heces.
Cuevas ordena sacar a los cautivos y formarlos frente a su respectivo calabozo. El sexto no puede tenerse en pie y lo dejan tirado en el suelo.
—¿Cómo se llaman? —pregunta el mandatario.
—José María Guzmán, Nazario Santa María, Tomás González, Francisco Carrera y aquél es don Jesús Batres.
El presidente se acerca al primero de ellos, quien se cubre con una frazada y tiene los pies descalzos. No puede erguirse. Su mirada está en el piso y tiene los brazos cruzados sobre el pecho. El mandatario no se puede contener y descarga en la cabeza, las orejas y las espaldas del infeliz una lluvia de zurriagazos con la fusta.
—¡De manera que querías asesinarme! —dice con voz trémula—. ¡A mí y a mi familia! ¿Eh? ¡Responde, hijo de la gran puta!
A Guzmán le cuesta hablar y, cuando abre la boca, rasgada por una de las comisuras, sólo alcanza a mendigar piedad con la mirada.
El presidente le cruza el rostro con otro latigazo.
—¿Por qué, maldito, por qué?
Guzmán logra articular unas palabras.
—Soy inocente, señor, soy inocente… —dice con voz desfallecida.
Encogido sobre sí mismo, a Guzmán le puede más la humillación que el dolor. Ha caído de rodillas y, con la mirada en el enlosado, repite:
—Soy inocente, señor… Nada tengo que ver con ninguna sedición… No sé quiénes son Rodas ni Kopetzky… Ni siquiera había oído antes sus nombres…
La bota del presidente golpea el rostro del desdichado quien estrella la cabeza con la puerta del calabozo y queda inmóvil, tendido en el suelo.
—Pedazo de cabrón…
El mandatario respira hondo y, algo más sereno, inquiere:
—¿A qué se dedica este tipo?
—Fabrica ollas, cántaros de leche, cubetas, cosas así.
—¿Un hojalatero?
—Sí, señor presidente.
—Cordovita, es usted un imbécil. ¿Cómo se le ocurre que alguien se vaya a creer que un hojalatero es parte de una conjura contra el presidente de la República? ¿En qué pie queda parada la Guardia de Honor y todos los que me cuidan a mí y a mi familia?
—Yo… señor presidente…
El chicote del mandatario cae varias veces sobre Cordovita quien se cubre para evitar los golpes.
—¡Estoy rodeado de estúpidos! ¿Qué clase de información obtiene por ahí, pedazo de ladrillo tocho? Y los demás, ¿quiénes son?
Nadie responde al presidente. El miedo los tiene sobrecogidos.
—¡Respondan, carajo! ¿O es que no hablan la Castilla? ¿A qué se dedican éstos?
Sixto Pérez se aventura a contestar.
—Ese tiene un taller de carpintería, aquel otro es escribano, éste medio calvo es un comerciante y el que está al final de la fila tiene una finca en Patulul.
El presidente cierra los ojos, en señal de resignación. Los reos tienen poca pinta de ser miembros de ninguna sociedad secreta.
—¿Y quién es ése de ahí? —dice señalando con la fusta al que yace tirado en el suelo.
—Se llama Joaquín Larios.
—Importa vinos y licores —dice Cuevas.
—Pero tiene antecedentes —aclara Sixto Pérez—. Durante la revolución, formó parte de la resistencia conservadora y parece ser que ayudó a los curas a financiar la rebelión de Oriente. Ha perdido el conocimiento. Se nos fue la mano con él, pero ya va a volver en sí, no tenga pena.
—Un tipo que aguanta tanto, quizás no sea culpable —acierta a decir el secretario del presidente.
—No se meta en esto, Feliciano.
—Sí, señor presidente.
—El tipo es terco y no suelta palabra —tercia Cordovita, repuesto de los fustazos—, pero sabemos ya lo que hizo.
—¿Y quién le dio a usted información tan valiosa?.
—Un cuije, señor presidente. Parece ser que este Joaquín Larios fue quien proporcionó a los sediciosos el vino con morfina para narcotizar a la guardia de su casa, antes de entrar a matarle a usted.
—¿Vino? ¿Vino con morfina?
—Sí, señor presidente. Tenemos por ahí uno de los garrafones.
—Quiero verlo.
El cortejo se desplaza hacia la puerta principal del cuartelillo. De una pieza pequeña y oscura, dos soldados sacan un envase de vidrio color verde forrado de mimbre. Se lo muestran al presidente y llenan en su presencia un vaso.
El mandatario pide que le acerquen una candela. Huele el líquido, lo mira al trasluz, arruga la nariz, entrecierra los párpados.
—A mí me parece normal —dice—. ¿Cómo saben que tiene morfina?
Sixto Pérez vuelve a carraspear y Cordovita sale en su ayuda.
—Le dimos de beber a un gato y se quedó frito.
Al mandatario parece satisfacerle la respuesta.
—¿Cuántos palos le han dado a ese Larios?
—Doscientos, señor presidente.
—Que le den otros doscientos.
—¿Y si se queda?
-¡Que se quede, carajo! Necesito más nombres, más detenidos. No puedo decir al país que he abortado una sedición de pipiripao. ¡Denle palo hasta que confiese! ¡Y si se muere, que se muera! ¡Quiero nombres! ¡Pero de renegados y canallas, no de hojalateros y pendolistas!
El mandatario se dirige a la salida del cuartelillo. Sale sin despedirse de sus subalternos, seguido al trote por Feliciano. Unos pasos adelante se detiene y comenta.
—No sabía que a los gatos les gustara el vino. ¿Lo sabía usted, Feliciano?
—No, señor presidente.
—Raro, ¿no?
—Sí, señor presidente.
—Tome nota, Feliciano. Un día lo contaré en mis memorias.
El único objeto que Néstor Espinosa conserva de la casa de su madre es un reloj de péndulo, empotrado en una caja de caoba. Se lo pidió a su hermana cuando le cambió la casa y el negocio por la propiedad de Ciudad Vieja. La esfera del reloj es blanca con números romanos negros y en la parte inferior de la misma pueden verse las posiciones del sol y de la luna. El reloj es muy ruidoso y tiene un sonido macabro, pero esta madrugada su sonoridad resulta aún más enojosa cuando, de repente, da con estrépito las cinco.
Néstor se despabila al ruido, presa de un angustioso ahogo y se sienta de golpe en el jergón. No es capaz de discernir si está despierto o aún sueña. Duda incluso de estar solo, pues segundos antes le acompañaban sus muertos, si bien su sensación de agonía le induce a creer que aún se encuentra en el mundo de los vivos.
Se levanta a tientas de la cama y enciende un quinqué. Se palpa la frente, la camisa húmeda. En su pecho late un timbal y jadea como un perro. Camina hasta una mesa de pino donde hay un pichel con agua. Bebe a grandes tragos de la jarra hasta que le falta el aire. Se detiene unos momentos y, con la boca muy abierta, bebe aire en vez de agua.
Todavía resollando, echa una mirada en torno. Nada de lo que ve a su alrededor —la cortina de la ventana, una pequeña librera, grabados de Londres y Edimburgo, el viejo Remington que cuelga de la pared— alivia su desasosiego. Esta es la hora de sus fantasmas, de sus muertos, cuando los hombres a los que ha matado se levantan de sus tumbas y regresan para exigirle la vida que les quitó. Lo que le parece explicable. Es el Día de Difuntos, tienen todo el derecho a volver: los piratas del Grijalva, los soldados de Tacaná, los remicheros de Santa Rosa, los orientales de Jalapa, los indios de Tierra Blanca o de las alturas de Coxom. Hasta el caballo de Búrbano regresa. Suelen aparecérsele en tropel, como un estrépito de sombras apretadas y harapientas. Si se esfuerza, puede contarlos y hasta fijar el lugar donde los mató. Huelen a pantano y a tierra putrefacta, y de sus carnes parece emanar el fétido gas del quinqué.
Su conciencia tiene una memoria canalla. Quizás sea su conciencia moral, pero él la llama conciencia canalla. Sólo se acuerda de lo malo: de sus muertos, de sus errores, de sus incontinencias. Y no puede soslayarla evocando, para compensar, algunas de sus mejores horas. La memoria canalla es tozuda y no se deja desplazar por la noble. Moriré un día, se dice, recordando todo lo que he hecho mal en la vida y sin haber podido valorar lo que hice bien, si es que alguna vez hice algo bueno.
Néstor escucha la noche. Quiere distraerse con los ruidos de la madrugada. Mas la madrugada calla. Extrae un libro de un anaquel. Son las Meditaciones de Marco Aurelio. Se sienta en la cama, lo abre al azar y lee: eres un alma que sostiene un cadáver.
—Es al revés —murmura—. Eres un cadáver incapaz de sostener tu alma.
Tira el libro sobre las sábanas empapadas en sudor. No puede leer ni pensar. Su mente se ha detenido en el rostro hinchado de Joaquín, en su mirada perdida. Y en el Potrero de Corona. Y en la desesperación de aquel día, cuando quiso dejarse matar. Se ve allí con el revólver, apuntando al entrecejo de su amigo, sin saber que éste ha errado su disparo a propósito y que, con el mayor aplomo, le envía este callado mensaje: Aquí estoy, a tus expensas, para probarte que no te engañé, que he sido un amigo leal. No te he quitado la vida por eso. ¿Qué harás tú con la mía?
Alza la mirada a la pared. Una enorme mariposa negra duerme asida a los grumos del repello, cerca de un bastidor forrado de tela del que cuelga el revólver que le regaló Chico. Lo observa como quien mira a una sima, con el vértigo en el vientre, y torna los ojos al pichel de agua y al vaso, junto a los cuales yacen la lista inconclusa y la nota anónima que Josefa le entregó por la mañana.
Se incorpora y examina ambos papeles. Sarastro le había platicado de una lista, el día antes de partir al destierro, doce nombres proporcionados al Gobierno por un traidor. Supongamos, que lo descubres, se dice. ¿Qué harías con él? ¿Matarlo? ¿Otro muerto más, el veintitrés? ¿Volver a las andadas, después de años intentando reprimir la «fiera condición», como decía Segismundo, que había despertado en ti la violencia? ¿Qué has sacado de todo eso, sino sudores nocturnos, olor a pantano y agobios de tu memoria canalla?
Apaga el quinqué, intenta conciliar el sueño. Pero las tinieblas le devuelven de nuevo el rostro de Joaquín Larios, su mirada perdida, su cuerpo convertido en una llaga.
—A veces, un pequeño sacrificio nos redime. Es todo cuanto necesitamos para recobrar la salud y regresar a la vida: hacer felices a las personas que amamos es la causa de nuestra felicidad.
No está de acuerdo con Elena Castellanos. No se cierra el peor capítulo de nuestra vida como se cierran las Meditaciones de Marco Aurelio. Los sentimentalismos, además, le tienen escaldado.
Pero… ¿y si era verdad? ¿Y si Joaquín había errado a propósito?
El reloj de pared comienza a dar las horas con estrépito, pero antes de que llegue a la sexta, Néstor se levanta de un brinco. Se viste con rapidez, se llega a la caballeriza y ensilla el caballo. Sale de la casa, pone el corcel al trote y escapa hacia el sur de la ciudad.
Diez minutos más tarde, cruza la garita de la Barran-quilla. Salva el riachuelo que corre al fondo de la cañada, deja a un lado San Pedro las Huertas y emprende al galope el breve ascenso que conduce al Llano de la Virgen, la suntuosa sabana arbolada que se abre a las afueras de la ciudad. Deja atrás la finca El Recreo y después Tívoli. Ha decidido no ir a Ciudad Vieja, sino acercarse a Los Arcos, el acueducto de ladrillo que cruza la llanura, y subir al talud por cuya cornisa corre el agua.
Néstor jinetea el overo con movimientos súbitos, saltando por encima de troncos y haciendo salpicar el agua de los humedales. Cerca del acueducto, detiene el caballo, se apea y ata la cabalgadura a un encino. Asciende a lo alto del talud y, todavía sofocado, deja vagar la mirada por la masiva eternidad de los volcanes.
El día se abre entre vahos de bruma, pero nada quita a esa hora el protagonismo al sol que pinta las copas de la arboleda de un intenso color verde. Las bromeliáceas se ensortijan en las ramas de los cedros, el agua corre mansa por la acequia de ladrillo y los cantos lejanos de los gallos parecieran salpicar de rojo las ramas de los flamboyanes.
Aire fresco y soledad. Es todo lo que necesita: escuchar el gorjeo invisible del bosque, contemplar el cabeceo de las varas de bambú, el vuelo majestuoso del águila o el gozo de las palomas que reciben con gratitud el calor de la alborada. La belleza no tiene necesidad de explicarse y el gozo de los sentidos anula los juegos de la razón. Sólo debe dejarse penetrar por la luz, sentirla, y eludir con su ayuda el acoso de la memoria.
Media hora después, baja del acueducto, se acerca al caballo, lo toma de la rienda y lo lleva al paso por entre una floresta plagada de orquídeas, unas blancas como vestales, otras veteadas de violeta o maquilladas de rosa. El aire acaricia el zacate y, de cuando en vez, se detiene en un silencio abrupto, inquietante, que el chillido de algún clarinero interrumpe, como si, tocando a diana, invitara a las demás aves a cantar.
Una idea le sorprende entonces, una idea sencilla, de ésas que llegan sin ser invocadas. Nadie ama a su país porque es pequeño o grande, pobre o rico, cruel o devoto. Lo ama porque es su país. Esta es mi patria, mi tierra, se dice entonces, y no ha de haber un lugar en el mundo donde los colores sean tan hermosos y la luz tan diáfana.
Al final de La Culebra, el sinuoso montículo precolombino que sostiene el acueducto colonial, Néstor vuelve a subirse al caballo y emprende el retorno a la ciudad por el lado del Guarda Nuevo. Es el mismo camino que recorrió victorioso un casi olvidado 30 de junio de 1871. Pero la impresión es otra. No hay gente ni aplausos ni vítores. Tampoco él es el héroe de aquel día, el caballero que regresaba victorioso de una guerra contra el mal. Pero se siente distinto al que salió una hora antes de su casa huyendo de los muertos que le reclamaban sus vidas. Y a medida que va dejando a su derecha la luminosa acuarela del llano, y a su izquierda, los cerros de Mixco y el Alux, advierte que de manera insensible, la mañana le ha devuelto esencias que creía perdidas. Aún se le subleva la sangre cuando presencia una injusticia. Aún es capaz de dar todo de sí a cambio de nada. Aún puede ilusionarse con la vida.
A las once de la mañana, el licenciado Solís entra en la farmacia de Elena Castellanos. Echa un vistazo a la colección de albarelos de cerámica que adornan los estantes, saluda a la empleada que atiende el mostrador y entra sin más en la rebotica, un laboratorio de pequeñas dimensiones con dos mesas en las que se alinean morteros, prensas y un alambique.
Al verlo entrar, Elena, bata gris hasta los pies, cofia y gabacha blancas, se dirige a la puerta y la cierra por dentro. Y entre costales de extractos, garrafas de aceite y media docena de redomas con líquidos de color morado, azul y ámbar, se pone a cuchichear con el abogado.
—Joaquín fue apaleado anoche y ésta es la hora en que no ha recuperado la conciencia —dice don Ernesto.
—¡Qué horror! ¿Se lo ha dicho usted a Clara?
—Me ha parecido una crueldad. Se lo digo a usted para que esté al corriente.
—Ha habido más detenciones, me dicen.
—Todas ilegales. Se trata de buenas personas a las que quieren usar como excusa.
—Y que han aparecido pruebas.
—Un juego de cuchillos con los cuales, dizque, iban a matar al presidente.
—¿Se conoce ya el tribunal que juzgará a los acusados?
—No habrá tribunal, Elena.
—Por Dios, eso es inaudito.
—No es inaudito, es atroz.
—También cuentan que han soltado a dos o tres.
—Es verdad, pero ninguno es Joaquín. Y de los liberados, a uno de ellos lo han vuelto a detener.
—¿Y qué sabe del presidente?
—No quiere recibir a nadie hasta tanto no descubra los entresijos de la sedición. A propósito, quería preguntarle algo. ¿Está usted autorizada para importar morfina?
—No, licenciado. La única entidad que lo puede hacer es el Ejército. La vende en pequeñas cantidades y con autorización.
—¿Está segura?
Por toda respuesta, Elena extiende los brazos, señalando los fardos, las garrafas, los líquidos. Conoce su negocio.
—Comprendo —dice don Ernesto—. La conspiración tiene entonces muy poco de civil.
—Puede que haya algunos comparsas, pero quienes pusieron morfina en el vino han tenido que ser militares que ahora echan la culpa a otros.
—No hay, pues, Sociedad del Rosario Negro ni cosa que se le parezca.
—A saber, licenciado. Todo es tan confuso.
—Pienso que no ocultan información, sencillamente no la tienen. Y carecen de pruebas. Esperemos que la situación se prolongue para ganar algún tiempo.
—Recemos por que sea así.
—Mucho me temo, Elenita, que con rezar no baste.