Los invitados charlan y ríen cerca de una mesa puesta entre dos cipreses sobre cuyo mantel se exhiben frutas, atol, huevo chimbo, jocotes en dulce, vino, limonada y cuatro fuentes repletas del tradicional picado de verduras y embutidos. No hay noviembre sin fiambre, dice la voz popular, ni mejor hora para reunirse en torno al encurtido que después de visitar el cementerio. El festín de los vivos amengua el recuerdo de los muertos y el jardín apresa, gozoso, carcajadas estentóreas y conversaciones subidas de tono, señal de que las bebidas han alborozado ya los espíritus.
Chico Andreu, el anfitrión, es un hombre que no olvida a sus viejos amigos, a pesar de la prosperidad que le rodea, y hace visibles esfuerzos para que nadie salga defraudado de su casa. Ataviado con un terno gris y un lazo granate al cuello, se mueve atento por los corredores y el jardín y, en cuanto ve entrar a un invitado, se dirige a él con los brazos abiertos.
Las damas charlan sentadas en las mesas. Visten con colores discretos —uva blanca, cacao, leña y sable— y se tocan con sombreros de pajilla. Los varones platican de pie y sus corros son inconstantes, pero en todos se habla de lo mismo: el fallido atentado contra el presidente. La noticia ha cruzado la ciudad como un relámpago y encandila a los tertulianos con expresiones de inquietud y de temor. La mayoría se limita a refreír lo que ya sabe, pero cada comensal agrega un ingrediente nuevo que aumenta y enriquece el rehogado.
De hecho, es lo primero que le preguntan a Néstor Espinosa cuando llega al jardín donde se celebra el convivio.
—Sólo sé como cosa cierta que han detenido a Joaquín Larios —les dice.
—¿Está seguro?
—Lo vi salir hace un par de horas maniatado de una dependencia de la Comandancia de Armas, en compañía de otros reos.
La novedad provoca el acercamiento de los otros corros.
—Todo es una farsa —comenta Chico Andreu, indignado—, una caza de brujas. El Gobierno sólo tiene presunciones y sospechas.
Lo dice con desparpajo. Está entre amigos y es su casa. No hay con ellos circunspección ni entretelas. Sus invitados son ex compañeros de armas, liberales adeptos a García Granados y antiguos colaboradores del general. Les une esa nostalgia afectiva que suele dejar la militancia en un movimiento, un credo o un ideal compartidos. Y cada reunión estrecha ese viejo lazo y restablece el nexo que tuvieron años atrás en el combate o el exilio.
Néstor los observa uno a uno. La mayoría de ellos se dedica a actividades ajenas a la vida pública. Lucio, el sastre, suministra uniformes al Ejército. Sebastián sigue con su tienda de artículos de cuero. Saint-Just es uno de los dos cirujanos que practican la cesárea en el país. Daniel, el profeta, ha vuelto a su oficio de marmolista. Juliano prospera con su tienda de tejidos y se dispone a abrir un templo protestante. Basilio sigue criando gusanos de seda. Turgot, el economista, es administrador de una fábrica de aguardiente. Hiram fabrica jabón, además de candelas de sebo. Y Eneas, el calígrafo, se ha vuelto ilustrador.
Néstor echa de menos a Sarastro, pero no pregunta por él, pues Chico tiene en este momento a todos de la nariz.
—A Rufino le dijeron ayer, cuando volvía de Salamá, que había una conjura para asesinarlo —cuenta—. A él y a su familia. Me dicen que, con informaciones de Fernando Córdova, uno de los esbirros del presidente, Sixto Pérez ha detenido a varios sospechosos. Y ya saben lo que sucede cuando aquí se detiene a alguien: leña al mono hasta que hable inglés.
—¿Saben cómo lo llaman? —interrumpe Basilio.
—¿Al mono?
—No, al castigo.
Los invitados encogen los hombros y se miran conteniendo la risa.
—La paliza sixtina —dice Basilio, adoptando una expresión devota.
Las carcajadas se elevan a lo alto y la broma desvía el curso de la conversación.
—¿Qué es lo que le pasa a este hombre?
—¿A quién, a Rufino o a mí? —dice Basilio.
Nuevas carcajadas en el corro.
—¿Quieren saber lo que pienso?—dice Saint-Just—. A medida que ha crecido su poder, se ha vuelto más intolerante. Sigue la norma del Islam: azota a tu mujer todos los días, aunque no tengas motivo: ella sabrá por qué. Rufino hace lo mismo con la República. Cada día, una paliza. La libertad no entra en sus planes. Este es un gobierno de torturadores y de espías. Vivimos un Reinado del Terror que Rufino pretende culminar con esta comedia siniestra.
—Es verdad. Sixto Pérez ha implicado sin motivos a gente inocente en el complot —se apresura a decir Daniel—. Una señora de apellido Matute, un clérigo de nombre Manuel Aguilar, un agricultor, un artesano…
—Me han dicho que el presidente ha convertido su casa en tribunal y cámara de torturas —dice Lucio—. ¿Será posible?
—¿Y qué esperaba? ¿No vareó a don Juan Matheu y al doctor Pacheco por sospechas sin ninguna base, y al licenciado Manuel Ramírez, por oponerse a que la Asamblea le concediera plenos poderes?
—Es peor ahora —tercia Hiram—. Hace unos días, mató a un cura en el Quiché. En un arrebato. Y masacró a medio centenar de indios que se habían sublevado por asuntos de tierras.
—¡Esto parece Abisinia, señores! —exclama Juliano.
—¿Y cuándo estuvo usted por allí? —dice Basilio.
Sebastián, adusto y abstemio, señala al anfitrión con un vaso de limonada.
—Y a usted, Chico, ¿qué le dice el general de todo esto?
—Don Miguel es un hombre agotado. Tiene 68 años. No está bien de salud y se siente muy mal por lo que ocurre. Dice que todo fue un echarse a nadar para ahogarnos en la orilla. Hace días que no le veo, pero tengo alguna amistad con Arturo Ubico, el subsecretario de la Guerra, y él me ha contado algo.
—¿Un pelón de bigotes largos y estirados, como alas de zopilote? —dice Basilio.
—Ese. Quizás por la edad, tiene sólo 28 años, está algo inquieto. La luna de miel del pueblo con la revolución ha terminado.
—No sé por qué llaman revolución a lo que es una guerra civil inconclusa —interrumpe Basilio.
—Cállese y no sea becerro —le increpa Lucio.
—La gente está descontenta y aterrada y no encuentra motivos para ilusionarse —prosigue Andreu—. Ni con el presidente ni con la revolución. Lo de siempre: la lógica de los gobernados rara vez coincide con la lógica de los que gobiernan. Rufino sospecha de todo y de todos. Es muy susceptible a rumores y chismes, y cualquier incidente menor lo califica de conjura. Sólo ve enemigos imaginarios.
Y no digo que no los tenga reales, pero son más los que él imagina. Con decir que hasta Don Chema Samayoa ha tenido que tomar el camino del destierro. ¡Imagínense! Don Chema, el hombre que, con don Eduardo Quiñónez, financió la revolución, el cerebro del gobierno en estos años, ¡acusado de conspirar contra Rufino!
—Se siente como fiera acorralada —dice Saint-Just—. Por eso gobierna a zarpazos. No necesita la ley. No tiene otra que la suya.
Juliano suelta una de sus frases escogidas.
—Fue una revolución prematura.
—Fue una revolución tardía —rectifica Saint-Just.
—Ganamos la guerra, pero perdimos la revolución —subraya, filosófico, Hiram.
Señalando a una maceta, Basilio declama:
—Claman éstos y los otros/lloran aquéllos y éstos/se afligen los de aquel lado/y… desde aquí veo un tiesto.
—Basilio, no nos marees.
—Yo también he oído rumores —dice Daniel—. Rufino vive fuera de sí. Injuria a sus allegados, incluso a sus ministros. Y los azota con la fusta que lleva en la mano a toda hora. Vive en un estado delirante y su insomnio es más agudo que durante la campaña militar. Come poco y lleva siempre dos revólveres al cinto.
Hiram resume, vehemente, lo que todos saben.
—Ni con Carrera ni con Cerna se había visto nada parecido, tanta violencia, tanta injusticia, tanta arbitrariedad…
—¡Tanta María Santísima! —se santigua Basilio.
Molesto por la bufonada, Hiram se aparta del grupo.
—Rufino es digno de compasión —dice Daniel—. Pero su temor no viene sólo de los conservadores. A quien teme en verdad es a sus propios allegados. Por eso los ha enriquecido, para que le sean leales.
—Eso es cierto. No hay más que mirar alrededor. El país se llena de nuevos ricos —dice Lucio—. Ocupan altos cargos públicos, hacen plata de modo que ofende, compran tierras por dos pesos.
—No hemos cambiado nada —prosigue Daniel—. Te detienen arbitrariamente en la calle y te registran hasta debajo de los párpados. Y basta que alguien tenga al vecino entre ceja y ceja para que una denuncia lo convierta en enemigo de la República. Rufino está tan ciego que sus desmanes le parecen actos de justicia. Dice, y tiene razón, que le respalda un fuero especial: el que le concedió la Asamblea el año pasado. Y que es un dictador legítimo. Y ésa es la única ley que obedece.
—Deberían estar felices —dice Basilio—. A fin de cuentas, no se pierde una revolución todos los días.
Turgot ha escuchado a los demás con gesto adusto y, tras sopesar las opiniones de sus amigos, se siente obligado a replicar.
—Rufino está cambiando el país. Sólo en el último mes ha reformado el Código Penal, promulgado un nuevo Código Civil, otro Procesal, otro de Comercio y una Ley de Instrucción Pública.
—¿Y de qué sirven los nuevos códigos, si él es el primero en violarlos?
—Ha ordenado la creación de una Guardia Civil —continúa, impasible, Turgot—, ha iniciado la construcción del ferrocarril del Sur, ha abierto la ciudad al Llano de la Virgen y ha mandado construir un Cementerio secular porque en el viejo ya no caben las estatuas ni los muertos. Ha echado de la Universidad a los curas y ha clausurado la carrera de Filosofía y Letras. Lo que sobra en el país, como él bien dice, son teólogos y metafísicos. Quiere técnicos en disciplinas prácticas, como la telegrafía, la agricultura, las comunicaciones y la construcción de caminos, ferrocarriles y puertos. Clama por una cultura moderna que impulse la ingeniería, la medicina, las artes y los oficios. Y quiere un maestro laico en cada aldea. Ha abierto tierras al café y ha impulsado el comercio internacional. Puede que sea un bárbaro, pero el progreso es imperativo, señores. Es nuestra necesidad prioritaria. No nos pasemos de tueste. El logro de un bien mayor exige a menudo sacrificios.
—¡Es él quien se ha pasado de tueste! —replica Saint-Just, con una punta de cólera en el tono—. Rufino es un montañés que no ha perdido su vocación por la rapiña. Nos ha saqueado a todos por igual, ricos y pobres, con impuestos confiscatorios, pero ha adquirido para él fincas, salinas, ganado, qué sé yo. Tiene millones de pesos depositados en Estados Unidos y Suiza. Y es accionista de bancos, industrias, el puerto y el ferrocarril que está en construcción. ¿Cómo la ve desde ahí?
Néstor no puede reprimir un comentario a lo dicho por Turgot.
—Usted justifica a Rufino, su crueldad y sus despropósitos como una necesidad moral y eso…
—¿Yo? ¿Dije eso yo?
—Usted, como muchos, aceptan la barbarie como un mal menor porque creen que eso habrá de conducir un día a un bien mayor. Y no se puede justificar moralmente un bien utilizando como medio un mal.
—¿Qué es usted, abogado o predicador?
—Yo sólo digo que no se pueden perdonar crímenes y latrocinios diciendo que, gracias a ellos, el país progresa. Nuestra prioridad es la libertad y la igualdad ante la ley. Lo ha sido siempre. Y me avergüenza leer en las proclamas del Gobierno eso de ¡libertad y reforma! ¿Qué libertad, si se puede saber? ¿Dónde está el respeto a los derechos de las personas?
—Ahora sí salió el abogado —masculla Turgot.
—No hace falta ser abogado para saber de estas cosas. Pero si a usted no le sonroja este Gobierno, a mí sí. El embajador británico ha llegado a decir de él que es «uno de los despotismos más crueles que el mundo haya visto jamás». Jamás.
—¿Y qué esperaba de un filibustero como ése, mi querido Moliére? —dice Basilio.
Néstor le devuelve una mueca.
—¿Sabes una cosa, Basilio? No me gusta ese apodo. Te lo he dicho muchas veces. Preferiría que me llamaras por mi nombre.
—Muy bien, querido. No vuelvo a llamarte así. Pero Cromwell fue más sangriento que Rufino y no se lo echamos en cara a los ingleses.
—Caballeros, por favor —tercia Andreu—, pasen a servirse. El fiambre espera.
Frente a las mesas, se organizan dos filas. Juliano se acerca a Néstor.
—Yo también vi esta mañana a los detenidos —le dice en voz baja, tomándole del brazo—. Algo espantoso. Los llevan y los traen como ganado.
Hiram se une a ambos y les dice con voz queda:
—Deberíamos hacer algo entre todos, ¿no creen? Me refiero a Joaquín Larios. Quizá no comulgue hoy con nuestras ideas, pero yo no creo que ande metido en conjuras.
Juliano se une a la sugerencia.
—Yo había hablado con Daniel y Lucio de este asunto y están de acuerdo. Usted, Néstor, podría platicarle al presidente. Es de todos nosotros quien mejor conoce su carácter, sus hábitos, su modo de pensar.
—¿Y por qué no lo hace usted? —salta Néstor—. ¿O Turgot? ¿O Saint-Just, que fue consejero de Rufino en campaña? ¿O usted, Hiram?. ¿O por qué no vamos todos juntos? ¿Por qué habría de ser yo?
La vehemente respuesta de Néstor sorprende a Hiram y a Juliano, quienes callan, confusos, al percatarse de que han cometido un grave desliz.
La cola ante el fiambre se disuelve y los invitados ocupan las mesas. El murmullo de las conversaciones alterna con el ruido de los cubiertos en la loza. Algunos invitados se levantan y repiten. Otros encienden sus habanos y paladean copas de jerez, coñac o anisado de Mallorca.
Poco después de las cinco, el día comienza a desplomarse. Por entre las mesas corre un vientecillo que augura la inminente llegada del frío y las señoras se ponen de pie.
Basilio se acerca al grupo de Néstor. Tiene achispados los ojos y una sonrisa cínica en los labios.
—Le diré, hermano Moliére, por qué usted es la persona indicada para hablar con el señor presidente.
—Te he dicho que no me llames Moliére.
—Porque usted era su niño bonito y a quien consultaba sus decisiones más difíciles.
—Yo no soy niño bonito de nadie y menos de alguien que, como Rufino, ha traicionado los ideales por los que luchamos.
—Pues que no le oiga Sixto Pérez. Podría aplicarle en las nalgas una sixtina.
—Esa lengua te va a perder un día, si es que antes no me hace perder a mí la paciencia.
Eneas, el calígrafo, le increpa a Basilio.
—¿Cuándo te vas a tomar algo en serio?
—Ya me lo tomé una vez y me supo a cucaracha cruda.
—¿Y por qué no intercede usted con Rufino, en vez de andar molestando?
—¿Yo? Antes morir que perder la vida, hermano.
Basilio toma el puro medio apagado que lleva entre los dedos y chupa de él, cerrando un ojo y torciendo la boca.
—¿Cómo se le ocurre que me juegue mi pan y mi vida por ese burguesito que nos miraba a todos por encima del hombro, ese señorito bien vestido y bien comido que se decía liberal y era más conservador que el obispo Aycinena? A saber en qué líos anda metido. Yo sigo una filosofía muy simple: si un cuchillo se cae de la mesa, lo peor que se puede hacer es atraparlo en el aire.
Saint-Just no se contiene.
—¿Eso dice ahora de Joaquín, después de que le sacó tantas veces de deudas y trampas?
Basilio no responde a Saint-Just. De repente se ha puesto serio. Da un sorbo a la copa de brandy y se queda mirando al cirujano con cara de malas pulgas. Y por primera vez en toda la tarde, el bufón no tiene una respuesta divertida.
Saint-Just hace un gesto a su esposa para que reúna a los niños y se encamina a la puerta. Chico Andreu le acompaña, seguido por Néstor Espinosa.
—Siento mucho el incidente —dice Andreu.
—Es Basilio quien debe ofrecerle a usted disculpas.
En el zaguán, Chico le dice a Néstor, en voz baja:
—No les tome en cuenta lo que han dicho. Ni a Basilio ni a los otros. No tienen derecho a pedirle algo tan peligroso. Más aún sabiendo lo que hubo entre usted y Joaquín.
El dueño de la casa sonríe y, queriendo poner de lado un asunto tan molesto, le dice a Saint-Just\
—Mire en lo que hemos venido a caer. El intelectual de la revolución, viejo, enfermo y avergonzado por lo que hace su lugarteniente, Rufino. El primer secretario del ejército —agrega, colocándose ambas manos en el pecho— metido a comerciante. Y el hombre de las armas, apartado del mundo y escondido en su bufete.
—Y el cirujano, metido a comadrona —remata Saint-Just—. Motivos tenía Bonaparte para decir que, en las revoluciones, unos son los que las hacen y otros los que las administran.
—Gracias, Chico —dice Néstor—, por la invitación y la amistad.
—Ya sabe, mi querido amigo. Esta será siempre su casa, pero no se me pierda por ahí tanto tiempo.
—¿Se va a Ciudad Vieja, licenciado, o se viene con nosotros? —pregunta Saint-Just.
Néstor saca el reloj de bolsillo. Se ha hecho tarde para llegar con luz a la aldea.
—Creo que me voy con usted.
Echan a andar en silencio. La esposa de Saint-Just y los niños, delante; ellos dos, detrás.
—Tiene razón Chico —dice el cirujano—. Aunque todos quieren ayudar, no pueden pedirle a usted que meta la mano en ese espinero.
Néstor mueve la cabeza con un gesto ambiguo. Prefiere callar.
—No tenemos solución —suspira Saint-Just—. ¿Quién dijo que la buena política consiste en hacer creer a la gente que es libre? Somos un pueblo proclive a guardar una aquiescente sumisión, si no una medrosa dulzura, frente a cualquier clase de despotismo.
—No he visto a Sarastro —dice Néstor—. ¿Qué sabe de él?
—Tal vez le dio vergüenza venir.
—¿Vergüenza por qué?
—La conspiración es real, Néstor. No se engañe, como se engaña Chico. En este país hay muchas personas que quieren matar al presidente.
—¿Cómo lo sabe?
— Sarastro me lo dijo. Todo esto no es más que un juego de traiciones, ¿comprende? Sarastro está abochornado por la traición de la Iglesia. Yo, por la traición de Rufino. Los conservadores por las ratas que, luego de abandonar el barco, hacen ahora negocios con el Gobierno. Y así sucesivamente.
—No entiendo lo de la Iglesia.
—La conspiración es cosa de dos idiotas sin cerebro. Uno es Kopetzky, un coronel polaco a quien Rufino dio empleo en el cuartel de Artillería. El otro, un teniente coronel de apellido Rodas. Sarastro me dice que, junto con media docena más de tarados, querían matar a Rufino igual que el senado romano mató a César: con puñales y armas blancas. Un soldado del cuartel de artillería le habló a su madre del complot y ésta se lo confesó a un cura. El cura se fue con el padre Arroyo, que es amigo de Rufino.
Y el padre Arroyo se lo contó al administrador de la Mitra, un carlista español que fue militar antes que cura, Raull y Bertram. Y con el fin de hacer las paces con el presidente, Raull le dio el soplo a Rufino. No cambian. No cambiarán nunca.
—Usted y su clerofobia.
—A estas alturas, mi querido Néstor, debería ya saber que el Alto Clero es, primero que nada, una organización política. No niego que soy anticlerical y que puedo equivocarme, pero, ¿por qué habría de mentirme Sarastról No se puede creer: después de haber sido vilipendiada, flagelada y expropiada por Rufino, viene la Iglesia y se arroja a los pies del dictador. Así es esa gente de sotana. Mejor estar con el poder, aunque sea de monaguillos.
Saint-Just hace girar el bastón de bambú, mira al suelo, ensimismado y, luego de una larga pausa, agrega:
—Este es el invierno de nuestro descontento. Y el fin de nuestra quimera. Porque así veo la revolución yo ahora, como una bonita quimera. ¿Puede creer que Rufino ha puesto ministros conservadores en su gabinete?
—¿Y el cura implicado en la conspiración? ¿Qué van a hacer con él?
—Es un fanático a quien la Iglesia no va a ayudar. Harán las gestiones formales para que Rufino le indulte, pero el clérigo está condenado de antemano. Y a Raull, me dice Sarastro, le importa poco que lo fusilen.
—¿Pero quién va a creer que la conspiración fue cosa de dos militares y un cura?
—Ese es el meollo del asunto. Rufino necesita chivos expiatorios, no importa que sean más inocentes que una escoba, para que acompañen a los militares traidores. Y Joaquín va a ser uno de ellos. Es conservador, es opositor y es posiblemente un idiota que se metió en camisa de once varas sin saber dónde se metía. Todo está corrompido, todo apesta. Somos lo que somos, Néstor, una masa sin educar, gobernada por un grupo de bárbaros.
—No he tenido mi mejor día. Usted, por lo visto, tampoco.
—No es el día. Es la fatiga, el desaliento. ¿No le pasa a usted algo parecido?
—De vez en cuando.
—Tenía razón Joaquín. No se puede introducir la razón allí donde la razón no es bienvenida. No sin violencia ni sangre.
—¿Fue eso lo que le apartó de Rufino?
—Algo así.
—¿Qué sucedió entre él y usted?
—Creí verme en un espejo. Y no me gustó. Mejor dicho, no me gusté. Hacer la revolución que yo quería era terrible. Había que matar, torturar, convertirse en una bestia. No pude. La realidad me paraliza. Soy incapaz de hacer las cosas que pienso y digo.
—Ser coherente es costoso.
—Hay que vivir, conservar los amigos, la familia. Les exigimos demasiado cuando les pedimos que renuncien a su propia coherencia para que acepten la nuestra. Y el costo es, a menudo, perderlos. La coherencia ideológica es un privilegio de minorías. Sólo ellas pueden permitirse ese lujo. La mayoría no somos así, pero nos gusta que otros lo sean para convencernos de que la utopía no ha muerto.
Se alza el sombrero con la punta del bastón, rebufa y, luego, con corrosivo sarcasmo, resume su perorata:
—El poder se ha quedado sin intelectuales y el liberalismo se ha vuelto una tiranía apoyada por la Iglesia. ¿Qué ganas le pueden quedar a uno de seguir en esta lucha?
Saint-Just se queda callado y, por momentos, sólo se escuchan en la calle los gritos y las carreras de sus hijos.
—Creo que Joaquín es inocente —dice al cabo—. Lo digo al margen de lo que hubo entre ustedes dos o de que no me cayera bien. Es injusto lo que Rufino quiere hacer con él y con los demás detenidos.
—¿Cómo sabe que Joaquín es inocente?
Saint-Just se vuelve a Néstor y sonríe con intención.
—No lo sé, lo intuyo.
Dirige la mirada a su familia, a sus hijos. Mira al cielo desnudo de nubes. Se detiene.
—Nunca tuve la ocasión… bueno, sí la tuve, pero me faltó la voluntad. Nunca le agradecí que su intuición nos salvara aquella noche en Las Acacias. Eran mis días peores. Estaba muy obcecado, no era el que soy. Los creyentes acallan sus dudas. Yo hace tiempo que acallé mis certezas.
—Todos tenemos derecho a cambiar.
—Me casé, tengo hijos. Veo la vida de otro modo. No soy todo lo feliz que quisiera, pero bastante más de lo que nunca esperé.
En forma inesperada, Saint-Just se ha vuelto todo lo amistoso que puede volverse una persona a quien le cuesta demostrar afecto.
—Hace mucho que no hablo con Joaquín —murmura—. Y aunque no estaba de acuerdo con él en muchas cosas, fue uno de los nuestros. Si se le ocurre alguna idea y cree que puedo hacer algo por él, avíseme. Yo también quisiera ayudarle… en la medida que me sea posible.