1. Día de Todos los Santos

Nueva Guatemala de la Asunción,

jueves 1 de noviembre de 1877

A las diez de la mañana, la ciudad ha recobrado el pulso perdido durante la noche anterior. Hay un callado bullicio en los arrimos del viejo cementerio donde visitantes y deudos se mueven con curiosidad y sonrisas entre tenderetes y chinamas. Algunos parecen no saber nada de los allanamientos, las detenciones y el miedo de la víspera, como ese caballero vestido con un terno inglés que se ha detenido a comprar flores. Otros acaso pretendan no saberlo, como esa florista de expresión intraducible que se mueve entre haces de plantas ornamentales, recipientes de barro con agua y canastos repletos de dalias, margaritas y rosas.

—¿Le pongo mortal de seda, caballero?

Las dos coronas armadas con varas de encino y rellenas de pajón están casi concluidas, pero la vendedora ha hecho cábalas. Falta contraste, color. Demasiadas flores blancas. El mortal de seda, en cambio, una humilde flor de color violáceo, puede avivar la palidez de los adornos que le arregla al caballero.

Extasiado por lo que huele y lo que ve, el caballero no responde. La florista hace un gesto vago y, echando mano de otro ramillete, pregunta:

—¿O prefiere terciopelo monárquico?

El caballero observa con mirada perdida la polícroma acuarela que brinca a su alrededor. Hace tiempo que no se detiene a observar las flores y eso le tiene encandilado. Aspira una y otra vez los aromas del pequeño vergel y sonríe sin decir palabra mientras, ante la paciente mirada de la florista, escudriña los deslumbrantes crisantemos, las enhiestas varas de nardo o las agudas hojas de pacaya salpicadas de rocío.

—¿Terciopelo monárquico? —responde al fin—. No conozco esa flor. ¿Cómo es?

La mujer le muestra un mazo de florecillas en tonos granate y azul ultramar.

—Aquí la tiene.

El caballero asiente con un gesto complacido y la florista procede a entreverar las coronas con terciopelos y mortales. Las remata y las adorna con algunas hojas de ciprés, cobra sin mover una ceja y despide al caballero con un dulce y alargado buenos días.

Pero el acceso al camposanto no está sólo orillado con puestos de flores. También abundan las viandas. Y a medida que se acerca a la puerta principal, el caballero percibe más intensos los olores a longaniza asada y a maíz hervido. Humean aquí y allá ollas de barro en cuya superficie borbotan buñuelos y torrejas. Y sobre toscas frazadas tendidas en el terral se apilan naranjas, guineos, jocotes, duraznos.

—Pregunte, pida, pase adelante, caballero —le invita una vendedora.

El caballero debe hacer un esfuerzo para resistir la tentación del chocolate caliente, las champurradas, el atole, el pan de yema y las granizadas de limón, al tiempo que se pregunta por qué el recuerdo de los muertos abre el apetito de los vivos y se hace alguna reflexión acerca de ese vínculo macabro entre la cuchipanda y la muerte.

Ya en la apretada necrópolis, el caballero observa a la gente que camina entre las tumbas con aire distendido y calmo. Llevan cantarillos de agua, bayetas para asear las sepulturas, hojas de maíz y candelas, o depositan flores en pequeños búcaros, queman incienso, rezan, charlan y cuelgan coronas en cruces pintadas de cal.

La modestia es el signo de este día de Todos los Santos, sobre todo los anónimos y los ignorados, los que, aun mereciendo la gloria, no figuran en el Santoral. Es la ocasión de ser justos con los que se han ido, de reconciliarse con ellos y de pedirles perdón tras haberlos olvidado todo el año.

El caballero se adentra en el dédalo de tumbas. A su paso encuentra lápidas rotas, sepulturas invadidas de maleza, mármoles sumidos en el llanto gris del abandono, nombres ilegibles de personas que no dejaron rastro en la vida, ángeles afligidos, vírgenes llorosas y epitafios cursis o vulgares, cuando no siniestros. Y a modo de compensación por la grima que le procura lo que ve, el caballero trae a su memoria la frase que Moliére ordenó inscribir en su tumba: Aquí yace el rey de los actores. Ahora hace de muerto y, en verdad, que lo hace muy bien.

—¿Agua, don? —le ofrece un jovencito que empuja una carretilla con dos cántaros.

El caballero rehúsa con un gesto de su mano enguantada y toma un sendero a la derecha.

—No llore, Lalo, no llore —dice una voz de mujer.

Respetuoso, el caballero inclina la cabeza y pasa sin mirar al hombre que solloza frente a un túmulo adornado con pedazos de obsidiana.

El caballero no sabe, en verdad, a dónde ir. Su mirada se va deteniendo en apellidos como Araujo, Barrera, Cobos, Méndez. Hace tiempo que no visita el lugar y parece despistado.

Finalmente se detiene ante un sepulcro de piedra caliza tallada, donde se lee Ego sum resurrectio et vita y, más abajo, Genoveva Galindo, viuda de Espinosa. El caballero deposita las coronas, se quita los guantes y el sombrero, mira a un lado y a otro.

No parece estar muy seguro de lo que quiere hacer.

Finalmente se sienta en un borde de la tumba. Inclina la cabeza, cierra los ojos y, con la barbilla hundida en el pecho, da la impresión de que reza…

…he venido a pedirte perdón, mama. He tardado demasiado, sí, lo sé. Casi nueve años, qué memoria la tuya. Me fui sin despedirme de ti y sentí muchísimo no haber podido volverte a ver. Llevo ese pesar en el corazón. Lamento haberte hecho sufrir, pero el destino me trazó un sendero desdichado. Lo entiendes, ¿verdad? Nadie elige la desgracia, y aunque yo he dejado de culparte de la mía… sí, a ti y a Rafa… aguarda, mama, he venido a hacer las paces, no a que me riñas… está bien, te creo, mama, y lamento la confusión, pero debes comprender mis dudas, nunca las pude aclarar… te creo, te creo, perdona, para eso he venido hoy… ¿Cómo? No, dejé la vida pública hace años. Cuando el general cayó, me quedé en el aire, a medio camino entre los que llegaron al poder y los que lo perdimos… Sí, es cierto, todo es una caricatura de lo que un día soñamos. Que sí, que sí, que tenías razón, pero no me lo machaques, mama. La revolución fue un barranco al que fueron atraídos los más altos ideales para ser arrojados desde allí al vacío… eso, como hacía la Siguanaba con quienes iban tras ella. Ser liberal hoy sólo significa estar contra la oligarquía y el clero, ¿lo puedes creer? Así es la cultura de este valle: un aguacero puede alterar su topografía, pero no su flora y su fauna. Llevamos el autoritarismo en las venas y eso tiene difícil cura… No creas. Hay de todo. Muchos de los que están en el poder eran antes conservadores. Metabolizaron el cambio sin pudor y ahora resulta que son liberales. La gente se acomoda con rapidez a los nombres, aunque no comprenda las ideas… No, mama, no se puede hacer gran cosa. Gobernar en este país es como gesticular en lo oscuro: sólo el que mueve la cara y las manos sabe qué está haciendo… Hay oposición, sí, pero no cuenta. Guatemala está dividido en dos tribus irreconciliables y, si una de ellas calla, es porque la otra no la deja hablar. O si habla, le rompen los dientes… Sí, claro, hay otras tribus, pero esas ni pinchan ni cortan… ¿La mía? No lo sé, no tiene nombre. Pertenezco al clan de los desubicados. Soy un optimista fallido y un pesimista exitoso. Los sueños son así de bastardos, mama… Bueno, sí, tuve uno, tengo uno. Lo llamo el sueño de los justos… No, mama. No me refiero a los que lloran, ni a los pobres de espíritu, ni a los ignorantes, ni a los misericordiosos, ni a los mansos. Esos son los del Evangelio, mama, y el Sermón de la Montaña no se hizo para mí… Pues porque pienso que es un llamado a la resignación. Los justos a los que me refiero son los que actúan, no los que duermen, los que nunca tuvieron libertad, pero luchan con fervor por ella. Y por la justicia. Y por la paz. Y por que se respeten sus derechos. Yo cuando menos soñé con eso, con que el imperio de la ley triunfaría sobre la ley de la selva, pero resultó otra cosa. Así que resta y sigue… Sí, de acuerdo, los del hambre y la sed de justicia están en el sermón también, pero las palabras no son suficientes. Hay dos clases de soñadores, mama. Los que buscan y los que esperan. Uno puede salir a buscar y no hallar el sueño que inspira tu vida, pero aun con lo que esto tiene de malogro y desencanto es más decoroso que creer que los demás te van a traer el sueño a la puerta de tu casa… No, mama, en eso no he cambiado. Sigo pensando lo mismo, creyendo en lo mismo, aunque ya no sea el mismo. La violencia insensibilizó mi vida y ahora trato de ser otra vez lo que era para no seguir siendo aquello en lo que la violencia me convirtió… Hay otros mundos, mama. Trato de descubrirlos. Creo tener buenos sentimientos, aunque no sé si los podré recuperar del todo… Sí, claro, hay días que me parece estar volviendo a ser dueño de mí mismo, pero cuesta, cuesta… No, no hago teatro. También me aparté de eso. Abrí un bufete. Me va bien. Me gano la vida, tengo algunas influencias. En este aspecto, soy afortunado. Bastarme solo me da una libertad que enriquece mi vida y me da una serenidad muy deseable… No, no vivo todo el tiempo en la capital. Voy los fines de semana a Ciudad Vieja, a la propiedad que nos dejaste. Se la cambié a mi cuñado y mi hermana por la casa familiar y mi parte en el negocio de mi padre. No, nada de verduras. He sembrado café. Todo el mundo siembra café estos días… Sí, mama, da más plata… Bastante más que el güisquil y los ejotes, no seas terca… El país está cambiando: aprendemos a tomar café y dejamos poco a poco el chocolate… Pero te gustaría ver la finquita. Está preciosa. Lo que no te gustaría tanto es la ciudad. El convento de La Merced es ahora un cuartel y en el de Santo Domingo se han instalado la Administración de Licores y la Dirección de Rentas. La Recolección es una academia militar, y Santa Teresa, una cárcel… ¿De mi hermano Rafa? Sé muy poco, salvo que sigue en Roma. No, mama, no le permiten volver al país. Lo siento de veras… ¡Qué me va a escribir! Yo lo he hecho varias veces, pero no se digna contestar. Algo se rompió entre nosotros que… no sé… lo siento, mama, no puedo darte esa gratificación… Bueno, sí, vivo tranquilo, aunque no sea del todo feliz. He conservado a mis amigos. No a todos, pero sí a la mayoría. Nos reunimos a veces. Poco, en verdad. Hablar de la derrota no es divertido… Comprende, mama, pertenecemos a una generación que buscaba abolir la servidumbre, el miedo, la superstición, el fanatismo, la falta de libertad, el aburrimiento. Queríamos cambiar todo eso y no pudimos… Sí, ya sé que me lo dijiste, pero, por favor, no me lo recuerdes. Bastante triste es llegar a la verdad por el camino de la decepción… No, mama, no me he casado. Tengo novias, eso sí, pero sin gravámenes ni obligaciones. Yo las amo, ellas me aman y ahí se termina todo. Es lo primero que les digo: ya somos mayorcitos para saber lo que queremos. Y lo que queremos es pasar un buen rato. Yo las llamo mis Ariadnas porque me han ayudado y me siguen ayudando a salir de mi laberinto… No, mama, no son mujerzuelas. Son mujeres que me vieron morir y me han ayudado a resucitar. Además ni son tantas ni son tontas… Qué curiosa eres. Dos o tres. Y no voy a decirte sus nombres… No, mama, no rezo ni voy a la iglesia. Tampoco voy a la logia, si eso te hace feliz… Pues porque la masonería ha sido infiltrada por gente del Gobierno y las logias se han vuelto peligrosas… ¿Cómo? Sí, están legalizados. Protestantes y masones. Los dos… No empieces, mama. A estas alturas deberías ya saber que hay otras maneras de salvarse. Tú lo hiciste por la fe, pero hay gente a quienes les salvan otras cosas… Pues, no sé, el conocimiento, la filosofía, la ciencia, las lecturas, el sexo… Por favor, mama, tengo 33 años, soy un hombre adulto, ¿por qué te molesta eso tanto?… De acuerdo, lo prometo, un día de estos normalizaré mi situación, pero todavía no estoy preparado… ¿Qué? No, no quisiera hablar de Clara. No me hace bien. Estoy tan arrepentido de esa relación como de haber tomado las armas… No tengo una respuesta sencilla. Hice la revolución por amor y eso me hacía feliz. No podía haber causa más noble. El amor y el deber coincidían. Pero la política se entrometió y eso alteró mi existencia. Me dejé arrastrar. Después todo se enredó. Fui víctima de un amor engañoso, de una amistad desleal y de una revolución fallida, ¿qué tal?… No, mama, no he vuelto a tocar un arma… tampoco quiero hablar de lo que ocurrió en el potrero. Aquel día descubrí que la vida es buena y deseable y no deseo dar marcha atrás. Fue un paso importante. Allí empezó mi convalecencia. Los sentimientos han vuelto a mí, como te digo, pero no he logrado recuperar su intensidad… Pues porque las heridas siguen abiertas: la de Clara, la de Arcadio, la de Joaquín. Las de Chiapas, Reu y Pichucalco, en cambio, duelen menos… ¿No supiste? Pues verás, me caí de un globo cerca de Tuxtla y me desgoncé un hombro. Recibí un sablazo en Retalhuleu. Y en San Cristóbal de Las Casas me quebraron una costilla que aún muerde cuando viene el frío. Pero, como te digo, ninguna de ellas duele tanto como las otras… No, mama, no quiero saber nada del pasado. Ahora estoy en paz conmigo mismo, que es la paz más difícil de todas. Y tengo algún control sobre mi vida. Nadie decide por mí, tengo cierta armonía interior y… No sé, mama, tal vez la guerra me hizo menos ambicioso. Me basta con mi trabajo, mis Ariadnas y mi granja en Ciudad Vieja… Bueno, mama, tengo que irme. Voy a llevar esta corona a la tumba de mi padre… Ya sé, ya sé que te molesta que lo haga, pero se trata de mi padre al fin y al cabo. Adiós, mama. A pesar de lo difícil que es para mí entenderte, quiero que sepas que te recuerdo siempre con cariño y que éste es un gran día para mí. Necesitaba decirte estas cosas… Estoy bien, muy bien, no te preocupes. Y me siento muy feliz de haber hablado contigo.

Cuando el caballero abandona el cementerio experimenta la misma sensación de alivio y de sosiego que sentía cuando, siendo niño, dejaba el confesionario. No tiene ningún pesar, ningún deseo. Es, además, un buen día. El sol abriga la mañana, las flores alegran la calle y un remoto olor a coco exalta su olfato infantil.

El caballero toma la calle del Hospital y diez minutos más tarde alcanza la de Mercaderes, pero el cruce está bloqueado por hombres de la Guardia de Honor que impiden el paso a medio centenar de curiosos.

—¿Qué ocurre? —pregunta el caballero al auriga de un landó, quien, de pie en el pescante, tiene la mirada puesta en una dependencia situada a espaldas de la Comandancia de Armas.

—Alguien ha querido matar al presidente —responde el cochero.

—¿Y se sabe quién ha sido?

—Esos que traen ahí.

El caballero pide permiso al hombre, se sube al pescante y desde allí repara que del cuartelillo de la Comandancia ha salido una cuerda de presos. Son cinco o seis. Vienen con las manos atadas a la espalda y son traídos a empellones por varios soldados que los golpean y les instan a apresurarse. Pero los detenidos no parecen dar más de sí. Se ven torpes y dislocados. Han debido de azotarles y apenas pueden andar.

Uno de ellos da diente con diente y sus pantalones muestran una extensa mancha de humedad. Un fuerte tirón de la cuerda le arroja en el suelo, y su boca y su nariz se estrellan contra las aristas del empedrado.

El caballero se fija en el caído. Por su porte y su indumentaria parece persona respetable. Viste un chaqué color marrón, abrocha el pantalón sobre los botines, y el chaleco, si bien sucio, es de dibujo escocés a cuadros rojos y negros.

Uno de los sayones vuelve a tirar con violencia de la soga y pone al caído en pie. El infeliz tiene un corte en la frente y de su boca entreabierta fluye un hilillo de sangre. Su mirada sin rumbo revela no saber dónde se halla. Se mueve únicamente a impulsos de los tirones, como si fuera un pelele, y no responde a los golpes de las varas.

El caballero saliva copiosamente y siente ganas de vomitar. Los bárbaros, en efecto, se dice, han entrado en la ciudadela. Ni en los peores días del conservadurismo se habían visto en la calle espectáculos así. El capataz que gobierna no sólo viola el derecho y las leyes en forma sistemática, sino que lo hace públicamente para que la barbarie sea ejemplar.

La oscilante mirada del reo, buscando un punto de referencia para no caer sobre el empedrado, le ha revuelto las entrañas. Sus facciones, aunque inflamadas y heridas, le son familiares. También sus ojos oscuros, sus cabellos negros, sus cejas.

En uno de tantos giros de sus pupilas, el detenido las fija en el caballero. Y al rostro de éste asoma un horrorizado estupor. Aunque deformado por el suplicio, el rostro del reo es el de alguien que conoce bien.

Se trata de Joaquín Larios.

Cuando el paso de la macabra procesión concluye y los soldados abren paso a los viandantes, el caballero le pide al cochero que le lleve a casa lo más rápido que pueda. Su cerebro es una vorágine. Creía hallarse al abrigo del pasado y sus demonios, pero unos y otros han regresado esta mañana sin avisar. Siente otra vez el desarreglo, la falta de armonía, la discordia de sus emociones. Y no piensa sino en subirse al caballo y galopar hasta Ciudad Vieja.

El vehículo hace alto poco antes de la casa. Hay un carruaje que le impide detenerse frente a la puerta. El caballero se baja del landó, pero, se queda unos segundos inmóvil al pie del pescante. Ha reconocido el viejo victoria de Clara Valdés y no sabe si seguir o volver sobre sus pasos.

Al fin, decide continuar. Pasa junto al victoria sin mirar a su interior, pero, cuando está a punto de franquear la puerta, escucha una voz a sus espaldas:

—¿El licenciado Espinosa? ¿Don Néstor Espinosa?

Una mujer se ha apeado del carruaje y el caballero se vuelve con un gesto de extrañeza.

—Me llamo Elena Castellanos y soy amiga de Clara Valdés. ¿Podría hablar con usted en privado?

El caballero duda, no tiene ánimo para hablar. Quiere salir de la ciudad cuanto antes, olvidar lo que ha visto, impedir que el pasado le atropelle.

Pero la mujer insiste.

—Por favor, licenciado. Sólo unos minutos. Le suplico que me escuche.