9. Potrero de Corona

Aún no había despuntado el alba cuando Chico Andreu y Basilio tomaron la calle del Teatro y enfilaron sus cabalgaduras hacia el norte de la ciudad. Los serenos se habían retirado de las calles y los mozos de escalera apagaban una a una las mortecinas candelas que señalizaban esquinas y cruces. Pronto las garitas que guardaban las entradas abrirían sus puertas a viajeros, reatas carboneras y campesinos cargados de frutas, granos y verduras. Y pronto empezarían también a humear las cocinas de las casas.

Ninguno de los dos había dormido, ocupados en convenir el lugar y las condiciones del duelo con los padrinos de Joaquín Larios. La reunión no había sido grata porque, pese a los esfuerzos de ambas partes, ni Néstor ni Joaquín habían mostrado deseos de reconciliarse.

—Le exigimos… todos nos exigimos demasiado —murmuraba Andreu.

Unos pasos atrás de él, cabizbajo y absorto, con una mano en la rienda y la otra en la cintura, Basilio guardaba silencio. Su habitual locuacidad se había tornado un oscuro mutismo que el monólogo de Andreu no era capaz de quebrar.

—Me di cuenta cuando regresó de Oriente. Hablaba poco, no se centraba. ¿Cómo han podido torcerse tanto las cosas y en tan poco tiempo? Hace unos días, la dimisión del general. Ayer, el escándalo del teatro. Ahora, esta locura…

A la altura de La Merced, enderezaron sus pasos hacia el Potrero de Corona y, al pasar junto al Cerro del Carmen, Andreu volvió los ojos a las arboladas laderas y a la ermita que blanqueaba en la cima, ombligo histórico de la ciudad.

Los padrinos de Joaquín habían contemplado aquella elevación como el lugar más apropiado para sostener el duelo. Por tradición, era el sitio elegido para tal menester desde que el presidente Carrera había retado a Serapio Cruz a batirse a espada allí por un asunto de faldas. El cerro ofrecía todas las condiciones: lejanía, soledad y espacios arbolados para consumar el desafío con la mayor discreción posible. Pero Chico lo había objetado debido a que los duelistas habían elegido batirse con revólver. El desafío a la puerta del teatro había provocado la curiosidad de muchas personas y ninguna de las partes deseaba la presencia de testigos no invitados. Había que buscar un lugar desde el cual las detonaciones no fueran oídas. Y de común acuerdo dispusieron que el duelo tuviera lugar en el Potrero de Corona, una estrecha y despoblada lengua de tierra situada a las afueras de la ciudad y flanqueada por dos barrancos espeluznantes.

Los dos hombres dejaron a un lado el cerro y tomaron una senda apenas abierta que se adentraba por entre matorrales, encinos y cañas. Poco después alcanzaban el espolón del potrero, un saliente semejante a la proa de un navío que flotara sobre el oleaje de la niebla matinal.

En la punta del espolón estaban los padrinos de Joaquín. Chico Andreu se dirigió a ellos, los saludó y juntos procedieron a marcar la distancia de quince pasos fijada en el acta, bajo la mirada atenta del juez del duelo, un abogado de mirada inexpresiva, pero de reputada discreción, que observaba el ceremonial con el rostro parcialmente oculto tras las solapas de la levita.

A una distancia discreta estaba también un cirujano, así como una carreta de bueyes en cuya cama yacía un sencillo ataúd.

Néstor Espinosa llegó al potrero unos minutos antes de las seis, cuando la pálida luz del alba comenzaba a rayar las colinas del Este. Ató el caballo a un encino y se dirigió adonde charlaban Basilio y Chico Andreu. Pidió el acta, la firmó, entregó su revólver al juez y se alejó a una distancia prudencial.

Joaquín Larios apareció poco más tarde, vistiendo levita de botones dorados, sombrero de copa, guantes grises, lazo negro y botines de charol.

Néstor le observó de soslayo. No le engañaba su calma. Sabía lo que es ser actor, un maestro del doblez y el disimulo. Lo que había ignorado hasta ese día era que Clara y Joaquín también lo fuesen. Le había faltado esa perspicacia.

El juez arrojó una moneda al aire ante la presencia de los testigos y se la mostró tras atraparla en el dorso de su mano izquierda. Los padrinos de Joaquín se acercaron para informarle del resultado, pero regresaron de inmediato al lugar donde estaba el juez y, en presencia de éste, le dijeron algo a Basilio y a Andreu, quienes, apartándose del grupo, se dirigieron rápidamente a donde Néstor se encontraba.

—La moneda ha favorecido a Joaquín. Será él quien dispare primero —explicó Basilio.

Néstor hizo una escueta señal de asentimiento. No parecía afectarle el hecho de saber que salir desfavorecido en el sorteo significaba para todos los efectos prácticos una sentencia de muerte.

—Pero Joaquín ha cambiado de idea —se apresuró a comentar Andreu—. Dice que siempre ha sido un amigo leal y que lo que le han contado a usted es una calumnia.

Que Clara Valdés también le fue fiel y que está dispuesto a suspender el duelo, si le ofrece a Clara una disculpa.

Néstor echó un vistazo a Joaquín. Aún eran visibles en su rostro las huellas de la pelea. Tenía el labio superior algo inflamado y un pómulo enrojecido.

—Nos pide que le digamos que, aunque ya no sean amigos, le sigue teniendo aprecio —continuó diciendo Chico—. Por eso no exige reparación alguna. Una carta pidiendo perdón a Clara, un apretón de manos y aquí termina todo. No pide más. Me parece equitativo y un gesto muy caballeroso de su parte. El tiene el primer disparo y, al parecer, buen pulso. Piénselo bien, Néstor. A quince pasos, no tendría usted mucha opción… Además, son amigos de muchos años. Es una tragedia que acaben así. Lo debe de haber meditado. Y yo le ruego que lo medite también.

Néstor escuchó en silencio. Era obligación de los testigos procurar la reconciliación de las partes antes de que se consumara el duelo, pero él deseaba acabar cuanto antes con aquel trámite. Se sentía emocionalmente exhausto. La sola idea de que Clara hubiese jugado con él, de que sus cartas de amor sólo hubieran sido un juego, le había humillado hasta el punto de hacerle la vida insoportable.

—Están esperando —le apremió Basilio.

Néstor se quitó la leva, se deshizo el lazo y se aflojó el cuello de la camisa. Hacía frío, pero eso qué podía importarle. Para cuando el sol estuviese en lo alto, ya no tendría necesidad de calor.

—¿Lo haría usted, Chico?

Andreu le miró con gesto de sorpresa.

—¿Pediría usted perdón a un amigo que le ha sido desleal y a una mujer que se ha burlado de usted? ¿O se jugaría la vida ante el engaño, tal y como se la jugó en Nueva York ante Maghnus Dougall?

—Su calma me salvó la vida allí. Lo mismo pretendo hacer yo ahora por usted. Me parece, sin embargo, que la actitud de Joaquín es muy correcta.

Néstor reflexionó unos momentos.

—Tengo mi amor propio —dijo al fin.

Había un ascua en su interior que se avivaba con el engaño, la humillación, la dignidad herida. «Aquí la violencia no la buscas; es ella la que te encuentra», le había dicho Joaquín tiempo atrás. Aquí y en todas partes. El mundo estaba lleno de gente que disfrutaba soplando en ese fuego, gente venida a este mundo con el único propósito de sacar de quicio a los demás. Y Joaquín tenía ese don. En los últimos meses, sus provocaciones le habían hecho perder la compostura. Primero le quitaba a Clara, luego le acosaba en su despacho, después le retaba a un duelo y ahora quería salir en caballo blanco con un gesto de hipócrita hidalguía. ¿A santo de qué iba a darle la mano?

—No pasaré por un cobarde ante él —dijo muy tranquilo— y menos aún ante ella.

—No es cuestión de cobardía, Néstor. Es cuestión de sensatez.

—Por favor, Chico, le ruego que no insista.

Andreu le devolvió un frunce de desaliento.

—Le comunicaré su decisión al juez.

Basilio miró a Néstor y, desmesurando un tanto sus facciones de bufón, le dijo:

—Perdóname, Néstor. Yo tengo la culpa de todo.

—No hay nada que perdonar. Tú no tienes ninguna culpa.

La voz del juez les interrumpió.

—Cuando gusten, señores.

Los duelistas se acercaron al juez, quien, tras comprobar que sólo había una bala en el tambor de cada revólver, les señaló su lugar respectivo.

Néstor no miró a Joaquín. Tomó el arma y se dirigió a su puesto. Y mientras aguardaba el disparo, discurría que no era ni por el forro la persona que había querido ser. Su vida se había ido embudando de manera irreversible hasta conducirle a aquel potrero donde sin duda concluiría. No se gustaba a sí mismo ni le gustaba vivir. Se había vuelto un hombre violento, había matado, había perdido su natural serenidad, y lo que era peor, había descubierto que la libertad se volvía con suma naturalidad su contrario y que el amor se reducía a menudo a la búsqueda de un falso anhelo.

Observó a Joaquín soplarse los dedos y alzar el brazo armado con el viejo Colt Dragoon. Tenía cinco segundos para efectuar un disparo, uno solo. Si apuntaba más tiempo del debido, el juez podía interrumpir el duelo y ceder la iniciativa al rival.

Pero Joaquín no necesitaba esperar tanto. Era muy hábil con las armas. A quince pasos no podía fallar. Y Néstor deseó con todas sus fuerzas que no fallara.

El fragor de la detonación rebotó en las laderas de los barrancos y, cuando su eco se extinguió, tuvo la rara sensación de haber sido transportado a otro lugar y otro tiempo.

Abrió los ojos, aturdido. La carreta con el ataúd seguía en el mismo lugar, lo mismo que el cirujano y los caballos. Los testigos, el juez y Joaquín le miraban expectantes.

Deben de llevar siglos ahí, se dijo.

Movió los ojos a un lado y otro con cautela. Quería cerciorarse de que cuanto veía era real. Y sí, en efecto, lo era. Todo a su alrededor parecía revivir. Las ardillas abandonaban sus escondrijos, los cenzontles estrenaban su canto y del fondo de los abismos, entre jirones de bruma, ascendía un aroma a flores nuevas.

La muerte, sin duda menos ofuscada que él, había tenido el buen criterio de pasar de largo. Y esos cinco segundos de espera, mientras Joaquín le apuntaba, le habían revelado, no tanto las cosas por las que merecía la pena luchar (era sencillo descubrirlas) cuanto aquellas por las cuales no se justificaba morir. Algo había muerto en su interior, eso era cierto, pero él seguía vivo. Su espíritu latía ligero y se sentía, sin esperarlo, solvente consigo y con el mundo. En realidad, no debía nada a nadie. Ni a Joaquín ni a Clara ni a su país. Les había entregado lo mejor de sí y ellos le habían dado la espalda.

Giró el cuerpo hasta ponerse de perfil y alzó el Remington de cinco tiros que Chico Andreu le había regalado en Nueva York un día de aguanieve y frío.

A la distancia señalada, Joaquín esperaba, imperturbable, el disparo. No se había quitado la levita y los dorados botones de la prenda espejeaban al posarse en ellos los primeros rayos de sol.

Néstor dejó escapar un suspiro de nostalgia. Como un fogonazo, la memoria le había traído de regreso una de las tantas astucias que el bueno de Brandon McInnery le había enseñado en Bergen County, el mismo ardid que los sharpshooters yanquis practicaban durante la Guerra Civil para eliminar oficiales durante el combate y dejar al enemigo sin mandos.

—Apunte a los botones de la guerrera —le había dicho McInnery—, no hay referencia mejor ni más letal.

Néstor adelantó el pie derecho y, cuando sintió el cuerpo equilibrado, estiró el brazo, llenó los pulmones de aire y, tras dejarlo escapar lentamente, pulsó con suavidad el gatillo.