5. Blanco y negro

En medio del furibundo aguacero que azotaba el Valle de la Ermita la tarde del 30 de agosto de 1871, don Porfirio Frutos componía dos textos breves en los que se le colaban acentos, se le escapaban las comas y le brotaban palabras extrañas, tales como Sor Presiva, ¡nsurgentes, jesnitas, asenisatos y purtas. El corrector de pruebas le iba a crucificar, pero la emoción del cajista, azuzada por los horrísonos truenos que hacían vibrar los vidrios de las ventanas, era más fuerte que el temor a la reprimenda.

Y no era para menos. El contenido de la primera nota decía así:

Una sorpresiva insurrección conservadora se produjo ayer en Santa Rosa instigada i financiada por la Compañía de Jesús. Los insurgentes, tras apoderarse de mil rifles que venían destinados al Gobierno de la República, se han declarado en rebeldía. Y ante la falta de hombres y armas disponibles en la capital, el señor presidente provisorio ha pedido ayuda al señor comandante de Occidente quien en estos momentos se dirige al Oriente del país para reprimir la rebelión. Entretanto, en la capital, los jesuitas convocaban ese mismo día una reunión en el Aula Magna de la Universidad, a fin de esclarecer las falsas acusaciones de que, en su opinión, han sido objeto. Pero la Junta Patriótica, de tendencia radical, escoltada por todo género de sociedades anticlericales, bloqueó las puertas i les impidió salir. Al cierre de esta edición, los Padres aún seguían encerrados, sin agua, sin comida i seguramente muy asustados por los frenéticos insultos i las piedras que les lanzaban desde la calle.

A don Porfirio no le cabía en la cabeza que los jesuitas anduviesen metidos en conspiraciones. Hasta donde él tenía conocimiento, los padres eran buenos maestros y excelentes personas. Pero remitidos como el que acababa de montar le tenían muy confuso, no digamos el segundo de ellos, el cual comenzaba de esta guisa:

¿Quién en el mundo católico podrá negar que la religión cristiana es la más santa, la más sabia i la más augusta que encierra en sí las doctrinas más puras y liberales, sabiéndolas entender? ¿1 quién negará que, so pretexto de verdaderos católicos, los jesuitas han empuñado con mano sacrílega puñales para cometer asesinatos impunemente, como si la religión necesitara asesinatos para sostenerse?

4 de septiembre de 1871 Barbería Versalles, higiene y esmero

—¿Qué va ser hoy, don Joaquín?

—Sólo el pelo, don Hermógenes, pero no me lo deje muy corto.

—Como guste, don Joaquín. ¿Ya supo la noticia?

—No. Corren tantas que no alcanza uno a saberlas todas.

—Los jesuitas fueron desterrados del país esta madrugada.

—¡No lo puedo creer!

—El presidente los despachó a Panamá. A los setenta y tres que había.

—¿Cómo es posible que don Miguel haya hecho eso, cuando había prometido respetar a la Iglesia y a las órdenes religiosas?

—No creo que haya sido decisión de don Miguel, aunque él haya firmado la orden. Ha debido de ser cosa de don Rufino.

—Rufino no tiene poder para ordenar semejante atrocidad.

—Uh, qué engañado está usted.

—Ha de haber sido cosa de la camarilla que rodea al presidente, los Chema Samayoa, los Chico Andreu, los Néstor Espinosa y la piña de masones que le chaquetea.

—No diga eso, don Joaquín. Néstor es amigo suyo. Y también muy buena gente.

—¡No lo conoce usted bien!

—Cómo no le voy a conocer, si les corto el pelo a los dos desde que son niños.

—Néstor ha cambiado mucho, don Hermógenes.

—Pues en el peladero dicen que ha sido don Rufino y sus radicales quienes han forzado la expulsión.

—¡Qué radicales ni qué nada! ¡Son los del gobierno, los culpables!

—Yo no creo que sea así. Al bueno de don Miguel le ha pasado lo que a Jesucristo: vino a los suyos y los suyos no le reconocieron. Y después de su entrada triunfal en Jerusalén, ahora lo quieren crucificar… no se mueva tanto, don Joaquín, o voy a hacerle aquí atrás un estropicio.

—Tengo que irme, disculpe.

—Pero si aún no he terminado…

—Debo hacer algo enseguida.

—Aguarde por lo menos a que le arregle el cuello. Es sólo un minuto… ¡Uy, qué hombre tan enojado!

5 de septiembre de 1871 Mesón San Agustín

…¿alguno de ustedes ha visto a Néstor?, llevo buscándolo desde la mañana para hablar con él y no he podido localizarlo, yo no lo he visto, ¿y usted Turgot, no, tampoco, con todo lo que está ocurriendo, estoy preocupado por él: su madre, bajo tierra, su hermano, camino del exilio, merecido se lo tienen… ¿quién?… los jesuitas, usted Turgot, siempre ve las cosas con un solo ojo, a veces se mira con él más que con dos, ha sido una decisión política, no hermano Hiram, ha sido una cuestión económica, a los jesuitas les dio por ejecutar las propiedades de algunos pequeños agricultores que no podían pagar los préstamos de avío, éstos se quejaron al ayuntamiento de Quetzaltenango, el ayuntamiento a Rufino, y Rufino se los remitió a don Miguel para que los expulsara del territorio nacional… ¿y cuál fue la reacción del presidente?… le dijo a Rufino que, puesto que había sido él quien había metido al Gobierno en ese berenjenal, que viera cómo lo arreglaba, porque él no expulsaba a los jesuitas, caray pero cómo sería la cara que le puso La Pantera que don Miguel terminó echando a los esejotas… ¿y cómo Néstor no hizo algo para que no echaran a su hermano?… no lo sé, Hiram, pero sus gestiones por retener a Rafa en el país fueron vanas, qué tragedia, pídame lo que sea, licenciado, le dijo el presidente a Néstor, lo que sea menos eso, Rufino me ha puesto entre la espada y la pared, y si me resisto a echar a los jesuitas, los radicales tomarán las riendas y sería el fin de la moderación, entiendo, yo quería hablarle, animarle un poco, pero no sé dónde anda, le he perdido la pista desde ayer, ha de estar muy dolido, Néstor es leal al presidente, pero, caray, es difícil seguir siéndolo después de algo así… ¿pudo al menos ver a Rafa?… sé que reunió algo de plata para ayudarle, pero, una vez más, su hermano no quiso hablar con él…

El Liberal Progresista, 6 de septiembre de 1871 Proclama del general J. Rufino Barrios, Comandante de Occidente

(…) Vuelvo una vez más a empuñar la espada para salvar a nuestros hermanos de la tiranía de quienes, apoderándose de la bandera de la religión, quieren implantarse de nuevo en nuestro suelo. Unos cuantos ambiciosos que no reparan en medio alguno para conseguir sus fines quieren tomar el pretexto de la expulsión de los Padres de la Compañía de Jesús, quienes han dividido e instigado a hermanos contra hermanos. Expulsados de casi todo el mundo católico, estos hombres, en vez de verdadera religión, tienen solamente egoísmo. Son hombres que no tienen patria (ellos mismos lo dicen) y no pueden ser más nocivos, porque los hombres que no tienen patria carecen del más bello blasón de la humanidad. Son también hombres sin familia que deben ser excluidos de nuestro país porque nada les importa que nos matemos, y más que ministros de Dios, debíanse llamar teas de discordia (…)

El Liberal Progresista solía publicar en la última página de cada número alguna poesía, género al que los lectores eran asiduos. La patria iba a cumplir, además, 50 años de independencia y, entre las composiciones que le habían pasado a don Porfirio para que insertara la que mejor le pareciera en el número especial dedicado a la efeméride, había una que, a juicio del cajista, era ejemplar, una fábula remitida por un lector anónimo, la cual llevaba por título De un charco en la cercanía.

Y como a don Porfirio la libertad de expresión le había cambiado un tanto la conciencia y don Elíseo andaba muy ocupado en otros negocios ese día, el bueno del cajista, sin encomendarse a Dios ni consultarlo a su corte, empezó a meter los dedos en las cajas y a alinear letras en el componedor, al tiempo que recitaba entre dientes la fábula que decía así:

De un charco en la cercanía

una luciérnaga estaba

que con su luz alumbraba

lo que en su entorno había.

Incómodo, un sapo obsceno,

de que viesen su figura

sobre la pobre criatura

derramó su cruel veneno.

Díjole ella suspirando:

hermano, ¿qué te hecho yo?

I él, muy bravo, respondió:

¿i esa luz que estás echando?

16 de septiembre de 1871 Casa Presidencial

—¿Has venido a amenazarme? ¿Es eso lo que te ha traído a mi despacho?

—He venido a prevenirte, pero si quieres tomarlo de otro modo, es tu problema. Sólo te repito, eso sí, que no podéis seguir haciendo monstruosidades.

—¿Monstruosidades? ¿De qué me hablas, Joaquín?

—De que las huestes de Rufino actúan en Santa Rosa como bandoleros. Asaltan las casas, cometen robos sacrílegos, afrentan a los sacerdotes, ofenden su honor, no respetan su inmunidad eclesiástica y les obligan a abandonar las parroquias bajo amenazas de muerte. Y eso no es todo. También detienen arbitrariamente a las personas, las azotan, las torturan, saquean sus casas, las incendian. Y a ese vendaval de sangre, vosotros tenéis el descaro de llamarlo la Pacificación de Oriente. ¡Estáis convirtiendo el país en un infierno!

—Estáis es multitud.

—¿Quién es el responsable, entonces, de las masacres, los fusilamientos, las torturas a mujeres y niños en presencia de padres y esposos, los atropellos, las violaciones, los ranchos quemados y las siembras destruidas?

—Tú sabes muy bien quiénes son los responsables. El obispo y los jesuitas han financiado la revuelta y las armas. La culpa es de ellos. Ahora, que lo rasquen. Las guerras tienen estas servidumbres.

—¡Qué servidumbres ni qué joder, Néstor! ¿Dónde has dejado tus principios de libertad y tolerancia?

—¿Y dónde has dejado los tuyos, pasándote a los serviles, armando a los campesinos y uniéndote a los curas para que llamen a la guerra santa desde el púlpito? Yo lucho por un gobierno de leyes justas, de libertad y de respeto a los derechos individuales. ¿Por qué es lo que luchas tú?

—Te has vuelto un cínico, Néstor. Igual que todos los tuyos. Primero corrompéis la doctrina y luego os escudáis tras ella.

—Eso no es cierto.

—Asesináis sin piedad y obligáis a que la prensa calle. ¿Dónde está la libertad de imprenta que con tanta soberbia proclama el Gobierno? ¿Y dónde el respeto a los derechos de las personas?

—¡Dónde, dónde, dónde! ¿Te han nombrado acaso inquisidor los curas?

—¿Cómo tienes el descaro de decir que luchas por un gobierno de leyes, cuando no hay día que no violéis media docena?

—Al menos no soy un desertor como tú.

—¡Tú eres el que ha desertado, no yo!

—¿Y tú quién eres para juzgarme? ¿Qué te ocurre? ¿No puedes entender que no estoy contra ti ni contra tu fe? Sabes que el general, y todos los que estamos con él, hacemos cuanto está a nuestro alcance para frenar a Rufino, pero todo lo que se os ocurre es echar más leña al fuego. ¿Qué es lo que esperas de nosotros?

—Nada. Ya no espero nada. Y menos de ti. Pero es necesario que alguien te diga las verdades del arriero.

—Que son las de cualquier patán.

—¿Te atreves a negar que toda esa retórica sobre la libertad y los derechos es bagazo para el ganado, y no para la gente que sabe, y que lo que llamáis liberalismo es irreligión pura y simple?

—Por supuesto que lo niego. Tú me conoces, no soy un comecuras. Pero te diré algo. En tiempo de tinieblas, la mejor guía de los pueblos es la religión, del mismo modo que en la noche, un ciego es nuestro mejor lazarillo. El ciego conoce los senderos mejor que quienes pueden ver. Pero, cuando viene la luz, es una insensatez utilizar a los ciegos como guías. Lo dijo un ilustrado que debió de pasar por un problema parecido al nuestro. Y yo estoy de acuerdo con él.

—Te desconozco, Néstor. Nunca imaginé que tuvieses tantas gavetas.

—¿Crees que estaría en el gobierno si éste promoviera la destrucción de la Iglesia católica?

—A los hechos me remito, no a tus palabras.

—Pues te equivocas de medio a medio. Nosotros sólo pretendemos que la Iglesia deje de ser el primer poder de la nación. Queremos reducir su esfera a lo puramente religioso y que los clérigos reconozcan la autonomía de lo político y lo civil respecto de lo sagrado. Eso es todo. No hay más.

—¡Qué puede decir un descreído de las cosas que no sabe!

—No pido que creas a un descreído, sino a un amigo.

—¿Amigo? Tú no eres mi amigo.

—¡Qué país! Incluso la gente ilustrada parece haberse puesto de acuerdo en botar a un gobierno moderado y promover la anarquía.

—Conmovedor: libertad, moderación, democracia. De esa tos murió mi chucho.

—Pues sigan así, continúen azuzando a la chusma y en pocos meses estaremos todos comiendo cera. Ustedes, nosotros y la chusma.

—Sois unos criminales y lo peor del caso es que os importa un bledo serlo.

—Si no estuviéramos donde estamos, te ibas a tragar ese insulto.

—¿Sólo eso te pide el cuerpo? ¿Romperte el hocico conmigo? Si no tuvieras, como tienes, el amparo del Gobierno ibas a saber lo que vale un peine.

—¡Ordenanza!

—Sí, licenciado.

—Acompañe al señor a la puerta.

—Me das pena, compañero. Ahora veo que, en el fondo, has sido siempre un canalla que se escondía tras su modito inglés y sus dotes de actor. En mala hora te salvé la vida, desgraciado. Más me hubiera valido caer muerto. Pero ándate con cuidado. Un día, tú y yo vamos a tener que arreglar las cosas como lo hacen los hombres.

El Liberal Progresista, 25 de septiembre de 1871 Las tropas del general J. Rufino Barrios han derrotado a los insurrectos en Fraijanes y Cerro Gordo, y han entrado triunfalmente en Cuilapa, Santa Rosa. La victoria ha sido total. Los rebeldes han huido a Honduras y en la capital se prepara un honroso recibimiento al salvador de la Patria.

26 de octubre de 1871

Asociación Anticlerical La Antorcha

—¡Compañeros! Hacer de Guatemala la nación que no es, pues hasta el día de hoy ha sido más ecclesia que nación, constituye nuestra responsabilidad primera. Por ello, la revolución habría sido ineficaz, e infecunda la sangre derramada, si los jesuitas hubiesen permanecido en el país. Esta sociedad secreta, esa casta de traficantes, agiotistas y usureros que, amparada tras una doctrina religiosa, hacía más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, se había apoderado del Gobierno, dizque para mayor gloria de Dios. Tenían en un puño al país desde los días de Carrera, y no reconocían otra autoridad que la de ese soberano absoluto, y para más escarnio extranjero, que se llama Pío IX. ¡Pero los guatemaltecos no somos ciudadanos de Roma ni súbditos de ningún Papa! La filosofía y la historia enseñan que ninguna nación puede ser libre bajo la sofocante y tenebrosa influencia de la Compañía de Jesús. Por eso fue necesario deportar a esa casta perversa y, con ella, al arzobispo. ¡Que no les quepan dudas, compañeros! ¡Fueron los jesuitas y el prelado quienes promovieron la insurrección y el derramamiento de sangre en Santa Rosa! Ahora, los serviles arrojan ceniza sobre sus cabezas porque les hemos vencido, pero yo les digo a la cara: ¿no confiaban en que la Providencia se pusiera de su lado? ¿No querían un juicio de Dios? ¡Pues ya lo tienen! Dios ha juzgado y dispuesto que los jesuitas se vayan de Guatemala. ¿Y qué dios creen ustedes que ha juzgado este asunto, el de ellos o el nuestro? Sólo hay una respuesta, amigos míos: ¡ha sido nuestro dios quien ha decidido a quién entregar el poder y la victoria! ¡Es nuestro dios quien ha triunfado, por las razones que aducen estas hojas que circulan en la ciudad desde hoy, escritas por el gran Talleyrand! Nuestro dios ha vencido porque el de los jesuitas, el de los obispos, el de los papas y los serviles no es el padre de Cristo ni la Primera Persona de la Trinidad. Es un dios inventado por ellos, un dios codicioso que se mezcla e interviene de manera mezquina en los asuntos terrenales, un dios que Cristo no reconocería si volviese hoy a la Tierra. Por eso fue derrotado por el nuestro, por el dios verdadero, el dios de la humana razón, el dios de toda pureza, toda justicia y toda piedad. ¿Qué clase de ministros sagrados pueden ser quienes, como los jesuitas, sólo apetecen poder y riquezas, siembran la división entre los cristianos y son soberbios, intolerantes y vengativos? ¡Fuera del país esa lepra! ¡Y si se les ocurre regresar, que sepan que no quedará uno con vida! Pero no quisiera excederme en esta ocasión, compañeros. Hoy es un gran día para nosotros. La revolución debe proseguir sin clemencia ni indulgencia con medidas como éstas a fin de imponer la libertad en el país y salvar a la plebe ignorante de una servidumbre de siglos. ¡Por la revolución radical, compañeros! ¡Por la abolición del estado confesional! ¡Por la educación laica, la libertad de conciencia y la expulsión de los curas de los cargos públicos!