4. En casa de don Miguel

17 de agosto de 1871,

Cervecería Bertholin

…ayer estuve en el club, deberías ir un día por allí, no tengo tiempo, Hiram, ando muy ocupado, acércate una tarde, Néstor, sólo por curiosidad, ¿sabías que ya no se llama Hermandad del Gorro Frigio?, no, no lo sabía, ahora se llama Asociación Anticlerical La Antorcha, por la luz que imparte, supongo, no, por lo incendiaria que es, ¡ah, la gran!, dicen cada cosa, ¿aún sigue en el mismo sitio?, no, el club está ahora en un mesón cerca del Calvario, ¿y quién lo gobierna? ¿Juliano, Lucio, Basilio?, de la vieja guardia quedan pocos, salvo Saint-Just, ha sido él quien ha hecho de la antigua sociedad de ideas un club de jacobinos, qué pena, ¿y cómo está nuestro amigo?, se ha vuelto más amargo que la quina, ¡los escépticos que no tengan fe, tronaba la otra noche, los que dudan y los estreñidos deben dar paso a los audaces!, se refería a García Granados, ¿tú qué crees?, nunca pensé que llegara a ese extremo, pues ya ves, no es una mala persona, pero siempre fue un comecuras, yo mismo salí asustado de allí, porque ve, una cosa es quitarle las tierras a los frailes y otra cortarles el agua, ¡no hay revolución sin terror!, despotricaba, ¡hay que meterles el miedo en el cuerpo! ¡ni una sotana en las calles!, ¡fuera los curas de los cargos públicos! ¡exigimos la abolición del estado confesional y la expulsión de los jesuitas!, ¿eso dijo?, deberías hablarle a tu hermano, no quiere verme, está muy dolido conmigo, sólo sabe decir que, si mi madre se levantara de la tumba, volvería a morirse del disgusto, pues deberías insistir, esto de las órdenes religiosas huele a chucho muerto, exageras, Hiram, no lo creo, Rufino ha detenido a los jesuitas de Quetzaltenango y se los ha enviado al general esta madrugada, no sabía eso, pues ahora lo sabes, ¿y para qué quiere traerlos aquí?, ¿cómo que para qué?, para que García Granados los expulse, eso, Hiram, no lo va a hacer el general, pues Rufino le ha endosado ya la pacaya, ¿cómo puedes estar tan seguro?, me lo contaron en La Antorcha, todos saben allí que Saint-Just es el hombre de Rufino aquí, en la capital, el que agita y hace propaganda en su nombre, es inteligente, tiene la chola y la verba, una cosa es ser inteligente y otra tener razón, sabio raciocinio, tu hermano tiene que cuidarse, el otro día Saint-Just se mandó decir que el arzobispo Piñol y Aycinena conspira contra la revolución y que hay que sacarlo del país con la cola entre las patas, si no con los pies por delante, peligroso, deberías insistirle a García Granados, lo haré, Hiram, pero el general tiene las manos atadas, pues que se las desaten pronto, pues de lo contrario esto va a acabar muy mal, ¿quieres otra cerveza?, ¿sí?, ¡Don Bertholin, otras dos cervezas y unas tortillas con frijol!

18 de agosto de 1871, pasquín callejero ¡García Granados, traidor! ¡Juraste salvaguardar a la Santa Madre Iglesia i ahora escupes en sus muros, persigues a sus ministros i quieres expulsar a sus más ínclitos pastores! ¿Qué te han hecho los jesuitas? ¡No saldrás con bien de esta traición! ¡Te espera el infierno! ¡Pero no en el otro mundo, sino en éste!

«La casa del general estaba situada en la calle de Belasco, casi esquina a la del Oratorio, y se había convertido en una especie de salón de debates que doña Cristina alentaba y el general presidía. Era allí donde, entre molletes y tazas de chocolate, mejor se palpaba la euforia de la revolución. Militares, comerciantes, sobalevas, fiebres de raíz conservadora, serviles convertidos al liberalismo, buscones de prebendas y empleo y hombres de siete colores, como les decían a los oportunistas que aspiraban a medrar con la nueva situación, se reunían por las tardes en aquella casa.

»El general solía ser el centro de atención de la tertulia. Hombre de aspecto frágil, pero elegante y muy culto, de voz suave y gran facilidad de palabra, había heredado el gracejo andaluz de sus padres y eso hacía de él una persona muy simpática. ¿Conoces a don Miguel, Elena?

»—No, nunca he hablado con él.

»—Todavía vive, aunque está muy enfermo. Su padre fue un comerciante gaditano que, luego de hacer fortuna en Guatemala exportando añil, se regresó a España. Y allí nació don Miguel, en el Puerto de Santa María, un pueblo que da a la bahía de Cádiz. Eran malos tiempos para la Madre Patria. Napoleón había invadido la península y cercaba Cádiz con su flota. El padre de don Miguel logró un permiso para salvar el bloqueo y se regresó a Guatemala con su familia. Don Miguel tendría entonces uno o dos años de edad. A los catorce entró en la milicia. Estudió después en Inglaterra y Estados Unidos y luchó al lado de los liberales de Morazán. La tía decía de él que llevaba la libertad en los labios y la aristocracia en el corazón. También se decía eso de Bolívar y otros próceres, pero estoy convencida de que don Miguel ha sido siempre más liberal que conservador.

»El día del que quiero hablarte, no me acuerdo de la fecha, don Miguel estaba muy platicador.

»—Cuando entramos en la capital —nos contaba—, monseñor Piñol y Aycinena me susurró antes del Te Deum: <Cuida mi iglesia, Miguel>. Y yo voy a cumplir mi palabra. No cederé a la coacción de los extremistas que pretenden destruir la religión y las instituciones políticas del país. No cometeré el error que se cometió hace cincuenta años.

»El general volvió los ojos hacia Néstor y hacia mí y, tal vez percatándose de que había cosas que los más jóvenes no sabíamos, hizo una pausa y continuó de esta guisa:

»—Luego de la independencia de España, se formaron en América Central dos partidos, el liberal y el conservador. No hablaré mal de mis adversarios, pero el error de nuestro partido entonces fue creer que a un pueblo se le puede cambiar en dos días por medio de un decreto o un librito llamado Constitución, y en pensar que, de gentes ignorantes y bárbaras, como lo son aún las nuestras, podían salir ciudadanos en dos días, quiero decir, gente que conociera sus derechos y que tuviera, además, la voluntad y la capacidad para defenderlos. Un vuelco tan deseable sólo es obra de la educación, el tiempo y una larga práctica de las instituciones políticas. Soy un hombre liberal, pero siempre he creído que la exageración de todo principio, sobre todo el de la libertad, lo perjudica, lo desacredita y lo lleva a la destrucción. ¿Cuál fue la suerte de la América Central a causa de la ceguera de liberales y conservadores? Un territorio partido en cinco republiquitas.

»Tomó un sorbo de jerez y dirigiéndose a Néstor, y solo a Néstor, como si fuese la única persona en el salón, agregó muy serio:

»—No cometeré el mismo error, por más que insista Rufino. No gobernaré por impulsos, como él quiere, ni haré las cosas como se hicieron entonces, deprisa y sin reflexión. Hasta hoy nuestro país no había tenido necesidad de estudios para saber cuál es el origen del hombre y del Universo. La doctrina religiosa le daba las respuestas. Y eso no se puede cambiar de un día para otro. Guatemala perdería el punto de apoyo que la ha sustentado por siglos, y que es la fe católica, yema política de todo país analfabeto. La nuestra es una sociedad de creencias, no de ideas. Y lo seguirá siendo muchos años, pues las ideas son aquí patrimonio de unos pocos, en tanto las creencias, más intensas y fuertes, son cosa de la mayoría. Y ésa es una barrera en la comunicación muy difícil de superar. Por eso es necesaria la Iglesia. No se puede abolir el pasado de golpe. Lo prudente es hacer reformas paulatinas que vayan educando al pueblo y, después de algunos años, cuando el terreno esté abonado y listo, hacer otras de mayor cuantía. No fomentaré, por tanto, el odio contra las clases altas, pues no se trata de bajar a los que están arriba, sino de subir a los que están abajo. Se puede elevar el bienestar de los muchos sin necesidad de despojar a los pocos. Pero tampoco daré tregua a los conservadores radicales que se oponen a los cambios. Quiero hacer una política que concilie el pasado con el futuro, pues, a la postre, somos personas y no encinos que pueden ser arrancados de gallos a medianoche y reemplazados por palos de especie distinta.

»Yo tenía la mirada puesta en las baldosas. Siempre había imaginado que la revolución iba a ser algo tan simple como cambiarse de pamela. ¡Eramos tan inocentes! Creíamos que la revolución se nutriría del idealismo que la había alentado hasta el día de la victoria. Pruritos de la edad, imagino. Sabíamos cómo entregar el corazón, pero no teníamos picardía ni experiencia. Y ni siquiera la congénita cautela de Néstor fue bastante para anticipar lo que se nos vino encima.

»—¿A los dos?

»—No, Elenita. A los tres».

»Alcé la mirada de las losas y, al posarla en la del general, un hombre atrapado en las mismas contradicciones que todavía vivimos, sentí una inmensa simpatía por él. Pero al tiempo que lo escuchaba, arrobada, sentí de pronto una atracción misteriosa que venía de una esquina del salón.

»Volví los ojos hacia allí y vi a un hombre apoyado en la pared, semioculto por las sombras. Cuando lo reconocí, experimenté un escalofrío, como si alguien de otro mundo hubiese vuelto para pedirme cuentas.

»Aquel hombre era Joaquín Larios. No le había visto desde que fui a visitarle al hospital, cuando los hombres de Cerna lo golpearon. Aún llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo, había perdido peso y su rostro mostraba la palidez del convaleciente.

»Néstor, quien también lo había localizado, se separó de mí, se acercó a su amigo y le dio un abrazo, gesto que Joaquín no devolvió. Se quedó inmóvil, mirando hacia mí y sin prestar atención a Néstor. Y en ese preciso instante me di cuenta de que el hombre que tenía enfrente había dejado de ser el Joaquín afectuoso y devoto que nos había acompañado a la tía y a mí en nuestras horas difíciles.

»Tuvimos una conversación formularia. Le pregunté cómo seguía y él me dijo que bien, a secas. Habló poco y en voz baja, como si temiera que su voz pudiera delatar alguna emoción o algún secreto. De vez en cuando lanzaba hacia Néstor ese tipo de mirada reticente y furtiva que las personas dirigen a quienes apenas conocen. Y no sé cómo explicarlo, Elena, pero de golpe me asaltó la sospecha de que Joaquín sabía algo de nuestra relación con Néstor. Sólo era una suspicacia, pues ambos habíamos guardado una discreción extrema. Pero la mirada de Joaquín despedía tanto dolor que me hizo sentir ingrata y mortificada a un tiempo. Me decía en silencio algo así como: te has olvidado de mí, y el pago por mis atenciones, por mi apoyo emocional y mi generosidad durante estos años ha sido acostarte con Néstor en cuanto apareció por Guatemala.

»Y desde aquella bendita tarde caí en una consternación tan incómoda que, ni aun en brazos de Néstor, podía apartar de mí aquel gesto dolorido con que Joaquín me miraba en la casa de don Miguel».

Cuilapa, Santa Rosa,

19 de agosto de 1871

¡Hermanos! ¡Los vástagos más pervertidos de esta querida tierra se han alzado contra Dios! ¡Se burlan de la moral religiosa, de Nuestro Señor Jesucristo y de las verdades más sagradas! ¡Nos insultan, nos persiguen, nos afrentan! ¿Qué se puede y se debe hacer ante una situación como ésta? ¿Poner la otra mejilla? ¡Oh Religión Santa, consuelo único, felicidad y reposo del cristiano! ¿Cuándo has ordenado a tus hijos tomar las armas para que se maten entre sí? ¡Jamás! La paz ha sido siempre nuestro emblema. Pero hoy los impíos amenazan destruirte. Hoy los renegados de nuestra sagrada Fe pretenden arrancar el corazón a tus fieles. Y ante hechos así, hermanos, ni la Iglesia ni sus hijos pueden permanecer impasibles. ¡Lanza y machete contra los bárbaros! ¡No podemos consentir que se nos arrebate nuestra religión! ¡El liberalismo separa al hombre de Dios, lo declara árbitro de su destino, lo ata a la estúpida carreta de la democracia y lo precipita sin freno al abismo de sus pasiones! ¡No hay tal cosa, hermanos, como la soberanía popular, porque no hay más soberano que Dios! ¡Por eso es preciso detener a esos herejes! ¡Y no soy yo quien os lo pide, sino la Virgen Santísima y Nuestro Señor Jesucristo! Los católicos hemos sabido siempre derramar nuestra sangre cuando ha sido necesario para ahogar en ella a los impíos. ¡Unámonos a las fuerzas que combaten la ponzoña liberal! ¡La Providencia está con nosotros! ¡Con el signo de la cruz venceremos! ¡Y en nombre de Dios os aseguro que, aquéllos que hagan la guerra a esa canalla y perezcan en la lucha, serán inscritos con letras de oro en el libro de los mártires que con su sacrificio alcanzaron el reino de los justos!