3. Desencuentro en palacio

19 de julio de 1871,

Palacio de Gobierno

Néstor Espinosa abandonó su despacho situado en la Casa Presidencial y cruzó la calle de Mercaderes. Caminó bajo el Portal de los Soldados, el largo pasaje de cuarenta arcos que ornaba la fachada del palacio de Gobierno, y entró por la puerta principal del edificio ante el amistoso saludo de dos veteranos de la batalla de Laguna Seca.

No era propiamente un palacio. Lo llamaban así por tradición. Era un enorme edificio de una sola planta cuyas dependencias conservaban la austeridad de un recinto militar, ya que, hasta medio siglo antes, había sido la sede de la Capitanía General de Centroamérica. De hecho era más cuartel que palacio, pero la blanquísima arquería de la fachada le otorgaba esa notación de grandeza a que toda ciudad modesta aspira.

Su acceso daba a un gran patio interior donde la grama crecía por entre la sisa del empedrado. Soldados vestidos de dril entraban y salían con bultos que apilaban y ordenaban en el corredor sostenido por rústicas pilastras de madera. El trajín, y la profusión de fardos y cajas que ocupaban los pasillos delataban a primer golpe de vista que el edificio estaba siendo evacuado.

—¡Vaya, vaya, al fin apareció el ausente! ¡Como que nos había echado tierra encima, licenciado!

Néstor se volvió al reconocer la voz y tendió sonriente la mano a Rufino.

—Usted siempre tan jodón.

No se veían desde el día de la victoria. Rufino había recibido el encargo de mantener el orden en la ciudad y, a tal fin, había convertido el salón de recepciones de palacio en almacén de armas, cocina, bodega y dormitorio de una parte de la tropa.

—Estoy harto de ser policía —le dijo a Néstor sin más preámbulos—. Me voy a Quetzaltenango. El general me ofreció el Ministerio de la Guerra y le dije que no. Prefiero ser Comandante de Occidente.

Néstor le observó con curiosidad. Rufino mostraba un aspecto muy diferente al de los días de la campaña libertadora. Se había rasurado la barba, traía el cabello muy corto y una perilla que ascendía hasta el bigote por las comisuras de los labios. Se había despojado de la garibaldina roja y la había reemplazado por un chaquetón de anchas solapas, camisa blanca, impecable, lazo negro y botas de montar. De su apariencia anterior, sólo conservaba la fusta que llevaba en la mano izquierda.

—Le mandé llamar porque quiero pedirle un favor. Ando un poco apurado, así que seré breve —dijo tomando a Néstor del hombro y echando a andar por el corredor—. Quiero que se venga conmigo.

—¿Adonde?

—A Quetzaltenango. Necesito a alguien como usted, un jurista que me asesore. Es preciso cambiar leyes y códigos, y yo de eso no sé ni papa.

Néstor respondió con el silencio. No era verdad que Rufino se hubiese cansado de ser gendarme. Todos sabían que el problema era su pésima relación con García Granados y que su tropa inspiraba desasosiego en la ciudad por el carácter intimidatorio de los soldados y la falta de respeto a los vecinos.

—Usted sabe lo que ocurre aquí —dijo, deteniéndose en una de las rinconadas del corredor—. De tener por presidente un Huevosanto hemos pasado a tener un Huevotibio. Dígame, licenciado, usted que lo conoce bien, ¿qué se puede esperar de un tipo que se queda en la cama hasta el mediodía y se pasa las tardes en tertulia y sorbiendo chocolate?

Néstor aguantó la embestida de aquellas pupilas apremiantes y escrutadoras que taladraban a la gente hasta vencer su voluntad y que le recordaron la primera vez que se cruzó con ellas en la Posada de las Ilusiones de Villahermosa. En la calle habían empezado a llamar a Rufino El león de San Marcos. Otros le decían La Pantera. Pero, fuera cual fuese el felino con el cual le identificaban, pocos sabían lo que era estar frente a él.

—Ese viejo aguacate no tiene los faroles necesarios para hacer lo que hay que hacer y, a este paso, vamos a comer de lo que come el zope. Y como él lleva un camino diferente al mío, lo mejor es largarse de aquí y que vea cómo se las arregla solo.

—Debería tener paciencia.

—¿Cómo quiere que la tenga con un viejo, que no es más tonto porque no pone empeño, y que «en aras de la conciliación nacional» —dijo parodiando la voz de García Granados— se rodea de oportunistas y liberales recién paridos? Eso no fue lo que pactamos en Chiapas. El general se ha limitado a dar un golpe de Estado, no a hacer la reforma de que hablamos.

—No se puede ir tan aprisa, usted lo sabe. Apenas llevamos tres semanas en el gobierno.

—¡Ya suena usted igual que ese viejo chocho! En política, lo que no se hace pronto, no se hace.

—Es verdad que las presiones y los intereses frenan los cambios, pero tenemos un país que inventar y aún no conocemos el invento.

—Aquí no hay nada que inventar, porque todo está inventado. Yo he visto cómo lo hizo Juárez en México. Lo primero es quitar el poder a la Iglesia. De un sopapo. El poder civil debe estar por encima del religioso. ¿Y eso cómo se hace? Muy sencillo: dejando a los curas sin plata, quitándoles el diezmo, las propiedades urbanas, las fincas y el negocio de la usura y el préstamo. Y con las tierras ociosas de los indios, igual. Hay que sacarlas a subasta y que los nuevos dueños las siembren de café. Y que las trabajen los indios. Por las buenas o por las malas. Hay que movilizar a esa raza indolente y hacerla más productiva. Y ese arbusto es la solución. Lo sé por experiencia. Mi padre fue de los primeros en cultivarlo. El ferrocarril, el telégrafo, los nuevos caminos, la educación laica, el matrimonio civil, vendrán a renglón seguido. Pero el general quiere hacerlo todo por pocos y a paso de tortuga. Y yo no voy a bendecir esa política. La revolución corre peligro y él no quiere entenderlo. Así que, antes de que nos saquemos la madre, me marcho.

Néstor asintió en silencio, no en señal de darle la razón, sino de entender lo que Rufino se traía entre manos.

—Véngase conmigo, lie. Véngase a cambiar el país de a de veras. Tengo planes. Fundaré un periódico, organizaré un ejército moderno, pondré a la nación en marcha.

—Pero, ¿cómo y con qué dineros? El gobierno no tiene plata ni para pagar a sus empleados. Y los ingleses nos tienen entre la espada y la pared a causa de la deuda que Cerna contrajo con ellos. Arrancar va a llevar meses.

—No hay tiempo qué perder, licenciado. Y si el viejo no me da los reales necesarios para defender la revolución, haré una colecta pública y compraré yo mismo las armas.

—¿Las armas? ¿Qué armas? ¿Lo sabe ya don Miguel?

—¡Claro que lo sabe! Pero su prioridad no es la revolución, sino esa babosada de «la conciliación nacional», y andar por ahí, de viva la flor, sin hacer lo más urgente.

—¿Y quién nos va a dar esa plata, si somos pobres y estamos en quiebra?

—Hay gente dispuesta a anticiparla.

—¿A cuenta de qué?

—A cuenta de las tierras ociosas que vamos a expropiar al clero y a los indios.

—No entiendo.

—Se las adjudicaremos a quienes nos anticipen la plata.

—Pero eso es una barbaridad.

—¿Sabía usted que los conservadores preparan una insurrección en Santa Rosa? Pues sépalo de una vez: la culebra sigue viva, aunque la hayamos cortado en dos. Y lo peor es que aún conserva el veneno.

—¿Cuál veneno?

—No sea mudo, licenciado. ¿Cuál va a ser? ¡La plata de la aristocracia y de la Iglesia! Los ricos no hacen revoluciones, las financian. Por eso le necesito. Son personas como usted y como yo las que debemos dar caravuelta al país. Conseguiré el dinero en unos días y, cuando lo haya reunido, quiero que viaje a Nueva York y compre allí mil rifles Remington. Usted sabe cómo hacerlo. Ahora, además —sonrió—, no tendrá que atravesar la selva ni la sierra. ¿Qué dice?

«Digo que lo que usted pretende —estuvo a punto de responder Néstor— es armar una milicia por su cuenta y convertirse en un poder al margen del presidente». Pero se abstuvo de hacerlo. En cambio se preguntó si Rufino no se estaría planteando la táctica mesiánica del retiro y el retorno, como la seguida por Moisés, Mahoma, Lutero, Talleyrand, Jesucristo o Cincinato. Todos ellos habían regresado tras una larga reclusión en un monte, un castillo o el desierto. Incluso el motzoc recurría a esa táctica, cuando se retiraba a su escondrijo. Y por lo que podía discernir, Rufino, un hombre que jamás retiraba el dedo del renglón donde lo ponía, aspiraba también a regresar algún día de su voluntario aislamiento con las tablas de su ley en una mano y un Remington en la otra.

—¿Qué digo? —contestó Néstor—. ¿Qué quiere que le diga? En el tiempo que estuve a su lado aprendí de usted muchas cosas, pero hay una que no he olvidado. Yo sólo fusilo a traidores, me dijo en una ocasión. Bueno, pues a mí los traidores me causan la misma repulsa, quizás porque fue uno de ellos quien cambió mi vida sin pedirme permiso. ¿Cómo quiere que sea ahora desleal a quien ha librado al país de un régimen indeseable?

Rufino guardó un sorprendido silencio.

—Ya veo. Está con ellos a morir. Con los aguados y los huevostibios.

—Siento una gran admiración por usted —dijo Néstor, en tono amistoso—. Y aunque no nos entendamos a veces, le comprendo y le respeto. Pero dividir la revolución me parece un error.

Rufino alzó la barbilla. Ambos eran de parecida estatura, pero Rufino exageró la pose con el fin de mirar a Néstor hacia abajo.

—Me equivoqué con usted. No es sólo que esté con ellos, es que, en el fondo, me desprecia como toda esa podrida penca de aristócratas.

—Eso no es justo, Rufino. Le repito que le admiro, pero todo lo que tiene de excepcional lo echa a perder con ese su carácter tan volado. No se le puede hablar con sinceridad sin que se ofenda. Confunde razonar con rechazar y cree que, cuando alguien le lleva la contraria, le disputa su autoridad. Y eso no es así.

—Déjese de rumbos, licenciado. Usted me tiene a menos, igual que toda la corte de inútiles que rodea a ese viejo chocho. Para ellos no soy más que un mestizo hecho a machetazos.

—¿Por qué siempre piensa mal? ¿Por qué tiene que tomarse las cosas tan a la tremenda? Usted es…

Rufino le puso a Néstor el índice bajo la barbilla, como lo había hecho una vez en el Grijalva, y haciendo silbar las palabras entre los dientes, dijo con deliberada lentitud:

—Yo sé quién soy, licenciado. Y sé muy bien lo que quiero. ¡Ahora, váyase de aquí! En realidad, no le necesito.

Y girando sobre los talones, se alejó taconeando con arrogancia las losas del corredor.