«Tras aquel augural 30 de junio, Néstor y yo guardamos una discreta, pero desaforada, relación amorosa. Mi sensualidad había brotado de repente y yo no sabía cómo manejar aquel cúmulo de sensaciones nuevas. Vivía en un estado febril, abrasada en un sofoco que sólo experimentaba alivio tras las convulsiones del éxtasis. Amar se había vuelto para mí una demencia, un perturbador motín de los sentidos que me era muy difícil sujetar.
»Ignoraba yo hasta qué extremo el amor carnal te puede alterar la vida y sólo sé decirte que la mujer que había habitado en mí hasta esos días empezó a caducar con una celeridad insospechada, al paso que surgía otra más complicada y ansiosa, y excuso decir, más desinhibida.
»Los primeros días, sin embargo, no fueron muy felices. El tifus se había llevado a doña Genoveva, la madre de Néstor, unos días antes de que el ejército libertador entrara en la capital, y Rafael se negaba a verle ni hablarle, pues tenía a Néstor por poco menos que la casaca de Judas. Pero, con todo y el dolor que le causaba el silencio de su hermano y no haberse podido reconciliar con su madre, Néstor no se derrumbó.
«Ayudaba, desde luego, el júbilo que vivía el país. Pasar de lo viejo a lo nuevo engendra una euforia contagiosa que alivia traumas y olvida pesares. De un estado de abatimiento y baja estima, quieres pasar a otro más animoso y risueño. Y ésas eran en aquellos días las emociones de un pueblo que deseaba borrar las huellas del pasado. Vivíamos… ¿cómo explicarlo?… una conciencia inédita, un cambio de mentalidad semejante al que suscita, imagino, el nacimiento de una herejía. La libertad era una fiesta y aunque, por el luto de Néstor, no nos entregamos a sus júbilos, sí nos dimos a sus transgresiones.
»Hacíamos el amor en mi casa, cuando la tía, quien ya no conocía a nadie, se retiraba a su alcoba y las mucamas, a su cuarto. Pasábamos la noche juntos y cuando volvíamos a vernos, todo era nuevo otra vez: nuestros cuerpos, nuestros jadeos, nuestra fiebre. No deseábamos otra cosa que incinerarnos en aquella hoguera, esquiva a todo lo que mermara su ardor. Descubrir una sensibilidad oculta o una voluptuosidad inesperada bastaban para que nos abandonáramos a ellas sin censura. Habíamos perdido la inocencia y, sin embargo, nos regocijábamos de ello sin pudor, entregándonos uno al otro hasta que las fuerzas nos vencían. A ninguno de los dos le importaba quebrantar unas normas morales que hasta esas fechas habíamos acatado mientras otros, más hipócritas, las violaban en secreto. Y a lo largo de dos meses nos amamos sin contrición ni remilgos y sin que el deseo de poseernos diera muestras de atenuarse. Qué te voy a decir que no sepas. No hay nada que se parezca al encuentro con esa enajenación en que los sentidos se arrebatan y te elevan a las cúpulas más altas del placer.
»Pero hubo un despertar aún más perturbador que nos dejó, no sólo a Néstor y a mí, sino a toda la nación, desconcertados. Veinticuatro horas después de haber tomado el poder, don Miguel García Granados decretó la libertad de imprenta. Y desde ese día en adelante, la vida, la cultura y la idiosincrasia del país, tal y como yo las había conocido, empezaron a declinar, al tiempo que otras insospechadas iniciaban su andadura.
»Por primera vez en nuestra historia podíamos hablar sin temor a decir lo que pensábamos. La gente recitaba en voz alta y sin pudor dichos como: Cuando veas a un cura de La Merced, ponte de espaldas a la pared. O bien, si un cura te da un bizcocho, es que se ha comido ocho. Las niñas de los colegios de monjas dejaban de cantar aquella cancioncita que decía las modas arrastran/al fuego infernal/vestid con decencia/si os queréis salvar, ¿recuerdas?, y la reemplazaban por otras como el primer amor que tenga/ha de ser de un señor cura./Aunque no tenga dinero/tendrá tortilla segura.
»Fue un desahogo saludable. El país se hallaba inmerso en un cambio inesperado donde todo bien parecía posible. Había que erradicar cuanto antes los lastres históricos y crear sin demora un país con una nueva identidad. El problema era que no había unanimidad en la dirección que debía tomar la historia. Sabíamos de dónde veníamos, pero no a dónde ni cómo ir. Habitábamos una tierra de nadie en la que convivían simultáneamente lo que agonizaba y lo que aún estaba por nacer. Una sociedad intolerante y trasnochada se desleía ante nuestros ojos, al tiempo que otra nueva comenzaba a tejer su propio destino. Y el país se contagiaba de aquella exaltación y aquellas alas con las que pretendíamos elevarnos a un mayor grado de autoestima.
»Néstor planeaba abrir un bufete. Se avecinaban nuevos códigos, nueva Constitución, nueva ordenación jurídica. La coyuntura no podía ser mejor para un joven abogado que estaba en el poder y que, además, había hecho la revolución. Así que dispuso seguir trabajando con Chico Andreu, en la Presidencia del Gobierno, y dedicar el tiempo libre al bufete.
»Todo iba tan bien esos días que pensamos casarnos en octubre. Las perspectivas del país le tenían entusiasmado. Su vida, me decía, tenía ahora un solo propósito: construir una familia y una nueva patria.
»Pero cuando todos pensaban que la tierra temblaba bajo el paso de los liberales, la revolución empezó a perder pulso. Con cada decisión del Gobierno se desataba una reacción imprevista y a menudo terrible. Las aguas llevaban contenidas demasiado tiempo y los diques comenzaron a agrietarse. Los conservadores no se limitaron a cruzarse de brazos ante la derrota y, atizados por el resentimiento, lanzaron contra el liberalismo una ofensiva devastadora.
»Fue como el sonido de un trueno en medio de un día de sol. Los heraldos de la vorágine hicieron sonar sus tambores. Y de improviso, dos formas de ver la vida, dos lógicas enfrentadas, la ilustrada y la absolutista, se aventaron una a la otra con el fin de arrancarse las entrañas.
»La libertad impone estas cargas, supongo, cuando se vive tanto tiempo privados de ella. Disociarse y caer en la anarquía pareciera ser la propensión de todos aquellos pueblos que, de pronto, se liberan de doctrinas impuestas por alguna autoridad inapelable. Y nosotros no fuimos la excepción.
La argamasa que había sostenido los muros del país, luego de que una rígida ortodoxia lo hubiese atenazado durante siglos, estaba a punto de desmoronarse. Y eso era algo que el poder sacerdotal no podía consentir. De resultas, el clero llamó a una cruzada y los liberales, a una guerra sin cuartel. El rencor mostró sus colmillos, la ira sacó sus uñas y el país se volvió un tumulto maniqueo entre aves de presa y serpientes, como Néstor lo solía llamar. O eras fiebre o eras servil. Si eras fiebre, tenías que ser la fiebre de la fiebre. Y si servil, un fanático recalcitrante. No había lugar para los términos medios. La discordia se había enconado en nosotros y la revolución que yo creía concluida, se volvió un sangriento zafarrancho que, lejos de librarnos de la barbarie, nos hundió aún más en sus abismos».